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Metafisica del sexo

Metafísica del Sexo. CAPITULO QUINTO. 45. La prostitución sagrada. Las hierogamias

Metafísica del Sexo.  CAPITULO QUINTO. 45. La prostitución sagrada. Las hierogamias

En su esencia, todo culto tradicional tiende a la actualización, en un cierto medio, de la presencia real de una entidad suprasensible dada o a la transmisión participativa de la influencia espiritual que le corresponde a un individuo o a un grupo. Los principales medios empleados para este fin son los ritos, los sacrificios y los sacramentos. Ahora bien, en muchas civilizaciones, se emplea también el sexo para este fin. Uno de los casos más típicos se encuentra en el marco de los Misterios de la Gran Diosa, que conocieron prácticas eróticas tendentes precisamente a evocar el principio de la Mujer Divina, y a reavivar su presencia en un lugar dado y en una comunidad dada. Entre otros, tal fue el verdadero fin de lo que se ha llamado la prostitución sagrada, practicada en los templos de muchas divinidades femeninas de tipo afrodisiano del ciclo mediterráneo: Istar, Mylitta, Anaitis, Afro-dita, Innini, Athagatia. Aquí se deben distinguir dos aspectos. De un lado había la costumbre de que cada muchacha llegada a la pubertad no podía casarse antes de haber ofrecido su virginidad, con un fin no de amor profano sino de sacralidad: ella debía entregarse en el recinto sagrado del templo a un extranjero que hacía una ofrenda simbólica y que invocaba en ella a la diosa (23). Por otra parte, en estos templos existía un cuerpo fijo de hiero-dulas, es decir, de siervas de la diosa, de sacerdotisas cuyo culto consistía en el acto para el cual los modernos no saben encontrar otras palabras que "prostituirse". Ellas celebraban el misterio del amor carnal en el sentido no de un rito formalista y simbólico, sino de un rito mágico operativo, para alimentar la corriente de psiquismo sirviendo de cuerpo a la "presencia" de la diosa y, al mismo tiempo, para transmitir la influencia o virtud de esta diosa a quienes, como mediante un sacramento eficaz, se unían a estas jóvenes. Recibían también el nombre de "vírgenes" (parthénoi ierai}, de "puras", de "santas" (qadishtu, mugig, zérmasitu); se pensaba que, de una cierta manera, encarnaban a la diosa, que eran las "portadoras" de la diosa de la cual, en su función erótica específica, venía su nombre: ishtaritu (24). El acto sexual asumía así, de un lado, la función general propia de los sacrificios evocadores o reanimadores de las presencias divinas; de otro lado, tenía una función idéntica, en tanto que estructura, a la de la participación eucarística; era el instrumento para la participación del hombre en el sacrum, en este caso portado y administrado por la mujer; era una técnica para obtener un contacto experimental con la divinidad, para abrirse a ella, constituyendo el traumatismo de la unión sexual, con la interrupción de la consciencia individual que implica, una condición particularmente propicia para esta participación.

Un tal empleo de la mujer no estuvo limitado a los misterios de la Gran Diosa del antiguo mundo mediterráneo; está atestiguado también en el Oriente. En la India, en los templos de Jaggernaut, se encuentra también la ofrenda ritual de las vírgenes para "alimentar" a la divinidad, es decir, para activar eficazmente su presencia. En muchos casos, las danzarinas de los templos tenían la misma función sacerdotal que las hierodulas de Ishtar y de Mylitta: de la misma manera sus danzas consteladas de mudrá -de gestos simbólico-evocadores- presentaban en general un carácter sagrado. Su "prostitución" también era sagrada. Es por esto por lo que, inclusive las familias importantes consideraban, no como una vergüenza, sino como un honor, que desde su infancia sus hijas fuesen consagradas para este servicio en los templos. Bajo el nombre de devadási, ellas se presentaban a veces como las esposas del dios. En estos casos, eran menos las portadoras del sacrum femenino, las iniciadoras del hombre a los Misterios de la Diosa, que las mujeres destinadas en general a servir de fuego en la unión sexual que los textos tradicionales hindúes, -ya lo hemos visto- equiparaban al sacrificio en el fuego.

Además, hay motivos para pensar que inclusive fuera de estos cuadros culturales e institucionales, el heterismo antiguo y oriental tenía aspectos no puramente profanos, estando cualificadas las mujeres para otorgar al acto de amor unas dimensiones y un desenlace ignorado después. Ciertos conocimientos de lo que se puede llamar la fisiología hiperbiológica o conocimientos sutiles están atestiguados en las hetairas extremoorientales, que a menudo estaban unidas en corporaciones que tenían sus "armas", sus insignias simbólicas y una tradición antigua. Se está en el derecho de suponer que, en ciertos casos, el ars amatoria profana ha nacido de la degradación de elementos exteriores de una ciencia sui generis basada sobre un saber tradicional y sacerdotal. No está excluido que, entre las posturas indicadas en obras como las cuarenta y ocho Figurae Veneris de Forberg, las haya que, en el origen, tuvieran valor de mudrá, es decir, de posturas mágico-rituales aplicadas al acto sexual, puesto que, como diremos, significaciones similares han subsistido incluso en las prácticas sexuales de ciertos medios modernos.

Ya hemos hablado de los filtros de amor, cuyo sentido completo se ha perdido igualmente, porque no se conocen más que sus usos degradados o bien los equivalentes, bajo forma de mistificaciones, de supersticiones populares de brujas. En realidad, en esto puede entrar en cuestión menos el arte de hacer nacer de forma anormal una pasión ordinaria, que el arte de dar a la experiencia del sexo dimensiones diferentes a las propias del eros vulgar. Se sabe que Demóstenes hizo condenar a una querida de Sófocles que tenía la reputación de confeccionar filtros de amor; pero en el transcurso del proceso se probó que ella había recibido una iniciación y que frecuentaba medios próximos a los Misterios. En general, muchas hetairas, o figuras de tipo hetérico, inclusive de la saga y de la leyenda, han sido descritas como magas, no solamente a causa de su fascinación femenina, sino también por sus conocimientos particulares de magia. Aunque en el Kama-Sutra (I, i) la lista de los talentos que una ganiká o hetaira de gran categoría debería poseer sea bastante larga y barroca, es sin embargo significativo que en esta lista figuren las artes mágicas, el arte de trazar diagramas místico-evocadores (mandala) y el de preparar encantamientos (25). Se cuenta que la célebre Friné se mostró completamente desnuda, no solamente en el transcurso del bien conocido episodio de su proceso (en el que, por lo demás, sus defensores hicieron resaltar menos el momento estético de su belleza profana que el sacro-afrodisiano; Atheneus recordará todavía: "Los jueces fueron sobrecogidos por el temor sagrado de la divinidad: ellos no se atrevieron a condenar a la profetisa y sacerdotisa de Afrodita"), sino que se mostró así también a los iniciados de Eleusis, y después en las grandes fiestas de Poseidón, es decir, en relación con las "Aguas" de las que Poseidón era el dios. Allí se encontraba sin duda el primer plano, el lado profundo, mágico-abisal, de la desnudez femenina del que ya hemos hablado. En el conjunto, debemos retener que, en el origen, la mujer hetérica no ignoraba la función de administradora del Misterio femenino, según las posibilidades ya naturales, ya tradicionalmente cultivadas, abiertas a la mujer en la medida en que se activa en ella un aspecto fundamental del principio, como ser humano, en una encarnación, una individualización, un símbolo viviente.

Es exactamente esta eventualidad la que se debe considerar en el examen de otros conjuntos rituales antiguos: una posible sexualización trascendental, es decir, la incorporación efectiva, bien momentánea, bien casi duradera, de las divinidades o arquetipos de su sexo, en ciertas mujeres: de la misma manera a como en el catolicismo se habla de la presencia real de la divinidad en las hostias, que el rito ha establecido. En muchos monumentos egeos, a menudo las representaciones de las sacerdotisas se confunden prácticamente con la de la Gran Diosa (26) y dejan suponer que las primeras eran el objeto concreto del culto debido a la segunda, y es bien conocida la figura, inclusive histórica, de soberanas mediterráneo-orientales en las que se reconoce casi imágenes vivientes de Ishtar, de Isis y de otras divinidades del mismo tipo. Pero además se debe considerar el caso de encarnaciones momentáneas de estas divinidades en un ser dado, determinadas por un clima mágico-ritual sobre el tipo de aquel en-el cual, en principio, debería haber tenido lugar el misterio -el mysterium transformationis- de la misa cristiana.

Este mismo orden de ideas entra en cuestión en el caso del hieros gamos en sentido propio, es decir, de teogamias, de uniones rituales y cultuales de un hombre con una mujer, tendentes a celebrar y a renovar el Misterio del Ternario, esa unión del eterno masculino con el eterno femenino, del Cielo con la Tierra, de la que procede la corriente central de la creación. En la persona de los que cumplen estos ritos era pues como si los principios correspondientes se encarnasen y actuasen, convirtiéndose su unión física momentánea en una reproducción evocadora eficaz de la unión divina más allá del tiempo y del espacio. El fin de estos ritos difería del de los que ya hemos mencionado y explicado como ritos de participación en la substancia o influencia de una u otra divinidad. Era el Tres, el Ternario que se evocaba más allá del estado "dual" por el acto nupcial de los dos, por la activación periódica, en una comunidad dada, de una influencia correspon-diente, pero en el cuadro del ritualismo y no de las experiencias individuales iniciáticas de las que se tratará más adelante.

Se podrían recordar numerosos ejemplos de ritos similares, que se pueden recoger en las tradiciones cultuales de civilizaciones muy diferentes. Por todos estos ritos, citaremos el ejemplo de esos Misterios antiguos en los que, una vez por año, la sacerdotisa principal personificando a la diosa, se unía, en el lugar sagrado, con el hombre que representaba el principio masculino. Cumplido el rito, las otras sacerdotisas portaban el nuevo fuego sagrado, considerado como engendrado por esta unión, y con su llama se alumbraba la de los hogares de las diferentes familias o clanes. Un autor ha hecho notar justamente la analogía de este rito con el que todavía se celebra el sábado santo en Jerusalén. Por lo demás, el mismo rito pascual de consagración del agua, como se celebra sobre todo en la Iglesia ortodoxa, conserva rasgos visibles de un simbolismo sexual: la candela, que posee un sentido fálico manifiesto, es por tres veces sumergida en la fuente, símbolo del principio femenino de las Aguas; el sacerdote toma el agua y sopla tres veces sobre ella trazando la letra griega P. La fórmula de consagración pronunciada en esta unión comprende las palabras siguientes: "Que la virtud del Espíritu Santo descienda a toda la profundidad de esta fuente... y fecunde toda la sustancia de este agua, para la regeneración." En Oriente, la tan extendida iconografía del lingam (del phallus) puesto en el lotus (padma) o en el triángulo invertido, signo del yoni femenino y símbolo de la Diosa o Cakti, obedece al mismo sentido; y este simbolismo, como veremos más adelante, puede hacer también alusión a operaciones sexuales concretas.

En efecto, a menudo el rito original de la hierogamia no se conserva más que en formas en que un rito simbólico o una unión simulada tomaron el lugar de la verdadera unión sexual sacral de un hombre con una mujer. En el dominio de las aplicaciones, podemos pasar de esto a una noción sumaria de los que se llaman ritos sexuales estacionales de fertilidad. Ellos son uno de los caballos de batalla de las escuelas etnológicas de nuestros días, que, después de haberlos fijado en un primer momento en el "mito solar", y pasarlos en seguida al "totemismo", pues se veía totemismo por todas partes, al presente, según la moda, los incluyen en las interpretaciones "agrarias", a las que son aplicadas cada dos por tres.

En realidad, en estos ritos hay que ver aplicaciones mágicas operativas posibles en el conjunto indicado más arriba. Al hablar de las orgías, ya hemos mencionado el contacto experimental con lo primordial y con lo preformal que pueden favorecer en el espíritu del que participa en ellas. Por su misma naturaleza, por el cambio de nivel existencial que implican, este estado puede hacer eventualmente posible la inserción eficaz extranormal de la fuerza del hombre en la trama cósmica, en el orden de los fenómenos naturales y, en general, en todo el ciclo de fecundidad: como intervención sobre la misma dirección-base del proceso natural de un poder superior intensificante y galvanizante. Así, en principio, lo que escribe Mircea Eliade sobre este tema es exacto: "Generalmente, la orgía corresponde a la hierogamia. A la unión de la pareja divina debe corresponder, en la tierra, el frenesí genésico ilimitado... Los excesos cumplen un papel preciso y provechoso en la economía de lo sagrado. Rompen las barreras que separan al hombre, la sociedad, la naturaleza y los dioses; ayudan a que circule la fuerza, la vida, los gérmenes de un nivel a otro, de una zona de la realidad a todas las demás" (27). Este sentido es, en efecto, uno de los sentidos posibles de una parte del gran fárrago de los ritos "agrarios" coleccionados por Frazer. Sin embargo, cuando no se trata de poblaciones salvajes, sino de tradiciones históricas en las que los hechos orgíacos colectivos son sustituidos por formas aisladas y bien circunstancritas de hierogamia ritual, hay que tener cuidado en no generalizar, en distinguir el sentido del rito mágico, "naturalista", de una cierta manera puesto de relieve por las escuelas etnológicas indicadas más arriba, de un sentido superior misteriosófico, relacionándose esencialmente con la obra de la regeneración interior; inclusive si en ciertos casos, en virtud de las relaciones de correspondencia analógica, un mismo conjunto hierogámico puede haber incorporado los dos sentidos a la vez. Parece que este caso fue aquel en que, en los Misterios de Eleusis, al hieros gamos como rito iniciático se asoció el rito del laboreo. Olvidar esta bivalencia es un rasgo característico de una investigación que obedece, inclusive sin darse cuenta de ello, a la tendencia general de las disciplinas modernas profanas de llevar constantemente lo superior a lo inferior, o de poner únicamente de relieve lo inferior cuando ello es posible.

