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Biblioteca Evoliana

Metafisica del sexo

Metafísica del Sexo: 16. Afrodita Urania. El eros y la belleza

Metafísica del Sexo: 16. Afrodita Urania. El eros y la belleza

Hemos indicado ya que, en Platón, Diotima, después de haber hablado de la inmortalidad temporal en la especie, hace alusión a "más altos misterios revelados". Pasando a tratar de ellos, Diotima retorna de algún modo una teoría que, en el Banquete, había sido atribuida a Pausanias: a saber, que existen dos Afroditas, la Afrodita Urania y la Afrodita Pandemia (34), y la una es el amor vulgar y la otra, el amor de carácter divino.

Con esto, entrarnos en un campo más bien problemático. Ante todo, no parece que tenga nada que ver con misterios más altos, sino con una disgresión en el puro humanismo de la cultura, cuando Diotima opone, a los que engendran carnalmente, los que dan la vida a hijos inmortales por sus creaciones de artistas, de legisladores, de moralistas y otras semejantes. "Ya bastantes for¬mas de culto les han sido destinadas a éstos —dice Diotima (35)— gracias a hijos tan extraordinarios, mientras que nadie ha recibido semejantes honores por hijos engendrados según la naturaleza humana." Una tal inmortalidad, que se reduce a la pura supervivencia en la fama y en el recuerdo de los hombres es, evidente¬mente, más efímera aún que la propia de la supervivencia en la especie; estamos en un dominio completamente profano, casi en la misma dirección que ha hecho llamar "los Inmortales" a los muy mortales miembros de la Academie Francaise. Pero fue ense¬ñanza ya de los Misterios helénicos, que hombres que habían tenido un justo título para aspirar a esta inmortalidad, como por ejemplo Epaminondas o Agesilao, después de la muerte no habrían de esperar un destino del que hasta un malhechor habría gozado en el caso de que hubiese sido iniciado (36). Pero Dioti¬ma, en su creencia de que estas obras humanas inmortalizantes habrían sido inspiradas por la belleza, pasa a tratar del amor en función de la belleza, exponiendo una suerte de estética místico-extática.
Para el problema tal como nosotros lo habíamos planteado, esta teoría ofrece poca cosa que pueda ser utilizada. Ella parte de un dualismo que, en el fondo, desexualiza el conjunto. En efecto, ahora se habla de un eros que no es ya el suscitado por la mujer, por la relación magnética con una mujer, sino del suscitado por una belleza que poco a poco no es ya siquiera la belleza de los cuerpos, ni la belleza de un ser o de un objeto particular, sino que es la belleza abstracta o en sí, la belleza como idea (37). También el mito que hace de clave cambia: el eros que está bajo el signo de Afrodita Urania se identifica con el que, en el Fedro, se basa sobre la anamnesis, sobre el "recuerdo" no del estado andrógino, sino sobre el estado prenatal, cuando el alma contemplaba el mundo divino y así "se cumplía lo que es lícito llamar la más bienaventurada de las iniciaciones, celebrada como seres perfec-tos" (38). El amor ligado verdaderamente al sexo es presentado por el contrario como el efecto del prevalecer del corcel negro sobre el blanco, elevado, del carro simbólico del alma (39), y casi como una caída debida a un defecto del recuerdo trascendental: "Ahora bien, el que no está recién iniciado, o se ha corrompido ya, no se traslada con rapidez de este mundo allá, a la belleza misma, cuando contempla lo que aquí lleva su nombre, de modo que no siente veneración al dirigir hacia ellos sus miradas, sino que, entregado al placer, intenta en seguida cubrir y fecundar, a la manera de los animales" (40). De aquí, la siguiente definición, bastante problemática, del amor corriente: "La pasión que, des¬provista de razón, predomina sobre la reflexión que tiende al bien, y que se deja transportar por el placer que deriva de la belleza, fuertemente reforzado además por otros deseos seme¬jantes en su ansia de la belleza ligada al cuerpo... eso es llamado amor (41). Habiendo definido el amor verdadero como "deseo de belleza", Marsilio Ficino (42) llegará a decir que "la rabia venérea", "el apetito del coito y el Amor, no solamente no son los mismos movimientos, sino que se muestran como movimientos contrarios" (43).

En todo este conjunto, sólo puede ser utilizada la idea de un eros al que, por transposición y exaltación, se impide la degrada¬ción animal y genesíaca, dado que continúa teniendo relaciones con la mujer y la polaridad sexual; volveremos sobre esto al tratar, por ejemplo, del lado interior del "amor cortés" medieval. Por el contrario, con la teoría del amor como deseo de la belleza pura, abstracta, se podrá también permanecer dentro del dominio de una metafísica, pero nos salimos ciertamente del de una metafísica del sexo. Tenemos otra razón para dudar de que esa teoría se conecte con cualquier enseñanza mistérica, como pretende Dioti¬ma. Mientras que el tema del andrógino lo veremos surgir en la misteriosofia y en el esoterismo de las más diversas tradiciones, no se puede decir lo mismo del tema del "amor platónico" (44). También en los desarrollos sucesivos, en el Renacimiento, este último se presenta casi exclusivamente como una simple teoría filosófica: no se sabe de ninguna escuela, mística o mistérica, en la que haya dado lugar a una técnica del éxtasis efectivamente seguida, mientras que la mística plotiniana de la belleza tiene ya un carácter diferente (en Plotino, lo bello aparece más bien ligado al dominio de la naturaleza enemiga, privada de forma; de donde también una relación, extraña del todo al dominio de las tensiones eróticas y del sexo, con la belleza propia de una forma y de un dominio interior, manifiesta "en la grandeza del alma, la justicia, una prudencia sin mancha, la energía de un rostro severo, en la dignidad y en el pudor revelándose en una actitud intrépida, firme, impasible y, aún por encima de estas cosas, en una inteli¬gencia digna de un dios, resplandeciendo sobre todo aquello que es exterior") (45). En fin, no sabríamos decir hasta qué punto depende de la constitución diferente del hombre moderno encon¬trar justa la idea de Kant, de Schopenhauer y de algunos estéticos recientes, según la cual el carácter específico del sentimiento estético, a saber, de la emoción despierta por lo "bello", es su "apolinismo", su ausencia total de relación con la facultad de deseo y con el eros. Si se quiere hacer entrar el sexo en línea de cuenta, es pues una observación bastante banal, que una mujer que se considera únicamente bajo las especies de la belleza pura no es la mujer más apta para despertar el magnetismo sexual y el deseo; es como la estatua de mármol desnuda y de formas perfectas que, al contemplarla, puede despertar, sí, la emoción estética, pero que no dice nada en términos de eros. Le falta la cualidad yin, lo demoníaco, lo abisal, lo fascinante (46). A menudo, las mujeres que tienen más éxito no podrían ser definidas propiamente como bellas.

Así la teoría platónica de la belleza constituye algo en sí, que es difícilmente inteligible en términos existencialistas. En suma, se podría relacionar el amor platónico con una ebriedad particular, semi-mágica, semi-intelectual (ebriedad de las formas puras): distinta, como tal, de la "vía húmeda" del amor de los místicos e inseparable del espíritu de una civilización que, como la civilización helénica, ve el carisma de lo divino en todo lo que es límite y forma perfecta (47). Aplicadas como sea al dominio de las relaciones entre los dos sexos, aportan sin embargo un dualis¬mo paralizante. Así, por ejemplo, vemos a Giordano Bruno que, al tratar de los eroici furori con referencia a la teoría platónica, comienza por un ataque violento contra quien obedece al amor y al deseo por la mujer y ofrece de él una imagen despiadada: "Este extremo insulto a la naturaleza y este error que, con una fachada, una sombra, un fantasma, un sueño, un encantamiento circense puesto al servicio de la generación nos engaña mediante su belleza; la cual a la vez viene y pasa, nace y muere, florece y se pudre; y es así un poquitín bella en lo externo, que en su ser interno y verdadero contiene permanentemente una mescolanza, un mercado, una aduana, un comercio de cuantas porquerías, tóxicos y venenos pueda producir nuestra madrastra naturaleza: la cual, después de haber recogido esta semilla de la que se sirve, viene a menudo a pagar con un hedor, un arrepentimiento, una tristeza, una flaqueza... y otros y otros males que son evidentes para todo el mundo" (48). Por lo cual, Giordano Bruno querría que las mujeres fuesen honradas y amadas solamente "por todo lo que se debe a este poco, a este tiempo y a esta ocasión, si ellas no tienen otra virtud que una virtud natural, es decir, por esta belle¬za, este esplendor, este servicio, sin el cual se debe estimar que ellas han venido al mundo más inútilmente que un hongo veneno¬so, que ocupa la tierra en detrimento de una planta mejor" (49). De donde resulta claramente que la concepción del doble eros conduce a un "ensalvajamiento" y a una degradación de todo el amor sexual y al desconocimiento de sus posibilidades más profundas. En el mismo Giordano Bruno, en el epílogo de la obra citada, Julia, símbolo de la verdadera mujer, dice a los amantes que ella ha rechazado, que, "verdaderamente gracias a mi recal¬citrante como simple e inocente crueldad", ella les ha concedido favores incomparablemente más grandes "que los que hubiesen podido obtener de su condescendencia"; porque apartándoles del amor humano, había dirigido su eros hacia la belleza divina (50). Aquí, la separación es completa, la dirección difiere de la que puede tener una relación cualquiera con el sexo, inclusive en sus formas "exaltadas" (51).

Fue Plotino quien supo mantener todo este orden de ideas del platonismo dentro de sus justos límites, al considerar, además de al hombre que "no ama nada más que la belleza", a aquél "a quien el amor impulsa hasta la unión y tiene además el deseo de inmortalidad en lo que es mortal y busca la belleza en una generación y en una forma de belleza que se continúa". "Así los que aman la belleza en los cuerpos, aunque su amor sea un amor mixto, aman sin embargo la belleza y, amando a las mujeres para perpetuar la vida, aman lo que es eterno" (52).

Notas a pie de página:

(36) Ibid., 209 d-e.

(37) Cfr. DIOGENES LAERCIO, VI, II, 29.

(38) Banquete, 210 a, 212 a.

(39) Fedro, 248-250.

(40) Ibid., 248, 254 a.

(41) Ibid., 250 e.

(42) Ibid., 238 b-c.

(43) Sopra lo amore, VII, 15; I, 3.

(44) Ibid., I, 3. Una curiosa idea en FICINO (ibid., VI 14) que en esto sigue a PLATON es la de considerar el amor homosexual por los efebos como un amor más próximo al inspirado por la belleza pura y por la Afrodita Urania que el inspirado por una mujer, porque en este segundo caso se sería impulsado en más alto grado por la voluptuosidad del acto venéreo: como si en el amor homosexual no se diese también el atractivo carnal; y el discurso de Alcibiades en el Banquete (214 sgg.) muestra dema¬siado claramente cuán poco "platónico" fue el amor helénico por los ado¬lescentes. PLOTINO (Enneada III, v. I; III, v. 7) considera por el contrario como vergonzosos y anormales los amores sexuales, como enfermedades de degenerados "que no derivan de la esencia del ser y no son consecuen¬cias de su desarrollo".

(44) Por lo que sabemos, el único caso está constituido por el nazar ilá-1-mord de determinados medios iniciáticos árabes, que retorna el tema del amor platónico del Fedro con una base en la belleza encarnada por los efebos, legitimándose con estas palabras del profeta: "Yo he visto a mi Señor en la forma de un adolescente imberbe."
(45) PLOTINO, Enneadas, I, vi, 3; I, vi, 5.

(46) STENDHAL (De l’Amour), después de haber dicho que el amor-pasión es más grande que el amor por la belleza, añade que quizá los hombres que no son susceptibles de experimentar el amor-pasión son aquellos que sienten más vivamente el efecto de la belleza; que al menos es ésta la impresión más fuerte que pueden recibir de la mujer.
(47) En una civilización diferente, también en querer considerar no realizaciones profundas que resuelvan el problema de una existencia¬lidad rota y angustiada, sino simples presentimientos de la trascendencia, está de hecho que tales presentimientos no son propiciados tanto por la belleza de una mujer o de un efebo o de algunas obras o instituciones humanas, cuando por la contemplación de lo que en la naturaleza refleja de alguna manera esta trascendencia, bajo la forma de una elementareidad, de una infinitud y de una inmensidad lejana de lo humano."

(48) G. BRUNO, Degli eroici furori, Proemio, ed. Universale, págs. 6-7.

(49) Ibid., II, 5.

(50) Una consecuencia particular de la teoría del amor como "deseo de belleza" es que, dado que se goza de la belleza somática solamente por la vista, todos los demás sentidos que no son la vista deberían estar excluí-dos del eros y relegados al dominio del amor bestial. De donde M. FICINO (Op. cit., II, 8) escribe: "La libídine del tocar no forma parte del amor, ella no es un sentimiento de los amantes, sino que es una especie de lascivia y perturbación del hombre servil." Si nosotros hemos reconocido el papel esencial que representa la mirada en la magia del sexo, es también un hecho cierto el alimento fluídico que tanto el tacto como el olfato sumi¬nistran para desarrollar e intensificar el estado sutil del eros.

(51) PLOTINO, Enneadas, I, V. 1.

(52) Banquete, 203 b-c.

Metafísica del Sexo: 15. Biologización y caída del eros

Metafísica del Sexo: 15. Biologización y caída del eros

En el Banquete platónico, Diotima parece primeramente polemizar con Aristófanes. Dice que, a través del amor, todos los hombres tienden hacia el bien y que "la esencia eterna del amor consiste en poseer el bien", no la mitad de la que se carece o el todo (21). Pero, en realidad, se trata de lo mismo, aunque expre¬sado en términos diferentes, al tener el "bien", en la concepción helénica, un significado no moral, sino ontológico, hasta el punto de identificarse con el estado de aquello que "es" en sentido eminente, de aquello que es perfecto y completo. Y es a esto a lo que se hace alusión con el mito del andrógino bajo la forma de una fábula. Diotima dice después que "la ardiente solicitud y la tensión" del que tiende a aquel fin toma la figura específica de amor en relación con la "fuerza creadora innata en todos los hombres, según el cuerpo y según el alma", que mira al "acto de la procreación en la belleza"; lo que es el caso "también en la unión del hombre con la mujer". Y afirma: "En el viviente que, sin embargo, es mortal, esta unión es raíz de inmortalidad" (22).

El significado, ya indicado, de la metafísica del sexo recibe aquí, por un lado, confirmación: aspiración a la eterna posesión del bien, el amor es también aspiración a la inmortalidad (23); pero, por otro lado, en la doctrina de Diotima se pasa a una físi¬ca del sexo que curiosamente casi anticipa los puntos de vista de Schopenhauer y de los darwinistas. La naturaleza mortal, al ser atormentada y transportada por el ímpetu del amor, busca alcan¬zar la inmortalidad en forma de continuación de la especie, engendrando. "Por este solo medio —dice Diotima— se puede conseguir aquí [la inmortalidad] por el acto de la. generación, en cuanto siempre ella no deja sobrevivir uno diferente, en el puesto del ser antiguo." Y habla de un hombre casi superindi¬vidual que, a través de la cadena ininterrumpida de las generacio¬nes, se continúa, gracias al eros procreador. "Respecto a cada ser viviente... se afirma que él no conserva jamás en sí las mismas cualidades; sin embargo, se le considera como una personalidad siempre idéntica, mientras va renovándose continuamente, a pesar de la destrucción de algunas de sus partes, en sus cabellos, en sus carnes, en sus huesos, en su sangre, en todo su organismo... Análogo a este es el procedimiento mediante el cual cada ser mortal no perece: no en el conservarse perfectamente igual a sí mismo, como ocurriría a un dios", sino en el hecho de que el individuo que envejece, se desgasta y muere sea siempre sustituido por otro individuo. Es justamente la inmortalidad como perennidad de la especie (24). Y Diotima habla verdaderamente como un darwinis¬ta, explicando en estos términos el sentido más profundo, no sola¬mente del impulso natural de los hombres a actuar de forma que su raza no se extinga, sino también del impulso que, directamente, sin estar dictado por ningún razonamiento, impulsa a los animales, además de al acoplamiento, a sacrificios de todo género para ali¬mentar, proteger y defender la primogenitura (25).

No es casual que esta teoría fuera puesta en boca de una mujer, en primer lugar, y, en segundo lugar, de Diotima de Manti¬nea, iniciada en los Misterios que bien se podrían llamar "los Misterios de la Madre" y que remiten al substrato prehelénico, preindoeuropeo de una civilización telúricamente y ginecocráti¬camente orientada. Reservándonos volver sobre esto, diremos aquí solamente que, para una tal civilización, que pone el misterio de la generación física casi en la cima de su concepción religiosa, el individuo no tiene una existencia en sí; él es caduco y efímero, siendo eterna en él solamente la sustancia maternal cósmica en la que se disuelve de nuevo pero en la que eternamente pululará: de la misma manera que en el árbol nuevas hojas volverán a brotar en el lugar de las hojas muertas. Esto es lo opuesto al concepto de la inmortalidad verdadera y olímpica que, por el contrario, implica la rescisión del vínculo naturalístico y telúrico-materno, la salida del círculo eterno de la generación, la ascensión hacia la región de la inmutabilidad y del ser puro (26). Más allá de los aspectos de una desconcertante modernidad darwiniana, lo que se trasluce en la erotología expuesta por Diotima es pues el espíritu de la arcai¬ca religión pelásgica y telúrica de la Madre. Cuales sean "los más altos misterios reveladores" a los que ella hace alusión (27), lo veremos más adelante. Aquí, es esencial hacer notar que con la teoría del andrógino y con la de la supervivencia en la especie se tienen dos teorías efectivamente antitéticas, la una de espíri¬tu metafísico, uraniano, viril y, eventualmente, prometeico; la otra de espíritu telúrico-maternal y "físico".

