Blogia
Biblioteca Evoliana

Metafisica del sexo

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 38. Psicología masculina y psicología femenina

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 38. Psicología masculina y psicología femenina

Al principio de este capítulo, hemos dicho que de las estructuras de la mitología del sexo se pueden deducir los principios generales para una psicología del hombre y de la mujer, de carácter no empírico, sino deductivo y normativo, es decir, para una psicología que considere los rasgos morfológicos fundamentales de la naturaleza más profunda, de la psique y del comportamiento de los individuos de los dos sexos, más allá de toda variación, modulación o deformación posible debida a factores accidentales y ambientes. Ahora nos arriesgaremos a una rápida, sumaria explotación de este particular dominio, ya que en lo precedente ha quedado recogido todo cuanto se precisa para orientarse a este respecto, inclusive lo que podría demandar una investigación mucho más extensa de la que permite la economía de este libro.

Es sabido que, hasta un período relativamente reciente, los teólogos católicos se preguntaron si habría que reconocer un alma en la mujer y que, según parece, ya San Agustín había declarado: mulier facta non est ad imaginem Dei; que todavía en 1555 fue discutida la siguiente tesis: mulieres homines non sunt (en el sentido de que ellas no serían verdaderamente seres humanos, sino pertenecientes a otra especie). Un motivo análogo se encuentra en el Islam, mientras que la tradición extremooriental enseñaba que en la "Tierra Pura", en el llamado Paraíso Occidental, no habría mujeres, puesto que las mujeres dignas de ser acogidas en él habrían previamente "renacido" como hombres: lo que más o menos equivale a la cuestión discutida en el Concilio de Magon de si, en el día de la resurrección de la carne, las mujeres dignas, antes de pasar al reino de los cielos, no tendrían que ser transformadas en hombres. Hay una cierta correspondencia entre las ideas de este género y las expuestas por Platón en el Timeo, donde se dice que es posible que, por regresión, a causa de la identificación de su principio intelectual con el elemento sensible y sensual, un hombre, en vez de retornar al ente uraniano de donde proviene, reaparece sobre la tierra como mujer.

En todas estas concepciones, tenemos algo más que una extravagancia digna de interés solamente a título de curiosidad histórica. Todavía en nuestros días, un Otto Weininger ha retomado ideas análogas en su interesante aplicación de la filosofía trascendente de Kant a la psicología de los sexos. Los principios expuestos en el curso del capítulo precedente pueden esclarecer el estado real de las cosas. En cuanto refleja la esencia del eterno femenino, cada mujer pertenece ontológicamente a la "naturaleza", en el sentido más vasto, "cósmico", no simplemente material, del término (como en el griego fisis). Por el contrario, en cada hombre, en la medida en que él encarna el principio opuesto, está virtualmente presente, además de la "naturaleza", lo que supera la naturaleza, que es superior y anterior a la Diada. Al decir que la mujer carece de un alma, no se expresa nada más que esto; pero la formulación se presta naturalmente al equívoco. Tomando la palabra "alma" en su sentido original de psyché y de principio de vida, se debería en efecto decir que la mujer no solamente tiene un alma, sino que ella es eminentemente "alma". Lo que ella no tiene por naturaleza si es en todo y por todo mujer, si es "mujer absoluta", o en lo que es mujer en ella y no hombre, no es el alma, sino el espíritu (el nous y no la psique); por espíritu aquí se debe precisamente entender el principio sobrenatural, y la teología católica se refiere a este principio cuando habla de "alma" y cuando sostiene que, a diferencia de la mujer, el hombre está hecho a imagen de Dios. Alguien ha dicho: "El espíritu es en nosotros el principio masculino; la sensualidad, el principio femenino" (90). Volveremos sobre la sensualidad. El punto que por el momento puede quedar afirmado es que la mujer es una parte de la "naturaleza" (metafísicamente es inclusive una manifestación de su principio) y afirma la naturaleza, mientras que, en el hombre, el ser nacido en la condición humana va tendencialmente más allá de la naturaleza.

Weininger parece ser más radical cuando niega a la mujer no solamente el alma, sino también el "Yo" y el "ser", afirmando que se es hombre o mujer según se tenga el ser o se carezca de él (91). Todo esto reviste un carácter misógino paradojal solamente a causa de otro equívoco terminológico. De hecho, cuando Weininger habla del Yo, entiende, a la manera de Kant, no el Yo psicológico, sino el Yo nouménico o trascendental que sobrepasa todo el mundo de los fenómenos (en términos metafísicos se diría: toda la manifestación, como el átmá hindú), y, cuando habla del ser, entiende el ser absoluto, a la medida del cual toda la realidad natural y empírica, para Parménides no menos que para el Vedanta, es el no ser.

Que después el hombre —cada hombre— posea de hecho y en acto este Yo y este ser es otra cuestión. Se puede inclusive decir, desde luego, que prácticamente para la gran mayoría de los hombres un tal principio es como si no lo tuviese. Pero el hecho de que ontológicamente el hombre esté ligado a este principio hasta más allá de toda consciencia distinta, el hecho de que, como expresaba la tradición extremooriental, es el "Cielo" el que produce los hombres, un tal hecho es determinante para toda psicología masculina y para todas las posibilidades abiertas en principio al hombre en tanto que tal, haga o no uso de ellas. La mujer absoluta no solamente no posee ese Yo, sino que no sabría inclusive qué hacer de él, ella no sabe siquiera concebirlo y su presencia actuaría de una manera extremadamente disturbadora en toda manifestación de su naturaleza más profunda.

Por otra parte, un tal status ontológico no prejuzga nada de lo que las mujeres, en algunas épocas y precisamente en la época actual, pueden elegir como objeto de sus equivocadas reivindicaciones: un Yo "intelectual" y práctico en el sentido corriente, que una mujer se puede construir tan bien como el hombre, a título de estratificación yuxtapuesta sobre su naturaleza más profunda. Aparte de lo que puede derivar de una orientación de este género, en civilizaciones de tipo diverso de la civilización moderna, la indicada "naturalidad" (ser "naturaleza"), consubstancial a la mujer, no le ha impedido por lo demás el acceso a funciones de carácter sagrado, de las que hablaremos, en correspondencia con vocaciones bastante más interesantes que aquéllas por las que las feministas occidentales tanto se han agitado. Hablando de los Misterios de la Madre, hemos hecho notar sin embargo que esto no ha abolido en absoluto el límite "cósmico". Hoy día no es fácil darse cuenta de este punto fundamental de la ontología de los sexos. Y es que hoy no se tiene ya casi ninguna idea de lo que es verdaderamente sobrenatural y, por consiguiente, el tipo del hombre absoluto ha casi desaparecido. Límites en otros tiempos muy claros, se han hecho, por causa del enfriamiento espiritual, extremadamente lábiles.

El simbolismo de las Aguas y de la naturaleza lunar cambiante que, como hemos visto, guarda una relación esencial con el arquetipo femenino, suministra también la clave de la psicología más elemental de la mujer. Desde ya hay que poner de manifiesto un punto fundamental de orden general: las características, de las que ahora y más adelante hablaremos, no conciernen a la persona en tanto tal, no son "cualidades del carácter" o "cualidades morales" de las que sea responsable uno u otro individuo femenino; se trata por el contrario de elementos objetivos en cada uno, casi tan impersonalmente como la propiedad química manifestada en una substancia determinada. Al actuar de una manera más o menos precisa y constante, es efectivamente una "naturaleza propia", en orden a la cual —también esto debe quedar dicho desde ahora— no tiene sentido formular juicios de valor ni hablar de "bueno" ere "malo".
 
Sentado esto, sería banal extenderse sobre la volubilidad, sobre la versatilidad y sobre la inconstancia del carácter femenino (y también del masculino, por cuanto el hombre tiene en sí de mujer) como efectos de la naturaleza "húmeda" ("acuosa") y "lunar" de la mujer. Ciertos autores medievales conocieron todavía esta "deducción existencial". Así, Cecco de Ascoli da esta explicación para la falta de "firmeza" en la mujer, de su moverse "de acá para allá como el viento": "Naturalmente toda mujer es húmeda, y lo húmedo no conserva la forma"; y no a otra causa atribuye otro rasgo femenino del que muy pronto hablaremos: "Es natural en ella la falsa fe" (92).

Por lo demás, aquí nos podemos referir también a la emotividad y al predominio que, en la psicología femenina, tiene precisamente la parte emotiva, la cual posee caracteres pasivos, "lunares" y "discontinuos". Como contrapartida fisiológica, la gran movilidad de la expresión femenina, que sin embargo es de superficie, es la movilidad de una máscara sin una contraparte profunda, lo que por otra parte sería imposible. Se trata, casi, de ondas superficiales móviles, que no "inciden" sobre la fisionomía, como por el contrario ocurre sobre la máscara masculina: más movilidad que verdadera expresión caracterológica, en relación con una más grande excitabilidad neuromuscular (pensamos en el sonrojo y también en la sonrisa de las mujeres). Es también por esta razón por lo que el arte en el que más destacan las mujeres es el teatro, y que en cada actor hay siempre algo de femenino (93).

En un contexto más vasto, se debe considerar lo que deriva, para la mujer, del hecho de que ella refleje lo femenino cósmico según el aspecto de éste como materia que recibe una forma que le es exterior, que no procede del interior (natura naturata o natura signata). Sobre el plano psicológico humano, de ello resulta la gran plasticidad, credulidad o sugestionabilidad y adaptabilidad de la psique femenina, la actitud femenina de aceptar y asimilar ideas y formas que le vienen del exterior, con una eventual subsiguiente rigidez debida justamente a la pasividad de la recepción, siendo este último rasgo susceptible también de manifestarse bajo la forma de conformismo y conservadurismo. Es así como se explica el aparente contraste inherente al hecho de que, mientras por un lado la naturaleza femenina es móvil, por otro, sociológicamente, la mujer manifiesta de preferencia tendencias neófobas y conservadoras (94). En el dominio del mito, esto puede tener relación con el hecho de que sea como figuras femeninas de tipo demetriano o telúrico como son representadas preferentemente las entidades custodias y vengadoras de las costumbres y de las leyes; de las leyes de la sangre y de la tierra, no de las uránicas. Pero esta situación se repite sobre el mismo plano biológico. Ya Darwin había observado que la mujer tiende a conservar el tipo medio de la especie y a otorgarle de nuevo factores individualizantes, mientras que al macho le pertenece un más grande poder de variación físicoanatómica. Nos encontramos aquí frente a dos tipos opuestos de mutabilidad: la una, la mutabilidad femenina, es aquélla que procede del principio material y plástico, y tiene por contrapartida la fuerza de inercia, la fijeza estática, una vez que la materia haya estado "informada" (aspecto "demetriano" de lo femenino, opuesto al afrodisiano); la otra, la mutabilidad masculina, se liga por el contrario al principio "seminal" creador, a un principio de actividad, en sentido propio, y libre. La contradicción entre los dos aspectos de la naturaleza femenina —volubilidad e inconstancia junto a conservadurismo—no es pues más que aparente.

Weininger es quizá el único autor que, en la psicología de los sexos, se ha elevado más allá del plano de las explicaciones banales de los escritores que se han enfrentado con este tema. A él nos podemos referir de nuevo para precisar algunos otros puntos esenciales. Ante todo, Weininger establece una relación orgánica entre la memoria, la lógica y la ética, según la conexión que las tres tienen con el "Yo trascendental". Esto concierne esencialmente a la estructura de la psique del hombre absoluto. El "ser" tiende a conservar su unidad en el mundo del devenir; sobre el plano psicológico, esto se manifiesta en la memoria que, al actuar como una función sintética, se contrapone a la dispersión de la conciencia en la multiplicidad fluida e instantánea de sus contenidos; sobre el plano intelectual, el mismo impulso se manifiesta en la lógica, la cual tiene por base el principio de identidad, A = A, y por ideal el llevar lo diverso a lo uno. En tal criterio, tanto la memoria como la facultad lógica tienen un valor ético normativo, porque ellas expresan la resistencia del ser, su esfuerzo por permanecer en pie, idéntico a sí mismo, y de reafirmarse en la corriente de los fenómenos internos y externos. Según Weininger, en la mujer absoluta, dado que ella está desprovista de "ser", no existirían ni la memoria, ni la lógica ni la ética; ella no conoce un imperativo lógico, ni un imperativo ético; ella ignora también la determinación, el decretismo y el rigor de la pura función intelectual del juicio, de carácter netamente masculino (95). Todo esto tiene que ser puesto a punto con algunas precisiones. Bergson hizo notar la existencia de dos distintas formas de memoria, la una "vital", ligada a la "duración", es decir, al fluir de la experiencia vivida (es la memoria que se liga también al subconsciente; así, en ciertos momentos, de una manera inesperada e involuntaria, aparecen recuerdos muy lejanos y, cuando se está en peligro de muerte, todo el contenido de la existencia puede ser contemplado instantáneamente); la otra, determinada, organizada y dominada por la parte intelectual del ser. Este segundo tipo de memoria es aquélla de la que carece la mujer, a causa de su naturaleza "fluida" y lunar, mientras que de la otra puede estar mejor dotada que el hombre. Pero a esta memoria le falta el significado ético, del cual se ha dicho más arriba que procede no de la presencia, sino de la carencia del "Yo trascendental".

En lo que concierne a la lógica se deben tener presente dos formas diversas de asumirla. No se trata aquí de la lógica corriente, que ocasionalmente la mujer sabe utilizar "instrumentalmente" con una habilidad y una sutileza admirables, si bien de una manera no frontal, sino de una manera polémica y huidiza, de guerrilla, cercana a la sofística. Se trata por el contrario de la lógica como expresión de un amor por la verdad pura y por la coherencia interior, que conduce a un estilo riguroso e impersonal del pensamiento que constituye, para el hombre absoluto, una especie de imperativo interior. La mujer es casi incapaz de esta lógica, porque a ella no le interesa. La reemplaza por la intuición y la sensibilidad, actitudes que están ligadas al elemento fluido de la vida, a su aspecto yin, en oposición a las formas precisas, firmes, iluminadas, apolíneas (pero a menudo áridas) del nous y del logos, del principio intelectual masculino.

