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Revuelta contra el Mundo Moderno

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 3. El símbolo polar. El señor de Paz y Justicia

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 3. El símbolo polar. El señor de Paz y Justicia

Biblioteca Julius Evola.- En su tercer capítulo, Evola aborda el símbolismo polar. Si en el capítulo anterior, ha estudiado el concepto de Realeza, ahora aborda la cuestión de la sede de esta realeza. En todas las tradiciones, esa sede está situada en el Norte y en el centro del mundo, de ahí que Evola insista en el simbolismo "polar". Además, los dos atributos que acompañan a esta realeza son los de "señor de paz y justicia". El "emperador" recibe ese título y sitúa su imperio en el centro. Solo el centro es estable e inmóvil, todo lo que está en su perifería es devenir y temporalidad, esto es, caos.

 

3.

EL SIMBOLO POLAR ‑ EL SEÑOR DE PAZ Y JUSTICIA

Es posible enlazar la concepción integral y original de la  función real con otro ciclo de símbolos y mitos que, a través de  diferentes representaciones y trasposiciones analógicas,  convergen hacia un mismo punto([1]).

 

Puede tomarse, como punto de partida, la noción hindú del  chakravarti o "Señor universal". En cierta manera, puede verse en  él al arquetipo de la función real, del que las realezas  particulares, cuando son conformes con el principio tradicional,  representan imágenes más o menos completas o, según otro punto de  vista, manifestaciones particulares. Literalmente, chakravarti, significa "Señor de la Rueda" o "Aquel que hace girar la Rueda" ‑ lo que remite de nuevo a la idea de un "centro", que corresponde también a un estado interior, a una forma de ser, o mejor aún, al modo de serlo.

 

La rueda es, en efecto, un símbolo, del samsara, de la corriente  del devenir, el "círculo de la generación"  o también, rota fati, la "rueda de la necesidad"  de los griegos). Su centro inmóvil expresa entonces la  estabilidad espiritual inherente a aquel que no pertenece a esta  corriente y que puede, por ello, ordenar y dominar, según un  principio más elevado, las energías y las actividades sometidas a la naturaleza inferior. El chakravarti se presenta entonces como el dharmarâja, es decir como el "Señor de la Ley" o de la "Rueda de la Ley"([2]). En Kong‑tseu encontramos una idea análoga: "Aquel que domina gracias a la Virtud (celeste) es como la estrella polar. Permanece inmóvil en su lugar, mientras todas las estrellas giran en torno a ella"([3]). Es de aquí de donde procede el sentido original del concepto de "revolución", en tanto que movimiento ordenado en torno a un "motor inmóvil", concepto que  debía transformarse, en el curso de los tiempos modernos, en  sinónimo de "subversión".

 

A este respecto, la realeza asume pues el valor de un "polo" y se refiere a un simbolismo tradicional general. Se puede recordar, por ejemplo, además del Mitgard ‑la tierra divina central de la tradición nórdica‑ lo que dice Platón del lugar donde Zeus celebra consejo con los diosos para decidir el destino de la Atlántida, lugar que es "su augusta residencia, situada en el centro del mundo, desde donde se pueden alcanzar, en una visión de conjunto, todas las cosas que participan del devenir"([4]). La noción del chakravarti se refiere pues a un ciclo de tradiciones enigmáticas relativas a la existencia efectiva de un "centro del mundo" que poseyó, sobre la tierra, esta función suprema. Algunos símbolos fundamentales de la realeza estuvieron en estrecha relación, en su origen, con este orden de ideas. En primer lugar, el cetro, que, según uno de sus principales aspectos, corresponde, por analogía, al "eje del mundo"([5]). Luego, el trono, lugar "elevado" donde el hecho de permanecer sentado e inmóvil, no simboliza solamente la estabilidad del "polo" y del "centro inmóvil", sino que reviste también los significados  interiores, metafísicos, correspondientes. Dada la relación,  originariamente reconocida, entre la naturaleza del hombre real y la que es suscitada por la iniciación, se ve a menudo figurar, en los misterios clásicos, el rito consistente en sentarse, sin  moverse, sobre un trono([6]): rito considerado de tal manera  importante, que equivalía en ocasiones a la iniciación misma: el  término “sentado sobre el trono” aparecía a  menudo como sinónimo de iniciado([7]). En efecto, en algunos casos, durante la secuencia de las  fases de la iniciación en cuestión, la  entronización real, precedía al "devenir uno con el dios"([8]).

 

Se puede deducir este mismo simbolismo en el ziggurat, las  pirámides‑terrazas asirios‑babilonios, así como en el plano de la ciudad imperial de los soberanos iranios (como Ecbatana) y la imagen ideal del palacio del chakravarti: el orden del mundo se  encuentra expresado arquitectónicamente en sus jerarquías y en su dependencia de un centro inmutable. Espacialmente, este centro  correspondía precisamente, en el edificio, al trono mismo del  soberano. Y viceversa, como en Hélade: las formas de iniciación  emplean el ritual de los mandala dramatizando el paso progresivo  del mito del espacio profano y demoníaco al espacio sagrado,  hasta que se alcanza un centro. Un rito fundamental, el  mukatabisheka, consiste en ser ceñido por la corona o la tiara;  aquel que alcanza el "centro" del mandala es coronado, porque  está por encima del juego de las fuerzas de la naturaleza  inferior([9]). Es interesante igualmente notar que el ziggurat, el  edificio sagrado que dominaba la ciudad‑estado y era el centro,  recibía en Babilonia el nombre de "piedra angular del cielo y de  la tierra" y en Larza el de "anillo entre el cielo y la tierra"([10]), dicho de otra manera, tema de la "piedra" y tema del "puente".

 

La importancia de estos esquemas y correlaciones es evidente. En  particular, la misma ambivalencia se aplica a la noción de  "estabilidad". Está en el centro de la fórmula indo‑aria de  consagración de los soberanos: "Permanece firme e  inquebrantable... no cedas. Sé inconmovible como la montaña.  Permanece firme como el cielo mismo y manten firmemente el poder  en tu puño. El cielo es firme y la tierra es firme y las montañas  también. Firme es todo el mundo de los vivientes y firme es  también este rey de los hombres"([11]). En las fórmulas de la  realeza egipcia, la estabilidad aparece como un atributo esencial  que, en el soberano, se añade a la "fuerza‑vida". Al igual que el atributo "fuerza‑vida" ‑cuya correspondencia con un fuego ya hemos señalado‑ la "estabilidad" tiene una correspondencia celeste: su signo, ded, expresa la estabilidad de los "dioses solares  reposando sobre las columnas o sobre los rayos celestes"([12]). Todo esto nos remite al orden iniciático, pues no se trataba de ideas abstractas: como la "fuerza" y la "vida", la "Estabilidad", según la concepción egipcia, es también un estado interior y, al mismo tiempo, una energía, una virtus la que se transmite como un verdadero fluido de un rey al otro, para sostenerlos sobrenaturalmente.

 

A la condición de "estabilidad" entendida esotéricamente se une  por otra parte el atributo olímpico de "paz". Los reyes, "que  extraen su antiguo poder del dios supremo y que han recibido la  victoria de sus manos", son "faros de paz en la tempestad"([13]).  Ra es la "gloria", la centralidad ("polaridad") y la estabilidad,  la paz es uno de los atributos fundamentales de la realeza, que  es conservada hasta tiempos relativamente recientes: Dante  hablará del imperator pacificus, título ya recibido por Carlo  Magno. Naturalmente, no se trata de la paz profana y exterior,  referida al régimen político ‑paz que puede tener, como máximo,  el sentido de un reflejo analógico‑ sino de una paz interior,  positiva, que no se disocia del elemento "triunfal" del que hemos  hablado, y por ello, no expresa un cese, sino más bien una  perfección de actividad, la actividad pura, íntegra y recogida en  sí. Se trata de esta calma, que es la marca real de lo  sobrenatural.

 

Según Kong‑tzé([14]), el hombre designado para la soberanía,   frente al hombre común, tiene en sí un "principio de estabilidad  y de calma, y no de agitación"; "lleva en sí la eternidad en  lugar de movimientos intantáneos de alegría". De aquí procede  esta serena grandeza que expresa una superioridad irresistible,  algo que aterroriza y al mismo tiempo inspira veneracion, que se  impone y desarma sin combatir, creando súbitamente la sensación  de una fuerza trascendente totalmente dominada pero dispuesta a  lanzarse, el sentido maravilloso y espantoso del numen([15]). La  paz romana y augusta, conectada precisamente con el sentido  trascendente del imperium y la aeternitas que se reconocía en la  persona del verdadero jefe, puede ser considerada como una de las  expresiones de estos sentidos, en el orden de una realización  histórica universal, sin embargo el ethos de superioridad en  relación al mundo, de sereno dominador, de imperturbabilidad  unida a la prontitud para el mando absoluto, que caracteriza aun  hoy a numerosos tipos aristocráticos, incluso tras la  secularización de la nobleza, debe ser considerado como un eco de  este elemento originalmente real, tanto espiritual como  trascendente.

 

Si se toman como símbolo estados inferiores del ser, la tierra,  que, en el simbolismo occidental, estuvo en correspondencia con  la condición humana en general (en la antigüedad se ha creido  poder hacer derivar homo de humus), se encuentra en la imagen de  una cumbre, de una cima montañosa, culminación de la tierra hacia  el cielo, otra expresión natural de estados que definieron la  naturaleza real([16]). Así, en el mito iranio, una montaña ‑la  poderosa Ushi‑darena creada por el dios de la luz‑  es la sede del hvarenô, es decir de la fuerza mística real([17]). Y es sobre las montañas, según esta tradición, como según la tradición  védica([18]), donde crecería el haoma o soma simbólico, concebido  como principio transfigurante y divinizante([19]). Por otra parte  "altitud" ‑y más significamente, "alteza serenísima"‑ es un  título que se ha continuado dando a los monarcas y a los  príncipes hasta la época moderna, título cuyo sentido  original (al igual que el del trono en tanto que lugar  elevado) implica no obstante que se remonta a algunas  correspondencias tradicionales entre "monte" y "polo". La región  "elevada" de la tierra es el "monte de salvación", es el monte de Rudra, concebido como "el soberano universal"([20]) y la expresión  sánscrita paradesha, evidentemente ligada al caldeo pardes (del  que el  "paraíso" cristianismo es el eco) tiene precisa y  literalmente este sentido de "cumbre", de "punto más alto". Es  pues legítimo referirse también al monte Olimpo o al monte  occidental que conduce a la región "olímpica" y que es la "vía de Zeus"([21]), tal como todos los demás montes que, en las diversas tradiciones, habitan los dioses ‑personificando los estados uránicos del ser‑ como el monte Shinvat, donde se encuentra "el puente que une el cielo y la tierra"([22]); a los montes "solares" y "polares", como por ejemplo, el simbólico monte Meru, "polo" y "centro" del mundo, montes que siempretienen una relación estrecha con los mitos y los símbolos de la realeza sagrada y de la regencia suprema([23]). Además de la analogía indicada antes, la grandeza primordial, salvaje, no humana, así como el carácter de inaccesibilidad y de peligro de la alta montaña ‑sin hablar del aspecto transfigurado de la región de las nieves eternas‑ sirven de bases psicológicas visibles a este simbolismo tradicional.

 

En la tradición nórdico‑aria en particular, el tema del "monte"  (incluso en su realidad material: por ejemplo el Helgafell y el  Krosslohar irlandés) se asocian a menudo al Walhalla, la  residencia de los héroes y de los reyes divinizados, como también  al Asgard, la residencia de los dioses o Ases, situada en el  centro o polo de la tierra (en el Mitgard), que es calificado de "espléndido" -glitnir-, "tierra sagrada" -halakt land- y también, precisamente, de "montaña celeste"himinbjorg'‑:  altísima montaña divina sobre cuya cumbre, más allá de las  nieblas, brilla una claridad eterna y donde Odín, desde el  humbral Hlidskjalf vigila el mundo entero, el Asgard al cual los  reyes divinos nórdico‑germánico refieren, de forma muy  significativa, su origen y su residencia primordial([24]).

 

A título complementario, el "monte" simboliza en ocasiones el  lugar donde desaparecen los seres llegados al despertar  espiritual. Tal es, por ejemplo, el "Monte del Profeta" que, en  el budismo de los orígenes, tiene habitantes subterráneos a  los que llama "superhombres", "seres invencibles e intactos,  que se han despertado a sí mismos, libres de todo lazo"([25]). Este simbolismo también está en correspondencia con la idea real  e imperial. Basta recordar las leyendas medievales bien conocidas  según las cuales Carlomagno, Federico I y Federico II  desaparecieron en la "montaña" de la que, un día, se manifestarán de nuevo([26]). Pero esta residencia montañosa "subterránea" no es más que una imagen de la residencia misteriosa del "Rey del mundo", una expresión de la idea del "centro supremo".

 

Según las más antiguas creencias helénicas, los "héroes" son  llevados a su muerte, no solo a una montaña, sino también a una  "isla" que, en razón del nombre que en ocasiones se le atribuye ‑Leuke‑ corresponde, primeramente a la "isla blanca del Norte",  de la cual la tradición hindú hace igualmente la estancia  simbólica de los bienaventurados y la tierra de los "Vivientes":  tierra donde reina Naravana, que "es fuego y esplendor";  corresponde también a esta otra isla legendaria donde, según  algunas tradiciones extremo‑orientales, se alza el "monte" que  está habitado por los hombres trascendentes, chen jn: solo  llegando allí, los príncipes, como Yu, que tenían la ilusión de  saber gobernar bien, aprendieron lo que era, en realidad, el buen  gobierno([27]). Es importante señalar la indicación según la cual  "no se llega a estas regiones maravillosas, ni por mar ni por  tierra, sino que solo el vuelo del espíritu permite alcanzarla([28]). De todas formas, la "isla", por sí misma, aparece como el  símbolo de una estabilidad, de una tierra que se separa de  entre las aguas.

 

En las exégesis de los exagramas del emperador Fo‑hi, la noción  de estos "hombres trascendentes", habitantes de la "isla", se  confunde con la del rey([29]). Así esta nueva incursión entre los  mitos de la Tradición permite constatar que el sentido de la  realeza divina se encuentra confirmado por la convergencia y la  equivalencia que se constata entre ciertos símbolos de la función  real y los símbolos que bajo una forma diferente, se refieren a  los estados trascendentes del ser y a una dignidad eminentemente  iniciática.

 

El chakravarti, el soberano universal, además de ser "señor de la paz" es el señor de la "ley" (o del orden, rta) y de la justicia, es el dharmaraja. La "Paz" y la "Justicia" son otros dos atributos fundamentales de la realeza que se han conservado en la civilización occidental hasta los Hohenstaufen y Dante,  aunque en una acepción donde el aspecto político cubre  manifiestamente el sentido superior que se debía siempre  presuponer([30]). Se encuentran igualmente estos atributos en la  misteriosa figura de Melquisedek, rey de Salem, que no es, en  realidad, más que una de las representaciones de la función del  "señor universal". René Guenon ha señalado que en hebreo, mekki‑  tsedeq significa precisamente "rey de justicia", mientras que  Salem, ciudad de la que es soberano ‑según la exégesis paulina([31])‑ no significa otra cosa que "paz". La tradición afirma la  superioridad del sacerdocio real de Melquisedek sobre el de  Abraham, y se puede citar el sentido profundo del hecho que Melquisedek mismo declare, en la enigmática alegoría medieval de los "tres anillos", que ni el cristianismo, ni el islam, saben cual es la verdadera religión, mientras que la ideología  gibelina, se proclamó de la religión real de Melquisedek, contra la Iglesia. En cuando a los atributos paulinos de "sin padre, sin madre, sin genealogía", "sin principio, ni fin en su vida" del sacerdote real Melquisedek, indican, de hecho, ‑como el atributo extremo‑oriental del "hijo del Cielo", el atributo egipcio de "hijo de Ra" y así sucesivamente‑, la naturaleza supra‑individual e inmortal del principio de la realeza divina, según el cual los reyes, en tanto que reyes, no han nacido de la carne, sino de "lo  alto" y son apariciones o "descensos" de un poder indefectible y  "sin historia", que reside en el "mundo del ser".

 

A este nivel, "rey de justicia" equivale a la expresión ya citada  de dharmaraja, "señor universal", de donde resulta que la palabra  "justicia" debe ser entendida aquí en un sentido tan poco profano  como la palabra "paz". En efecto, en sánscrito, dharma significa  también "naturaleza propia", ley propia de un ser. Conviene pues  referirse, aquí, a esta legislación primordial que ordena  jerárquicamente "según la justicia y la verdad", todas las  funciones y las formas de vida según la naturaleza propia de cada  uno ‑svadharma‑ en un sistema orientado hacia un fin  sobrenatural. Esta noción de "justicia" es por otra parte la de  la concepción platónica del Estado, concepción que, más que un  modelo "utopista" abstracto, debe ser considerado bajo varios  aspectos como un eco de constituciones tradiciones de tiempos más  antiguos. En Platón, la idea de justicia de la que el Estado debe ser la personificación, tiene precisamente una relación estrecha con el o cuique suum, el principio según el cual cada uno debe realizar la función correspondiente a su propia naturaleza. Así, el "Señor universal", en tanto que "Rey de justicia" ‑y cada realeza que encarna el principio en un área determinada‑ es también el legislador primordial, el fundador de las castas, el creador de  las funciones y ritos, de este conjunto ético‑sagrado que es el  Dharmanga en la India aria y, en las otras tradiciones, el  sistema ritual local, con las normas correspondientes para la  vida individual y colectiva.

