Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 34. Diferenciaciones típicas de la virilidad en el mito
Biblioteca Julius Evola.- Evola aborda en este capítulo las distintas formas de virilidad. Las diferencias entre las distintas formas de virilidad definidas en el mundo clásico, y personificados en los distintos dioses varones de la mitología clásica, encuentran en Apolo, Dionisos, Poseidón, Hefaisto, a formas de virilidad susceptibles de cristalizar en determinados tipos humanos masculinos. Entre la virilidad fálica y la virilidad espiritual, existen diversas matizaciones que dan lugar a los tipos de virilidad que derine Evola en este capítulo
34. Diferenciaciones típicas de la virilidad en el mito
Para examinar ahora las figuras típicas del mito que encarnan el principio masculino, nos podemos referir a las divinidades que, en cierto modo, sirven de contrapartida a lo femenino, segùn el puro aspecto afrodisiano, después según su aspecto "Durgâ" y finalmente según su aspecto demetriano‑maternal.
En parte, una tal morfología ha sido esbozada por Bachofen, partiendo esencialmente de los mitologemas que la antigüedad mediterránea creó en torno a la figura de Dionisos mediante asociaciones que, en principio, dan la impresión de un sincretismo desordenado, pero que en realidad encierran significados profundos[1].
Primeramente, como limite inferior, se debe considerar la forma telúrico‑poseidoniana de la virilidad. Sobre este plano, Dionisos fue asociado, ya a Poseidón, dios de las Aguas, ya a Osiris, concebido como el curso del Nilo que rocía y fecunda Isis, como tierra negra de Egipto: A un nivel ya más elevado se refiere la asociación de Dionisos en Efestos‑Vulcano, dios del fuego subterráneo. En el primero de tales mitologemas se nos presenta una dislocación del simbolismo de las Aguas, yendo ahora éste a designar el principio húmedo de la generación en relación con la concepción puramente fálica de la virilidad: el dios es el macho considerado bajo su aspecto de fecundador de la substancia femenina y, como tal, en alguna medida subordinado a ella. El paso al dios del fuego subterráneo comporta apenas un paso adelante, porque se trata aqui de un fuego terrestre todavía turbio, salvaje y elemental, cuya contrapartida sigue siendo siempre la femineidad afrodisiana en su naturaleza lábil (Afrodita, como esposa infiel de Vulcano).
Bachofen ve una más alta epifanía del principio masculino allí donde Dionisos se presenta ya como una naturaleza luminosa y celeste por su conexión en primer lugar con Lunus, después con el Sol y Apolo. Pero si, en el mito, Dionisos, en esta misma forma, siempre se acompaña de figuras femeninas que no dejan de estar relacionadas con el arquetipo de la Gran Diosa, esto indica la presencia de un limite; limite bien visible, de otra parte, en el hecho de que inclusive cuando Dionisos pasa a ser un dios solar, el sol, aquí, no es visto en su aspecto de pura luz inimitable, sino màs bien como el astro que muere y resucita. Como es bien sabido, este es un motivo del dionisismo órfico, que por este camino se encuadra en el mismo trasfondo que la religi6n de la Madre, tratándose de la misma situación que la de Attis y Tainmuz, dioses masculinos mortales que la Diosa inmortal resucita siempre de nuevo (en efecto, al lado. de Cibeles se encuentra también Sabasius en lugar de Attis, a menudo identificado con Dionisos): de la misma manera, el sol se levanta y resurge y su luz no es ahora la luz fija y abstracta del ser puro, del puro principio olímpico.
El ulterior desarrollo de la serie que estamos considerando comporta el paso a otro complejo mítico, más a alle aquel que se centra en Dionisos. El eslabón de conjunción puede ser considerado en Dionisos en forma de adversario y vencedor de las Amazonas, como también en la traición de Afrodita, que se une con Ares, dios de la guerra. Aunque Ares ‑el Marte helénico tenga todavía los rasgos de la virilidad salvaje, con esto sin embargo experimenta una traslación hacia figuras que encarnan una virilidad no ya fálica o dionisiaca, sensual y elemental, sino heroica. Y el tipo que representa la màs señalada encarnación de esta virilidad es el Heracles dorio. También Heracles es un vencedor de las Amazonas y además un enemigo de la Madre (de Hera, como el Hércules romano es el enemigo de Bona Dea), de cuyo vínculo se libera, poseyendo sin embargo el principio si, en el Olimpo, obtiene por esposa a Hebe, la juventud eterna, después de haber sabido encontrar el camino del jardín de las Hespérides y haber cogido allí la manzana de oro, símbolo ligado también a la Madre (las manzanas habían sido dadas por Gea a Hera) y a la fuerza‑vida.