Según los casos, en el sistema de las participaciones rituales realizadas por medio del sexo, tanto el hombre como la mujer pueden ser el manantial de lo sagrado. Es por causa de este hecho por lo que se pueden encontrar también hierogamias parciales y no bilaterales, es decir, uniones en las cuales sólo una de las partes es transformada en su naturaleza y reviste un carácter no humano y divino, mientras que la otra conserva rasgos puramente humanos, pudiendo en estos casos ser dirigida la unión no solamente hacia la participación mística, sino también hacia la procreación. Los relatos legendarios en los que aparece este tema -mujeres poseídas por un "dios", hombres que poseen a una diosa- son demasiado conocidos para que haga falta recordarlos aquí. Conviene únicamente señalar ciertos casos en los que estas rela-ciones se presentan en los marcos institucionales regulares. Así, en el Egipto antiguo, no era como hombre, sino como encarnación de Horus, como se unía el soberano a la esposa y la fecundaba para continuar la línea de la "realeza divina". En la fiesta helénica de las Antesterias, el acto más importante era el sacrificio privado que la mujer del arconte-rey hacía a Dionisos en su templo en el Leneon, y su unión con el dios; de la misma manera que en Babilonia se conocía la hierogamia de una joven elegida que, después de haber subido ritualmente los siete pisos en terraza de la torre sagrada, el zikurat, esperaba de noche la entrada del dios, en una cámara nupcial situada más alta que estas terrazas ("más allá de las siete"). Igualmente se creía que la sacerdotisa de Apolo, en Patara, pasaba la noche unida al dios sobre el "lecho sagrado".

El hecho de que, a veces, el dios pudo tener por símbolo un animal dado, a causa de una grosera interpretación literal, dio lugar a la variante constituida por aparejamientos aparentes de seres humanos con animales sagrados. Así Herodoto (II, 46) hace alusión al pico sagrado de Mendes, llamado "el señor de las jóvenes", al que se entregaban en Egipto las muchachas, para tener una progenie "divina". Y también en las tradiciones romanas subsiste un eco de temas similares; Ovidio (Fastos II, 438-442) habla de la voz divina que había ordenado a las esposas sabinas de los romanos dejarse fecundar por el nacer hircus.

Nuevamente, la base doctrinal de todo esto es la idea de que el límite humano e individual puede ser abolido; que, en determinados casos, por transubstanciación en el individuo -hombre o mujer-, puede encarnarse, aparecer o activarse una "presencia real". Esta idea parece natural a la humanidad tradicional gracias a la concepción innata que ella tenía del mundo; no es lo mismo para el hombre moderno, que debe considerarla como una extravagancia y, todo lo más, puede tomarla en serio en la forma, sin realidad y psicologizada, de una irrupción de "los arquetipos del inconsciente". Sin embargo, le será todavía más difícil comprender el contenido de realidad presente en las tradiciones concernientes a las integraciones por el principio femenino, allí donde una mujer real no figura en absoluto, ni siquiera como simple base para uña evocación ritual, allí donde, por el contrario, es esencialmente cuestión de una "mujer invisible", de una influencia que no pertenece al mundo fenoménico, como manifestación más directa y no individualizada del poder dramatizándose en las diferentes imágenes de la mitología del sexo. Es a esta posibilidad a lo que vamos a hacer alusión brevemente a continuación.


Notas a pie de página:

(23)    HERODOTO, I, 99; ESTRABON, XI, 532.
(24)    S. LANGDON, Tammuz and Ishtar, Oxford, 1914, págs. 80-82.
(25)    De tales jóvenes que, aparte su belleza y otros atractivos, están versadas en las diferentes artes indicadas, se dice en el texto: "En una sociedad de hombres, ellas tienen derecho a un puesto de honor... Siempre respetadas por el soberano, y celebradas por los hombres de letras... ellas gozan de una consideración universal."
(26)    La civilisation égéene, cit., págs. 308-312.
(27)    ELIADE, Traité d'histoire des religions, cit., pág. 305.

Metafísica del Sexo. CAPITULO QUINTO. 44. El cristianismo y la sexualidad

Metafísica del Sexo.  CAPITULO QUINTO. 44. El cristianismo y la sexualidad

En lo que concierne a las uniones sacralizadas en un cuadro institucional, y más precisamente en las formas de matrimonio monogámicas, haremos alusión al carácter híbrido que éste presenta en el catolicismo, por causa de la moral propia de esta religión. No es sólo a este respecto al que, en el catolicismo, son visibles las consecuencias de la interferencia ilegítima entre principios y normas correspondientes a dos planos muy distintos. Las religiones tradicionales de fondo creacionista han reconocido siempre dos leyes. Una concierne a la vida en el mundo concebido como obra divina, como cosa querida y conservada en su existencia por el Dios creador (por la divinidad según su aspecto de "creador" y de "conservador": Brahma y Vishnú), y esta ley consiste, no en la negación, sino en la sacralización de la vida en el mundo. La segunda ley concierne por el contrario a la pequeña minoría de los que tienen una vocación ascética, a quienes es indicada la vía del desprendimiento, de la trascendencia (vía de Shiva). Al contrario que el hebraísmo antiguo, el mazdeísmo, el hinduismo védico, el mismo Islam, etc., el catolicismo ha confundido los dos órdenes y ha introducido valores ascéticos en el dominio de la vida ordinaria; una de las consecuencias de esto ha sido la condena del sexo, hasta un verdadero odio teológico por el sexo.

Por contra, la indicada distinción estaba muy clara en los Evangelios: En Lucas (XX, 34-36) se lee: "Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, no tomarán mujeres ni marido, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles." Y Mateo (XIX, 12) habla de los que se han hecho eunucos a sí mismos "por amor del reino de los cielos", añadiendo: "el que sea capaz de ello, que lo sea" (18), resultando sin embargo la alusión a los "eunucos" bastante desgraciada; si se trata de la realización de la virilidad en una forma superior, absoluta, está bien. También en Mateo (XIX, 4-6) se encuentran palabras que podrían inclusive llevarnos al tema del andrógino, puesto que dicen: "¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre." En rigor, estas palabras harían pues concebir la unión de los sexos como una obra de restauración androgínica y es en estos términos como ellas la justificarían; la última frase, más que referirse a la indisolubilidad del matrimo-nio como hecho social, podría inclusive reenviar a la doctrina que hemos encontrado profesada por Escoto Erígena, es decir, que la separación de los sexos no es más que un hecho humano, que concierne exclusivamente al ser ordinario caído. En efecto, Pablo, al reproducir el pasaje bíblico que habla de los dos que dejarán al padre y a la madre para formar una sola carne, añade: "Gran misterio éste" (Ef. V, 31-32: to misterion touto mega estin), siendo la voz empleada exactamente "misterio", no "sacramento", como se lee en la Vulgata. También en Pablo hay una alusión, sea al doble estatuto masculino y femenino, e implícitamente a las vías correspondientes para el hombre y para la mujer, con las siguientes palabras: "El varón... es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón (I Cor., XI, 7), sea al misterio de la conversión ("redención") de lo femenino a través de lo masculino (la Cakti reconduce a Shiva) con el precepto de que el marido debe amar a la esposa como Cristo ama a su Iglesia, "y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua, con la palabra"; después de lo cual vienen las siguientes palabras: "Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama" (Ef., V, 25-37). Pero al mismo tiempo, contradictoriamente, se anuncia en Pablo la denegación de toda posibilidad superior del sexo al considerar la experiencia sexual tomada en sí misma como "fornicación" e "impudicia", y el matrimonio como un suplefaltas. En efecto, en la primera epístola a los Corintios, se puede leer: "Bueno es al hombre no tocar mujer; mas por evitar la fornica-ción, tenga cada uno su mujer y cada una tenga su marido." Y todavía más: "Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse" (I Cor., VII, 1-2, 9).

Justamente este último punto de vista ha sido tomado como básico por el cristianismo post-evangélico. Según él, la vida sexual en general es un pecado (19); no está permitida a los católicosmás que bajo la forma social del matrimonio, y únicamente con vistas a la procreación. Se sabe sin embargo que el matrimonio como "sacramento" regular y no como simple bendición de los esposos, no apareció sino tardíamente en el cristianismo (hacia el siglo XII), y que la imposición del rito religioso para todo matrimonio que no quisiera ser considerado como un concubinato es todavía más reciente: se remonta al concilio de Trento (1563). Además de tardío, este aspecto sacramental tiene en el fondo una finalidad menos espiritual que simplemente secular. Puesto que no se deja de tener la idea de que el sexo no es más que "naturaleza" y pecado y puesto que no se le reconoce al sexo ningún valor aparte del de medio de procreación, el matrimonio se presenta exactamente como Pablo lo había peyorativamente concebido, es decir, como un mal menor, como un remedium infirmitatis concupiscentiae, para aquellos hombres y mujeres que no son capaces de elegir el celibato porque sucumben a la ley de la carne. La idea canónica de que, como sacramento, él "confiere la gracia necesaria para santificar la unión legítima del hombre con la mujer, perfeccionando el amor natural y dándole un carácter de indisolubilidad que el primero no podría tener", esta idea se reduce pues, por necesidad, a un simple hecho de superestructura. No se trata de un rito tendente a establecer o a favorecer de alguna manera dimensiones más profundas, transfigurantes, sacralizadas de la experiencia sexual, porque, en principio, la teología moral condena a quien, inclusive en el marco conyugal, se entrega a esta experiencia sin tener por fin esencial la procreación y se aparta de un régimen de "castas uniones". Esto, entre otras cosas, implica el error, ya denunciado por nosotros, de que eros e "instinto de reproducción" es una sola cosa; además, es preciso recordar la inexistencia, en la sociedad controlada por el catolicismo, de todo cuanto, en la familia antigua, podía conferir a la procreación ese sentido superior al que hemos hecho alusión con anterioridad, sentido ligado a los cultos familiares y nobiliarios. En la práctica, el punto de vista cristiano-católico conduce, no a la sacralización, sino al rechazo y a la "primitivización" del sexo, a causa del indicado hibridismo: por falta de haber dado como precepto general, válido para el común de los mortales y para la vida corriente, 9se desasimiento del sexo que se impone solamente en el cuadro de la tercera de las soluciones enumeradas por nosotros al principio de este capítulo, a saber, en el cuadro de las técnicas de transformación ascética (y no de represión puritana) de la energía sexual. Queda sin embargo el solo aspecto social del precepto religioso cristiano y el del simple, mediocre y obtuso embridamiento exterior del animal humano; aspecto, para nosotros, desprovisto de todo interés.

Es de una confusión del mismo género de donde viene también la norma del celibato sacerdotal en el catolicismo: se ha confundido el tipo del sacerdote (del clérigo secular) con el del asceta (el monje), con el que no se ha dicho en absoluto que el primero deba identificarse y con el que, de hecho, no se ha identificado de ninguna manera en numerosas civilizaciones tradicionales, que a menudo han conocido largas dinastías sacerdotales, sirviendo en estos casos la continuidad de la sangre de soporte natural y de vehículo para la continuidad de la influencia sobrenatural sacralizante, transmitida a lo largo de las generaciones de un mismo tronco. En cuanto a la premisa normal para una ley destinada al que vive en el mundo, en el cuadro de la tradición, y no al asceta, no podría ser demasiado diferente a la expresada por una sentencia como la siguiente de Ibn Atá: "Los hombres de devoción y de austeridad execran todas las cosas porque ellos están lejos de Dios; si ellos le viesen en todas las cosas, no execrarían ninguna" (20).

En el conjunto del cristianismo no se ha llegado a una actitud diferente de cara al sexo más que en determinadas corrientes netamente heterodoxas y condenadas, o bien en ciertos casos esporádicos. Por lo que respecta a las primeras, se puede recordar la corriente de los Almricianos, los Begardos y los "Hermanos del Libre Espíritu" (siglos XII-XIV); de la idea de la omnipotencia divina, esta corriente saca, también para el sexo, conclusiones análogas a las de las tradiciones comentadas anteriormente. Esta corriente distinguía dos religiones: una válida para el ignorante, otra para el iluminado, y afirmaba la posibilidad, para este último, de acceder a un estado en el que podría ver a Dios actuar en sí mismo y en toda cosa (quod dicitur quod homo ad tale statum potest pervenire, quod deus in ipso omnia operatur). Para quien se encuentra en este estado, la idea de pecado desaparece, la regla ascética pierde toda significación, incluso las acciones del cuerpo glorifican a Dios: se siente que, cualesquiera que ellas sean, se cumplen por Dios bajo forma humana. También, en relación con el sexo, es pues declarada la impecabilidad del hombre iluminado, libre en el espíritu; se llega a decir que las mujeres han sido creadas para ser empleadas por aquellos que viven en esta libertad -sic et mulieres creatae sunt ut sint ad usura illorum qui sunt in libertate spiritus- además: se reivindica una anomía que va más allá de todo lo que puede ser demandado por la superación de la concepción cristiana del sexo como pecado e impureza esencial, porque esta anomía conduce a la abolición completa de todo límite; se puede juzgar esto por la siguiente proposición atribuida a ciertos secuaces de la corriente en cuestión: quod talis liber redditur impeccabilis... et si natura inclinaret ad actum venereum, potest licite ipsum perficere cum sorore vel matre et in quocumque loco sicut altari (21). Pero aquí, además de deber distinguir entre lo que profesaron en secreto estos iluminados y lo que malévolamente les fue atribuido por sus adversarios y por la ortodoxia, todo lo que se sabe sobre este tema hace suponer que sobre todo fue cuestión de posiciones doctrinales, es decir, de principios no necesariamente puestos en práctica.