Pero, aparte estas antítesis, todavía más importantes es considerar el punto de transición ideal de una hacia la otra, y el sentido de tal traspaso. Es evidente que la "inmortalidad telú¬rica" o "temporal" es una pura ilusión. A este nivel, el ser absolu¬to escapa al individuo, indefinidamente: al engendrar, éste dará siempre de nuevo la vida a otro ser afectado por su mismo esfuer¬zo impotente, en una reiteración sin fin (28). 0, por mejor decir, con un fin posible, en sentido negativo, porque una casta puede extinguirse, un cataclismo puede poner fin a la existencia no sola¬mente de la sangre a la que se pertenece, sino también de toda una raza, por lo cual el espejismo de aquella inmortalidad es tanto más mendaz. Y en tal punto se puede muy bien hacer inter¬venir al mítico, shopenhaueriano demonio de la especie y decir que los amantes son engañados por él; que el placer es el cebo de la generación, y que también es un cebo la fascinación y la belleza de la mujer; que mientras que en la ebriedad de su unión sexual los amantes creen vivir una vida superior y asir la unidad, de hecho están al servicio de la generación. Kierkegaard, haciendo ver precisamente que, en la unión, los amantes forman un solo Yo, sin embargo son engañados, porque en el mismo punto la especie triunfa sobre el individuo —contradicción, dice, más ridí¬cula que todo aquello por lo que Aristófanes encontraba el amor ridículo— hace notar, con razón, que inclusive en este marco una perspectiva superior no quedaría excluida, en el caso en que se podría pensar que, si los amantes no llegan a la realización por sí mismos de una existencialidad ya no dividida y mortal, por el hecho de aceptar servir de instrumentos para la generación, y casi de sacrificarse ellos mismos, verían al menos realizarse este fin en el ser engendrado. Pero no es así: el hijo no es engendrado como un ser inmortal que interrumpa la serie y ascienda, sino como un ser idéntico a ellos (29). Es el eterno, inútil henehimiento del tonel de las Danaides; el eterno, inútil trenzado de la cuerda de Oknos, que el asno del mundo inferior siempre roe de nuevo (30).

Pero esta desesperada y vana vicisitud en el "círculo de la generación" esconde, ella también, una metafísica: el impulso hacia el ser absoluto, degradándose, desviando, traspasa en lo que se cela detrás del acoplamiento animal y la procreación, con el sentido de la búsqueda de un sucedáneo para la necesidad de confirmación metafísica de sí. Y la fenomenología del eros sigue este descenso, esta disgregación: el eros, de embriaguez que era, se hace cada vez más deseo extravertido, sed, ansia carnal; se animaliza, deviene puro instinto sexual. Entonces hay un síncope en el espasmo y en el consecutivo abatimiento a la voluntad física, la cual, particularmente en el macho, está siempre más condicionada por un proceso fisiológico esencial¬mente orientado hacia la fecundación. La onda se hincha, se llega al acmé, se alcanza el momento fulgurante de la unión sexual, de la destrucción de la diada, pero como arrebatados por la expe¬riencia, como sumergidos y disueltos en lo que, precisamente, es llamado "placer". Liquida voluptas, fenómeno de disolución, es la expresión latina, oportunamente recordada por Michelstae¬der (31). Sin embargo, es como si la fuerza se escapase de la mano del que la ha puesto en movimiento: ella pasa al dominio del bios, se convierte en "instinto", proceso casi impersonal y automático. Inexistente como hecho de la conciencia erótica, el instinto genésico se hace real en los términos de un `Es" (por usar este término del psicoanálisis), de una oscura gravitación, de una coacción vital que se sustrae a la conciencia y eventualmente la socava y revuelve. Esto, no porque exista "la voluntad de la especie", sino porque la voluntad del individuo de superar su
finitud no puede jamás ser extirpada, reducida al silencio o repri¬mida; ella sobrevive desesperadamente en esta forma oscura y demoníaca, según la cual suministra la dinamis, el impulso primordial al círculo eterno de la generación: aquí, en la misma relación con que la temporalidad está con la eternidad, en el sucederse y reiterarse de los individuos según la "inmortalidad en la Madre", se puede aún recoger un último reflejo engañoso de lo inmortal. Pero sobre este plano, el límite mismo entre el mundo humano y el mundo animal se borra poco a poco.

Como decíamos al principio, el proceso explicativo habitual debe pues ser invertido: lo inferior se deduce de lo superior, lo superior explica lo inferior. El instinto físico procede de un instinto metafísico. La tendencia primordial es hacia ser; es una tendencia, precisamente, metafísica, cuyo instinto biológico tanto a la autoconservación como a la reproducción, son "preci¬pitados", materializaciones que se crean, sobre su plano, su deter-minismo físico. Agotada la fenomenología humana, que partien¬do de la embriaguez hiperfísica, de una exaltación transfigurante y anagógica, encuentra su límite inferior en el orgasmo propia¬mente carnal en función genesíaca, se pasa a las formas de sexua¬lidad propias de los animales. Y, como en las diferentes especies animales, se pueden ver especializaciones degenerativas de posibilidades latentes en el ser humano, especializaciones acabadas en callejones sin salida, correspondientes a tipos que representan de¬sarrollos disociados, grotescos, obsesivos; del mismo modo debe ser considerada cada posible correspondencia entre la vida del sexo y del amor, en el hombre de una parte, en el reino animal de la otra: disociaciones, absolutizaciones oscuras y extremas de uno u otro aspecto del eros humano, he aquí lo que se encuentra en el reino animal.

Así vemos el magnetismo del sexo impulsar y guiar —a veces telepáticamente— especies en migraciones nupciales que cubren distancias inauditas, que comportan privaciones extremas y situa¬ciones que hacen perder la vida por el camino a una gran parte de los emigrantes, para alcanzar el lugar en el que los gérmenes pueden ser fecundados y los huevos depositados. Vemos las múltiples tragedias de la selección sexual entre las bestias feroces, el impulso ciego y a menudo destructor de la lucha sexual que, a pesar de las apariencias, no es por la posesión de la hembra, sino por la posesión del ser buscado tanto más salvajemente cuanto más lejano es el plano sobre el que se le puede encontrar. Vemos la crueldad metafísica de la mujer absoluta "macroscopizarse" en la manta que mata al macho en la cópula inmediatamente después de haberlo utilizado, y fenómenos análogos en la vida de los himenópteros y de otras especies: bodas mortales, machos cuya vida se termina inmediatamente después del acto procrea¬dor, o bien que son matador y devorados en el acto mismo del sexo; hembras que mueren después de haber puesto los huevos fecundados... En los batracios, vemos el abrazo absoluto que no interrumpen ni heridas ni mutilaciones mortales, y, en la erótica de los caracoles, el límite extremo de necesidad de contacto prolongado y del sadismo de la penetración multiforme. Vemos la fecundidad "proletaria" humana devenir pandemia y pulula-miento indefinido en las especies más bajas, hasta aproximarnos al plano donde, con el hermafroditismo de los moluscos y los tuniceros y la partenogenesis de los organismos monocelulares, de los protozoos y de algunos de entre los últimos metazoos, se encuentra, invertido, perdido en el bios ciego e indiferenciado, el mismo principio que está en el inicio de toda la serie descendente. Son todas las formas que un Rémy de Gourmont ha descrito en su Physique de l’Amour (32). Pero todo este mundo de corres¬pondencias se nos ilumina ahora con una luz diferente: no son ya los antecedentes del eros humano, sus estadios evolutivos infe¬riores, los que aquí se nos revelan, sino más bien las formas limi¬nales de su involución y desintegración bajo la forma de impulsos automatizados, demonizados, lanzados en lo ilimitado y en lo insensato. Pero ¿cómo no reconocer que en ciertos caracteres de este eros animal —allí donde se querría hablar del carácter absoluto de la "voluntad de la especie"— su raíz metafísica se hace incluso más visible que en muchas formas flácidas y "espirituales" del amor humano? Porque, según un reflejo invertido, se lee en ellos lo que, más allá de la vida efímera del individuo, es trans-portado por la voluntad del ser absoluto.

Estas ideas ofrecen también auténticos puntos de referencia para asir el impulso más profundo actuante detrás de la existencia humana de cada día. Sobre el plano de la vida de relación, el hombre tiene necesidad del amor y de la mujer, para escapar a la angustia existencial y fingirse un sentido para su existencia; inconscientemente, busca un sucedáneo cualquiera aceptando y alimentando cada ilusión. Se ha hablado justamente de la "sutil atmósfera emitida por el sexo femenino, que no se advierte cuan¬do se está inmerso en ella; pero cuando desaparece, se siente en la existencia un vacío creciente y se siente uno atormentado por una vaga aspiración a algo muy poco definido, que no se puede explicar" (Jack London). Este sentimiento sirve de fondo a la sociolo¬gía del sexo, al sexo como factor de la vida asociada: del matrimonio al deseo de tener familia, prole y descendencia, deseo tanto más vivo por cuanto se desciende del plano mágico del sexo y se advierte oscuramente la desilusión del deseo más profundo del ser, más allá del espejismo que centellea en el momento de los primeros contactos y en el vértice de la pasión. Este dominio en el cual el hombre domesticado encierra habitualmente el sexo se puede bien considerar el de los subproductos de segundo grado de la metafísica del sexo y, en el sentido dado por Michelstaedter a estas tales expresiones, un mundo de "retórica" que se sustituye al de la "persuasión" y la verdad (33). Aún más al margen, y como una dirección personal, se encuentra la búsqueda abstracta y viciosa del placer venéreo, como estupefaciente y lenitivo liminal por la falta de sentido de la existencia finita. Sobre esto tendremos que volver.

Notas a pie de página

(21)     Banquete, 205 d, 206 a.

(22)     Ibid., 206 b.

(23)     Ibid., 207 a

(24)     Ibid., 207 d, 208 b.

(25)    bid., 207 b, 208 b.

(26)    Es significativo que, al hablar de la "eternidad temporal" (en la especie) SCHOPENHAUER (Op. cit., c. 41, págs. 25-26) usa exactamen¬te la imagen de las hojas caducas, tomada de Homero —qualis folia genera¬tio, talis et bominum— en la cual J. J. BACHOFEN (Das Mutterrecht, Basel, 1897, § 4, cfr. § 15) ha visto justamente la base de la concepción físico-maternal y telúrica de las antiguas civilizaciones mediterráneas.

(27)    Banquete, 209 e.

(28)    Cfr. C. MAUCLAIR, Op. cit.: "¿Qué es una filiación, sino la proyección en el nuevo ser del mismo deseo de infinito que a su vez tino experimentará cuando sea adulto?" M contrario, es sólo en el mejor de los casos que lo experimentará, oscuramente, como dice PLATON (Feclro, 225 d): "El ama y no sabe que ama, no sabe siquiera cuál es su sentimien¬to... El no se da cuenta de que se mira a sí mismo en el amante como en un espejo."

(29)         S. KIERKEGAARD, In vino ventas, tr. it. Lanciano, 1910, págs. 52, 53, 55.

(30)    Si E. CARPENTER (Love’s coming-of-age, Manchester, 1896, Pág. 18) tiene razón cuando afirma que la finalidad principal del amor es tender a la unidad, él no está sin embargo más que en parte en lo cierto cuando dice que la creación sobre el plano físico, es decir, la procreación, es el efecto. del estado de unión íntima en la unión sexual, estado que susci¬ta el poder creador. Sea la posibilidad de que un hijo nazca de una mujer violada sin ninguna participación en el placer por su parte, sea, en el límite, la de la fecundación artificial, demuestran por el contrario que el hecho generador puede prescindir por completo del estado de unión extática de un abrazo sexual. La idea apuntada por Carpenter sigue siendo verdadera sólo en los casos de algunas aplicaciones especiales de la magia sexual (cfr. sobre esto más abajo, § 60).

(30)    C. MICHELSTAEDTER, La persuasione e la retorica, Firen¬ze, 1922, pág. 58.

(31)    R. de GOURMONT, La physique de l’Amour, París, 1912, pág. 120: "Las invenciones sexuales de la humanidad son casi todas ante¬riores o exteriores al hombre. No hay ninguna cuyo modelo, inclusive per-feccionado, no le sea ofrecido por los animales, hasta por los más humil¬des." Pág. 141: "No hay ningún tipo de lujuria [humanal que no tenga su tipo en la naturaleza en términos de normalidad", es decir, que no figure como manera de ser espontánea y fija de determinadas especies animales. Naturalmente, DE GOURMONT usa todas las correspondencias verificadas para lo opuesto, o sea, para incluir el eros humano en el conjunto del eros animal.

(32)    A este contexto se pueden referir las palabras del Corán (LXIV, 14): "Oh vosotros que creéis, en verdad que en vuestras mujeres y vuestros hijos hay un enemigo vuestro: guardaos de ellos."

(33)    Banquete. 180 d-e.

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 36. Sobre el demonismo de lo femenino. El simbolismo de la cópula invertida

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 36. Sobre el demonismo de lo femenino. El simbolismo de la cópula invertida

Biblioteca Julius Evola.- Evola recuerda que en el eterno femenino existe la posibilidad de destruccion y disolución de la virilidad. A esto le llama "el demonismo de la femenino". Esta temática deriva directamente de la Vía de la Mano Izquierda en el que la feminidad está presentada como una posibilidad divolvente que hay que afrontar, para acelerar L "prueba" a realizar por el hombre sobre sí mismo: si se siente ganado, dominado, derrotado y obsesionado por la feminidad es que ha sido derrotado por ella. Lejos de haber encontrado el remedio en el veneno, ha acelerado su rotura interior.

 

36. Sobre el demonismo de lo femenino. El simbolismo de la cópula invertida

Se sabe que, en las tradiciones de numerosos pueblos, el prin­cipio femenino ha estado asociado no sólo al principio de una "seducción", sino también al elemento “demoníaco". Según la Cabala, lo demoníaco procede precisamente del elemento feme­nino[1] y, según el taoísmo chino, del principio yin, así como en la tradición egipcia la personificación de las fuerzas antisolares es principalmente femenina e Isis misma tiene a veces este carác­ter, como en la leyenda en que le son atribuidos los rasgos de una encantadora que se apodera con astucia del "nombre de potencia" de Rà, a fin de sujetarlo[2]. Seria fácil recoger otros datos de diferentes tradiciones a propósito de este aspecto de lo femenino, que sin embargo hay que entender sobre un plano no moral, sino ontológico, con referencia a la tendencia natural propia del principio çaktico, del principio de la "materia" o de las "Aguas", si se considera la manifestación bajo sus aspectos dinámicos y dramáticos, y no bajo los de un proceso eterno de emanación eterno de tipo casi spinoziano.

Esto nos conduce a una enseñanza esotérica cercana ya a la metafísica de la sexualidad humana. La tendencia demoníaca femenina se manifiesta en el hecho de captar y de absorber el principio de la virilidad trascendente o mágica: principio de referirse, en general, a Io que en Io masculino refleja el elemento sobrenatural, anterior a la Díada, a aquello que en la naturaleza es superior a la naturaleza y que virtualmente tendría el poder de "hacer remontar la corriente hacia arriba" y de quebrar el vinculo cósmico. Este significado es exactamente el que, en la terminolo­gía budista, tiene la expresión vîrya, cuya raíz, por otra parte, es la misma que la del latin vir‑ designa la virilidad en un sentido eminente y trascendente, tal como se activa en la alta ascesis, que puede conducir más allá de la región del devenir, del samsâra, "deteniendo el flujo". Según la polivalencia que le es propia en la terminología técnica tántrica y del Hatha‑Yoga, el mismo término virya puede sin embargo designar también el semen masculino, lo que, en un contexto màs general, no deja de estar en relación con la teoría que al hombre en cuanto tal, es decir, ya por el simple hecho de su virilidad ‑purushamâtra sambandhi­bhih‑ le es potencialmente dado acceder al cumplimiento sobre­natural de si[3]. Ahora bien, en la naturaleza de Io femenino està el tender a someter y absorber este principio, en función demetriana o en función afrodisiana, pero no tanto sobre el plano material y humano, con referencia a la procreación y al vinculo de la carne y del deseo, cuanto sobre un plano oculto. En esto se manifiesta su "demonismo" esencial, su función antagonista, tendente al mantenimiento de aquel orden que el gnosticismo, en un encuadramiento dualista, llama el "mundo del Demiurgo" (es el mundo de la naturaleza, en el sentido más vasto, opuesto al del espíritu). Así se ha podido hablar de una "muerte absorbente" que viene al hombre por la mujer, porque, para el hombre, perder la vîrya, el principio viril màgico, cuando se confunde con la substancia femenina hecha de deseo, equivale a "ser borrado del Libro de la Vida"; vida, bien entendido, en sentido superior, figurado, iniciático. Aquí se nos presenta pues el tema de una natural "inexorabilidad" del principio femenino y de una "guerra de los sexos" sobre un plano anterior y superior a todo Io que puede tener tales rasgos en el campo de las relaciones simplemen­te humanas e individuales, profanas y sociales.

Myrinck ha puesto de relieve tal orden de ideas indicando su concretización más drástica en los antiguos misterios que se cele­braban en el Ponto bajo el signo de una de las variantes de la Gran Diosa, Isis[4]. Pero en los mismos Misterios de Rea‑Cibeles, no es arriesgado atribuir un sentido análogo. La "orgía sagrada" cele­brada bajo el signo de esta diosa desembocaba en una embriaguez extática desvirilizante, tanto que, en las degeneraciones de tal culto, podía ocurrir que los mistes sacrificasen a la diosa el prin­cipio de su virilidad, en su misma expresión física, castrándose y vistiendo vestidos femeninos. Y la diosa, en este culto como en otros del mismo ciclo (en los Misterios de Hécate de Laguira, de Astaroth, de la Astarté de Heliôpolis, de Artemisa de Efeso, etcétera), tenia sacerdotes castrados o portando vestimenta feme­nina.

