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Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 6. El mito del "genio de la especie"

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 6. El mito del "genio de la especie"

Es curioso que una de las raras tentativas realizadas en los tiempos recientes para esbozar una metafísica del amor sexual, la de Schopenhauer, está basada en el equívoco que acabamos de denunciar. Para mantener la idea de que el fin esencial del amor es la procreación, la "formación de la generación siguiente", Schopenhauer tuvo que poner en juego a un mítico "genio de la especie" que despertaría la atracción entre los sexos y deter-minaría secretamente las elecciones sexuales sin saberlo las personas, incluso engañándolas y empleándolas como simples instrumentos. "Engendrar un hijo, ésta es la verdadera finalidad de todo romance amoroso, aunque sus protagonistas no tengan consciencia de ello: el modo de alcanzar ese fin es secundario", escribió Schopenhauer (10). En concreto, el fin sería la procreación de un nuevo ser, el más cercano posible al tipo puro y perfecto de la especie, y capaz de sobrevivir. Así, la "especie" empujaría a cada hombre a elegir la mujer más apta para realizar esta finalidad biológica, presentándola como su ideal, revistiéndola con la aureola de la belleza y la seducción, y haciendo concebir al hombre su posesión y el placer que puede darle como la esencia de la felicidad y el sentido de la vida. "Lo mejor para la especie está allí donde el individuo cree encontrar su máximo placer." De esta manera, tanto la belleza femenina como el placer serían ilusiones, serían incentivos con los cuales juega el "genio de la especie" y engaña al individuo. "Por eso —añade Schopenhauer—, cuando el amante alcanza por fin su consumación, es decir, la satisfacción sexual, se siente decepcionado, porque se evaporó la ilusión con la que le había engañado e ilusionado la especie" (11).

Vamos a ver en seguida, en un marco diferente, lo que tienen de utilizable estas ideas. Pero, en el fondo, se trata de simples especulaciones al margen del darvinismo, de una abstracción y unilateralidad manifiestas. En primer lugar, todo este mecanismo de finalidad biológica debiera ser englobado en el inconsciente (como lo hace claramente E. von Hartmann al recoger y desarrollar con coherencia las teorías de Schopenhauer); sería un instinto completamente inconsciente el que guiase al hombre hacia la mujer (o viceversa) que presente las cualidades más adecuadas para reproducir el arquetipo de la especie, ya que, repetimos, no hay nada parecido en la consciencia del que ama y desea. El hecho elemental de la atracción sexual y el fluido-embriaguez que se establece directamente entre hombre y mujer, ignora todo lo relacionado con ese instinto y su sabiduría oculta. Como veremos en seguida, incluso considerándolo desde fuera, es decir, abstrayendo cualquier hecho introspectivo, el problema de las elecciones sexuales es mucho más compli-cado de lo que suponían los partidarios de la teoría de la "selección natural". Desplazar incluso el examen del terreno de los datos de la consciencia al de los hechos de la experiencia, demuestra que en los asuntos del sexo ocurre algo parecido a lo que sucede en las cuestiones alimenticias. El hombre, como no sea un primitivo, no elige ni prefiere sencillamente los alimentos que su organismo considera los más convenientes, y ello no porque el hombre sea un "depravado", sino simplemente porque es un hombre.