En lo que respecta a casos de experiencias esporádicas individuales, se puede citar como ejemplo el aportado por sir John Woodroffe, que concierne a los resultados de una investigación llevada a cabo en el siglo XVIII en el convento de las dominicas de Santa Catalina en Prato, por el escándalo causado por ciertas formas de erotismo místico que allí se practicaban secretamente. He aquí las declaraciones más significativas de una joven que había sido la abadesa de ese convento: "Al ser libre nuestro espíritu, es la intención la que hace malas las condiciones. Basta pues con elevarse a Dios con la inteligencia, para que cualquier cosa no sea pecado." Estar unidos a Dios -añade ella- es estar unido como hombre y mujer. La vida eterna del alma y el paraíso en este mundo consisten en la "transubstanciación de la unión del hombre con la mujer". Se obtiene el "goce de Dios" mediante el acto por el cual uno se une a Dios, y esto se produce "por medio de la cooperación del hombre y de la mújer", del "hombre en el cual yo reconozco a Dios". La conclusión es: "Ejerciendo lo que llamamos falsamente impureza, es la verdadera pureza: la que Dios nos ordena y quiere que practiquemos, y sin la cual no hay medio de encontrar a Dios, que es la verdad" (22). Con este ejemplo basta porque, en realidad, en los casos de este género no se trata ya de sacralizaciones dentro de un marco institucional y formal cualquiera, sino de experiencias marginales de fondo místico y libre, que entran en otra parte de la materia que nosotros tenemos que tratar, procedentes de tradiciones distintas a la cristiana. Sin embargo, lo que sorprende en este curioso caso es la concordancia con las ideas que, por otra parte, han inspirado la ritualización del régimen conyugal, fuera de toda concepción de un carácter de pecado del sexo.

Ya hemos hablado de los ritos colectivos de los Khlystis eslavos, que comportaban la unión sexual de hombres y mujeres considerados los unos como encarnaciones de Cristo y las otras como encarnaciones de la Virgen. Pero es demasiado evidente que, en ellos, el elemento cristiano es un simple barniz superpuesto a las supervivencias y reviviscencias de ritos paganos precedentes, como para que merezcan ser considerados en este contexto.


Notas a pie de página:

(16)    "El que sea capaz de ello, que lo sea." Esta expresión es traducción literal de la cita según la hace el autor. En la traducción de NacarColunga, de la que nosotros tomamos todas las citas bíblicas, lo que se lee es: "El que pueda entender, que entienda." (N. del T.)
(19)    La idea de que hay alguna relación entre el comercio sexual y el "pecado original" no tiene ninguna base en los textos: en el Génesis (II,24), se habla de los dos, de Adán y Eva, que se convierten en una sola carne, con anterioridad al pecado y cuando ellos no tenían ninguna vergüenza de ir desnudos. Por lo demás, el catolicismo, al contrario que el protestantismo, ha afirmado que la inclinación del hombre por la sexualidad no es la causa del pecado original, sino solamente uno de sus efectos.
(20)    Apud M. M. MORENO, Antologia della mística arabo-persiana, Bari, 1951.
(21)    Sobre todo esto, cf. H. DELACROIX, Essai sur le mysticisme spéculativ en Allemagne au XIVe, París, 1900, págs. 60-63, 65, 91, 125.
(22)    DE PORTER, Vie de Scipion de Ricci, évéque de Pistola et Prato, Bruxelles, 1895, I, págs. 460, 418, 420, 428 (apud WOODROFFE, op. cit., págs. 597-598).

Metafísica del Sexo. CAPITULO QUINTO. 43. El matrimonio como "Misterio" en el mundo de la Tradición

Metafísica del Sexo.  CAPITULO QUINTO. 43. El matrimonio como "Misterio" en el mundo de la Tradición

Sobre todo a partir de la obra fundamental de Fustel de Coulanges, se reconoce generalmente que la familia antigua fue una institución de base religiosa, más que una asociación natural. De una manera genera, esto es igualmente válido que respecta a la familia en toda gran civilización de los orígenes o civilización del mundo de la tradición. Este carácter sacral no podía dejar de alcanzar también, en una cierta medida,  las relaciones íntimas entre los dos sexos y el uso conyugal de la sexualidad.

Ante todo hay que notar que, en el matrimonio antiguo, el factor individualista era ordinariamente muy reducido, no aparecía como el factor determinante. A menudo, no se preocupaban sino accesoriamente de la inclinación y del afecto; era especialmente la raza lo que se tenía en consideración. La dignitas matriminii, desde un principio, se relacionaba en Roma con la descendencia nobiliaria. Es por esto que, no solamente en Roma, sino también en Grecia y en otras civilizaciones tradicionales, se distinguía la mujer destinada a alcanzar la dignitas matrimonii de las otras mujeres cuyo uso era eventualmente consentido al mismo tiempo al hombre, con fines de pura experiencia erótica (de ahí la institución del concubinato, legalmente admitido al lado del régimen familiar, como complemento de éste). Además, con respecto a la propia esposa, se daba a menudo una distinción entre su uso puramente erótico y un uso específico con voluntad consciente de procrear. Cuando el esposo se acercaba a la esposa con esa intención se seguía un ritual especial, con ceremonias lustrales o propiciatorias, con detalles particulares en el régimen de la unión sexual. A veces, se hacía preceder ésta de un período de abstinencia. En la antigua China, se daba un régimen del coito en el que el semen masculino era retenido. Determinado ritual, consideraba inclusive el exorcismo del demonio de la lascivia que se había apoderado de la mujer. En algunos casos se oraba y se invocaba a los dioses, se buscaba una fecha propicia y los esposos se aislaban. Han sido revelados elementos de una ciencia concerniente a las circunstancias que hacían más probable el nacimiento de un niño de uno u otro sexo (1).

A continuación, es importante resaltar que, inclusive en las sociedades totémicas, el concepto de procreación no se reducía al concepto naturalista de la continuación de la especie, porque, al engendrar, lo que se quería esencialmente era conservar y transmitir en el tiempo la fuerza mística de la sangre, de la gens, sobre todo la del antepasado primordial, inmanente como genius del linaje, representado bajo una forma sensible, en la antigüedad clásica, por el fuego sagrado eterno de la casa. Y de la misma manera que la participación en los ritos de una familia creaba eventualmente nuevos parentescos, es decir, agregaba a ella un extraño, tambien hay indicios que hacen pensar que en la antigüedad tracional la mujer, antes de pertenecer al marido era "desposada" por esta fuerza mística del linaje ancestral. Es significativo el hecho de que en Roma se llamase lectus genialis, es decir, lecho del genius, al lecho nupcial. Un testimonio residual más preciso concierne al uso nupcial romano según el cual la mujer, antes de unirse al marido, debía unirse al dios Matitus o Tutinus priápico que, en el fondo no constituía más que uno con el genius domesticus o lar familiaris. Despues de entrar en la mansión de su esposa, la joven, la nova rupta, antes de acceder al lecho conyugal, tenía que sentarse sobre el simulacro itifálico de este dios, como si correspondiera a este desflorar primero -ut illarum pudicitiam prior deus delibasse videtur (2). Y también se podrían indicar ritos análogos y dotados de la misma significación en otras civilizaciones. El verdadero fin del matrimonio era una descendencia cualquiera, sino en primer lugar, el "hijo del deber", como se llamaba en la India al primer varón nacido, haciéndose votos para que fue un "héroe"; la fórmula final de la ceremonia nupcial, çraddhá, era ésta: viram me datta pitarah ("¡Oh, padres, haced de manera que yo tenga un héroe por hijo!") (3).

En la familia sacralizada, la polaridad de los sexos aparece subordinada a un régimen de complementariedad; de ahí el papel que a menudo tuvo la mujer en el culto doméstico indo-europeo, en relación con el fuego, de la que ella era la guardiana natural, al tener por principio la naturaleza de Vesta, "llama viviente" o fuego-vida. En cierto modo, la mujer era el sostén viviente de esta influencia suprasensible la contrapartida del principio viril del pater familias. Por eso era a la mujer, sobre todo a quien correspondía vigilar que la llama no se apagase y permaneciera en estado en estao pudo; ella invocaba su fuerza sagrada ofreciéndole sacrificios mediante el fuego (4). En Roma, existía igualmente un régimen similar de complementareidad para el sacerdocio. Es por esto por lo que si la esposa del Flamen -la flaminica dialis- moría, aquél tenía que abandonar su cargo, como si por la falta de complemento vivificante su poder disminuyera o se paralizase. Testimonios análogos se pueden recoger de otras tradiciones, por ejemplo, de la tradición brahmánica en la que ya sentidos ulteriores son también relevantes. La mujer unida al hombre por el sacramento -samskára---. se presenta como la "diosa de la casa" -grhadevatâ- y originariamente estaba asociada al marido en el culto y en los ritos. La mujer sirve, ya de hogar -kunda-, ya dela ama de sacrifisacrificio. Se habla de meditar sobre la mujer concebida como un fuego -yosha-magnin dhyáyita. Y ya se anuncia el plan realizador, además de ritual, si en estos cuadros la unión del hombre y la mujer era concebida como un gran rito -vajna-, como un equivalente del sacrificio en el fuego -honra. Se lee: "El que conoce a la mujer bajo la forma del fuego, alcanza la liberación." Y el Cathapata-brahmán hace decir a la mujer: "Si tú haces uso de mí en el sacrificio, cualquiera que sea la bendición que pidas, la obtendrás a través de mí" (5). Se han homologado los frutos de una de las formas del sacrificio del soma ( Vajapeya) a los producidos mediante la unión con una mujer, cuando se ha cumplido con conocimiento de las correspondencias y los equivalentes cósmicos de ella y de su cuerpo. Se señala la matriz, centro de la mujer, como el fuego sacrificial (6). Otro texto tradicional hace corresponder todas las fases de la unión sexual con las fases de una acción litúrgica y muestra la posibilidad de que la segunda se realice tejida con la primera (7).

En general, el matrimonio podía presentar ya en estos términos los caracteres de un "misterio" en un régimen de ritualización. En un ritual indoeuropeo bien conocido, relativo al acto procreador, la posición consciente de las correspondencias cósmicas de lo masculino y lo femenino -el Cielo y la Tierra- está netamente atestiguado: "Así pues, que el esposo se aproxime a ella pronunciando la fórmula: Yo soy El y tú eres Ella; tú eres Ella y yo soy El. Yo soy el canto (sáman) y tú eres la estrofa (rc)... Yo soy el Cielo y tú eres la Tierra. Ven, abracémonos, mezclemos nuestra simiente, para el nacimiento de un varón, para la riqueza de nuestra casa." A continuación, haciendo que la mujer separe las piernas, dice: " ¡Oh vosotros, Cielo y Tierra, mezclaos!" Y entrando en ella, con la boca unida a su boca, acariciándola tres veces de arriba abajo, dice: "...Como la Tierra acoge al Fuego en su seno, como el Cielo acoge a Indra en su regazo, como los puntos cardinales están llenos de viento, así yo deposito en ti el germen de N. (nombre del hijo) (8)." Así pues, la virilidad en el signo del Cielo, la femineidad en el de la Tierra. De la misma manera en Grecia, según Píndaro, por relación al fundamento ontológico de su naturaleza más profunda, los hombres invocaban en el amor a Helios, el Sol, y las mujeres a Selene, la Luna (9). También se puede notar que en casi todos los dialectos hindúes de origen sánscrito se llama a las mujeres prakriti, palabra que, como ya hemos visto, designa metafísicamente la "naturaleza", como la fuerza-mujer del dios impasible, del purusha (10). Este último término de sacralización del matrimonio mismo debía velarse poco a poco; sin embargo, hasta tiempos recientes han quedado trazos de él en hechos positivos explicables solamente si se les relaciona con ese último término. Con homologaciones divinas y cósmicas precisas, no se conserva más que en el dominio cultural en sentido específico, en las variedades del hieros gamos, de la hierogamia y teogamia rituales según lo que diremos muy pronto. Pero, para la antigüedad, se afirma a justo título que un pueblo en el que las_prácticas nupciales estaban ritualizadas y siempre conformes a las leyes eternas, constituía una gran cadena mágica uniendo la esfera material a las esferas superiores (11). Novalis tenía razón al considerar el matrimo como se le conoce hoy día, como un "misterio profanado"; en el transcurso del tiempo, se ha reducido efectivamente a no ser más que la única alternativa ofrecida a quien siente horror de la soledad. El hecho de que Claude de Saint-Martin no haya ciertamente realizado todo el alcance de sus palabras y no haya tenido una visión de la situación en que ellas son verdaderas, no disminuye la exactitud de lo que escribió: "Si el género humano supiese lo que es el matrimonio, tendría a la vez un deseo extraordinario y un miedo terrible de él, dado que gracias a él el hombre puede hacerse de nuevo semejante a Dios o bien terminar en un desastre total" (12).