La afirmación de Weininger de que la mujer absoluta ignora el imperativo ético mantiene un mayor valor. La ética en sentido categórico, como ley interior autónoma, separada de toda referencia empírica, endemónica, sensible, sentimental y personal, la mujer en cuanto mujer la ignorará siempre. Todo cuanto en una mujer puede tener un carácter ético es inseparable del instinto, del sentimiento y de la sexualidad: de la "vida". No tiene relación con el puro "ser". Así presenta casi siempre un carácter naturalístico, o bien es la sublimación de un contenido naturalístico, como veremos al hablar de la ética tradicional de la madre y de la amante. Por todo el resto, no cabe hablar de ética, sino, todo. lo más, de moral: es, en la mujer, algo superficial, recibido del mundo del hombre, a menudo como simple conformismo. Es lo que hay que pensar, por ejemplo, de las ideas femeninas acerca del honor y de la "virtud" y de otras concepciones de la "ética social", la cual no es una verdadera ética, sino una simple costumbre (de la mujer demetriana en tanto que guardiana de los usos, de la que ya hemos hablado). La mujer puede también apreciar en el hombre algunas cualidades que tienen un valor ético: raramente la justicia, pero a menudo el heroismo, la fuerza de decisión y de mando, a veces inclusive una disposición ascética; sin embargo, se trataría de una visión bastante superficial si no se advierte que la apreciación femenina no concierne al elemento ético intrínseco de estos comportamientos, sino más bien a algo de ellos que se traduce en cualidades personales sexualmente atractivas de un hombre dado. En otros términos, estas cualidades no hablan al sentido ético de la mujer, sino más bien a su sexualidad.

Que la mendacidad es un rasgo esencial de la naturaleza femenina ha estado reconocido en todo tiempo y lugar por la sabiduría popular. Este rasgo lo relaciona igualmente Weininger con la ausencia de un "ser" en la mujer absoluta. En efecto, se puede ver en esto una disposición que es una particular, posible consecuencia de la labilidad existencial de la mujer, labilidad que refleja la de la `materia prima", de la ilé, que, según Platón y Aristóteles, es el principio de lo diferente, de lo noidéntico, de la alteración y de la "declinación". Weininger anota que nada es más desconcertante para el hombre que, al preguntar a una mujer que ha sorprendido mintiendo: "¿Por qué mientes?", ver que la mujer no comprende esta pregunta, se queda asombrada, o intenta tranquilizarle con una sonrisa, o bien rompe a llorar (96). Es que ella no comprende el lado ético, trascendental, de la mentira, ese lado que hace aparecer la mentira como una lesión del "ser", y que, como se reconocía en el antiguo Irán, constituye una falta más grave que el matar. Es una tontería deducir este rasgo de la mujer de factores sociológicos: la mentira —pretenden algunos— sería el "arma natural" empleada en su defensa por el más débil, así también por la mujer en una sociedad en que durante siglos ha estado sometida al hombre. La verdad es que la mujer pura es proclive a mentir y a presentarse como lo que no es, incluso cuando no tiene necesidad de ello; no es cuestión de una "segunda naturaleza" adquirida socialmente en la lucha por la existencia, sino de algo que se relaciona justamente con su naturaleza más profunda y más auténtica. Como la mujer absoluta no siente verdaderamente la mentira como una falta, de la misma manera en ella —al contrario que en el hombre— la mentira no es una falta, no es un aflojamiento interior ni un debilitamiento de la propia ley existencial. Es una contrapartida eventual de su plasticidad y fluidez. Se puede también perfectamente comprender un tipo como aquel del que dice D’Aurevilly: "Ella practicaba la mentira hasta el punto de hacer de ella una verdad, hasta tal punto era simple y natural, sin esfuerzo y sin afectación." Es absurdo juzgar a la mujer por los valores del hombre (del hombre absoluto), inclusive en los casos en que ella, haciendo violencia de sí misma, da muestras de seguirlos e inclusive cree sinceramente seguirlos.

Notas a pie de página:

(90) PHILON D'ALEKANDRIE, De off mundi, 165.

(91) 0. WEININGER, Geschlecht und Charakter, Wien", 1918, págs. 388, 404-406, 398-399.

(92) M. ALESSANDRINI, Cecco d 'Ascoli, Roma, 1955, págs. 169170. J. SPRENGER va más allá: en el Malleus Maleficarum (I, 6) hace derivar foemina de fe y minus, quia semper minorem habet et servat fidem.

(93) H. ELLIS, Man and Woman. Lo que dice una danesa, Karin Machaelis, al respecto de la sonrisa femenina es muy significativo: "En la sonrisa se reflejan nuestras mayores virtudes, pero también nuestro gran vacío interior." Ella añade que una "historia de la sonrisa no ha sido escrita todavía"; sólo una mujer podría escribirla pero ella no lo hará jamás "por solidaridad con las otras mujeres" (citado por F. O. BRACHFELD, Los complejos de inferioridad de la mujer, 1, XV).

(94) Cf. P. J. MOEBIUS, Ueber den physiol. Schwachsinn des Weibes: "Como los animales, desde tiempo inmemorial, actúan siempre de la misma manera, así el género humano hubiese permanecido siempre en su estado originario si no hubiese habido más que mujeres."

(95) Op. cit., Ila parte.

(96) Op. cit., pág. 191.

Metafísica del sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas, hombres y mujeres. 37. Phallus y menstruum

Metafísica del sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas, hombres y mujeres. 37. Phallus y menstruum

Concluiremos este orden de consideraciones con una alusión a dos motivos particulares del sacrum sexual.

Se trata en primer lugar del "culto fálico". En el dominio de la historia de las religiones, casi siempre se atribuye a este culto un sentido únicamente naturalista, si no también "obsceno", reduciéndolo a un culto de la fecundidad y de la virilidad procreadora pandémica. Pero, en el fondo, esto no concierne más que a los aspectos más exteriores, degradados y populares del complejo de que se trata. En realidad, el símbolo fálico se ha utilizado también para expresar justamente el principio de la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural, luego algo bastante diferente de la variedad puramente priápica del poder macho. Es así como el phallus ha podido venir asociado al misterio de la resurrección, a la esperanza en ella y a la fuerza que puede producirla, de ahí que el phallus figure en el arte sepulcral y a menudo en Grecia y Roma fue puesto sobre las sepulturas. Ya hemos aportado textos en los que el dios ithifálico —el dios con el phallus en erecciónes relacionado con la imagen de aquel en quien se manifiesta y afirma la naturaleza del ser primordial, de Adamas, de "aquel que no puede ser despedazado". En otro testimonio proveniente de la misma fuente, se llama también a este ser "aquel que se mantuvo de pie, que se mantiene de pie y que se mantendrá de pie", y el simbolismo ithifálico, basado sobre la vertical, expresa precisamente el estar derecho o de pie, condición opuesta a la de quien está tumbado o ha sido abatido. El texto lleva de manera explícita al contexto metafísico ya expuesto anteriormente, al hablar del "que se mantiene de pie allá arriba, en la potencia increada, y que se mantiene de pie aquí abajo, habiendo sido engendrado por la [imagen] llevada por las Aguas" (78), pasando en seguida a hablar del Hermes ithifálico. En el mundo egipcio (en sus aspectos "solares, opuestos a los que se expresan en el simbolismo indicado más arriba de la "diosa que se curva"), el dios ithifálico Osiris no simboliza la fecundidad, el nacimiento y la muerte que se liga a la procreación animal y al principio húmedo de la generación y del deseo, sino a la resurrección de la muerte. "Oh dios nacido del phallus, tiéndeme los brazos", dice por ejemplo una inscripción egipcia al lado de la figura de un muerto que se levanta del sepulcro; y también se puede leer: " ¡Oh phallus que surges para la exterminación de los rebeldes contra el dios solar! ¡Gracias a tu phallus, soy más fuerte que los fuertes, más poderoso que los poderosos!" (79). Y en diferentes estatuas y representaciones, el mismo Osiris sostiene o muestra el phallus para aludir a su resurrección, prototipo de la de sus fieles. Sin embargo, en Egipto hubo misterios fálicos en los que, según un testimonio de Diodoro de Sicilia, tenía que hacerse iniciar quien quisiera hacerse sacerdote de cultos particulares. Especial mención merece finalmente el hecho de que, en la India, el phallus —lingam— es uno de los símbolos de Shiva, y el de que un colgante que reproduce la forma fálica es llevado por los ascetas como signo distintivo, luego en un contexto diferente a cualquier trasfondo procreador pánico o dionisíaco, en relación, por el contrario, con la fuerza de la virya, de la virilidad que se despierta y actúa a través de la separación ascética del mundo condicionado.
Ahora bien, existe una correspondencia secreta entre tal significado y la degradación del mismo simbolismo propia del hecho de que, en el mundo romano antiguo, la gente del pueblo empleaba la imagen del phallus como talismán o amuleto contra las influencias nefastas, para destruir todo encantamiento maléfico; inclusive aquí persiste el eco del significado propio de una virilidad luminosa que triunfa y dispersa todo cuanto es oblícuo y demoníaco. Por esto, la presencia iconográfica del phallus en algunos templos (en los templos no sólo de Baco, de Venus, de Príapo, sino también de Júpiter, Apolo y Hermes) venía considerada como la de un poder purificador y neutralizador de las fuerzas adversas. Las murallas de antiguas ciudades itálicas tenían un phallus evocador de una fuerza mágica protectora, mientras que, en general, el phallus como amuleto está atestiguado también en otras diversas civilizaciones, señaladamente en el Japón. Por otra parte, vemos figurar el phallus en el culto imperial, después de que, según un testimonio de Plinio, los imperatores lo hubiesen ya colocado delante de su carro triunfal. Pero, según la antigua mística romana de la victoria, Júpiter es el principio luminoso o uraniano, que hace tal al vencedor. Es en este complejo, enteramente otra cosa que naturalista y priápico, donde va integrado el simbolismo y el mismo culto del phallus conocido por el mundo tradicional. Por contra, la historia corriente de las religiones se limita a considerar en él los valores más groseros. En el mundo clásico, parece ser que sólo en los templos de la decadencia de las costumbres el phallus se convierte en símbolo de la lujuria y reviste un carácter "obsceno" en el sentido moderno.

No estará privada de interés una última referencia a la tradición egipcia. Según un mito de tal tradición, Osiris, el dios primordial, habría sido hecho pedazos; pero se encontraron los diferentes trozos y se le recompuso. Sin embargo, su phallus no fue encontrado. El desmembramiento es símbolo del paso del mundo del Uno el de la multiplicidad y la individuación. En este mundo, el ser primordial tiende a recomponerse en el hombre. El hombre está sin embargo todavía privado del phallus, no de la virilidad física sino de la trascendente, del poder creativo o mágico divino. Lo reencontrará —y estará completo— sólo como iniciado y como "osirificado". El tema del phallus de Osiris se presenta pues como una variante del motivo general de algo que ha andado perdido y que debe ser reencontrado: la palabra sagrada perdida u olvidada, la verdadera bebida celeste que jamás ha sido conocida, el mismo Graal que se ha vuelto invisible, etc.

Al aspecto masculino, ahora considerado, del sacrum sexual, se puede oponer el aspecto ambiguo e inclusive peligroso atribuido por un complejo de tradiciones concordantes con el principio femenino. No es solamente en el marco de religiones puritanas y enemigas del sexo en el que la mujer fue concebida como principio de "impureza"; el precepto de "ser puro de mujer" es en efecto un precepto que figura en un sistema ritual y cultural bastante más vasto. Esta "impureza" no debe ser concebida en términos morales; por el contrario, se refiere a la cualidad objetiva, impersonal, de una influencia determinada, ligada a una parte esencial de la naturaleza femenina. Una idea no distinta a ésta está en la base de concepciones y creencias variadas que conciernen a la pubertad femenina, y sobre todo a las menstruaciones.

