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Biblioteca Evoliana

Metafisica del sexo

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 5. Eros y el instinto de reproducción

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 5. Eros y el instinto de reproducción

Las consideraciones que acabamos de desarrollar pretenden indicar cuál es el nivel intensivo de la experiencia erótica que puede ofrecer un verdadero interés para nuestro estudio, con exclusión de las formas disgregadas o incompletas de esta experiencia. Por lo demás, así como nos hemos opuesto a la sexología de dirección biológica, con una crítica que desarrollaremos en su momento, de la misma manera, para prevenir cualquier equívoco, denunciaremos el error de los que recientemente, casi como una repetición de la polémica de Rousseau contra la "cultura" en nombre de la "naturaleza", se han puesto a predicar una especie de nueva religión naturalista del sexo y de la carne. El representante más conocido de esta tendencia es D. H. Lawrence. Su punto de vista se resume en las palabras que Aldous Huxley pone en boca de Rampion, en Point Counterpoint, cuando le hace decir que no son los apetitos y los deseos "naturales" los que vuelven a los hombres tan bestiales —y añade: "No, bestiales no es la palabra justa, porque implica una ofensa a los animales; digamos: humanamente malos y viciosos en extremo."— "Es la imaginación, es el intelecto, son los principios, la educación, la tradición. Dejad solos a los instintos y harán muy poco daño." Así, para casi todo el mundo, se considera unos descarriados a los hombres que están "lejos de la norma central de la humanidad", bien cuando excitan la "carne" o bien cuando reniegan de ella por sumisión al espíritu. Lawrence añadió por su cuenta: "Mi religión es la fe en la sangre y en la carne, que son más sabias que el intelecto" (2). Lo extraño es que Lawrence escribió, asimismo, palabras tan poco banales como las siguientes: "El Dios padre, impenetrable, incomprensible, lo llevamos en la carne, en la mujer. Ella es la puerta por la que entramos y salimos. En ella retornamos al Padre, pero, como los que asistieron a la transfiguración, ciegos e inconscientes." Además, tuvo algunas intuiciones justas respecto a la unión realizada mediante la sangre. Por el contrario, con el punto de vista antes indicado se cae en un equívoco lamentable, y de una mutilación se hace un ideal de salvación. Péladan tiene razón cuando escribe: "El realismo en el amor no vale más que en el arte. En el aspecto erótico, la imitación de la naturaleza se convierte en la imitación del animal" (3).

Cada "naturalismo" tomado en ese sentido, en efecto, sólo puede significar una degradación, porque aquello que para el hombre, en tanto que hombre, debe ser considerado como natu-ral, no es exactamente aquello a que se aplica este término en el caso de los animales; al contrario, es la conformidad a su tipo, el lugar que pertenece al hombre en tanto que lo es en la jerarquía global de los seres. Así, lo que define en el hombre el amor y el sexo es un conjunto de factores complejos que, en casos determinados, comprende incluso lo que, juzgado desde un criterio animal, puede parecer perversión. Para el hombre, ser natural de acuerdo con las palabras de Rampion sólo equivale a desnaturalizarse. El sexo tiene una fisonomía específica en el hombre. Ya está liberado en gran medida —tanto más cuanto el individuo es más diferenciado— de los lazos y de los períodos estacionarios de celo que se observan en la sexualidad animal (y aquí, por lo demás, con razón, en las hembras más que en los machos). En cualquier momento es capaz el hombre de desear y de amar, lo cual es un rasgo natural de su amor.

Dando un paso más, diremos que el hecho de situar el amor sexual entre las necesidades físicas del hombre deriva igualmente de un equívoco. La verdad es que en el hombre no existe nunca un deseo sexual físico; en su sustancia, el deseo humano siempre es psíquico; el deseo físico no es más que una traducción y una transposición de un deseo psíquico. Unicamente entre los individuos más primitivos se cierra el circuito tan pronto que en su conciencia sólo está presente el hecho terminal del proceso, como una acre concupiscencia carnal coactiva, unívocamente ligada a condicionamientos fisiológicos y en parte también a los condicionamientos de orden más general que ocupan el primer plano en la sexualidad animal.

Conviene asimismo sostener a una crítica adecuada la mitología que crea la sexología corriente cuando habla de un "instinto de reproducción" y señala este instinto como el hecho principal del erotismo. El instinto de conservación y el instinto de reproducción serían las dos fuerzas fundamentales, unidas a la especie, que animarían al hombre, lo mismo que a los animales. La limitación de semejante teoría lúgubre y chata queda demostrada por esos biólogos y psicólogos que, como el mismo Morselli (4), llegan a subordinar un instinto al otro, pensando que el individuo se alimenta y lucha para conservarse, únicamente porque debe reproducirse, siendo su fin supremo "la continuidad de la vida universal".

No es cosa de pararnos ahora a meditar en el "instinto de conservación" y en demostrar su relatividad, ni en recordar cuántos motivos e impulsos, en el hombre como tal, pueden neutralizar o contradecir ese instinto, hasta el punto de llegar a su destrucción o a unos comportamientos que lo ignoran, y que no guardan ninguna relación con las "finalidades de la especie". Incluso en ciertos casos precisamente el otro instinto, el supuesto instinto de reproducción en el hombre o en la mujer, puede desempeñar ese papel neutralizante, entre otros, sin pensar ya en su salud ni en su conservación.

En cuanto al "instinto de reproducción", representa una explicación absolutamente abstracta del impulso sexual, sabiendo que psicológicamente, es decir, en relación con los datos inmediatos de la experiencia vivida, carece de fundamento. El instinto es un hecho consciente en el hombre. Pero el instinto de reproducción no existe como contenido de la consciencia; el momento "gemésico" no figura en absoluto en el deseo sexual como experiencia, ni en sus consecuencias. El conocimiento de que el deseo sexual y el erotismo, cuando conducen a la unión del hombre con la mujer, pueden dar lugar a la procreación de un nuevo ser sólo existe a posteriori; es decir, resulta de un examen exterior de lo que la experiencia, en general, presenta frecuentemente como unas correlaciones constantes: correlaciones, tanto paró lo que concierne a la fisiología del acto sexual como a sus consecuencias posibles.

Confirma esto el hecho de que algunos pueblos primitivos, que no habían iniciado este examen, atribuían el nacimiento de un nuevo ser a causas no'relacionadas para nada con la unión sexual. Sin embargo, es muy exacto lo que escribe Klages: "Es un error, es una falsificación voluntaria denominar instinto de reproducción al instinto sexual. La reproducción es un efecto posible de la actividad sexual, pero no está comprendida en absoluto en la experiencia vivida de la excitación sexual. El animal la ignora; sólo la conoce el hombre" (5), y el hombre no la encara cuando vive el instinto, sino cuando subordina el instinto a un fin. Sería ocioso recordar cuántas veces la fecundación lograda en la mujer amada ni se la buscó ni se la deseó en absoluto. Resultaría ridículo que se quisiera asociar el factor "genésico" a los amantes considerados habitualmente como los más sublimes modelos del amor humano, las grandes figuras de la historia o del arte: Tristán e Iseo, Romeo y Julieta, Paolo y Francesca, y tantos otros, en una situación de "final feliz" y con un hijo, incluso con familia numerosa como coronación de su aventura. A propósito de una pareja de amantes que nunca tuvo hijos dice un personaje de Barbey d'Aurevilly: "Se amaban demasiado; el fuego devora, consume y no produce nada." Cuando se la interrogó para saber si estaba triste por no haber tenido hijos, la mujer respondió: " ¡No los quiero! Los hijos sólo son necesarios para las mujeres desdichadas."

Alguien acertó a expresar esta verdad con palabras humorísticas: "Cuando Adán se despertó junto a Eva no gritó, comc un senador contemporáneo le hubiera hecho decir: He aquí la madre de mis hijos, la sacerdotisa de mi hogar." Incluso cuandc el deseo de tener hijos es parte fundamental en el establecimiento de relaciones entre hombre y mujer, entran en juego unas consideraciones basadas en la reflexión y en la vida social, y este deseo no tiene nada de instintivo, como no sea en un sentido muy especial, metafísico, del que nos ocuparemos más adelante. Es más, en el caso de que un hombre y una mujer sólo se unen para traer hijos al mundo, no será esta idea la que les obsesione en el momento de su unión, ni será la que les anime y les transporte en su relación sexual (6).

Es posible que andando el tiempo cambien las cosas, y que como homenaje a la moral social, o incluso a la moral católica, en un camino que tenga por límite la fecundación artificial, se intente reducir, o incluso eliminar rotundamente ese factor irracional y perturbador constituido por el simple hecho erótico; pero con mayor razón no se podrá hablar en este caso de un instinto. El hecho verdaderamente primordial es la atracción que nace entre dos seres de sexo opuesto, con todo el misterio y la metafísica que ello implica; es el deseo del uno por el otro, el impulso irresistible a la unión y a la posesión, en el que se agita oscuramente —según hemos indicado antes y como veremos mejor más adelante— un impulso todavía más profundo. En todo este proceso queda excluida la reproducción como nota consciente.

Vienen a cuento ahora unas observaciones realizadas por Solovieff: denuncia precisamente el error de quienes piensan que la motivación del amor sexual es la multiplicación de la especie, sirviendo el amor sólo de medio. Muchos organismos tanto del reino animal como del reino vegetal se multiplican de forma asexuada; el hecho sexual no interviene en la reproducción de los organismos en general, sino de los organismos superiores. Por ello el "sentido de la diferenciación sexual (y del amor sexual) no hay que buscarlo en la idea de la vida de la especie y de su multiplicación, sino únicamente en la idea de un organismo superior." Por si fuera poco: "Cuanto más asciende la escala de los organismos, más decrece el afán de reproducción, mientras que aumenta la fuerza de la atracción sexual. (...) En fin, en el ser humano la reproducción alcanza menores proporciones que en el resto del mundo animal, mientras que el amor sexual adquiere la mayor importancia e intensidad." Parece, por lo tanto, que "amor sexual y reproducción de la especie se hallan en relación inversa: cuanto más fuerte es uno de los dos elementos, más débil es el otro", y considerando los dos extremos de la vida animal, si en el límite inferior se encuentra la reproducción, la multiplicación, sin ningún amor sexual, en el límite superior, en la cima, en todas las formas posibles de una gran pasión, se encuentra un amor sexual aceptable después de excluir completamente la reproducción, como ya hemos señalado (7). Es fácil comprobar que "la pasión sexual conlleva casi siempre una desviación del instinto... En otras palabras, la pasión evita casi siempre la reproducción de la especie" (8). Esto significa que se trata de dos hechos diferentes, el primero de los cuales no puede ser presentado como medio o instrumento del otro (9). En sus formas superiores típicas, el eros tiene un carácter que no se puede deducir, y cuya autonomía no se prejuzga por nada de lo que es necesario materialmente para su activación en el terreno del amor físico.

Notas a pie de página:


(2)    Cf. H. T. MOORE: D. K. Lawrence's Letters to Bertrand Russell, ed. Gotham Book Mart, especialmente la carta del 8 de diciembre de 1915.

(3)    PELADAN: Le science de l'amour, ed. cit., pág. 210.

(4)    E. MORSELLI: Sessualitá umana, Milán2, 1944.

(5)    V. SOLOVIEFF: Le sensde l'amour, París, 1946; págs. 7 a 11.

(6)    A. JOUSSAIN: Les pasions humaines, París, 1928, págs. 171-72. Por lo demás, está demostrada la frecuentísima esterilidad de las mujeres hipersexuales, en el plano más crudamente fisiológico, y el análisis de la sustancia que previene en ellas la fecundación durante el acto sexual ha servido de base muy recientemente a una variedad de la seroprofilaxis antifecundativa (cf. A. CUCCO: L amplesso e la frode, Roma, 1958, págs. 573 y s.).

(7)    V. SOLOVIEFF, Op. cit., pág. 11.