De otra parte, en el dionisismo preórfico, corriente en la que el predominio del, elemento femenino es muy significativa, y que además del culto público celebraba sus propios Misterios, en los que en algunos casos (como, al principio, en las Bacanales, en Roma) los hombres estaban excluidos y sólo las mujeres eran iniciadas, hay aspectos que llevan sobre la misma línea a través de la soberanía que la mujer dionisíaca realiza respecto de la simple virilidad fálica, equivaliendo la excitación, la ejecución y la absor­ción de esta última por la mujer prácticamente a una lesió y a una fractura de la virilidad trascendente, según esta ambivalencia del eros, de la que hemos hablado en repetidas ocasiones[5].

Sin embargo, la tendencia demoníaca de lo femenino debe ser reconocida tanto en estas formas "infernales" como en las formas "celestes", que ellas mismas comportan un límite "cósmi­co". Si la mujer puede dar la vida, obstruye, o tiende a obstruir, el acceso a lo que está más allá de la vida. También éste es un tema que se encuentra frecuentemente en el ámbito de las leyen­das y de los mitos heroicos. Por ejemplo, el chamanismo conoce un mito característico, el de una mujer celeste que, si ayuda y protege al chaman, se esfuerza sin embargo por tenerlo para ella sola en el séptimo cielo y se opone a la continuación de su ascensión celeste. Ella le dice que el camino siguiente está cortado y le tienta con un aumento celeste[6]. En las leyendas heroi­cas, el amor de una mujer de rasgos más o menos sobrenaturales, se presenta a menudo menos como ayuda que como obstáculo y peligro para el protagonista.

No sin relación con todo esto, es importante distinguir dos tipos de Misterios, que se pueden llamar Grandes Misterios y Pequeños Misterios, o también Misterios Ammónicos y Misterios Isiacos, fuera sin embargo de una relación histórica rigurosa con la fisonomía real de las instituciones antiguas sagradas que pueden haber tenido esta designaci6n, antes que en base a una definici6n morfol6gica general. Los Misterios Pequeños o Isía­cos pueden ser pues definidos como los Misterios de la Mujer, como Misterios cuyo fin es la reintegración "cósmica" del indi­viduo, su unión con la substancia femenina, fuerza‑vida y substra­to de la manifestación. Estos Misterios pueden tener un carácter tanto luminoso como demoníaco, según su funcionalidad: demo­níaca, en las formas y en las situaciones indicadas con anteriori­dad, correspondiendo a una "absolutización" de su principio ‑del femenino‑ activado en función antagónica respecto a todo lo que es super‑"cósmico". Como hemos dicho, esta tendencia puede no ser siempre directamente visible; incluso cuando el prin­cipio de la Mujer y de la Madre se transfigura en la forma de Una Madre Divina o Madre de Dios ‑motivo ya presente en la anti­güedad egea y en el culto isiaco, cuya iconografía conocía la diosa con el niño, que, bajo un cierto aspecto, es la Janua Coeli cristiana, incluso entonces el limite permanece.

Se pueden definir los Misterios Grandes o de Amón como aquéllos ligados a la "ascensión", al reflujo hacia arriba de la corriente, a la superación del nivel "cósmico"; están pues bajo el signo de la virilidad trascendente, abriendo la serie de las situa­ciones en las cuales esta virilidad toma siempre ventaja.

En una de sus particulares acepciones, el mitologema del incesto se puede insertar en este contexto. La Mujer, que ha desempeñado la función de "madre", que ha suministrado al ser dividido el "agua de vida" y de resurrección (el "segundo naci­miento" propio de los Pequeños Misterios"), viene a ser poseída por aquel que ella, en cierto modo, ha engendrado, que es su hijo. Aunque con referencia a las operaciones del Arte Regia (del que se dice que en sus fases reproduce la obra de la creación), en el hermetismo alquímico este simbolismo se presenta en forma rigurosa. Se nos habla de una primera fase, denominada régimen de la Mujer, de las Aguas o de la Luna, o albedo, en la cual la Mujer tiene ventaja sobre el Hombre y Io reduce a su naturaleza (Pequeños Misterios). Después de que el hombre se ha disuelto en el principio opuesto, viene el régimen llamado del Fuego o del Sol, o rubedo, en el que es el Hombre el que toma ventaja para dominar a la Mujer y la reduce a su naturaleza; y precisa­mente para designar esta segunda fase algunos textos han utili­zado a veces el simbolismo del incesto del Hijo con la Madre[7]. Si se considera, no en sucesión y como la una ordenada a la otra, sino en su contenido esencial, las dos fases corresponden a las dos formas antitéticas, sea de éxtasis, sea de tradiciones mistéricas, sea de "nacimientos", de que hemos hablado.

Entresacando en la rica y multiforme materia de los símbo­los y de las imágenes tradicionales, una sigla bastante expresiva referente a esta antitesis viene dada por la oposición de signifi­cado presentada por un mismo extraño tema: el de la "cópula invertida", en dos complejos diferentes. Uno pertenece a Egipto. La antigua diosa egipcia Nut es una de aquellas representaciones de lo femenino que ‑como la misma Isis‑ parece haber tenido en su origen un carácter telúrico, es decir, una relación esencial con la tierra, pero que a continuación habría de revestir un carác­ter celeste y absolutizarse. Identificada con Rea por Plutarco, vipartta‑maithuna del que ya hemos hablado, o sea, de una forma de uni6n sexual que, estando caracterizada por la inmovilidad del varón y el movimiento de la mujer, en parte repite la situa­ción de las representaci6n egipcias de Nut, pero para expresar la idea opuesta de la soberanía masculina. El dios aquí es Shiva, u otra divinidad equivalente de tipo "purushico", y su inmovili­dad expresa el carácter de la verdadera virilidad que, como hemos visto, no actúa en sentido propio, despierta solamente el movi­miento en prakrtî, en la "naturaleza" o Çakti, que es a quien toca moverse, desarrollar el dinamismo de la creación. Para utilizar una feliz expresión de T. Burckhardt, se trata aquí de "la actividad de lo inmutable y de la pasividad de Io dinámico". Y si las represen­taciones tibetanas de la pareja divina unida en este tipo de acopla­miento Ilevan a menudo el nombre de "el‑dios‑que‑posee‑a‑la‑Ma­dre"[8], en ello reaparece también el simbolismo del incesto, ya encontrado en las tradiciones occidentales de raiz hermético­-misteriosóica[9]. Luego conviene hacer notar que la posición del viparîta‑rnaithuna pertenece a un marco esencialmente sacral y ritual. En efecto, según textos como el Kâma‑Sûtra, no parece que en la India sea particularmente utilizada en el dominio del amor profano, en el cual, por otra parte, de costumbre toda rela­ción entre los sexos que corresponde al simbolismo propio de una tal posición es inexistente: aparte las figuraciones iconográficas y estatuarias, parece que esta postura haya sido sobre todo puesta en práctica, como latâ‑sâdhana y latâ‑veshtitaka, en los ritos secre­tos de magia sexual tántrica, y no sin razón. En efecto, en estos ritos, el hombre está obligado a encarnar a Shiva y, sin embargo, a tomar, frente a la mujer, esa actitud internamente activa de la que no hay casi huellas en el transporte del acto ordinario del amor físico, pero cuya "sigla" es precisamente el viparîta‑maithu­na.

En fin, es interesante hacer notar que el sentido más profun­do de la inmovilidad masculina, que se puede extraer del simbolis­mo sexual que acabamos de considerar, corresponde al sentido Nut se presenta en efecto como la "Gran Señora que dio naci­miento a los dioses", como la "Dama del Cielo", la "Señora del Cielo, Soberana de las dos Tierras", que tiene el cetro papiráceo y la Nave de Vida. Ahora bien, en una de las representaciones más frecuentes, Nut es "la que se curva": "casi siempre desnuda, curva el cuerpo hasta tocar la tierra con la punta de los dedos, las piernas y los brazos semejantes a sostenes o pilares de su cuerpo dispuesto horizontalmente". En esta postura, Nut es el Cielo y no està sola: debajo de ella, está tendido Seb, concebido como un dios de la Tierra, con su virilidad erecta, y el conjunto no deja la menor duda sobre el hecho de que Nut va a bajar y tenderse sobre el dios supino para unirse a él y tomarlo en su carne en una unió sagrada, en la sagrada mixis del Cielo y de la Tierra. Pestalozza ha hecho notar justamente que la posición desacostumbrada, invertida, de la diosa en la unión sexual revela un significado preciso; es ésta una posición que se encuentra no solamente en las señaladas figuraciones egipcias, sino que aparece también en otras del mundo sumerio, llevándonos, con los bajo­rrelieves de Lausel, hasta el paleolítico superior. En esto presenta una curiosa, drástica expresión, el principio de la soberanía feme­nina. La posición dominante de la diosa significa ritualmente la preponderancia poseída por el principio femenino en el seno de las formas de una civilización ginecocráticamente orientada, su soberanía afirmada y reivindicada en el acto mismo que perpetúa la vida[10].

El mismo simbolismo de la unión sexual invertida entre figu­ras divinas está presente también en civilizaciones orientadas androcráticamente, con un significado completamente opuesto. De paso, recordemos que, en los pueblos islámicos, un tal tipo de unión viene marcada en un preciso contexto simbólico, según el dicho siguiente: "Maidito sea el que hace de la mujer el Cielo y del hombre hace la Tierra." Pero en el mundo hindú e indo­tibetano son frecuentísimas las representaciones plásticas de aquel análogo que, en un dominio diferente, pero con una esencial convergencia, reviste la inmovilidad como inmovilidad hierática o inmovilidad real; expresiones eminentes, tanto la una como la otra, de la


[1] Cf. SCHOLEM, Op. cit., pig. 51.

  [2] Cf. G. A. WALLIS BUDGE, 7he Book of the Dead, London, 1895, Pàgs. LXXXIX sgg.

[3] Cf. S. RADHAKRISHNAM, The Hindu view of Life, London­New York, 1927, pàgs. 112, 122. En relacién con las significaciones que, en el antiguo mundo mediterràneo, surgieron del encuentro de mitos opuestos, J. J. BACHOFEN escribe: "La mujer aporta la muerte, el hombre la supera a través del espiritu", no con la virilidad filica, sino con la virili­dad espiritual (Das Mutterrecht cit., § 76, pàg. 191).

  [4] En Der Engel Yom weslichen Fenster (tr. it.: LAngelo della finestra d'Occidente, Müano, 1949, pàgs. 344 sgg.).

[5] Aunque sea en una mescolanza con situaciones bastante profanas, D. H. LAWRENCE ha rendido bastante bien este contexto en el siguiente pasaje: "Ser ardiente como una bacante que huye a través de los bosques, a la busca de lacco, el phallus luminoso, phallus que no fiene una persona independiente detrás de si, sino, que es solamente el puro dios­ esclavo‑de‑la‑mujer. El hombre, el individuo: era preciso impedir su inter­vención. No era más que un esclavo del templo, portador y guardián del phallus luminoso que pertenecía a ella. Así, en la onda de su renacimien­to [de la mujer] la antigua pasión vehemente arde por algim tiempo en ella y el hombre se reducia a instrumento despreciable, a ser un simple portador del phallus, destinado a ser hecho pedazos después del cumpli­miento de su oficio." Hay una parte de verdad en esta afirmación de G. R. TAYLOR (Sex in history, cit., pig. 263): "Por desagradable que pueda parecer esta idea, el acto sexual presenta un simbolismo similar, porque el fin del orgasmo sexual coincide con una pequeña muerte, y la mujer efectúa siempre, en un cierto sentido, la castración del varón."

  [6] En M. ELIADE, Le chamanisme et les techniques archaii~ues de l'extase, Paris, 195 1, pigs. 86‑87.

 

  [7] Cf. J. EVOLA, La tradizione. ermetica, Bari  ~ 1948, § 19.

  [8] Cf. G. TUCCI, 17 libro tibetano del Morto, 1949, pàgs. 25, 71­72,74.

[9] Existen también figuraciones tàntricas con Shiva yacente, sernejante a un cadàver, y la Çakti hecha de Ilamas danzando sobre su cuerpo: inmovilidad, ésta, a la que es preciso atribuir el misrno sentido positivo indicado con anterioridad. Puesto que una imagen bastante conoci­da es la de la "danza de Shiva", seri oportuno hacer notar que el simbolis­mo al cual ella obedece concierne al dios Shiva concebido sintéticamente, a saber, corno el que reune en si ya la inrnutabilidad, ya el movimiento.

[10] (75) Sobre todo esto, Cf. PESTALOZZA, La religione mediterra­nea, cit., y c. 11, pàgs. 71 sgg. Cf. pàg. 51 donde se recuerda que en algunos textos de las piràmides viene referida una situacién anàloga a la misma diosa Isis, porque,se describe a la diosa como uniéndose con su hermano y paredre (el tema del simbolismo del incesto no ya con la madre, sino con la hermana, tiene por base la dicotomía de la diada, considerados Io mas­culino y Io femenino como hermano y hermana, por ser "hijos" del Uno primordial) que està acostado sobre la espalda, como muerto, pero itifà­lico: la diosa desciende sobre él como la hembra del halcOn ‑dice el texto‑ para tenderse sobre él y tomar su simiente, cf. T. HOPFNER, Plutarch über Isis und Osiris, Praga, 1940, v. 1, pàg. 8 1.

 

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 35. Lo masculino y lo femenino en la manifestación

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 35. Lo masculino y lo femenino en la manifestación

Biblioteca Julius Evola.-  En este parágrafo Evola aborda una temática que desarrollará más ampliamente en los capítulos siguientes. Como en todos los campos de la espiritualidad, también en el terreno de la metafísica del sexo existen dos vías, la de la mano derecha y la de la mano izquierda. Evola aborda algunos elementos del tantrismo, como la quintaesencia de esta vía de la mano izquierda en la que el sexo, que puede derribar y dominar al individuo, se convierte en vehículo de liberación.

 

35. Lo masculino y lo femenino en la manifestación

En la exposición precedente, nos hemos pasado ya en más de un punto, de la consideración estática de lo masculino y de lo femenino como principios, categorías o formas divinas, a la dinámica de los dos, como poderes que están en una relación variada el uno con el otro. Para tratar mis en detalle este aspecto particular es preciso fijar en principio un punto importante.

No hay doctrina metafísica y tradicional completa que haya considerado la Díada como supremo punto de referencia de su visión del mundo. Como ya se ha señalado, la tradición extremo ­oriental conoce, más allá del yin y del yang, la Gran Unidad, Tai‑i o Tai‑ki. Plotino habla del Uno superior y anterior a la dualidad divina de nous, de ser y de potencia de vida. El tantrismo conoce el Nirgûna‑Brahman, o un otro principio equi­valente, más allá de la Diada Shiva‑Çakti, y así sucesivamente. Semejante relación hace que no se le pueda reconocer una digni­dad igual a los dos principios. El principio masculino, el yang, Shiva o el ser como término de la díada refleja el Uno, el ser tras­cendente; representa e incorpora este Uno en el proceso de la manifestación universal, en la relatividad, en la corriente de las formas ' (en Plotino, en calidad de Logos). En cuanto a la "natu­raleza", en términos teológicos, se puede decir que ella no es un principio coexistente con Dios, sino que deriva de Dios y tiene por tanto una "realidad segunda"[1].

De aquí, una preeminencia de derecho, ontológica o metafí­sica, de lo masculino respecto a lo femenino, a la que sin embargo no corresponde necesariamente una preeminencia de hecho. Al contrario, la primera fase de la manifestación no podría ser carac­terizada mis que por el liberarse y actuar de la potencia femenina redespierta, la cual por esto mismo toma ventaja sobre el princi­pio del ser puro y de lo idéntico; ventaja que se mantendrá en toda la fase que podríamos llamar descendente o emanativa, en el proodos plotiniano, en el pravrtti‑nwrga del que hemos hablado al describir las dos vías, la Vía de la Mano Derecha y la de la Mano Izquierda[2]. Esta fase se desarrolla hasta un límite marcado por un equilibrio de los dos principios, muy pronto después del cual se produce un cambio de dirección, un punto de crisis o de ruptu­ra. La potencia, la Çakti, puede desatarse o dispersarse en lo ili­mitado, o bien puede ser gradualmente retomada y dominada por el principio opuesto en formas y situaciones en las cuales éste tiene siempre mis ventaja, hasta una posesión completa, transpa­rente del "devenido", que es portado por lo femenino, en lo masculino, suscitador de todo devenir, y en una síntesis superior que reproduce de alguna manera la unidad primordial. Este es el posible arco ascendente mis allá del punto mis bajo del ciclo, arco en el cual el movimiento va hacia lo que, en términos cristia­nos, se podría llamar la "consumación", que se puede poner en relación con la Vía de la Mano Izquierda y que se encuentra bajo el signo de Shiva en sentido propio, es decir, como el dios de la "trascendencia"; mientras que la primera fase se encuentra bajo el signo de la Çakti, pero también de las divinidades de la crea­ción y de la conservación (Brahmâ y Vishnù).

Importa subrayar que estas varias fases hay que concebirlas en términos, no de una sucesión temporal, sino de una multipli­cidad de situaciones posibles, con relaciones diferentes entre lo masculino y lo femenino, entre la forma y la materia, entre el Cielo y la Tierra, entre el yang y el yin, según una predominan­cia ya del uno, ya del otro principio. Son situaciones que se encuentran por todas partes: en el cosmos y en sus períodos; en la historia y sus épocas; en la estructura y en el espíritu de las culturas, de las civilizaciones y de las mismas sociedades (en estas últimas según la oposici6n entre civilización del Padre y civilización de la Madre, entre civilizaciones androcráticas y civiliza­ciones ginecocráticas), de instituciones basadas sobre el puro derecho paternal y civilizaciones matriarcales; en los individuos, porque es el predominio del uno o del otro principio el que da lugar a la formación del sexo (como sexo tanto del cuerpo como del alma), a los "hombres" y a las "mujeres". Así expuestas, las concepciones que han podido parecer abstractas suministran en realidad hilos conductores fundamentales para orientarse en el estudio de toda realidad.