En una macroscopisación primitivista, la idea a la cual hacemos alusión ha encontrado su expresión más drástica en el uso de algunos pueblos salvajes, en los cuales las muchachas eran segregadas (80) e inclusive aisladas del suelo a la primera señal de la pubertad. Es que se las consideraba "cargadas de una fuerzapotente que, si no era retenida entre los límites dados, podía destruir a la joven, así como a quienes entrasen en contacto con ella". Por esto venía a ser considerada tabú, portadora de una energía misteriosa, ni buena ni mala en sí, pero capaz de actuar en un sentido o en el otro, según sus aplicaciones y las circunstancias. El aislamiento inicial a la aparición de la primera menstruación podía repetirse cada nueva vez que aquella apareciera. La "influencia", de la que se trataba, era considerada en términos tan objetivos, casi "físicos", diríamos, que la primera vez los mismos vestidos de la joven eran quemados, en la idea de que estaban impregnados de esa influencia (81). En ciertos casos y en la opinión de ciertos pueblos, la peligrosidad y la impureza eran empero extendidas a la mujer parturienta, que era aislada y purificada. Junto a la efusión de sangre y al contacto con cadáveres, el sobreparto era circunstancia contaminante que imponía el rito de la lustración. En la Hélade, estaba prohibido a la mujer parir en el recinto sagrado del templo, en el Temenos. Y si en otros pueblos la peligrosidad parecía tener un grado particularmente alto en caso de aborto, la base de ello estaba probablemente en la idea de una energía entrada en acción, pero no agotada por el proceso —interrumpido— de la gestación. Por otra parte, la Iglesia romana y la Iglesia anglicana han conocido un servicio especial, llamado en francés relevailles, que hay que considerar como la "supervivencia de la antigua creencia de que una mujer que ha puesto a un niño en el mundo debe ser desinfectada, no médicamente, sino religiosamente (espiritualmente). A título de superstición popular, continúa existiendo aquí y allá la idea de que "si una mujer no va a la iglesia después de un parto para ser purificada, es muy peligroso para ella salir de su casa" (82)

En todo esto resulta interesante que el lado ambiguo, peligroso, de la substancia femenina, en su aspecto oculto, aparece referido no tanto a la potencialidad afrodisiana, como a la demetriana (maternal) de la mujer. Esto está confirmado por el hecho de que, según una tradición casi universal, está en relación con la menstruación —fenómeno ligado precisamente a la posibilidad maternal, no a la posibilidad afrodisiana o dionisíaca de la mujer—donde la idea del peligro mágico adquiere el mayor relieve, puesto que se trata de una influencia capaz no solamente de paralizar lo sagrado, sino también de alcanzar el nudo más profundo de la virilidad. Así, si en las Leyes de Manu se dice que "la sabiduría, el vigor, la fuerza, la potencia y la energía vital de un hombre que se aproxima a una mujer que está pasando la menstruación, desaparecen enteramente, una creencia análoga se encuentra en los pueblos indígenas norteamericanos, que piensan que "la presencia de una mujer en ese estado, puede quitar el poder a un hombre santo" (83). En Roma, las vírgenes que desempeñaban el papel de Vestales, suspendían esta función durante el período menstrual. Entre los medos, los Bactranos y los Persas, las mujeres, en el tiempo de su menstruación, debían mantenerse lejos de los elementos sagrados, en particular del fuego. Entre los griegos ortodoxos, les estaba prohibido recibir la comunión y besar los iconos en las iglesias; y en ciertas partes del Japón, les está severamente prohibido visitar los templos y rogar a los dioses y a los buenos espíritus. Según el Nitya-karma y el Padma-purána, en la India el precepto es el siguiente: "[En tal período, la mujer] no debe pensar ni en Dios, ni en el sol, ni en los sacrificios o las plegarias." Entre los hebreos, en ciertos casos, estaba prevista inclusive la pena de muerte para el hombre que se uniera carnalmente a una mujer durante su menstruación. Para el zoroastrismo, esto constituía un pecado para el cual no había remisión. El código islámico de Sidi Khebil dice: "El que, por satisfacer su placer, toca a una mujer durante la menstruación pierde la fuerza y la tranquilidad de espíritu." Un antiguo dicho inglés, citado por Ellis, reza así: "Oh menstruating woman, thou’rt a fiend — from whom all nature should be closely screened!" (84).

Entre todas, tiene un particular valor indicativo la concepción hindú de que una mujer, cualquiera que sea su casta, en el período menstrual tiene la sustancia de un paria; cualidad, ésta, que se atenúa en ella sólo con el declinar del período. Esto es interesante si se recuerda que, según las enseñanzas hindúes, el paria, el fuera de casta, representa el elemento caos, o elemento demoníaco, siempre más frenado en la jerarquía de las castas superiores. En este orden de ideas, la menstruación tiene pues una relación indubitable, sobre todo con el aspecto negativo del mana, de la fuerza misteriosa portada por la mujer, contenida en ella: aspecto que se manifiesta principalmente como tal, por contraste, cuando se interfiere con una sacralidad en sentido viril y verdaderamente sobrenatural. Sin embargo, la menstruación ha tenido también una parte en la magia de los encantamientos y de los filtros de amor, así como en la brujería. En la Edad Media europea, se atribuía a su empleo en determinadas nociones el poder de volver cretino o hipocondríaco; en otros casos, locos furiosos e insensatos (son poco más o menos los mismos efectos que hemos encontrado en la patología de la pubertad). Mezclada al vino, la sangre menstrual habría provocado sonambulismo, demencia o locura de amor (85), mientras que todavía está extendida la "superstición", según la cual esta sangre, si se ha hecho llevar consigo a un hombre, sin él saberlo, lo vincularía insensiblemente a una determinada mujer. Igual valor bastante indicativo tiene una doble tradición conservada entre los Gitanos, es decir, que la sangre menstrual mezclada con cierta bebida provoca un desencadenamiento por medio del cual no se puede renunciar ya al beber; en segundo lugar, que todas las mujeres que van a celebrar el Sabbat sobre el "Monte de la Luna", ratifican cada siete años su pacto con el diablo por medio de su sangre menstrual (86). Sea o no todo esto pura superstición, su significado es sin embargo preciso, en cuanto a la idea de una conexión de la substancia de la mujer, a través de su menstruo, con el mundo de una magia nocturna (no apolínea) y a posibles influencias psíquicamente disgregadoras y desencadenantes (87). Repitámoslo: lo interesante es que aquí se trata esencialmente de un sacrum femenino ligado al aspecto maternal de la mujer.
Naturalmente, como para todo cuanto tiene el carácter de mana, una cierta ambivalencia está atestiguada también en este caso.

Eventualmente, de la fuerza peligrosa se puede hacer un uso positivo. Así, ya Plinio (88) pudo hablar de influencias no solamente maléficas, sino también positivas, atribuidas a los menstruos, según un poder eficaz sobre los mismos elementos y fenómenos de la naturaleza. Se ha mencionado su uso terapéutico contra el morbo comitalis y la epilepsia. En el Getreuer Eckart, se atribuyen virtudes mágicas particulares al mentruum virginis primus, con una relación evidente con las posibilidades propias a todo poder en su primera manifestación, es decir, cuando está todavía, de una cierta manera, en estado libre. Entre las antiguas poblaciones nórdicas, entre los finlandeses y los godos, está atestiguado su uso para obtener la victoria en las luchas, la suerte en los juegos, como contraencantamiento en las peripecias de la navegación (89). Pero, en el conjunto de las tradiciones de este género, prevalece el aspecto negativo del Misterio de la Madre, aspecto que, oscuramente advertido allí donde hubo una sensación de la esencia del principio opuesto (a la que se podría asociar los valores superiores del símbolo fálico), en contrabalanza al aspecto luminoso.

Sobre otro plano, se encuentra un hecho que podría tener una significación profunda y que se acuerda exactamente con lo que acabamos de decir. Mientras que todo lo que está ligado al cuerpo de la mujer y a todas las secreciones femeninas puede tener un poder erótico fascinante a causa del fluido que va unido a ello, la materia menstrual constituye una excepción. Los casos en los que el menstruo no tiene un efecto antiafrodisíaco en el hombre son casi inexistentes. Tal vez no sea arriesgado pensar en un trasfondo metafísico de este hecho, en base a la idea de que, mientras la potencialidad afrodisiana de la mujer es la que corresponde a posibilidades de integración, de vivificación e inclusive de superación extática, su posibilidad materna, al tener en los menstruos y en el mana menstrual su manifestación más cruda, es la que presenta un carácter exclusivamente natural ístico, por el cual es incapaz de activar los valores superiores encerrados en todo eros masculino.

Notas a pie de página:

(79) Apud D. MEREJKOWSKI, Les Mystéres de l'Orient, París, 1927.

(78) Apud HIPOLITO, Philos. VI, 17.

(80) Detalle interesante es que, en algunos casos, la separación era interrumpida durante la noche.

(81) Sobre todo esto, Cf. G. FRAZER, The golden bough, v. I, c. XX, 3; v. II, c. LX, 3, 4.

(82) E. HARDING, Les Mystéres de la femme, París, 1953, pág. 65.

(83) BLACK ELK, The Sacred Pipe, Norman, 1953, pág. 116.

(84) Sobre todo esto, PLOSS BARTELS, Das Weib, cit., v. I, págs. 324 sgg., 327, 335-351, 338-339; H. ELLIS, Studies in the psychology of sex, v. I, Philadelphie, 1905, págs. 208 sgg.; HARDING, Op. cit., págs. 66 sgg.

(85) PLOSS-BATELS, Op. cit., pág. 349.

(86) H. von WLISLOCKI, Aus dem inneren Leben der Zigeuner, Berlín, 1892.

(87) Hagamos notar de paso a este respecto que un investigador serio como ELLIS (Op. cit., v. I, págs. 213, 215-216) menciona ciertos fenómenos de carácter "metapsíquico" atribuidos a la presencia de muchachas en período menstrual, fenómenos que en algunos países no europeos, por ejemplo en Annam, serían por lo demás considerados como bastante corrientes (a este respecto ELLIS cita la monografía del Dr. D. L. LAURENT, De quelques phénoménes mécaniques produits au moment de la mentruation, en "Annales de sciences psychiques", septiembre-octubre, 1893), pero que serían verificados también en Europa. Además ELLIS refiere testimonios de muchachas que, en el período crítico, dicen sentir como "una carga eléctrica". Por otra parte, a nosotros nos resulta que en el pueblo, pero también en algunos medios que practican conscientemente la magia sexual, el menstruo es a veces empleado como ingrediente.

(88) Nat. Hist., VII, 13; XXVIII, 12.

(89) PLOSS-BARTELS, Op. cit., v. I, págs. 350-352.

 

Capítulo II. Metafísica del Sexo. Apéndice al capítulo. 15. "Biologización" y caída del eros

Capítulo II. Metafísica del Sexo. Apéndice al capítulo. 15. "Biologización" y caída del eros

En el Banquete platónico, Diotima parece primeramente polemizar con Aristófanes. Dice que, a través del amor, todos los hombres tienden hacia el bien y que "la esencia eterna del amor consiste en poseer el bien", no la mitad de la que se carece o el todo (21). Pero, en realidad, se trata de lo mismo, aunque expresado en términos diferentes, al tener el "bien", en la concepción helénica, un significado no moral, sino ontológico, hasta el punto de identificarse con el estado de aquello que "es" en sentido eminente, de aquello que es perfecto y completo. Y es a esto a lo que se hace alusión con el mito del andrógino bajo la forma de una fábula. Diotima dice después que "la ardiente solicitud y la tensión" del que tiende a aquel fin toma la figura específica de amor en relación con la "fuerza creadora innata en todos los hombres, según el cuerpo y según el alma", que mira al "acto de la procreación en la belleza"; lo que es el caso "también en la unión del hombre con la mujer". Y afirma: "En el viviente que, sin embargo, es mortal, esta unión es raíz de inmortalidad" (22).

El significado, ya indicado, de la metafísica del sexo recibe aquí, por un lado, confirmación: aspiración a la eterna posesión del bien, el amor es también aspiración a la inmortalidad (23); pero, por otro lado, en la doctrina de Diotima se pasa a una física del sexo que curiosamente casi anticipa los puntos de vista de Schopenhauer y de los darwinistas. La naturaleza mortal, al ser atormentada y transportada por el ímpetu del amor, busca alcanzar la inmortalidad en forma de continuación de la especie, engendrando. "Por este solo medio —dice Diotima— se puede conseguir aquí [la inmortalidad) por el acto de la generación, en cuanto siempre ella no deja sobrevivir uno diferente, en el puesto del ser antiguo." Y habla de un hombre casi superindividual que, a través de la cadena ininterrumpida de las generaciones, se continúa, gracias al eros procreador. "Respecto a cada ser viviente... se afirma que él no conserva jamás en sí las mismas cualidades; sin embargo, se le considera como una personalidad siempre idéntica, mientras va renovándose contínuamente, a pesar de la destrucción de algunas de sus partes, en sus cabellos, en sus carnes, en sus huesos, en su sangre, en todo su organismo... Análogo a este es el procedimiento mediante el cual cada ser mortal no perece: no en el conservarse perfectamente igual a sí mismo, como ocurriría a un dios", sino en el hecho de que el individuo que envejece, se desgasta y muere sea siempre sustituido por otro individuo. Es justamente la inmortalidad como perennidad de la especie (24). Y Diotima habla verdaderamente como un darwinista, explicando en estos términos el sentido más profundo, no solamente del impulso natural de los hombres a actuar de forma que su raza no se extinga, sino también del impulso que, directamente, sin estar dictado por ningún razonamiento, impulsa a los animales, además de al acoplamiento, a sacrificios de todo género para alimentar, proteger y defender la primogenitura (25).

No es casual que esta teoría fuera puesta en boca de una mujer, en primer lugar, y, en segundo lugar, de Diotima de Mantinea, iniciada en los Misterios que bien se podrían llamar "los Misterios de la Madre" y que remiten al substrato prehelénico, preindoeuropeo de una civilización telúricamente y ginecocráticamente orientada.
Reservándonos volver sobre esto, diremos aquí solamente que, para una tal civilización, que pone el misterio de la generación física casi en la cima de su concepción religiosa, el individuo no tiene una existencia en sí; él es caduco y efímero, siendo eterna en él solamente la sustancia maternal cósmica en la que se disuelve de nuevo pero en la que eternamente pululará: de la misma manera que en el árbol nuevas hojas volverán a brotar en el lugar de las hojas muertas. Esto es lo opuesto al concepto de la inmortalidad verdadera y olímpica que, por el contrario, implica la rescisión del vínculo naturalístico y telúrico-materno, la salida del círculo eterno de la generación, la ascensión hacia la región de la inmutabilidad y del ser puro (26). Más allá de los aspectos de una desconcertante modernidad darwiniana, lo que se trasluce en la erotología expuesta por Diotima es pues el espíritu de la arcaica religión pelásgica y telúrica de la Madre.
Cuales sean "los más altos misterios reveladores" a los que ella hace alusión (27), lo veremos más adelante. Aquí, es esencial hacer notar que con la teoría del andrógino y con la de la supervivencia en la especie se tienen dos teorías efectivamente antitéticas, la una de espíritu metafísico, uraniano, viril y, eventualmente, prometeico; la otra de espíritu telúrico-maternal y "físico".