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 4. Amor y Sexo

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 4. Amor y Sexo

Expuesta la premisa general, vamos a delimitar el objetivo principal de nuestro estudio.

No lo constituye el hecho sexual en sus aspectos groseros y físicos. Puesto que nos referimos esencialmente al hombre, nos planteamos ese fenómeno más vasto y más complejo que constituye el amor. Pero, como es natural, se impone establecer de inmediato una delimitación, ya que puede hablarse de amor en sentido general, toda vez que existe un amor a los padres, un amor a la belleza, un amor a la patria, un amor maternal, etcétera; existe igualmente un concepto ideal o sentimental del amor, que se desdibuja en el simple afecto, en la vida en común inter-sexual o en la afinidad intelectual. Es conveniente, pues, para precisar, que empleemos el concepto más reducido de amor sexual.

Examinaremos, en consecuencia, una práctica humana capaz de englobar un conjunto de factores psíquicos, afectivos, morales, incluso intelectuales, que sobrepasan el terreno biológico, pero que tiene por centro de gravedad natural la unión efectiva de dos seres de sexo opuesto, como habitualmente se realiza en la unión sexual.

De hecho, se han diferenciado diversas formas de amor humano. Es conocida la distinción hecha por Stendhal en el siglo XIX entre un amor-pasión, un amor que es principalmente estético y cuestión de gusto, un amor físico y un amor basado en la vanidad. Tal distinción no es muy útil; se basa en parte sobre elementos periféricos, elementos que se presentan separados de cualquier experiencia profunda desde el momento en que uno de ellos, sea el que fuere, llegue a ser verdaderamente el factor predominante; en parte, sólo se trata de la distinción de los diferentes aspectos del fenómeno erótico tomado en su conjunto. El amor que puede interesar a nuestro intento es esencialmente el amor-pasión (que, en el fondo, es el único que merece el nombre de amor). Podría valer para él la definición dada por Bourget: "Existe un estado mental y físico en el que todo queda abolido en nosotros, en nuestro pensamiento, en nuestro corazón y en nuestro sentido: el estado amoroso" (1). El amor físico, en el sentido indicado por Stendhal, puede presentarse como una variedad distinta del amor sólo en el caso de un proceso de disociación y de "primitivización". Lo normal es que forme parte integrante del' amor-pasión. En sí mismo representa el límite inferior de este último; aunque siempre conserva la naturaleza.

En líneas generales, interesa fijar este punto fundamental: que la diferencia entre nuestra concepción y la concepción "positivista" radica en la interpretación diferente, no física o biológica, del sentido de la unión sexual: por lo demás, vemos igualmente en esta unión el fin esencial y la conclusión de cada experiencia basada en la atracción intersexual, el centro de gravedad de cada amor.

También pueden desempeñar un papel en el amor las afinidades ideales, devoción y afecto, espíritu de sacrificio, manifestaciones sublimes del sentimiento; pero desde el punto de vista existencial todo esto representa algo "distinto" o algo incompleto, si no tiene como contrapartida esa atracción que suele llamarse "física", cuya consecuencia es la unión de los cuerpos y el traumatismo del acto sexual. Ese es el momento, por así decir, de la precipitación, el paso al acto y la consumación en un punto culminante o climax, que es su natural terminus ad quem, de toda la experiencia erótica en su conjunto como tal. Cuando debido a la atracción "física" se despierta el impulso sexual, las capas más profundas del ser se mueven, capas existencialmente elementales en comparación con el simple sentimiento. El amor más elevado entre los seres de sexo opuesto es en cierto modo irreal sin esa especie de cortocircuito que tiene como forma de aparición más tosca el climax sexual, pero al que corresponde encerrar la dimensión metafísica y no individual del sexo. Ciertamente, un puro amor también puede llegar más allá de la limitación individual, por ejemplo mediante la abnegación continua y absoluta y mediante cada sacrificio personal; sin embargo, lo hará como una disposición espiritual que sólo conseguirá fructificar de manera concreta en otro plano: nunca en una experiencia en acto, nunca en una sensación y casi en una fractura real del ser. En el terreno que tratamos, las profundidades del ser, repitámoslo, sólo son alcanzadas y removidas por la unión efectiva de los sexos.

Por otra parte, hay una idea que debe inscribirse en el activo de las investigaciones psicoanalíticas y que conviene tener en cuenta: la de que frecuentemente la simpatía, la ternura y otras formas de amor "no material" ligadas por regla general a la sexualidad, no representan a menudo más que sublimaciones, trasposiciones o desviaciones regresivas infantiles.

Conviene, sin embargo, ponerse en guardia contra la idea que presenta como un progreso y un enriquecimiento el paso del amor sexual al amor de matiz principalmente afectivo y social, basado en la vida en común, con el matrimonio, la familia, la procreación y todo lo demás. Existencialmente, no hay en ello un más, sino un menos, una caída intensiva de nivel. En estas formas, aunque oscuro, el contacto con las fuerzas primordiales se pierde o se mantiene sólo como un reflejo. Ya comprobaremos que un amor colocado en semejante plano —en el plano nietzscheano "demasiado humano"— sólo es un sucedáneo. Metafísi-camente, el hombre se crea mediante él una solución ilusoria, debido a esa necesidad de confirmación y de integración ontológica que constituye el fondo esencial e inconsciente del impulso sexual. Schiller escribió: "La pasión se acaba, el amor debe permanecer." Habría que ver en esto una suplantación y uno de los dramas de la condición humana, porque solamente la pasión puede llevar al "momento fulgurante de la unidad".

Notas a pie de página

(1) P. BOURGET: Physiologie de l'amour moderna, París, 1890 (trad. italiana, pág. 47, par. 1). Como corolario: "El amante que busca en el amor algo más que el amor, desde el interés hasta la estima, no es un amante" (íd.).

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 3. El prejuicio evolucionista

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 3. El prejuicio evolucionista

Es evidente que la significación que se atribuye al sexo dependerá, por regla general, de la forma de concebir la naturaleza humana, y hasta de la antropología particular que se profese. El carácter de esa antropología tiene que repercutir sobre el concepto mismo que se configure del sexo. Así, por ejemplo, el sentido que presente la sexualidad desde el punto de vista de una antropología que reconozca al hombre la dignidad de un ser no exclusivamente natural, estará por fuerza en oposición al que le atribuya una antropología que considere al hombre como una de las muchas especies animales, y en una época en que —como ha dicho H. L. Philp— pareció conveniente escribir Selección Natural con mayúsculas, como se hacía antes con el nombre de Dios.

El cuadro de la sexología en el período más próximo, y todavía hoy en los tratados con pretensiones "científicas", se resiente de la herencia del materialismo del siglo XIX, que tuvo por premisas el darwinismo y el biologismo, es decir, una imagen a la vez deformada y mutilada del hombre. Así como según estas teorías el hombre derivaría del animal por "evolución natural", también la vida sexual y erótica del hombre fue expuesta como una prolongación de los instintos animales, y explicada en su fondo último y positivo por finalidades puramente biológicas de la especie.

Por consiguiente, la moderna tendencia a someter lo superior a lo inferior, a explicar lo superior por lo inferior —en este caso, lo humano por lo fisiológico y animal—, se afianza también en este terreno. Para los paladares más delicados intervino en seguida el psicoanálisis, con el fin de que se considerase el elemento psicológico, aunque confirmando la misma tendencia. En efecto, para la antropología psicoanalítica hay siempre un elemento pre-personal y sub-personal —el mundo del inconsciente, del instinto, del "Ello", de los arquetipos arcaicos que retroceden a una ancestralidad primitiva— que constituye el fondo del hombre. En función de ese fondo o subsuelo pretenden explicar los psicoanalistas todo lo que anteriormente se había considerado como vida psíquica autónoma en el hombre: sobre todo cuando se trata de amor y de sexo.

Aquí partiremos de unas premisas completamente distintas. Nuestro punto de partida no será la teoría moderna de la evolución, sino la doctrina tradicional de la involución. En el caso presente, para nosotros no es el hombre el que desciende del mono por evolución, sino el mono quien desciende del hombre por involución. Lo mismo que para De Maistre, también para nosotros los pueblos salvajes no son pueblos primitivos, en el sentido de pueblos originales, sino los restos degenerantes, crepusculares, nocturnos, de razas más antiguas enteramente desaparecidas. Admitiremos, por lo demás, aquello que recientemente han presentido varios pensadores opuestos al dogma evolucionista (Kohlbrugge, Marconi, Dacqué, Westenhófer, Adloff): incluso en las especies animales hay que tener en cuenta las especializaciones agotadas de ciertas posibilidades comprendidas en el ser humano primordial; por consiguiente, de los subproductos del verdadero proceso evolutivo que desde el principio está centralizado en el hombre. Sin embargo, la ontogénesis —la historia biológica del individuo— no refleja en absoluto la filo-génesis —la supuesta historia evolutiva de la especie—, sino que recorre de nuevo las posibilidades eliminadas, deteniéndose en los bosquejos y pasando adelante, para subordinar estas posibilidades al principio superior, específicamente humano, que se define y manifiesta cada vez más en el desarrollo del individuo.
Las diferencias fundamentales de métodos y visiones que se derivan de estas premisas aparecen claras también para nuestro problema. No contemplaremos la sexualidad humana como una prolongación de la sexualidad animal, sino que, por el contrario, consideraremos y explicaremos la sexualidad animal —en sí, en los animales, y tal como eventualmente se presenta asimismo en el hombre— como la caída y la regresión de un impulso ajeno a la esfera biológica. Metafísicamente, así es como se nos presentarán las cosas desde el punto de vista del llamado "instinto de reproducción" y de la "vida de la especie" misma. No representan en absoluto el hecho principal. Son unos derivados.

Notas a pie de página

(1) P. BOURGET: Physiologie de l’amour moderna, París, 1890 (trad. italiana, pág. 47, par. 1). Como corolario: "El amante que busca en el amor algo más que el amor, desde el interés hasta la estima, no es un amante" (íd.).