 

Esto presupone, para la función real, un poder de conocimiento  bajo la forma de visión realmente trascendente. "La capacidad de  comprender a fondo y perfectamente las leyes primordiales de los  vivientes" está, por lo demás, en el pensamiento extremo‑  oriental, en la base de la autoridad y del mando([32]). La "gloria" real mazdea, de la que ya hemos hablado, en tanto que  hvorra‑i‑kayâni, es también una virtud de inteligencia  sobrenatural([33]). Y si son los sabios quienes,  según Platón([34]), deben dominar la cúspide de la jerarquía del  verdadero Estado, la idea tradicional toma aquí una forma aun más  neta. En efecto, por sabiduría o "filosofía" se intenta expresar  la ciencia de "lo que es" y no de las formas sensibles ilusorias([35]), al igual que se entiende por "sabio" aquel que, en posesión de esta ciencia, teniendo el conocimiento directo de lo que tiene un carácter supremo de realidad y, al mismo tiempo, un carácter normativo, puede efectivamente decretar leyes conformes a la justicia([36]). Se puede concluir: "mientras los sabios no imperen en el Estado y aquellos que llamamos reyes no posean verdaderamente la sabiduría, y no converjan en el mismo fin poder político y sabiduría, los poseedores naturales que encarnan separadamente una y otra están impedidos por la necesidad; hasta entonces no habrá remedio para los males que aflijen a los Estados, ni a los del género humano"([37]).

 



([1])Cf. R. GUENON, Le Roi du Monde, París, 1927, donde se han  reunido e interpretado perfectamente tradiciones de este tipo.

([2])En esta tradición, la "rueda" tiene también un significado  "triunfal: su aparición en tanto que rueda celeste es el signo del destino de los conquistadores y dominadores: similar a la rueda, el elegido avanzará, dominando y conmoviendo (cf. la leyenda del "Gran Magnífico" en Dighanikâyo, XVII), mientras, en  referencia a una función simultáneamente ordenadora, se puede recordar la imagen védica (Rg‑Veda, II, 23, 3) del "carro luminoso del orden (rta), terrible, que confunde los enemigos".

([3])Lun‑yü, II, 1.

([4])PLATON, Criton, 121 a‑b.

([5])R. GUENON, Autorité spirituelle et Pouvoir temporel, París,  1929, pag. 137.

([6])Cf. PLATON, Eutyphron, 277 d.

 

 

([7])V. MACCHIORO, Zagreus, Florence, 1931, pag. 41‑42; V.  MAGNIEN, Les mystères d'Eleusis, París, 1929, pag. 196.

 

([8])V. MACCHIORO, op. cit., pag. 40; K. STOLL, Suggestion u.  Hypnotismus in der Völkerpsychologie, Leipzig, 1904, pag. 104.

 

([9])Cf. G. TUCCI, Teoria e pratica dei mandala, Roma, 1949, pag.  30‑32, 50‑51.

 

([10])C. DAWSON, The age of the Gods, Londres, 1943, VI, 2.

 

([11])Rg‑Veda, X, 173.

 

([12])MORET, Royauté Pharaon., pag. 42‑43.

 

([13])Corpus Hermeticum, XVIII, 10‑16.

 

([14])Lun‑yü, VI, 21.

 

([15])Al igual que en la Antigüedad la fuerza fulgurante,  simbolizada por el cetro roto y el uraeus faraónico, no era un  simple símbolo, al igual que, numerosos astos del ceremonial de  corte, en el mundo tradicional, no eran expresiones de adulación  servil, sino que extraían su origen primero de sensaciones  expontáneas despiertas en los sujetos por la virtus real. Cf.,  por ejemplo, la impresión provocada por una visita a un rey  egipcio de la XIIª dinastía: "Cuando estuve cerca de su Majestad,  me arrojé sobre mi rostro y perdí la conciencia de mí mismo en su  presencia. El dios me dirigió palabras afables, pero fuí como un  individuo aquejado de ceguera. Me faltó la palabra, los miembros  me flaqueaban, no sentía el corazón en el pecho y conocí la  diferencia existente entre vida y muerte" (G. MASPERO, Les contes  populaires de l'Egypte ancienne, Paris, 1889, pag. 123 y sigs.).  Cf. Mânavadharmashastra, VII, 6: "Como el sol (el rey) arde los  ojos y los corazones y nadie sobre la tierra puede mirarlo a la  cara".

 

([16])Esto permite comprender que no es por casualidad que los  parsis y los iranios, en los tiempos más antiguos, no tuvieron  altares ni templos, sino que sacrificaban a sus dioses sobre las  cimas de las montañas (HERODOTO, 1, 131). Es igualmente sobre las  montañas donde corrían las coribantes dionisiácas en éxtasis y,  en algunos textos, el Buda compara el nirvana a una alta montaña.

 

([17])Yasht, XIX, 94‑96. En este mismo texto se explica (XIX, 48,  sigs.) que el instinto y el apego a la vida ‑es decir, el lazo  humano‑ impiden la posesión de la "gloria".

 

([18])Yacna, 4; Rg‑Veda, X, 24, I.

 

([19])Cf. Rg‑Veda, VIII, 48, 3 "Bebamos el soma, volvámonos  inmortales, lleguemons a la luz, encontremos a los dioses". Es  preciso notar también que el soma está relacionado, en esta  tradición, al animal más simbólico de la realeza, el águila o el  gavilán (IV, 18, 13; IV, 27, 4). El carácter inmaterial del soma  se afirma en X, 85, 1‑5, donde se habla de su naturaleza  "celeste" y donde se precisa que no puede ser obtenido más que  triturando una cierta planta.

 

([20])Rg‑Veda, VII, 46, 2.

 

([21])Cf. W. H. ROSCHER, Die Gorganen und Verwandtes, Leipzig,  1879, pag. 33‑34.

 

([22])Bundahesh, XXX, 33.

 

([23])Una montaña sobre la que se plantó un árbol celeste figura  en la leyenda de Zaratustra, rey divino, que vuelve durante algún  tiempo a la montaña, donde el "fuego" no le causa ningún  perjuicio. El Himalaya es el lugar donde, en el Mahabharata, el  príncipe Arjuna asciende para practicar ascesis y realizar  cualidades divinas es aquí donde se vuelve también Yuddhisthira ‑  al cual fue dado el título ya citado de dharmarâja, "señor de la  ley"‑ para realizar su apoteosis y ascender al carro celeste de  Indra, "rey de dioses". En una visión, el Emperador JULIANO  (Contra Eracl. 230d) es conducido a la cúspide de una "montaña  elevada, donde el padre de todos los dioses a su trono"; allí, en  medio de un "gran peligro", Helios, es decir la fuerza solar, se  manifiesta en él.

 

([24])Cf. W. GOLTHER, Germ. Mythol., cit. pag. 90, 95, 200, 289,  519; E. MOOGK, Germanische Religionsgeschichte und Mythorogie,  Berlín‑Leipzig, 1927, pag. 61‑62.

 

([25])Majhimonikâjo, XII. Parecidas desapariciones se encuentran a  menudo en las tradiciones helénicas, chinas, islámicas y  mejicanas (Cf. ROHDE, Psyche, Freiburg, 1898, v. I, pag. 70,  sigs. 118‑129; REVILLE, Rel. Chin., cit., pag. 444).

 

([26])Cf. J. GRIMM, Deutsche Mythologie, Berlín, 1876, v. II, pag.  794 y sigs. y para ampliacions: EVOLA, El misterio del Grial y la  idea imperial gibelina, Barcelona, 1975.

 

 

([27])Sobre todo esto, cf. R. GUENON, El Rey del Mundo, cap. VIII,  X‑XI.

 

([28])LI‑TSEU, II: cf. III, 5.

 

([29])Cf. MASPERO, Chine ant., pag. 432. Los Pen‑jen o "hombres  trascendentes" viven en la región celeste de las estrellas fijas  (G. PUINI, Taoismo, Lanciano, 1922, pag. 20 y sigs.), que en el  helenismo, corresponde igualmente a la región de los inmortales  (cf. MACROBIO, In Somn. Scip., I, II, 8). Las estrellas fijas, en  relación a la regi'n planetaria y sublunar de la diferencia y del  cambio, simbolizan la misma idea de "estabilidad" expresada por  la "isla".

 

([30])Federico II reconoce en la "justicia" y en la "paz" el  fundamento de todos los reinos (Constitutiones et Acta Publica Friederici secundi, en Mon. Germ., 1893‑6 v. II, pag. 365). En la Edad Media, la "justicia" se confundía a menudo con la "verdad" para indicar el rango ontológico del príncipe imperial (cf. A. de  STEFANO, La idea imperiale di  Federico II, Florencia, 1927, pag. 74). En los godos, la verdad y la justicia son considerados como virtudes reales por excelencia (M. GUIZOT, Essais sur l'hist. de France, París, 1868, pag. 266). Son supervivencia de la doctrina  de los orígenes. En particular, sobre el emperador, en tanto que  "justicia convertida en hombre", cf. KANTOROWICZ, Kaiser  Friedrich, cit., pag. 207‑238, 477, 485.

 

([31])Hebr. VII, 1‑3.

 

([32])Tshung‑yung, XXXI, pag. 1.

 

([33])Cf. SPIEGEL, Er. Altert., V, II. 44.

 

([34])PLATON, Rep., V. 18; VI, 1 y 15.

 

([35])PLATON, Rep., V, 19.

 

([36])Ibid., VI, 1.

 

([37])Ibid., V, 18.

 

 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 2. La Realeza

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 2. La Realeza

Biblioteca Julius Evola.- Contrariamente a Guénon, Evola sostenía que en la Edad de Oro, en la figura del Rey y Emperador se unía tanto el poder sacerdotal como el poder guerrero. Solamente en ciclos posteriores de decadencia, estos poderes se separaron y dieron vida a la casta sacerdotal y a la casta guerrera. La síntesis de ambas constituye el principio de la Realeza cuyo estudio Evola aborda en este segundo capítulo. El repaso a este tema en todas las tradiciones de Oriente y Occidente, puede calificarse como exhaustivo.

 

2

LA REALEZA

Todas las formas tradicionales de civilización se han  caracterizado por la presencia de seres que, por el hecho de su  "divinidad", es decir, de una superioridad, innata o adquirida,  en relación a las condiciones humanas y naturales, encarnan la  presencia viviente y eficaz del principio metafísico en el seno  del orden temporal. Tal es, conforme a su sentido etimológico  profundo y al valor original de su función, el pontifex, el  "constructor de puentes" o de "vías" (el sentido arcaico de pons  era también el de "vía" entre lo natural y lo sobrenatural).  Tradicionalmente, el pontifex se identificaba, por otra parte,  con el rex, según el concepto único de una divinidad real y de  una realeza sacerdotal. "Era conforme a la costumbre de nuestros  ancestros que el rey fuera igualmente pontífice y sacerdote",  refiere Servius([1]), y, en la tradición nórdica, encontramos esta  fórmula: "que aquel que es el jefe sea, para nosotros, el puente"  ([2]). Así los verdaderos reyes encarnaban, de forma estable, esta  vida que está "más allá de la vida". Sea por su simple presencia,  sea por su mediación "pontifical", sea en virtud de la fuerza de  los ritos, convertidos en eficaces por su poder y las  instituciones de las que ellos constituían el centro,   influencias espirituales irradiaban en el mundo de los hombres,  injertándose en sus pensamientos, sus intenciones y sus actos,  conteniendo a las fuerzas oscuras de la naturaleza inferior,  ordenando el conjunto de la vida en vistas a volverla apta para  servir de base virtual a realizaciones de luz, favoreciendo las  condiciones generales de prosperidad, de "salud" y de "fortuna".

 

El primer fundamento de la autoridad y del derecho de los reyes y de los jefes, la razón por la cual eran obedecidos, temidos, y venerados en el mundo de la Tradición, era esencialmente su  cualidad trascendente y no humana, considerada, no como una  expresión vacía, sino como una poderosa y terrible realidad. En  la medida misma en que se reconocía la preeminencia ontológica de lo que es anterior y superior a lo visible y a lo temporal, se reconocía inmediatamente a estos seres un derecho soberano,  natural y absoluto. Existe una concepción que no se encuentra en  ninguna civilización tradicional y que no ha aparecido más que en los tiempos de decadencia que siguieron: es la concepción  puramente política de la autoridad suprema, la idea que se funda  sobre la simple fuerza y la violencia, o sobre cualidades  naturales y seculares, como la inteligencia, la sabiduría, la  habilidad, el valor físico, la solicitud minuciosa para la  felicidad material colectiva. Esta base siempre ha tenido, sin  embargo, un carácter metafísico. Así pues, la idea según la cual  los poderes son conferidos al jefe por aquellos a quienes  gobierna, según la cual su autoridad es la expresión de la  colectividad y debe ser sometida al querer de ésta, es  completamente ajena a la Tradición. Es Zeus quien da a los reyes  de nacimiento divino la            , o        , en tanto que ley  de lo alto, no tiene nada que ver con lo que se convertirá luego  en el        , la ley política de la comunidad([3]). En la raíz de  todo poder temporal, se encontraba pues la autoridad espiritual,  considerada, de alguna manera, como la de una "naturaleza divina  bajo una forma humana". Según la concepción indo‑aria, por  ejemplo, el soberano no es un "simple mortal", sino más bien,  "una gran divinidad bajo forma humana"([4]). En el rey egipcio, se veía, en el origen, una manifestación de Ra o de  Horus. Los reyes de Alba y de Roma personificaban a Júpiter; los  reyes asirios a Baal; los reyes iranios al Dios de la luz; los  príncipes germánicos y del Norte eran de la misma raza que Tiuz,  Odín y los Ases; los reyes griegos del ciclo dórico‑aqueo se  llamaban               o            en relación con su origen  divino. Más allá de la gran diversidad de las formulaciones  míticas y sagradas, el principio constantemente afirmado es el de  la realeza, en tanto que "trascendencia inmanente", es decir  presente y actuante en el mundo. El rey ‑no hombre, sino ser  sagrado‑ con su "ser", con su presencia, es ya el centro, el  apex. Al mismo tiempo, se encuentra  en él la fuerza que vuelve   eficaces las acciones rituales que puede realizar y en las cuales  se veía la contrapartida del verdadero "reino" y los apoyos  sobrenaturales del conjunto de la vida, en el marco de la  tradición([5]). Es por ello que la realeza se imponía y era  reconocida de una forma natural. No era sino a título accesorio  que tenía necesidad de recurrir a la fuerza material. Se imponía  primero e irresistiblemente, a través del espíritu. "Espléndida  es la dignidad de un dios sobre la tierra ‑dice un texto indo‑  ario([6])pero difícil de alcanzar para los débiles. Solo es digno de convertirse en rey aquel cuya alma está hecha para esto". El soberano aparece como un "adepto de la disciplina de aquellos que son dioses entre los hombres"([7]).

 

En la Tradición, la realeza ha ido asociada a menudo con el  símbolo solar. Se reconoce en el rey la "gloria" y la "victoria"  propias al sol y a la luz ‑símbolos de la naturaleza superior‑  que triunfan cada mañana sobre las tinieblas. "Todos los días se  alza como un rey sobre el trono de Horus de los vivientes, al  igual que su padre Ra (el Sol). Yo establezco que tu te alces en  calidad de rey del Sur y del Norte, sobre el trono de Horus, como  el sol, eternamente"... son expresiones de la antigua tradición  real egipcia([8]). Coinciden, por otra parte, exactamente con las  expresiones iranias, donde el rey es considerado "de la misma  raza que los dioses", "tiene el mismo trono que Mithra, se alza  con el Sol"([9]) y es llamado particeps siderum, "Señor de paz,  salud de los hombres, hombre eterno, vencedor que se alza con el  sol"([10]). Mientras que la fórmula de consagración es la  siguiente: "Sé el poder, sé la fuerza de la victoria, sé  inmortal... Hecho de oro, surgidos ambos, Indra y el Sol, a la  luz de la aurora"([11]), se dice, en la tradición indo‑aria, a  propósito de Rohita "la fuerza conquistadora", personificación de  un aspecto de la solaridad y del fuego divino (Agni): "Avanzando, (Agni) ha creado la realeza en este mundo. Te ha aportado la realeza, ha dispersado a tus enemigos"([12]). En algunas antiguas representaciones romanas es el dios Sol quien remite al Emperador una esfera, emblema del imperio universal, y expresiones relativas a la estabilidad y al imperio de Roma, aluden a su solaridad: sol conservator, sol dominus romani imperii([13]). "Solar" fue también la postrera profesión de fé romana, cuando el último representante de la antigua tradición, el Emperador Juliano, relacionó su dinastía, nacimiento y dignidad real, con la solaridad en tanto que fuerza espiritual irradiante del "supra‑mundo"([14]). Un reflejo de tal concepción se ha  conservado hasta los Emperadores gibelinos, pudiéndose hablar de  una deitas solis a propósito de Federico II Hohenstaufen([15]).