Se puede poner de relieve que detrás de las diferentes figura­ciones del mito de la "caída" se oculta a menudo la idea de una identificación y una disolución del principio masculino en el principio femenino (o "cósmico") hasta asumir su modo de ser. Es lo que ocurre necesariamente en la primera fase de la manifes­tación, la cual no puede tener, para el ser puro, más que el sentido casi de un estado de olvido, de oscurecimiento (el avidyâ hindú; en el mito platónico, Porus ebrio y desfallecido que se une a Penia; el nous que, en el abrazo de la fisis es devorado por la oscuridad; la delicuescencia de Narciso, etc.). AI Corpus Herme­ticum pertenecen estas palabras: "Aunque macho‑hembra (andró­gino) como el Padre [como el Uno, del que el macho es el refle­jo y superior al sueño, es dominado por el sueño"[3]. El despertar, el recobrarse (en términos soteriológicos: la "reden­ción", la "salvación") podrá realizarse en las situaciones de la segunda fase, de la ascendente o shivaica. La condición previa para esto es la superación del punto de cambio de dirección, la victoria sobre la resistencia opuesta a la fuerza femenina vincu­lante o tendente hacia lo sin‑limite; es la ruptura del nivel "cós­mico".

Seria largo enumerar los mitos típicos en los cuales esta idea ha tenido una representación plástica. Por ejemplo, ya hemos hecho alusión a la concepción cabalística del exilio de la Sheldnah, símbolo del estado de "ruptura" en el reino de las potencias divinas (es la fase del desligarse, del ser casi para si de la Çakti cosmogónica) y en la correspondiente concepción del Sabbat eterno, en que todo será retomado a su raíz original; estado, éste, entendido como la reunión del Santo con su Shekinah: las nup­cias del Santo con la Shekinah restablecieron la unidad del Nombre Divino, destruido por la caída. Según la tradición en cuestión, a esto es a lo que debería mirar todo precepto sagrado, tanto que la fórmula que pronuncian los Chassidim antes de cumplir cada mandamiento es: Lechent fichud Kutria, berich Hu u‑Shekinte. "En el nombre de la unidad del santo ‑bendito sea-  con su Shekinah"[4].

En el gnosticisrno cristiano, encontraremos el tema de las peripecias de la Sofía cósmica en el mundo inferior, hasta que ella es desposada por Cristo (el Logos, es decir, el que refleja o "por­ta" el Uno; el hijo del ser trascendente) y reconducida de nuevo al mundo de la Luz[5]. Y es transparente el contexto simbólico en base del cual Simón del Gnóstico indicaba la encarnación de Sofía en la mujer que tenga consigo (Selene, la Luna), la cual con anterioridad era una prostituta y ahora se había convertido en su esposa. Más en general, nos queda este importante fragmento de la Gnosis de Marco‑ "Yo soy el hijo del Padre, que está más allá de toda existencia, mientras que yo estoy en la existencia. Yo vine [a la existencia] para ver [las cosas] mías y no mías [para referir estas cosas, respectivamente, al macho y a la hembra de la Díada primordial] y sin embargo no enteramente mías [en la fase emanativa] porque soy de Sofía, que es [mi contrapartida femenina, y ella las hizo por si misma. Pero mi nacimiento viene del que está más allá de la existencia y yo retorno de nuevo al principio de donde provengo" (56). Las diferentes fases o situa­ciones están bien indicadas en la enseñanza de los Misterios, refe­ridas por Ireneo (57) a propósito de Adamas, el "inquebranta­ble", llamado también "piedra angular" y "hombre glorioso". Aquí se habla de la barrera detrás de la cual en cada hombre se encuentra el hombre interior, el hombre que deriva del arque­tipo celeste, Adamas, y que, "caído en una obra de arcilla y de greda", lo "ha olvidado todo". En relación con la mitología ciática, se habla en seguida de la doble direcci6n, del flujo y del reflujo en sentido opuesto, del Océano, de las Aguas, cuyo efecto es el nacimiento de los hombres en un caso, el nacimiento de los dioses en el otro (es decir, se refiere respectivamente a las situa­ciones de la fase descendente y de la fase en' la cual, las Aguas son detenidas y devueltas arriba, tanto que el "reino de la mujer" tiene fin); y se dice: "Al principio está la bienaventurada natura­leza del hombre de arriba, Adamas; después, aquí abajo, la natu­raleza mortal; en tercer lugar, está la raza de los sin‑rey, que es llevada arriba, donde está Mariam, la que es buscada [lo femenino como principio de reintegración]." El ser producido por la co­rriente reconducida a lo alto es Llamado el "hombre andrógeno, arsenozelus, que está en cada uno". Finalmente se habla de las dos estatuas de hombres desnudos ithifàlicas (con el falo en erección) del templo de Samotracia, que son interpretadas, la una como imagen del macho primordial, Adamas, y la otra como imagen del hombre nacido de nuevo, "que es en todo y por todo de la misma naturaleza que el primero". Esta misma sabi­duría se continuara, inmutada, en la tradici6n hermética, en el Medievo y hasta en la primera edad moderna. Pernety hablará de la "prostituta", identificada con la Luna, que el Arte Regio devuelve al estado de Virgen; de la "Virgen, animada por el semen del primer macho, que unida a un segundo macho [el hombre, como representante del macho primordial que ha fecun­dado en el origen la sustancia‑vital, concebirá de nuevo por medio de la simiente corporal de éste poniendo finalmente el mundo a un niño hermafrodita que será la raíz de una raza de reyes muy poderosos"[6]. En esencia, este es el mismo miste­rio al que, al hablar de la tradici6n extremo‑oriental, hemos hecho alusión, llamándole el "misterio de los Tres", a través del cual el Uno, unido al Dos femenino, vuelve a si mismo. A la rectificación, o transmutaci6n, de la polaridad de lo femenino implícita en esto, se puede referir ya el símbolo hermético del "hijo que engendra a la Madre", ya la curiosa expresión dantesca relativa a la Virgen: "Virgen Madre, hija de tu hijo."

La importancia de estas tradiciones reside en el hecho de que a través de ella se establece una relación directa, sea con el mundo de los antiguos Misterios, sea con el tema del andr6gino, mientras que ellas' nos ofrecen también el medio de aproximarnos a un mundo de acciones y de realizaciones.

Acerca del primer punto, el motivo que hemos encontrado aisladamente en Platón y que nos ha servido de base para compren­der la metafísica del eros ‑el mito del andr6gino‑, se nos presen­ta pues integrado en un contexto que tiene un carácter de univer­salidad, definiéndose sobre un trasfondo cósmico. No estará quizás privado de interés ofrecer, a este respecto, cualquier otra documentación.

El Corpus Henneticum conoce el estado de la androginia originaria que, en un momento dado ‑se dice: "estando cumpli­do el periodo"‑ decae; entonces toman forma, de una parte el macho, de la otra la hembra[7]. Haciendo abstracción de la doctrina, ya recordada, de la Shekinah, la exégesis cabalistica del Génesis contiene el mismo tema. Según el Bereshit Rabbà (f, i, 26) el hombre primordial es andrógeno. La mujer sacada de Adán se Llama Aisha, porque ha salido de Aish (el hombre); después Adán le da el nombre de Eva (la vida, la viviente) porque a través de ella él puede retornar a la unidad[8]. En este texto, como mas tarde en Maimónides[9], se vuelve a encontrar la misma fabulación platónica del ser roto en dos partes, y el tema, que es preciso comprender sobre el plano metafísico, del ser que en cierto aspecto es uno y en otro aspecto es dos". León Hebreo (Jehuda Abardanel), por otra parte, se referirá explíci­tamente a Platón, intentando relacionar su doctrina del andrógi­no al mito bíblico de la caída del hombre primordial, y mante­niendo la interpretaci6n platónica del sentido mas profundo de cada eros. Que el hombre deje padre y madre y se una a la mujer, formando con ella una sola alma ‑como se dice en la Biblia-. ­León Hebreo lo explica por el impulso de las dos partes a que ha dado lugar por disociación el ser de los orígenes, para recomponer la unidad originaria, puesto que los dos "han sido divididos de un individuo único"[10].

Este motivo de origen mistérico no fue extraño a los ambien­tes de la misma patrística griega, de los cuales, probablemente a través de Máximo el Confesor, pasó a Escoto Erigena, al cual se debe una formulación digna de ser traída a colación. Escoto enseña que "la división de las substancias comienza en Dios mismo y se define en un descenso progresivo hasta aquel término que es la división en hombre y mujer. De aquí también que la reunifica­ci6n de las substancias debe comenzar en el hombre y recorrer los mismos grados hasta Dios, en quien no hay ninguna divisi6n, porque en El todo es uno [esto equivale al nivel del Uno ploti­niano, de la Gran Unidad extremo‑oriental, etc.]. La unificación de las criaturas comienza pues en el hombre". Como en Platón, también en Escoto el motivo metafísico es presentado en térmi­nos morales, es decir, viene referido a la "caída" (ya hemos visto lo que metafísicamente corresponde a este concepto: a la situación antológico‑dinàmica propia de la fase descendente o emanativa). Así Escoto enseña que "si el primer hombre no hubiese pecado, su naturaleza no hubiese sufrido la diferenciaci6n sexual", que tal diferenciaci6n es consecuencia solamente de la caída. De ahí la contrapartida escatol6gica: "A la reunificaci6n del ser humano sexualmente dividido en su unidad originaria, en la que no era ni hombre ni mujer, sino simplemente ser humano, seguirá la reunificación de la esfera terrestre con el paraíso en la consumación de los tiempos"[11]. Cristo habría anticipado esta reunificación restauradora de la dignidad ontol6gica originaria del ser. Escoto refiere la tradición, proveniente de los ambientes misté­ricos indicados con anterioridad, pero para la cual él cita a Máximo el Confesor, según la cual Cristo habría unificado en su natu­raleza los sexos divididos y, en la resurrecci6n, El no habría sido "ni hombre ni mujer, a pesar de haber nacido y muerto hom­bre"[12]. Por la gracia de la redención, también el hombre habría adquirido esta capacidad virtual[13].

En Escoto Erígena, estas opiniones tienen un simple carácter doctrinal teológico‑escatolôgico. Toda referencia al eros como instrumento posible de la reintegraci6n, o a cualquier práctica concreta, falta en dicho autor. Por contra, hay razones para creer que el misterio del andrógino, con una relación mas estrecha a la tradición iniciática donde habla tomado forma ya antes del cristianismo, haya sido asumido sobre el plano operativo por la tradici6n hermético‑alqufrnica, la cual desde el principio, desde los textos helénicos, habla reconducido la esencia de la Gran Obra a la unión de lo masculino con lo femenino, y que en la literatura medieval, como en las prolongaciones de ella que van hasta un período relativamente reciente, otorga un gran relieve al símbolo enigmático del Rebis, haciendo alusi6n al "ser doble", al andrógeno que reúne en si a las dos naturalezas, la masculina y la feme­nina, la solar y la lunar. Entre todas, se puede señalar como parti­cularmente sugestiva la figura andrógina correspondiente al Epi­grama XXXIII del Scrutinium Chymicum de Michel Maier con la siguiente didascalia: "El hermafrodita, semejante al muerto, yacente entre las tinieblas, tiene necesidad del fuego"[14]. En su momento, volveremos sobre las enseñanzas prácticas o suscep­tibles de aplicación práctica en términos de magia sexual, refe­rentes a todo esto. Para concluir esta digresión, diremos sola­mente que, en la línea de esta tradición, la asociación establecida por Escoto Erígena entre Cristo y el andrógeno reaparece en Khunrath. En el cuadro II de su Amphiteatrum Eternae Sapien­tiae (1606), se ve en efecto al Adán‑Eva regenerado en la figura del andrógeno, con la siguiente didascalia: "El hombre que recha­za el binario (la Díada) vestido de Cristo, imitando a Cristo ‑Homo binarius repellens, Christo indutus, et eum imitans. " Más explícitamente, el mismo tema es dado en el cuadro 111 de la misma obra, cuadro que indica la "piedra filosofal". En su parte central se encuentra el Rebis, Hombre‑Mujer, Sol‑Luna, con el siguiente adagio: Etiam mundus renovabitur igne.

Finalmente, podríamos hacer notar este hecho: es difícil negar la existencia de un esoterismo en Leonardo de Vinci. Ahora bien, en sus cuadros, el tema del hermafrodita representa un nota­ble papel, sobre todo en las figuras más significativas, como San Juan y Baco (Dionisos). Además, en sus pinturas recurre enigmáticamente, casi como una sigla, al motivo de la aquilea, planta que solía considerarse como andrógena.



[1] Esto tiene un cierto reflejo en el mito bíblico según el cual Eva deriva de Adán, fue formada de una parte de Adán, como la idea de que sólo el Hombre habría sido hecho a imagen de Dios. Cf. ELIPHAS LEVI, Dogme et rituel de Haute Magie. La mujer sale del hombre como la naturaleza sale de Dios; así Cristo se eleva a si mismo al cielo y sube a él a la Virgen Madre.

 [2] En la naturaleza, esta situación metafísica se refleja en el hecho de que, cuanto mis se desciende a lo largo de la escala biológica, más se encuentra el prevalecimiento de las "sociedades femeninas" y el predominio de la hembra sobre el macho.
 

  [3] Corpus Hermeticum, 1, 15.

[4] Cf. G. G. SCHOLEM, Les grands courants de la mystique juive, Paris, 1950, pàgs. 247, 293. M. D. LANGER, Die Erotik in der Kabbala, Praga, 1923, pàg. 116. (55) MEAD, Fragments of afaith forgotten, cit., pàgs. 307, 309.

[5] Apud MEAD, Op. cit., pégs. 281‑282. (57) PhilosophumenaV,i,6‑7,8.

[6] PERNETY,Dict.mitho‑hermét.,cit.,pàgs.408,522.

[7] Corpus Hermeticum (Poimandres), 1, 9‑15.

[8]  LANGER, Erotik in der Kabbala, cit., pàg. 111; cf. También.

[9] S. PELADAN, La science de l'amour, Paris, 1911, c. IL

[10] LEON HEBREO, Dialoghi dAmore, ed. Carmella, Bari, 1929, pags. 417 sgg.

[11] Dedivisionibusnaturae,11,6;11,9;II,12.

[12] Ibid. 11, 4; 11, 8.

[13] Ibid. Il, 12, 14.

[14] Sobre la historia del Rebis herrnético, cf. Introduzione alla magia quale scienza del’Io, cit., v. I, pégs. 312 sgg.

 

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 34. Diferenciaciones típicas de la virilidad en el mito

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 34. Diferenciaciones típicas de la virilidad en el mito

Biblioteca Julius Evola.- Evola aborda en este capítulo las distintas formas de virilidad. Las diferencias entre las distintas formas de virilidad definidas en el mundo clásico, y personificados en los distintos dioses varones de la mitología clásica, encuentran en Apolo, Dionisos, Poseidón, Hefaisto, a formas de virilidad susceptibles de cristalizar en determinados tipos humanos masculinos. Entre la virilidad fálica y la virilidad espiritual, existen diversas matizaciones que dan lugar a los tipos de virilidad que derine Evola en este capítulo

 

34. Diferenciaciones típicas de la virilidad en el mito

Para examinar ahora las figuras típicas del mito que encarnan el principio masculino, nos podemos referir a las divinidades que, en cierto modo, sirven de contrapartida a lo femenino, segùn el puro aspecto afrodisiano, después según su aspecto "Durgâ" y finalmente según su aspecto demetriano‑maternal.

En parte, una tal morfología ha sido esbozada por Bachofen, partiendo esencialmente de los mitologemas que la antigüedad mediterránea creó en torno a la figura de Dionisos mediante asociaciones que, en principio, dan la impresión de un sincretismo desordenado, pero que en realidad encierran significados profun­dos[1].

Primeramente, como limite inferior, se debe considerar la forma telúrico‑poseidoniana de la virilidad. Sobre este plano, Dionisos fue asociado, ya a Poseidón, dios de las Aguas, ya a Osiris, concebido como el curso del Nilo que rocía y fecunda Isis, como tierra negra de Egipto: A un nivel ya más elevado se refiere la asociación de Dionisos en Efestos‑Vulcano, dios del fuego subterráneo. En el primero de tales mitologemas se nos presenta una dislocación del simbolismo de las Aguas, yendo ahora éste a designar el principio húmedo de la generación en relación con la concepción puramente fálica de la virilidad: el dios es el macho considerado bajo su aspecto de fecundador de la substancia feme­nina y, como tal, en alguna medida subordinado a ella. El paso al dios del fuego subterráneo comporta apenas un paso adelante, porque se trata aqui de un fuego terrestre todavía turbio, salvaje y elemental, cuya contrapartida sigue siendo siempre la feminei­dad afrodisiana en su naturaleza lábil (Afrodita, como esposa infiel de Vulcano).