Pero, aparte estas antítesis, todavía más importantes es considerar el punto de transición ideal de una hacia la otra, y el sentido de tal traspaso. Es evidente que la "inmortalidad telúrica" o "temporal" es una pura ilusión. A este nivel, el ser absoluto escapa al individuo, indefinidamente: al engendrar, éste dará siempre de nuevo la vida a otro ser afectado por su mismo esfuerzo impotente, en una reiteración sin fin (28). 0, por mejor decir, con un fin posible, en sentido negativo, porque una casta puede extinguirse, un cataclismo puede poner fin a la existencia no solamente de la sangre a la que se pertenece, sino también de toda una raza, por lo cual el espejismo de aquella inmortalidad es tanto más mendaz. Y en tal punto se puede muy bien hacer intervenir al mítico, shopenhaueriano demonio de la especie y decir que los amantes son engañados por él; que el placer es el cebo de la generación, y que también es un cebo la fascinación y la belleza de la mujer; que mientras que en la ebriedad de su unión sexual los amantes creen vivir una vida superior y asir la unidad, de hecho están al servicio de la generación. Kierkegaard, haciendo ver precisamente que, en la unión, los amantes forman un solo Yo, sin embargo son engañados, porque en el mismo punto la especie triunfa sobre el individuo —contradicción, dice, más ridícula que todo aquello por lo que Aristófanes encontraba el amor ridículo— hace notar, con razón, que inclusive en este marco una perspectiva superior no quedaría excluída, en el caso en que se podría pensar que, si los amantes no llegan a la realización por sí mismos de una existencialidad ya no dividida y mortal, por el hecho de aceptar servir de instrumentos para la generación, y casi de sacrificarse ellos mismos, verían al menos realizarse este fin en el ser engendrado. Pero no es así: el hijo no es engendrado como un ser inmortal que interrumpa la serie y ascienda, sino como un ser idéntico a ellos (29). Es el eterno, inútil henchi miento del tonel de las Danaides; el eterno, inútil trenzado de la cuerda de Oknos, que el asno del mundo inferior siempre roe de nuevo (30).

Pero esta desesperada y vana vicisitud en el "círculo de la generación" esconde, ella también, una metafísica: el impulso hacia el ser absoluto, degradándose, desviando, traspasa en lo que se cela detrás del acoplamiento animal y la procreación, con el sentido de la búsqueda de un sucedáneo para la necesidad de confirmación metafísica de sí. Y la fenomenología del eros sigue este descenso, esta disgregación: el eros, de embriaguez que era, se hace cada vez más deseo extravertido, sed, ansia carnal; se animaliza, deviene puro instinto sexual. Entonces hay un síncope en el espasmo y en el consecutivo abatimiento a la voluntad física, la cual, particularmente en el macho, está siempre más condicionada por un proceso fisiológico esencialmente orientado hacia la fecundación. La onda se hincha, se llega al acmé, se alcanza el momento fulgurante de la unión sexual, de la destrucción de la diada, pero como arrebatados por la experiencia, como sumergidos y disueltos en lo que, precisamente, es llamado "placer". Liquida voluptas, fenómeno de disolución, es la expresión latina, oportunamente recordada por Michelstaeder (31). Sin embargo, es como si la fuerza se escapase de la mano del que la ha puesto en movimiento: ella pasa al dominio del bios, se convierte en "instinto", proceso casi impersonal y automático. Inexistente como hecho de la conciencia erótica, el instinto genésico se hace real en los términos de un "Es" (por usar este término del psicoanálisis), de una oscura gravitación, de una coacción vital que se sustrae a la conciencia y eventualmente la socava y revuelve. Esto, no porque exista "la voluntad de la especie", sino porque la voluntad del individuo de superar su finitud no puede jamás ser extirpada, reducida al silencio o reprimida; ella sobrevive desesperadamente en esta forma oscura y demoníaca, según la cual suministra la dinamis, el impulso primordial al círculo eterno de la generación: aquí, en la misma relación con que la temporalidad está con la eternidad, en el sucederse y reiterarse de los individuos según la "inmortalidad en la Madre", se puede aún recoger un último reflejo engañoso de lo inmortal. Pero sobre este plano, el límite mismo entre el mundo humano y el mundo animal se borra poco a poco.

Como decíamos al principio, el proceso explicativo habitual debe pues ser invertido: lo inferior se deduce de lo superior, lo superior explica lo inferior. El instinto físico procede de un instinto metafísico. La tendencia primordial es hacia ser; es una tendencia, precisamente, metafísica, cuyo instinto biológico tanto a la autoconservación como a la reproducción, son "precipitados", materializaciones que se crean, sobre su plano, su determinismo físico. Agotada la fenomenología humana, que partiendo de la embriaguez hiperfísica, de una exaltación transfigurante y anagógica, encuentra su límite inferior en el orgasmo propiamente carnal en función genesíaca, se pasa a las formas de sexualidad propias de los animales. Y, como en las diferentes especies animales, se pueden ver especializaciones degenerativas de posibilidades latentes en el ser humano, especializaciones acabadas en callejones sin salida, correspondientes a tipos que representan desarrollos disociados, grotescos, obsesivos; del mismo modo debe ser considerada cada posible correspondencia entre la vida del sexo y del amor, en el hombre de una parte, en el reino animal de la otra: disociaciones, absolutizaciones oscuras y extremas de uno u otro aspecto del eros humano, he aquí lo que se encuentra en el reino animal.

Así vemos el magnetismo del sexo impulsar y guiar —a veces telepáticamente— especies en migraciones nupciales que cubren distancias inauditas, que comportan privaciones extremas y situaciones que hacen perder la vida por el camino a una gran parte de los emigrantes, para alcanzar el lugar en el que los gérmenes pueden ser fecundados y los huevos depositados. Vemos las múltiples tragedias de la selección sexual entre las bestias feroces, el, impulso ciego y a menudo destructor de la lucha sexual que, a pesar de las apariencias, no es por la posesión de la hembra, sino por la posesión del ser buscado tanto más salvajemente cuanto más lejano es el plano sobre el que se le puede encontrar. Vemos la crueldad metafísica de la mujer absoluta "macroscopizarse" en la manta que mata al macho en la cópula inmediatamente después de haberlo utilizado, y fenómenos análogos en la vida de los himenópteros y de otras especies: bodas mortales, machos cuya vida se termina inmediatamente después del acto procreador, o bien que son matados y devorados en el acto mismo del sexo; hembras que mueren después de haber puesto los huevos fecundados... En los batracios, vemos el después de haberlo utilizado, y fenómenos análogos en la vida de los himenópteros y de otras especies: bodas mortales, machos cuya vida se termina inmediatamente después del acto procreador, o bien que son matados y devorados en el acto mismo del sexo; hembras que mueren después de haber puesto los huevos fecundados... En los batracios, vemos ,e1 abrazo absoluto que no interrumpen ni heridas ni mutilaciones mortales, y, en la erótica de los caracoles, el límite extremo de necesidad de contacto prolongado y del sadismo de la penetración multiforme. Vemos la fecundidad "proletaria" humana devenir pandemia y pulula-miento indefinido en las especies más bajas, hasta aproximarnos al plano donde, con el hermafroditismo de los moluscos y los tuniceros y la partenogenesis de los organismos monocelulares, de los protozoos y de algunos de entre los últimos metazoos, se encuentra, invertido, perdido en el bios ciego e indiferenciado, el mismo principio que está en el inicio de toda la serie descendente. Son todas las formas que un Rémy de Gourmont ha descrito en su Physique de I 'Amour (32). Pero todo este mundo de correspondencias se nos ilumina ahora con una luz diferente: no son ya los antecedentes del eros humano, sus estadios evolutivos inferiores, los que aquí se nos revelan, sino más bien las formas liminales de su involución y desintegración bajo la forma de impulsos automatizados, demonizados, lanzados en lo ilimitado y en lo insensato. Pero ¿cómo no reconocer que en ciertos caracteres de este eros animal —allí donde se querría hablar del carácter absoluto de la "voluntad de la especie"— su raíz metafísica se hace incluso más visible que en muchas formas flácidas y "espirituales" del amor humano? Porque, según un reflejo invertido, se lee en ellos lo que, más allá de la vida efímera del individuo, es transportado por la voluntad del ser absoluto.

Estas ideas ofrecen también auténticos puntos de referencia para asir el impulso más profundo actuante detrás de la existencia humana de cada día. Sobre el plano de la vida de relación, el hombre tiene necesidad del amor y de la mujer, para escapar a la angustia existencial y fingirse un sentido para su existencia; inconscientemente, busca un sucedáneo cualquiera aceptando y alimentando cada ilusión. Se ha hablado justamente de la "sutil atmósfera emitida por el sexo femenino, que no se advierte cuando se está inmerso en ella; pero cuando desaparece, se siente en la existencia un vacío creciente y se siente uno atormentado por una vaga aspiración a algo muy poco definido, que no se puede explicar" (Jack London). Este sentimiento sirve de fondo a la sociología del sexo, al sexo como factor de la vida asociada: del matrimonio al deseo de tener familia, prole y descendencia, deseo tanto más vivo por cuanto se desciende del plano mágico del sexo y se advierte oscuramente la desilusión del deseo más profundo del ser, más allá del espejismo que centellea en el momento de los primeros contactos y en el vértice de la pasión. Este dominio en el cual el hombre domesticado encierra habitualmente el sexo se puede bien considerar el de los subproductos de segundo grado de la metafísica del sexo y, en el sentido dado por Michelstaedter a estas tales expresiones, un mundo de "retórica" que se sustituye al de la "persuación" y la verdad (33). Aún más al margen, y como una dirección personal, se encuentra la búsqueda abstracta y viciosa del placer venéreo, como estupefaciente y lenitivo liminal por la falta de sentido de la existencia finita. Sobre esto tendremos que volver.


Notas a pie de página:

(21) Banquete, 205 d, 206 a.

(22) Ibid., 206 b.

(23) Ibid., 207 a.

(24) Ibid., 207 d, 208 b.

(25) Ibid., 207 b, 208 b.

(26) Es significativo que, al hablar de la "eternidad temporal" (en la especie) SCHOPENHAUER (Op. cit., c. 41, págs. 25-26) usa exactamente la imagen de las hojas caducas, tomada de Homero —qualis folia generatio, talis et hominum— en la cual J. J. BACHOFEN (Das Mutterrecht, Basel, 1897, § 4, cfr. § 15) ha visto justamente la base de la concepción físico-maternal y telúrica de las antiguas civilizaciones mediterráneas.

(27) Banquete, 209 e.

(28) Cfr. C. MAUCLAIR, Op. cit.: "¿Qué es una filiación, sino la proyección en el nuevo ser del mismo deseo de infinito que a su vez uno experimentará cuando sea adulto?" Al contrario, es sólo en el mejor de los casos que lo experimentará, oscuramente, como dice PLATON (Fedro, 225 d): "El ama y no sabe que ama, no sabe siquiera cuál es su sentimiento... El no se da cuenta de que se mira a sí mismo en el amante como en un espejo."

(29) S. KIERKEGAARD, In vino veritas, tr. it. Lanciano, 1910, págs. 52, 53, 55.

(30) Si E. CARPENTER (Love's coming-of-age, Manchester, 1896, pág. 18) tiene razón cuando afirma que la finalidad principal del amor es tender a la unidad, él no está sin embargo más que en parte en lo cierto cuando dice que la creación sobre el plano físico, es decir, la procreación, es el efecto, del estado de unión íntima en la unión sexual, estado que susci-ta el poder creador. Sea la posibilidad de que un hijo nazca de una mujer violada sin ninguna participación en el placer por su parte, sea, en el límite, la de la fecundación artificial, demuestran por el contrario que el hecho generador puede prescindir por completo del estado de unión extática de un abrazo sexual. La idea apuntada por Carpenter sigue siendo verdadera sólo en los casos de algunas aplicaciones especiales de la magia sexual (cfr. sobre esto más abajo, § 60).

(31)    C. MICHELSTAEDTER, La persuasione e la retorica, Firenze, 1922, pág. 58.

(32)    R. de GOURMONT, La physique de I 'Amour, París, 1912, pág. 120: "Las invenciones sexuales de la humanidad son casi todas anteriores o exteriores al hombre. No hay ninguna cuyo modelo, inclusive perfeccionado, no le sea ofrecido por los animales, hasta por los más humildes." Pág. 141: "No hay ningún tipo de lujuria [humana] que no tenga su tipo en la naturaleza en términos de normalidad", es decir, que no figure como manera de ser espontánea y fija de determinadas especies animales. Naturalmente, DE GOURMONT usa todas las correspondencias verificadas para lo opuesto, o sea, para incluir el eros humano en el conjunto del eros animal.

(33)    A este contexto se pueden referir las palabras del Corán (LXIV, 14): "Oh vosotros que creéis, en verdad que en vuestras mujeres y vuestros hijos hay un enemigo vuestro: guardaos de ellos."

Capítulo II. Metafísica del Sexo. Apéndice al capítulo. 18. Sobre la homosexualidad

Capítulo II. Metafísica del Sexo. Apéndice al capítulo. 18. Sobre la homosexualidad

La homosexualidad es un fenómeno que, dada su difusión, no puede ser ignorado por una doctrina del sexo. Goethe llegó a escribir que era "algo tan antiguo como la propia humanidad, por lo que podía decirse que forma parte de la naturaleza, pese a ser contra natura". Si constituye "un enigma que, cuanto más se intenta analizarlo científicamente, más se presenta como misterioso" (Ivan Bloch), también desde el punto de vista de la metafísica del sexo, tal como la hemos formulado en las páginas precedentes, va a resultar un problema complejo.