 

Esta "gloria" o "victoria" solar ligada a la realeza no se  reducía por otra parte a un simple símbolo, sino que era una  realidad metafísica, se identificaba con una fuerza no‑humana  actuante, de la que el rey, en tanto que tal, era considerado  como el detentador. En el mazdeismo se encuentra una de las  expresiones simbólicas tradicionales más características de esta  idea: aquí el hvarenô (designaciones posteriores: hvorra o farr)  ‑la "gloria" que el rey posee‑ es un fuego sobrenatural propio de  las entidades celestes, pero sobre todo solares, que le da la  inmortalidad y le concede el testimonio de la victoria([16]),  victoria que es preciso entender ‑como veremos‑ de forma que los  dos sentidos, uno místico, el otro militar (material), no  solamente no se excluyan, sino que se impliquen recíprocamente([17]). Este hvarenô se confunde más tarde entre los pueblos no  iranios, con la "fortuna"          , que reaparece, en la tradición romana, bajo la especie de esta "fortuna real" que los césares se trasmitían ritualmente y en la cual se pudo reconocer una asunción activa, "triunfal" del "destino" personificado de la ciudad ‑                   ‑ determinada por el rito de su fundación. El atributo real romano de felix debe ser referido al mismo contexto, a la posesión de una virtus eficaz extra‑normal. Igualmente romana era la idea que la autoridad legítima no se desprende de la herencia o del voto del Senado, sino de los "dioses" (es decir de un elemento sobrenatural) y que se manifiesta mediante la victoria([18]). En la tradición védica aparece una noción equivalente: el agni vaiçvânara, concebida  como un fuego espiritual que guía a los reyes conquistadores  hacia la victoria.

 

En el antiguo Egipto, el rey era llamado no solo Horus, sino  "Horus combatiente" ‑Hor âhâ‑ para designar este carácter de  victoria o de gloria del principio solar presente en el rey: en  Egipto este era no solo "descendiente divino", sino que estaba  "constituido" como tal, y luego, periódicamente confirmado por  medio de ritos que reproducían la victoria del dios solar Horus  sobre Typhon‑Set, demonio de las regiones inferiores([19]). Se  atribuía a estos ritos el poder de evocar una "fuerza" y una  "vida" que "abrazaba" sobrenaturalmente las facultades del rey([20]). Uas ‑la "fuerza"‑ tiene por lo demás como ideograma el cetro llevado por los dioses y por el rey, ideograma que, en los  textos más antiguos, corresponde a otro cetro en forma de línea  quebrada, donde se puede reconocer el zig‑zag del rayo. La  "fuerza" real aparece así como una manifestación de la fuerza  celeste fulgurante, y la unión  de los signos "vida‑fuerza",  anshûs, forma una palabra que designa también la "leche de llama"  de la que se alimentan los Inmortales y que, a su vez, no está  carente de relación con el uraeus, la llama divina, tanto  vivificante como terriblemente destructora, cuyo símbolo, en  forma de serpiente, ciñe la cabeza del rey egipcio. En esta  expresión tradicional, los diversos elementos convergen pues  hacia la idea única de un poder o fluido no terrestre ‑sa‑ que  consagra y certifica la naturaleza solar‑triunfal del rey y que  de un rey se "lanza" hacia otro ‑sotpu‑ determinando la cadena  ininterrumpida y "áurea" de la raza divina, legítimamente  designada para "reinar"([21]). Uno de los "nombres" del rey  egipcio es, además, "Horus hecho de oro", en tanto que el oro  significa el fluido "solar" que es la materia del cuerpo incorruptible de los inmortales([22]). En fin, no deja de tener interés señalar que la "gloria" se representa, en el mismo  cristianismo, como atributo divino ‑gloria in excelsis Deo‑ y  que, según la teología mística católica, es en la "gloria" donde  se realiza la visión beatífica. La iconografía cristiana la  representa habitualmente como una aureola en torno a la cabeza,  aureola cuyo sentido corresponde manifiestamente a la del uraeus  egipcio y a la corona irradiante de la realeza solar irano‑romana.

 

Muchas tradiciones caracterizan igualmente la naturaleza de los  reyes diciendo que no han nacido de un nacimiento mortal. Esta  idea, frecuentemente relacionada con algunas representaciones  simbolicas (virginidad de la madre, divinidades que se unen a una  mujer, etc.) significa que la verdadera vida del rey divino, aun  estando injertada sobre una vida personal y limitada que empieza  con el nacimiento terrestre y termina con la muerte del  organismo, no se reduce a esta vida, sino que emana de una  influencia supra‑individual que no sufre ninguna solución de  continuidad y con la cual se identifica esencialmente. Es en la  doctrina relativa a los reyes sacerdotes  tibetanos (los "Dalai  Lama") que esta idea se presenta de forma más clara y consciente([23]).

 

Según la tradición extremo‑oriental, el rey "hijo del cielo" ‑  t'ien‑tze‑, es decir, considerado precisamente como no nacido de  un simple nacimiento mortal, posee el "mandato celeste" t'ieng‑  ming([24]) que implica igualmente la idea de una fuerza real  extra‑natural. La forma de manifestación de esta fuerza "del  cielo" es, según la expresión de Leo‑Tsé, el actuar‑sin‑actuar  (wei‑wu‑wei), es decir, la acción inmaterial por la pura  presencia([25]). Es invisible como el viento y sin embargo su acción presenta el carácter ineluctable de las energías de la  naturaleza: las fuerzas de los hombres ordinarios ‑dice Meng‑seu‑  se inclinan ante ella como briznas de hierba bajo el viento([26]).  En relación con el actuar‑sin‑actuar, se lee también en un texto:  "Los hombres soberanamente perfectos, por su amplitud y la  profundidad de su virtud, son parecidos a la Tierra; por la  altura y esplendor de esta virtud, son similares al Cielo; por su  extensión y su duración, son como el espacio y el tiempo sin  límite. Aquel que se encuentra en este estado de alta perfección  no se muestra y sin embargo, como la Tierra se revela por sus  beneficios; es inmóvil y sin embargo, como el Cielo, opera  numerosas transformaciones; no actúa, y sin embargo, como el  espacio y el tiempo, conduce sus obras a la culminación pefecta".  Solo tal hombre "es digno de poseer la autoridad soberana y  mandar a los hombres"([27]).

 

El simbolismo que sitúa sobre el trono la sede del Dragón  celeste([28]), indica que se reconoce en el rey la misma potencia  terrible que representa el hvarenô iranio y el uraenus faraónico.  Estableciendo en esta fuerza o "virtud", el soberano, wang, tenía, en la China antigua, una función suprema de centro, de tercer poder entre el cielo y la tierra. Se estimaba que de su comportamiento dependían, ocultamente, no solo la felicidad o las desgracias de su reino y las cualidades morales de su pueblo (es la "virtud" inmovil emanada del "ser" del soberano, y no de sus acciones, que vuelve buena o mala la conducta de su pueblo), sino también la marcha regular y favorable de los fenómenos naturales mismos([29]). Esta función de centro presuponía sin embargo su  estabilidad en este modo de ser interior, "triunfal", del que  hemos hablado, y al que corresponde, aquí, el sentido de la  expresión conocida; "invariabilidad en el medio", así como la  doctrina según la cual "es en la invariabilidad en el medio donde  se manifiesta la virtud del Cielo"([30]). Siendo así, nada impedía,  en principio, contra su "virtud", el poder de cambiar el curso  ordenado de las cosas humanas, del Estado y de la misma  naturaleza. El soberano debía pues buscar en sí, no en tanto que  soberano, sino en tanto que hombre, la causa primera y la  responsabilidad oculta de todo acontecimiento anormal([31]).   

 

Desde un punto de vista más general, la noción de operaciones  sagradas por medio de las cuales el hombre sostiene, con ayuda de sus poderes profundos, el orden natural y renovado ‑por así  decirlo‑ la vida misma de la naturaleza, pertenece a una  tradición arcaica que, muy frecuentemente, se confunde con la  tradición Real([32]). En todo caso, la concepción según la cual el rey o el jefe tiene por función primera y esencial la realización de estas acciones rituales y sacrificiales que constituyen el centro de gravedad de la vida del mundo tradicional, reaparece frecuentemente en un vasto ciclo de civilizaciones tradicionales, desde el Perú precolombino y el Extremo‑Oriente, hasta las ciudades griegas y Roma: lo que confirma el carácter inseparable de la dignidad real y de la dignidad sacerdotal o pontifical, de la que ya hemos hablado. "Los reyes ‑dice Aristóteles([33])deben su dignidad al hecho de que son los sacerdotes del culto común". La primera de las atribuciones de los reyes de Esparta era la realización de los sacrificios; se podría decir otro tanto de los primeros soberanos de Roma, así como de la mayor parte de los del período imperial. El rey, provisto de una fuerza no terrestre, arraigada en el "más‑que‑vida", aparecía, de una forma natural; como aquel que podía eminentemente poner en acción el poder de los ritos y abrir las vías al mundo superior. Es por ello que en las formas de tradición, donde se encuentra una casta sacerdotal distinta, el rey, en virtud de su dignidad y de su función original, forma parte de ella y, a decir verdad, es su jefe. Tal fue el caso en la Roma de los orígenes, y también en el Egipto antiguo (para  poder volver propicios los ritos, el faraón repetía cada día el culto al cual se atribuía la renovación de la fuerza divina que albergaba en sí mismo) y en Irán donde, como se lée en Firduzi y como refiere Jenofonte ([34]), el rey, que, en virtud de su función, era considerado como la imagen del dios de la luz sobre la tierra, pertenecía a la casta de los Magos, de la que era su jefe. Simétricamente, la costumbre en algunos pueblos, de deponer e incluso suprimir al jefe cuando sobrevenía un accidente o una grave calamidad ‑ya que esto significaba para ellos el debilitamiento de la fuerza mística de "fortuna" que daba el derecho de ser jefe([35])‑ debe ser considerado como el reflejo de una concepción que, aun bajo una forma degenerada y  supersticiosa, se refiere al mismo orden de ideas. Entre las  razas nórdicas, hasta el período de los godos, y aunque el  principio de la divinidad real permaneciera firmemente  establecido (el rey era considerado como un As y un semi‑dios ‑  semideos id est ansis‑ que triunfaba en virtud de su fuerza de  "fortuna" ‑quorum quasi fortuna vincebat)([36])‑ y un  acontecimiento funesto, como una hambruna o la peste, o la  destrucción de la cosecha, era imputada, menos a la desaparición  del poder místico de la "fortuna", instaurado en el rey, que a un acto que debía de haber cometido en tanto que individuo mortal y  que había paralizado la eficacia objetiva([37]). Por ejemplo,  según la Tradición, por haber faltado a la virtud aria  fundamental ‑la verdad‑ y haberse mancillado con la mentira, el  antiguo rey iranio Yima([38]) habría sido abandonado por la  "gloria", por la virtud mística de la eficacia. Hasta la Edad  Media franco‑carolingia y en los marcos del cristianismo mismo,  fueron convocados concilios de obispos para buscar a qué  representantes de la autoridad temporal, o incluso eclesiástica,  podía ser atribuida la causa de una enfermedad determinada. Son  las últimas resonancias de la idea en cuestión.

 

Era pues necesario que el rey mantuviese la cualidad simbólica y  solar del invictussol invictus,                   ‑ y en  consecuencia el estado de "centralidad" impasible y no humana al  cual corresponde precisamente la idea extremo‑oriental de la  "invariabilidad en el medio". Además, la fuerza y con ella la  función, pasaban a aquel que mejor sabía asumirla. Se trataba de  uno de los casos donde el concepto de "victoria" se convertía en  el punto de interferencia de diversos significados. A este  respecto, y a condición de comprenderla en su sentido más profundo, es interesante referirse a la leyenda arcaica del Rey de los Bosques de Nemi, cuya dignidad, real y sacerdotal al mismo  tiempo, pasaba a aquel que había sabido sorprenderlo y matarlo.  Frazer ha intentado referir a esta leyenda algunas tradiciones  del mismo tipo, extendidas a través del mundo.

 

Aquí, la "prueba" contemplada bajo el aspecto de un combate físico ‑suponiendo que se trate de tal caso‑, no es más que la  trasposición materialista de algo a lo que se atribuye un  significado superior, o que debe ser referido a la idea general  de los "juicios divinos", de los que hablaremos más adelante. En  cuando al sentido profundo encerrado en la leyenda del rey‑  sacerdote de Nemi, es preciso recordar que, según esta tradición,  solo un "esclavo fugitivo" (es decir, esotéricamente, un ser  escapado de los lazos de la naturaleza inferior) que había  conseguido recoger una rama del  roble sagrado, tenía el derecho a enfrentarse al Rex Nemorensis. El roble equivalía al "árbol del  Mundo" que, en muchas otras tradiciones, simboliza la fuerza de  la victoria([39]); el sentido es que solo un ser que ha llegado a  participar en esta fuerza, puede aspirar a arrebatar su alta  dignidad al Rex Nemorensis. A propósito de esta dignidad,  conviene señalar que el roble, al igual que el bosque del cual el sacerdote real de Nemi era "rex", tenían relaciones con Diana y que Diana era al mismo tiempo "la esposa" del Rey de los Bosques. En las antiguas tradiciones del Mediterráneo oriental, las grandes diosas asiáticas de la vida eran a menudo representadas por árboles sagrados: luego desde el mito helénico de las Hespérides hasta el mito nórdico de la diosa Idun, y al mito gaélico del Mag Mell, residencia de dioses de una espléndida  belleza y del "Arbol de la Victoria", aparecían siempre lazos  simbólicos tradicionales  entre mujeres o diosas, potencias de  vida, de inmortalidad o de la sabiduría, y árboles.

 

En lo que concierne el Rex Nemorensis, lo que se manifiesta  también, a través de los símbolos, es la idea de una realeza que  extrae su origen de haber esposado o poseído la fuerza mística  de la "vida" ‑que es también la fuerza de sabiduría trascendente  y de inmortalidad‑ personificada, sea por la diosa, sea por el  Arbol([40]). Es por ello que el significado general de la leyenda  de Nemi, que se reencuentra en muchas otras leyendas o mitos  tradicionales, es la de un vencedor o héroe, que toma, como tal,  posesión de una mujer o diosa([41])  que, en otras tradiciones  tiene, sea el sentido indirecto de una guardiana de frutos de  inmortalidad (tales son las imágenes femeninas que se encuentran  en relación con el árbol simbólico en los mitos de Hércules, de  Jasón, de Gilgamesh, etc.), sea directo de personificación de la  fuerza oculta del mundo y de la vida, o aun de personificación de  la ciencia no humana. Esta mujer o diosa puede presentarse en fin  como expresión misma del principio de la soberanía (imagen del  caballero o el héroe desconocido de las leyendas, que se  convierte en rey, cuando hace suya a una misteriosa princesa)([42]).

 

Es posible interpretar en el mismo sentido algunas tradiciones  antiguas relativas a un origen femenino del poder real([43]). Su  significado es entonces exactamente opuesto a la interpretación  ginecocrática de la que hablaremos en su momento. Respecto al  "Arbol" es interesante señalar que, en las leyendas medievales  también, está en relación con la idea imperial: el último  Emperador, antes de morir, suspenderá el cetro, la corona y el  escudo en el "Arbol Seco" situado, habitualmente, en la región  simbólica del "preste Juan"([44]), al igual que Rolando, muriendo,  suspendió en el "Arbol" su espada invencible. Otra convergencia  de los contenidos simbólicos: Frazer ha revelado la relación  existente entre la rama que el esclavo fugitivo debe arrancar al  roble sagrado de Nemi para poder combatir con el Rey de los  Bosques, y el ramillete de oro que permite a Eneas descender vivo  a los Infiernos, es decir, penetrar, viviendo, en lo invisible.  Uno de los dones recibidos por Federico II del misterioso "preste  Juan" será precisamente un anillo que vuelve invisible (es decir  que trasporta en la inmortalidad y en lo invisible: en las  tradiciones griegas, la invisibilidad  de los héroes es  frecuentemente sinónimo de su paso a la naturaleza inmortal) y  asegura la victoria([45]) : igualmente Siegfried, en el  Nibelungenlied (VI), gracias al mismo poder simbólico de volverse  invisible, somete y conduce a las bodas reales a la mujer divina  Brunhilde. Brunhilde, al igual que Siegfried, en el Sigrdrîfumâl  (4‑6) aparece como quien confiere a los héroes que la  "despiertan", las fórmulas de sabiduría y de victoria contenidas  en las Runas.