Bachofen ve una más alta epifanía del principio masculino allí donde Dionisos se presenta ya como una naturaleza luminosa y celeste por su conexión en primer lugar con Lunus, después con el Sol y Apolo. Pero si, en el mito, Dionisos, en esta misma forma, siempre se acompaña de figuras femeninas que no dejan de estar relacionadas con el arquetipo de la Gran Diosa, esto indica la presencia de un limite; limite bien visible, de otra parte, en el hecho de que inclusive cuando Dionisos pasa a ser un dios solar, el sol, aquí, no es visto en su aspecto de pura luz inimitable, sino màs bien como el astro que muere y resucita. Como es bien sabido, este es un motivo del dionisismo órfico, que por este camino se encuadra en el mismo trasfondo que la religi6n de la Madre, tratándose de la misma situación que la de Attis y Tain­muz, dioses masculinos mortales que la Diosa inmortal resucita siempre de nuevo (en efecto, al lado. de Cibeles se encuentra también Sabasius en lugar de Attis, a menudo identificado con Dionisos): de la misma manera, el sol se levanta y resurge y su luz no es ahora la luz fija y abstracta del ser puro, del puro prin­cipio olímpico.

El ulterior desarrollo de la serie que estamos considerando comporta el paso a otro complejo mítico, más a alle aquel que se centra en Dionisos. El eslabón de conjunción puede ser consi­derado en Dionisos en forma de adversario y vencedor de las Amazonas, como también en la traición de Afrodita, que se une con Ares, dios de la guerra. Aunque Ares ‑el Marte helénico­ tenga todavía los rasgos de la virilidad salvaje, con esto sin embar­go experimenta una traslación hacia figuras que encarnan una virilidad no ya fálica o dionisiaca, sensual y elemental, sino heroica. Y el tipo que representa la màs señalada encarnación de esta virilidad es el Heracles dorio. También Heracles es un vencedor de las Amazonas y además un enemigo de la Madre (de Hera, como el Hércules romano es el enemigo de Bona Dea), de cuyo vínculo se libera, poseyendo sin embargo el principio si, en el Olimpo, obtiene por esposa a Hebe, la juventud eterna, después de haber sabido encontrar el camino del jardín de las Hespérides y haber cogido allí la manzana de oro, símbolo ligado también a la Madre (las manzanas habían sido dadas por Gea a Hera) y a la fuerza‑vida.

Más alto que Herakles, con el simbolismo de sus empresas que ponen de relieve la virilidad heroica y, en cierta medida, antiginecocrática (en su momento hablaremos del importante simbolismo de la túnica de Neso), se encuentran las representa­ciones de la virilidad ascética y apolínea. Aquí se puede considerar, como elemento de enlace, al mismo Shiva, tomado como divinidad del culto y no ya como principio metafísico. Si, de un lado, en el período alejandrino, Shiva fue equiparado a Dioni­sos entendido como dios de los ritos orgiacos, del otro se le considera también como el gran asceta de las cimas, el cual tiene, si, una esposa, Parvatf, pero sin sufrir su vinculo, porque sabe fulminar a Kàma, el dios del amor, cuando este intenta suscitar en él un deseo sinónimo de necesidad, de privación, de sed y de dependencia (en *el mito hindú Kâma es resucitado por Shiva, por intercesión de divinidades ‑como Rati‑ que personifican por el contrario las formas de la experiencia erótica pura, libres de estos condicionamientos).

Ya más allá de toda lucha ascética, la virilidad tiene a conti­nuación una de sus figuraciones típicas en Heruka, a quien los textos atribuyen una belleza heroica severa y majestuosa, a veces inclusive terrorífica, la divinidad desnuda y luminosa portadora de cetro del panteón indo‑tibetano. La desnudez, aquí, pasa a expresar una significación opuesta a la desnudez abisal femenina, representando el puro ser en si, la "pureza" o simplicidad ura­niana dominadora (peligrosa para la mujer: ver al hombre según tal "desnudez" puede significar para ella perderlo para siempre, otro notable tema de la saga). Pero Shiva tuvo también a menudo el mismo atributo: digambara = "el Desnudo".

Así, volviendo a los temas helénicos, la serie puede tener por limite superior la manifestación apolínea de la pura virilidad: Apolo, como encarnación del nous olímpico, de la luz uraniana inmutable, desatado del elemento telúrico y también de su rela­ción con diosas subsistentes en algunas variedades espúreas de su culto histórico. En tal medida, Apolo, dios de la "forma pura", fue concebido sin madre y "nacido de si", ametor y autofi'es: Apolo, dios dorio "geometrizante" porque a lo masculino y a la forma pertenece la determinaci6n y a lo femenino, lo indetermi­nado de la materia plástica y lo sin limite, el apeiron. En el juicio de Orestes, en el mito, Apolo defiende el principio opuesto al de la maternidad sin esposo, pero también al de la femineidad deme­triana o afrodisiana. Dice que es el padre quien realmente engen­dra al hijo y que la madre es solamente la "nutridora" del hi­jo[2]. Este es el establecimiento y la reafirmación de la relación entre el eterno masculino y el eterno femenino que hemos indica­do en el terreno metafísico. Pero en el símbolo apolíneo hay algo más: algo que, además de restablecer el orden "según la justicia" entre los dos principios, en el fondo lleva más allá de todo el mundo de la Diada. Por lo tanto, en el grado de la virilidad fálico­telùrica, en la dionisíaca en sentido estricto, en la heroica, en la ascética, y, en fin, en la apolínea u olímpica, podemos reconocer las principal es diferenciaciones típicas de lo masculino: centros de mitologemas reencontrables en variantes y transposiciones sin fin, en las tradiciones mis diferentes, como contrapartidas de las Madres telúricas, de las diosas demetrianas, de las diosas afrodi­sianas, y, en fin, de las "Vírgenes" ambiguas, abisales, amazonia­nas y destructoras.



[1] Sobre cuanto sigue cf. J. J. BACHOFEN, Das Mutterrecht, cit., § 76, 109, 111‑112.

[2] ESQUILO, Eum., 658‑666.

 

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 33. Arquetipos demetrianos y arquetipos afrodisianos. La Virgen. La desnudez abisal

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 33.  Arquetipos demetrianos y arquetipos afrodisianos. La Virgen. La desnudez abisal

Biblioteca Julius Evola.- Existen dos arquetipos de mujer en la tradición occidental: la mujer madre y la mujer amante que corresponden respectivamente a las diosas Démeter y Venus-Afrodita. Tales son las dos formas de realización de la mujer: la mujer entregada a la procreación y a la educación de los hijos y la mujer entregada a su amante. En la antigua tradición europea, mientras el hombre encontraba su realización en sí mismo, como sacerdote, guerrero o artesano, la mujer lo realizaba entregándose a otro.

 

 

33.  Arquetipos demetrianos y arquetipos afrodisianos. La Virgen. La desnudez abisal

Si hasta aquí hemos considerado la polaridad primigenia sobre todo en términos abstractos metafísicos, ahora pasaremos a examinarla brevemente bajo las especies de figuras divinas en sentido propio, de teofanías y de cratofanías. Como ya hemos dicho, para la antigüedad tradicional estas figuras tuvieron el valor de arqués, de entidades males. Con ellas, nos acercamos ya al piano existencial y, por tanto, de la sexualidad humana concre­ta, ligándose el significado del mito sagrado, en este nuevo domi­nio, a cultos, instituciones, acciones rituales. Para llegar a estas caracterizaciones diferenciadas en el dominio mitológico, es preciso sin embargo disponer de una «habilidad particular de discriminación. En efecto, en él encontramos una verdadera selva de figuras que casi siempre tienen caracteres polivalentes, es decir, que sirven de base a sentidos muy diferentes, no solamente a causa de la multiplicidad de los aspectos que se pueden conside­rar, sino también por causas exteriores, históricas, por la mezcla, la transformación o la yuxtaposición de complejos mitológicos y de cultos variados en las diferentes civilizaciones y a veces inclusive en el transcurso de una misma civilización.

En lo que respecta al principio femenino, la múltiple varie­dad de sus imágenes o epifanías puede ser situada bajo el signo de dos tipos fundamentales, que se pueden llamar el tipo afrodi­siano y el tipo demetriano, que se presentan como los arqueti­pos eternos de la amante y de la madre humana. Corresponden a la "potencia de Io divino", ousia, ilé o çakti, en sus dos aspectos de fuerza en estado puro y de fuerza que ha recibido una forma por el eterno masculino y que se ha convertido en una vida que alimenta una forma.

El tipo demetriano está atestiguado en el antiguo mundo occidental a partir del paleolítico superior, se continúa en el neolítico, se precisa en las divinidades madres prehelénicas, reapa­rece en une banda meridional que, partiendo de los Pirineos, más allá de la civilización. egea, de Egipto y de Mesopotamia[1], alcanza la India prearia y la Polinesia. El tema de la fecundidad se encuentra aquí en primer piano; como traducción naturalista de la idea de la Diosa concebida como vida y origen de la vida, encuentra su expresión en los ídolos informes esteatopígicos del paleolítico, pero, además de en la casta forma tardía de la Déme­ter helenizada, este tema aparece también en las más antiguas diosas desnudas, estando constituidas las representaciones más crudas por las diosas de senos innumerables y por las imágenes femeninas desnudas, de pie o acostadas sobre la espalda; las pier­nas grandemente separadas, para mostrar su órgano sexual, pero también para liberar, hacer correr el sacrum sexual bajo la especie de una energía mágica, del manà de fecundidad de la Genitrix o Mater primordial[2]. En ciertos pueblos primitivos, el mismo tema encuentra una expresión señalada en el diseño lineal estili­zado de la matriz y de este órgano ‑el triángulo invertido, a veces con un trazo en el ángulo inferior que hace alusión al inicio de la fisura vulvar‑, puesto corno símbolo o crisma de una fuerza mágica tendente a fertilizar y al mismo tiempo a espantar y hacer retroceder a todos aquellos que no deben aproximarse[3] (26). Un significado análogo se puede extraer del gesto femenino del anasurma, del levantarse el vestido y mostrar el sexo, gesto que tuvo también el segundo de los sentidos que acabamos de indicar si, por ejemplo, fue mediante él como, en la leyenda, las mujeres licias hicieron retroceder las olas amenazantes de Poseidón[4] y que junto con el levantamiento del velo, todavía en el ciclo islámico la antigua diosa lunar al‑Uzzas detuvo al enviado del profeta que quería abatir los árboles consagrados a ella[5].

No es el caso enumerar aquí los múltiples nombres llevados por la Gran Diosa, por la Magna Mater Genitrix, imagen del principio demetriano, pero también poder, fuerza muy real. Ella es la Madre Tierra. Es la iraniana Ardvi que Ahura Mazda llama “su agua” puesta en relación con un río mítico descendiente de las alturas, del cual derivan las aguas de la tierra, en su sentido simbólico de energías vitalizantes, de fuerzas de fecundidad y de fertilización. Aquí, el principio húmedo constituye la substan­cia elemental de la Diosa, y una etimología neoplatónica hace resaltar también el otro aspecto de este principio cuando hace derivar el nombre de una de sus epifanías, Rhea, de rein = fluir. Y es por esto por Io que vemos a diosas de tipo demetriano, como la Hera de Argos, pero también de tipo amazónico, como Palas Atenea, recuperar su virginidad sumergiéndose en las aguas, su substancia primigenia que, como tal, las renueva y las reintegra en la naturaleza[6]. Como un mitologema de los Misterios de Hera nos ha sido transmitida su reemergencia del baño ritual en las aguas del manantial Kanathos[7], de la que ella salía siempre de nuevo virgen. Se puede también recordar la relación que el mito romano de Vesta tuvo con el agua de manantial o el agua corriente; sólo ésta se usaba, como "agua viva", en ciertos ritos purificadores cumplidos por las Vestales: aqua vivis fontibus amnibusque hausta[8]. Como el Ganges, la Gran Diosa hindú Es la que tiene su manifestaci6n, su "forma liquida"[9], en el rio sagrado, cuyas aguas lavan todo pecado.

En el mundo de tales figuras, se tiene la hipóstasis suprema cuando la Gran Diosa se presenta como la que, a la manera de la Gaia hesiodea, engendra sin esposo, o bien engendra haciéndose fecundar por un esposo que ella misma ha engendrado en un primer tiempo, que es pues a la vez su hijo y su amante: paredro que respecto a ella tiene una posición subordinada y solamente instrumental, y que a menudo es descrito como un ser perecede­ro‑ que muere y que solo gracias a la diosa resurge (Tammuz y Attis frente a Rhea‑Cibeles y a Istar), porque solamente en ella está el verdadero principio y la fuente de la vida. Aquí nos encontramos sobre la línea fronteriza, sea de aquellas escisiones y “absolutizaciones" que dan lugar a la ginecocracia demétricamente orientada (no necesariamente como soberanía social de la mujer, sino, en general, como preeminencia de todo lo que se rela­ciona con ella, aquí a ella en cuanto madre), sea de esas regresio­nes que conducen a la idea, ya indicada en su momento, de la inmortalidad telúrica, o inmortalidad en la Madre. Es en el marco de estas "absolutizaciones" donde el principio femenino, ligado originariamente a la tierra, puede asumir también la figura de divi­nidad celeste soberana, de Magna Mater Deorum: transformación ésta que se observa especialmente en la persona de la Isis egipcia. Isis que, en el origen era una divinidad telúrica ‑en el símbolo cósmico‑naturalista, la tierra negra de Egipto bañada y fecundada por la corriente del Nilo, representante del macho Osiris‑ se introduce en efecto en el mundo celeste y se convierte en "la Señora del Cielo", "Aquella que da la luz al Cielo", "la Reina de todos los dioses"[10]. De la misma manera, la diosa elamita tiene la tiara de la soberanía, ella, que en la diestra tiene la copa con la que da de beber a los mortales el fluido vital embriagador, y en la mano izquierda el anillo, símbolo del círculo indefinido de la generación. En fin, cuando la Gran Diosa deja de ser la Madre Tierra, y pasa a asumir en particular la forma de una divinidad lunar, aparece en ésta sin embargo una nueva expresión de la otra de las significaciones‑bases indicadas con anterioridad. La luna es en efecto el astro que cambia; asociada a la fuerza en acto por todas partes donde haya mutación, alteración y transformación, ella refleja de una cierta manera la naturaleza misma de las Aguas y de la ilé cósmica. Astro nocturno, reina de la noche ‑en la transposición moral, "astro cambiante e inconstante"‑, a causa de estos rasgos la luna cuenta como mujer y ha estado asociada al arquetipo femenino divino; así, el cuarto creciente o menguan­te lunar figura también como un atributo de la Ardvf irania, que, como hemos dicho, es el "Agua" de Ahura Mazda.

Es quizá en las epifanías hindúes de la Gran Diosa ‑en Kâlí, de la que ya hemos hablado, en Bhairâvf, en Karalâ y sobre todo en Durgâ, formas diferentes de manifestación de la esposa o çakti del "macho divino"‑ en las que tiene la mejor expresión el princi­pio afrodisiano de la femineidad primordial como fuerza disolven­te, arrebatadora, extática y abisal del sexo: come, Io opuesto a la femineidad demetriana. En el mundo mediterráneo, tales rasgos los tiene principalmente Ishtar, diosa del amor, junte, con otras muchas diosas de la misma estructura: Mylitta, Astarté, Tanit, Ashera, Anaïtis. Aquí se debe considerar un aspecto fundamental. El nombre de Durgâ, la diosa hindú correspondiente, quiere decir "la Inaccesible"; pero ella es también la diosa de los ritos orgíacos. Las diosas mediterráneas que acabamos de citar tienen a menudo el epíteto de "virgen" parzenos. Ishtar es "virgen", pero al mismo tiempo es "la Gran Prostituta", la "Prostituta Celeste"[11]. Como "virgen" se considera a la misma Kâlî; en cuanto Adya‑Kâlî, ella. es kutWrîrûpa dharîni Como virgenes son concebidas diosas afrodisianas que tienen amantes, e inclusive diosas de tipo demetriano, que son madres. Porne, Hetaira, Pandemos son apelativos que en el mundo egeo‑anatolio fueron compatibles con aquél, opuesto, de "virgen". Shing‑Moo, la Gran Diosa, la Virgen‑Madre china, es también la patrona de las prostitutas. Transportándonos a otra área cultural, como siempre de nuevo vírgenes nos son descritas las Huríes celestes islámicas, pese a que se ofrecen ininterrumpidamente al abrazo de los elegidos, mientras que un residuo de esta idea, en una transposición materialista, se encuentra inclusive en el dogma cristiano según el cual María no solamente habría concebido sin ser fecundada por un varón, sino que habría permanecido siendo virgen después del parto. El sentido más profundo de este contexto no ha sido recogido, sino imperfectamente, por los autores que han querido explicarlo sobre las bases del empleo que, en la antigüedad, se pudo haber hecho de la palabra "virgen" para designar no sólo a la mujer que no ha tenido todavía experiencias sexuales, sino también a la mujer no casada, la doncella que bien pudo haber tenido relaciones con el hombre, pero no en calidad de esposa, y que rechaza la subordinación y el vinculo conyugal[12]. El hecho es que en este conjunto sobresale màs bien la capacidad de la "materia prima" para recibir toda forma y para impregnar­se de toda forma sin agotarse jamás, sin ser poseída en su raíz última[13]. Virginidad, pues, entendida como inaprehensibi­lidad, como "abisalidad", como ambigüedad elusiva de la "mujer divina", que constituye el aspecto "Durgà" (la "Inaccesible"), y que tiene también relación con la cualidad fría, cualidad que muy bien puede coexistir con la ardiente y fascinante de la naturaleza afrodisiana y etérica. Según la figura dada de preferencia a las Sirenas, que fueron ellas mismas consideradas tanto como “vírgenes" cuanto como encantadoras, la parte inferior de sus cuerpos es ictimorfa y húmeda, fría.