Se ha aludido ya a que Platón, en su teoría del eros, se refiere más de una vez no al solo amor heterosexual, sino también al amor por los efebos (63). Ahora bien, si se considera el eros en su forma sublimada, que lo relaciona con el factor estético, tanto que, según la referida progresión platónica, de la belleza por un ser dado se pasaría poco a poco al arrobamiento que puede suscitar una belleza despersonalizada, incorpórea, una belleza divina en abstracto, no se plantea ningún verdadero problema cuando el punto accidental de partida sea un ser del mismo sexo. El término "uranismo", usado por algunos para designar la homosexualidad, deriva precisamente de la distinción platónica de una Afrodita Urania de una Afrodita Pandemia. La primera sería la diosa de un amor noble y no carnal, no encaminado a la generación como aquel que tiene por objeto a la mujer. Quizás la pederastia, el Paidon Eros, pudo tener originariamente, en una cierta medida, este carácter, cuando fue honrada por escritores y poetas antiguos y fue practicada también por personalidades eminentes. Pero basta ya leer la última página del Banquete, con el discurso de Alcibiades, para darse cuenta de qué poco, en la Hélade, este tipo de eros se mantuvo en el ámbito de lo "platónico", de cómo comportó también un desarrollo carnal, cosa que sucedió siempre con mucha frecuencia, con la decadencia de las antiguas costumbres en Grecia y, sobre todo, en Roma.

Si, por lo tanto, se asume en estos últimos términos la homosexualidad, o sea, en una correspondencia completa con las relaciones sexuales normales entre hombre y mujer, se puede cierta-mente hablar de una desviación, no ya desde un punto moralístico y convencional, sino también desde el punto de vista de la metafísica del sexo. Es una incongruencia aplicar, como hace Platón, el significado metafísico sensibilizado del mito del andrógino al amor homosexual, o sea, al que tiene lugar entre pederastas y entre lesbianas. De hecho, para un tal género de amor no se puede ya hablar del conato del principio masculino y del principio femenino comprendido en el ser primordial a reencontrarse: el mítico ser de los orígenes tendría que haber sido en otro caso, no andrógino, sino homogéneo, monosexual, todo hombre (en el caso de los pederastas) o todo mujer (en el caso de las lesbianas) y los dos amantes buscarían unirse como simples partes de una misma substancia: cae por tanto lo esencial, aquello que confería a ese mito todo su valor, o sea, la idea de la polaridad y la complementareidad sexual como fundamento del magnetismo del amor y de una "trascendencia" en el eros, de la revelación fulgurante y destructiva del Uno.

Así, para una explicación, hace falta descender de plano y considerar varias posibilidades empíricas. En sexología, se suelen distinguir dos formas de homosexualidad, una de carácter congénito y constitucional, la otra de carácter adquirido, condicionada a factores psico-sociológicos y ambientales. En la segunda, se debe empero hacer valer, a su vez, la distinción entre formas que poseen un carácter de vicio y formas que presuponen una predisposición latente, que se actualiza en determinadas circunstancias: condición necesaria, porque, en igualdad de circunstancias, tipos diversos se comportan de diverso modo, no se convierten en homosexuales. Es importante pues no considerar de modo estáti-co la configuración constitucional, admitir para ella una cierta posibilidad de variación.

Para la homosexualidad "natural", o sea, debida a predisposición, la explicación más simple viene dada por aquello que ya dijimos sobre los diversos grados de la sexualización, sobre el hecho de que el proceso de sexualización en sus aspectos físicos y todavía más en los psíquicos puede ser incompleto, por lo que la bisexualidad originaria es superada en menor medida que en el ser humano "normal", no siendo los caracteres de un sexo predominantes en igual medida respecto a los del otro sexo (ver, más arriba, § 10). Se trata de lo que M. Hirschfeld llamó la "forma sexual intermedia". En tales casos (decíamos, por ejemplo, cuando un ser anagráficamente hombre lo es sólo al 60 96), es posible que la atracción erótica que normalmente se basa sobre la polaridad de los sexos, o sea, sobre la heterosexualidad, y que es tanto más intensa cuanto más el hombre es hombre y la mujer, mujer, nazca también entre individuos que, según el estado civil, del que conservan solamente los caracteres denominados primarios, son del mismo sexo porque, en realidad, son "formas intermedias". En el caso de los pederastas, Ulrichs ha dicho justamente que se puede encontrar ante un anima muliebris virile corpori innata.

Sin embargo, se debe tener en cuenta la citada posibilidad de mutaciones constitucionales, bastante poco consideradas por los psicólogos. Se deben tener también presentes los casos de regresión. Puede darse el caso de que el poder dominante del que depende, en un individuo determinado, la sexualización, el ser verdaderamente hombre o verdaderamente mujer, con neutrali-zación, atrofia o reducción al estado latente de los caracteres del otro sexo, se debilite, lo que puede llevar a la activación y a la emergencia de estos caracteres recesivos (64). Y que el ambiente, el clima general de una socedad puede tener una parte no indiferente: en una civilización donde está vigente el igualitarismo, donde se combaten las diferencias, donde se favorece la promiscuidad, donde el antiguo ideal de "ser uno mismo" ya no dice nada, en una sociedad atrofiada y materialista es evidente que aquel fenómeno de regresión, y con él la homosexualidad, se vea particularmente propiciado, de modo que no es para asombrarse del impresionante incremento del fenómeno de la homosexualidad y del "tercer sexo" en los últimos tiempos "democráticos", y hasta el de la verificación de cambios de sexo en una medida que parece no haber tenido igual en ninguna otra época (65).

Pero la referencia a las "formas sexuales intermedias", a un proceso incompleto de sexualización o a una regresión no explica toda la variedad de la homosexualidad. De hecho han existido varones homosexuales que no eran afeminados ni "formas intermedias", individuos decididamente viriles en el aspecto y en el comportamiento, hombres potentes que tenían o podían tener a su disposición las más bellas mujeres. Esta homosexualidad no es fácil de explicar y respecto a ella se tiene el derecho a hablar de desviación y de perversión, de un "vicio", eventualmente relacionado con una moda. No se comprende, efectivamente, qué puede impulsar sexualmente a un hombre verdaderamente hombre hacia un individuo del mismo sexo. En materia de experiencia, si una constitución adecuada para experimentar el clímax del orgasmo del amor heterosexual hace que éste sea casi inexistente, todavía sería peor el caso por lo que respecta a las uniones pederásticas. Pero en estas hay razones para suponer que se trata de poco más que de un régimen de "masturbación a duo", que para el "placer" se cultiva uno y otro reflejo condicionado al faltar los presupuestos no ya metafísicos, sino también físicos para una unión completa y destructiva.

Por otra parte, en la antigüedad clásica está atestiguada no tanto la pederastia exclusivista, enemiga de la mujer y del matrimonio, sino la bisexualidad, el uso tanto de la mujer como de los jovenzuelos (como contrapartida, son numerosos los casos de mujeres muy sexuales, por tanto muy femeninas, que al propio tiempo eran lesbianas, bisexuales), y parece ser que la motivación predominante fuese la de "querer experimentarlo todo". Pero tampoco este punto está completamente claro, porque, aparte el hecho de que en los efebos, en los jovencitos, sujetos preferidos de aquellos pederastas, había algo femenino, nos podríamos referir a las crudas palabras tomadas por Goethe de un autor griego: que "si estoy cansado de una muchacha como muchacha, ella puede servir todavía como muchacho" ("habe ich als Mddchen sie satt, dient es als Knabe noch").

En cuanto a la alegación del ideal de la plenitud hermafrodita en el pederasta que sensualmente hace ya de hombre ya de mujer, es obviamente ficticia si con ella se quiere llegar más allá del "querer experimentarlo todo" sobre el plano de las simples sensaciones: la plenitud androgínica puede ser sólo "suficiencia", ella no está necesitada de otro ser, y va buscada sobre el plano de una realización espiritual cuando se excluyen los oscurecimientos que la "magia de los dos" puede ofrecer en las uniones heterosexuales.

Tampoco la motivación alguna vez recogida en países como Turquía y el Japón de que el goce homosexual dé un sentido de potencia es convincente. El placer del dominio se puede alcanzar también con mujeres o con otros seres en situaciones exentas de conmixiones sexuales. Por lo demás, en el presente cuadro ello podría entrar en cuestión solamente en un contexto absolutamente pátológico, cuando se desenvolviese en un verdadero orgasmo.

Así, en el conjunto, cuando la homosexualidad no es "natural", o sea, explicable en términos de forma incompleta constitucional de sexualización, no puede tener más que el carácter de una desviación o de un vicio, de una perversión. Y si se adujesen algunos ejemplos de extrema intensidad erótica en relaciones entre homosexuales, la explicación de ello se debe buscar en la posibilidad de dislocación del eros. En efecto, basta hojear cualquier tratado de psicopatología sexual para ver en qué inconcebibles situaciones (desde el fetichismo hasta la sodomía animal y a la necrofilia) la potencialidad erótica del ser humano puede llegar a ser activada en ocasiones hasta extremos de frenesí orgiástico. En el mismo cuadro anómalo, se podría hacer pues entrar el caso de la homosexualidad, aunque se trate de un caso bastante más frecuente: un eros dislocado para el cual un ser del mismo sexo sirve, como en tantos casos de psicopatía sexual, como simple causa ocasional o apoyo, al faltar del todo la dimensión profunda y el significado superior de la experiencia a causa de la ausencia de la premisa ontológica y metafísica necesaria para ello. Si, como veremos, en ciertos aspectos del sadismo y del masoquismo se pueden encontrar elementos susceptibles de entrar en la estructuración más profunda de la erótica heterosexual, convirtiéndose en perversiones sólo cuando se absolutizan, ningún reconocimiento análogo se puede hacer en lo que se refiere a la homosexualidad.

Notas a pie de página

(63) Cfr. Banquete, 181 c, 191 c, 192 a; Fedro, 151 c, 253 b, 265 e, 240 a, etc. donde se habla casi exclusivamente del amor suscitado por los efebos.

(64) Algunos psicoanalistas querrían explicar la homosexualidad en términos de una regresión, pero sobre el plano psicológico, como regresión a la bisexualidad que sería la propia del niño (al tiempo que se considera la bisexualidad recobrada en la ontogénesis), o bien en términos de la reemergencia de un complejo debido al hecho de que en el niño el eros sería "fijado" sobre el padre (o sobre la madre, si se trata del sexo femenino, tratándose en este caso de las lesbianas). Como en muchos otros casos que el psicoanálisis no explica en absoluto, sustituye simplemente un problema con otro problema, porque aun aceptando su caricaturesca concepción de la vida erótica infantil ella no explica como puede producirse esa "fijación".

(65) Cfr. J. EVOLA, L'Arco e la Clava, Milano, 1968, c. III ("Il terzo sesso").



Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 9. La teoría magnética del amor

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 9. La teoría magnética del amor

Más adelante intentaremos explorar la significación trascendente del sexo. Por ahora prestaremos atención a un asunto intermedio que iluminará el estrato elemental de cada eros; para ello habremos de comenzar a utilizar las nociones de "metafísica" en el otro sentido de la palabra: conocimiento del lado hiperfísico e invisible del ser humano.

Según vimos, ni el finalismo biológico, ni el impulso genésico, ni la idea aislada del placer como fin explican el eros. Por encima de todo ello, hay que considerar al eros el estado directamente determinado por la polaridad de los sexos, lo mismo que la presencia de un polo positivo y de un polo negativo determina el fenómeno magnético y todo lo relacionado con un campo magnético. Mediante hechos empíricos, materiales y hasta sencillamente psicológicos se cree posible explicar ese fenómeno "magnético" elemental, cuando en realidad no se hace más que suponerlo y hace falta explicarlo por sí mismo, ya que no sólo está condicionado, sino también determinado (21).
Esto no es una especulación personal. Corresponde al saber de tradiciones antiguas. Puede referirse, por ejemplo, a la enseñanza tradicional del Extremo Oriente. Según ella, mediante la frecuentación de individuos de uno y otro sexo, incluso sin contacto físico, nace en el ser más profundo de cada uno de ellos una energía especial o "fluido" inmaterial llamado tsing. Deriva únicamente de la polaridad del yin y del yang —sobre estos términos volveremos en seguida, y vamos a darles provisionalmente el significado de principios puros de la sexualidad. Esta energía tsing es una especificación de la fuerza vital radical, tsri, y crece proporcionalmente el grado del yang y del ying presentes en cada uno de ellos como individuos. Esta fuerza especial magnéticamente inducida tiene como contrapartida psicológica el estado de vibración, de embriaguez difusa y de deseo caracte-rístico del eros humano. La intervención de tal estado origina un primer desplazamiento del nivel habitual de la consciencia individual en vigilia. Se trata de un primer estado que puede ser continuado por otros. La simple presencia de la mujer ante el hombre suscita, pues, el grado elemental de la fuerza tsing y del estado correspondiente. Por otro lado, en esto hay que ver la base, no moral, sino existencial, de las costumbres de algunos pueblos (también europeos), en los que permanece el sentimiento de la fuerza elemental del sexo. Así, por ejemplo, la norma de que una - mujer no pueda tratar a un hombre como no sea delante de otro, especialmente si se trata de un casado. Esta regla concierne a todas las mujeres, porque el sexo carece de edad, y el infringirla, aunque sea de la manera más inocente, equivale a pecar: el hecho de encontrarse solo con una mujer, aun sin contactos íntimos, equivale a haberlos tenido. Todo esto nos lleva, en el fondo, precisamente al magnetismo elemental, al primer aviso de la fuerza tsing (22). El segundo, ya más intenso, interviene con el contacto corporal en general (desde la presión de las manos y el roce ligero hasta el beso y sus equivalentes o derivados). El tercer grado se alcanza cuando el hombre penetra en la mujer y queda envuelto por la carne de la mujer, o en los casos equivalentes de esta situación. En la experiencia amorosa corriente, este grado es el límite del desarrollo "magnético". En el régimen sexual propio de las formas sacralizadas y evocatorias, o en la magia sexual en sentido específico, éste no es el límite, sino que intervienen aún otros estadios. Unas modificaciones "sutiles" relativas sobre todo a la respiración y a la sangre, acompañan y sustentan esos diferentes grados. El correlativo psíquico se presenta esencialmente como un estado de vibración y de "exaltación" en el exacto sentido de la palabra.