En el cuadro de las mismas religiones creacionistas, ha subsistido sin embargo la concepción general de un carácter sagrado del acto procreador, en tanto reflejo, prolongación o reproducción del acto creador divino. Para el Irán mazdeista, se puede recordar un antiguo ritual nupcial en el que la idea de las gracias divinas está inclusive asociado a la intensidad máxima de la unión sexual (13). Para el Islam, un ritual que recuerda en parte el ritual indoeuropeo citado con anterioridad nos dice hasta qué punto sale de estas tradiciones la idea de la sexualidad como algo culpable y obsceno en que toda referencia a la divinidad sería como una blasfemia. Según este ritual, en el momento de penetrar a la mujer el esposo tendría que pronunciar: "En el nombre de Alá clemente y misericordioso -Bismallah alrahman al -rahim" Después la mujer y el hombre dirían al unísono: "En el nombre de Dios", y, finalmente, sólo el hombre, en el momento de sentir desfallecer a la mujer y de emitir el esperma en ella, diría el resto de la fórmula, es decir, las palabras "...clemente y misericordioso" (14). En esta misma línea, un maestro del sufismo, Ibn Arabí, llega inclusive a hablar de una contemplación de Dios en la mujer, en una ritualización de la unión sexual conforme a valores metafísicos y teológicos. En su tratado Fucuc Al-Hikam escribe: "Este acto [conyugal] corresponde a la proyección de la Voluntad divina sobre lo que, en el momento mismo en que El lo crea, lo crea en Su forma, para reconocerse en ello El mismo... El Profeta ama a las mujeres precisamente en razón de su rango ontológico, porque ellas son como el receptáculo pasivo de su acto, y porque se sitúan en relación a él como la Naturaleza Universal (at-tabi'ah ) en relación a Dios. Es sin duda en la Naturaleza Universal donde Dios incuba las formas del mundo mediante la proyección de Su voluntad y por el Acto Divino, el cual se manifiesta como acto sexual en el mundo de las formas constituidas por los elementos, como voluntad espiritual [al-himmah - lo que nosotros hemos llamado la virilidad trascendente] en el mundo de los espíritus de luz y como conclusión lógica en el orden discursivo [a este respecto se le podría relacionar con el rigor lógico concebido como una manifestación esencial del principio masculino - cf. § 38]." Ibn Arabí dice que quien ama así a las mujeres, es decir, realizando estas significaciones mientras se une a ellas, "las ama con amor divino". Pero para quien no obedece más que a la atracción sexual, "el acto sexual será una forma sin espíritu; bien entendido que el espíritu permanece siempre inmanente a la forma como tal, sólo que resulta imperceptible para quien se aproxima a su esposa -o a cualquier mujer- por la sola voluptuosidad, sin conocer el verdadero objeto de su deseo..." "Las gentes saben muy bien que yo estoy enamorado. - Unicamente ignoran de quién..." -estos versos son aplicables a quien ama por la sola voluptuosidad, es decir, a quien ama el soporte de la voluptuosidad, la mujer, pero permanece inconsciente al sentido espiritual de aquello de que se trata. Si lo conociera, sabría en virtud de qué goza y quién goza [realmente] de esta voluptuosidad, y entonces sería [espiritualmente] perfecto (15)." En esta teología sufí del amor se debe ver solamente la amplificación y la elevación' a una conciencia más precisa del modo ritual con el que el hombre de esta civilización ha asumido y vivido más o menos distintamente las relaciones conyugales en general, partiendo de la santificación que la ley coránica confiere al acto sexual, en un régimen no solamente monogámico, sino también poligámico. De ahí nace también el sentido particular que puede revestir la procreación, entendida precisamente como la administración del prolongamiento del poder creador divino existente en el hombre.

El antiguo hebraismo ignoró, también él, la condena ascética y puritana del sexo y concibió el matrimonio no como una concesión a la ley de la carne, más fuerte que el espíritu, sino como uno de los más sagrados misterios. Para la Kabala judía, cada verdadero matrimonio era como una realización simbólica de la unión de Dios con la shekinah (16).

Finalmente, vale también la pena referirse a la doctrina china de las uniones reales. Aparte de la que es propiamente su esposa, el rey tiene ciento veinte mujeres. El uso de todas ellas reviste también el sentido de un rito y obedece a un simbolismo preciso. Las mujeres reales se dividen en cuatro grupos diferentes en rela-ción inversa a su número y su valor: el grupo más numeroso está compuesto por las mujeres consideradas menos nobles. A las mujeres no les es permitido acercarse al rey más que en determinadas noches, en un período decreciente de la noche del plenilunio, comenzando por los grupos más numerosos y exteriores, llamados en las noches casi oscuras, sin luna, hasta el último grupo, compuesto solamente por tres mujeres, que tienen para ellas las dos noches anteriores a la noche sagrada del plenilunio. En esta noche, en que macrocósmicamente la luna, desnuda en toda su luz, se encuentra frente al sol, únicamente la reina perma-nece delante del rey, el Hombre Unico, y ella se hace una unidad con él.

He aquí la idea de una unión que, absoluta en el centro, se multiplica atenuada en los grados en que lo múltiple -la cantidad- crece y la dignidad disminuye, como la fuerza del Uno, cuando fecunda la materia: reflejos, cada vez más condicionados de lo que es absolutamente en acto en la hierogamia de la pareja real, en un sistema de participación que repite un modelo cósmico (17).


Notas a pie de página:


(1)    Cf. S. PELADAN, La Science de l'Amour, París, 1911, págs. 324-325.
(2)    PROPERCIO (Carm., IV, ü, 33); LACTANCIO, Div. Inst. i, 20, 36 (apud PESTALOZZA, Op. cit., págs. 387, 407). Cf. también A. DE MARCHI, // culto privato in Roma antica, Milano, 1896.
(3)    Cf. S. RADHAKRISHNAN, The Hindu view of life, LondonNew York, 1927, pág. 84.
(4)    F. de COULANGES, La cité antique, París, 1900, págs. 107-166.
(5)    I, viii, i, 9. J. WOODROFFE, Shakti and Shdkta, Madra-London3, 1929, págs. 96-97.
(6)    Brhaddranyaka-upanishad, IV, iv, 3.
(7)    Chándoya-Upanishad, II, xii, 1-2.
(8)    Brhadáranyaka-upanishad, VI, iv, 20-22; fórmula análoga abre-viada en Atharva-Veda, XIV, ii, 71.
(9)    Cf. KERENYI, Figlie del Sole, cit., pág. 134.
(10)    Es interesante que, en ciertas lenguas romances -por ejemplo, en italiano y en francés- el órgano sexual femenino es llamado, en el habla popular, "la naturaleza", de la misma manera que prakriti representa la "naturaleza" frente a purusha.
(11)    P. B. RANDOLH, Magia sexualis, París2, 1952, pág. 28.
(12)    C. DE SAINT MARTIN, Le Ministére de l'Homme-Esprit, París, 1802, pág. 27.
(13)    Yaena, 53, 7.
(14)    HALEBY OTHMAN, Les bis secrétes de l'amour, París, 1906. La evocación de Brahma en el momento de eyacular el semen, al mismo tiempo que la fórmula citada con anterioridad, se encuentra por ejemplo en el Mahanirvana-tantra, IX, 112-116.
(15)    IBN ARABI, La Sagesse des Prophétes, Trad. T. Burckhardt, París, 1955, págs. 187-189.
(16)    Cf. SCHOLEM, Mystique juive, cit., pág. 251.
(17)    M. GRANET, La pensée chinoise, París, 1950, págs. 293-295.

Metafísica del Sexo. CAPITULO QUINTO. SACRALIZACIONES Y EVOCACIONES. Introducción

Metafísica del Sexo.  CAPITULO QUINTO. SACRALIZACIONES Y EVOCACIONES. Introducción

El tema del que tendremos que ocuparnos en este capítulo comporta algunas dificultades, en cuanto a la elección de la mejor manera de exponerlo. En esencia, se trata efectivamente de experiencias propias de una humanidad diferente a la actual, sea por el tipo de civilización, sea por el mundo en que esta humanidad vivía: un mundo que tenía otras dimensiones y aceptaba la supra-sensible como una parte fundamental de la realidad y como una "presencia" virtual. No podremos seguir aquí el método de esas investigaciones modernas "neutras", que se limitan a coleccionar y ordenar los hechos de las tradiciones antiguas y de las tradiciones exóticas en su exterioridad opaca. Por el contrario, procedere-mos a una interpretación que, ante todo, considera la dimensión interior de tales hechos, sin dejar por ello de darnos cuenta de que una tal interpretación comporta prácticamente un cierto margen inevitable de duda. En los hechos del eros sacralizado y del empleo no naturalista del sexo, el momento ritual y que da lugar a una evocación ha tenido siempre un papel fundamental. Pero especialmente, cuando se trata de formas institucionales hoy desaparecidas es casi imposible establecer en qué límites y en qué casos todo esto de lo que hablaremos conserva una dimensión auténtica y en profundidad y el elemento ritual comporta en ella evocaciones efectivas, y en qué otros casos todo se reduce simplemente a una rutina, a costumbres continuadas únicamente en su aspecto formal. La situación se agrava todavía más por el hecho de que a menudo nuestros conocimientos en este dominio se basan sobre testimonios fragmentarios y sobre formas ya bastante alejadas de los orígenes. De todos modos, intentaremos ordenar lo mejor posible el material esencial de que disponemos.

En vistas a una orientación general, y volviendo sobre lo que ya hemos indicado más de una vez, distinguiremos como sigue las soluciones fundamentales que, fuera del dominio profano, se dieron al problema del sexo:

1. Sacralización institucional de la unión sexual.

2. Formas culturales evocadoras y sacramentales de la unión sexual.

3. Desprendimiento ascético de la fuerza sexual del plano de la diada, es decir, renunciamiento a su activación a través del complemento femenino -o sea, a través de la mujer- y su transformación interior con vistas a realizaciones sobrenaturales.

4. Régimen particular de la unión sexual tendente a una ruptura existencial -extática o iniciática- de nivel.

5. Cada una de estas posibilidades puede dar lugar, accesoriamente, a aplicaciones operativas, es decir, mágicas, más allá del puro hecho de experiencia interior. Así se puede distinguir: a) una magia sexual primitiva (ritos de fecundidad, orgías sagradas); b) una magia sexual individual operativa, en sentido estricto, ceremonial; c) una magia sexual iniciática.

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 42. Sobre la ética de los sexos

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 42. Sobre la ética de los sexos

Esta última observación nos lleva a tratar del problema de la ética de los sexos. Se trata de un problema que aquí no haremos más que esbozar, por una doble razón. En primer lugar, porque, en contra de lo que muchos piensan hoy día, la ética según la concepción tradicional no constituye un dominio autónomo. Si ella debe tener un valor realmente normativó, es preciso que tenga una base en la esfera de lo sagrado y de lo metafísico. En segundo lugar, porque ya hemos tratado en otra parte la ética sexual considerada según esta perspectiva (125). Aquí apenas tocaremos el tema, en parte a título de introducción al examen de las formas sacralizadas de la sexualidad.

Toda ética verdadera, es decir, tradicional y no "social", o abstracta, filosófica, se basa sobre la asunción en forma tan libre como absoluta de aquello que corresponde a la naturaleza propia de cada ser. Un dato originariamente "naturalístico", en su convertirse en el contenido de un acto puro del querer, pierde aquel carácter suyo y asume un valor ético. La fórmula de toda ética se resume en el "sé tú mismo" o "sé fiel a ti mismo", debiendo entender en el "sí mismo" la propia naturaleza más profunda, la propia "idea" o tipicidad.

Ahora bien, si en el ser por sí y en el ser por el otro hemos reconocido los caracteres elementales de la masculinidad y de la femineidad, parece bastante claro cual es la ética del hombre y cual la de la mujer: será la pura, incondicionada asunción y el desarrollo de las dichas disposiciones por parte de los individuos empíricos del uno o del otro sexo. A este respecto, en nuestra obra mencionada más arriba hemos indicado una simetría. Como tipos de la virilidad pura, realizadores del ser por sí, hemos señalado los del guerrero y el asceta, que hacen de contrapartida ideal, cuales realizadores del principio del ser por otro, o "heteridad", los tipos de la femineidad pura, expresados por la amante y por la madre.

Añadiremos solamente la siguiente consideración por lo que concierne a la mujer. Tomadas en sí mismas, ni la disposición materna ni la disposición afrodisiana tienen ningún valor ético, deontológico; ambas atestiguan la pertenencia de la mujer a la simple "naturaleza". Si esto viene generalmente reconocido respecto a la disposición afrodisiana, muchos se dan por el contrario a una exaltación completamente falta de base respecto a la disposición materna. Se habla de la "función sublime de la maternidad", mientras que sería muy difícil mostrar qué es lo que tiene de sublime la maternidad. El amor materno es algo que la hembra humana tiene en común con la de muchas especies animales (126); se trata de un rasgo naturalístico, impersonal e instintivo del ser femenino, en sí mismo desprovisto de una dimensión ética, que puede inclusive manifestarse en una neta antítesis con los valores éticos. Así se ha hecho notar justamente que, en el tipo de la madre absoluta, un tal amor no está en modo alguno en función de principios superiores (127); es ciego y puede inclusive ser injusto. La madre ama al hijo únicamente porque es su hijo, no porque vea en él la encarnación de lo que es digno de ser amado. Por defender o salvar al hijo, la madre absoluta estará dispuesta no solamente a sacrificar su vida (y hasta aquí subsistiría la base naturalística por una actitud ética), sino también a mancharse con faltas imperdonables desde el punto de vista ético. El ejemplo más crudo es quizá el tipo de madre de la novela Imant y su madre, de Aino Kailas: una madre que, habiendo sabido que su hijo arriesga la vida en una conjura contra su señor, no vacila en traicionar a todos los conjurados, a condición de que el señor se comprometa a respetar la vida del hijo. Todos los compañeros de éste son "masacrados"; el hijo salva la vida, pero, naturalmente, apenas conoce la verdad, no le queda otra cosa que hacer que suicidarse. El contraste entre la ética masculina y el amor maternal se presenta aquí en sus términos más netos.

Es menester una autosuperación, una disposición heroica, sacrificial, supraindividual, para que las tendencias naturales de la mujer en tanto madre y en tanto amante, asuman un carácter ético. Para la madre, no se tratará ya de un amor ciego, de un instinto, de algo coactivo, que no deja posibilidad de elección, sino de un acto libre, de un amor clarividente en el que permanecerá la disposición a no vivir para sí, a ser para el otro (aquí para el hijo), pero unido a la facultad de discriminar y a una voluntad positiva capaz de llevar a la superación del substratum naturalístico, hasta el punto de hacer eventualmente desear la muerte del hijo indigno. Algunos tipos espartanos, antiguo-romanos, ibéricos y germánicos de madres pueden ilustrar esta primera posibilidad ética femenina.

La segunda posibilidad ética femenina corresponde al tipo de la amante y se concreta en la voluntad de ser para otro, de vivir para otro (128), en un clima heroico y transfigurante en el que ella desea que el hombre sea su "señor y esposo", venerado también como a un dios: superando todo exclusivismo y todo egoísmo pasional, haciendo casi de su ofrenda un acto sacrificial, conservando el potencial disgregador, vivificante y "demoníaco" de la mujer absoluta afrodisiana, pero liberándolo del lado destructivo y "succionante" del que hemos hablado. En nuestra obra citada con anterioridad, hemos indicado instituciones del mundo tradicional que tuvieron por premisa esta actitud ética posible, de la mujer en tanto que naturaleza no demetriana, sino afrodisiana y dionisíaca. La mujer que quiere seguir a su esposo en el más allá, inclusive entre las llamas de la hoguera funeraria —costumbre atribuida falsamente sólo a la India, porque se encuentran costumbres animadas por el mismo espíritu entre los tracios, los antiguos germanos, en China, entre los incas, etc.— representa el límite de esta vía (129).