Un aspecto no diverso marca también, bajo un cierto aspec­to, las divinidades femeninas de tipo amazónico, cuya castidad o virginidad en sentido corriente no fue a menudo más que un rasgo tardío superpuesto a figuras más antiguas, como consecuencia de un proceso de moralización. Así por ejemplo, se sabe que Artemisa‑Diana y Atenea, concebidas esencialmente como virgenes por el mundo helénico, en tanto que divinidades prehe­lénicas y pelasgianas, eran diosas madres del tipo descrito màs arriba. El hecho de que, en este contexto, las diosas vírgenes y la misma Ishtar, virgen y prostituta a la vez, hayan podido presen­tarse asi como las divinidades de la victoria (Venus Victrix, Isthar invocada como la "Señora de las armas", la "Arbitra de las batallas") es muy característico; en la siguiente invocación que le es dirigida se ve la dualidad de motivos: "Tú eres fuerte, oh señora de la Victoria, tú que puedes suscitar mis deseos violentos"[14]; este hecho, decíamos, ha sido puesto por Przy­luski bajo su verdadera luz, haciendo notar que ella, la Gran Diosa, es también la divinidad de los combatientes, porque, en este caso, la guerra es considerada esencialmente en su solo aspecto de acci6n que destruye y mata (38). Es en tal propor­ción en la que la misma Afrodita asume, cual areia, los rasgos de una divinidad guerrera, con el sentido esotérico de potencia, de çakti, de Ares‑Marte. Todo esto hace resaltar la ambigüedad de un poder que es simultáneamente de vida y de muerte. De Astarté se ha dicho con justeza: Diva Astarté hominorum deorum vita, salus, rursus eadem quae est pernicies, mors interitus[15]. Es la diosa lunar luminosa, la otra cara de la cual es sin embargo la "diosa negra" abisal, la Mater Tenebrarum, la Hécate subterrá­nea (Artemisa virgen se ha revestido a veces también del aspecto de Hécate), la Juno infernal, Domina Ditis (Virgilio), la Ishtar y Kâlî, "Madre terrible": arquetipos, éstos, en los cuales converge igualmente el simbolismo de ciertas figuras derivadas, tales como las vírgenes de las batallas y de las tormentas, las walkyrias n6rdi­cas, las flavashi iranias. Como poder desencadenado y poder de muerte, los hombres buscan usar y activar a la diosa contra sus enemigos; ella adopta entonces justamente los rasgos de diosa de la guerra, de la Promachos del león, con el arco y el venablo. Y cuando este poder conduce a la victoria, la Virgen, en fin, aparece también como diosa de la victoria. Asi Durgà es también la virgen negra ‑krshna kumarî‑ invocada como la diosa que da la victoria en la batalla[16]. En cuanto al aspecto "infernal" de este conjunto, es interesante hacer notar que en la devotio romana, rito tenebroso por el cual un general se ofrecía voluntariamente como víctima a las fuerzas inferiores para desencadenarlas contra el enemigo, en la invocación, después de las divinidades luminosas, incluido Marte, viene el nombre de Bellona, que es precisamente una diosa de la guerra en el sentido indicado más arriba, identificada también por los autores antiguos con las otras formas de la Gran Diosa[17]. Hay que citar también a la egipcia Sekhnet, la diosa desnuda, de cabeza de le6n, de la guerra, que se regocijaba con los sacrificios cruentos y de la que se decía que se unía viva con los vencedores.

Una transposición sobre el plano moral del aspecto ontoló­gico "Durgâ" de la diosa, es la crueldad que le atribuyen en varios mitologemas cristalizados en tomo a figuras similares. La diosa se complace en la sangre y en la muerte. Esto es visible de la manera más neta en Kâlî. Pero en Grecia, en muchos lugares, como Esparta, Braurone y otros, a la Virgen divina, a Artemisa Orthia, también Ilamada Tauria, se le ofrecían antiguamente sacri­ficios humanos; cuando estos sacrificios fueron abolidos, quedó como residuo el rito de la diamastigosis, de la flagelación de los adolescentes de Esparta, en el curso de las fiestas de la diosa, a fin de que su sangre bañase su altar, porque la diosa virgen amaba la sangre. También en otras ciudades griegas los adoradores de Deméter se flagelaban mutuamente. La fiesta de Cibeles, que en Roma se inspiraba en el culto de la Gran Diosa, se celebraba entre el 15 y el 27 de marzo, el 27 inclusive, pues era el día marcado en el calendario como dies sanguinis. Este día, los sacerdotes de la diosa se flagelaban y se herían, gritando al son de las flautas y los timbales. Luego, después de una vigilia misteriosa, se pensaba que los iniciados se unían a la Gran Diosa[18]. En el mismo conjunto se incluye el hecho de que a menudo la ejecución de los sacrificios cruentos era confiada a sacerdotisas, como entre los galos y en América. Y un rito arcaico practicado por las Vestales, por las vírgenes sagradas romanas, guardianas de la llama que es vida, consistía en arrojar al Tíbet veinticuatro fantoches, siendo opinión preponderante entre los historiadores que estos veinticuatro fantoches correspondieron primeramente a víctimas humanas.

Aquí se puede considerar también el significado de la desnu­dez de la mujer divina en su aspecto "Durgâ", en oposición a aquél, ya examinado, de la desnudez del arquetipo demetriano­maternal, principio de la fecundidad. Es el desnudo abisal afro­disiano. Una de sus expresiones simbólico‑rituales más fuertes y sugestivas está ligada a una danza que en su origen era sagrada: la danza de los siete velos. Fue propio de las enseñanzas misté­ricas el simbolismo de la travesía de las siete esferas planetarias, en el transcurso de la cual el alma se liberaba poco a poco de las diferentes determinaciones o diferentes condicionamientos a ellas referidos, concebidos como otros tantos vestidos o envolturas que había que rechazar, hasta alcanzar el estado de "desnudez" completa del ser absoluto y simple, que es sólo él mismo cuando se encuentra más allá de los "siete". En este contexto, Plotino[19] recuerda justamente a aquéllos que ascienden por grados en los Misterios sagrados, despojándose de sus vestidos y avanzando desnudos; y en el sufismo se habla del tarnzig, de la laceración de los vestidos durante el éxtasis. En el dominio opuesto, el de la "naturaleza", el proceso correspondiente es el desnudarse de la potencia femenina de todas sus formas hasta manifestarse en su elementareidad, en su substancia "virgen", anterior y superior a toda forma. Esto es precisamente lo que es sensibilizado por la acción de la mujer que, en la danza, se libera progresivamente de los siete velos, hasta mostrarse completamente desnuda: exac­tamente como, en la ya citada invocaci6n egipcia, se quería que apareciese Isis, y también como, en el mito de Ishtar, que descien­de a los infiernos y, por cada una de las siete puertas que atravie­sa, va dejando una parte de sus ornamentos y de sus vestidos. Es lo inverso de la desnudez uraniana, es la desnudez femenina abisal que puede actuar también de una manera fatal: la visión de Diana desnuda que mata a Acteôn ("Diana invulnerable y mortal"), la de Atenea desnuda que deja ciego a Tiresias. Como rasgo ritual, la interdicción o tabú del desnudo que se encuentra en ciertas leyendas y en ciertas costumbres, inclusive entre los primitivos. Y si en los Misterios griegos la visión de las imágenes enteramente desnudas correspondía al grado supremo de la iniciación, a la epopteia, a esto, en el otro dominio, es decir, del lado femenino, corresponde por ejemplo el ritual de las prácticas sexuales tántricas: la mujer a emplear aparece en ellas como la encarnación de la prakrtî, la mujer divina y la substan­cia primordial oculta bajo las infinitas formas de la manifesta­ción; desnuda, la mujer significa esta misma substancia separada de cada forma, es decir, en su estado "virgen" y abisal. Por otro. lado, en el rito, la desnudez femenina es progresiva; el empleo de la mujer completamente desnuda no está permitido a todos, sino solamente a los iniciados tántricos de grado superior, como si únicamente a ellos les fuese dado ver lo abisal, tener a la Virgen desnuda, unirse a ella sin peligro mortal o sin profanación[20]  Quizá se puede recoger un sentido análogo en la ya aludida, para­dójica unión ritual de un asceta con una prostituta en la fiesta del Mahâvrata: como si a la mujer Revada a su "materia prima", substrato posible e inasible de toda forma (la "prostituta"), s6lo pudiese encontrar pareja adecuada en el hombre que, mediante la accesis, se hubiese a su vez reintegrado a su propio principio, es decir, a la virilidad trascendente. En fin, simbóficamente se puede finalmente relacionar con una idea no muy diversa el dicho her­mético de que el Esposo y la Esposa deben ser despojados de todas sus vestimentas y ser bien lavados antes de entrar en el lecho nupcial donde se cumple el mysterium conjunctionis[21].

Pero, de estos complejos rituales nos tendremos que ocupar a continuación. Por ahora, concluiremos indicando el rasgo espe­cífico que sobresale en la epifanía de la Gran Diosa, como la Varunànî. Esta es una divinidad hindú que tuvo sucesivamente el nombre de Vârunî o de Surà, presentándose como una divinidad del cielo, de las aguas y de las bebidas embriagantes. La palabra Vâruni designa efectivamente en pah ya un licor embriagante, ya una mujer embriagada o poseída, y Vârunî o Surà es en la epope­ya la hija de Vâruna, dios uraniano masculino, y ella es la que da a los dioses la alegría y la embriaguez. En la India, la conexión entre Vâruni y las bebidas embriagantes es cierta (tanto que, en algunos textos, beber devt vâruni ‑la manifestación de la diosa, la diosa "bajo forma liquida"‑ es sinónimo de beber tales bebi­das); mientras que Sûra, nombre dado a la misma diosa en la epopeya, en lrán es también uno de los nombres de la Gran Diosa[22]. Inclusive en los himnos de la austera Çankara, la diosa es asociada a las bebidas embriagantes, sostiene la copa o ella misma está embriagada[23]. En éste arquetipo divino se fija pues el aspecto de lo femenino como principio y causa de embriaguez. Y esta embriaguez puede tener ya la forma inferior y elemental, dionisiaca, salvaje y menádica, ya la forma superior de embria­guez transfigurante y luminosa.

El cristianismo ha fijado oscuramente este segundo aspecto en la figura de la Virgen Madre que domina y tiene a sus pies el cuarto creciente lunar, o bien la serpiente que, como Nahash en el esoterismo hebraico, ha simbolizado el principio elemental c6smico del deseo. Con esto se podría relacionar también la divi­sión existente en los mismos Misterios antiguos de la Madre, en los cuales los pequeños Misterios eran los de la Perséfone infernal, ligada también a Afrodita, y que se celebraban en primavera, más o menos en la misma época que las múltiples fiestas orgíaco‑telú­ricas, al contrario que los grandes Misterios de Eleusis, que se celebraban en otoño. Y se podría también recordar a la diosa egea, Nuestra Señora de las Olas y Stella Maris, en su doble aspec­to de diosa que desciende de los cielos y de diosa que emerge de las regiones infernales, de "diosa de las palomas", de un lado, y de "diosa de las serpientes" y de las panteras, del otro[24].

Como último punto, considerando la substancia o potencia cósmica, en el aspecto, o situación, en que viene fijada a una forma dada, en que ella, bajo un cierto aspecto, permanece detenida en su carácter fluido, huidizo, incoercible, tendríamos el principio demetriano bajo formas de figuras femeninas como "esposas" ligadas a un dios por el lazo monogámico y monoándrico: la substancia, entonces, no es ya la "Virgen" y la "Prosti­tuta", sino la esposa divina como "fuente sellada" que, en la asunción sobre el plano moral del arquetipo, tiene caracteres de castidad y de fidelidad tales que esconden su naturaleza origi­naria (la Gran Diosa como Héra). En el mito, a esta situación ontológica corresponden las parejas divinas sexuadas con los dos miembros de la misma en una relación de relativa armonía y de equilibrio.



[1] Cf. A. MOSSO, Le ordini della civiltd mediterranea, Milano, 1909, pàgs. 90 sgg. 100.

[2] Cf. J. PRZYLUSKI, La grande Déese, Payot, Paris, 1950, pàgs. 26‑27, 48, 50, 127, 156‑157; U. PESTALOZZA, La religione medi­terranea, Milano, 1951; C. CONTENAU, La déese nue babylonienne, Paris, 1914.

[3] PLOSS‑BARTELS, Das Welb, cit., v. 1, pàgs. 137‑138. Como se recordará, el triángulo invertido es al mismo tiempo el signo de las Aguas, de la Çakti y del deseo.

[4] Cf. J. J. BACHOFEN, Le madri e la virilità olimpica, cit., pigs. 82 sgg.

[5] Cf. F. ALTHEIM, Der unbesiegte Gott, Hamburg, 1957, pàg. 3 1.

[6] Cf. PESTALOZZA, Religione mediterranea, cit., pàgs. 405­-408.

 

[8] Cf. K. KERENYI, Le Figlie del Soie, Torino, 1949, pàgs. 110.

[9] Cf. A. y E. EVALON, Hymns to the Goddess, London, 1913, pigs. 41, 127.

[10] CE E. A. WALLIS BUDGE, The Gods of the Egyptians, Lon­don, 1904, v. II, pàgs. 213‑216; APULEYO, Met., XII, 5. Apenas es necesa­rio hacer notar que la Virgen de los Leistianos, figura que tiene un papel bastante modesto en el Nuevo Testamento, convertida posteriormente en la "Reina de los Cielos", es una reaparición de esta misma hip6stasis.

[11] Del nombre Innini‑Isthar de la diosa deriva el de las prostitu­tas sagradas llamadas ellas mismas "vírgenes", de las que mis delante habla­remos: nombre que sin embargo se extiende también a las prostitutas ordi­narias, ishtaritu; las unas y las otras reciben su nombre de la diosa, porque se pensaba que ellas reflejaban o encarnaban de una cierta manera su natu­raleza. Cf. S. LANGDON, Tammuz and Ishtar, Oxford, 1914, pàgs. 75‑76, 80‑82.

 

[12] L. R. FARNELL, The cults of the Greek states, Oxford, 1896, v. 11, pàgs. 413, 442, 449; R. BRIFFAULT, The Mothers, New York, 1927, v. III, pàgs. 169‑170. Por lo demás, la palabra kumdrf, que en la India puede significar virgen, pero también mujer joven (como en alemán Jung­frau), tiene un sentido análogo, sin que entre necesariamente en cuestión la virginidad anatémica.

[13] Así PLUTARCO dice de Isis: "Puesto que Isis es el principio femenino de la naturaleza, el que puede acoger toda la génesis, Platôn la ha Ilamado la 'nodriza' y 'la que recibe todo' y la 'multitud', y Ua de los diez mil nombres' porque es transformada por el Logos y recibe todas las formas, todas las ideas." Sin embargo, en un himno antiguo, Isis‑Neit es llamada "la desconocida", la "profundamente oculta", 'la que es dificil de alcanzar", la "gran divinidad jamés deshecha", y se le implora mostrarse desnuda, "desembarazarse de sus vestidos". WALLIS BUDGE, The Gods of the Egyptians, v. I, pég, 459.

[14] En W. KING, Seven tables of creation, London, 1902, pàg. 223. (38) La Grande Déese, cit., pàg. 28.

[15] KING, Op. cit., y en general, W. H. ROSCHER, Die Grundbe­deutung der Aphrodite undAthena, Leipzig, 1883, pigs. 76 sgg.

[16] Cf. AVALON, Hymns to the Goddess, cit., 70‑71, 76, 115, 117.

[17] Es algo bastante evidente que los atributos teológicos de la Virgen Maria en el cristianismo son una absurdidad si se les refiere al papel que la madre de Jesús tiene en los Evangelios; ellos no son compren­sibles más que como transposición a ella de los rasgos que fueron ya propios de la Gran Diosa precristiana. Inclusive ciertos atributos de las leta­nías canónicas, tales como "madre inviolada", "virgen poderosa" tienen un tinte "dúrgico", no menos que los de "jardín cerrado" y "fuente sella­da". No faltan rasgos amazonianos, junto a otros, en las antiguas invoca­ciones; asi por ejemplo, en el himno acatista atribuido a San Germán, patriarca de Constantinopla, la "esposa violada" es Hamada también .generadora de la luz indecible, señora que domina toda enseñanza, ilumi­nadora del espíritu de los creyentes, entrada a la puerta del paraíso, ciencia radiante de la gracia, lámpara que ilumina el alma, rayo que abate a los enemigos, imagen viviente del Agua del bautismo, tú que lavas la mancha del pecado, tú que das las victorias, tú que dispersas al enemigo, salud de mi cuerpo", etc., cf. P. REGAMEY, Les plus beaux textes sur la Vierge Marie, tr. it., Roma, 1952, pàgs. 95‑105.

 

[18] Cf. F. CUMONT, Les religions orientales dans le paganisme romain, c. 111; PRZYLUSKI, Op. cit., pàgs. 29, 30.

 

[19] Enneadas, 1, VI, 7.

 

[20] Cf. EVOLA, Yoga della Potenza, cit., pàg. 288.

 

[21] Cf. A. J. PERNETY, Dictionaire mitho‑hermétique, Parfs, 1758, pég. 266. De paso, indiquemos el aspecto mágico de la desnudez ritual. Es cuando se restablece el estado elemental, "desnudo", separado de la forma, del principio que encarna y que corresponde a su verdadera naturaleza, es entonces cuanda‑manifiesta su potencia suprafísica. De ahí, como contrapartida analógico‑ritual, precisamente la prescripción de estar desnudos para cumplir determinadas operaciones.

[22] Cf. PRZYLUSKI, Op. cit., pég. 139; Mahânirvâna‑tantra, X, 110. Es interesante que, entre los incas, la reina tomaba su nombre ‑Mama Inca‑ del de una substancia que producía ebriedad, la cola, la cual, según Kótradiciéri, tenían un origen divino (L. Lewin).

[23] Cf. AVALON, Hymns to the Goddess, cit.,pàgs. 26‑28,58‑59.

 

[24] Cf. GLOTZ, Civilisation égéenne, cit., pàgs. 290‑291.