Hay que hablar, por tanto, de una magia natural del amor como un hecho hiperpsíquico totalmente positivo, que interviene en la vida de los seres más vulgares, más materializados o más primitivos. Y si las opiniones indicadas hasta aquí pueden encontrar dificultades en los modernos psicólogos, la sabiduría popular las confirma. Aunque no se tenga un concepto claro del contenido del término, suele reconocerse que la atracción entre el hombre y la mujer nace solamente cuando se establece entre ellos "como un fluido". Incluso los casos del deseo brutal e inmediato por una mujer habremos de considerarlos en función de una especie de cortocircuito y de "caída de potencial" de esa relación fluidica inmaterial, faltando la cual también falta el arrebato de un sexo hacia el otro, desde sus formas más groseras hasta las más sublimadas y espiritualizadas. Suele hablarse corrientemente de la fascinación de una mujer; el uso de esta palabra lleva al hablante, sin que se dé cuenta de ello, precisamente a la dimensión mágica del amor: fascinum era el término técnico empleado antiguamente para designar una clase de encantamiento y de sortilegio.

Por otra parte, esta idea componía una teoría del amor profesada en Occidente sobre poco más o menos hasta el Renacimiento, pero que asimismo fue conocida por otras civilizaciones, especialmente en el Islam. Se halla expuesta, entre otros, por Lucrecio y Avicena, Marsilio Ficino y Della Porta. Así, Ficino dijo que la base de la fiebre amorosa consiste en una perturbado y en una especie de infección de la sangre provocada en las mismas condiciones que el llamado "mal de ojo", porque se realiza esencialmente por el ojo y la mirada. Esto, si no lo entendemos en el plano material, sino en el plano "sutil", es rigurosamente exacto. El estado fluídico, la fuerza tsing de los chinos, se enciende en principio por la mirada y a continuación invade la sangre. A partir de este momento, el enamorado lleva a la, amada en su sangre y viceversa, sin tener en cuenta la distancia que pueda separarlos (23). Al margen de las teorías, el lenguaje universal de los amantes demuestra espontáneamente este conocimiento: "Te llevo en la sangre", "te siento en mi sangre", "tu deseo me quema la sangre", I have got you under my skin, y tantas otras expresiones, son muy conocidas, están muy extendidas y casi estereotipadas; traducen un hecho mucho más esencial y positivo que todos los considerados por la sexología vulgar (24). Sin embargo, conviene recordar que cuando se habla de sangre en las antiguas tradiciones, casi siempre se alude a una doctrina transfisiológica. La idea tradicional está bastante bien expresada en los términos siguientes, aunque por el momento parecerán "sibilinos" a los lectores medios: "La sangre es el gran agente simpático de la vida, es el motor de la imaginación; es el substrato animado de la luz magnética, o luz astral, polarizada en los seres vivos, es la primera encarnación del fluido universal; es la fuerza vital materializada" (25).

Modernamente ha expuesto Mauclair una "teoría magnética del amor", ignorando las teorías que acabamos de indicar. Mauclair ha señalado que esta teoría ayuda a sobrepasar la vieja antítesis entre lo físico y lo espiritual, entre la carne y el alma, antítesis que en la experiencia erótica no existe, efectivamente, puesto que todo se desenvuelve en un plano intermedio en el que los dos elementos se funden y se atraen uno en función de otro. (Que los sentidos atraigan al alma o que el alma atraiga a los sentidos es algo que depende de la constitución particular de los individuos; pero en ambos casos el estadio final contiene, fundi-dos en uno, los dos elementos, y a la vez los trasciende.) Esta condición intermedia puede ser legítimamente calificada de estado "magnético" directamente percibido. La hipótesis magnética, advierte Mauclair, es la que mejor explica el estado insólito de hiperestesia de la pareja arrebatada por el amor, confirmando "la experiencia diaria de que el estadio amoroso no es espiritual ni carnal, y no entra en ninguna categoría de la moral habi-tual." Y añade: "Las razones magnéticas son las únicas verdaderas, y permanecen secretas y a veces ignoradas por los amantes, que no pueden facilitar los motivos precisos de su amor, y que si se les interroga ofrecen una serie de alegaciones... que no son sino razones subordinadas a la razón esencial, que es inexplicable. Un hombre no ama a una mujer porque sea bella, agradable o inteligente o simpática, o porque prometa una enorme, excepcional voluptuosidad. Todas esas explicaciones se dan sólo para satisfacer la lógica ordinaria... Un hombre ama porque ama, más allá de cualquier lógica, y ese misterio revela precisamente el magnetismo del amor" (26).

Ya en el siglo pasado había distinguido Lolli tres clases de amor: el amor "platónico", el amor sensual y físico, y el amor magnético, y decía que el amor magnético partícipe del uno y del otro, es ferozmente poderoso, se extiende por todos los órganos del cuerpo, pero tiene su sede principal en el álito (27). Sin embargo, este último no es en realidad una clase especial de amor, sino el final de cada amor.

Es fácil integrar estas ideas en los conocimientos tradicionales expuestos hace un momento: aclaran un hecho que debemos considerar elemental, es decir, primario, en su terreno (sólo lo será ya para una consideración específicamente metafísica del argumento): la estructura "magnética" del eros. Y así como sólo hay atracción entre el hombre y la mujer cuando se establece entre los dos, de hecho o potencialmente, una especie de "fluido", así el amor sexual cesa cuando disminuye el mencionado magnetismo. En tal caso, todas las tentativas para conservar una relación amorosa serán tan vanas como el intento de mantener en acción una máquina cuando falta la energía motriz, o, por emplear una imagen más acorde con el simbolismo magnético, como el intento de conservar unido un metal a un imán electromagnético cuando falta la corriente creadora del campo magnético. Pueden mante-nerse las condiciones exteriores: juventud, prestancia, simpatía, afinidades intelectuales, etcétera; pero cuando cesa el estado de magnetismo, cesan también irremediablemente el eros y el deseo. Y si no acaba todo, si no decae todo el interés del uno por el otro, se pasará del amor en sentido propio y completo a unas relaciones basadas en el afecto, en la costumbre, en los factores sociales, etcétera, lo que no representa una sublimación, sino, como ya indicamos, un sucedáneo, una suplantación, y en el fondo una otra cosa en comparación con todo lo condicionado por la polaridad elemental de los sexos.

Importa advertir que si bien resulta espontáneo entre los amantes el hecho magnético o mágico o de fascinación, también suelen éstos alimentar y desarrollar intensamente esta magia. Es muy conocida la imagen de Stendhal acerca de la "cristalización" en el amor: así como las ramas desnudas de un árbol se cubren a veces de cristales en la atmósfera salina de la región de Salzburgo, así el deseo del amante al concentrarse sobre la imagen de la amada hace que cristalice alrededor de él algo como una aureola, compuesta por varios contenidos psíquicos (28). Lo que llamamos fascinación magnética desde un punto de vista objetivo puede ser denominado en términos psicológicos con las palabras cristalización, monoideísmo o imagen coactiva —Zwangsvorstellung Este es un elemento esencialísimo en cualquier relación amorosa: el pensamiento de uno de ellos es cogido de una manera más o menos obsesiva por el otro, en una especie de esquizofrenia parcial (repárese en las expresiones comunes por el estilo de "estar loco de amor", "amar locamente", "estar loco por ti", etcétera, que son muy significativas). Este fenómeno de la concentración mental, como observa exactamente Pin, "es un hecho casi automático, aparte por completo de la personalidad y de la voluntad. Cuando alguien, abúlico o enérgico, sabio o ignorante, pobre o rico, ocioso o atareado, se enamora, siente que su pensamiento en determinado instante se encuentra literalmente encadenado a una persona dada, sin posibilidad de escape. La concentración es, pues, un fenómeno en cierta manera hermético (29), masivo, uniforme, poco discutible, poco razonable, poco modificable, extremadamente fuerte" (30). Ahora bien, este hecho representa para los amantes una especie de barómetro. El "¿piensas en mí?", "¿pensará siempre en mí?", "¿has pensado en mí?" y preguntas semejantes pertenecen a su lenguaje habitual. Pero además se desea que ese hecho no sólo dure, sino que se intensifique, como si ello diera la medida del amor: y los amantes cuentan con varios recursos para aumentar y hacer continua la concentración durante el mayor tiempo posible. El "te tengo siempre en mi pensamiento" es correlativo del "te tengo en mi sangre". Así, inconscientemente, los amantes ponen en práctica una verdadera técnica que se incorpora al primer hecho mágico, provocando su desarrollo ulterior, con las variedades de la "cristalización" estendhaliana como consecuencia. En su Liber de arte amandi ya definía el amor Andreas Capellanus como una especie de agonía debida a una extrema meditación sobre una persona del sexo opuesto.
Un autor que, al contrario de los citados antes, se declara con mayor o menor razón especialista en ciencias ocultas y en la Cábala, Eliphas Levi, dijo que el encuentro de la atmósfera magnética de dos personas de sexo opuesto provoca una absoluta briaguez de "luz astral", cuyas manifestaciones son el amor y la pasión. La embriaguez especial causada por la congestión de "luz astral" constituiría la base de la fascinación amorosa (31). Tales ideas están tomadas de las tradiciones que ya hemos citado con anterioridad, y pueden aclarar otro aspecto del fenómeno aquí considerado; teniendo en cuenta que la terminología de Eliphas Levi sería sibilina para el lector medio si no le añadiéramos algunos comentarios por nuestra parte.

La congestión de luz astral es la contrapartida objetiva de lo que hemos llamado "exaltación". "Luz astral" es sinónimo de lux naturae, término empleado especialmente por Paracelso. El ákáza de la tradición hindú, el aor del cabalismo y muchas otras expresiones de las enseñanzas esotéricas tienen el mismo sentido. Con todas ellas se alude al fondo hiperfísico de la vida y de la naturaleza, a un "éter vital" comprendido como "vida de la vida" —en los Himnos órficos el éter es el "alma del mundo" de donde provienen todas las fuerzas vitales. Respecto a la expresión lux naturae, puede comprobarse que la asociación entre la luz y la vida es frecuente en las tradiciones de los más diversos pueblos, y se encuentra también en las primeras líneas del Evangelio de San Juan. Lo que nos interesa aquí es que esta "luz" a cierto grado puede ser objeto de una experiencia, sólo 'en un estado de consciencia distinto del estado ordinario de vigilia, en un estado correspondiente a lo que en el hombre vulgar es el sueño. Y lo mismo que en sueños la imaginación actúa en estado libre, cualquier desplazamiento de la consciencia, causado por una congestión o embriaguez de "luz astral", comporta una forma, mágica a su manera, de imaginación.
A este último lugar, por extraño que resulte para los que sólo conocen las ciencias modernas, hay que llevar los hechos fundamentales indicados antes. En los amantes actúa esta imaginación magnetizada o "exaltación" más que el pensamiento. Así como es muy significativa la expresión inglesa to fancy one another para describir el hecho de estar prendados uno de otro, así la definición del amor dada por Chamfort: "El amor es el contacto de dos epidermis y el intercambio de dos fantasías", roza involuntariamente algo esencial, porque mientras el contacto corporal lleva a un grado intensivo ulterior la fuerza ya despertada por la simple polaridad sexual, la acción de dos fantasías activadas por "exaltación" y por "embriaguez sutil", a un nivel de consciencia ya distinto al de la experiencia normal de vigilia, constituye un factor muy importante. (Ya veremos cómo sobre esto, entre otras cosas, se basa la magia sexual operativa.) También aquí son significativas las expresiones del lenguaje corriente de los enamorados, tomadas en general sólo desde una comprensión sentimental, romántica y blanda: en ellas suele darse una asociación frecuente entre soñar y amar. Husson no comprendió la profunda verdad que tocaba al decir que los amantes viven entre el sueño y la muerte. "Sueño de amor", "soñar contigo", "como un sueño", etcétera, son lugares comunes conocidos por todos. El típico aspecto de "soñador" es muy frecuente entre los enamorados. No cuenta la repetición estereotipada de esas expresiones yon las revistas del corazón. El contenido positivo, objetivo, es la sensación oscura, la sospecha de un desplazamiento del plano de la consciencia por "exaltación", desplazamiento unido en varios grados al eros. Estas expresiones, pues, son "índices intersticiales" lo mismo que el hecho de conti- nuar empleando, a pesar de todo, palabras como fascinación "fluido", charme, encantamiento, etcétera, cuando se habla de las relaciones entre los dos sexos. Cualquiera puede comprender la extravagancia que representarían estos hechos si el amor no tuviese más que una pura finalidad biológica.

Notas a pie de página:

(20) Así, puede resultar que no es un chiste lo que se hace decir por la muchacha americana a su compañero después del acto sexual: Do you feel better now, darling?

(21)    Como traducción de los reflejos del hecho existencial, pueden citarse estas palabras puestas por E. M. REMARQUE en boca de uno de sus personajes: "Entonces vi de golpe que yo podía ser algo para un ser humano por el mero hecho de estar cerca de él. Cuando se dice esto, parece muy sencillo, pero si se reflexiona se advierte que es una cosa inmensa, ilimitada: una cosa que puede destruirnos y transformarnos por completo. Es el amor, que es otra cosa" (Drei Kameraden, Düseldorf, 1955, pág. 187).

(22) Unas interesantes observaciones al respecto en algunas poblaciones de la Italia meridional se encuentran en el libro de Carlo LEVI: Cristo si è fermato a Eboli, Turín4, 1946, pág. 93. Se puede presentir así el fondo extremo de la regla islámica del purdah, relativa a la segregación femenina.