 

Restos de tradiciones, en los que se repiten los temas contenidos  en la leyenda arcaica del Rey de los Bosques, subsisten hasta el  fin de la edad Media, e incluso mas tarde, siempre asociados a la idea antigua de que la realeza legítima es susceptible de  manifestar, incluso de una forma específica y concreta ‑casi  diríamos "experimental"‑ signos de su naturaleza sobrenatural. Un solo ejemplo: tras la guerra de los Cien Años, Venecia pide a Felipe de Valois facilitar la prueba de su derecho efectivo para ser rey, por uno de los medios siguientes: el primero, la  victoria sobre un adversario contra el cual Felipe debería de  combatir en campo cerrado, rememora al Rex Nemorensis y al  restimonio místico inherente a cada "victoria"([46]). En cuanto a  los otros medios, se lee en un texto de la época: "Si Felipe de  Valois es, como afirmam, verdaderamente rey de Francia, que lo  demuestre exponiéndose a leones hambrientos; pues los leones  jamás hieren a un verdadero rey; o bien que realice el milagro de  la curacion de las enfermedades, como tienen costumbre de  realizar los verdaderos reyes. En caso de fracasar, se  reconocería indigno del reino". Un poder sobrenatural,  manifestándose por la victoria o la virtud taumatúrgica, incluso  en tiempos como los de Felipe de Valois, que pertenecen ya a la  era moderna, permanece pues inseparable de la idea que  tradicionalmente se tenía de la realeza verdadera y legítima([47]). Abstracción hecha de la cualificación real de cada persona para representar el principio y ejercer la función, la convicción sigue siendo "que en el origen de la veneración inspirada por los reyes, figuran principalmente las virtudes y poderes divinos descendidos solo sobre ellos, y no solo los demás hombres"([48]). Joseph de Maistre escribe([49]): "Dios hace los Reyes, al pié de la letra. Prepara las razas reales; las madura en medio de una nube que esconde su origen. Parecen luego coronados de gloria y de honor; se imponen; y tal es  el mayor signo de su legitimidad. Avanzan como por sí mismos, sin violencia, de una parte, y sin deliberación marcada, de la otra: es una especie de tranquilidad magnífica que no resulta fácil de expresar. Usurpation légitimae me parecería la expresión apropiada (si no fuera demasiado atrevida) para caracterizar esta especie de orígen, que el tiempo se preocupa de consagrar"([50]).

 



([1])Cf. SERVIUS, Aeneid., III, 268.

([2])En los Mabinogion.

([3])Cf. Handbuch der klassich. Altertumswissens, Berlin, 1887,  tomo IV, pg. 5‑25.

([4])Mânaradharmashastra (Leyes de Manú), VII, 8: VII, 4‑5.

 

([5])Por el contrario, en Grecia y Roma, si el rey de volvía  indigno del cargo sacerdotal, que oficiaba el rex sacrorum, el  primero y supremo, celebrando los ritos para la colectividad, del cual era al mismo tiempo el jefe político, no podía ser rey. Cf. Fuster de COULANGES, La Cité antique, París, 17, 1900, pag. 204.

([6])Nitisâra, IV, 4.

([7])Ibid., I, 63.

([8])A. MORET, Le rituel du culte divin en Egypte, París, 1902,  pag. 26‑27; Du caractère religieux de la Royauté pharaonique,  París, 1902, pag. 11.

([9])F. CUMONT, Textos et Mon, figués relatifs aux mysterères de  Mithra, v. II, pag. 27; v. II, pag. 123 donde se explica como  este simbolismo pasa más tarde en la Romanidad imperial. En  Caldea también, se discierne al rey el título de "sol del  conjunto de los hombres" (Cf. G. MASPERO, Histoire ancienne des  Peuples de l'Orient class., París, 1895, v.II, pag. 622).

([10])F. SIEGEL, Eranische Altertumskunde, Leipzig, 1871, v. III,  pag. 608‑9.

([11])A. WEBER, Rayasurya, pag. 49.

([12])Arthara‑Veda, XIII, I ‑ 4‑5.

([13])SAGLIO, Dict. des Antiquités grecques et romaines, v. IV,  pags. 1384‑1385.

([14])EMPEREUR JULIEN, Helios, 131 b, a comparar de 134 a‑b, 158  bc.

([15])Cf. E. KANTOROWICZ, Kaiser Friedrich II, Berlín, 1927, pag.  629.

([16])Cf. SPIEGEL, op. cit., v. II, pag. 42‑44, v. III, pag. 654;  F. CUMONT, Les Mystères de Mithra, Bruxelles, 1913, pag. 96 y  sigs.

([17])Sobre el hvarenô cf. Yasht, XIX passim y 9: "Sacrificamos a  la terrible gloria ‑haveêm hvarenô‑ creado por Mazda, suprema  fuerza conquistadora, de alta acción, a la cual se relacionan la  salvación, la sabiduría y la felicidad, en la destrucción más  potente de cualquier cosa".

([18])Cf. FIRMICUS MAT., Mathes., IV, 17, 10; MAMERT., Paneg.  Max., 10‑11.

 

([19])MORET, Royauté Phar., op. cit., pag. 21, 98, 232. Una fase  de tales ritos era el "movimiento circular", corresponden a la  forma como el sol se desplaza en el cielo. Sobre el camino del  rey, se sacificaba un animal tifónico, evocación mágico‑ritual de  la victoria de Horus sobre Tifón‑Set.

([20])Cf. ibid, pag. 255, la expresión hieroglífica: "He abrazado  tus carros con la vida y la fuerza, el fluido está tras de tí por  toda tu vida, tu salud, para tu fuerza". Dirigida por el dios al  rey en el momento de su consagración; y pag. 108‑9: "Ven hacia el templo de tu padre Amon‑Ra para que te dé la eternidad como rey de las dos tierras y a fin de que abrace tus carros con la vida y la fuerza".

([21])Cf. MORET, ibid, pag. 42‑3, 45, 48, 293, 300.

([22])Ibid, pag. 23. Hemos indicado, en una cita anterior, esta  misma significado del oro, igualmente en relación con la realeza,  en la tradición hindú.

([23])Cf. A. DAVID‑NEEL, Mystiques et Magiciens du Tibet, París,  1929.

([24])C. MASPERO, La Chine antique, París, 1925, pag. 144‑145.

([25])Cf. Tao‑te‑king XXXVII; a confrontar con LXXIII, donde son  mencionados los atributos siguientes: "vencer sin lucha, hacerse  obedecer, atraer sin llamar, actuar sin hacer".

([26])Lun‑yû, XII, 18‑19. Respecto al género de "virtud" del cual  el soberano es detentador, Cf. también Tshung‑yung, XXXIII, 6,  donde se dice que las acciones secretas del Cielo se caracterizan  por el más extremo grado de inmaterialidad ‑"no tienen ni sonido,  ni olor", son sutiles "como la pluma más ligera".

([27])Tshung‑yung, XXVI, 5‑6, XXXI, 1.

 

([28])Cf. A. REVILLE, "La Regligion Chinoise", París, 1889, pag.  164‑5.

([29])En el Tshgung‑yung (XXII, I, XXIII,I) se dice hombres  perfectos o trascendentes "que si pueden ayudar el Cielo y la Tierra a transformar y a mantener los seres para que alcancen su desarrollo completo, es porque forman un tercer poder con el cielo  y a tierra".

([30])Cf. Lun‑Yu, VI, 27: "La invariabilidad en el medio es lo que constituye la Virtud. Los hombres raramente permanecen en ella".

([31])Cf. REVILLE, LA RELIGION CHINOISE, París, 1889, pag. 58‑60,  137: "Los chinos distinguen netamente la función imperial de la persona misma del emperador. La unción es divina, transfigura y diviniza la persona tanto como la investidura. El emperador, mostrando sobre el trono, abdica de su nombre personal y se hace nombre con un título imperial que elige o que se elije para él. El Emperador, en China, es menos una persona que un elemento, una de las grandes fuerzas de la naturaleza, algo como el sol o la estrella polar". Toda desgracia, la revuelta de las masas, significa que "el individuo ha traicionado el principio  que, le mantiene en pié"; es un signo del "cielo" de la  decadencia del soberano, no en tanto que soberano, como  individuo.

([32])Cf. . FRAZER, The golden bough, cit., I.

([33])ARISTOTELES, Pol. VI, 5, 11; cf. 111, 9.

 

([34])Cyrop, VIII, v. 26; VI, v. 17.

 

([35])Cf. FRAZER, The Golden Bough., trad. ital., Roma, 1925, v.  II, pag. 11, sg. LEVY‑BRUHL (La mentalidad primitiva, París 1925, pag. 318‑337, 351) pone en claro la idea de que los pueblos llamados "primitivos", segun la cual "cada desgracia descalifica místicamente", correlativamente a la otra idea según la cual el  éxito no se debe nunca solo a las causas naturales. Por lo que es  de la misma concepción, contemplada bajo una forma superior, es decir, al hvarenô o gloria mazdea cf. SPIEGEL, Eran. Altern; op. cit., III, pág. 598-654.

([36])JOURDANES, XIII, apud W. GOLTHER, Handbuch der germanischen Mythologie, Leipzig, 1895, pág. 194

([37])Cf. M. BLOCH, Les Rois thaumaturges, Strasbourg, 1924, pág. 55-58.

([38])Yasht, XIX, 34‑35. El hvarenô se retira tres veces, en

 relación con la triple dignidad de Yima como sacerdote, guerrero  y "agricultor".

 

([39])El árbol ashvattha de la tradición hindú tiene las raices en lo alto, es decir, en los cielos, en lo invisible (cf. Kâthaka‑Upanishad, VI, 1, 2). En el primero de estos textos, el árbol, al ser puesto en relación con la fuerza vital (prana) y con el "rayo", remite entre otros a los carácteres de la "fuerza" representada por el cetro faraónico. Por lo que está en relación con la fuerza de victoria, cf. Atharva‑Veda (III, 6, 1‑3, 4) donde el ashvattha es llamada el aliado de Indra, el dios guerrero, en tanto que matador de Vrtra, es invocada en estos términos: "Contigo, vencedor como el toro irresistible, contigo, o Ashvattha, podemos vencer a nuestros enemigos".

 

([40])En la tradición egipcia, el "nombre" del rey está escrito  por los dioses sobre el árbol sagrado ashed donde está  "eternamente fijado" (cf. MORET, Royauté Pharaon.,  103). En la tradición irania existe una relación entre Zaratustra, prototipo de la realeza divina de los persas y un árbol celeste, trasnsplantado a la cumbre de una montaña (Cf. SPIEGEL, r. Altert., I, pag. 688). Para los significados de ciencia, inmortalidad y de vida ligados al árbol y a las diosas, cf., en  general, GOBLET d'ALVIELLA ‑ La migration des Symboles, París,  1891, pag 151‑206. Respecto al árbol iranio, Gaokema, que  confiere la inmortalidad, ver Bundehesh, XIX, 19; XLII, 14; LIX,  5. Recordemos enfin la planta del ciclo heroico de Gilgamesh del cual se dice: "He aquí la planta que apaga el deseo inagotado. Su nombre es: eterna juventud".

 

 

([41])Cf. FRAZER, Gold. Bough., I, pag. 257‑263.

 

([42]) Cf. P. FOLL‑WINDEGG, Die Gekrönten. Stuttgart, 1985, pag.  114, sigs. Respecto a la asociación entre la mujer divina, el  árbol y la realeza sagrada cf. también las expresiones del Zohar (III, 50b; III, 51a ‑ y también: II, 144b, 145a. La tradición romana de la gens Julia, que hacía remontar su origen a la Venus  genitrix, y a la Venus victrix, se refiere, en parte, al mismo  orden de ideas. En la tradición japonesa, tal como se había  perpetuado, sin cambio, hasta ayer, el origen del poder imperial era atribuido a una diosa solar ‑Amaterasu Omikami‑ y el momento  central de la ceremonia de accesión al poder ‑dajo‑sai‑ correspondía a la relación que el emperador establecía con la diosa con "la ofrenda del nuevo alimento".

([43])Por ejemplo, en la India antigua, la esencia de la realeza se condensaba, en su esplendor, en una figura de mujer divina o semi‑divina ‑Shri, Lakshimi, Padma, etc.‑ que elegía o "abrazaba" al rey y se convierte en su esposa, fuera de sus esposas humanas. Cf. The cultural heritage of Indias, Calcutta,  s.d., v. III, pag. 252 sigs.

 

 

([44])Cf. A. GRAF, Roma nelle memorie e nelle imaginazioni del  Medioevo, Torino, 1883, v. V. p. 488; J. EVOLA, Il mistero del  Graal, Milán, 1952.

([45])Cf. GRAF, cit., II, pag. 467.

([46])Este concepto será aclarado más adelante. Aquí ‑como, de un  forma más general, en "el combate judicial" en uso durante la  edad media caballeresca‑ no aparece más que bajo una forma  materializada. Tradicionalmente, el vencedor  reporta la  victoria en tanto que se encarnaba en él una energía no  humana‑ y una energía no humana o se encarnaba en él  en la  medida en que era victorioso: dos momentos de un acto únido, el  reencuentro de un "descenso" con un "ascenso".

([47])Cf. BLOCH, Reois thaumat., cit., pag. 16. La Tradición  atestigua igualmente el poder taumaturgico de los emperadores romanos Adriano y Vespasiano (TACITO, Hist., IV, 81; SUETONIO, Vespas.VII). Entre los carolingios, se encuentra uana huella según la cual el poder curador impregna, incluso materialmente, hasta los vestidos reales; a partir de Roberto el Piadosa para los reyes de Francia y de Eduardo el Confesor para los reyes de  Inglaterra, hasta en la época de la revolución, el poder  taumatúrgico se transmitiría por vía dinástica; se traducía  primeramente por la curación de todas las enfermedades, luego se restringió a algunas, se manifestaba en miles de casos, hasta el punto de aparecer, según la expresión de Pierre Mathieu, como "el  único milagro perpetuo en la región de los cristianos" (cf. BLOCH, op. cit., passim, y pag. 33, 40, 410). Ver también C. AGRIPPA Occ. phil., III, 35) que escribía: "Es por ello que los reyes pontífices, si son justos, representan la divinidad sobre la tierra y participan de su poder. Es así que incluso si se contentan con tocar a los enfermos, los sanan de sus enfermedades..."

([48])C. d'ALBON, De la Majesté royale, Lyon, 1575, pag. 29.

([49])J. de MAISTRE, Essais sur le principe générateur des  constitutions politiques, Lyon, 1843, pag. XII ‑ XIII.

([50])Según la tradición iránia igualmente, la naturaleza de un  ser real debe, antes o despues, afirmarse iresistiblemente (cf.  SPIEGEL, Eran. Altert.,  III, pag. 599). En el fragmento de J. de  MAISTRE, reaparece la concepción mística de la victoria, en este  sentido que "imponerse" es presentado, aquí, como "el mayor signo  de la legitimidad" de los reyes.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 1. El principio

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 1. El principio

Biblioteca Julius Evola.- Evola, aborda esta primera parte partiendo de cero. Existen dos naturalezas, nos dice, una física y otra metafísica. Existe una forma de pasar de una a otra: la iniciación. La vida solamente es plena y tiene sentido cuando se viven ambas realidades, de lo contrario, está coarta y limitada. Y así sucesivamente. En este primer capítulo de su obra, Evola nos introduce, casi sin darnos cuenta, en el mundo de la Tradición. A partir de este momento, su fisonomía será más fácilmente comprensible para los interesados en penetrar en esta temática.

 

EL PRINCIPIO

Para comprender tanto el espíritu tradicional como la  civilización moderna, en tanto que negación de este principio, es  preciso partir de la base fundamental constituida por la  enseñanza relativa a las dos naturalezas. Hay un orden físico y  un orden metafísico. Existe la naturaleza mortal y la naturaleza  de los inmortales. Existe la región superior del "ser" y la  región inferior del "devenir". De forma general, existe un  visible y un tangible y, antes y por encima de éste, un invisible  y un intangible, que constituyen el supra‑mundo, el principio y  la verdadera vida.

 

Por todas partes, en el mundo de la Tradición, en Oriente y  Occidente, bajo una u otra forma, este conocimiento ha estado  siempre presente como un eje inquebrantable en torno al cual todo  lo demás estaba jerárquicamente organizado.

 

Decimos conocimiento y no "teoría". Cualquiera que sea la  dificultad que experimentan los modernos para concebirla, es  preciso partir de la idea que el hombre de la Tradición conocía  la realidad de un orden del ser mucho más vasto que el que  corresponde generalmente, hoy, a la palabra "real". Hoy, en el  fondo, no se concibe más "realidad" fuera del mundo de los  cuerpos situados en el espacio y el tiempo. Ciertamente, algunos  admiten aun hoy la existencia de algo más allá de lo sensible,  pero, de hecho, es siempre a título de hipótesis o de ley  científica, idea especulativa o dogma religioso, no superando, en  realidad, el límite en cuestión: prácticamente, es decir, en  tanto que experiencia directa, cualquiera que sea la divergencia  de sus creencias "materialistas" y "espiritualistas", el hombre  moderno normal no forma su imagen de la realidad más que en  función del mundo de los cuerpos.