Metafísica del Sexo: Introducción. 2. El sexo en el mundo moderno

Metafísica del Sexo: Introducción. 2. El sexo en el mundo moderno

Antes de entrar en el tema, quizá sea oportuno hacer unas breves observaciones relativas a la época en que este libro se ha escrito. El papel del sexo en la civilización actual es de todos conocido, si bien hoy se podría hablar incluso de una obsesión por el tema del sexo. En ninguna otra época la mujer y el sexo han ocupado de tal forma el primer plano. Bajo mil formas, el sexo y la mujer dominan la literatura, el teatro, el cine, la publicidad, toda la vida práctica contemporánea. Bajo mil formas, la mujer es presentada para atraer sin cesar al hombre e intoxicarle sexualmente. El strip tease, costumbre americana llevada a la escena, consistente en el espectáculo de una joven que se desnuda poco a poco, quitando una a una de su cuerpo las prendas más íntimas, hasta el mínimo necesario para mantener en los espectadores la tensión propia de ese "complejo de expectación" o estado de suspense que quedaría destruido, por la desnudez total, completa e impúdica, tiene el valor de un símbolo en el que se resume lo que, en los últimos períodos de la civilización occidental, se ha producido en cada dominio bajo el signo del sexo. Los recursos de la técnica han sido utilizados para estos efectos. Los tipos femeninos más fascinantes y excitantes no son ya conocidos, como ayer lo eran, sólo en los espacios restringidos de los países donde viven o donde se encuentran; cuidadosamente seleccionados y puestos en vedette de todas las formas posibles, mediante el cine, las revistas, la televisión, los dibujos animados, etcétera, como actrices, "estrellas" y misses, se convierten en las hogueras de un erotismo cuyo radio de acción es internacional e intercontinental, de la misma manera que su zona de influencia es colectiva, no respetando las capas sociales que antaño vivían dentro de los límites de una sexualidad normal y anodina.
Importa poner de relieve el carácter cerebral de esta moderna pandemia del sexo. No se trata de impulsos más violentos que se manifiestan sobre el solo plano físico, dando lugar, como en otras épocas, a una vida sexual exuberante no reprimida, y hasta incluso al libertinaje. Hoy día, el sexo ha impregnado más bien la esfera psíquica, produciendo en ella una gravitación constante e insistente hacia la mujer y el amor. Es así que sobre el plano mental se tiene, como fondo, un erotismo que presenta dos caracteres sobresalientes: ante todo, el carácter de una excitación difusa y crónica, casi independiente de toda satisfacción física concreta, porque ella dura como excitación psíquica; en segundo lugar, y en parte como consecuencia de esto, este erotismo puede inclusive coexistir con una castidad aparente. Respecto del primero de estos dos puntos, es un hecho característico que hoy se piensa mucho más en el sexo que ayer, cuando la vida sexual era mucho menos libre, cuando las costumbres, al limitar más la libre manifestación del amor físico, hubiera hecho más lógica la intoxicación mental que, por el contrario, es típicamente actual. En cuanto al segundo punto, ciertas formas femeninas de anestesia sexual y de castidad corrompida, teniendo conexiones con lo que el psicoanálisis llama las variedades narcisistas de la libido, son muy significativas. Se trata de esas jóvenes modernas para quienes la exhibición de su desnudez, la acentuación de todo aquello que puede representar un reclamo para el hombre, el culto de su cuerpo, el maquillaje y todo lo demás, constituyen el principal interés y les proporciona un placer transpuesto, que prefieren al placer específico de la experiencia sexual normal y concreta, hasta provocarles una especie de insensibilidad ante esta experiencia y, en ciertos casos, un rechazo neuropático. Estos tipos deben ser situados entre las hogueras que alimentan más la atmósfera de lujuria cerebral crónica y difusa de nuestro tiempo.
Tolstoi dijo un día a Gorki: "Para un francés, antes que nada, está la mujer. Es un pueblo extenuado, desequilibrado. Los médicos aseguran que todos los tísicos son sensuales." Dejando de lado a los franceses, queda verdaderamente el hecho de que la propagación pandémica del interés por el sexo y la mujer marca todas las eras crepusculares, y el de que, en la época moderna, este fenómeno se encuentra pues entre los numerosos que nos hacen ver que esta época representa precisamente la fase más avanzada, terminal, de un proceso de regresión. No se puede menos que recordar las ideas formuladas por la antigüedad clásica, siguiendo una analogía con el organismo humano. En el hombre, la cabeza, el pecho y las partes inferiores del cuerpo constituyen respectivamente las sedes de la vida intelectual y espiritual, de los impulsos del alma que van hasta la aptitud heroica, y en fin de la vida del vientre y el sexo. Tres principales formas de interés, tres tipos humanos y, podríamos añadir, tres tipos de civilización se corresponde con ellas. Es evidente que, en nuestros  días, por regresión, se vive en medio de una civilización en la que el interés predominante no es el interés intelectual o espiritual; no es tampoco el interés heroico o cualquier otro que se relacione con las manifestaciones superiores de la afectividad, sino que es el interés subpersonal determinado por el vientre y el sexo. Y es así como amenazan con convertirse en realidad las infortunadas palabras de un gran poeta, respecto a que serían el hambre y el amor los que darían forma a la historia. El vientre es, actualmente, el fondo de las luchas sociales y económicas más características y más desastrosas. Su contrapartida es la importancia, más arriba indicada, que tiene en nuestros días la mujer, el amor y el sexo.

La antigua tradición hindú sobre las cuatro edades del mundo, en su formulación tántrica, nos aporta otro testimonio de lo que venimos diciendo. Una característica fundamental de la última de estas edades, de la que se denomina edad obscura (Kali-yuga), será que en ella Káli se ha despertado —es decir, se ha desencadenado— hasta el punto de tener a esta época bajo su signo. En lo que ha de seguir, tendremos que ocuparnos a menudo de Káli; en su aspecto esencial, ella es no solamente la diosa de la destrucción, sino también del deseo y del sexo. A este respecto, la doctrina tántrica formula una ética e indica un camino que, en las épocas precedentes, habría tenido que ser condenado o bien mantenido en secreto: transformar el veneno en remedio. No es de todas formas hoy el caso, al considerar el problema de la civilización, de hacerse ilusiones ante perspectivas de este género. Más adelante, verá el lector qué plano alcanzan las posibilidades que acabamos de señalar. Por el momento, no hay más que constatar la pandemia del sexo como uno de los signos del carácter regresivo de los tiempos actuales: pandemia cuya contrapartida natural es esta ginecocracia, esta preeminencia tácita de todo lo que, directa o indirectamente, está condicionado por el elemento femenino, cuyas variedades de retorno a nuestra civilización ya hemos señalado en otros trabajos (4).

Lo que, en este orden especial de ideas, pongamos en claro respecto de la metafísica y del empleo del sexo, no podrá sin embargo más que servir para marcar una oposición, para fijar unos puntos de vista. Conocidos éstos también en este dominio, aparecerá directamente la caída del nivel interior del hombre moderno.

Notas a pie de página

(4) Cf. J. Evola, Rivolta contro il mondo moderno, Milano, p. 422-423; Commentario a J. J. Bachofen, Le Madri e la virilitá olímpica, Milano, 1949, p. 14 sqq. Constituye también un signo de la llegada de "la edad oscura" cuando "los hombres se hacen sumisos a las mujeres y esclavos del placer, opresores de sus amigos, de sus maestros y de todo lo que merece respeto" (Mandnirvdna-tantra, IV, 52).

Metafísica del Sexo: Introducción. 1. Delimitación del tema

Metafísica del Sexo: Introducción. 1. Delimitación del tema

El título de este libro reclama una aclaración a propósito del término "metafísica". Emplearemos aquí esta palabra en un doble sentido. El primer sentido es bastante corriente en filosofía, donde por "metafísica" se entiende la investigación de los principios y de las significaciones últimas. Una metafísica del sexo será pues el estudio de lo que, desde un punto de vista absoluto, significan ya los sexos, ya las relaciones basadas sobre los sexos. Una investigación semejante cuenta con pocos precedentes. Una vez citado Platón, si hacemos abstracción de ciertas ideas posibles de encontrar en autores cercanos a la época del Renacimiento, de las teorías de Boehme y de algunos místicos heterodoxos inspirados en él, hasta Franz von Baader, hay que llegar a Shopenhauer, después del cual únicamente se puede mencionar a Weininger y, en cierta medida, a Carpenter, Berdiaeff y Klages. En los tiempos modernos, en nuestros días sobre todo, se han multiplicado endémicamente las obras sobre el problema de los sexos, considerado desde el punto de vista antropológico, biológico, sociológico, eugenésico y, finalmente, psicoanalítico; se ha creado inclusive un neologismo para designar semejantes investigaciones: la "sexología", pero todo esto tiene poco o nada que ver con una metafísica del sexo.

En este dominio, como en cualquier otro, nuestros contemporáneos no están interesados en la búsqueda de las significaciones últimas, que se toma por cosa vaga -y sobrepasada. Se piensa alcanzar algo más serio y más importante manteniéndose por el contrario sobre el plano empírico y más estrictamente humano, cuando la atención no se concentra en los subproductos patológicos del sexo.

Estas observaciones son válidas en gran parte también para aquellos autores de ayer y de hoy que han tratado del amor, más que del sexo en particular. Ellos se han mantenido esencialmente sobre el plano psicológico y sobre el de un análisis general de los sentimientos. Inclusive lo que escritores como Stendhal, Bourget, Balzac, Solovieff o Lawrence han publicado a este respecto, concierne poco a las significaciones más profundas del sexo. Por lo demás, la referencia al "amor" —dado lo que se entiende hoy principalmente por esta palabra, y dado el agotamiento de orden sobre todo sentimental y romántico en la mayor parte de las experiencias correspondientes— no podía sino provocar un equívoco y restringir la investigación a un dominio estrecho y más bien banal. Sólo contadas veces, y diríamos que casi por azar, ha habido aproximaciones a lo que se relaciona con una dimensión en profundidad, o dimensión metafísica del amor en sus conexiones con el sexo.

Pero, en este estudio, el término "metafísica" será tomado también en un segundo sentido, relacionado con su etimología, ya que, literalmente, "metafísica" significa la ciencia de lo que va más allá de lo físico. Sólo que aquí ese "más allá de lo físico" concernirá no a conceptos abstractos o a ideas filosóficas, sino a lo que puede resultar, como experiencia no solamente física, sino como experiencia transpsicológica y transfisiológica, de una doctrina de los estados múltiples del ser, de una antropología que no se detiene, como la de los tiempos más recientes, en el simple binomio alma-cuerpo, sino que conoce las modalidades "sutiles" e incluso trascendentes de la conciencia humana. Tierra ignota para la mayoría de nuestros contemporáneos, un conocimiento de este género constituyó parte integrante de las discipli-nas antiguas y de las tradiciones de los pueblos más diversos. De ella, extraeremos los puntos de partida para una metafísica del sexo, tomada en el segundo sentido: como constatación de todo lo que en la experiencia del sexo y del amor comporta un cambio de nivel de la conciencia ordinaria, "física", y a veces inclusive una cierta suspensión del condicionamiento del Yo individual, y la emergencia momentánea o inserción de modos de ser de carácter profundo.

Que en la experiencia del eros se establece un ritmo diferente, que una corriente distinta invade y transporta o suspende las facultades ordinarias del individuo humano, que se abren huecos sobre un mundo diferente, todo esto, en todo tiempo ha sido observado o entrevisto. Pero en quienes son los sujetos de esta experiencia falta casi siempre una sensibilidad sutil desarrollada de forma que puedan captar algo más que las simples emo-ciones y sensaciones que les sobrecogen; les falta toda base para orientarse en el acontecimiento en que se esbozan los cambios de nivel de que acabamos de hablar.

En cuanto a los que hacen de la experiencia del sexo un estudio científico, refiriéndose a otros y no a sí mismos, las cosas no van para ellos mucho mejor respecto al tema de una metafísica del sexo tomada en el segundo sentido. Las ciencias susceptibles de suministrar las referencias necesarias para la exploración de estas dimensiones potenciales de la experiencia del eros se ha perdido casi completamente. Por ello han faltado los conocimientos indispensables para identificar en términos de realidad los contenidos posibles de lo que es habitualmente tomado "de una manera irreal", reduciendo lo no-humano a prolongaciones exaltadas de lo que es solamente humano, de la pasión y del senti-miento, consiguiendo únicamente hacer poesía, lirismo, romanticismo idealizante y empequeñecerlo todo.

Con estas observaciones, tenemos a la vista el dominio erótico que podríamos llamar profano, que poco más o menos es el único que conocen los hombres y las mujeres del Occidente moderno, y que es el único también con el que se enfrentan los psicólogos y sexólogos de hoy. En las significaciones más profundas que nosotros indicaremos para el amor en general, y hasta en el acto brutal que lo expresa y lo concluye, en este acto en que, como alguien ha dicho, se forma un ser múltiple y monstruoso y en el que se diría que el hombre y la mujer buscan humillarse, sacrificar todo cuanto hay en ellos de bello (Barbusse), es posible que la mayoría no se reconozca y piense que se trata de interpretaciones nuestras arbitrarias y fantásticas, personales, de carácter abstruso y "hermético".