Sobre el tema de la ética de los sexos nos limitaremos, en una obra como ésta, a estas notas más que esquemáticas. Dejamos de lado completamente el "problema de la mujer" y el de las "relaciones sexuales" según las conciben los modernos, con referencias al matrimonio, divorcio, emancipación, amor libre, etc. Todos estos son problemas inexistentes. El único problema serio es el de la medida en la cual, en una sociedad y en una época dada, el hombre pueda ser él mismo y la mujer pueda ser ella misma, en una neta aproximación a los arquetipos correspondientes, y el problema de la medida en que, más allá de las variedades de las formas exteriores y de los diferentes marcos institucionales, sus relaciones reflejan la ley natural inmutable enraizada en la metafísica misma de lo masculino y lo femenino, ley que reza: integración y complemento recíproco junto a una subordinación principian de la mujer al hombre. Todo lo demás —por expresarnos a la manera de Nietzsche— es tontería; y en la introducción, ya hemos puesto de relieve en qué estado, en cuanto al hombre, a la mujer y al sexo, nos encontramos en el mundo occidental moderno, gracias al llamado "progreso" (130).

 

Notas a pie de página:

(125) En Rivolta contro il mondo moderno, parte I, § 21.

(126) Cf. MEUNIER, L'amour maternal chez les animaux, París, 1877.

(127) Cf. L. KLAGES, Vom kosmogonischen Eros, cit., pág. 18: "El amor maternal casi impersonal de una mujer se parece, hasta confundirse, al de otra mujer... Puesto que todo instinto tiene en sí algo de anímico, el amor maternal tiene, sí, una profundidad de alma, pero de ninguna manera una altura espiritual, y no pertenece al animal-madre de modo diferente al de la madre humana."

(128) Como interesante testimonio de esta disposición se pueden citar las palabras de Mlle. de Lapinasse a de Guilbert: "Ese yo del que habla Fenelón es una quimera; yo siento positivamente que yo no soy yo. Soy usted y, para ser usted, no debo hacer ningún sacrificio. Sus afectos, sus pensamientos, he aquí, oh amigo, el yo que me es querido, el que me es más íntimo; todo lo demás me es extraño." (En B. DANGENNES, Op. cit., págs. 152-153.) La Sftá de la epopeya dice que para una mujer bien nacida, la vía a seguir no son los padres, los hijos, los amigos, "ni siquiera su misma alma", sino que es su esposo.

(129) San Bonifacio habla de ciertas mujeres de los pueblos nórdicos que no querían en modo alguno sobrevivir a sus maridos y que, "con un furor inaudito", se hacían quemar con él; la leyenda presenta el mismo motivo en las figuras de Nama y Brunilda. Entre los Letones, los Godos y los Hérulos, erán frecuentes los casos de mujeres cuyos maridos caían en la guerra y que se mataban. Cf. también E. WESTERMARCK, History of human marriage, cit., págs. 125-126.

(130) El mundo moderno ha conocido a la mujer que ha querido emanciparse (materialmente, socialmente) del hombre, pero no al hombre que ha querido emanciparse (interiormente, espiritualmente) de la mujer. El clima "ginecocrático" de la actual civilización occidental (y, en un grado más elevado todavía, de la civilización americana) está bastante bien indicado por estas palabras de un personaje de H. D. LAWRENCE (Aaron's rod, c. XIII): "La importancia fundamental de la mujer en la vida, la mujer portadora y fuente de vida, es la creencia profesada y profunda de todo el mundo blanco... Casi todos los hombres aceptan este. principio. Casi todos los hombres, en el momento mismo en que ellos imponen sus derechos egoístas de machos dueños, aceptan tácitamente el hecho de la superioridad de la mujer portadora de la vida. Tácitamente creen en el culto de aquello que es femenino. Tácitamente están de acuerdo en admitir que cuanto hay de productivo, de bello, de apasionado y de esencialmente noble en el mundo es la mujer. Y aunque puedan reaccionar contra esta creencia, detestando a sus mujeres, recurriendo a las prostitutas, al alcohol y a cualquier otra cosa, en rebelión contra ese gran dogma ignominioso de la sagrada superioridad de la mujer, sin embargo no hacen siempre, más que profanar al dios de su verdadera fe. Al profanar a la mujer, continúan, aunque negativamente, rindiéndole culto... El espíritu de la virilidad ha desaparecido del mundo. Los hombres [de hoy] no podrían jamás unirse para combatir la buena batalla, porque apenas una mujer se adelante con sus hijos, encontrará un ejército de borregos dispuestos a defenderla y a sofocar la rebelión."

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 41. Sobre la fascinación femenina. Actividad y pasividad en el amor sexual

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 41. Sobre la fascinación femenina. Actividad y pasividad en el amor sexual

Al rasgo metafísico de la mujer eterna como maga, como Maya y máyá-cakti, magia consmWñica del Üno, corresponde en general la fascinación femenina. La asociación del tipo afrodisiano con el tipo de la maga es frecuentísimo en el mito y en la leyenda. Los dos aspectos se atribuyeron, por ejemplo, a Calipso, a Circe, Medea, Isolda y, en ciertas versiones de la saga, a la misma Brunilda. En Roma, Venus Vertocordia era concebida como experta en las artes mágicas. Son notables las figuras minoicas de mujeres sosteniendo en la mano la vara mágica. Sería fácil recoger otros muchos testimonios similares. Que la mujer esté más ligada que el hombre a la "tierra", al elemento cósmico-natural, es un hecho demostrado también en el orden más material por las influencias que, a diferencia del hombre, siente de los ritmos periódicos del universo (por ejemplo, en el ciclo de las menstruaciones). Pero, en la antigüedad, esta conexión se refería más bien al aspecto yin de la naturaleza, al dominio suprasensible nocturno e inconsciente, irracional y abisal, de las fuerzas vitales. De ahí, ciertas disposiciones, en la mujer, videntes y mágicas en sentido estricto (opuestas a la línea masculina y apolínea de alta magia y de teurgia), susceptibles de degenerar en brujería. En los procesos de la Inquisición, el sexo femenino figuró en aplastante mayoría; en 1500, Bodin indicaba un porcentaje de cincuenta mujeres contra un solo hombre en los procesos concernientes a brujería y artes ocultas. Uno de los tratados de demonología más difundidos en aquellos tiempos, el Malreus Maleficorum, se detiene a explicar por qué la brujería sería sobre todo obra de mujeres. Y en las tradiciones de numerosos pueblos, por ejemplo en China, las artes mágicas en sentido estricto que acabamos de indicar, se refieren a una tradición arcaica femenina y lunar. Precisamente para la China antigua es interesante que el carácter wu, empleado para designar al individuo que ejerce las artes mágicas en sentido estricto ("chamánico"), originariamente se aplicaba exclusivamente a las personas del sexo femenino. Las técnicas empleadas por la wu para entrar en relación con las fuerzas suprasensibles tenían un carácter ya ascético, ya orgíaco; en el segundo caso, parece que originariamente las wu oficiaban completamente desnudas. Es igualmente interesante que, como requisitos preliminares para su actividad se exigía a las wu la juventud y la belleza fascinante y que los caracteres yao y miao, significándo lo "extraño", lo "inquietante", lo "misterioso", reenviaban al tipo y a la cualidad de las wu (112), mientras que para la naturaleza no uránica de las fuerzas que estas jóvenes hacían descender, un significativo texto dice que, atraídas por sus ritos, estas fuerzas "oscurecían el sol".

Pero lo que aquí nos interesa es la magia de la mujer, fuera de estas específicas referencias a lo suprasensible, y el sentido de su natural fascinación y de su poder de seducción.

En Daudet se encuentra esta frase: "Me sentía invenciblemente atraído hacia ella; sólo un abismo puede provocar una tal fascinación." Ya hemos hablado tanto del simbolismo como del rito del desnudamiento y de la expresión más drástica que este último, sobre la línea femenina, tuvo en determinadas formas, como la danza de los siete velos. Se trata del desnudamiento de la mujer no de sus vestidos materiales que celan su cuerpo, sino de su individuación como ser empírico y particular persona, hasta mostrarse en su substancia elemental y abisal, como la Virgen, como Durgá, como la Mujer anterior a las múltiples variedades de mujeres mortales. En su raíz última, la fascinación ejercida por toda desnudez femenina se basa sobre el hecho de que ésta hace presentir de una cierta manera oscura, percibida solamente por los sentidos, la otra desnudez. No es cuestión de "belleza" ni de atracción animalmente carnal, y sólo en parte es apropiado lo que escribió Paul Valéry: "El prestigio del desnudo debería necesariamente resultar del valor de secreto y de peligro cercano que le viene conferido por su cualidad de revelación nefasta y de medio mortal de seducción." En la fascinación del desnudo femenino hay un aspecto de vértigo semejante al provocado por el vacío, por lo sin fondo, en el signo de la ilé, substancia primera de la creación y de la ambigüedad de su no-ser. Este rasgo pertenece únicamente al desnudo femenino. El efecto del desnudo masculino sobre la mujer es, en comparación, no solamente muy reducido, sino especializado, de orden esencialmente físico y fálico; esta desnudez no actúa sobre ella más que en los términos banales de sugerirle la eficiencia muscular y animal del "macho". No es lo mismo en el caso de la mujer: en la mujer completamente desnuda es "Durgá" quien viene oscuramente sentida por el hombre; es ella quien, diosa de las fiestas orgíacas, es también la "Inaccesible"; es la Prostituta y la Madre que es también la Virgen, la Inviolable, la Inagotable. Justamente esto es lo que suscita en el hombre un deseo elemental unido al vértigo; y también lo que impulsa el deseo al paroxismo, lo que acelera los ritmos, hasta donde el hombre priápico se abate, preso del éxtasis sutil y "succionante" de la mujer inmóvil. Si en general el hombre tiene el placer de la desfloración y del estupro, todo lo que en tal placer puede ser llevado al instinto o al orgullo de la primera posesión no es más que un elemento superficial; el hecho más profundo es la sensación, aunque ilusoria, que el gesto físico le da de violar lo inviolable, de poseer a la que en su raíz última, en su "desnudez", no será jamás poseída a través de la carne; es el deseo de poseer a esta "virgen" el que oscuramente está presente en el deseo de poseer a la mujer físicamente, anatómicamente intacta, o a la mujer que opone resistencia. Y no es diversa tampoco la raíz de un elemento específico de sadismo ligado no solamente al acto de la desfloración, sino que acompaña a toda unión sexual: es algo distinto de la "algolaguia" ambivalente citada más arriba, es algo bastante más profundo, es una crueldad y una ferocidad que constituye la contrapartida de la sensación trascendental de la intangibilidad fascinante, de la "frialdad", de la incolmabilidad de la substancia femenina elemental. Se quiere "matar" a la mujer oculta, a la mujer absoluta contenida en cada ser femenino, en un vano sadismo de "poseso" (113). Y es también por esto por lo que, en general, nada
excita más al hombre que el sentir, en el abrazo sexual, a la mujer agotada hasta la muerte bajo su delirio hostil.

Retomando el mito de Pandora, Kierkegaard (114) ha escrito que los últimos dones hechos, como coronamiento de todos los demás, por los dioses envidiosos a la "mujer del deseo" enviada a Epitemeo, para acrecentar su poder, fueron su inocencia, su modestia, su resistencia. Ya hemos dicho que, en la mujer, el pudor tiene un carácter no ético, sino puramente funcional, sexual; de la misma manera, sería banal poner en evidencia que, en la mujer, todo lo que es reserva y resistencia juega casi siempre el mismo papel de excitante sexual (115). Estos rasgos pertenecen sin embargo en gran parte al dominio del comportamiento individual consciente. Además, más allá de la coquetería, del pudor y de la astucia racionalizada en el darse, propia de una experta femineidad, hay algo de más sutil y de más impersonal, constithido precisamente por el elemento sexual fascinante, propio de la inocencia y de la castidad misma. Si el hecho de que una mujer manifieste abiertamente su deseo, en lugar de excitar, puede inclusive desarmar y disgustar a cualquier hombre no animalizado, que sería por el contrario atraído por la inocencia (116), si este hecho, por una parte, en su significado más profundo, conduce a la situación antes indicada —la muchacha "pura" incorporando mayormente el contenido de provocación para el hombre, inherente a la substancia "Durgá"—, por otra parte se debe considerar un aspecto objetivo y completamente impersonal de este conjunto. La ignorancia de una ley de carácter oculto no hace reconocer el verdadero significado de la pureza femenina y el secreto de su potencial fascinación. Según esta ley, toda energía inhibida o retenida se potencia, se traduce en una influencia que, aun siendo invisible, es mucho más eficaz. En la terminología hindú, es lo que se llama su transformación en fuerza ojas. Pues bien, en la pureza y la castidad de una muchacha que no es anormal no hay nada de lo que se cree comúnmente, en ella no se manifiesta en absoluto la "tendencia innata de la naturaleza femenina a la pureza" imaginada por ciertos escritores católicos modernos, que se olvidan de la bien diversa opinión de sus predecesores. La mujer sigue siendo en todo caso la kámini, la que por substancia tiene la sexualidad, la que, más allá del umbral de la conciencia más periférica, "piensa en el sexo, piensa sobre el sexo, piensa sexo, se complace en el sexo". La inhibición impersonal, "natural", de esta disposición la vuelve activa bajo la forma de un poder sutil, mágico, que constituirá la aureola de fascinación que rodea al tipo de la mujer "casta" e "inocente" y que sobre un hombre diferenciado hace más efecto que cualquier comportamiento femenino groseramente sensual, impúdico y lujurioso. La mujer dispone de esta fuerza mucho más peligrosa, precisamente cuando todo esto no es querido, cuando no se trata de un ardid ni de una inhibición consciente de base moralística, sino de un dato de su naturaleza, de algo elementalmente existencial cuya raíz arquetípica es la que hemos indicado más arriba (117).