 

El verdadero materialismo que conviene denunciar en los modernos  es este: sus demás manifestaciones, expresadas bajo la forma de  opiniones filosóficas o cienfícas, son fenómenos secundarios. En  el primer caso, no se trata de una opinión o una "teoría", sino  de un estado de hecho, propio de un tipo humano cuya experiencia  no puede asimilar más que cosas corporales. Por ello la mayor  parte de las revueltas intelectuales contemporáneas contra los  puntos de vista "materialistas" forman parte de las vanas  reacciones contra las consecuencias últimas y periféricas de  causas lejanas y profundas, que se sitúan sobre el plano de las  "teorías".

 

La experiencia del hombre tradicional, como, hoy también, a  título residual, la de algunas poblaciones llamadas "primitivas",  iba más allá de este límite. Lo "invisible" figuraba como un  elemento tan real, o incluso más real, que los datos facilitados  por los sentidos físicos. Y todos los modos de vida, individuales  o colectivos, lo tenían rigurosamente en cuenta.

 

Si, tradicionalmente, lo que se llama en nuestros días "realidad"  no era pues más que una especie de un género mucho más amplio, no  se identificaba, pura y simplemente, lo invisible con lo  "sobrenatural". A la noción de "naturaleza" no correspondía,  tradicionalmente, el mero mundo de los cuerpos y las formas  visibles, sobre el cual se ha concentrado la ciencia secularizada  de los modernos, sino también, y esencialmente, una parte de la misma realidad invisible. Se tenía la sensación muy viva de un mundo "inferior", habitado por formas oscuras y ambiguas de todo género ‑alma demoníaco de la naturaleza, substrato esencial de todas sus formas y energías‑ al cual se había opuesto la claridad supratradicional y sideral de una región más elevada. Pero, además, en la "naturaleza" entraba tambien, tradicionalmente, todo lo que es humano: lo humano en tanto que tal no escapa al destino del nacimiento y de la muerte, de la impermanencia, de dependencia respecto a las potencias telúricas y de cambio, propia a la región inferior. Por definición, el orden de "lo que  es" no puede tener nada en común con las condiciones y los seres humanos o temporales: "la raza de los hombres es una cosa, la de los dioses es otra", aunque se concibe que la referencia al orden superior, situado más allá de este mundo, pudo orientar esta integración y purificación de lo humano en lo no‑humano que, como se verá, constituirían, solamente ellas, la esencia y el fin de toda civilización verdaderamente tradicional.

 

Mundo del ser y mundo del devenir (cosas, demonios y hombres).  Sin embargo, todas las representaciones hipostáticas ‑astrales,  mitológicas, teológicas o religiosas‑ de estas dos regiones  remitían al hombre tradicional a dos estados, tenían el valor de  un símbolo que era preciso resolver en una experiencia interior o  en el presentimiento de una experiencia interior. Así, en la  tradición hindú, y en particular en el budismo, la idea del  samsara ‑la "corriente" que domina y transporta todas las formas  del mundo inferior‑ está estrechamente asociada a un aspecto de  la vida que corresponde a la codicia ciega, a la identificación  irracional. El helenismo, al igual, frecuentemente personifica en la naturaleza la "privación" eterna de lo que, teniendo fuera de sí su principio   y  su acto, discurre y fluye indefinidamente  ‑_ε_ρεovτα- y acusa precisamente, en su devenir, una perpertua privacion de limites"([1]). "Materia" un abandono original y radical, expresando en estas tradiciones, lo que, en un ser, es indeterminación incoher

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) Introducción

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) Introducción

Biblioteca Julius Evola.- Iniciamos la publicación de la Primera Parte de la obra cumbre de Evola "Revuelta contra el Mundo Moderno". En esta introducción, Evola nos habla de sus intenciones al componer la obra. Se trata de un estudio sobre los valores de las civilizaciones tradicionales y, en segundo lugar, la descripcion de una morfología de las civilizaciones. Ambas partes componen lo esencial de una "metafísica de la historia". Evola define en esta introducción lo que son las civilizaciones tradicionales y la crisis de las civilizaciones modernas.

 

INTRODUCCION

Hablar de la "decadencia de Occidente", del "peligro del materialismo", de la "crisis de la civilización" se ha convertido, desde hace un tiempo, en algo frecuente. A la misma tendencia corresponden ciertas ideas que se formulan en vistas de tal o cual "defensa" y algunas profecías lanzadas respecto al porvenir de Europa y del mundo.

En general, no hay en todo esto, más que diletantismo de "intelectuales" o de periodistas políticos. Sería muy fácil mostrar como a menudo, en este terreno, todo empieza y termina con el mero verbalismo; mostrar la falta de principios que lo caracteriza y cuantas cosas que convendría negar se encuentran, de hecho, afirmados por la mayor parte de los que quisieran reaccionar; mostrar, en fin, hasta que punto se ignora lo que se desea verdaderamente, y en qué medida se obedece a factores irracionales y a sugestiones oscuramente acogidas.

Si razonablemente no se puede atribuir el menor contenido positivo a manifestaciones de este tipo, estas tienen al menos, el valor de un síntoma. Muestran como se remueven tierras que se creía sólidas y que ha pasado el tiempo de las perspectivas idílicas del "evolucionismo". Pero, al igual que la fuerza que impide a los sonámbulos ver el vacío a lo largo del cual caminan, un instinto de defensa inconsciente impide superar un punto determinado. Parece como si fuera posible "dudar" más allá de un cierto límite y las reacciones intelectualistas que acabamos de mencionar parecen haber sido, de alguna manera, concedidas al hombre moderno con el único fin de desviarlo del camino que conduce a esta total y terrible visión, donde el mundo actual no aparecería más que como un cuerpo privado de vida, rodando por una pendiente, donde pronto nada podrá detenerlo.

Existen enfermedades que se incuban durante mucho tiempo, pero de las que no se toma conciencia más que cuando su obra subterránea casi ha concluido. Otro tanto ocurre con la caída del hombre a lo largo de las vías de una civilización que glorificó como la civilización por excelencia. Es solamente hoy, cuando los modernos han llegado a experimentar el presentimiento de un destino sombrío que amenaza a Occidente([1]); desde hace siglos algunas causas han actuado provocando tal estado espiritual y material de degeneración que la mayor parte de los hombres se encuentran privados, no solo de toda posibilidad de revuelta y retorno a la "normalidad" y a la salud, sino igualmente, y sobre todo, de toda posibilidad de comprender lo que esta "normalidad" y salud significan.

También, por sinceros que puedan ser las intenciones de algunos ‑entre ellos los que, en nuestros días, dan la señal de alarma e intentan aquí y allí "reacciones"‑ estos intentos no puede ser tomados en serio y no hay que hacerse ilusiones en cuanto a los resultados. No es fácil darse cuenta a qué profundidad es preciso cavar antes de alcanzar la raíz primera y única, cuyas prolongaciones naturales y necesarias son, no solo aquellas cuyo aspecto negativo es ahora patente, sino otras que incluso los espíritus más audaces no cesan de presuponer y admitir en su propia forma de pensar, sentir y vivir. Se "reacciona", ¿cómo podría ser de otra manera ante algunos aspectos extremos de la sociedad, la moral, la política y la cultura contemporáneas? Pero, precisamente, su carencia estriva en que no se trata más que de "reacciones", no de acciones, esto es movimientos positivos parten del interior y atestiguan la posesión de una base, de un principio, de un centro. En Occidente, se ha jugado durante demasiado tiempo con los acomodamientos y las "reacciones". La experiencia ha mostrado que esta vía no conduce al único fin que interesa verdaderamente. No se trata, en efecto, de revolverse sobre un lecho de agonía, sino de despertar y ponerse en pié.

Las cosas han llegado hasta tal punto que hay que preguntarse hoy quien sería capaz de asumir el mundo moderno, no en uno de sus aspectos particulares, sino en bloque, hasta percibir su sentido final. Este sería el único punto de partida.

Pero es preciso, para esto, salir del círculo fascinador. Es preciso saber concebir lo otro, crearse ojos y oídos nuevos para cosas convertidas, por su alejamiento, en invisibles y silenciosas. No es sino remontándonos a los significados y a las visiones anteriores a la aparición de las causas de las que deriva la civilización actual, como es posible disponer de una referencia absoluta, de una clave para la comprensión efectiva de todas las desviaciones modernas y preveer al mismo tiempo una defensa sólida, una línea de resistencia inquebrantable, para aquellos a los cuales, a pesar de todo, les será dado permanecer en pié. Y hoy, precisamente, solo cuenta el trabajo de aquel que sabe mantenerse firme en sus principios, inaccesible a toda concesión, indiferente a las fiebres, a las convulsiones, a las supersticiones y a las prostituciones, al ritmo de las cuales danzan las últimas generaciones. Solo cuenta la resistencia silenciosa de un pequeño número, cuya presencia impasible de "convidados de piedra" sirve para crear nuevas relaciones, nuevas distancias y valores y permite constituir un polo que, si no impide ciertamente a este mundo de extraviados ser lo que es, transmitirá sin embargo a algunos la sensación de la verdad, sensación que será quizás también el principio de alguna crisis liberadora.

En el límite de las posibilidades de su autor, este libro pretende contribuir a esta obra. Su tesis fundamental es la idea de la naturaleza decadente del mundo moderno. Su fin es demostrar esta idea, haciendo referencia al espíritu de la civilización universal, sobre las ruinas de la cual ha surgido todo lo que es moderno: esto como base de cualquier otra posibilidad y como legitimación categórica de una revuelta, porque solo entonces aparecerá claro no solo aquello contra lo que se reacciona, sino también, y ante todo, aquello en nombre de lo cual se reacciona.

                           *    *    *

A título de introducción, diremos que nada parece más absurdo que esta idea de progreso que, con su corolario de la superioridad de la civilización moderna, se había creado coartadas "positivas" falsificando la historia, insinuando en los espíritus mitos deletéreos, proclamando su soberanía las encrucijadas de la ideología plebeya en donde, en última instancia, ha nacido. Es preciso haber descendido muy bajo para llegar a celebrar la apoteosis de la sabiduría cadavérica, único término aplicable a una sabiduría que no ve, en el hombre moderno, que es el último hombre, al viejo hombre, decrépito, vencido, al hombre crepuscular, sino que glorifica, por el contrario, en él al dominador, al justificador, el verdaderamente viviente. Es preciso, en todo caso, que los modernos hayan alcanzado un extraño estado de ceguera para haber pensado seriamente ser el patrón de toda medida y considerar su civilización como una civilización privilegiada, en función de la cual la historia del mundo era preordenada y fuera de la cual no se encontraría más que oscuridad, barbarie y superstición.

Es preciso reconocer que en presencia de las primeras sacudidas que han manifestado, incluso sobre el plano material, la destrucción interior de Occidente, la idea de la pluralidad de las civilizaciones, es decir, de la relatividad de la civilización moderna, no aparece, a los ojos de un cierto número de personas, más que como una extravagancia herética e impensable, contrariamente a lo que se consideraba no hace mucho. Pero esto no basta: es preciso saber reconocer, no solo que la civilización moderna podrá desaparecer, como tantas otras, sin dejar huellas, sino también que pertenece al tipo de aquellas cuya desaparición, al igual que su vida efímera en relación al orden de las "cosas‑que‑son", no tiene más que el valor de una mera contingencia. Más allá de un "relativismo de civilizaciones", se trata pues de reconocer un "dualismo de civilizaciones". Desarrollaremos las presentes consideraciones constantemente en torno a una oposición entre el mundo moderno y el mundo tradicional, entre el hombre moderno y el hombre tradicional, oposición que, aunque histórica, es ideal: a la vez morfológica y metafísica.

Sobre el plano histórico, es necesario advertir desde ahora al lector que nosotros emplearemos casi siempre las expresiones "mundo moderno" y "civilización moderna" en un sentido mucho más amplio y general que su sentido habitual. Las primeras formas de la decadencia, bajo su aspecto moderno, es decir antitradicional, empiezan, en efecto, a manifestarse de una forma tangible entre el siglo VIII y el VI antes de JC, tal como lo atestiguan de una forma esporádica, las primeras alteraciones características acaecidas en el curso de este período en las formas de vida social y espiritual de numerosos pueblos. Conviene pues, en muchos casos, hacer coincidir el principio de los tiempos modernos con lo que se llama tiempos históricos. Se estima generalmente, en efecto, que lo que se sitúa antes de la época mencionada cesa de constituir materia de la "historia", la leyenda y el mito se superponen y las investigaciones "positivas" se vuelven inciertas. Esto no impide que, según las enseñanzas tradicionales, esta época no haya acogido a su vez efectos de causas mucho más lejanas: no ha hecho más que preludiar la fase crítica de un ciclo aun más amplio, llamado en Oriente la Edad sombría; en el mundo clásico, "la edad de hierro" y en el mundo nórdico "la edad del lobo"([2]). De todas formas, en el interior de los tiempos históricos y en el area occidental, la caida del Imperio Romano y el advenimiento del cristianismo marcan una segunda etapa, más aparente, de la transformación del mundo moderno. Una tercera fase, en fin, comienza con la decadencia del mundo feudo‑imperial de la Edad Media europea, y alcanza su momento decisivo con el humanismo y la reforma. De este período hasta nuestros días, fuerzas que actuaban aun de una forma aislada y subterránea han aparecido a plena luz, han tomado la dirección de todas las corrientes europeas en los dominios de la vida material y espiritual, individual y colectiva, y han determinado, fase por fase, lo que, en un sentido restringido, se tiene la costumbre de llamar "el mundo moderno". Desde entonces, el proceso se ha convertido en cada vez más rápido, decisivo, universal, tal como una temible marea mediante la cual toda huella de civilización diferente está manifiestamente destinada a ser arrastrada de forma que cierre un ciclo, complete una máscara y selle un destino.

Esto en lo que respecta al aspecto histórico. Pero este aspecto es completamente relativo. Si, como ya hemos indicado, todo lo que es "histórico" entra ya en lo "moderno", esta ascensión integral más allá del mundo moderno, que solo puede revelar su sentido, es esencialmente un ascenso más allá de los límites fijados en su mayor parte a la "historia". Es importante comprender que siguiendo tal dirección, no se encuentra nada susceptible de convertirse de nuevo en "historia". El hecho de que más allá de un cierto período la investigación positiva no haya podido reconstruir la historia, está lejos de ser accidental, es decir imputable solo a la incertidumbre de las fuentes y de los datos y a la falta de vestigios. Para comprender el ambiente espiritual propio a toda civilización no moderna, es preciso penetrarse de esta idea, a saber que la oposición entre los tiempos históricos y los tiempos llamados "prehistóricos" o "mitológicos", no es la oposición relativa propia a dos partes homogéneas de un mismo tiempo, sino que es cualitativa, y sustancial; es la oposición entre tiempos (experiencias del tiempo), que no son efectivamente de la misma naturaleza([3]). El hombre tradicional tenía una experiencia del tiempo diferente de la del hombre moderno: tenía una sensación supratemporal de la temporalidad y es en esta sensación que vivía cada forma de su mundo. También es fatal que las investigaciones modernas, en el sentido "histórico" del término, se encuentren, en un momento dado, en presencia de una serie interrumpida, reencuentren un hiato incomprensible más allá del cual no se puede construir nada históricamente "cierto" y significativo, más allá del cual no se puede contar más que sobre elementos exteriores fragmentarios y a menudo contradictorios‑ a menos que el método y la mentalidad no sufran una transformación fundamental.

En virtud de esta premisa, cuando oponemos al mundo moderno el mundo antiguo, o tradicional, esta oposición es al mismo tiempo ideal. El carácter de temporalidad y de "historicidad" no corresponde en efecto, esencialmente, más que a un solo de estos dos términos, mientras que el otro, aquel que alude al conjunto de las civilizaciones de tipo tradicional, se caracteriza por la sensación de lo que está más allá del tiempo, es decir por un contacto con la realidad metafísica que confiere a la experiencia del tiempo una forma muy diferente "mitológica", hecha de ritmo y de espacio, más que de tiempo cronológico. A título de residuos degenerados, huellas de esta forma cualitativamente diversa de la experiencia del tiempo subsisten aún en algunas poblaciones llamadas "primitivas"([4]). Haber perdido este contacto, haberse disuelto en el espejismo de un puro y simple flujo, de una pura y simple "fuga adelante", de una tendencia que lleva cada vez más lejos su fin, de un proceso que no puede apaciguarse en ninguna posesión y que se consume en todo y por todo, en términos de "historia" y de "devenir", es una de las características fundamentales del mundo moderno, el límite que separa dos épocas, no solo desde el punto de vista histórico, sino también y sobre todo, en un sentido ideal, morfológico y metafísico.