Las cosas pueden parecer así únicamente a quien tome por absoluto lo que en general él ve cada día a su alrededor o experimenta en sí mismo. Pero el mundo del eros no ha comenzado hoy, y basta con echar una ojeada a la historia, a la etnología, a la historié de las religiones, a la misteriosofía, al folklore, a la mitología, para darse cuenta de la existencia de formas del eros y de la experiencia sexual en que fueron reconocidas y tomadas en consideración posibilidades más profundas, en las que se pusieron suficientemente de relieve significaciones de orden transfisiológico y transpsicológico como las que nosotros indicaremos. Referencias de este género, bien documentadas y concordantes con las tradiciones de civilizaciones muy diferentes entre sí, bastarán para disipar la idea de que la metafísica del sexo sea una pura fantasía. La conclusión que se podrá extraer será muy otra; se llegará a decir más bien que, como por atrofia, aspectos muy determinados del eros han llegado a quedar latentes hasta resultar casi indiscernibles en la mayoría de los casos; que, en el amor sexual habitual, no subsiste de ellos más que leves huellas o indicios, de manera que, para hacerlos resurgir, es precisa una integración, una operación análoga a la que en las matemáticas constituye el paso de la diferencial a la integral. En efecto, no es verosímil que en las indicadas formas antiguas, a menudo sacrales e iniciáticas del eros, se haya inventado y añadido lo que no existiera en absoluto en la experiencia humana correspondiente; no es verosímil que se haya hecho de ésta un uso para el cual no se prestaba en modo alguno, ni siquiera virtualmente y en principio. Mucho más verosímil resulta que, con el tiempo, esta experiencia se haya degradado en cierto sentido, empobrecido, oscurecido y atrofiado en la gran mayoría de los machos y hembras pertenecientes a un ciclo dado de civilización, esencialmente orientada hacia la materialidad. Justamente se ha dicho: El hecho de que la humanidad haga el amor como lo ha hecho casi todo, es decir, estúpida e inconscientemente, no impide que su misterio continúe manteniendo la dignidad que le corresponde (1). Será inútil adelantar que, llegado el caso, ciertas posibilidades y ciertas significaciones del eros no sean testificadas sino excepcionalmente. Justamente estas excepciones de hoy (que, por lo demás, como `hemos dicho, se van a integrar en lo que, en otros tiempos, presentaba este carácter en un grado menor) suministran la clave para comprender el contenido potencial, profundo e inconsciente también de lo no-excepcional y de lo profano. C. Mauclair, aunque no teniendo en el fondo a la vista más que las variedades de una pasión de carácter profano y natural, dijo con toda razón que, en el amor, se cumplen los gestos sin reflexionar, y que su misterio no está claro más que para una ínfima minoría de seres... En la multitud innumerable de los seres con rostro humano, añadía, muy pocos son auténticos hombres y, dentro de esta selección, muy poco numerosos son los que penetran el sentido del amor (2). En este dominio como en otro, el criterio estadístico del número está desprovisto de todo valor. Se lo puede dejar para métodos vulgares como el empleado por Kinsey en sus bien conocidos informes sobre el "comportamiento sexual del macho y de la hembra en la especie humana". En una investigación como la nuestra, es lo excepcional lo que puede tener valor de "normal" en un sentido superior.

Partiendo de esto, se pueden ya delimitar los dominios sobre los que recaerá nuestro examen. El primer dominio será el de la experiencia erótico-sexual en general, es decir, del amor profano tal como puede también conocerlo un cualquier Armando o una Julieta cualquiera, para buscar ya en esta experiencia los "indicios intersticiales" de algo que, virtualmente, sobrepasa el simple hecho físico y sentimental. El estudio puede comenzar por una cantidad de expresiones constantes del lenguaje de los amantes y por las formas típicas de su comportamiento. Esta materia nos la proporciona ya la vida cotidiana; no hay más que considerarla bajo una nueva luz para obtener interesantes elementos indicativos de lo que se nos muestra como lo más estereotipado y banal.

Siempre dentro de lo que concierne a la fenomenología del amor profano, se pueden espigar otros materiales en la obra de los novelistas y los dramaturgos; es sabido que, en nuestra época, sus temas casi exclusivos han sido el amor y el sexo. En efecto, se puede admitir que, a su manera, esta producción tiene también un valor de testimonio, de "documento humano", porque, de costumbre, una experiencia personal realmente vivida, o al menos tendente a ello, constituye la materia prima de la creación artística. Y lo que ésta ofrece además, justamente por ser arte —en lo que hace sentir, decir o hacer a los diferentes personajes—, no se reduce siempre a ser una ficción o una fantasía. Por el contrario, se puede tratar de integraciones, de amplificaciones y de intensificaciones, donde se pone más distintamente a la luz lo que en la realidad —en la experiencia personal del autor o de otros— se presenta de una manera incompleta, muda o potencial. Desde este punto de vista, se puede encontrar en el arte y en la novela otro material a considerar, un material objetivo, y que a menudo concierne a formas ya diferenciadas del eros.

La búsqueda del material tropieza sin embargo con dificultades particulares en el aspecto de los datos que se relacionan con un dominio importante para nuestro estudio: el dominio de los estados que se desarrollan en los puntos límite de la experiencia erótico-sexual, es decir, durante la unión sexual. La literatura, en este punto, ofrece pocos elementos. Hasta ayer, existía el veto del puritanismo. Pero, en las novelas modernas más atrevidas, lo que es banal y vulgar prevalece sobre la rr•ateria eventualmente utilizable para nuestros fines. Ejemplo típico de ello es Lady Chatterley's Lover, de D. H. Lawrence, libro que, en este dominio, fue considerado en una cierta época como una especie de record.

Para recoger directamente material, se tropieza aquí con una doble dificultad, subjetiva y objetiva. Subjetiva, porque no ya con los extraños, sino inclusive con la respectiva pareja masculina o femenina no gusta hablar con exactitud y sinceridad de lo que se experimenta en las fases más exaltadas de la intimidad corporal. Igualmente, la dificultad es objetiva, porque estas fases corresponden a menudo a formas de conciencia reducida (y es lógico que, para la mayoría, ocurra así), hasta el punto de que ocurre a veces no solamente no recordar lo que se ha experimentado, sino inclusive lo que se ha dicho o hecho en tales momentos, cuando se desenvuelven en las formas más interesantes. En efecto, nosotros hemos podido constatar que los momentos culminantes, estáticos o menádicos de la sexualidad, constitu-yen a menudo soluciones más o menos profundas de continuidad de la conciencia de los amantes, estados de los que ellos vuelven en sí como agotados; o bien, lo que es simple sensación paroxística y emoción, lo confunde todo.

Gracias a su profesión, los psiquiatras y los ginecólogos podrían encontrarse en una situación bastante favorable para recoger un material útil, si supieran orientarse e interesarse por un tal orden de cosas. Pero no ocurre así. Con un buen gusto extremado, la escuela positivista del siglo pasado llegó a publicar fotografías de órganos genitales femeninos para establecer extrañas correspondencias entre las mujeres delincuentes, las prostitutas y las mujeres de los pueblos salvajes. Por contra, una recolección de testimonios de tipo introspectivo, al respecto de la experiencia íntima del sexo, no ha despertado, al parecer, el menor interés. De otra parte, cuando en este' dominio interviene una actitud con pretensiones científicas "sexológicas", los resultados son en general ensayos de una incompetencia más bien grotesca. Aquí, como en otros ámbitos, la condición previa para comprender una experiencia es, en efecto, saber uno mismo algo de ella. Havelok Ellis (3) ha hecho notar justamente que "las mujeres que, con seriedad y sinceridad, escriben libros sobre estos problemas (los problemas sexuales) son a menudo las últimas a las que habría que acudir como representantes de su sexo; las que saben más de ellos son las que menos escriben". Nosotros diríamos más: que son las que no escriben en absoluto. Y esto, naturalmente, es válido también en gran parte para los hombres.

En fin, a propósito del dominio del eros profano, incluso la más reciente disciplina que ha hecho del sexo y de la libido una especie de idea fija, el psicoanálisis, tiene muy poco valor para nuestros fines, como ya hemos dicho. Sólo en algún que otro extremo, podrá ella ofrecernos algunas indicaciones útiles. Sus investigaciones, en general, están ya desplazadas desde el punto de partida, a causa de los prejuicios de escuela y de una concepción absolutamente deformada y contaminadora del ser humano. Y aquí hay que decir que es justamente porque en nuestros días el psicoanálisis, mediante una inversión casi demoníaca, ha puesto de relieve una primordialidad sub-personal del sexo, por lo que es absolutamente necesario oponer otra primordialidad, ésta de carácter metafísico, y de la cual la otra no sería más que su degradación; este es exactamente el objetivo funda-mental de este libro.

Todo esto, pues, a propósito del dominio de la sexualidad ordinaria, diferenciada o no, que, como ya hemos dicho, no debe ser identificada sin más con cada sexualidad posible. En efecto, para nosotros hay un segundo dominio, mucho más importante, correspondiente a las tradiciones que han conocido una sacralización del sexo, un empleo mágico, sagrado, ritual o místico de la unión sexual, hasta incluso de la orgía, a veces en formas colectivas e institucionales (fiestas estacionales, prostitución sagrada, hierogamías, etc.). El material de que se dispone a este respecto es bastante vasto, y el hecho de que ofrezca un aspecto ampliamente retrospectivo no obsta nada a su valor. En este punto también, todo depende de tener o no tener los conocimientos adecuados para proceder a una interpretación exacta, no considerando todos estos testimonios como lo hacen casi sin excepción los historiadores de las religiones y los etnólogos: con el mismo interés "neutro" que se puede experimentar ante los objetos de un museo.

Este segundo dominio, con su fenomenología relativa a una sexualidad ya no profana, admite una separación que se puede hacer corresponder con la que existe entre el exoterismo y el esoterismo, entre las costumbres generales y la doctrina secreta. Aparte las formas, cuyo tipo más conocido está constituido por el dionisismo, por el tantrismo popular y por los diversos cultos eróticos, ha habido medios que no sólo han reconocido la dimensión más profunda del sexo, sino que también han formulado técnicas que a menudo tenían finalidades pura y conscientemente iniciáticas; se ha contemplado un régimen especial de la unión sexual para conducir a formas particulares de éxtasis, para conseguir una liberación de las ligaduras humanas y una anticipación de lo incondicionado. Para este dominio especial, también existe una documentación, y la concordancia bastante visible de la doctrina y los métodos en las diversas tradiciones resulta grandemente significativa.

Considerando estos diferentes dominios como las partes de un todo donde se integran y se aclaran unos a otros, aparecerán suficientemente demostradas tanto la realidad como el sentido de una metafísica del sexo. Lo que los seres humanos conocen habitualmente cuando se sienten atraídos el uno hacia el otro y cuando ellos se aman, será restituido al más vasto conjunto del que forma parte esencialmente. En razón de particulares circunstancias, este libro no representará apenas más que un ensayo. En otras obras, ya hemos tenido ocasión de hablar de la doctrina esotérica del andrógino, así como de las prácticas sexuales de la que esta doctrina es la base. Para la parte más nueva, que es la investigación en el dominio del amor profano, hubiéramos tenido que disponer de un material mucho más rico que, incluso haciendo abstracción de las dificultades indicadas más arriba, una contingencia estrictamente personal nos ha impedido recoger. De todas formas, esperamos que habrá aquí bastante para mostrar una dirección y para dar una idea de conjunto.

Notas a pie de página:

(1)    S. Péladan, La Science de !'Amour (Amphitheátre des Sciences Mortes). París, 1911.

(2)    C. Mauclair, La magie de l'amour.

(3)    EHavelok Ellis, Studies in the psychology of sex, v. III, Philadelphie, 1909, p. VII.

Metafísica del Sexo: 30. Rasputín y la secta de los Khlystis

Metafísica del Sexo: 30. Rasputín y la secta de los Khlystis

En relación con lo que hemos dicho en la última sección de este capítulo, puede resultar interesante hacer alusión a hechos orgíacos en los que figuran, reunidos curiosamente, factores variados de la superación erótica que hemos examinado al tratar de determinadas formas liminales del amor sexual profano. Se trata de ritos practicados por la secta rusa de los Khlystis, ritos para los cuales existía el más riguroso de los secretos. Los preceptos y las ideas de la secta no debían ser revelados a ningún profano, ni siquiera al propio padre o a la propia madre; en cuanto a lo externo, se prescribía no alejarse de la ortodoxia, pero se la consideraba como "la falsa creencia".