(23)    M. FICINO: Sopra lo amore, ed. Levasti, VII, 7: "Con justicia ponemos la fiebre del amor en la sangre." Con relación al proceso, cf. VII, 4-7 y 10, aunque debe ignorarse la concepción ingenua de las imágenes casi materialmente transportadas por la mirada de un ser a otro. VII, 11: en el amor vulgar (que entenderemos como el amor usual, opuesto al amor platónico) "la agonía de los Amantes dura tanto como dura esa turbación (= perturbatio) inducida en las venas por el mencionado mal de ojo." Cf. G. B. DELLA PORTA: Magia naturalis, 1, XV. PLATON (Fedro, 251, a, b) habla del "efluvio de la belleza que entra por los ojos" y que al extenderse produce "un escalofrío, convirtiéndose ea sudor y en un calor insólito". No hay que entender el calor en un sentido puramente físico, ya que entra en la fenomenología, antes mencionada, de la "exaltación" erótica. En él se basa lo que Kremmerz denomina precisamente "piromagia", según veremos más adelante, § 57.

(24)    G. D'ANNUNZIO: "Parecía que entraba en él una parcela de la fascinación amorosa de esa mujer, lo mismo que entra en el hierro algo de la virtud del imán. Es realmente una sensación magnética de placer, una de esas sensaciones agudas y profundas que casi no se conocen más que en los comienzos del amor, que no parecen tener una sede física ni una sede espiritual como ocurre con las restantes, sino que tiene su sede en un elemento neutro de nuestro ser, en un elemento que yo llamaría casi intermedio, de naturaleza desconocida, menos simple que un espíritu, más sutil que una forma, donde la pasión se recoge como en un receptáculo" (Il Piacere, ed. nacional, pág. 69). "El hombre sentía fluir la presencia de ella y mezclarse con su sangre, hasta que la sangre de él llegó a ser la vida de ella, y la sangre de ella, la vida de él" (íd., pág. 87). Frecuentemente, las percepciones de este género suelen ser distintas después de la unión corporal; pero si ésta se conduce de forma primitiva puede apagarlas incluso. D. H. LAWRENCE escribe en una carta: "Cuando me uno a una mujer, es intensa la percepción por medio de la sangre, es suprema... Se produce un paso, ignoro exactamente cómo, entre su sangre y la mía en el momento de la unión. Y aunque se aleje de mí. queda entre nosotros esta manera de conocernos a través de la sangre, por más que se interrumpe la percepción a través del cerebro" (MOORE, Op. cit.).

(25) Eliphas LEVI: La science des esprits, París, 1865, pág. 213.
 
(26) C. MAUCLAIR: La magie de l'amour, cit., págs. 56, 51, 52-53.

(27) M. LOLLI: Sulle passioni, Milán, 1856, cap. III.

(28) STENDHAL: "En mi opinión, esta palabra expresa el fenómeno principal de la locura llamada amor." "Entiendo por cristalización cierta fiebre de la imaginación que hace irreconocible un objeto por lo general común, y que lo convierte en un ser propio" (De l'amour, I, 15).

(29) Es interesante que, sin quererlo y sin analizar su alcance, se haya visto inducido un filósofo a emplear esta palabra.

(30) PIN: Psicologia dell'amore, cit., pág. 139; cf. también págs. 121-24. "Sabed que en el instante en que pudiera distraerme, en que vuestra imagen desapareciera por un instante de mí, no volvería a amaros" (Ninon de Lenclos, en el libro de B. DANGENNES: Lettres d'Amour, París, s. d., pág. 55).

(31) Eliphas LEVI: Dogme et rituel de Haute Magie (cit. por trad. it., Roma, págs. 58 y 84).

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 8. En torno a la voluptuosidad

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 8. En torno a la voluptuosidad

Escribe Piobb: "El espasmo (sexual) es uno de esos fenómenos que escapan a la fisiología propiamente dicha; debe contentarse ésta con señalar el hecho y mostrar únicamente el mecanismo nervioso" (14). Así es, y cualquier tentativa de explicación científica, es decir, profana, del placer está condenada de antemano al fracaso. En este terreno, como en tantos otros, se han multiplicado los equívocos debidos al hecho de no distinguir entre el contenido de la experiencia en sí misma y las condiciones que en mayor o menor grado son imprescindibles para que se realice; los equívocos son mayores cuando se estudian esas condiciones no dentro de la psicología, sino sencillamente en la fisiología...

El colmo de la simpleza lo alcanzó el positivismo del siglo XIX al apoyarse en esta teoría: "La necesidad genética puede ser considerada una necesidad de evacuación; la elección está determinada por unas sensaciones que hacen más agradable la evacuación" (15). El placer, pues, lo provoca la evacuación, el proceso de emisión de los productos sexuales. Es lícito preguntar por qué procesos análogos, como la evacuación de la vejiga durante la micción, no lo producen también. Es evidente, además, que esta teoría puede aplicarse como mucho al hombre, porque en la mujer el auge sexual no está ligado a una verdadera polución; en la mujer la aparición de raras secreciones es paralela al estado general de excitación erótica, e incluso puede faltar; si nunca se une en la mujer a la reducción y descongestión sanguínea de los órganos sexuales, y si en determinados casos ésta puede coincidir con el momento de la irrigación espermática, en otros, sin embargo, es independiente, y sea como fuere, no es más que el efecto final de un hecho psíquico y nervioso.

Ya se trate del hombre o de la mujer, hay un hecho sobre el cual se ha detenido poco, inexplicablemente, la atención de los sexólogos: es el placer que se puede experimentar durante el sueño, en los casos en que falta la contrapartida de la eyaculación (es decir, cuando se produce la sensación sin polución). Algunos han señalado que con frecuencia este placer es más estático y totalizador que el ligado al acto físico, y ya veremos por qué (16). Y si se ha señalado asimismo que tanto en los hombres como en las mujeres suele interrumpirse frecuentemente a cierto grado de intensidad, y que en el mismo instante el soñador se despierta, la interpretación exacta de tales hechos es que la correlación habitual y predominante del placer con el hecho físico ha vuelto automáticamente al soñador en ese momento al plano físico condicionado de la experiencia de vigilia, interrumpiendo el proceso psíquico. Pero en principio el placer del sueño puede alegarse como uno de los argumentos que demuestran la posibilidad de un proceso erótico aparte de los condicionamientos fisiológicos habituales. En el caso de los hombres, entre otros, puede experimentarse el placer en sueños incluso cuando la capacidad genésica está agotada a causa de la senilidad, o cuando la eyaculatoria está anulada por algún traumatismo; esto constituye una confirmación ulterior precisa de nuestra tesis.

Puede apreciarse incluso entre los animales que el impulso hacia el acto sexual no es susceptible de la explicación vulgar antes indicada, y que en cierto modo es endógeno. Algunas experiencias realizadas en primer lugar por Tarchanoff demuestran que en determinados casos los vasos seminales del animal estaban vacíos antes de la copulación y se llenaron gradualmente en el curso de la misma, de suerte que la relación de causa a efecto está casi invertida: el impulso sexual, lejos de quedar determinado por el estado de repleción y de tumefacción de los órganos, causó ese estado (17). Si se hicieran análogas investigaciones en el hombre, podrían confirmar esto con mayor razón. Sí se ha observado que aunque es posible una cierta anestesia sexual en los eunucos privados de glándulas seminales, hay casos, sin embargo, en que subsiste el deseo sexual e incluso se agudiza. En segundo lugar, está demostrada la existencia de un deseo que realmente va más allá de la necesidad de eyaculación, poniendo en actividad los últimos recursos de los órganos genitales hasta violentar casi su naturaleza, aunque en el hombre la sustancia emitida acaba siendo sanguínea más que espermética. En tercer lugar, también se ha comprobado que hay casos en que una gran intensidad del deseo no provoca la eyaculación, sino que la inhibe, y ya trataremos después de ello (18). Finalmente, sucede muy a menudo en el amor-pasión la experiencia de que, una vez agotados todos los recursos del proceso físico en el acto sexual, se sienta que no basta con ello, que se necesita más, mientras que los condicionamientos psicológicos y en general los acervos de la carne no lo permiten, lo que causa una verdadera tortura.

Por eso Havelok Ellis, tras un examen de las diversas tentativas de explicación del fenómeno llamado "voluptuosidad", concluye reconociendo que el impulso que lleva al placer es, "en cierta manera, independiente de las glándulas germinales" y de su estado (19). En el campo fisioanatómico, se admite la existencia de unos centros sexuales cerebrales (ya sospechados por Gall) entre los espinales y los del simpático: es la contra-partida de lo que tiene un carácter evidente en el hombre, por ejemplo a causa del papel esencialísimo que desempeña la imaginación, no sólo en el amor en general, sino en el mismo amor físico; la imaginación que acompaña y a veces comienza y activa todo el acoplamiento, así como en otros casos, por el contrario, puede paralizarlo irremediablemente.

En el campo de las investigaciones más modernas se ha puesto en juego la teoría hormonal, intentando explicar la excitación sexual como efecto de una intoxicación hormonal; algunos han querido incluso conducir la base de las pasiones a esta causa. Sin embargo, para no entrar en un círculo vicioso, habría que aclarar de forma satisfactoria y completa cuál es a su vez la causa de la intoxicación hormonal, que podría ser un hecho psíquicamente condicionado, e incluso en el caso de que no lo fuera convendría distinguir lo que favorece una experiencia (aquí precisamente como "saturación hormonal" o "umbral hormonal") y lo que la determina y constituye su contenido específico. En cuanto a condicionar, en el sentido más sencillo de favorecer, de abastecer un terreno conveniente, algunas sustancias a partir de los alcoholes son capaces de desempeñar el papel atribuido a las hormonas. Pero es sabido que la reacción a estas sustancias depende de una "ecuación personal" y, a este respecto, el razonamiento causal sería tan ingenuo como decir que el hecho de elevar las esclusas de una presa es la causa que produce el agua que irrumpe a través de la abertura.

Puede inscribirse en el activo de la teoría psicoanalítica de la libido el haber reconocido el carácter psíquico autónomo y a su manera elemental del impulso que se manifiesta principalmente en el deseo de la unión sexual. Pero en el campo de las investigaciones psicoanalíticas se da por sabido también que no es obligada la relación de la libido con los procesos psicológicos: la posibilidad de que se desplacen las "cargas" de la libido está demostrada en casos múltiples y típicos, como por ejemplo cuando su realización hace desaparecer los síntomas mórbidos. También se han constatado unos estados progenitales de la libido y las formas de su satisfacción, en las cuales no existe la rela-ción con un proceso psicológico. El material recogido en torno a este asunto constituye un argumento ulterior contra cualquier teoría fisiológica del impulso sexual. A no ser que, respecto al hecho específico del "placer", se presente la teoría psicoanalítica como un equivalente de la de Féré, ya criticada. En cualquier caso se cae más o menos en el error de encarar cada tipo de placer como un fenómeno únicamente negativo, como el alivio causado por el cese de un estado doloroso o desagradable anterior. Esto es evidentemente lo que se piensa cuando se reduce el placer sexual al puro sentimiento de interrupción del malestar fisiológico debido a la turgencia de los órganos, sentimiento que se experimentaría en el momento de la detumefacción, de la depleción y de la eyaculación. Asimismo, el psicoanálisis no sabe ver más que procesos casi mecánicos e intercambiables en que el placer derivaría del cese, obtenido por cualquier procedimiento, de un estado de tensión, de la liberación de una "carga" coactiva (Besetzungsenergie) de la libido. En alemán, la palabra que designa principalmente la satisfacción o placer sexual, Befriedigung, es algo preocupante, porque contiene también el sentido de apaciguamiento, como la eliminación de un estado anterior de tensión, de agitación, de excitación, que debiera parecer desagradable. Considerada así, hay que volver a preguntarse si esta teoría no es un producto de su época, porque en un eros que se ha vuelto primitivo y completamente físico puede sentirse así la sexualidad y el "placer" (20).

Debemos concluir estas consideraciones diciendo que el deseo sexual es un hecho complejo, del que lo fisiológico sólo es una parte; la excitación sexual, esencialmente psíquica, provoca la excitación física y pone en movimiento poco a poco todos los fenómenos fisiológicos que la acompañan, pero que suelen faltar antes de esa excitación. A este respecto, una iluminación mayor sólo puede venir de una metafísica del sexo, no de una psicología ni de una fisiología del sexo. Pero ya se presiente que la unión coroporal en sí misma no es más que el mecanismo sobre el cual se apoya y que toma como vehículo un proceso de orden superior que la transporta y la tiene como parte de un todo. Reducido a este proceso, el "placer", como satisfacción grosera y carnal en estrecha dependencia de los condicionamientos físicos que pueden hacer de él un "incentivo para la procreación", ha de considerarse una solución problemática.

Notas a pie de página:

(14)    P. PIOBB: Venus, la déesse magique de la chair, París, 1909.

(15)    Cf. S. FERE: L 'instinct sexuel, París, 1865, pág. 6.

(16)    Esto sucede especialmente en los que no sueñan en blanco y negro como casi todo el mundo, sino que sueñan en colores.

(17)    Se ha comprobado también que en algunos animales sólo se produce en el momento del coito la saturación hormonal, considerada por muchos como causa de la excitación sexual. Cf. A. HESNARD: Manual de sexologie, París2, 1951, pág. 65.

(18)    L. PIN: Psicologia dell'amore, Milán, 1944, pág. 145: "El sentimiento alcanza a veces tal intensidad que se convierte en sufrimiento, y llega a ejercer una acción inhibitoria en los procesos sexuales."