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 32. La Diada metafísica

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 32. La Diada metafísica

Biblioteca Julius Evola.- En el momento de la unión sexual, los amantes se identifican cada uno con una deidad, a la que invocan y que buscan que los posea. Esta es la práctica más frecuente que realizan los amantes en el contexto de una metafísica del sexo. Evola sigue esta temática manejando un abundante material antropológico procedente de las distintas mitologías de Oriente y Occidente. Este parágrafo es particularmente interesante para la comprensión de este capítulo

 

32. La Diada metafisica

En lo tocante a dualidades elementales, consideremos ante todo las que tienen un carácter abstracto, metafísico, todavía libre de mitologización y de simbolización.

La idea base es que la creación o manifestación universal se realiza por medio de una duplicidad de principios comprendidos en la unidad suprema, de la misma manera que la generación ani­mal se produce por la unión del macho y la hembra.

Respecto a la generación, escribió Aristóteles: "El macho re­presenta la forma especifica, la hembra la materia. En cuanto hembra, es pasiva, mientras que el macho es activo"[1]. Esta polaridad vuelve a aparecer en las concepciones de la antigua filo­sofía griega, teniendo un origen mistérico y revistiendo formas varias que, en general, en adelante, no son ya comprendidas en su sentido original y viviente. Lo masculino es la forma; Io feme­nino, la materia: forma, que quiere decir poder que determina, que suscita el principio de un movimiento, de un desenvolvi­miento, de un devenir; materia, que quiere decir la causa mate­rial e instrumental de todo desarrollo, la posibilidad pura e inde­terminada, substancia o potencia que en sí carece de forma, puede asumir cualquier forma, que en sí no es nada pero, una vez activada y fecundada, puede devenir todo. El término griego para materia, ilé, no significa pues ni la materia del organismo ni la de la naturaleza física en general, difícilmente inteligible para la mentalidad moderna, ello se aplica, en el presente contex­to, a una entidad misteriosa, inaprensible, abisal, que tiene el ser y, también, no lo tiene, en cuanto es, precisamente, la posibi­lidad pura y, después, la sustancia‑potencia de la "naturaleza" como cambio y devenir. En términos pitagóricos, es también el principio de la Diada (del binario, del Dos), opuesto al Uno, pre­sentado por Platôn como el zateron, como aquello que siempre es lo "otro", referido al receptáculo jora, del ser, a la "madre" o "nodriza" del devenir[2]. En general, es así como se presenta, en la metafísica tradicional, el eterno masculino y el eterno feme­nino en su expresión más abstracta.

Como ulterior determinación, lo masculino y lo femenino se puede hacer corresponder a ser (en un sentido eminente) y a deve­nir, a lo que tiene su propio principio en sí y a lo que tiene su principio en otro: a ser (inmutabilidad, estabilidad) y vida (muta­ción, alma o substancia animadora, substancia maternal del deve­nir). Plotino habla, a este respecto, del ser ‑lus on‑ y del complemento femenino del eterno masculino, ousia; del ser eterno y de la potencia eterna, en alguna medida identificada con la "natura­leza" y con la "divina psique" (la Psique o Vida, Zoe, de Zeus). El ser, en Plotino, es puesto también en relación con el nous, otro término que hoy resulta difícil de comprender en su sentido origi­nal: es el principio intelectual concebido como principio olímpi­co, inmutable presencia y pura luz, que en Plotino adopta tam­bién la figura del Logos cuando es considerado en la acción con que mueve y fecunda la materia o potencia cósmica. Por contra, Io femenino es la fuerza‑vida; como Psique, es "la vida del ser eterno", que, cuando la manifestación "procede" del Uno y toma forma, "cronifica", vale decir, desarrolla en el tiempo, en el deve­nir, en situaciones en que los dos principios son unidos y diversa­mente mezclados; Io masculino, o Logos, manteniéndose en todo lo que es, que permanece idéntico a si mismo, que no deviene, que es el principio puro de la forma[3].

La "naturaleza", fisis, tiene helénicamente un sentido que diverge del sentido moderno, materialista; sentido al que sin embargo hay que atenerse todavía cuando se identifica el princi­pio femenino con el principio "natural". En efecto, en el simbo­lismo tradicional, el principio sobrenatural fue siempre considerado como "masculino", en tanto el de la naturaleza y el devenir era considerado como "femenino". Una polaridad en este sentido se encuentra también en Aristóteles: frente al nous inmóvil, que es el acto puro, está la "naturaleza", en la que el primero, con su simple presencia como "inmovilidad, moviente", despierta el movimiento efectivo, el paso de la posibilidad informe, o "mate­ria", a la forma, a la individuación. A esta dualidad equivale la díada de Cielo y Tierra, la polaridad del principio uraniano y del principio telúrico o ctónico, cual imágenes cósmico‑simbóli­cas del eterno masculino y del eterno femenino.

Sobre este plano, se encuentra otro símbolo para lo femeni­no, símbolo del que, por otra parte, ya hemos hablado: el de las Aguas. Las Aguas incorporan varios significados. Representan ante todo la vida indiferenciada, anterior a la forma, no fijada to­davía a la forma; en segundo lugar, simbolizan lo que corre, lo que fluye, lo que, por tanto, es inestable y cambiante, principios pues de lo que está sometido a la generación y al devenir en el mundo contingente llamado sublunar por los Antiguos; en fin, las Aguas representan también el principio de toda fertilidad y crecimiento, según la analogía ofrecida por la acción fertilizante que el agua ejerce sobre la tierra. De un lado, se habla del "principio hú­medo de la generación"; de otro, de las "aguas de vida" y también de las "aguas divinas". Añadamos que se asocia con las Aguas el símbolo de lo horizontal, correspondiente a la categoría aristo­télica del yacer, ieizai, opuesta a la de la vertical y a la categoría del "estar", eiein, en el sentido específico de estar sobre, de estar derecho, de estar de pie; sentido cuya relación con el principio masculino, entre otros, fue expresado en la antigüedad por el símbolo fálico e ithifálico (el phallus en erección).

Frente a las aguas como principio femenino, el principio masculino fue asociado frecuentemente al Fuego. Como en muchos otros casos, se debe sin embargo tener presente la poli­valencia propia de los símbolos tradicionales, es decir, su posibili­dad de servir de soporte a significaciones bastante diferentes, que no se excluyen mutuamente, sino que siguen la lógica de diferen­tes perspectivas. Así, aun prescindiendo del hecho de que en el Fuego como principio masculino se consideraron diversos aspec­tos (se puede recordar, en la tradición hindú, el doble nacimiento de Agni y, en la tradición clásica, la duplicidad del fuego telúrico y volcánico y del fuego uraniano y celeste), el Fuego, tomado en su aspecto de llama que calienta y alimenta, ha podido ser igual­mente empleado como símbolo del elemento femenino, y, bajo este aspecto, ha tenido parte importantísima en los cultos indo­europeos: Atar, la Hestia helénica y la Vesta romana son personi­ficaciones de la llama tomada en este sentido (Ovidio Fast., VI, 29 1 ‑ dice: Vesta es la llama viviente); y el fuego en el culto tanto doméstico como público, el mismo fuego sagrado perenne que ardía en el palacio de los Césares y que se llevaba en las ceremo­nias oficiales, el fuego que cada ejército griego o romano portaba consigo, teniéndolo encendido noche y día, se relacionaba con el aspecto femenino de lo divino entendido como fuerza‑vida, como elemento vivificante. De este conjunto forma parte también la idea antigua de que cuando el fuego del culto privado se apaga bruscamente es señal de muerte: no es el "ser" sino la vida Io que se extingue.

Examinando las tradiciones orientales, encontramos riguro­samente confirmadas las relaciones simbólicas que acabarnos de indicar. La tradición extremo‑oriental conoce la díada Cielo‑Tie­rra, siendo identificado el Cielo con la "perfección activa" (Oen) y la Tierra con la "perfección pasiva" (khuen). En el Gran Trata­do[4] se puede leer: "Lo masculino actúa según la vía del creador, lo femenino opera según la vía del receptivo", y también[5]: "El creador actúa en los grandes inicios, el receptivo lleva a su cumplimiento las cosas que “devienen”... La Tierra es fecundada por el Cielo y actúa en el momento justo... Siguiendo al Cielo, encuentra a su señor y sigue su vía conforme a la orden". Como en el pitagorismo, aquí el binario (el dos) está referido al princi­pio femenino y, en general, los números impares están en relación con el Cielo y los pares con la Tierra. La Unidad es el inicio; el dos es el número femenino de la Tierra; el Tres es número mascu­lino al representar la unidad no en sí, sino añadida a la Tierra (1 + 2 = 3); por consiguiente, todo cuanto en el mundo del deve­nir porta el signo y la forma impresa del mundo superior, como en una imagen suya[6]. Se puede decir que este simbolismo numérico tiene un carácter universal. Lo volveremos a encontrar en el mismo Occidente, hasta el Medievo y Dante. Está también en el fundamento de la antigua máxima: Numero Deus impare gaudet (porque en cada número impar el uno vuelve a prevalecer sobre el dos).

Màs característica es sin embargo, en la tradición extremo­ oriental, la díada metafísica en la forma del yang y del yin, princi­pios de los que ya hemos hablado y que hay que entender ya co­mo determinaciones elementales (eul‑hi), ya como fuerzas reales que actúan sobre todos los planos del ser. Entendido como deter­minación, el yang tiene la naturaleza del Cielo y es yang todo aquello que es activo, positivo y masculino, mientras que el yin tiene la naturaleza de la Tierra y es yin todo aquello que es pasi­vo, negativo y femenino. En el simbolismo gráfico, al yang corres­ponde el tracto entero ‑al yin, el tracto roto‑, que contiene de nuevo la idea del "dos", por consiguiente, la misma idea que la potencia platónica del "otro". Los trigramas y hexagramas for­mados por las varias combinaciones de estos dos signos elementa­les, del "Yi‑king", texto fundamental de la tradición china, son dados como la clave de las situaciones esenciales que puede pre­sentar la realidad, sea en el orden espiritual, sea en el natural; en el universo, como en la esfera humana, individual o colectiva. Todos los fenómenos, las formas, los seres y los cambios del uni­verso son considerados a la escala de encuentros y combinaciones variadas del yang y del yin, y es de aquí de donde ellos sacan su caracterización última. En su aspecto dinámico, yang y yin son fuerzas opuestas, pero también complementarias. La luz y el sol tienen la cualidad yang; la sombra y la luna, la cualidad yin; el fuego es yang, las aguas son yin; las cimas son yang, las llanuras, yin; el espíritu es yang, el alma y la fuerza vital son yin; lo puro es yang, lo abisal, yin, y asi sucesivamente. En fin, es el predominio en ella del yin lo que hace que la mujer sea mujer, y el predomi­nio del yang lo que hace que el hombre sea hombre; a este respec­to, el puro yin y el puro yang se presentan, según hemos dicho, como la substancia de la femineidad absoluta y como la de la absoluta virilidad. Aparte de los aspectos del simbolismo que condu­cen a los otros ya considerados por nosotros en la tradición helé­nica, aquí es digna de nota la atribuci6n al yin de la cualidad fría, húmeda y oscura, y al yang de la cualidad seca, clara y luminosa. Por lo que respecta a la cualidad fría del yin, parecería contrade­cirse con el aspecto calor, llama y vida ya consideradas en el prin­cipio femenino, pero ella debe ser interpretada en el mismo senti­do que la fría luz lunar y de la frigidez de diosas como Diana, que personifican el principio de tal luz, y ya veremos toda la impor­tancia que este rasgo tiene en la caracterología de lo femenino, de la mujer. Al yin, después, es propia la sombra, lo oscuro, con referencia a las potencias elementales anteriores a la forma, que en el ser humano corresponden al inconsciente y a la parte vital y nocturna de su psique, Io que conduce directamente a la relación que se reconoció que existía entre las divinidades femeninas y las divinidades de la noche y de las profundidades de la tierra, a la noche, Nyx, hesiódica, dada como madre del día, equivaliendo aquí el día a la cualidad clara, iluminada ("soleada") del yang, que es la propia de las formas manifestadas, de las formas defini­das y completas que se destacan de la oscuridad ambigua de la indeterminación del seno generador, de la substancia femenina o materia prima.

En la tradición hindu encontramos precisiones dignas de nota sobre el simbolismo del que estamos tratando. El sistema Sâmkhya nos presenta el tema fundamental en la dualidad de purusha, el macho primordial, y de prakrti, principio de la "naturaleza", substancià o energía primordial de todo devenir y de todo movi­miento. Purusha tiene el mismo carácter destacado, impasible, "olímpico", de pura luz ‑no agente, en el mismo sentido del motor inmóvil aristotélico‑ del nous helénico. Es con una espe­cie de acción de presencia ‑con su "reflejo"‑ como él fecunda a prakrtî, como rompe el equilibrio de las potencias (gûna), de ésta, dando lugar al mundo manifestado. Pero es en el tantrismo meta­físico y especulativo donde esta concepción ha tenido sus desarro­llos más interesantes. El culto hindú conoció la figura de Shiva como dios andrógino, Ardhanîçvara. En los Tantra, lo masculino y Io femenino de la divinidad se separan. Al purusha del Sâmkhya va a corresponder aquí propiamente Shiva, a la prakrtî o "natura­leza" corresponde Çakti, entendida como su esposa y su potencia: el término sánscrito çakti comprende el sentido ya de esposa ya de potencia. De su unión, de su abrazo, proviene el mundo; la fórmula de los textos es precisamente Shiva‑Çakti‑samayogât idyate srshtikalpand[7]. Como en el Sâmkhya, aqui viene atribui­da al macho, a Shiva, una iniciativa no‑agente; él determina el movimiento, despierta la Çakti; pero verdaderamente agente, moviente y generadora es solamente esta última. Esto viene dado, entre otras cosas, por el simbolismo de una unión sexual, en el cual es la hembra, la Çakti hecha de llama, la que asume la parte activa y se mueve, abrazando al macho divino hecho de luz y portador del cetro, el cual por el contrario permanece inmóvil. Es esto lo que se llama viparîta‑maithuna, la unión sexual inver­tida, que se encuentra muchas veces en la iconografía sagrada indo‑tibetana, especialmente en las estatuillas llamadas Yab‑yurn chudpa[8]. En el campo de las personificaciones divinas, a la Çakti corresponde entre otras Kalí, la "diosa negra", representa­da sin embargo, también, como hecha de llamas o rodeada de una aureola de llamas, de manera que reúne en si dos atributos ya considerados en el arquetipo femenino: oscuridad preformal y fuego. En su aspecto "Kalí", la Çakti se presenta sin embargo preferiblemente como energía irreductible a cualquier forma fini­ta o limitada, por consiguiente también como diosa destructi­va[9]. Por lo demás, como los chinos ven sensibilizarse en la realidad el variado juego del yin y del yang unidos, juntos, de la misma manera la tradición en cuestión ve en la creación una combinación variada de energías provenientes de los dos princi­pios, de la cit‑çakti, o shiva‑çakti, y de la mâyâ‑çakti. Asi, un tex­to hace decir a la diosa: "Siendo todo en el universo a un tiempo Shiva y Çakti, tú, oh Maheçvara [el dios macho], estás en todo lugar, y yo estoy en todo lugar. Tù eres en todo y yo soy en todo"[10]. Más propiamente, Shiva está presente en el aspecto inimitable, consciente, espiritual, estable, y Çakti en el aspecto cambiante, inconsciente‑vital, natural, dinámico de todo lo que existe[11]. La diosa existe bajo la forma de tiempo, y en esta forma ella es la causa de todo cambio y es "omnipotente en el momento de la disolución del universo"[12].

En el tantrismo especulativo, a lo femenino, a Çakti, se refie­re finalmente Mâyâ. Este término bien conocido en la concepción más corriente y especialmente en el Vedânta, designa el carácter ilusorio, la irrealidad del mundo visible, tal como aparece en el estado de dualidad. Es usado sin embargo también para designar las obras de magia, y la asociación más arriba mencionada (mâya­çakti) es propiamente entendida en el sentido de lo femenino como representativo de "la magia del dios", la diosa cual genera­triz mágica de las formas manifestadas: formas que son ilusorias solamente en un sentido relativo, ya que según la tradición hindú el atributo de lo real no se aplica más que al ser absoluto, lumino­so, eterno, privado del devenir y del "sueño". De una manera subordinada, de esto se deriva sin embargo una asociación del principio femenino al mundo "nocturno" constituyendo el terre­no de un género determinado de magia, de encanto o de fascina­ción: motivo éste que se encuentra también en otras partes, por ejemplo en uno de los aspectos de la Hécate pelásgica y griega, la diosa ora subterránea, ora lunar, que da potencia a los procedi­mientos de encantamiento y enseña las fórmulas mágicas, toman­do bajo su protección a las brujas y a las encantadoras, que han aprendido de ella su arte, y convirtiéndolas inclusive en sus sacerdotisas (según una tradición, Medea era sacerdotisa en su templo de Hécate). Como Hécate, también Diana, a menudo identificada con ella, fue reputada patrona de las artes mágicas: los Vasos Hamilton muestran figuras de mujeres entregándose a encantamientos que se encomiendan a ella. "Encantadora del ene­migo del dios del amor", es uno de los atributos de la Gran Diosa hindù.