Antes que nada es preciso declarar que los hechos a los que hacemos alusión figuran en un conjunto bastante bastardo e híbrido. En formas degradadas, groseras y populares, en los ritos de los Khlystis se han conservado residuos de ceremonias orgíacas pre-cristianas que han perdido su forma originaria y esencial, para, paradójicamente, absorber algunos motivos de la nueva fe. La premisa dogmática de la secta es que el hombre es potencialmente Dios. El puede tomar conciencia de ello y, a través de esto, serlo también de hecho, realizando, si es un hombre, la naturaleza de Cristo (de ahí la denominación de la secta), si es una mujer, la de la Virgen, cuando, por medio del rito secreto, él o ella provoca el descendimiento transfigurante, sobre él o sobre ella, del Espíritu Santo. Este rito secreto se celebraba a media noche. Los participantes, hombres y jóvenes mujeres, se cubrían solamente con una túnica blanca sobre una desnudez completa (desnudez ritual). Después de una fórmula invocatoria, se comenzaba una danza circular, los hombres formando en el centro un círculo que se movía rápidamente en el sentido de la marcha del sol, las mujeres formando, por el contrario, una rueda exterior a la primera, y girando en una dirección opuesta, anti-solar (referencia ritual a la polaridad cósmica reflejada por los sexos). El movimiento se hacía cada vez más vertiginoso y salvaje, hasta que algunos miembros se iban separando de la rueda y se ponían a danzar aisladamente, como los antiguos vertiginatores y los derviches árabes, con una rapidez tal que, según dicen, a veces, no se les distinguía ya el rostro, cayéndose y volviendo a levantarse (danza como técnica del éxtasis). El ejemplo actuaba de una manera contagiosa, pandémica. Como factor ulterior de exaltación se insertaba la flagelación, el recíproco azotarse de la masa de los asistentes, hombres y mujeres (el dolor como factor erótico-extático). En el acmé de esta exaltación, se comienza a presentir la transformación interior, el inminente descendimiento del Espíritu Santo invocado. En este momento, los hombres y las mujeres se desnudaban, despojándose de las blancas túnicas rituales, y se emparejaban promiscuamente; la inserción de la experiencia del sexo y el trauma del coito llevaban el rito a su intensidad límite (103).

La hibridez de estos ritos se desprende del hecho de que ellos tienen por centro a una joven, elegida vuelta a vuelta, en la que se ve a "la personificación de la divinidad y, al mismo tiempo, el símbolo de la fuerza generativa"; ella era adorada, ya como la Madre Tierra, ya como la Santísima Virgen de los cristianos. Se ofrecía completamente desnuda al final del ritual secreto, para distribuir a los fieles granos de uva secos, en el sentido de un sacramento (104). Este detalle hace reconocer fácilmente, en la ceremonia secreta de los Khlystis, una prolongación de los ritos orgíacos antiguos que se celebraban bajo el signo de los misterios de la Gran Diosa ctónica y de la Diosa desnuda.

Es interesante hacer notar que, en la secta en cuestión, el sexo estaba rigurosamente limitado a este uso ritual y extático; en efecto, a todo otro respecto, la secta profesaba un ascetismo rígido, condenando todo tipo de amor carnal, hasta el punto de estigmatizar el mismo matrimonio. De hecho, para todo lo demás presenta una neta analogía con otra secta eslava, la de los Skoptzis, en la cual el ascetismo llegaba hasta a prescribir la castración de los hombres y de las mujeres, pero conservando el fondo originario, puesto que, en los ritos de esta secta, una joven desnuda figuraba igualmente como centro. Es probablemente un eco del culto propio de otra de las formas de los misterios de la Gran Diosa, de la Cibeles frigia; culto que, a menudo, se asociaba a mutilaciones similares cumplidas en el frenesí estático.

A la secta de los Khlystis pertenecía el starez Gregori Efimovitch Novy, llamado Rasputín. En esta figura, de la que tanto se ha hablado, se han conservado todavía ciertos rasgos del orgiasmo místico. Ya es de por sí significativo que, con el título de starez, viejo santo, se pueda asociar el sobrenombre de Rasputín, que deriva de rasputnik, equivalente a disoluto; sobrenombre que él conservó siempre. En la figura de Rasputín, es muy difícil separar lo que es realidad de las leyendas creadas por sus admiradores o por sus enemigos. La presencia, en esta tosca figura de campesino siberiano, de ciertos poderes extranormales es sin embargo incontestable; al menos su fin, lo demuestra: fuertes dosis de un veneno tan potente como el cianuro no hicieron el menor efecto en él, que se volvió a levantar después de varios tiros de revólver hechos a bocajarro sobre él, de forma que, para acabar con él, hubo de ser despedazado. La "religión de Rasputín" estaba inspirada esencialmente en el motivo señalado más arriba. He aquí sus propias palabras: "Yo he venido a traeros la voz de nuestra santa Madre Tierra y a enseñaros el bendito secreto que ella me ha transmitido a propósito de la santificación por medio del pecado" (105), en estas palabras vemos en efecto cómo se vuelve al tema de la Gran Diosa (la Madre Tierra) en un hibridismo con el concepto cristiano de la carne como pecado. En esencia, la experiencia desencade-nada del sexo —el "combate del pecado" y la denominada svalnyi grech— era concebida como un medio de "mortificación" que tenía los efectos positivos de una "muerte mística", capaz de despojar la unión sexual de su carácter impuro y de producir en el individuo la "transformación maravillosa" (106). Sobre este plano, la unión sexual se convertía inclusive en una especie de sacramento transformador y en una vía de participación. En términos objetivos, es decir, fuera del punto de vista moral, es con esta idea con la que se debe relacionar la "santificación por medio del pecado" anunciada por Rasputín. En cuanto a su interpretación moral y cristiana, es preciso por el contrario relacionarla más o menos con el pecca fortiter luterano y con una teoría sustentada por el mismo San Agustín, según la cual la virtud puede ser pecado cuando es inspirada por el orgullo de la criatura caída que no saca de ella sino vanidad (107). En tal contexto, ceder a la carne sería una manera de humillarse, de destruir el orgullo del Yo —del "oscuro déspota"— hasta sus últimos residuos, constituidos precisamente por el orgullo por la propia virtud. En términos existenciales y no morales, el orgullo que hay que humillar dejando la vía libre al sexo, no oponiendo resistencia y "pecando", tiene por el contrario una relación con la limitación del individuo finito que es preciso quebrantar por medio de una experiencia especial, paroxística, del eros.

Rasputín, como persona y como comportamiento, era más repugnante que atractivo; fue una influencia de orden diferente, al menos en parte ligada genéticamente a las experiencias de los Khlystis, y probablemente basada también en predisposiciones excepcionales, lo que constituyó la base de su poder y de su fascinación, que ejerció inclusive en los medios de la alta aristocaracia rusa, inaccesible de otra manera a un campesino sucio y primitivo como él. Haciendo abstracción de esto, se encuentra en Rasputín una cierta relación con las técnicas de los Khlystis, si él hacía uso de la danza, considerada por él como parte de un todo que culminaba en la unión sexual, con una preferencia por la música gitana, la cual, cuando es auténtica, forma parte del pequeño número de las que conservan todavía una dimensión frenética y elemental. Se cuenta que las mujeres con las que Rasputín danzaba, porque las había encontrado dignas de cumplir el rito con él, "tenían efectivamente el sentimiento de participar en la influencia mística de la que el starez había hablado a menudo". El ritmo se hacía cada vez más frenético, se podía observar cómo "el rostro de la danzarina se iluminaba, cómo poco a poco su mirada se velaba, sus párpados caían y finalmente se cerraban". Entonces el starez se llevaba a la mujer, casi privada de conocimiento, para unirse a ella. Para la mayoría, el recuerdo que las mujeres conservaban de lo que ocurría a continuación era el de un éxtasis casi místico. Sin embargo, no faltaron las que conservaron una impresión de profundo horror, y se habla inclusive de un caso que desembocó en una semi-locura (108). En base a cuanto ya se ha dicho, la posibilidad de este doble efecto se presenta sin embargo como natural.


Notas a pie de página

(103)    Cfr. N. TSAKNI, La Russie sectaire, París, 1888, c. IV, págs. 63-73; K. GRASS, Die russischen Sekten, 1907-1909. Por analogía, se pueden citar los ritos en los grupos de fondo "derviche", entre los Maw¬lawi y los Irawi, en que los cantos que tienen habitualmente por tema la embriaguez del amor y del vino impulsan a la danza; es preciso sin embargo abstenerse tanto como sea posible de todo movimiento; sólo cuando el impulso se hace frenético es cuando los participantes, ya sentados en círcu¬lo, se levantan y se ponen a danzar girando sobre sí mismos o participando en una rueda. Entonces, insensiblemente, o bien a una señal del sheik, se pasa a la invocación, según determinadas fórmulas (dhikr) (Y. MILLET, De l’usage tecnique de l’audition musicale, en "Etudes Traditionnelles", diciembre, 1955, págs. 353-354).

(104)    TSAKNI, Op. Cit., pág. 72-73.

(105)    R. FULUP-MILLER, Le diable sacré, París, 1929, pág. 45 De esta obra tomamos también las noticias que siguen.

(106)    Ibid., pág. 202; cfr. también págs. 31-33.

(107)     Aludimos al tratado Contra advers. legis (I, 26-28), en que San Agustín se pregunta cómo Dios permite que sean violadas muchachas en ocasión de la guerra y otros desórdenes. Aparte la impenetrabilidad de los designios divinos y la alusión a eventuales recompensas en el más allá por los sufrimientos que se hayan padecido en la tierra (suponiendo que para una muchacha violada todo sea sufrimiento), San Agustín se pregunta si las vírgenes en cuestión no habrían tal vez pecado por orgullo, haciendo ostentación de su virtud. Es sabido que, para San Agustín, las virtudes adquiridas por las solas fuerzas de la criatura, sin el concurso de la gracia divina, como la de los "paganos", serían "espléndidos vicios". El pecca fortiter luterano prescribe no resistirse al pecado, abandonarse a él comple¬tamente, y en la propia abyección y en la confesión de la propia impoten¬cia, esperar en la gracia divina salvadora.

(108) FULOP MILLER, Op. cit., págs. 268-269.

Metafísica del Sexo: 29. El marqués de Sade y la "Vía de la Mano Izquierda"

Metafísica del Sexo: 29. El marqués de Sade y la "Vía de la Mano Izquierda"

Hablando del sadismo, hemos distinguido, en algunos individuos neurópatas o tarados, un sadismo aberrante, como necesidad de crueldad a título de afrodisíaco psíquico que les resulta necesario para llegar a la satisfacción sexual, del sadismo entendido como un elemento natural del eros que se puede particularmente activar para llevar sus posibilidades más allá de los límites habituales.