(19)    H. ELLIS: Studies in the Psychology of Sex, v. III, Filadelfia, 1908, pág. 7. Cf. también HESNARD, Op. cit., pág. 13: "Puede decirse que en su aspecto esencial la sexualidad adquiere en el hombre, esto es, en su aspecto psíquico, un desarrollo considerable, prescindiendo casi por completo de la colaboración del sistema genital."

(20) Así, puede resultar que no es un chiste lo que se hace decir por la muchacha americana a su compañero después del acto sexual: Do you feel better now, darling?

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 7. Eros y la tendencia al placer

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 7. Eros y la tendencia al placer

Hemos de reconocer, pues, una prioridad al impulso elemental que empuja al hombre hacia la mujer, una prioridad y una realidad en sí frente a la simple biología; cosa que, sin embargo, no debe dar lugar a equívocos en el sentido opuesto.

Eso es lo que sucede, por ejemplo, con la teoría que expone la tendencia al placer en base al instinto sexual. Ciertamente, hay que reconocer que, en la mayor parte de los casos, cuando un hombre se siente atraído por una mujer y la desea no se esfuerza por descubrir las cualidades gracias a las cuales esté en condiciones de garantizar una prole en condiciones óptimas para cumplir la finalidad de la especie, sino que trata de presentir el "placer" que puede obtener de ella, imaginándose de antemano la expresión de su cara y su comportamiento general durante la crisis de la relación sexual. Sin embargo, hemos de advertir que cuando todo esto adquiere un carácter demasiado consciente, se aleja en otro sentido de la normalidad del eros. En su desarrollo natural, las experiencias de la pasión y las inclinaciones profundas se encaminan hacia lo que denominamos el "placer", pero no lo tienen como fm antepuesto y destacado. Cuando es así, puede hablarse de lujuria y libertinaje, tendencias que corresponden a disociaciones, degeneraciones y "racionalizaciones" del amor físico. En la "normalidad" del eros la idea del placer no es el motivo determinante, aunque existe el impulso que, despertado en unas circunstancias dadas por la polaridad sexual en sí misma, provoca sin más un estado de embriaguez hasta la crisis del "placer" en la unión de los cuerpos, o en otras situaciones semejantes a ese estado.

El verdadero enamorado, al poseer a una mujer, tiene tan poco en cuenta la idea del "placer" como la de la procreación. El freudismo cayó desde sus inicios en el error cuando puso el "principio del placer" —el Lustprinzip— no sólo en la base del eros, sino de toda la vida psíquica humana. En esto demostraba ser un producto de su época, ya que el erotismo se desarrolla principalmente en la forma disociada de simple "placer" en tiempos de decadencia, como los actuales, poniendo la sexualidad en función de él como Si se tratara de una especie de droga, usada, dicho sea de paso, no menos profanamente que las verdaderas drogas (12). Pero incluso el freudismo se vio obligado a abandonar rápidamente las posiciones del comienzo —y precisamente el título de una obra posterior a Freud es Más allá del principio del placer (13).

Las ideas expuestas, sin embargo, no deben inducirnos a juzgar cada ars amandi como depravado y decadente. En efecto, ha existido un ars amandi —un arte o cultura del amor— que no siempre se redujo a una suma de recursos y de técnicas en función de una simple lujuria. Este arte fue conocido en la antigüedad y lo es aún en algunos pueblos orientales. No obstante, entre estos últimos hubo mujeres que, maestras en ese arte, eran estimadas y respetadas tanto como quienes poseían los secretos de cualquier otro arte y sabía aplicarlos. En la antigüedad clásica, las hetairas fueron notoriamente estimadas por hombres como Pericles, Fidias o Alcibiades; Solón erigió un templo a la diosa de la "prostitución", y lo mismo sucedió en Roma por lo que respecta a ciertas formas del culto a Venus. En tiempos de Poli-bio, en los templos y edificios públicos se encontraban estatuas de hetairas junto a las de generales y políticos. En Japón, por su parte, algunas de estas mujeres han sido honradas con monumentos. Como ocurre en todas las artes, en el marco del mundo tradicional veremos que para el ars amandi también hay que sospechar la existencia de una ciencia oculta, sobre todo en los lugares donde son demostrables las relaciones de las mujeres que poseen ese arte con determinados cultos.

En efecto, es difícil que las posibilidades superiores de la experiencia del eros se manifiesten y se desplieguen cuando se deja a esta experiencia desarrollarse por sí misma, en sus formas vulgares, ciegas, determinadas por una espontaneidad pri-mitiva. El punto esencial consiste en ver si en los desarrollos hacia formas-límites de sensaciones, cuya experiencia erótica es susceptible, se mantiene y predomina incluso la dimensión más profunda, psíquica, del eros, o bien si degeneran en una persecución libertina y exterior del "placer". Esto nos lleva a definir dos aspectos posibles y muy diferentes del ars amandi. Casi no hace falta indicar que a menudo en el segundo caso cualquiera se ilusiona ante los resultados: no hay técnica amorosa que, en el dominio mismo del "placer", pueda conducir a algo interesante, intenso y cualitativamente diferenciado, sin unas premisas de orden interior, psíquico. Cuando éstas existen, el contacto de una mano puede embriagar más a veces que cada activación sagaz de las "zonas erógenas". Pero ya volveremos sobre el tema.
Veremos más adelante por qué razón al tratar del "placer cuando se intenta designar lo que interviene normalmente en el auge del amor físico, hemos puesto entre comillas esta palabra Mientras tanto, quizá no sea inútil liquidar algunas opiniones sexológicas formuladas a este respecto; siempre con la finalidad de limpiar el tema del eros de las explicaciones materialistas.

Notas a pie de página:

(12) A. MALRAUX pone en boca de uno de sus personajes estas palabras: "Siempre sentimos necesidad de un tóxico. Este país (China) tiene el opio, el Islam tiene el hachís, Occidente tiene a la mujer... El amor es seguramente el medio preferido por Occidente."

(13) S. FREUD: Jenseits des Lustprinzips, Leipzig-Viena2, 1921.

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 6. El mito del "genio de la especie"

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 6. El mito del "genio de la especie"

Es curioso que una de las raras tentativas realizadas en los tiempos recientes para esbozar una metafísica del amor sexual, la de Schopenhauer, está basada en el equívoco que acabamos de denunciar. Para mantener la idea de que el fin esencial del amor es la procreación, la "formación de la generación siguiente", Schopenhauer tuvo que poner en juego a un mítico "genio de la especie" que despertaría la atracción entre los sexos y deter-minaría secretamente las elecciones sexuales sin saberlo las personas, incluso engañándolas y empleándolas como simples instrumentos. "Engendrar un hijo, ésta es la verdadera finalidad de todo romance amoroso, aunque sus protagonistas no tengan consciencia de ello: el modo de alcanzar ese fin es secundario", escribió Schopenhauer (10). En concreto, el fin sería la procreación de un nuevo ser, el más cercano posible al tipo puro y perfecto de la especie, y capaz de sobrevivir. Así, la "especie" empujaría a cada hombre a elegir la mujer más apta para realizar esta finalidad biológica, presentándola como su ideal, revistiéndola con la aureola de la belleza y la seducción, y haciendo concebir al hombre su posesión y el placer que puede darle como la esencia de la felicidad y el sentido de la vida. "Lo mejor para la especie está allí donde el individuo cree encontrar su máximo placer." De esta manera, tanto la belleza femenina como el placer serían ilusiones, serían incentivos con los cuales juega el "genio de la especie" y engaña al individuo. "Por eso —añade Schopenhauer—, cuando el amante alcanza por fin su consumación, es decir, la satisfacción sexual, se siente decepcionado, porque se evaporó la ilusión con la que le había engañado e ilusionado la especie" (11).

Vamos a ver en seguida, en un marco diferente, lo que tienen de utilizable estas ideas. Pero, en el fondo, se trata de simples especulaciones al margen del darvinismo, de una abstracción y unilateralidad manifiestas. En primer lugar, todo este mecanismo de finalidad biológica debiera ser englobado en el inconsciente (como lo hace claramente E. von Hartmann al recoger y desarrollar con coherencia las teorías de Schopenhauer); sería un instinto completamente inconsciente el que guiase al hombre hacia la mujer (o viceversa) que presente las cualidades más adecuadas para reproducir el arquetipo de la especie, ya que, repetimos, no hay nada parecido en la consciencia del que ama y desea. El hecho elemental de la atracción sexual y el fluido-embriaguez que se establece directamente entre hombre y mujer, ignora todo lo relacionado con ese instinto y su sabiduría oculta. Como veremos en seguida, incluso considerándolo desde fuera, es decir, abstrayendo cualquier hecho introspectivo, el problema de las elecciones sexuales es mucho más compli-cado de lo que suponían los partidarios de la teoría de la "selección natural". Desplazar incluso el examen del terreno de los datos de la consciencia al de los hechos de la experiencia, demuestra que en los asuntos del sexo ocurre algo parecido a lo que sucede en las cuestiones alimenticias. El hombre, como no sea un primitivo, no elige ni prefiere sencillamente los alimentos que su organismo considera los más convenientes, y ello no porque el hombre sea un "depravado", sino simplemente porque es un hombre.

Esto en el plano superficial. Es posible citar aún muchos casos en los cuales una atracción intensa, hasta "fatal", se origina entre seres incapaces de representar en absoluto un optimun para los fines de la procreación conforme a la especie; por eso, el impulso schopenhaueriano resulta relativo o completamente inexistente, incluso rechazándolo en el inconsciente. Hay algo más: según la teoría finalista indicada, en principio habría que encontrar una sexualidad reducida entre los ejemplares menos nobles de la especie humana, cuando, por el contrario, aunque en formas primitivas, es mucho mayor, y hasta resultan más fecundos. Tendríamos que decir verdaderamente que el "genio de la especie", con sus mañas ocultas y sus trampas, es bastante torpe y debe ir a la escuela, cuando vemos que, gracias al amor físico, el mundo se halla poblado esencialmente de subproductos de la especie humana. Eso no es todo: conviene recordar que, según las demostraciones genéticas, los caracteres psicosomáticos dependen de una cierta combinación de los cromosomas de los genes de ambos progenitores; estos cromosomas portan herencias complejas y lejanas que no siempre se manifiestan por completo en el fenotipo y en las cualidades visibles de los progenitores. En consecuencia, rigurosamente, debiera admitirse que tales cualidades visibles y aparentes —belleza, prestancia, fuerza, estado floreciente, etcétera— no son determinantes en las elecciones sexuales interpretadas de forma finalista, sino que el "genio de la especie" provoca el deseo del hombre por la mujer que posee los cromosomas más adaptados. No se adelantaría mucho con una teoría tan absurda, porque una vez conseguida la fecundación, sería necesario ver qué cromosomas masculinos y qué cromosomas femeninos prevalecían y se unían, con preferencia a otra mitad descartada, con el fin de formar el nuevo ser. Y en el estado actual de los conocimientos biológicos, todo eso sigue rodeado de misterio y parece poco más o menos como si se debiera al azar.

Dejando eso aparte, es cierto que en los casos de las pasiones más vehementes y en el erotismo de los hombres más diferenciados (entre los cuales hemos de buscar la verdadera normalidad, la normalidad en el sentido superior, lo típico para el hombre como tal), se descubre raramente, incluso retrospectivamente, la unción del "finalismo biológico". Frecuentemente, y no por casualidad, las uniones de estos seres son infecundas. El motivo consiste en
que el hombre puede terminar en el demonismo del bios y dejarse arrastrar por él; pero no naturalmente, a continuación de una caída. También en este marco se sitúa en general el hecho de la procreación, de la reproducción física. El hombre como tal tiene algo no biológico que activa el proceso del sexo incluso en el momento en que alcanza y anima al elemento físico, y que conduce a la fecundación. El instinto de procrear, sobre todo si se lo contempla según el finalismo selectivo imaginado por los derwinistas y por Schopenhauer, es un mito. No hay el menor enlace directo, esto es, vivido, entre amor y procreación.

Es una observación muy banal, pero válida sin embargo contra el finalismo biológico, que el amor físico comprende hechos múltiples no explicados por ese finalismo y que en consecuencia debiéramos considerar superfluos e irracionales. Por el contrario, tales hechos forman parte integrante de la experiencia erótica humana, hasta el punto de que cuando faltan la simple unión física puede perder buena parte de su interés para el hombre, y en ciertos casos ni siquiera se alcanza, o se vacía y se vuelve primitiva. Bastará mencionar el beso, que no está exigido ni por la naturaleza ni por la "especie" como elemento necesario para sus fines. Y si hay pueblos que no conocieron el beso en la boca o que lo han conocido en épocas recientes, es de advertir que contaban con actos equivalentes, como puede ser el "beso olfativo", el contacto frontal, etcétera; actos que, como el beso propiamente dicho, tienen una finalidad erótica, pero no biológica. Como la mezcla de los alientos o la aspiración del aliento de la mujer por el amante, estos actos tienen por finalidad real un contacto "fluídico" que exalta el estado elemental determinado en los enamorados por la polaridad de los sexos.

Por otra parte, es válida asimismo una consideración análoga respecto al frenesí que sienten los amantes por ampliar y multiplicar, durante el acto sexual, las superficies de contacto de sus cuerpos, casi con el vano impulso de compenetrarse o de ajustarse por completo ("como dos partes de un animal vivo que tratan de reunirse", de acuerdo con la imagen de Colette). No se entiende qué "finalismo" biológico tiene todo ello para la especie, que podría contentarse con un acto simple estrictamente localizado, mientras que estos y otros aspectos del amor físico profano presentan un contenido simbólico peculiar, si se los considera desde el punto de vista que indicaremos a continuación.

Notas a pie de página:

(10)     A. SCHOPENHAUER: Die Welt als Wile und Vorstellung, II, cap. IV (Metaphysik der Geschlechtsliebe), Berlín-Stuttgart, ed. Cotta, v. VI, págs. 88-89.

(11)    Id., págs. 90-96.