Entonces, el hecho que las civilizaciones de tipo tradicional se sitúen en el pasado, en relación a la época actual, se vuelve accidental: el mundo moderno y el mundo tradicional pueden ser considerados como dos tipos universales, como dos categorías a priori de la civilización. Esta circunstancia accidental permite sim embargo afirmar con justicia que en todas partes donde se ha manifestado o se manifieste una civilización cuyo centro y sustancia sean el elemento temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de las mismas aptitudes, valores y fuerzas que determinan la época moderna, en la acepción histórica del término; y por todas partes donde se haya manifestado y se manifieste, por el contrario, una civilización cuyo centro y sustancia sea el elemento supra‑ temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de los mismos significados, valores y fuerzas que determinaron los tipos preantiguos de civilización. Así se encuentra aclarado el sentido de lo que llamaríamos "dualismo de civilización" en relación con los términos empleados (moderno y tradicional) y esto debería bastar para prevenir todo equívoco respecto a nuestro "tradicionalismo". No "fue" una vez, sino "es" siempre([5]).    

Nuestra referencia a formas, instituciones y conocimientos no modernos se justifican por el hecho que estas formas, instituciones y conocimientos son, por su naturaleza misma, símbolos más transparentes, aproximaciones más afinadas de las desembocaduras más felices de lo que es anterior al tiempo y a la historia, de lo que pertenece a ayer tanto como a mañana, y solo puede producir una renovación real, una "vida nueva" e inagotable en aquel que aun es capaz de recibirla. Solo quien ha llegado a elimitar todo temor y reconocer que el destino del mundo moderno no es en absoluto diferente ni más trágico que el acontecimiento sin importancia de una nube que se alza, toma forma y desaparece sin que el cielo libre pueda encontrarse alterado.

                           *    *    *

Tras haber indicado el objeto fundamental de esta obra, nos queda hablar brevemente del "método" que vamos a seguir en estas páginas.

Las notas que preceden bastan, ‑sin que sea necesario referirse a lo que expondremos llegado el momento, a propósito del origen, del alcance y el sentido del "saber" moderno‑ para comprender la mezquina estima que concedemos a todo lo que ha recibido en estos últimos tiempos, el certificado oficial de "ciencia histórica" en materia de religiones, instituciones y tradiciones antiguas. Declaramos que intentaremos permanecer al margen de este orden de cosas, como de todo lo que tiene su fuente en la mentalidad moderna y que el punto de vista llamado "científico" o "positivo", con sus diversas y vanas pretensiones de competencia y monopolio, lo consideramos, en el mejor de los casos, como el de la ignorancia. Decimos "en el mejor de los casos": no negaremos ciertamente que gracias a los trabajos eruditos y laboriosos de los "especialistas" pueda llegar a la luz una materia bruta útil, a menudo necesaria para aquel que no posee otras fuentes de informacion o no tiene ni el tiempo ni el deseo de reunir y controlar él mismo los datos que le son necesarios en algunos dominios secundarios. Para nosotros permanece siempre claro que allí donde los métodos "históricos" y "cienfícos" de los modernos se aplican a las civilizaciones tradicionales bajo su aspecto más rudimentario de investigación de huellas y testimonios, todo se reduce en la mayor parte de los casos, a actos de violencia que destruyen el espíritu, limitan y deforman, colocan en vías sin salida de coartas creadas por los prejuicios de la mentalidad moderna, preocupada por defenderse y reafirmarse a sí misma por todas partes. Y esta obra de destrucción y alteración es raramente fortuita; procede, casi siempre, ‑aunque no sea más que indirectamente‑ de influencias oscuras y de sugestiones que los espíritus "cientificos" dada su mentalidad, son precisamente los primeros en no percibir.

En general, las cuestiones de las que nos ocuparemos son aquellas para las que los materiales que valen "histórica" y "científicamente" apenas cuentan; donde todo lo que, en tanto que mito, leyenda, saga, está desprovisto de verdad histórica y de fuerza demostrativa, adquiere por el contrario, por esta misma razón, una validez superior y se convierte en la fuente de un conocimiento más real y cierto. Allí se encuentra precisamente la  frontera que separa la doctrina tradicional de la cultura profana. Esto no se aplica solamente a los tiempos antiguos, a las formas de una vida "mitológica", es decir supra‑histórica, como fue siempre en el fondo, la vida tradicional: mientras que desde el punto de vista de la "Ciencia" se concede valor al mito por lo que pudo ofrecer de historia, según nuestro punto de vista, al contrario, es preciso conceder valor a la historia en función de su contenido mítico, ya se trate de mitos propiamente dichos o de mitos que se insinúan en su trama, en tanto que reintegraciones de un "sentido" de la historia misma. Es así que la Roma de la leyenda nos hablará un lenguaje mucho más claro que la Roma temporal y las leyendas de Carlomagno nos harán comprender, mejor que las crónicas y los documentos positivos de la época, lo que significaba el rey de los francos.

Se conoce a este respecto, las anatemas "científicas": ¡arbitrario! ¡subjetivo! ¡fantasioso! Desde nuestro punto de vista, no hay nada más "arbitrario", "subjetivo" y "fantasioso" que lo que los modernos entienden por "objetivo" y "científico". Todo esto no existe. Todo esto se encuentra fuera de la Tradición. La Tradición empieza allí donde, habiendo sido alcanzado un punto de vista supra‑individual y no‑humano, todo esto puede ser superado. En particular, de hecho, no existe mito, más que el que los modernos han construido en relación al mito, concibiéndolo como una creación de la naturaleza primitiva del hombre, y no como la forma propia de un contenido supra‑racional y supra‑histórico. Nos preocuparemos poco de discutir y "demostrar".  Las verdades que pueden hacer comprender el mundo tradicional no son las que se "aprenden" y "discuten". Son o no son([6]). Se las puede solo recordar y esto se produce cuando uno se ha liberado de los obstáculos que representan las diversas construcciones humanas, en primer lugar, los resultados y los métodos de los "investigadores" autorizados; cuando pues se ha suscitado la capacidad de ver desde este punto de vista no‑ humano, que es el mismo punto de vista tradicional.

Incluso si no se considera más que la materia bruta de los testimonios tradicionales, todos los métodos laboriosos, utilizados para la verificación de las fuentes, la cronología, la  autenticidad, las superposiciones y las interpolaciones de los  textos, para determinar la génesis "efectiva" de instituciones,  creencias, acontecimientos, etc..., no son, en nuestro sentido,  más adecuados que los criterios utilizados para el estudio del  mundo mineral, cuando se les aplica al conocimento de un  organismo viviente. Cada uno es ciertamente libre de considerar  el aspecto mineral que existe también en un organismo superior.  Paralelamente, se es libre de aplicar a la materia tradicional  llegada hasta nosotros, la mentalidad profana moderna a la cual  le ha sido dada no ver más que lo que es condicionado por el  tiempo, la historia y el hombre. Pero, al igual que el elemento  mineral en un organismo, este elemento empírico, en el conjunto  de las realidades tradicionales, está subordinado a una ley  superior. Todo lo que, en general, vale como "resultado  científico", no vale aquí más que como indicación incierta y  oscura de las vías ‑prácticamente de las causas ocasionales‑ a  través de las cuales, en condiciones determinadas, pueden  manifestarse y afirmarse, a pesar de todo, las verdades  tradicionales.

Repitámoslo: en los tiempos antiguos, estas verdades han sido siempre comprendidas como siendo esencialmente verdades no humanas. Es la consideración de un punto de vista no humano, objetivo en el sentido trascendental, que es tradicional, y que se debe hacer corresponder con el mundo de la Tradición. Lo que es propio de este mundo, es la universalidad, y lo que le caracteriza, es el axioma quod ubique, quod ab omnibus et quod semper. En la noción misma de civilización tradicional está implícita una equivalencia ‑o homología‑ de sus diversas formas realizadas en el espacio y en el tiempo. Las correspondencías podrían no ser exteriormente visibes; podrá sorprender la diversidad de las numerosas expresiones posibles, pero sin embargo equivalentes: en algunos casos, las correspondencias serán respetadas en el espíritu, en otros, solo en la forma y en el nombre; en algunos casos, se encontrarán encarnaciones más completas, en otras, más fragmentarias; en ocasiones expresiones legendarias, en otras expresiones históricas, pero existe siempre algo constante y central para caracterizar un mundo único y un hombre único y para determinar una oposición idéntica respecto a  todo lo que es moderno.

Quien, partiendo de una civilización tradicional particular, sabe integrarla liberándola del aspecto humano e histórico, de forma que refiera sus principios generadores al plano metafísico donde se encuentran, por así decirlo, en estado puro, puede reconocer estos mismos principios tras las expresiones diversas de otras civilizaciones igualmente tradicionales. Es así como nace un sentimiento de certidumbre y objetividad trascendente y universal, que nada podría destruir, y que no podría alcanzarse por ninguna otra vía.

En los desarrollos que seguirán, se hará referencia tanto a algunas tradiciones, como a otras, de Oriente y Occidente, eligiendo, en cada ocasión, las que ofrezcan la expresión más neta y completa de un mismo principio o fenómeno espiritual. Este método tiene tan poca relación con el eclecticismo del método comparativo de algunos "investigadores" modernos, como el método de paralage utilizado para determinar la posición exacta de un astro en medio de puntos señalizadores de estaciones diversamente distribuidas; o bien ‑para emplear la imagen de René Guenon ([7])‑ la elección, entre las diferentes lenguas que se conoce, la que expresa mejor un pensamiento determinado. Así, lo que llamamos "método tradicional" se caracteriza, en general,  por un doble principio: ontológica y objetivamente, por el principio de la correspondencia que asegura una correlación funcional esencial entre elementos análogos, presentándolos como simples formas homólogas de un sentido central unitario; epistemológica y subjetivamente, por el empleo generalizado del Principio de inducción, que debe  ser comprendido aquí como la aproximación discursiva de una intuición espiritual, en la cual se realiza la integración y  unificación, en un sentido único y en un principio único, de los diversos elementos confrontados.

De esta forma buscaremos percibir el mundo de la Tradición como una unidad, es decir como un tipo universal, capaz de crear puntos de referencia y criterios de valor, diferentes de los que la mayor parte de los occidentales se han habituado pasiva y semi‑inconscientemente desde hace mucho tiempo; capaz también, por esto mismo, de colocar las bases de una revuelta eventual del espíritu ‑no polémica, sino real, positiva‑ contra el mundo moderno.

A este respecto, no nos dirigimos más que a los que, ante la acusación previsible de ser utopistas anacrónicos, ignoran la "realidad de la historia", saben permanecer impasibles comprendiendo que, a partir de ahora, no hay nada que decir a los apologistas de lo "concreto": "deteneros" o "volver" o "alzada  la cabeza", sino más bien: "avanzad cada vez más rápidos sobre la pendiente siempre más inclinada, quemad  etapas, romped todos los diques. Ninguna cadena os ciñe. Coged los laureles de todas vuestras conquistas. Corred con las alas cada vez más rápidas, con un orgullo cada vez más hinchado por vuestras victorias, por vuestras "superaciones", por vuestros imperios y democracias. La fosa debe ser colmada y se tiene necesidad de estiercol para el nuevo árbol que, de forma fulminante, surgirá de vuestro fin" ([8]).

                           *    *    *

En esta obra, deberemos limitarnos a dar, sobre todo, principios directores, cuyas aplicaciones y desarrollo adecuado exigirían quizás otros tantos volúmenes como capítulos tiene esta obra: no indicaremos pues más que los elementos esenciales. Aquel que desee puede adoptarlos como base para ordenar y profundizar  ulteriormente, desde el punto de vista tradicional, la materia de  cada terreno estudiado, dándole una extensión y un desarrollo  incompatibles con la economía de esta obra.

En una primera parte, expondremos una especie de doctrina de las  categorías del espíritu tradicional: indicaremos los principos  fundamentales según los cuales se manifestaba la vida del hombre  tradicional. El término "categoría" es empleado aquí en el  sentido de principio normativo a priori. Las formas y los  significados de que se trata no deben ser considerados como  siendo, o habiendo sido, efectivamente una "realidad", sino como  ideas que deben determinar y dar forma a la realidad, a la vida,  y cuyo valor es independiente de su grado de "realización", el  cual, por otra parte, jamás sería perfecto. Esto elimina el  malentendido y la objeción consistente en pretender que la  realidad histórica no justifica en absoluto las formas y los  significados de los que tendremos que hablar. Puede eventualmente  admitirse esto, sin concluir, por tanto, que, a este respecto,  todo se reduce a ficciones,  utopías,  "idealizaciones" o  ilusiones. Las formas principales de la vida tradicional, en  tanto que "categorías", tienen la misma dignidad  que los  principios éticos: válidos en sí mismos, exigen solo ser  reconocidos y queridos; exigen que el hombre les sea  interiormente fiel y se sirva de ellos como medida, para él mismo  y para la vida, tal como hizo siempre el hombre tradicional. Por  lo que, el aspecto "historia" y "realidad" tiene aquí un simple  alcance ilustrativo y evocador fundado sobre ejemplos y evocador  de valores que, desde este punto de vista, igualmente, pueden  ser, hoy, o mañana, tan actuales, como lo pudieron ser ayer.

El elemento histórico no entrará en consideración más que en la  segunda parte de esta obra donde serán examinados la génesis del  mundo moderno y los procesos que, durante los tiempos históricos,  han conducido hasta él. Pero el hecho de que el punto de  referencia sea siempre el mundo tradicional en su cualidad de  realidad simbólica, supra‑histórica y normativa y que el método  consista, igualmente, en investigar lo que tuvo y tiene una  acción más allá de las dos dimensiones de superficie de los  fenómenos históricos, hará que nos encontremos, hablando con  propiedad, en presencia de una metafísica de la hitoria.

Con estos dos planos de investigación, pensamos poner suficientes  elementos a disposición de aquel que, hoy o mañana, es o sea aun  capaz de despertar.

 



([1])Decimos: "Entre los modernos", pues, como se verá, la idea  de un declive, de un alejamiento progresivo de una vida más alta  y la sensación de la venida de tiempos aun más duros para las  futuras razas humanas, eran temas bien conocidos en la Antigüedad  tradicional.

([2])R. GUENON, La crise du monde moderne, París, 1927, pag. 21 y  sigs.

 

([3])Cf. F. W. SCHELLING, Einleitung in die Philos der Mythologie,  S. W., ed. 1846, sec. II, vol. I, pag. 233‑235.

 

([4])Cf. HUBERT‑MAUSS, Mélanges d'Histoire des Religions, París,  1929, pag. 189 y sig. Para el sentido sagrado y cualitativo del  tiempo, cf. esta obra, I, par. 19.

 

([5])SALUSTIO,. De Diis et mundo, IV.

 

 

([6])Más adelante, se verá quizàs más claramente la verdad de  estas palabras de LAO‑TSE (Tao‑te‑king, LXXXI): "El hombre que  tiene la Virtud no discute; el hombre que discute no tiene la  Virtud", y así mismo, las expresiones tradicionales arias a  propósito de los textos que "no puede haber sido hechos por los  mortales y que no son susceptibles de ser medidos por la razón  humana" (Manavadharmashastra, XII, 94). En la misma obra (XII,  96) se añade: "Todos los libros que no tienen la Tradición como  base han salido de la mano del hombre y perecerán: este origen  demuestra que son inútiles y mentirosos".

 

([7])R. GUENON, Le symbolisme de la Croix, París, 1931, pag. 10.

 

([8])G. DI GIORGIO ("Zero"), en Crollano le torri "La Torre", nº  1, 1930.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 12.El declive del Ecumene medieval: las naciones

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 12.El declive del Ecumene medieval: las naciones

Biblioteca Julius Evola.- Siguiendo con el análisis de las distintas fases de decadencia de la "Edad Oscura", Evola llega al siglo XIV cuando empiezan a manifestarse las primeras causas que luego darán origen al Renacimiento y al Humanismo y, más tarde, después de las guerras de religión, cristializarán en la Paz de Westfalia y en la destrucción completa del ecumene medieval. A partir de ese momento, la idea de la Tradición va alejándose de Europa, si exceptuamos el breve y reducido episodio de la aparición del fenómeno rosacruciano. La "nación" es, a partir de ese momento, el sustituto del Imperio.

 

12.

DECLIVE DEL ECUMENE MEDIEVAL: LAS NACIONES

 

Fueron a la vez causas de "lo alto" y  de "lo bajo", quienes  provocaron la decadencia del Sacro Imperio Romano y, más  generalmente, del principio de la verdadera soberanía. En cuanto  a las primeras, figuran la secularización y la materialización  progresiva de la idea política. Ya en un Federico II, la lucha  contra la Iglesia, aunque emprendida para defender el carácter  sobrenatural del imperio, deja aparecer el anuncio de una  evolución de este tipo, que se traduce, por una parte, en el  humanismo, el liberalismo y el racionalismo nacientes en la corte  siciliana, la constitución de un cuerpo de jueces laicos y de  empleados administrativos, la importancia dada por los legislae y  los decretistae y para aquellos que un justo rigorismo religioso,  señalado con autos de fé y hogueras sabonarolianas para los  primeros productos de la "cultura" y del "libre pensamiento",  calificaba con desprecio de theologi philosophantes, y, de otra  parte, por la tendencia centralizadora y ya anti‑feudal de  algunas nuevas instituciones imperiales. En el momento en que un  imperio cesa de ser sagrado, comienza a dejar de ser un Imperio.  Su principio y su autoridad bajan de nivel y, una vez alcanzado  el plano de la materia y de la simple "política", no pueden  mantenerse, porque este plano, por su naturaleza misma, excluye  toda universalidad y toda unidad superior. En 1338 ya, Luis IV de  Baviera declara que la consagración imperial ya no es necesaria y  que el prìncipe elegido es emperador legítimo en virtud de esta  mera elección: emancipación que Carlos IV de Bohemia culmina con  la "Bula de Oro". Pero, de hecho, la consagración no fue  reemplazado por nada metafísicamente equivalente y los  emperadores destruyeron así ellos mismos su dignitas  trascendente. Se puede decir que tras esta época, perdieron "el  mandato del Cielo" y que el Sacro Imperio no fue más que una  superviviencia (1). Federico III de Austria fue el último  Emperador coronado en Roma (1452), cuando el rito ya se había  reducido a una ceremonia vacía y sin alma.