Sin embargo es preciso hacer otras dos distinciones. En primer lugar, se debe distinguir entre el sadismo de fondo sexual y el sadismo en sentido lato, en el que puede faltar la relación con el sexo y la mujer, o bien figurar solamente de una forma subordinada, siendo en él esencial el placer a través del mal y de la destrucción tomados en sí mismos y en cada forma. Se debe juzgar absolutamente sin fundamento la deducción genética de este segundo sadismo del primero, es decir, de un hecho sexual, deducción corriente en algunas psicologías y sobre todo en el psicoanálisis. El sadismo, inclusive en sentido general, entra dentro de una categoría más vasta y más importante, que comprende fenó-menos bastante complejos y que se definen, en última instancia, por una orientación existencial elemental. Para esclarecer este punto, es preciso sin embargo desbrozar el terreno mediante otra distinción, es decir, oponiendo a las experiencias que, aunque liminales y problemáticas, conservan un carácter puro, el artificialismo propio de lo que, en general, se debe llamar perversión. Hay perversión cuando se experimenta placer mediante el cumplimiento de actos determinados, simplemente porque ellos están prohibidos, simplemente porque, según una moral dada, se los considera como "mal" o como "pecado". El mismo sadismo puede adoptar este matiz. A este respecto, Baudelaire es significativo: la voluptuosidad única y suprema del amor consiste en la certidumbre de hacer el mal. Y, desde el nacimiento, el hombre y la mujer saben que es en el mal donde está la voluptuosidad (84). Todo cuanto presenta de "perverso" lo que se llama el decadentismo del siglo XIX (en parte Byron, después Baudelaire, Barbey d’Aurevilly, Oscar Wilde, Villiers de l’Isle Adam, Swinburne, Mirbeau, etc.) tiene este lado artificial: no es más que literatura y cerebralismo. Pero es casi cosa de niños: experimentar placer por una cosa, sólo porque su objeto representa lo "prohibido" y porque el acto tiene el carácter de una transgresión. De todas formas esto puede constituir para algunos un afrodisíaco, y Anatole France, refiriéndose a un orden de ideas similar, no estuvo equivocado al escribir que, "al considerarlo como un pecado, el cristianismo ha hecho mucho por el amor". El mismo escenario blasfemo de las misas negras y del satanismo, como el público minoritario lo ha conocido a través de obras como las de Huysmans, entra dentro de este cuadro. Es justamente el marco del decadentismo. Al presente, se trata de evaluar en esta medida el sadismo tomado en el sentido general indicado más arriba. Para esto, nos referimos directamente a quien ha dado nombre a esta tendencia, el "divino marqués" Alphonse Francois de Sade (1740-1814). Considerando la persona, más de un punto puede hacernos pensar que su sadismo habría tenido principalmente el carácter de una simple perversión intelectual. Es cierto que, más de una vez, a pesar de su posición social, cayó bajo el rigor de la ley y, durante un cierto tiempo, fue obligado a dejar Francia, pero todo cuanto le pudo ser imputado estaba muy lejos de los horrores descritos en sus libros. Por otra parte, habiendo vivido durante el período del Terror de la Revolución Francesa, de ningún modo se aprovechó de las ocasiones excepcionales que dicho período habría podido ofrecer a un ser ávido de sangre y de crueldad; por el contrario, se expuso inclusive a serios peligros por salvar de la guillotina a algunos de sus amigos y a sus propios suegros. Los dos principales amores de su vida fueron completamente normales: el amor por su esposa, de la que se separó (no a causa de abusos sádicos) y, después, el amor por la hermana de ésta, a la cual se unió. Su "sadismo" fue, pues, esencialmente imagi-nario, limitado a los relatos de las obras escritas por él, casi por compensación mental, en el curso de la vida solitaria que pasó en prisión y en la casa de salud de Charenton, donde Bonaparte le hizo encerrar, no por hechos reales de perversidad cruel, sino más bien porque, esencialmente sano de espíritu, había escrito un panfleto contra Bonaparte en el que se contenían determinadas alusiones malignas que éste no le supo perdonar. Fueron muchas las mujeres que le amaron y que intentaron obtener de Napoleón la liberación del "pobre marqués" (85).

Tampoco el análisis de la obra de De Sade ofrece un cuadro completamente unitario. Los escritores franceses que recientemente lo han exhumado y revalorizado han querido ver en él sobre todo al defensor del hombre natural u hombre real, esto es, del hombre que, contra todo, se afirma como lo que es, en la integridad de sus instintos, con lo que se terminaría en un plano bastante insípido. Además en él se encuentran síntomas de curiosos residuos moralizantes, porque no se explica, por ejemplo, cómo De Sade puede usar, más de una vez, el término infamie para designar las acciones nefandas cometidas por uno u otro de sus personajes. Si después se lee aquel cuento romanceado, sobre hechos realmente acaecidos, que se titula La marquesa de Gange, no solamente se encuentra en él una descripción del sacramento de la confesión y de la penitencia digna de ser inserta en un manual religioso, sino que se encuentra que revela un moralismo que llega hasta a falsificar la verdad de los hechos para presentar como golpeado por el castigo divino a uno de los culpables que en la realidad escapó al lazo de la ley y que vivió felizmente hasta su muerte.

Por todo esto es preciso en cierto modo "aislar" una línea dada de pensamiento en los escritos del marqués de Sade, si queremos encontrar un visión general de la vida que sirva como fundamento filosófico y justificación del "sadismo". Se trata de la idea de que la fuerza predominante en el universo es la del "mal", la destrucción, el delito. De Sade admite que existe un Dios creador y regidor del mundo, pero como un Dios malvado, como un Dios que contiene el "mal" por esencia y que se complace en la maldad, en el delito y en la destrucción, que utiliza como elementos esenciales para sus designios (86). Por lo cual, el predominio de lo negativo sobre lo positivo aparece como ley de la realidad: la naturaleza demuestra aquí que ella no crea sino para destruir y que la destrucción es la primera de sus leyes (87). Pero, una vez reconocido esto, se impone una inversión de todos los valores: el elemento negativo y destructivo debe valer como el positivo, como algo no sólo conforme a la naturaleza, sino también a la voluntad divina, al orden (o, por mejor decir, al desorden) universal; y quien siga el camino de la virtud, del bien, de la armonía, debería ser considerado como formando parte de los adversarios de Dios.

Otra consecuencia lógica es que el vicio y el crimen, para estar conformes con la fuerza cósmica predominante, serán siempre victoriosos, felices, recompensados, sublimados, mientras que la virtud será siempre frustrada, castigada, desgraciada, marcada por una impotencia fundamental (88). A lo cual se añade el tema sádico en sentido propio, la voluptuosidad, el éxtasis que se liga a la destrucción, a la crueldad, a la infracción. Dudar de que la más grande cantidad de felicidad que el hombre debe encontrar sobre la tierra no esté irremediablemente ligada al crimen es, verdaderamente, como dudar de que el sol es el primer instigador de la vegetación, escribía De Sade (89), y añadía: ¡Qué acción voluptuosa la de la destrucción! No hay éxtasis semejante al que se degusta entregándose a esta divina infamia (90). El placer por una acción destructora que querría infringir las leyes mismas de la naturaleza cósmica (91) se asocia en fin a una especie de teoría del superhombre. " ¡Somos dioses!", exclama un personaje de una de sus novelas.

Si aquí predominaban las situaciones de un sadismo sexual, idealmente este sadismo se convierte en un simple episodio en relación con esta concepción general, la cual se presenta como una aberración si no se la considera más que en sí; pero ella deja de serlo si se la libera de su matiz de perversión y si se la lleva a un horizonte más vasto. En Sade, el lado perverso se encuentra en todo cuanto es placer por la transgresión, por el mal en tanto que mal; lo que, considerando bien la idea central de su filosofía impli-ca, entre otras cosas, una auténtica contradicción. En efecto, hablar de mal y de transgresión, sentir como mal y transgresión determinados actos, no tiene sentido más que si se supone un orden positivo, una ley reconocida, mientras que, para Sade, como hemos visto, este orden y esta ley no existen, puesto que el mal constituiría la esencia de Dios y de la naturaleza. Lo que Praz (92) ha hecho notar a este respecto es, pues, justo, es decir, que queriendo gozar del placer de la transgresión, de la violencia contra lo que es, el sádico no tendría otra elección que la práctica de la bondad y de la virtud, porque justamente ellas serían las que significarían la anti-naturaleza y el anti-Dios, una rebelión y una violencia contra lo que, según la premisa, constituiría el fondo último —malo— de la creación. De hecho, todo satanismo, por el hecho de serlo, supone la admisión íntima, inconsciente, del carácter sagrado y de la ley que ultraja; puede pues ser sadismo sólo en un sentido sutil, como placer de violar, actuando de un determinado modo, cualquier cosa que en la propia conciencia se opondría a ello. Existe una diferencia esencial entre cumplir un acto porque se lo considera como mal y pecado (como otros, por la misma razón, no lo llevarían a cabo) y cumplirlo porque no se lo siente ni como mal ni como pecado. El que actúa positivamente, no por espíritu de polémica, no hablaría siquiera de "mal" o de "pecado" o "transgresión"; él no encontraría en sí mismo ningún punto de referencia para dar a estas palabras algún sentido. Sería simplemente quien se identificaría con una de las fuerzas que actúan en el mundo (93).

En este punto, es necesario indicar la posibilidad de horizontes muy diferentes para experiencias semejantes, y nosotros lo haremos volviendo sobre lo que ya hemos dicho a propósito de la metafísica del dolor. De Sade no fue el primero en poner de manifiesto el sentido y la extensión que el elemento destructor tiene en el mundo, intentando sacar de él el fundamento de una especie de contra-religión; únicamente la unilateralidad y la "perversidad" dan un carácter especial a sus ideas. En una concepción completa, se deben distinguir tres momentos en la creación: la potencia que crea, la potencia que conserva y la potencia que destruye, correspondiendo a la bien conocida triada hinduísta, Brahma, Vishnú y Shiva. En términos teológicos abstractos, se encuentra la misma tripartición en la idea occidental de la divinidad según su triple función de crear, preservar y devolver a ella lo que ha creado. Pero, bajo un cierto aspecto, o sea, del lado dinámico e inmanente, la llamada hacia sí puede equivaler también a la destrucción, a la función de Shiva, si en la divinidad se reconoce lo infinito, lo que en su esencia sobrepasa toda otra cosa, toda ley, todo ser fmito. Sobre esta base se define lo que se ha llamado la "Vía de la mano izquierda", el vámácára tántrico (94). En Occidente, el antiguo dionisismo pre-órfico, la religión de Zagreus como el "Gran Cazador que lo abate todo"; en Oriente, precisamente el Shivaismo y los cultos relacionados con Kali, con Durga y con otras divinidades "terribles", al encontrarse en otros pueblos, han sido igualmente caracterizadas por el conocimiento y por la exaltación de todo cuanto es destrucción, transgresión, desencadenamiento; ellos también han conocido el éxtasis liberador que puede provocar todo esto, a menudo en relación íntima con la experiencia orgiaca: pero, a diferencia de De Sade, sin ningún matiz de transgresión sacrílega y en un marco ritual, sacrificial y transfigurante.En un conocido texto que en la India tiene casi la importancia y la popularidad de una Biblia, el Bhagavad-gitá, el fondo de la "Vía de la Mano Izquierda" viene dado precisamente en términos rigurosamente metafísicos y teológicos. Allí se dice que la Divinidad, en su forma suprema (en la "forma universal" que, por un privilegio especial, es revelada por un instante al guerrero Arjuna), no puede ser más que el infinito, y el infinito no puede más que representar la crisis, la destrucción, la fractura de todo lo que tiene un carácter finito, condicionado, mortal: casi como un voltaje demasiado elevado que fulmina el circuito en que se encuentra inserto. De esta manera, el tiempo entendido como la fuerza que altera y destruye, se dice que encarna en cierto modo este aspecto de la divinidad como trascendencia. La consecuencia, sin embargo, es que justamente en los momentos de las crisis más destructivas, la realidad suprema, la grandeza terrorífica que supera toda la manifestación puede resplandecer. Y es interesante hacer notar que en el texto que acabamos de citar esta opinión no es expuesta para justificar el mal o la perversidad, sino para dar una sanción metafísica al heroismo guerrero, contra cada humani-tarismo y sentimentalismo. El mismo Dios exhorta al guerrero Arjuna a que no vacile en combatir y golpear. "Los que tú mates —le dice— están ya muertos en mí; tú no eres más que el instrumento" (95). En su ímpetu heroico, que no debe ya considerar ni su vida ni la de otro y que atestiguará la fidelidad a la propia naturaleza del que ha nacido de la casta de los guerreros, Arjuna reflejará la potencia misma, grandiosa y terrible, de la trascendencia que todo lo rompe y todo lo perturba y que hace presentir la liberación absoluta (96). Es en vista de todo esto, y de la existencia de la correspondiente tradición debidamente atestiguada, por lo que hemos añadido al número de las formas de embriaguez o "manía" divina, de las que habla Platón, una, no considerada por él, de base heroico-guerrera en sentido propio. Finalmente, hay que retener que este estado de exaltación activa y transfigurante viviría y fulguraría también en los momentos supremos de la experiencia sacrifical en los ejecutores de sacrificios sangrientos, en particular si estos sacrificios fuesen cumplidos bajo el signo de divinidades "terribles" como las citadas anteriormente.