Esto lleva a considerar un último punto fundamental por lo que concierne al lado menos visible de las relaciones ordinarias entre los dos sexos. Si metafísicamente lo masculino corresponde al principio activo y lo femenino al principio pasivo, tales relaciones se invierten en todo el dominio de la sexualidad corriente, es decir, en el dominio que se puede llamar "natural", en el que bien raramente el hombre va hacia la mujer como efectivo portador del puro principio "ser", emanación del poder del Uno, pero en general aparece como el que sufre la magia de la mujer. Las relaciones de hecho, en este contexto, se invierten pues y son indicadas de una manera precisa por una fórmula de Titus Burckhardt: la mujer es activamente pasiva, el hombre es pasivamente activo. La cualidad "activamente pasiva" de la mujer es la substancia de su fascinación, y ella es activada en sentido superior. El lenguaje corriente hace alusión a ello cuando califica a una mujer de "atractiva", atracción que es el poder del imán. A este respecto, la mujer es activa; el hombre es pasivo. "Se dice y se admite generalmente que en la lucha amorosa la mujer es casi pasiva. Esta pasividad, sin embargo, está muy lejos de ser real. Es la pasividad del imán que, en su aparente inmovilidad, hace precipitar en sus torbellinos al hierro que se le aproxima" (118). La tradición extremooriental que ha conocido el concepto del "actuar sin actuar" (wi-wu-wei), es también la que en relación con esto, en el marco de un sistema social no obstante netamente androcrático, ha sabido reconocer: "En su pasividad y su aparente inferioridad, lo femenino es superior a lo masculino" (119). Por paradójico que esto parezca, siempre es el hombre el que es "seducido", en sentido riguroso, es decir, etimológico de la palabra; su iniciativa activa se reduce a aproximarse a un campo magnético; apenas entrado en su órbita, sufrirá su fuerza (120). Frente al hombre que desea, es decir, frente a la pura necesidad sexual masculina, la mujer tiene siempre una superioridad. Ella no tanto se da cuanto se hace tomar. Una expresión adecuada ha sido dada a este contexto por A. Charmel en su Derniére semaine de Don Juan: todas las mujeres que Don Juan ha "poseído" se le revelan como otros tantos aspectos de una mujer única sin rostro (la mujer eterna, Durgá), que ha querido exactamente las palabras y los gestos por los cuales él ha "seducido" a cada una de ellas. El ha deseado a todas estas mujeres "como el hierro desea el imán". Es haciendo surgir en Don Juan este conocimiento como el Comendador hace que se mate.

Así el hombre priápico se ilusiona mucho cuando cree y se jacta de haber "poseído" a una mujer porque ella se ha acostado con él. Un rasgo elemental, que apenas merece una mención, es el placer que la mujer experimenta al ser "poseída"; "ella no es tomada, sino que ella acoge y, en ese acoger, triunfa y absorbe" (G. Pistoni) (121). En estos casos, hay inclusive una analogía biológica, un paralelismo entre lo que pasa entre los dos sexos y lo que se produce entre las células germinales: el movimiento, la actividad, la iniciativa del espermatozoide fecundante, desprovisto en sí de substancia vital, de plasma nutritivo que, después de haber conseguido avanzar sobre todos los otros espermatozoides vertidos en la vagina, penetra en el óvulo femenino casi inmóvil, rico de alimentos vitales, por el que es atraido, abre en él una brecha que se volverá a cerrar sobre él y lo aprisionará cuando haya entrado por completo; después de lo cual tiene lugar la destrucción recíproca de los dos genes, masculino y femenino, entrados en contacto en el interior del útero. La mujer "conoce una rendición tan completa, que se la debe considerar como más activa que el asalto del hombre" (A. Huxley). En fin, considerando por su lado psicológico más íntimo la experiencia de la unión sexual, se repite muy a menudo la situación del "imán": esto resulta del hecho de que el hombre más diferenciado es en mayor parte pasivo, en el sentido de que se olvida de sí mismo y, como en una fascinación, toda su atención es irresistiblemente captada por los estados psico-físicos que se producen en la mujer en el curso de la experiencia sexual, especialmente en sus reflejos sobre su fisionomía (the tragic mask of her, labouring under the rythmic caress — A. Koestler): y justamente esto constituye el afrodisíaco más intenso para la embriaguez y el orgasmo del hombre .

En el ciclo mediterráneo de la Gran Diosa, el mencionado poder "no actuante", o magia, de la mujer fue representado por la Potnia Theron, por la Diosa que, señora de los animales salvajes, cabalga el toro o tiene al toro atrapado, Cibeles que se hace transportar en su carro por dos leones domados, como símbolo de su dominación; Durgá sentada sobre un león y con el lazo en la mano es la correspondencia hindú de lo mismo. El mismo tema reaparece en el simbolismo, de inspiración cabalística, de la lámina XI del Tarot: la Emperatriz, representada por una mujer que, sin esfuerzo, mantiene abierta las fauces de un león furioso. Y toda mujer, en cuanto participa de la "mujer absoluta", posee esta fuerza en una cierta medida. El hombre se apercibe de ello a menudo y es frecuentemente por una supercompensación neuropática inconsciente del complejo, si no de angustia, de inferioridad que deriva de ello, por lo que él desfoga ante la mujer una ostentosa masculinidad, indiferencia, e inclusive brutalidad y desprecio (122), cosas todas ellas que no le llevan ni un solo paso adelante en lo que concierne a las relaciones más sutiles entre los sexos, sino más bien todo lo contrario. Que en cuanto individuo la mujer se convierta a menudo en la víctima, sobre el plano exterior, material, sentimental o social, de esta fuerza que ella usa —de donde, a veces, un instintivo "miedo de amar"—no cambia en nada la estructura fundamental de la situación.

No es necesario especificar que, sobre el plano sutil, la condición de pasividad del hombre es tanto más grande cuanto más se desarrollan y predominan en él los aspectos materiales del "macho", los rasgos instintivos, violentos y sensuales de la virilidad. El mismo tipo en el cual el Occidente más reciente ha reconocido siempre el ideal de la virilidad, el hombre activista preso del hacer y del producir, el Leistungsmensch, el hombre atlético de la "voluntad de hierro", en general es el menos rico de virilidad interior; en consecuencia, está entre los más desarmados frente al poder más sutil de la mujer. Son civilizaciones diferentes de la civilización occidental moderna, como por ejemplo la civilización extremo-oriental, la hindú y la árabe, las que han tenido una percepción más exacta de lo que es efectivamente viril, expresando tal sensación a través de un ideal de hombre bastante diverso, tanto por sus rasgos somáticos como por sus rasgos internos, caracteriológicos y espirituales, del prototipo europeo y americano del hombre "macho".

En general, podemos resumir las formas posibles de las relaciones interiores entre los dos sexos, diciendo que la actividad del hombre y la pasividad de la mujer no concierne más que al plano más exterior; sobre el plano sutil, es la mujer la que es activa y el hombre el que es 'pasivo (la mujer es "activamente pasiva"; el hombre, "pasivamente activo"); especialmente cuando la unión de los sexos conduce a la procreación, es la mujer la que absorbe y posee. Bien poco se supera esta situación en todo el dominio del eros profano; de ahí su ambigüedad. Sobre la base de situaciones de este género, el éxtasis erótico sólo casual y tangencialmente comporta los fenómenos de trascendencia a que nos hemos referido en el capítulo tercero y de los que, de hecho, los amantes ordinarios son habitualmente tan poco conscientes. Solamente en el ámbito del eros sacralizado las relaciones de actividad y de pasividad cambian fundamentalmente, hasta el punto de reflejar el status propio de los dos principios en el plano metafísico, haciéndose el hombre verdaderamente activo ante la mujer. La cosa es evidente en sí misma, porque solamente en el espíritu, en la sacralidad, puede volver a ser despertado de una u otra manera aquello que signa la dignidad superior potencial del hombre. Entonces la polaridad se invierte y se define una tercera situación, un tercer nivel de experiencia erótica, a la cual el simbolismo tántrico, ya señalado, del viparfta-maithuna, de la unión sexual invertida, puede ofrecer una expresión simbólico-ritual muy adecuada. Esta inmovilidad del hombre es el carisma de la actividad superior, de la presencia de la vfrya, para la cual la magia de la mujer no constituye ya un peligro y la misma visión de la "Diana desnuda" no es ya mortal. Esto conduce de una manera natural al dominio de lo que resta por tratar en este libro.

En lo que concierne a la psicología de los sexos esbozada en las páginas precedentes, conviene recordar de nuevo el fondo ontológico. Queremos decir que hemos hablado menos de cualidades o "características" individuales que de componentes objetivos, de manifestaciones en cada uno de la naturaleza de la femineidad absoluta y de la virilidad absoluta, según los aspectos fundamentales del uno y del otro, metafísicamente deducibles y dramatizadas por el mito. Estos "elementos" o "constantes" superindividuales del sexo pueden estar presentes en los individuos en diferentes grados de pureza y de intensidad; por otra parte, admiten formas variadas de manifestación según las razas y el tipo predominante de civilización. Se puede hablar también de estructuras o posibilidades de la conciencia profunda, que la conciencia más superficial y social —aquélla del plano donde se define precisamente la "persona (cfr. § 12)— no siempre reconoce y admite, que casi nunca ella actualiza completamente en el dominio profano. Así, Harding (123) dice justamente respecto a las mujeres, que es demasiado peligroso para ellas reconocer lo que son en el fondo; ellas prefieren creer que son lo que parecen, en la fachada de la conciencia exterior que se han construído.
Asimismo será conveniente volver sobre otro punto, recordando que todo cuanto hemos constatado sobre tal línea, como diferencia de naturaleza en el hombre y en la mujer no implica en modo alguno una diferencia de valor. La cuestión de la superioridad o inferioridad de un sexo respecto al otro está completamente desprovista de sentido, como ya hemos dicho. Cualquier juicio sobre el mayor o menor valor de ciertos aspectos de la naturaleza o de la psique masculina comparada con la femenina o viceversa, se resiente de un prejuicio, es decir, del punto de vista unilateral propio de uno u otro sexo. Y lo mismo hay que decir también a propósito de algunos aspectos de la psicología de la "mujer absoluta", que parecerían comportar de por sí un disvalor: la tendencia a mentir, por ejemplo, la "pasividad", fluidez, carencia del imperativo lógico y ético, la extraversión. Repitámoslo: el disvalor es relativo; se presenta como tal sólo porque, en una sociedad androcrática, se está acostumbrado al punto de vista del hombre. Para expresarse en términos extremoorientales, la "perfección pasiva" no es menos perfecta que la "perfección activa", y tiene su lugar al lado de aquélla. Lo que puede parecer negativo tiene su positividad si es considerado en función de su propio principio, es decir, en términos ontológicos de "naturaleza propia" y de conformidad con ella.

Finalmente se debe tener presente que, aparte su sexualización elemental, casi ningún hombre es solamente y bajo todos los aspectos un hombre, y ninguna mujer es solamente y bajo todos los aspectos una mujer. Ya hemos dicho que los casos de una sexualización completa son muy raros, que casi cada hombre lleva en sí residuos de femineidad y cada mujer residuos de masculinidad, en proporciones que presentan un gran margen de oscilación. Es necesario tener en cuenta todo lo que deriva de este hecho, en particular cuando se considera el dominio psíquico, en que la indicada oscilación puede tener una notable amplitud. Así, los rasgos que habíamos considerado típicos de la psique femenina pueden ser encontrados no solamente en las mujeres; especialmente en las fases regresivas de la civilización, tales rasgos pueden presentarlos también muchos hombres. Weininger, que sin embargo ha puesto bien en evidencia la realidad y la importancia de las "formas sexuales intermedias", no ha tenido esto lo suficientemente en cuenta. Un solo ejemplo: Weininger ha creido poder atribuir a la mujer la mentira interior (en el caso límite: la mentira histérica o neurótica) debido a su asumir pasivo, a través del ambiente, de valores y de normas no conformes a su naturaleza sensual. Ahora bien, el psicoanálisis ha sacado perfectamente a la luz cuári a menudo es éste también el caso para el hombre, especialmente para el hombre moderno; ha llegado inclusive a afirmar que, lo que según algunos constituiría el núcleo esencial de la psique masculina, el llamado "super-Yo" dominador, censor y vengador de la vida instintiva, no es más que el producto artificial de convenciones sociales recibidas e "introyectadas" (asimiladas): hasta el punto de ser causa de neurosis y de desgarramientos interiores de todo género. Y si nosotros mismos habiamos podido hablar, respecto a los rasgos caracterológicos, psicológicos y morales típicos del hombre de la última postguerra, de una "raza del hombre fugitivo" (124), se ve cuán poco la característica "líquida" de lo femenino puede ser atribuida solamente a las mujeres.

Un punto sin embargo se debe tener por seguro, o sea, que si es arbitrario juzgar a la mujer en función del hombre o viceversa, cuando se consideran los dos sexos en sí mismos, un tal juicio es legítimo cuando se trata de los componentes o disposiciones del otro sexo que un hombre o una mujer puede acoger o desarrollar en sí. En este caso, se trata en efecto de imperfecciones del tipo de una privación de la "forma", del hibridismo que caracteriza a un ser inacabado o degenerado. Y desde el punto de vista de la ética tradicional es mal y no-valor lo que en la mujer es hombre y lo que en el hombre es mujer.

Notas a pie de página:

(112) E. ERKES, Credenze religiose della Cina (aldea, Roma, 1958, págs. 10-13.