Siempre en el mismo contexto, es propio de la doctrina hindú en cuestión concebir la manifestaci6n como un "mîrar al exterior" ‑bdhirrnukht‑, es decir, como movimiento o tendencia extravertida, corno un "ir hacia fuera", soltándose del Uno y de lo idéntico: he aquí otro aspecto de la naturaleza y de la función de la Çakti. Si la Çakti es llamada también kânwrûpint, es decir, "la que está hecha de deseo", y que su signo es el signo del órgano femenino, el triángulo invertido, identificado con el del deseo, esto va a precisar este mismo motivo, en tanto que todo deseo comporta un movimiento hacia otra cosa que si, hacia algo exte­rior. Ahora bien, especialmente el budismo, como fondo último de la realidad en devenir y de la vida condicionada ‑del samsâra‑, ha reconocido precisamente el deseo y la sed ‑kânw, trshna y taiihâ‑. En la "hembra de lo divino", en la Çakti de Shiva, está la raíz del deseo, sea como deseo cosmog6nico, sea como el que es consubstancial a las "Aguas" y a la "materia", que las doctrinas griegas concebían como "privación", como la Penia platónica privada del ser y deseosa del ser[13], en oposición a la naturaleza sideral e inmóvil de la masculinidad metafísica, del eterno nous. Por otra parte, se ha dicho que "Shiva sin Çakti sería incapaz de todo movimiento", seria "inactivo" ‑como, por contra, Çakti, o prakrti, sin Shiva serfa inconsciente ‑acit‑, es decir, desprovis­ta del elemento luminoso. Las parejas divinas enlazadas del pan­teón hinduista e indo‑tibetano simbolizan la asociación constante del elemento shivaico a un elemento çàktico en todo cuanto es manifestado. Plotino (111, v, 8) dice que los dioses machos son definidos por el nous, los femeninos por la psyché, y que a cada nous está unida una psyché y la psyché de Zeus es Afrodita, iden­tificada también a Hera por los sacerdotes y los teólogos, siempre según Plotino.

No nos extenderemos con referencias análogas extraídas de otras tradiciones, porque ello añadiría muy poco a las estructuras fundamentales que hemos indicado. Recordaremos solamente algunas ideas de la Kábala hebraica y del gnosticismo cristiano. En la primera, la "femineidad de Io divino" ‑la nubka opuesta a duchra‑ està representada en general por la Shekinah, fuerza o principio comprendido como "la esposa del Rey", y se habla de bodas sagradas ‑zivuga kadisha‑ del Rey y de la Reina, de Dios y de la Shekinah[14]. Aquí nos importa sobre todo hacer notar el aspecto de esta hipóstasis femenina ‑eterno femenino bajo la protección del cual están todas las mujeres del mundo[15]‑, según el cual ella se presenta como un equivalente del Espíritu Santo vivificante, como un poder o influencia o "gloria" inma­nente en la creación: poder distinto, pues, de la pura trascendencia de Io divino y susceptible, también, de destacarse de él (como veremos que es el caso para la misma Çakti hindú en la fase des­cendente de la manifestación); por Io cual, en la Kábala se habla también del estado de "exilio" de la Shekinah. Pero la Shekinah, como "gloria presente en este mundo" conduce también a un encadenamiento de ideas ulterior. En efecto, la "gloria" fue entendida antiguamente, no como una abstracción personifica­da, sino más bien como un poder o fuego divino, en la doctrina iraniana del hvarenô: noción cercana de la de la "llama viviente" personificada por Vesta, que, a través de las metamorfosis sacadas a la luz por F. Cumont[16], nos lleva de nuevo a la idea de una divinidad femenina complementaria y de un poder eficaz, como es la "Fortuna", en particular en su aspecto de Fortuna Regia.

En el cristianismo ‑religión que ha agregado y absorbido motivos de tradiciones muy heterogéneas‑ el "Espíritu" no tiene rasgos bien definidos; no es "femenino" cuando fecunda a la Vir­gen y, en el Antiguo Testamento, como principio que està por encima de las Aguas. Sin embargo, en hebreo y en arameo, la palabra "espíritu" es femenina y, en el gnosticismo cristiano ‑en el "Evangelio de los Hebreos"‑ se encuentra la expresión, referida a Cristo, "mi madre, el Espíritu Santo"[17], mientras que el término griego para "espíritu", pneuma, puede correspon­der al término hindú de prâna, soplo como fuerza vital, fuerza de vida; de Io que resulta, para el Espíritu Santo, cuyo descendimiento fue representado también como el descendimiento de una llama, un sentido convergente con el de la misma Shekinah. Por otra parte, el Espíritu Santo ha estado simbolizado a menudo por la paloma, la cual fue por lo demás asociada a las grandes divinidades femeninas mediterráneas, a la Potnia cretense, a Isthar, a Circe, a Mylitta, a la misma Afrodita, para representar su fuerza e influencia[18]. Y son palomas las que llevan a Zeus su alimen­to, la ambrosía[19].

La mujer divina del gnosticismo es esencialmente Sofía, entidad de muchos rostros y de muchos nombres. A veces iden­tificada al mismo Espíritu Santo, según sus diferentes atributos, ella es también la Madre o María Universal, la Madre de los Vivos o Madre Resplandeciente, la potencia de lo alto. Aquella de la Mano Izquierda (en oposición a Cristo, entendido como su esposo y como “El de la mano derecha”), como la Lujuriosa, la Matriz, la Virgen, la Esposa del Macho, la Reveladora de los Misterios perfectos, la Santa Paloma del Espíritu, la Madre Celeste, la Extraviada, Helena (es decir, Selene, la Luna), fue concebida como la Psique del mundo y como el aspecto femenino del Logos[20]. En la Gran Revelación de Simón el Gnóstico, el tema de la diada y del andrógino está dado en términos que merece la pena traer a colación: “Este es el que fue, que es y qué será, el poder macho-hembra, como el preexistente poder ilimitado que no tiene ni comienzo ni fin, porque existe en el Uno. Fue por este poder ilimitado por el que el pensamiento, oculto en el Uno, procede en principio, convirtiéndose en dos… Así ocurre que la que por él se manifiesta, aunque uno, se encuentra siendo dos, macho y hembra, a tener a la mujer en sí mismo.

 



[1] ARISTOTELES, De gen. anim., 1, ii, 716 a; 1, xx, 729 a; cf. también Il, i, 732 a; 11, iv, 738 b.

[2] Timeo, 5 0 b‑d.

[3] Sobre todo esto cf. PLOTINO, Enneada 111, vü, 4; 111, viii, j; 1, i, 8; 111, fi, 2; V, viü, 12.

[4] Ta Chiuan, 1, § 4.

[5] Ibid., 1 § 5.

[6] Shi‑kua, 1, comm.

[7] Cf. J. WOODROFFE, Creation as explained in the Tantra, Calcuta, s. d., pag. 9.

[8] (10) Cf. E. PANDER, Das Pan4heon des Tschangtscha Hutuku (Ein Beitrag zu Monographie des Lamaisinus), Berlin, 18 90.

[9] Cf. EVOLA, Lo Yoga della Potenza, cit., pàgs. 53, 54, 58 sgg.

[10] En WOODROFFE, Ob. cit.

[11] Cf. J. WOODROFFE, Shakti and Shâkta, cit., Il sect., c. XIV­XIX.

[12] A. y E. AVALON, Hymns to the Goddess, London, 1913, pigs. 46‑47.

[13] PLUTARCO (De Is. et Os., 56) dice que Penia es "la mat~rîa prima que en si misma es privación, pero es llena por el bien [aquí sinóni­mo de ser] y tiende siempre hacia él y Hega a participar en él".

[14] Zohar, 1, 207 b; 111, 7 a.

[15] Ibid., 1, 288 b.

[16] F. CUMONT, Les Mystères de Mithra, Bruxelles3, 1913, pàgs. 96 sgg:

[17] Meter mou, toagionpneuma, en ORIGENES, inJohan, 11, 12, cf. HIERONIMUS, in Math., 11, vii, 1, donde se recurre a la misma expresión y se recuerda precisamente que ruach, espiritu, es femenino en hebreo.

[18] Cf. G. GLOTZ, La civilisation égéenne, que habla de la diosa‑paloma, o diosa de la paloma, pudiendo la paloma ser el simbolo de la diosa y también identificarse con ella. "Emanación de la diosa, la paloma es el espiritu que santifica todos los seres y los objetos sobre los cuales ella se posa: y la posesi6n divina se opera por su mediación."

[19] Homero, Odisea, XII, 63.

[20] Cf. G. R. S. MEAD, Fragments of a faith for gotten, cit., pàgs. 247‑248.

 

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 31. Mitología, ontología y psicología

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 31. Mitología, ontología y psicología

Biblioteca Julius Evola.- Iniciamos la publicación de la obra de Evola, "Metafísica del Sexo", una de las obras "técnicas" más importantes de este autor. En este capítulo IV que vamos a publicar en los próximos días, Evola explica que los dioses y las diosas, eran considerados por el mundo tradicional, como arquetipos del hombre y de la mujer, con el que los amantes debían identificarse para vivir la experiencia de la trascendencia. Hemos colocado on line la versión de esta obra publicada por La Rama Dorada en 1984, que requiere una profunda corrección de estilo..  

 

DIOSES Y DIOSAS, HOMBRES Y MUJERES

3 1. Mitologia, ontologia y psicologia

En las enseñanzas propias del mundo tradicional, aparece casi por todas partes el tema de una dualidad o polaridad original rela­cionada con la polaridad de los sexos. Es una polaridad que viene definida ya en términos puramente metafísicos, ya, como la de figu­ras divinas y mitológicas, de elementos cósmicos, de principios, de dioses y de diosas.

A la historia de las religiones de ayer le pareció evidente que todo esto no era más que un caso de antropomorfismo: el hom­bre, al haber creado a los dioses a su imagen y semejanza, habría traspuesto y proyectado también en ellos la diferenciación sexual propia de los seres mortales de esta tierra. Así, todas estas díadas y dicotomías divinas no serian más que productos de la fantasía, la cual tendría por único contenido concreto la experiencia huma­na del sexo.

     La verdad es exactamente la contraria. El hombre tradicio­nal intentó descubrir en la misma divinidad el secreto de la esen­cia del sexo. Para él, los sexos, antes de existir físicamente, exis­tían como fuerzas supraindividuales y como principios trascen­dentes; antes de aparecer en la "naturaleza", existían en la esfera de Io sagrado, de Io cósmico y de Io espiritual. Y en la múltiple variedad de las figuras divinas diferenciadas como dioses –y como diosas‑, se intentó recoger la esencia del eterno masculino y del eterno femenino, no siendo la diferenciación de los sexos de los seres humanos sino un reflejo y una manifestación particular. Sobre esta base, se invierte la tesis de los historiadores de las religiones: en lugar de ser el sexo humano la base para recoger lo que hay de real y de positivo en las figuras divinas y mitológicas sexua1mente diferenciadas, es justamente el contenido de estas figuras la que suministra la clave para la comprensión de los aspectos más profundos y universales del sexo en el hombre y la mujer. Sólo estas figuras, creación de una intuición vidente, y a menudo incluso de formas reales, individuales o colectivas, de percepción suprasensible, pueden darnos el sentido de Io que ya hemos Ilama­do la virilidad absoluta y la femineidad absoluta en sus aspectos fundamentales y, por consiguiente, ponernos también en disposi­ción de reconocer y distinguir ciertas "constantes" objetivas, en las formas derivadas e híbridas según las cuales el sexo aparecía en los individuos empíricos, en modulaciones dependientes de las diferentes razas y, también, de los varios tipos de civilización. En particular, del sacrum sexual y de la mitología del sexo podemos extraer las bases de una caracterología y de una psicología del sexo que verdaderamente avancen en profundidad. Este es el argu­mento con que ahora nos vamos a enfrentar. No podemos omitir­Io en este estudio, aunque para el lector corriente la materia que vamos a examinar ofrezca en ciertos puntos alguna oscuridad y novedad.

Como premisa, debemos subrayar que el punto de vista tradi­cional que vamos a seguir, si por una parte se opone al de las interpretaciones naturalistas indicadas más arriba, por otro es bastante diferente también del de determinadas corrientes psicoanalíticas recientes. En su momento, hemos dicho que los princi­pios de la virilidad y de la femineidad absolutas no son simples conceptos, útiles como medidas para el estudio de las formas empíricas, mixtas y parciales del sexo, pero abstractos en si mis­mos y sin realidad. Tampoco los consideramos como simples "ideales" o "tipos ideales", que no existirían màs que en la medi­da en que son más o menos aproximativamente realizados por uno u otro ser. Por el contrario, son principios reales en el sentido de la palabra griega ariai, entia, principios‑potencias de orden transindividual, que condicionan de forma diferente por qué cada hombre es un hombre y cada mujer una mujer, tales pues que existen antes y por encima de cada hombre y cada mujer mortal y más allá de su individuación perecedera. Tienen pues una exis­tencia metafísica. Este concepto ha sido expresado de una manera particularmente adecuada por las escuelas tántricas y sahaiyas, que reconocieron en la división de las criaturas en machos y hem­bras un carácter rigurosamente ontológico, derivado del carácter metafísico de los principios Ilamados Shiva y Çakti o de personi­ficaciones mitológicas como Krishna y Radha.

Se puede pues aplicar a este dominio especial la misma doc­trina platónica de las ideas interpretadas en sentido antinómico, realista y mágico: la concepción de la "idea" o "arquetipo" entendido no como una abstracción conceptual del espíritu humano, sino como la raíz de lo real y de una realidad de orden superior. Las fuerzas de las que hablamos están invisiblemente presentes en todas las individualizaciones que revisten, en las que se manifies­tan y emergen; esos dioses o entidades del sexo viven y se mues­tran en formas diferentes, en diferentes grados de intensidad, en la multitud de los hombres y las mujeres, en el espacio y el tiem­po; y tal multiplicidad de formas caducas, aproximativas, a veces inclusive larvarias, no toca su identidad y eternidad.

Aparece pues bien clara la divergencia entre el punto de vista que nosotros seguimos y las interpretaciones propias de las corrientes modernas indicadas más arriba, que se mueven sobre un plano no metafísico, sino solamente psicológico. Si Jung no reduce las figuras del mito sexual a fantasías y a invenciones poéticas, si ha presentido en ellas la dramatización ‑precisa­mente‑ de "arquetipos" que tienen un alto grado de universali­dad y una realidad autónoma, sin embargo esta realidad él la entiende en términos puramente psicológicos, reduciéndolo todo a proyecciones mentales del inconsciente colectivo y a "exigen­cias" que, en el hombre, la parte obscura y atávica de la psique haría valer frente a la consciente y personal. En Io cual, no sola­mente hay una evidente confusión de términos, sino, a través del concepto abusivo del inconsciente y la movilización de una feno­menología de psicópatas, se reafirma la tendencia moderna gene­ral a reducirlo todo a medidas simplemente humanas. Si cada principio que tenga a su manera un carácter trascendente debe convertirse en un "hecho psicológico" para poder ser experi­mentado, hay sin embargo una diferencia fundamental entre el método que hace comenzar y acabar todo en la simple psicolo­gía y aquél que, por el contrario, se esfuerza por comprender la psicología en función de la ontología. De hecho, todas las inter­pretaciones de Jung acaban sobre un plano muy banal, y su intuición de la realidad supraindividual y eterna de estos arque­tipos sexuales se anula o se degrada bajo la forma de algo contra­hecho, como consecuencia de una deformación profesional de la mentalidad (se trata de un psiquiatra y de un psicoanalista) y de carencia de puntos de referencia doctrinales adecuados.

La divergencia de los dos puntos de vista se hace más visible todavía en el aspecto de las consecuencias prácticas. Jung tiene a la vista el tratamiento de neurópatas y cree seriamente que el fin de las religiones, de los Misterios y de las antiguas iniciaciones no fue otro: todo esto habría servido para devolver el equilibrio a individuos afectados de conflictos psíquicos y en desacuerdo con la parte inconsciente de su ser. En definitiva, para él se trata de "desaturar" los arquetipos, de desproveerlos de la cara mítica y fascinante ‑el mana‑ que les confiere un carácter obsesivo, y reducirlos a funciones psíquicas normales: esto, también en el caso del arquetipo masculino y del arquetipo femenino que emer­ge aquí y allá en la conciencia ordinaria[1]. Por contra, el cono­cimiento de la realidad metafísica de los arquetipos sirvió a la humanidad tradicional como premisa positiva para las múltiples variedades de la sacralización del sexo, para prácticas y ritos desti­nados no a conducir hacia una normalidad banal a un ser dividido, a un ser en lucha con sus “complejos", sino a favorecer un sistema de evocaciones y de participaciones más allá de Io simplemente humano, a provocar aperturas del Yo propio a aquellas "cargas" que en Jung se reducen a simples, inexplicables halos de las imá­genes del inconsciente[2].

Conviene añadir que al estar en vigor en el mundo tradicional un sistema de correspondencias entre la realidad y los síbolos, entre las acciones y los mitos, el mundo de las figuras divinas no solamente proporcionaba el medio de penetrar las dimensiones mis profundas de la sexualidad humana, sino que contiene tam­bién relaciones susceptibles de suministrar principios normativos para las relaciones que, en toda civilización sana, deben estable­cerse entre los dos sexos, entre el hombre y la mujer. Sobre esta base, estas relaciones iban a adquirir un sentido profundo, eran conformes a una ley y a una norma superior al mundo de la contingencia, del arbitrio y de las situaciones puramente indivi­duales.

También este aspecto de la metafísica del sexo será conside­rado brevemente por nosotros.



[1] Cf. C. G. JUNG, Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten, Zurich‑Leipzig, 1928, C. IV. Para una critica en profundidad de las ideas de Jung cfr. Introduzione alla magia quale scienza del’Io (a gardo del "Gruppo di Ur"), Roma3; 1956, v. 111, pigs. 411 sgg.

[2] Según las teorías de la escuela de Jung "cuando se desvanece la frontera entre la personalidad limitada del individuo y los arquetipos", puede verificarse solamente "un delirio, un estado psicótico catastró­fico de obsesi6n" (cf. L. VON FRANZ,Aurora Consurgens, Zürich, 1957, pàgs. 175, 219, etc.). Nada es más significativo para quien considera los horizontes de esta escuela.