Un último eco de esta tradición se encuentra en Novalis. Ya hemos dicho cómo Novalis había adivinado el fenómeno de trascendencia que puede ocultarse en el sufrimiento e inclusive en la enfermedad. Según Novalis es a través del "mal" como en la naturaleza aparece la libertad, el libre arbitrio. "Cuando el hombre quiso convertirse en Dios fue cuando pecó." La causa de la caducidad, de la miiltiplicación, inclusive de la muerte debe ser vista en el espíritu, en el hecho de que la naturaleza está ligada al espíritu según su cualidad de un más-allá-de-la-naturaleza, de una fuerza trascendente más allá de lo finito y de todo condicionamiento. Estos fenómenos "negativos" no atestiguan pues el poder de la naturaleza sobre el espíritu, sino más bien el del espíritu sobre la naturaleza; "el proceso de la historia es un arder", dice Novalis, y la muerte puede representar el límite positivo de esta trascendencia de una vida más allá de la vida (97). Se pueden citar también estas palabras de Schlegel: otra información a propósito del fondo cosmológico que, en la tradición hindú, es propia de esta vía. En ella el punto de partida está constituido por la doctrina del desenvolvimiento cíclico de la manifestación, la cual comprendería dos fases o aspectos esenciales, el pravrtti-marga y el nivrtti-marga. En la primera fase, el espíritu absoluto se determina, se "finitiza", se liga a formas y a delimitaciones ("nombre-y-forma", mima-rapa) que son las visibles en todas las cosas y los seres que nos rodean. Este proceso se desenvuelve hasta un límite, más allá del cual la dirección cambia y la segunda fase, el nivrtti-marga, sucede en el sentido de un retorno, de un desprendimiento del espíritu de todo lo que es finito, formado y manifestado, de una rescisión de la relación de identificación con el del espíritu, propia de la fase precedente (99).

Brahma y Vishnú, entendido el uno como el dios que crea y el otro como el dios que conserva, reinan en el pravrtti-marga, mientras que Shiva reina en el nivrtti-marga. En cuanto a las orientaciones, vocaciones profundas y actitudes, la "Vía de la Mano Derecha" (dakshinácára) se liga a la primera fase; la "Vía de la Mano Izquierda" (vámácárá) se relaciona con la segunda. Al aspecto creador, positivo y conservador de la manifestación corresponden leyes, normas y cultos determinados; como ética, corresponde la de la fidelidad a su naturaleza (svádharma) en el marco de la tradición. En la segunda fase, la vía es la opuesta: es el desprendimiento, el arrancamiento de todo esto. A su vez, para este desprendimiento son posibles dos formas, una ascética y la otra destructora y disolutiva. Es la segunda la que caracteriza el vámácára, la "Vía de la Mano Izquierda" en sentido propio, ligada también a las prácticas tántricas de lo que se llama "el ritual secreto" (el Pancatattva), mientras que la dirección ascética está representada sobre todo por el Laya yoga o Yoga de las disoluciones. La palabra vámá (izquierda), en vámácára, es también interpretada en algunos textos con el sentido de "contrario": se entiende por esto la oposición a todo lo que es propio del pravrtti-marga, de los aspectos creadores-conservadores de la manifestación y, en consecuencia, más que una actitud de desprendimiento, de desprecio por cada ley y norma, la ética del antinomismo o mejor de la anomia en quien se pone bajo el signo del nivrtti-marga. Técnicamente, "el método indicado por los maestros [de esta vía] es el de emplear las fuerzas de pravrtti [las fuerzas propias de la fase positiva y vinculante de la manifestación], de manera de hacerlas autodisolutivas" (100). El siddha, es decir, el adepto de esta vía no conoce leyes; se le llama svecchácári, es decir, "el que puede hacer todo lo que quiere".

Otra interpretación convenida de vámá, izquierda, es "mujer": lo que lleva en particular al papel que el empleo de la mujer y el orgiasmo (puesto que el Pancatattva tántrico considera, además del empleo de la mujer, el de bebidas embriagantes) pueden tener en la "Vía de la Mano Izquierda". De esta manera, desde el punto de vista técnico, se llega a considerar esta vía como sinónimo de latá-sadhána, término que comprende una alusión a la complicada postura que, en los medios hindúes, asume la mujer en la unión sexual mágica (101).

Es natural que los secuaces de las dos vías exaltan la que han elegido y condenen la otra. Por ejemplo, los Tantra dicen que la diferencia entre la "Vía de la Mano Izquierda" y la de la "Mano Derecha" es la misma que la que existe entre el vino y la leche (102). Sin embargo, las dos vías están consideradas como dos métodos diferentes para alcanzar una única finalidad. Así, se trata solamente de establecer, caso por caso, cual de las dos vías convienen a las inclinaciones y a la naturaleza propia de cada uno. A este respecto, J. Woodroffe ha observado justamente que, en lugar de del "mal", cada uno debería hablar de "lo que no es conveniente para mí", y en lugar de del "bien", de "lo que es conveniente". No es más que en el entusiasmo de la destrucción donde se revela el sentido de la creación divina. No es sino en medio de la muerte donde fulgura la vida eterna" (98).

Son referencias, éstas, ya no privadas de sombras, a causa de la falta, en Novalis, de una conexión con una de las tradiciones indicadas de la "Vía de la Mano Izquierda"; y es por esto mismo por lo que en él todo permanece sobre el plano de las puras intuiciones filosóficas, sin una contrapartida práctica. Pero en el "divino marqués", en De Sade, ya nada es divino, apareciendo los reflejos lejanos de esta peligrosa sabiduría de una manera que no puede ser más deformada y satanizada. También donde parece haber intuido sobre todo la destrucción de cada límite no es celebrado más que un "superhombrismo" sombrío, sin luz. Comentadores modernos como Georges Bataille y Maurice Blanchot han sabido hablar solamente de una "soledad soberana" cuando el hombre de De Sade lleva al ápice, inexorablemente, todo aquello que es violencia y destrucción. No por esto la relación particular que aparece en Sade entre la mística de la negación y la esfera sexual es menos significativa. Poniendo lo esencial en su justo lugar, encontramos el fondo en el que se integran ciertos aspectos liminales de la experiencia erótica misma y se tiene la posibilidad de discernir convenientemente en ellos lo que es perversión y lo que no lo es en absoluto. Puesto que el punto de vista principalmente seguido en este libro es el de la "Vía de la Mano Izquierda", añadiremos alguna mente para mí". El mismo sentido tiene el antiguo adagio que dice: non licet omnibus Citheram adore.

En fin, conviene subrayar que la "Vía de la Mano Izquierda" puede también mantenerse sobre el plano general indicado por la Bhagavad-gitd, donde se habla, por ejemplo, de la vía propia del guerrero, sin referencias sexuales u orgíacas de ningún género. En la misma Bhagavad-gitá esta vía es asimilada, en cuanto a su fm supremo, a la de la fidelidad a su modo de existencia y de la ritualización o sacralización de la vida (la fórmula correspondiente es: tat madarpanam kurushva), es decir, es precisamente asimilada al dakshinácdra, a la "Vía de la Mano Derecha".


Notas a pie de página

(83) Degli heroici furori, cit., intr., págs. 22-23.

(84) Oeuvres posthumes, pág. 78.

(85) Sobre todo esto, cfr. E. DUHREN, Der Marquis De Sade and seine Seit, Jena, 1901.

(86) DE SADE, Juliette, ou les prosperités du vice, ed. 1797, II. Existe "un Dios que ha creado todo lo que yo veo, pero para el mal; él solamente se goza en el mal y el mal es su esencia... Ha creado el mundo en el mal, por el mal lo sostiene y por el mal lo perpetúa; es impregnada de mal como la creación debe existir... Yo veo el mal eterno y universal en el mundo... El autor del universo es el más malvado, el más feroz, el más espantoso de todos los seres. Existirá pues después de todas las criatu¬ras que pueblan este mundo; y en él todas reentrarán". Citado por M. PRAZ, La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, Milano-Roma, 1930.

(87) DE SADE, Justine, ou les malheurs de la vertu, I.

(88) De Sade habla de un "perderse sobre el sendero de la virtud" y llega a decir que, "al ser la virtud un modo contrario al sistema del mundo, todos aquéllos que la siguen pueden estar ciertos de sufrir tor¬mentos espantosos por la fatiga que experimentarán para reingresar en el seno del mal, autor y regenerador de todo lo que vemos"

(89) Juliete II, 345.

(90) Juliette, II, 63.

(91) Justine, IV, 40-41.

(92) Op. cit., pág. 104.

(93) Un tipo de sádico no cerebral como De Sade, pero autor real de atrocidades y perversidades inauditas fue el mariscal Gilles de Rais, que ya había combatido bajo Juana de Arco. Aparte del hecho de que él se nos presenta como una especie de obseso, que inclusive murió en perfecta contricción. Oscar Wilde, apologista de la perversidad, se arrepintió en la prisión de todo, pese a lo poco a que se redujo en él la perversidad —una homosexualidad de fuertes tintes estetizantes—, mientras que su héroe, Dorian Gray, lo vemos actuar continuamente en la conciencia de obrar el mal, por lo tanto reconociéndolo, a pesar de todo, como opuesto al bien.

(94) Sobre la vía de la Mano Izquierda, cfr. J. EVOLA, Lo Yoga delta Potenza, Roma, 1968.

(95) Es la contrapartida de lo que dice DE SADE (Justine, II): "Si la destrucción es una de las leyes [de la naturaleza], quien destruye, pues, la obedece."
 
(96) Sobre todo esto, cf. Bhagavad-gitá, IX, passim y 33.

(97) Ed. Heilborn, v. II, págs. 230, 650, 586, 502 sgg., 514.

(98) F. SCHLEGEL, Kritische Schriften (ed. Rasch), Munchen, 1956, pág. 101.

Metafísica del Sexo: 17. El deseo. El mito de Poros y Penia

Metafísica del Sexo: 17. El deseo. El mito de Poros y Penia

Hay otro mito en el Banquete que hay que recordar; un mito que esconde, bajo una forma críptica, un significado profundo. Se trata de una versión particular del nacimiento del dios Eros. Cuando nació Afrodita, los dioses tuvieron un festín en el jardín de Zeus. Poros participó en él y, en un cierto momento, fue presa de ebriedad y de torpor. Aprovechándose de este estado, Penia, que había venido a mendigar y se había quedado a la puerta del jardín, se las arregló de manera que Poros se uniese a ella, porque había tramado tener un hijo de él. Este hijo fue precisamente Eros (53). Se han propuesto interpretaciones diferentes de Poros y de Penia. El sentido más profundo, confirmado por el conjunto de todo el pasaje, es que Poros expresa la abundancia, luego, metafísicamente, el ser, y Penia la pobreza, la privación (del ser), aquella steressi que tan importante papel representa en la filoso¬fía griega, en la que está esencialmente asociada al concepto de la "materia", de la ilé (cfr., más adelante, el § 31). En una atmósfera que es la misma que la del nacimiento de Afrodita, es decir, bajo el signo de esta diosa, el ser, en un momento de embriaguez ciega se une pues con el no-ser; y esta unión irracional (Poros ebrio, llevando a menos su naturaleza, que es la de un hijo de Metis, la ciencia, la sabiduría) caracteriza su producto: el amor y el deseo personificados por Eros.