En lo que concierne al otro aspecto del declive, se ha señalado  justamente que la mayor parte de las grandes épocas tradicionales  se caracterizan por una constitución de forma feudal, que  conviene más que cualquier otra a la formación regular de sus  estructuras (2). Allí donde el énfasis está puesto sobre el  principio de la pluralidad y de la autonomía política de las  unidades particulares, aparece, al mismo tiempo, el verdadero  lugar de este principio universal, de este unun quod non est  pars, capaz de ordenarlos y utilizarlos realmente, no oponiéndose  a cada uno de ellos, sino dominándolos gracias a la función  trascendente, suprapolítica y reguladora a la cual corresponde  (Dante). Nos encontramos entonces en presencia de una realeza que  se corresponde con la aristocracia feudal, de una "imperialidad"  ecuménica que no atenta contra la autonomía de los principados o  de los reinos particulares y que integra, sin desnaturaliezarlas,  las nacionalidades particulares. Cuando, por el contrario, decae  la dignitas que permite situarse por encima de lo mútiple, de lo temporal y de lo contingente, cuando disminuye, de otra parte, la  capacidad de una fides, es decir de un compromiso más que  simplemente material, de la parte de cada elemento subordinado,  entonces surge la tendencia centralizadora, el absolutismo  político que busca mantener la cohesión del conjunto por medio de  una unidad violenta, política y estática y no ya esencialmente  suprapolítica y espíritual. O bien son procesos de particularismo  puro y de  disociación quienes toman la delantera. Por estas dos  vías  se realiza la destrucción de la civilización medieval. Los  reyes comenzaron a reivindicar para sus unidades particulares el  principio de autoridad absoluta propia al imperio (3),  materializándola y proclamando finalmente la idea nueva y  subversiva del Estado nacional. Un proceso análogo hace surgir  una multitud de comunas, ciudades libres y repúblicas, entidades  que tienden a constituirse cada una para sí, pasando a la  resistencia y a la revuelta, no solo contra la autoridad imperial  sino también contra la nobleza. Y la cúspide desciende, el  ecumene europeo de deshace. El principio de una legislación  única, dejando sin embargo un campo suficiente al jus singulare,  correspondiente a una lengua única y a un único espíritu,  desaparece; la caballería misma decae y, con ella, el ideal de un  tipo humano formado por principios puramente éticos y humanos.  Los caballeros llegan a defender los derechos y a sostener las  ambiciones temporales de sus príncipes y, finalmente, de los  Estados nacionales. Las grandes alineaciones inspiradas por el  ideal suprapolítico de la "guerra santa" y de la "guerra justa"  dan lugar a combicaciones, guerreras o pacíficas, trazadas en  número creciente por la habilidad diplomática. No solamente la  Europa cristiana asiste, inerte, a la caida del Imperio de  Oriente y de Constantinopla provocada por los otomanos, sino que  un rey de Francia, Francisco I, da el primer golpe al mito de la  "cristiandad" base de la unidad europea, no dudando, en su lucha  contra el representante del Sacro Imperio romano, no solamente en  sostener a los príncipes protestantes sublevados, sino incluso en  aliarse con el Sultán. La Liga de Cognac (1526) vió al jefe de la  Iglesia de Roma seguir el mismo camino. Se asiste a este absurdo:  Clemente VII, aliado de la Casa de Francia, entra en liza contra  el Emperador aliándose con el Sultán precisamente en el momento  en que el avance de Soliman II en Hungría amenaza a toda Europa y  donde el protestantismo en armas está en trance de derribar su  centro. Y se verá, igualmente,  a un sacerdote al servicio de la  casa de Francia, Richelieu, sostener de nuevo, en la última fase  de la guerra de los Treinta Años, la liga protestante contra el  emperador, hasta que, tras la paz de Augusta (1555), los tratados  de Westphalia (1648) suprimen a los últimos restos del elemento  religioso, decretan la tolerancia recíproca entre las naciones  protestantes y las católicas y acuerdan a los príncipes  sublevados unas independencia casi completa respecto al Imperio.  A partir de esta época, el interés supremo y la resolución de los  conflictos no serán del todo la defensa ideal de un derecho  dinástico o feudal, sino una simple disputa en torno a un trozo  de territorio europeo: el Imperio es definitivamente suplantado  por los imperialismos, es decir por los movimientos de los  Estados nacionales deseosos de afirmarse militar o económicamente  sobre las demás naciones. La Casa de Francia juega, en estas  convulsiones, tanto sobre el plano de la política europea, como  en su función netamente anti‑imperial, un papel preponderante.

En el conjunto de estos desarrollos y fuera de la crisis de la  idea imperial, la noción misma de soberanía se seculariza sin  cesar del todo. El rey no es más que un guerrero, el jefe  político de su Estado. Encarna también, durante un cierto tiempo,  una función viril y un principio absoluto de autoridad, pero que  no se refieren ya a una realidad trascendente, sino a una fórmula  residual y vacía del "derecho divino", tal como fue definido,  para las naciones católilcas, tras el concilio de Trento, en el  período de la Contra‑refoma. La Iglesia se declaraba dispuesta a  sancionar y a consagrar el absolutismo de soberanos íntimamente desconsagrados, a condición de que se convirtieran en el brazo  secular de esta misma Iglesia que seguía a partir de ese momento  la  vía de la acción indirecta.

Es por ello que en el curso del período consecutivo al declive  del ecumene gibelino, desapareció poco a poco, en cada Estado, la  premisa en virtud de la cual la oposición a la Iglesia podía  proseguirse sobre la base de un sentido superior: un  reconocimiento más o menos exterior es concedido a la autoridad  de Roma en materia de simple religión, cada vez que se puede  obtener, a cambio, algo útil para la razón de Estado. O bien se  asiste a intentos abiertos de subordinar directamente lo  espiritual a lo temporal, como en el movimiento anglicano o  galicano y, más tarde, en el mundo protestante, con las Iglesias  nacionales controladas por el Estado. Avanzando en la edad  moderna, se verá a las patrias constituirse en otros tantos  verdaderos cismas y oponerse unas a otras, no solamente en tanto  que unidades políticas y temporales, sino también en tanto que  entidades casi míticas rechazando admitir un cualquier autoridad  superior .

De todas formas, un punto aparece muy claramente: si a partir de  ahora el Imperio declina y no hace más que sobrevivir a sí mismo,  su adversario, la Iglesia, aunque teniendo el campo libre, no  sabe asumir la herencia, dando así la prueba decisiva de su  incapacidad para organizar Occidente según su propio ideal, es  decir, según el ideal guelfo. Lo que sucede al Imperio, no es la  Iglesia, una "cristiandad" reforzada, sino una multiplicidad de  Estado nacionales, más o menos intolerantes respecto a todo  principio superior de autoridad.

Por otra parte, la "desconsagración" de los príncipes, junto    a  su insubordinación respecto al Imperio, al privar a los  organismos de los que son jefes del carisma de un principio más  elevado, los llevan fatalmente a la órbita de las fuerzas  inferiores, que tomarán progresivamente la delantera. En general,  es fatal que cada vez que una casta se subleva contra  la casta  superior y se vuelve independiente, pierda el carácter específico  que tenía en el conjunto jerárquico, para reflejar el de la casta  inmediatamente inferior (4). El absolutismo ‑transposición  materialista de la idea unitaria tradicional‑ prepara las vías  para la demagogía y las revoluciones nacionales antimonárquicas.  Y allí donde los reyes, en su lucha contra la aristocracia feudal  y en su obra de centralización política, fueron llevados a  favorecer las reivindicaciones de la burguesía y de la plebe  misma, el proceso se realizó más rápidamente. Con razón se ha  fijado la atención sobre la figura de Felipe el Hermoso, en  efecto, quien, destruyendo, de acuerdo con el papa, a los  Templarios, destruyó al mismo tiempo la expresión más  característica de la tendencia a reconstituir la unidad del  elemento guerrero y del elemento sacerdotal, que era el alma  secreta de la caballería; es él quien comienza el trabajo de  emancipación laica del Estado respecto a la Iglesia, proseguido  casi sin interrupción por sus sucesores, al igual que se  prosiguió ‑sobre todo por Luis XI y Luis XIV‑ la lucha contra la   nobleza feudal, lucha que no desdeñaba el apoyo de la burguesía y  toleraba incluso, para alcanzar su fin, el espíritu de revuelta  de capas sociales aún más bajas; es él quien favorece ya una  cultura antitradicional, gracias a sus "legistas" que fueron,  antes que los humanistas del Renacimiento, los verdaderos  precursores del laicismo moderno (5). Es significativo que fuera  un sacerdote ‑el cardenal Richelieu‑ quien afirmó, contra la  nobleza, el principio de centralización, preparando la  sustitucion de las estructuras feudales por el binomio nivelador  moderno del gobierno y de la nación, es incontestable que Luis  XIV, dando forma a los poderes públicos, desarrollando  sistemáticamente la unidad nacional, y reforzándola sobre el  plano político, militar y económico, ha preparado, por así  decirlo, un cuerpo para la encarnación de un nuevo principio, el  del pueblo, de la nación  concebida como simple colectividad  burguesa o plebeya (6). Así, la obra antiaristocrática emprendida  por los reyes de Francia, cuya oposición constante al Sacro  Imperio ya se ha subrayado, debía lógicamente, con un Mirabeau,  volverse contra ellos y expulsarlos finalmente del trono  contaminado. Se puede afirmar que es precisamente por haberse  comprometido la primera en esta vía y haber, por ello,  acrecentrado sin cesar el carácter centralizador y nacionalista  de la noción de Estado, que Francia conoció el primer hundimiendo  de un régimen monárquico y, de una forma precisa y abierta, con  el advenimiento del régimen republicano, el tránsito del poder a  las manos del Tercer Estado. Se convirtió así, en el seno de las  naciones europeas, en el principal foco de este fermento  revolucionario y de esta mentalidad laica y racionalista que  debían destruir los últimos vestigios de  tradicionalidad (7).

Existe otro aspecto complementario de la Némesis histórica  igualmente preciso e interesante. A la emancipación, respecto del  Imperio, de los Estados convertidos en "absolutos", debía suceder  la emancipación, respecto del Estado de los individuos soberanos,  libres y autónomos. Una usurpación llama y prepara a la otra,  hasta que, en los Estados que, en tanto que Estados soberanos  nacionales que habían caido en la estatitación y la anarquía, la  soberanía usurpada del Estado se inclinaba ante la soberanía  popular, en el marco de la cual la autoridad y la ley no son  legítimas más que en la medida en que expresan la voluntad de los  ciudadanos considerados como individuos particulares y soberanos,  esperando la última fase, la fase puramente colectivista.

Si bien fueron causas de "lo alto" quienes determinaron la caida  de la civilización medieval, las de "lo bajo", distintas, aunque  solidarias de las primeras, no deben ser olvidadas. Toda  organizaicón tradicional es una formación dinámica, que supone  fuerzas de caos, impulsos e intereses inferiores, capas sociales  y étnicas más bajas, que un principio de "forma" domina y frena:  implica el dinamismo de ambos polos antagonistas, cuyo polo  superior, inherente al elemento supranatural de las castas  superiores, intenta arrastrar hacia lo alto, mientras que el otro  ‑el polo inferior ligado a la masa, al demos‑ busca arrastrar el  primero hacia lo bajo (8). Así, a todo debilitamiento de los  representantes del principio superior, a toda desviación o  degeneración de la cúspide, corresponden, a manera de  contrapunto, una emergencia y una liberación en el sentido de una  revuelta de las capas inferiores. A través de procesos ya  analizados, el derecho de pedir a los sujetos la fides, con el  doble sentido espiritual y feudal, de la palabra, debía  progresivamente decaer, mientras que los mismos procesos abrían  virtualmente la vía a una materialización de esta fides en   sentido político, y luego, a la revuelta en cuestión. En efecto,  mientras que la fidelidad espiritualmente fundada es  incondicionada, la que se relaciona con el plano temporal es, por el  contrario, condicionada y contingente, sujeta a revocación según  las circunstancias y por motivos empíricos, y el dualismo, la  oposición persistente de la Iglesia al Imperio, debían  contribuir por su parte, a arrastrar toda fides a este nivel  inferior y precario.

Por lo demás, ya en la Edad Media, la Iglesia no experimentó  escrúpulos en "bendecir" la infracción a la fides alineándose al  lado de las Comunas italianas, sosteniento moral y materialmente  la revuelta que, al margen de su aspecto exterior, expresaba  simplemente la insurrección de lo particular contra lo universal,  inspirándose en un tipo de organización social que ya no reposaba  en absoluto sobre la casta guerrera, sino indirectamente sobre la  tercera casta, la de los burgueses y mercaderes. Estos usurparon  la dignidad del poder político y del derecho a las armas,  fortificaron sus ciudades, alzaron sus estandartes, organizaron  sus milicias contra las cohortes imperiales y la alianza  defensiva de la nobleza feudal. Es aquí donde empieza el  movimiento de "lo bajo", la sublevación de la marea de las  fuerzas inferiores.

Las Comunas prefiguran el ideal completamente profano y  antitradicional de una organización democrática fundada sobre el  factor económico y mercantil y sobre el tráfico judaico del oro,  pero su revuelta demuestra sobre todo que el sentimiento del  sentido espiritual y ético del lealismo y de la jerarquía, estaba  ya, en ese momento, a punto de extinguirse. No se reconoce ya en  el Emperador más que un jefe político, a cuyas pretensiones  políticas se puede resistir. Se afirma esta mala libertad que  destruirá y desconocerá todo principio de verdadera autoridad,  dejando a las fuerzas inferiores a sí mismas, y haciendo   descender todas las formas políticas a un plano puramente humano,  económica y colectivo, llegando a la omnipotencia del mercader y,  más tarde, de los "trabajadores" organizados. Es significativo  que el núcleo principal de este cáncer haya sido el suelo  italiano, cuna de la romanidad. En la lucha de las Comunas  apoyadas por la Iglesia contra los ejércitos imperiales y el  corpus saecularium principum, se encuentran los últimos ecos de  la lucha entre el Norte y el Sur, entre la tradición y la anti‑  tradición. Federico I ‑figura que la falsificación plebeya de la  historia "patriótica" italiana se ha esforzado en desacreditar‑  combatió en realidad en nombre de un principio superior y de un  deber que su función misma le imponía, contra una usurpación  laica y particularista fundada, entre otras, sobre rupturas  unilaterales de pactos y juramentos. Dante verá en él al "buen  Barbarroja" legítimo representante del Imperio, que es la fuente  de toda verdadera autoridad; considera la revuelta de las  ciudades lombardas como ilegal y facciosa, conforme a su noble  desprecio por las "gentes nuevas y las ganancia rápidas" (9),  elementos del nuevo e impuro poder comunal, al igual que había  reconocido una heregía subversiva en el "libre régimen de los  pueblos particulares" y en la nueva idea nacionalista (10). En  realidad, no fue tanto para imponer un reconocimiento material y  para satisfacer ambiciones territoriales, como en el nombre de una  reivindicación ideal y por la defensa de una derecho  suprapolítico,que lucharon los Ottones y luego los Suavios: exigían  obediencia  no en tanto que príncipes teutónicos, sino en tanto  que Emperadores "romanos" ‑romanorum reges‑, es decir,  supranacionales. Es por el honor y por el espíritu que lucharon  contra la raza de los mercaderes y de los burgueses en armas  (11), y es por ello estos fueron considerados como rebeldes,  menos contra  el emperador que contra Dios ‑obviare Deo. Por  orden divino ‑jubente Deo‑ el príncipe los combate como  representante de Carlomagno, con la "espada vengadora", para  restaurar el orden antiguo: redditu res publica statui votuta  (12).