(113) Cf. Una notte a Bucarest (in "Roma", 9, III, 1951): "El sordo ritmo base [de la música] se acelera y entonces un violín pasa a un motivo que se define sobre notas altísimas: y a medida que el ritmo de acompañamiento se hace convulsivo, se transporta a límites que parecen finales, pero que de repente, soluciones nuevas e inesperadas remueven y superan como un andar extremo sobre una cuerda tensa o sobre el filo de una navaja de afeitar. De nuevo grita: " ¡Baskie!" Entonces una joven se acerca finalmente, esboza algunos pasos de danza, estorbada por los largos vestidos, lanza una mirada alrededor, luego arroja los vestidos y las prendas íntimas hasta la completa desnudez de un cuerpo aceitunado. La música continúa, pujante: y ahora es como si un vórtice hubiese encontrado un centro en aquella muchacha desnuda. Carreras bruscas de aquel cuerpo que finalmente se detiene, los brazos levantados, inmóvil, excepto por un estremecimiento y el juego de una expresión de sensualidad elemental mezclada a un algo de ambiguamente intangible. Sólo aquel estremecimiento y aquel leve gesto, y un destello de los ojos entreabiertos, acompañan y exasperan el demonismo de la musa gitana, hasta una tensión insostenible que parece demandar, que exige un acto elemental, una violencia absoluta; el matar, más que la violencia de la posesión carnal.

(114) In vino veritas, cit., pág. 25.

(115) Cf. OVIDIO, De arte amandi, I, 658: "Pugnando vici se tamen illa volet."

(116) El mismo Káma-sútra (I, ii), entre los tipos de mujeres que no se deben gozar, incluye "aquellas mujeres que expresan abiertamente su deseo comercio sexual".

(117) Justamente escribe H. ELLIS (Studies, v. III, Philadelphia, 1908, pág. 47): "La aparente resistencia de la mujer no está dirigida a inhibir la actividad sexual en el varón o en sí misma, sino a acrecentarla en ambos. La pasividad no es pues real sino aparente y esto permanece siendo cierto, ya en el caso de nuestra especie ya en la de los animales inferiores... Una intensa energía se oculta detrás de tal pasividad, una preocupación enteramente concentrada sobre el fm a alcanzar." No hace falta hacer notar que la inhibición de la que se habla aquí no tiene nada que ver con la inhibición neuropática estudiada por los psicoanalistas, a causa de la cual se rechaza históricamente la sexualidad; es por el contrario un momento interior, normal, de la sexualidad femenina integral.

(118) A. MARRO, La puhertá, cit., pág. 453.

(119) Cf. LAO-TSE, Tao-te-King, 61. Retomando la idea de Aristóteles, ESCOTO ERIGENA (Divis, Naturae, I, 62) dirá que "el que ama o desea sufre, quien es amado es activo".

(120) No es solamente humorístico el dicho americano de que el hombre persigue a la mujer hasta que ella lo atrapa (the man chases the woman as long as she catches him). Acerca de una cierta "violencia" masculina, VIAZI (Op. cit., pág. 148) emplea a justo título la imagen de quien asaltase, arrollando la resistencia de todos los carceleros y guardianes, una penitenciaría, sólo para conseguir ser encerrado.

(121) "Se deben considerar victoriosas a las mujeres si ellas se dejan vencer por ellos" (JAMBLICO, De vita pythag., XI).

(122) Cf. HARDING, Op. cit., pág. 45: "La actitud despreciativa que muchos hombres adoptan hacia las mujeres, testimonia una tentativa inconsciente de dominar una situación en que ellos sienten estar en desventaja." En el mismo contexto se pueden aceptar diferentes ideas formuladas por A. ADLER a propósito del carácter neuropático de muchas afectadas demostraciones masculinas de superioridad frente a la mujer (cf. Op. cit., passim e, por ejemplo, pág. 70).

(123) Les Mystéres de la femme, cit., pág. 46.

(124) Cf. EVOLA, L'Arco e la Clava, cit., c. III.

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 40. Piedad, sexualidad y crueldad en la mujer

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 40. Piedad, sexualidad y crueldad en la mujer

En una leyenda persa, se indican, entre los ingredientes de que estaría compuesta la mujer, "la dureza del diamante y la dulzura de la miel, la crueldad del tigre, el esplendor cálido del fuego y la frescura de la nieve". Son las mismas ambivalencias que habíamos encontrado en el arquetipo de la Mujer Divina y que están en la base de otro rasgo de la psicología femenina: la coexistencia en la mujer de la disposición a la piedad con la disposición a una particular crueldad. Ya Lombroso y Ferrero habían notado que la mujer es, al mismo tiempo, más piadosa y más cruel que el hombre, porque a la capacidad de una compasión amante y protectora, a menudo corresponde una crueldad, una insensibilidad y una violencia destructora de la mujer que, si se desencadenan, superan las de los hombres; es cosa atestiguada también históricamente en las formas colectivas, en casos de revoluciones o de linchamientos (107). Si es fácil e inclusive banal atribuir, junto con los dos autores citados, la piedad femenina a la disposición maternal, es decir, al elemento demetriano de la Mujer, la crueldad, por el contrario, se explica por referencia al otro de sus aspectos, a la esencia más profunda de la sexualidad femenina.

La asociación entre crueldad y sexualidad fue ya dramatizada en más superficial de los sexos. Para la considerar bien las cosas, hay que distingnuir dos formas del tipo femenino afrodisiano: la forma inferior que correspondea la "fémina" en el sentido primitivo y, si se quiere, "dionisíaco" (en la acepción popular de tal término); y la superior, teniendo rasgos sutiles, lejanos, ambiguos, aparentemente castos. La figura de Dolores que Swinburne llama "Nuestra Señora del Espasmo" e "hija de la Muerte y de Priapo" y refiriéndose a la cual escribe lo siguiente: "He penetrado, desde el último portal, al santuario donde el pecado es una plegaria: ¿qué importa si el rito es mortal, oh, Nuestra Señora del Espasmo? ¿Qué importa? Enteramente tuyo es el cáliz que vertimos, atroz y lujuriosa Dolores, Nuestra Señora del Espasmo"; una tal figura es en buena parte una hipóstasis cerebral de un romanticismo literario decadente y "perverso" (108). Estamos ya más cerca de situaciones reales cuando D'Annunzio escribe: "La crueldad es latente en el fondo de su amor, pensó él. Algo de destructivo hay en ella, más evidente cuanto más fuerte es su orgasmo en las caricias... y volvía a contemplar en la memoria la imagen aterradora, casi gorgónea, de la mujer, tal como ella se le había aparecido varias veces, a través de sus párpados semicerrados, a él, convulso en un espasmo o inerte, en un agotamiento extremo" (en Trionfo della Morte) (109). Aquí no se trata de ningún modo de una crueldad debida a una inversión, es decir, a un rasgo masculino de alguna mujer, sino de todo lo contrario. El hecho es que, por dulce y amante que sea, la expresión de toda mujer, en el momento del deseo, tiene algo de cruel, de duro, de despiadado: junto a la dulzura, el abandono, la ternura, coexisten la insensibilidad, un egoismo sutil; esto más allá de la persona, en una relación esencial con su substancia elemental "dúrgica" de amante. Viazzi hace notar con razón que estos rasgos no son extraños siquiera al tipo más ideal de muchacha, de la romántica Mimí tal como la describe Muger: "Tenía veintidós años... Su rostro parecía el esbozo de una figura aristocrática; pero los rasgos de una finura extrema y dulcemente esclarecidos por la luz de los ojos límpidos y azules tomaban en ciertos momentos de fastidio y de mal humor un carácter de brutalidad casi salvaje, tal que un fisonomista hubiera tal "Vez percibido en ellos los signos de un profundo egoismo y de una gran insensibilidad..." Y Viazzi hace notar cuán a menudo algo similar se puede sorprender "en las actitudes más genuinas de la mujer que ama" (110). Aquello de más sutil y profundo que actúa en el mismo "abandono" de la mujer raramente es comprendido o percibido. Pero es una mujer y, por ende, psicoanalista, quien hace esta observación: "Es bastante raro encontrar hombres que permanezcan fríos en una situación erótica; pero son innumerables las mujeres que, inclusive cuando llevan una vida erótica, se muestran frías como un agente de bolsa. la frialdad de la luna y la dureza del corazón de la Diosa Luna simbolizan este aspecto de la naturaleza femenina. A despecho de su ausencia de calor y de su insensibilidad, quizá a causa inclusive de su indiferencia, este erotismo impersonal, en una mujer, atrae a menudo al hombre" (111).

Por lo demás, sobre el plano de la vida ordinaria no se sabría decir si depende solamente de circunstancias externas, económico-sociales, el hecho de que, a pesar de todo, en el amor, la mujer es capaz de encarar un aspecto positivo, mostrandouna actitud calculadora, más que el hombre, el cual, en determinados casos, puede ser acusado sólo de instintividad y de irresponsable búsqueda del placer. Esto aparte, el elemento de crueldad y frialdad multe puede manifestarse sobre el plano moral, porque si existe la mujer orgullosa de cuanto el hombre hace por su amor cual heroe y realizador de cosas extraordinarias (porque todo ello indirectamente la valoriza), está también la mujer que siente como suprema prueba de amor la renuncia por ella a todo valor viril superior y eventualmente inclusive la ruina de su amante. Un personaje de Don Byrne dice: "El hombre que se pierde completamente en una mujer, por fuerte que sea su amor, no es un hombre; y la mujer -experimentará desprecio por él." La mujer responde: "Yo lo despreciaría, es cierto; pero también lo amaría más." No es respecto a la llamada "mujer fatal", sino a la mujer en general, respecto a quien Remarque ha empleado el apólogo del peñasco que amaba a la ola: "La ola espumeaba y giraba alrededor del peñasco, lo besaba noche y día, lo abrazaba con sus blancos brazos y le suplicaba que fuera a su casa. Lo amaba y se ondulaba en su torno, y así lentamente lo minaba; y un día el peñasco, enteramente corroído en su base, cedió y cayó en los brazos de la ola. Y, de golpe, ya no fue un peñasco con el que jugar, a quien amar, con quien soñar. No fue más que una masa de piedra en el fondo del mar, sumergido en el mar. La ola se sintió decepcionada y se pusoa buscar otro peñasco". "Las mujeres -escribe Martín- son despiadadas con el mal que hacen a los hombres que aman".

Notas a pie de página:

(107) LOMBROSO-FERRERO, La donna delincuente, la prostituta e la donna normale, Torino3, 1915, págs. 55-59, 79. En el domino de la patología, confróntese, para la manifestación predominante en las mujeres de "explosiones espasmódicas de salvaje violencia destructora" cf. KRAFFTEBING, Psychopathia sexualis, cit., pág. 361.

(108) M. PRAZ, La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, cit., págs. 233-234.

(109) Cf. también en Forse che force .che no: Mientras que en el hombre el deseo era esta "elección irrevocable", el "deseo de ella era sin cerco, sin límite, infinito como el mal del ser y la melancolía de la tierra". "El descubría a través de sus pestañas, en ella, una mirada más lejana que la mirada humana, que parecía ser expresada por el carácter terrible de un instinto más antiguo que los astros."

(110) P. VIAllI, Psicologia dei sessi, Milano, pág. 72.

(111) E. HARDING, Les Mystéres de la Femme, París, 1953, págs. 125-126.

 

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 39. La mujer como madre y la mujer como amante

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 39. La mujer como madre y la mujer como amante

Hemos dicho que en el dominio de la manifestación y de la "naturaleza" lo masculino es metafísicamente, sí, el correlativo complementario de lo femenino, pero que además refleja el carácter de lo que es anterior y superior a la Diada. Sobre el plano humano, de esto deriva que mientras que todas las relaciones basadas sobre la Diada tienen para la mujer un carácter esencial y agotan la ley natural de su ser, este no es el caso para el hombre, en tanto él es verdaderamente hombre. Tales relaciones son las relaciones sexuales en sentido estricto y las relaciones entre madre e hijo. No es por equivocación que, en toda civilización superior, no se ha considerado al hombre como verdaderamente hombre hasta que se ha sometido a este doble lazo, al de la madre y al de la mujer, agotando en la esfera correspondiente el sentido de su existencia. Ya hemos recordado que en los mismos "ritos de pasaje", o de la pubertad, la consagración en los pueblos primi-tivos de la virilidad y la agregación a una "sociedad de hombres" se presentan como una superación de esta esfera naturalista. La Raquel bíblica dice: "Dame un hijo; si no, muero." Hay textos bíblicos que ponen . de relieve la "inexorabilidad" de la mujer por cuanto afecta a la maternidad y a la sexualidad, de las que ella "jamás se sacia" (97). Y no es tanto como persona como por un impulso metafísico por lo que la mujer tenderá a llevar al hombre bajo el yugo de la una o de la otra.

Acerca de la sexualidad, tiene razón Weininger cuando, para caracterizar al hombre y a la mujer, dice que la mujer absoluta no es más que sexualidad, mientras que el hombre verdadero "es sexual y otra cosa además". Se puede reconocer con él el profundo sentido de símbolo que tiene el hecho anatómico de que mientras los órganos sexuales del hombre tienen algo de circunscrito, de separado y de casi añadido exteriormente al resto del cuerpo, en la mujer se encuentran en lo más profundo de su carne más íntima. Puesto que en él existe una cierta distancia de la sexualidad, el hombre "sabe" de ella; la mujer puede no ser consciente de ella y negarla, pero de hecho ella no es otra cosa que sexualidad, que ella es la sexualidad misma (98). Una designación hindú de la mujer es kámini, es decir, "la que está hecha de deseo", lo que equivale al antiguo dicho occidental: tota mulier sexus. Con esto guarda relación, entre otras cosas, el carácter provocativo que, sin la menor intención, presentan muy a menudo tipos de mujeres jovencísimas e "inocentes", inclusive niñas. En este mismo contexto, nos es dable hacer notar un narcisismo especial, casi inconsciente, que existe en toda mujer: es su sensación del potencial de placer que ella puede dar al hombre y el hecho de saborearlo, imaginando ese placer, inclusive fuera de cualquier relación sexual real. Por otra parte, Ellis está en lo cierto cuando dice que, mientras que con la sexualidad y la maternidad la mujer florece y actualiza su ser, no se puede hablar de algo correlativo respecto al hombre (nosotros añadiríamos: salvo que él realice de una manera cualquiera las dimensiones superiores de la experiencia del sexo). Inclusive haciendo abstracción del hecho oculto del que hablaremos más abajo (§ 40), sobre la línea afrodisiana la contrapartida en el hombre puede significar una
cierta desvirilización (99). Sobre la línea demetriana se ha notado en fin que, al deseo obscuro y predominante que tiene la mujer de ser madre, no se corresponde, en el hombre, una necesidad igualmente elemental de ser procreador. En el caso de que este deseo exista en el hombre, pertenece a un plano diferente, que ya no es puramente naturalista, que es más ético que naturalista (preocupación por la continuación de la estirpe, de la familia o casta, etc.).