Desde este punto de vista, Eros, bajo otro aspecto aún, presenta el carácter intermediario, ambivalente, del que hemos hablado; es a la vez rico y pobre, a causa de la doble herencia paterna y materna; aun siendo un "temible encantador" y un "conturbante cazador", porta en su seno la privación, el no-ser propio de Penia y no llega jamás a la posesión (su fruto "se le escapa cada vez, insensiblemente"). Mortal por un lado, en razón de su herencia paterna, es también inmortal; lo que quiere decir que muere, se extingue, para resucitar siempre de nuevo, sin fin. En otros términos, es una sed para la cual cada satisfacción es momentánea e ilusoria. Tal es la naturaleza del Amor, de Eros, en tanto que "fiel ministro de Afrodita" (54).

Si se interpreta así y se eliminan determinadas referencias intelectualizantes que se encuentran en la exposición de Platón, este mito del nacimiento de Eros resulta profundo. Esclarece el sentido metafísico del deseo extravertido del sexo como substrato del "círculo de la generación", mostrando su fundamental, irre¬mediable contradicción. Se puede asociar este mito a otra serie de ellos que, en formas diferentes, hacen alusión al sentido de la "caída". La conjunción ebria del ser (Poros) con la "privación" (Penia) equivale, en el fondo, al amor mortal de Narciso por su imagen reflejada por las aguas. En las tradiciones orientales, en particular, en la base de la existencia finita y dominada por la ilusión, por la Máyá, se reco¬noce el hecho misterioso e irracional constituido por un desfalle-cimiento o un oscurecimiento trascendental (= embriaguez o desfallecimiento de Poros) y de un deseo o movimiento que ha llevado al ser a identificarse con el "otro" (el otro que el ser). A causa de esto, el ser es sometido a la ley de la dualidad y del devenir, más bien general él mismo esta ley, y el deseo, la sed, deviene la raíz de su existencia en el tiempo (55).

Se puede referir aquí la exégesis hecha por Plotino del doble nacimiento de Eros. El primero de estos nacimientos es puesto en relación con la Afrodita Urania, presentada por Plotino como la figuración de la contrapartida femenina del puro principio intelectual masculino, o nous. Fecundada por éste y eternamente unida a él, ella produce el eros: es el amor primordial que nace entre los dos, de la propia belleza: deseo recíproco del amado y la amada que ve cada uno su propio reflejo en el otro, para la generación de seres espirituales (56). En cuanto al segundo naci¬miento de Eros, Plotino se refiere precisamente al mito de Poros y Penia. El eros procreado por esta pareja es el deseo que se enciende en la región inferior, afectado de irracionalidad y de una eterna privación, habiendo nacido aquí abajo de la unión de sí mismo con un simple reflejo o fantasma del verdadero "bien" (mito de Narciso). Plotino escribe: "Al asentar la razón en algo que no es razón, sino deseo indeterminado y existencia oscura, produce un ser que no es perfecto ni suficiente, y por tanto defectuoso, como nacido de un deseo indeterminado y de la razón llegada a su plenitud. Eros es, pues, la razón, pero una razón impura, que encierra en sí misma un deseo vago, irrazona¬ble e indeterminado; deseo que no se verá cumplido hasta que Eros alcance en sí mismo la naturaleza de lo indeterminado. Eros depende del alma como de su principio, pero constituye una mezcla derivada de una razón que no ha permanecido en sí misma y que está unida a la indeterminación, aunque no haya sido la razón la que ha verificado la mezcla, sino algo que proviene de ella. Eros es cual un aguijón, indigente por su misma naturaleza; todo lo que obtiene lo pierde también de nuevo. No puede tampoco darse satisfacción porque eso no puede hacerlo un ser mezclado; sólo se completa verdaderamente el ser que puede darse satisfacción. Este ser, por sus relaciones con la necesidad, desea siempre; y, aunque por un momento encontrase satisfacción, no llega nunca a conservarla, pues por su misma indigencia es un ser sin recursos. Digamos, sin embargo, que puede procurárselos por la naturaleza de su razón" (57).

Si los filósofos griegos, como sustancia y sentido de la géne¬sis de la existencia telúrica encerrada en el círculo eterno de la generación, vieron el estado de "lo que es y no es", una "vida mezclada a la no vida", esta misma es la naturaleza del amor y del deseo que el mito de Poros y Penia nos desvela. Y los amantes, herederos de la embriaguez que venció a Poros cuando nació Afrodita, no se aperciben de que, cuando al desear y engendrar creen ellos continuar la vida, se dan a sí mismos la muerte, que, mientras creen destruir la dualidad, lo que hacen es confirmarla de nuevo (58). Esto, precisamente porque el deseo cuando es ansia extravertida en función de "otro", tal como se da en la mayoría, implica la privación, una privación congénita, elemental, y justamente cuando él cree satisfacerse, la confirma, refuerza la ley de la dependencia, de la insuficiencia, de la impotencia a "ser" en sentido absoluto. Se abdica de la vida absoluta cuando se la busca fuera, vertiéndose y perdiéndose en la mujer. Esta es la paradoja de la sed, si se la considera desde el punto de vista metafísico: la satisfacción no apaga la sed, sino que la confirma, porque implica un "sí" dicho a ella. Es la eterna privación de Eros que, si renace siempre, renace con la misma privación, con la misma necesidad. Es así que, en las uniones a las cuales impul¬sa el eros convertido en ansia extravertida y pandémica, la diada no está superada; la dualidad que la situación del ansia presupone (hombre y mujer) se encuentra fatalmente en el resultado: el acto deviene aquello que despierta a la vida a "otro", el hijo. El otro que, bajo especie de mujer, ha condicionado en un momento de éxtasis ebrio y espasmódico y de unición, en general, se representará precisamente como el otro que constituye el hijo, al cual, al mismo tiempo que con la vida, se transmite el destino de la muerte (inmortalidad mortal de Eros); el hijo con el que se tendrá ciertamente una continuación, una continuidad, pero la de la especie, de tantas existencias separadas persiguiendo cada una de ellas vanamente el ser, no la continuidad de una conciencia trascendentalmente integrada, que detiene el flujo. Así se ha podido decir que el hijo mata al padre, y que el dios de la tierra engaña a los que creen encontrar en la mujer su complemento y el fin de la angustia. El nacimiento animal sincopa, trunca el nacimiento eterno o renacimiento. La heterogeneración (generación del otro, del hijo) toma aquí el lugar de la autogeneración; de la integración androgínica (59).

Todo esto puede pues servirnos como una contribución ulterior a la metafísica de lo que hemos llamado la dirección en caída del eros. Y es también con referencia a este contexto que frecuentemente en el mundo tradicional, en Oriente como en el Occidente antiguo, la divinidad del amor y de la fecundidad fue al mismo tiempo divinidad de la muerte. Se sabe, por ejemplo, de la inscripción dedicada a Príapo en un lugar sepulcral: Custos sepulcri pene districto deus Priapo ego sum. Mortis et vitae locus.

Aquí se puede también aludir a una de las posibles interpre¬taciones de otro conocido mito helénico, el mito de Pandora. El encadenamiento de Prometeo a quien Zeus ha quitado de nuevo el fuego, tiene por contrapartida el don de Pandora, de la mujer del deseo, del "objeto de una esperanza que será burlada", hecho por los dioses a Epimeteo, hermano de Prometeo. Epimeteo (= "el que se da cuenta demasiado tarde") debe ser considera¬do efectivamente no como un ser distinto, sino como otro aspecto del titán, de sustancia titánica también, pero más obtuso. Es como si los dioses hubiesen encontrado un medio de desbaratar la tentativa prometeica, en la forma de ésta que es propia del eros. A pesar de la advertencia de Prometeo, Epimeteo acepta el don, Pandora, y se deja fascinar por ella, goza de ella, sin perci¬bir el engaño que comporta su propio deseo; ante lo cual se ríen los olímpicos. En el vaso de Pandora, de la que se llama así porque parecía reunir los dones de todos los dioses, no queda más que la engañosa esperanza. El mito dice que con Pandora se cierra una época; a causa de la mujer del deseo, la muerte entra en el mundo (60).

En esta perspectiva, se puede también comprender la razón de la condena de la mujer y de la sexualidad por parte de aquellos que buscan alcanzar la inmortalidad y la destrucción de la condi¬ción humana a través de la vía directa de la ascesis. Es en este marco, y no en el del platonismo, donde se puede oponer un Eros a otro Eros. Aparte de lo que diremos al principio del capí¬tulo sexto sobre la "corriente hacia lo alto" y sobre el régimen de las trasmutaciones, el horizonte aquí es el trazado anterior¬mente: en el eros como embriaguez positiva, en un circuito magnético en el cual el otro ser sólo sirve de alimento y donde la diada está ya al principio resuelta, se opone el eros carnalizado y desesperado, el eros convertido en sed y deseo ardiente, impulso ciego a la confirmación de sí, a través de una posesión ilusoria, que aborta en la procreación, en la generación animal.

A este respecto, el punto decisivo ha encontrado quizá su mejor expresión en ciertos pasajes de los Evangelios no canónicos, de inspiración mistérica y gnóstica. En el Evangelio de los Egipcios, se puede leer: "Porque ellos dicen que el Salvador decla¬raba: Yo vengo para poner fin a la obra de la mujer; de la mujer, esto es, del deseo (cupiditas, epidumis) la obra de la generación y de la muerte. Esta es pues la primera posibilidad. Y después: "habiendo apropiadamente hecho alusión el Señor al cumplimiento final, preguntó Salomé: `Hasta cuándo morirán los hombres?’ y el Señor respondió: `Mientras que vosotras, las mujeres, deis a luz’; y como ella añadiese: `Entonces yo hice bien en no parir’, el Señor replicó: `Come de todas las hierbas, pero de aquella que tiene la amargura [de la muerte] no comas.’ Y como Salomé preguntara cuándo se manifestarían las cosas que ella preguntaba, el Señor dijo: `Cuando el vestido del oprobio sea pisoteado y los dos se conviertan en uno, y el hombre con la mujer ni hombre ni mujer’ ” (61).

Sin embargo, Plotino habló de un amor que es una enfermedad del alma: "como cuando el deseo de un bien lleva consigo un mal" (62). Con lo que indicó exactamente la ambivalencia del fenómeno del que se trata.

 

Notas a pie de página


(55)    Ibid., 203 c, 204 a.

(56)    El deseo, o sed, como sustrato metafísico de la existencia finita (tabla en el budismo) (cfr. con la concupiscencia originalis de los teólogos católicos) debe naturalmente ser distinguida del deseo en un sentido sexual específico, que no es más que una manifestación particular del primero.

(57)    PLOTINO, Enneadas, III, y, 2.

(58)    Ibid., III, v. 7.

(59)    Para todo lo que sigue, cfr. EVOLA, Lo Yoga della Potenza, cit., págs. 301 sgg.

(60)    Cfr. sobre este plano profano, estas palabras de H. BERGSON, L’Evolution créatrice (París, 1932, pág. 14): "La individualidad alberga pues en sí a su enemigo. La necesidad que ella experimenta de perpetuarse en el tiempo la condena a no ser jamás completa en el espacio."

(61)    HESIODO, Theog., 521; Op. et die, págs. 48 sgg, La exégesis de ZOSIMO (XLIX, 3, texto de Berthelot) es interesante: "Hesiodo llama al hombre exterior el lazo con el que Prometeo fue atado. Después de lo cual tuvo otro vínculo, Pandora, a quien los hebreos llaman Eva. Alegóri¬camente, Prometeo y Epimeteo son un "solo ser" y la desobediencia de Epimeteo hacia Prometeo, fue "hacia su mismo espíritu nous."

(62)    Apud CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Strom., III, pág. 63; III, págs. 9, 64 sgg. Cfr. también las palabras puestas en la boca de un iniciado gnóstico: "Yo reconozco y me recojo a mí mismo de todas partes; yo no siembro hijos del Arconte [engendrando], pero arranco las raíces y reúno [mis] miembros que están esparcidos por todas partes; yo conozco que eres porque soy de la región de arriba" (apud G. R. S. MEAD, Frag¬ments of a faith forgotten), London, 1900.