Más alto que Herakles, con el simbolismo de sus empresas que ponen de relieve la virilidad heroica y, en cierta medida, antiginecocrática (en su momento hablaremos del importante simbolismo de la túnica de Neso), se encuentran las representaciones de la virilidad ascética y apolínea. Aquí se puede considerar, como elemento de enlace, al mismo Shiva, tomado como divinidad del culto y no ya como principio metafísico. Si, de un lado, en el período alejandrino, Shiva fue equiparado a Dionisos entendido como dios de los ritos orgiacos, del otro se le considera también como el gran asceta de las cimas, el cual tiene, si, una esposa, Parvatf, pero sin sufrir su vinculo, porque sabe fulminar a Kàma, el dios del amor, cuando este intenta suscitar en él un deseo sinónimo de necesidad, de privación, de sed y de dependencia (en *el mito hindú Kâma es resucitado por Shiva, por intercesión de divinidades ‑como Rati‑ que personifican por el contrario las formas de la experiencia erótica pura, libres de estos condicionamientos).
Ya más allá de toda lucha ascética, la virilidad tiene a continuación una de sus figuraciones típicas en Heruka, a quien los textos atribuyen una belleza heroica severa y majestuosa, a veces inclusive terrorífica, la divinidad desnuda y luminosa portadora de cetro del panteón indo‑tibetano. La desnudez, aquí, pasa a expresar una significación opuesta a la desnudez abisal femenina, representando el puro ser en si, la "pureza" o simplicidad uraniana dominadora (peligrosa para la mujer: ver al hombre según tal "desnudez" puede significar para ella perderlo para siempre, otro notable tema de la saga). Pero Shiva tuvo también a menudo el mismo atributo: digambara = "el Desnudo".
Así, volviendo a los temas helénicos, la serie puede tener por limite superior la manifestación apolínea de la pura virilidad: Apolo, como encarnación del nous olímpico, de la luz uraniana inmutable, desatado del elemento telúrico y también de su relación con diosas subsistentes en algunas variedades espúreas de su culto histórico. En tal medida, Apolo, dios de la "forma pura", fue concebido sin madre y "nacido de si", ametor y autofi'es: Apolo, dios dorio "geometrizante" porque a lo masculino y a la forma pertenece la determinaci6n y a lo femenino, lo indeterminado de la materia plástica y lo sin limite, el apeiron. En el juicio de Orestes, en el mito, Apolo defiende el principio opuesto al de la maternidad sin esposo, pero también al de la femineidad demetriana o afrodisiana. Dice que es el padre quien realmente engendra al hijo y que la madre es solamente la "nutridora" del hijo[2]. Este es el establecimiento y la reafirmación de la relación entre el eterno masculino y el eterno femenino que hemos indicado en el terreno metafísico. Pero en el símbolo apolíneo hay algo más: algo que, además de restablecer el orden "según la justicia" entre los dos principios, en el fondo lleva más allá de todo el mundo de la Diada. Por lo tanto, en el grado de la virilidad fálicotelùrica, en la dionisíaca en sentido estricto, en la heroica, en la ascética, y, en fin, en la apolínea u olímpica, podemos reconocer las principal es diferenciaciones típicas de lo masculino: centros de mitologemas reencontrables en variantes y transposiciones sin fin, en las tradiciones mis diferentes, como contrapartidas de las Madres telúricas, de las diosas demetrianas, de las diosas afrodisianas, y, en fin, de las "Vírgenes" ambiguas, abisales, amazonianas y destructoras.
[1] Sobre cuanto sigue cf. J. J. BACHOFEN, Das Mutterrecht, cit., § 76, 109, 111‑112.
[2] ESQUILO, Eum., 658‑666.
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