Esto en el plano superficial. Es posible citar aún muchos casos en los cuales una atracción intensa, hasta "fatal", se origina entre seres incapaces de representar en absoluto un optimun para los fines de la procreación conforme a la especie; por eso, el impulso schopenhaueriano resulta relativo o completamente inexistente, incluso rechazándolo en el inconsciente. Hay algo más: según la teoría finalista indicada, en principio habría que encontrar una sexualidad reducida entre los ejemplares menos nobles de la especie humana, cuando, por el contrario, aunque en formas primitivas, es mucho mayor, y hasta resultan más fecundos. Tendríamos que decir verdaderamente que el "genio de la especie", con sus mañas ocultas y sus trampas, es bastante torpe y debe ir a la escuela, cuando vemos que, gracias al amor físico, el mundo se halla poblado esencialmente de subproductos de la especie humana. Eso no es todo: conviene recordar que, según las demostraciones genéticas, los caracteres psicosomáticos dependen de una cierta combinación de los cromosomas de los genes de ambos progenitores; estos cromosomas portan herencias complejas y lejanas que no siempre se manifiestan por completo en el fenotipo y en las cualidades visibles de los progenitores. En consecuencia, rigurosamente, debiera admitirse que tales cualidades visibles y aparentes —belleza, prestancia, fuerza, estado floreciente, etcétera— no son determinantes en las elecciones sexuales interpretadas de forma finalista, sino que el "genio de la especie" provoca el deseo del hombre por la mujer que posee los cromosomas más adaptados. No se adelantaría mucho con una teoría tan absurda, porque una vez conseguida la fecundación, sería necesario ver qué cromosomas masculinos y qué cromosomas femeninos prevalecían y se unían, con preferencia a otra mitad descartada, con el fin de formar el nuevo ser. Y en el estado actual de los conocimientos biológicos, todo eso sigue rodeado de misterio y parece poco más o menos como si se debiera al azar.

Dejando eso aparte, es cierto que en los casos de las pasiones más vehementes y en el erotismo de los hombres más diferenciados (entre los cuales hemos de buscar la verdadera normalidad, la normalidad en el sentido superior, lo típico para el hombre como tal), se descubre raramente, incluso retrospectivamente, la unción del "finalismo biológico". Frecuentemente, y no por casualidad, las uniones de estos seres son infecundas. El motivo consiste en
que el hombre puede terminar en el demonismo del bios y dejarse arrastrar por él; pero no naturalmente, a continuación de una caída. También en este marco se sitúa en general el hecho de la procreación, de la reproducción física. El hombre como tal tiene algo no biológico que activa el proceso del sexo incluso en el momento en que alcanza y anima al elemento físico, y que conduce a la fecundación. El instinto de procrear, sobre todo si se lo contempla según el finalismo selectivo imaginado por los derwinistas y por Schopenhauer, es un mito. No hay el menor enlace directo, esto es, vivido, entre amor y procreación.

Es una observación muy banal, pero válida sin embargo contra el finalismo biológico, que el amor físico comprende hechos múltiples no explicados por ese finalismo y que en consecuencia debiéramos considerar superfluos e irracionales. Por el contrario, tales hechos forman parte integrante de la experiencia erótica humana, hasta el punto de que cuando faltan la simple unión física puede perder buena parte de su interés para el hombre, y en ciertos casos ni siquiera se alcanza, o se vacía y se vuelve primitiva. Bastará mencionar el beso, que no está exigido ni por la naturaleza ni por la "especie" como elemento necesario para sus fines. Y si hay pueblos que no conocieron el beso en la boca o que lo han conocido en épocas recientes, es de advertir que contaban con actos equivalentes, como puede ser el "beso olfativo", el contacto frontal, etcétera; actos que, como el beso propiamente dicho, tienen una finalidad erótica, pero no biológica. Como la mezcla de los alientos o la aspiración del aliento de la mujer por el amante, estos actos tienen por finalidad real un contacto "fluídico" que exalta el estado elemental determinado en los enamorados por la polaridad de los sexos.

Por otra parte, es válida asimismo una consideración análoga respecto al frenesí que sienten los amantes por ampliar y multiplicar, durante el acto sexual, las superficies de contacto de sus cuerpos, casi con el vano impulso de compenetrarse o de ajustarse por completo ("como dos partes de un animal vivo que tratan de reunirse", de acuerdo con la imagen de Colette). No se entiende qué "finalismo" biológico tiene todo ello para la especie, que podría contentarse con un acto simple estrictamente localizado, mientras que estos y otros aspectos del amor físico profano presentan un contenido simbólico peculiar, si se los considera desde el punto de vista que indicaremos a continuación.

Notas a pie de página:

(10)     A. SCHOPENHAUER: Die Welt als Wile und Vorstellung, II, cap. IV (Metaphysik der Geschlechtsliebe), Berlín-Stuttgart, ed. Cotta, v. VI, págs. 88-89.

(11)    Id., págs. 90-96.

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