Como ya hemos visto, propio de lo femenino cósmico es aquello que los griegos llamaban la "heteridad", es decir, la referencia a otro, el heterocentrismo. Mientras que a lo masculino puro le es propio el tener en sí el propio principio, a lo femenino puro es propio, y natural, tener en otro el propio principio. Sobre el plano psicológico, de esto resultan varios caracteres bien visibles de la mujer en la vida corriente: la vida femenina está casi siempre desprovista de un valor propio, ella se relaciona siempre con otro, sea en todo cuando es vanidad, sea en la necesidad que tiene la mujer de ser reconocida, notada, adulada, admirada, deseada (se puede asociar esta tendencia extravertida con aquel "mirar fuera" que en la metafísica ha sido atribuida a la Cakti). Y el régimen del cortejamiento, de la galantería, del cumplimiento (inclusive insincero) por parte del hombre, sería inconcebible si se prescindiera de la base obligada precisamente por este rasgo congénito de la psique femenina, que en todo tiempo y lugar el hombre ha debido tener en cuenta. Que los valores de la ética femenina sean bastante diferentes de los de la ética masculina, sea dicho de pasada, se manifiesta también en el hecho de que una mujer debería despreciar al hombre por una tal actitud de adulación, consecuencia a menudo de considerar de ella únicamente su cuerpo. El caso es que ocurre lo contrario.

No es sin embargo en un sentido diverso que, en un plano menos frívolo, se definen las dos posibilidades fundamentales de la naturaleza femenina, correspondiente la una al arquetipo afro-disiano y la otra al arquetipo demetriano: la mujer como amante y la mujer como madre. En uno como en otro caso, se trata de un ser, de un querer, de un llegar a una propia confirmación en función de otro: en función del hombre amado por la amante, en función del hijo por la madre. En esto se cumple sobre el plano profano (pero se continuará en gran medida también sobre el sacral) el ser de la mujer y, deontológicamente, con esto se define su ley y su eventual ética en el cuadro de la tradición.

Es de nuevo a Weininger a quien se debe una clásica descripción tipológico-existencial de estas dos posibilidades fundamentales de la femineidad. Sólo que, como en el conjunto de todo cuanto este aujor dice sobre la mujer, también en esta caracterización es preciso distinguir ciertas deformaciones derivadas de su inconsciente complejo de misoginia de base casi puritana. Es efectivamente en la "prostitución" donde, de hecho, Weininger ve la posibilidad femenina basal opuesta a la materna, lo que otorga un sentido peyorativo y degradado a esta posibilidad. Fundamentalmente, es al contrario del tipo puro de la amante y de la correspondiente vocación mujeril de lo que se trata, no entrando en cuestión la prostitución profesional más que de una manera muy subordinada y condicionada, porque ella puede también ser impuesta por ciertas circunstancias ambientales, económicas y sociales, sin corresponder a ninguna disposición interior. Como mucho, se podría hablar del tipo de la hetaira antigua u oriental; o bien de la mujer "dionisíaca". Una cosa que todo verdadero hombre nota inmediatamente es que existe una antítesis, un antagonismo entre la actitud verdaderamente afrodisiana de la mujer y su actitud maternal. En su fundamento ontológico, los dos tipos opuestos se conexionan con los dos estados principales de la "materia prima", con su estado puro, dinámicamente informe, y con su estado de fuerza-vida, ligada a una forma, orientada hacia una forma, nutricia de una forma. Puesto en claro este punto, la caracterización diferencial de Weininger es exacta: es la relación con la procreación y con el hijo la que distingue los dos opuestos tipos. El tipo "madre" busca al hombre por el niño, el tipo "amante" lo busca por la experiencia erótica en sí misma (en las formas más bajas: por el "placer"), en una unión sexual que no se lleva a cabo con miras a la procreación y que es deseada en sí y por sí. Así el tipo materno entra específicamente en el orden natural —si queremos referirnos al mito biológico, se puede decir que entra en la ley y en la finalidad de la especie—, mientras que el puro tipo "amante" se sale en cierto modo de este orden (síntoma significativo: la esterilidad que se encuentra a menudo en el tipo de la amante y de la "prostituta") (100), y más que un principio amigo y afirmador de la vida terrestre, física, es un principio que le es potencialmente enemigo, a causa, diremos nosotros, del contenido virtual de trascendencia propio del desplegamiento absoluto del eros (101). Así, por chocante que esto pueda parecer desde el punto de vista de la moral burguesa, no es como madre, sino como amante como, de una manera natural, es decir, no según una ética (como veremos más adelante), sino dejando simplemente actuar y activando una disposición espontánea de su esencia, la mujer puede aproximarse a un orden superior. Sobre un equívoco se basa sin embargo la afirmación de que, mientras que el tipo maternal sentiría en la unión sexual una potenciación de la existencia, a la mujer del tipo opuesto le sería propio el deseo de sentirse destruida, de sentirse aniquilada y aplastada por el placer (102). Esto es inexacto desde un doble punto de vista. En primer lugar, porque, como ya hemos visto, el "delirio mortal del amor" como deseo de destruir y de destruirse en un éxtasis, es común, en toda forma superior e intensa de la experiencia erótica, tanto al hombre como a la mujer. En segundo lugar, porque la disposición indicada por Weininger en la amante concierne todo lo más a los rasgos psíquicos superficiales; por la sustancia "Virgen" o "Durgá" de la mujer afrodisiana es lo contrario lo que es verdad, sobre un plano más profundo, como veremos en breve.

Pero ya se trate del tipo de la madre o del tipo de la amante, en la mujer es característica una angustia existencial mayor que la del otro sexo, el horror de la soledad, el sentimiento de un vacío ansioso si no tiene o no posee a un hombre. Los hechos sociales e inclusive económicos que a menudo parecen constituir la base de esta sensación, no son en realidad más que circunstancias propiciatorias y no determinantes. La raíz más profunda es por el contrario justámente la "heteridad" esencial de la mujer, el sentimiento de la "materia", de Penia que, sin el "otro" (el héteros), sin la forma, es la nada; por esto es por lo que, abandonada a sí, ella experimenta el horror de la nada. Por citar una última vez a Weininger, él tiene razón en reconducir a este contenido metafísico inclusive un comportamiento frecuente de la mujer en la unión sexual, al decir: "El momento supremo de la vida de la mujer, aquel en que se manifiesta su placer elemental, es el momento en que ella siente descender en sí el semen masculino: entonces abraza salvajemente al hombre y lo estrecha contra sí; es el placer supremo de la pasividad... la materia que, justamente, está formada y no quiere abandonar la forma, sino tenerla eternamente ligada a sí" (103). No diferente es sin embargo la situación en la mujer más cercana al tipo Durgá cuando, en el mismo instante, no abraza, sino que está casi inmóvil, y sobre su rostro se esbozan los rasgos de un éxtasis ambiguo, teniendo algo de la indefinible sonrisa de un Buda y de ciertos textos khmeros. Es entonces cuando ella acoge algo más que el semen material, cuando absorbe la vfrya, la virilidad mágica, el "ser" del varón. Aquí entra en cuestión la cualidad succionante, esa "muerte succionante que viene por la mujer", de la que hemos hablado con Meyrink, considerando el aspecto oculto de todo abrazo carnal vulgar: aspecto que puede encontrar su manifestación simbólica y su reflejo hasta en la exterioridad somática y psicológica.

En efecto, si D'Annunzio dice respecto a uno de sus personajes femeninos: "Como si todo el cuerpo de la mujer hubiese asumido la cualidad de una boca succionante" (en II Fuoco), no es cosa que se verifique solamente sobre el plano sutil, hasta el punto de hacer aparecer la práctica erótica de la fellatio como el gesto que expresa mejor la esencia de la naturaleza femenina. En realidad, ya era conocida por los antiguos una especial participación activa de la mujer en el abrazo sexual, y Aristóteles habla de su aspiración del fluido seminal (104). Retomada hacia la mitad del último siglo por Fichstedt, esta teoría es hoy reconocida por muchos exactamente por su lado fisiológico: se admite la existencia de contracciones rítmicas de la vagina y de los úteros, como en una aspiración o succión, de un automatismo espasmódico con un peristaltismo que le es particular, basado sobre ondas tónicas especiales, a ritmo lento, con el efecto, justamente, de un absorber aspirando o succionando. Este comportamiento somático es actualmente tanto más verificable en tanto el grado de sexualización de la mujer es más elevado; pero no era sin razón que los antiguos lo consideraban un fenómeno general. De hecho, se debe retener que en el curso de la historia se ha producido una suerte de atrofia inclusive fisiológica de lo que en la mujer podía corresponder a una sexualización completa, es decir, una más grande aproximación a la "mujer absoluta" (105). Y esto es por lo que, en las mujeres orientales, donde se ha conservado mayormente el tipo antiguo, el comportamiento fisiológico en las uniones sexuales es todavía casi normal y se une a posibilidades fisiológicas que se han hecho rarísimas entre las europeas modernas, en tanto estaban también verosímilmente presentes en - las mujeres occidentales de la antigüedad (106). Se trata, en esto, de un símbolo físico, o reflejo, de un significado esencial. La asimilación succionante, sobre este plano de los reflejos físicos, tiene después una expresión liminal en un hecho que hasta ahora permanece oscuro fisiológicamente: el olor espermático que emite a veces la mujer, lejos de las partes genitales, poco después de la unión (un poeta italiano, Arturo Onofri, ha podido inclusive hablar de una "sonrisa espermática").

Notas a pie de página:

(96) Op. cit., pág. 191.

(97) Jdtaka, LXI; Anguttara-nikáya, II, 48.

(98) WEININGER, Geschlecht und Charakter, cit. págs. 113, 115, 116.

(99) Cf. H. ELLIS, Op. cit., v. III, pág. 199: "That (sexual) emotion which one is tempted to say, oft unmans the man, makes the woman for the first time truly herself."

(100) Aquí podemos recordar los versos de Baudelaire que contienen un presentimiento del arquetipo "dúrgico": "Y en esta naturaleza extraña y simbólica —donde el ángel inviolado se mezcla con la esfinge antigua... resplandeció para siempre... la fría majestad de la mujer estéril."

(101) WEININGER, Op. cit., c. X passim y en particular, págs. 280 sgg., 287, 304, 310-311: "Vida física y muerte física, ambas unidas de una manera misteriosa en el coito, se reparten entre la mujer como madre y la mujer como prostituta." Insistiendo en hablar de la "prostituta", Weininger (pág. 312) hace notar la significación del hecho de que "la prostitución es algo que aparece sólo entre los seres humanos", es inexistente entre las especies animales. Este hecho debe ser puesto precisamente en relación con la potencialidad "shivaica" del tipo puro del amante. Un tratado atribuido a ALBERTO MAGNO (De secretis mulierum) al describir el tipo de mujer que ama la unión sexual, indica como características la rareza o la irregularidad de los menstruos, la escasez de leche en mujeres de este tipo que se convierten en madres, además de una disposición a la crueldad: volveremos sobre este último punto.

(102) WEININGER, Op. cit., pág. 307.Ibid., pág. 402.

(103) Desde el punto de vista sutil no se trata del semen material, sino justamente de su contrapartida inmaterial. PARACELSO (Opus Paramirum, III, u, 5) dice: "En la matriz fue puesta una fuerza atractiva que es como un imán, y ella atrae el semen", él distingue el semen del esperma: "la matriz separa el esperma del semen, rechazando el esperma y reteniendo el semen". Sobre esta base Paracelso trata también de los condicionamientos transbiológicos de la fecundación. Para la distinción ahora indicada se puede confrontar lo que, aunque en un dominio más general, el COSMOPOLITA (Novum Lumen Chemicum, París, 1669, pág. 37): "Como
he dicho varias veces, el esperma es visible, pero el semen es pues una cosa invisible y casi como un alma viviente que no se encuentra en las cosas muertas."

(105) Así, en el Oriente antiguo, se puede decir "la sensualidad de la mujer es ocho veces más grande que la del hombre", mientras que en la antigüedad occidental se encuentran expresiones como por ejemplo aquella de OVIDIO (Ars Amandi, I, 443-444), que dice: [Libido foeminae] acrior est nostra, plusque furoris habet.

(106) Se trata no sólo de un control anormal del constrictor cunni, sino también de ciertas fibras lisas del órgano femenino, que permite la intensificación del dicho automatismo succionante. En ciertos casos, el desarrollo de esta posibilidad forma parte de la educación erótica de la mujer, hasta el punto de que, en algunos pueblos es para una joven un motivo de descalificación que no sea capaz de ello (sobre todo esto, cf. HESNARD, Manuel de sexologie, cit., págs. 94-95; H. ELL1S, Studies, cit., v. V, págs. 159-165; PLOSS-BARTELS, Das Weib, cit., v. I, págs. 399, 408). En las mujeres utilizadas en la magia sexual tántrica un entrenamiento de este género parece ser llevado a un muy alto grado, si en el Hathayogapradipika (III, 42-43, 87-89) en la mujer para la práctica llamada yoni-mudra, se supone un poder de contracción voluntaria del yoni, capaz de impedir, por estrangulamiento del lingam, la emisión del semen masculino. En el dominio de la etnología, en PLOSS-BARTELS (v. I, pág. 408) son recordados casos de mujeres capaces de expulsar el esperma después de haberlo recibido.

(107) LOMBROSO-FERRERO, La donna delincuente, la prostituta e la donna normale, Torino3, 1915, págs. 55-59, 79. En el domino de la patología, confróntese, para la manifestación predominante en las mujeres de "explosiones espasmódicas de salvaje violencia destructora" cf. KRAFFTEBING, Psychopathia sexualis, cit., pág. 361.