Enfin, si continuamos considerando sobre todo a Italia, los  Señoríos, contrapartidas o sucesiones de las Comunas, aparecen  como otro aspecto del nuevo clima del cual "El Príncipe" de  Maquiavelo, es un índice barométrico. No se concibe ya, como  jefe, más que al individuo poderoso que no domina en virtud de  una consagración, en virtud de su nobleza, por que representa un  principio superior y una tradición, sino que domina en nombre de  sí mismo, se sirve de la astucia y de la violencia, recurre a las  fuentes de la política entendida a partir de ahora como un  "arte", como una técnica desprovista de escrúpulos: el honor y la  verdad no tienen para él ningún sentido y no se sirve  eventualmente de la religión misma más que como de un instrumento  entre otros. Danta había dicho justamente: Italorum principum...  qui non heroico more sed plebeo, secuntur superbiam (13). La  sustancia de este gobierno no es pues "heroica", sino plebeya; es  a este nivel que se encuentra reducida la virtus antica, al igual  que la superioridad en relación al bien y al mal inherente a  aquel que dominaba en virtud de una ley no‑humana. Se ve  reaparecer aquí el tipo de algunos tiranos de la antigüedad y se  encuentra al mismo tiempo la expresión de este individualismo  desencadenado que, como veremos, caracteriza, bajo formas  múltiples, este momento crucial de la historia. Se puede ver  finalmente la prefiguración brutal de la "política absoluta" y de  la voluntad de poder que se reafirmará, sobre una escala más  amplia, en una época reciente, al producirse el ascenso del  Cuarto Estado.

Estos procesos marcan pues el fin del ciclo de la restauración  medieval. De cierta forma, se reafirma la idea ginecocrático‑  meridional, en los marcos de la cual el principio viril, fuera de  las formas extremas que acaban de ser mencionadas, e incluso  cuando es encarnado en la figura del monarca, no tiene más que un  sentido material (político, temporal), mientras que la Iglesia  permanece depositaria de la espiritualidad bajo la forma "lunar"  de religión devocional y, en pocos los casos, de  contemplación, en las Ordenes monásticas. Una vez confirmada esta  escisión, el derecho de sangre y de la tierra o las  manifestaciones de una simple voluntad de poder imponen su  supremacía. El particularismo de las ciudades, de las patrias y  de los nacionalismos supone la inevitable consecuencia, al igual  que, más tarde, el principio de la revuelta del demos, del  elemento colectivo, subsuelo del edificio tradicional, que  tenderá a apropiarse de las estructuras niveladas y de los  poderes públicos unificados creados en la fase antifeudal  precedente.

La lucha más característica de la Edad Media, la del principio  "heroico"‑viril contra la Iglesia, aborta. A partir de entonces,  el hombre occidental no tiende a la autonomía y a la emancipación  del lazo religioso más que bajo la forma de una desviación  contaminadora y llegando, políticamente, hasta lo que se podría  llamar un retorno demoníaco del gibelinismo, prefigurado por lo  demás por la utilización que los príncipes germánicos hicieron de  las ideas del luteranismo. De manera general, en tanto que  civilización, Occidente  no se emancipa de la Iglesia y de la  visión católica del mundo, tras la Edad Media, más que  laizizándose y cayendo en el naturalismo, exaltando como una  conquista el empobrecimiento propio a un punto de vista y a una  voluntad que no reconocen ya nada más allá del hombre ni más allá  de lo que está enteramente condicionado por lo humano.

La exaltación polémica de la civilización del Renacimiento contra  la de la Edad Media forma parte de las convenciones de la  historiografía moderna. Si bien no se trata aquí más que de una  de las numerosas sugestiones difundidas en la cultura moderna por  los dirigentes de la subversión mundial, habría que ver en ello  la expresión de un incomprensión típica. Si, desde el fin del  mundo antiguo, hubo una civilización que mereció el nombre de  Renacimiento, fue precisamente la de la Edad Media. En su  objetividad, en su "virilismo", en su estructura jerárquica, en  su soberbia elementareidad anti‑humanista, tan frecuentemente  penetrada de lo sagrado, la Edad Media fue como una nueva llama  del espíritu de la civilización, universal y una, de los  orígenes. La verdadera Edad Media nos aparece bajo los rasgos  clásicos, y en absoluto románticos. El carácter de la  civilización que le sucedió tuvo otro significado diferente. La  tensión que durante la Edad Media, había tenido una orientación  esencialmente metafísica, se degrada y cambia de polaridad. El  potencial recogido precedentemente sobre la dirección vertical ‑  hacia lo alto, como en el símbolo de las catedrales góticas‑ se  descarga entonces en dirección horizontal, hacia el exterior,  produciendo, por sobresaturación  de los planos subordinados,  fenómenos capaces de  sorprender al observador superficial:  irrupción tumultuosa, en la cultura, de múltiples manfiestaciones  de una creatividad desprovista prácticamente de toda base  tradicional o simplemente simbólica, es decir profana y  desacralizada, sobre el plano exterior, expansión casi explosiva  de los pueblos europeos en el conjunto del mundo en la época de  los descubrimientos, exploraciones y conquistas coloniales, que  corresponde, más o menos, a la del Renacimiento y el Humanismo.  Estos son los efectos de una liberación de fuerzas idéntica a la  que se produce durante la descomposición de un organismo.

Se querría ver en el Renacimiento, bajo muchos de sus aspectos,  una recuperación de la civilización antigua, descubierta de nuevo  y reafirmada contra el mundo oscuro del cristianismo medieval. Se  trata de un grave malentendido. El Renacimiento no recuperó del  mundo antiguo más que formas decadentes y no las de los orígenes,  penetrados de elementos sagrados y supra‑personales, o los  recuperó olvidando complementamente estos elementos y utilizando  la herencia antigua en una dirección completamente diferente. En  el Renacimiento, en realidad, la "paganidad" sirve esencialmente  para desarrolllar la simple afirmación del Hombre, para fomentar  una exaltación del individuo, que se embriaga de las producciones  de un arte, de una erudición y de una especulación desprovistas  de todo elemento trascendente y metafísico.

Conviene a este respecto, llamar la atención sobre un fenómeno  que se produce con ocasión de semejantes convulsiones y que es el  de la neutralización (14). La civilización, incluso en tanto que  ideal, cesa de tener un eje unitario. El centro deja de dirigir  cada parte, no solo sobre el plano político, sino también sobre  el cultural. Ya no existe una fuerza única que organice y anime  la cultura. En el espacio espiritual que el Imperio abraza  unitariamente en el símbolo ecuménico,  nacen, por disociación,  zonas muertas, "neutras", que corresponden precisamente a las  diversas ramas de la nueva cultura. El arte, la filosofía, la  ciencia, el derecho, se desarrollan separadamente, cada una en  sus fronteras, en una indiferencia sistemática y exhibida  respecto a todo lo que podría dominarlas, liberarlas de su  aislamiento, darles verdaderos principios: tal es la "libertad"  de la nueva cultura. El siglo XVII, en correspondencia con la  guerra de los Treinta Años y con el declive definitivo de la  autoridad del Imperio, es la época donde esta convulsión tomó una  forma precisa y donde se encuentran prefiguradas todas las  características de la edad moderna.

El esfuerzo medieval por recuperar la llama que Roma había  recibido de la Hélade heroico‑olímpica se acaba pues  definitivamente. La tradición de la realeza iniciática cesa, en  este momento, de tener contactos con la realidad histórica, con  los representantes de cualquier poder temporal europeo. No se  conserva más que subterráneamente, en corrientes secretas como  los Hermetistas y Rosacrucianos, que se retiran cada vez más en  las profundidades en la medida en que el mundo moderno toma  forma, cuando las organizaciónes que habían ya animado fueron  víctimas a su vez de un proceso de involución y de inversión  (15). En tanto que "mito", la civilización medieval deja  su  testamento en dos leyendas. La primera es aquella según la cual,  cada año, la noche del aniversario de la supresión de la Orden  del temple, una sombra armada, vestida con túnica blanca y con la  cruz roja, aparecere en la cámara sepulcral de los Templarios  para preguntar quien quiere liberar el Santo Sepulcro. "Nadie,  nadie ‑se le responde‑ porque el Templo está destruido". La otra  es la de Federico I que, sobre las cumbres del Kifhäuser, en el  interior del monte simbólico, continuaría viviendo con sus  caballeros en un letargo mágico. Y espera: espera que la hora  señalada haya sonado para descender al valle con sus fieles y  librar la última batalla de la que dependerá la nueva floración  del Arbol Seco y el comiendo de una nueva edad (16).


 

(1) Cf. J. REYOR, Le Saint‑Empire et l'Imperator rosicrucien  (Voile d'Isis, nº 179, pag. 197).

(2) R. GUENON, Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cit.,  pag. 111.

(3) En Europa los legistas franceses fueron los primeros en  afirmar que el rey del Estado nacional tiene directamente su  poder de Dios, que es "emperador en su reino".

(4) R. GUENON, Autorité etc., pag. 111.

(5) R. GUENON, Autorité etc., pag. 112 y sigs.

(6) Se conoce la expresión de Luis XIV: "Contra más aumentemos el  dinero contento, tanto más aumentaremos el poder, el engrandecimiento  y la abundancia del Estado". Es ya la fórmula de la idea política  descendida, a través del nacionalismo, al nivel de la casta de  los mercaderes, el principio de la subversión general que la  soberanía de lo "económico" debía realizar en Occidente.

(7) Cf. Ibid. Por el contrario, el hecho que los pueblos  germánicos, a pesar de la Reforma conservaron, más que todos los  demás, estructuras feudales, expresar que fueron los últimos en  encarnar ‑hasta la guerra de 1914‑ una idea superior opuesta a la  de los nacionalismos y las democracias modernas.

(8) Este concepto dinámico‑antagonista de la jerarquía  tradicional está indicado claramente en la tradición indo‑aria:  es el símbolo mismo de la lucha que tuvo lugar en el curso de la  fiesta del gavamyana, entre un representante de la casta luminosa  de los arya y un representante de la casta oscura de los shudra,  lucha que tenía por objeto la  conquista de un símbolo solar y  terminaba con el triunfo del primero (cf. WEBER, Indischer  Studien, cit., v. X, pag. 5). El mito nórdico de la lucha  constante entre un caballero blanco y un caballero negro tiene un  sentido análogo (GRIMM, Deutsche Myth., cit., pag. 802.)

(9) Inferno, XVI, 73.

(10) Cf. E, FLORI, Dell'idea imperiale di Dante, Bolonia, s.d.,  pag. 38, 86‑87.

(11) Dante no duda en acusar la aberración nacionalista naciente,  combatiendo particularmente a la casa de Francia y reconociendo  el derecho del Emperador. En relación a Enrique VII, comprende  bien, por ejemplo, que Italia, para hacer irradia su civilización  en el mundo, debía desaparecer en el Imperio, ya que solo el  Imperio es universalizado y que toda fuerza rebelde, según el  nuevo principio de las "ciudades" y de las patrias, no podía  representar más que un obstáculo al "reino de la justicia", Cf.  FLORI, Op. ccit., pag. 101, 71.

(12) Son expresiones del Archipoeta. Es interesante notar  igualmente que el simbolismo de Hércules, el héroe aliado de las  potencias olímpicas en lucha contra las del caos, fue aplicado a  Barbarroja, en su lucha contra las Comunas.

(13) De vulgari eloquentia, I, 12. A propósito del Renacimiento,  F. SCHUON ha tenido razón en hablar de un "cesarismo de burgueses  y banqueros" (Perspectives spirituelles et faits humains, París  1953, pag., 48) a los cuales es preciso añadir los tipos oscuros  de "condottieri", jefes de mercenarios que se convirtieron en  soberanos.

(14) Cf. C. STEDING, Das Reich und die Krankheit der europäischen  Kultur, Hamburgo, 1938; J. EVOLA, Chevaucher le Tigre, París,  1964, cap. 26.

(15) Cf. EVOLA, Mistero del Graal, cit, parag. 29, sobre todo en  relación a la génesis y el sentido de la masonería moderna y del  iluminismo.

(16) Cf. B. KUGLER, Storia delle Crociate, trad. it., Milán,  1887, pag. 538; F. KAMPERS, Die Deutsche Kaiseridee in Prophetie  und Sage, Berlín, 1896. Del contexto de las diferentes versiones  de la segunda leyenda, subyace que una victoria es posible, pero  no cierta. En varias versiones de la saga ‑que conservan  probablemente la traza del tema del ragna‑rok édico‑ el último  emperador puede hacer frente a las fuerzas de la última edad y muere, tras haber suspendido en el Arbol Seco el cetro, la corona  y el escudo.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.Traslación de la idea del Imperio. La Edad Media gibelina

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.Traslación de la idea del Imperio. La Edad Media gibelina

Biblioteca Julius Evola.-  Evola no considera que la cristianización del imperio romano certificara la desaparicion de la tradición de Europa. Antes bien, reconoce que el espíritu del cristianismo primitivo sufrio una primera rectificación con el edicto de Constantino, luego, en la edad media, vivió su última aurora en Europa, especialmente en la Edad Media gibelina con el Sacro Imperio Romano Germánico. Evola considera que este renacimiento de la tradición en Europa se debió a la renovación del ethos pagano con la llegada de las tribus germánicas y cuando éstas renovaron el espíritu de la romanidad.

 

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TRASLACION DE LA IDEA DEL IMPERIO. LA EDAD MEDIA GIBELINA

En relación al cristianismo, la fuerza de la tradición que da a  Roma su rostro se evidencia en el hecho de que la nueva fe, si  bien consiguió derribar a la antigua, no supo conquistar  realmente el mundo occidental en tanto que cristianismo puro;  allí donde alcanzó alguna grandeza, no fue más que traicionándose  a sí mismo, en una cierta medida, y recurriendo a la ayuda de  elementos tomados de la tradición opuesta ‑elementos romanos y  clásicos pre‑cristianos‑ más que a través del elemento cristiano  en su forma original.

En realidad, el cristianismo no "convirtió" más que exteriormente  al hombre occidental, del que constituyó la "fe" en el sentido  más abstracto, pero cuya vida efectiva continuó obedeciendo a  formas más o menos materializadas de la tradición opuesta a la  acción y más tarde, en la Edad Media, a un ethos que, de nuevo,  debía ser esencialmente la impronta del espíritu nórdico‑ario.  Teóricamente, Occidente aceptó el cristianismo, y el hecho de que  Europa acogiese tantos temas que evidenciaban la concepción  hebraica y levantina de la vida, es algo que siempre ha producido  estupor al historiador; pero, prácticamente, Occidente permaneció  pagano. El resultado fue un hibridismo. Incluso bajo su forma  católica atenuada y romanizada, la fe cristiana fue un obstáculo  que privó al hombre occidental de la posibilidad de integrar su  verdadero e irreductible modo de ser gracias a una concepción de  lo sagrado y a relaciones con lo sagrado, conformes a su propia  naturaleza. A su vez, es precisamente este modo de ser lo que  impidio que el crístianismo instaurara en Occidente una tradición  de tipo opuesto, es decir, sacerdotal y religiosa, conforme a los  ideales de la Ecclesia de los orígenes, al pathos evangélico y al  símbolo del cuerpo místico de Cristo. Examinaremos más adelante  los efectos de esta doble antítesis sobre el desarrollo de la  historia de Occidente. Tiene un lugar importante entre los procesos que desembocaron en el mundo moderno propiamente dicho.

En un momento del ciclo, la idea cristiana, al colocar  el  énfasis en lo subrenatural, parece hacer sido absorvida por la  idea romana bajo una forma propia, incluso tendente a dotar otra  vez de una notable dignidad a la misma idea imperial, cuya  tradición se encontraba ya desmantelada en el centro representado  por la "Ciudad Eterna". Nos referimos al ciclo bizantino, el  ciclo del Imperio romano de Oriente. Pero aquí, históricamente,  se repite en amplia medida lo que se había verificado en el bajo  Imperio. Teóricamente, la idea imperial bizantina presenta un  alto grado de tradicionalidad. Se encuentra afirmado el concepto  del dominador sagrado cuya autoridad  viene de lo alto, cuya ley es imagen de la ley divina, con un  alcance universal, y al cual se somete el mismo clero, pues sobre  él recae la dirección, tando de las cosas espirituales como de  las temporales. Se encuentra afirmada igualmente la noción de "Romanos", que expresa la unidad de los que el carisma   inherente a la participación en el ecumene romano‑cristiano eleva  a una dignidad superior a la de cualquier otra persona. De nuevo  el Imperio es sacrum y su pax tiene un significado  supraterrestre. Pero, más aun que en el tiempo de la decadencia  romana, no se trata más que de un símbolo sostenido por fuerzas  caóticas y turbulentas, pues la sustancia étnica, más aun que en  el ciclo imperial romano, lleva el sello del demonismo, la  anarquía y el principio de agitación incesante propio del mundo  helénico‑oriental desagregado y crepuscular. Aquí también, se  creyó que el despotismo y una estructura centralista burocrático‑  administrativa podían reconstruir lo que solo había podido hacer  posible la autoridad espiritual de representantes cualificados,  rodeados de hombres que dispusieran efectivamente, en virtud de  su raza no solo nominal, sino sobre todo interior, de la cualidad  de "Romanos". Aquí también, las fuerzas de disolución debían,  pues, tomar ventaja aunque, en tanto que realidad política,  Bizancio consiguió mantenerse durante casi un milenio. De la idea  romano‑cristiana bizantina no subsistieron más que ecos, que se  encuentran, bajo una forma muy modificada, entre los pueblos  eslavos, o bien en el momento de "recuperación" correspondiente a  la Edad Media gibelina.

A fin de poder seguir el desarrollo de las fuerzas que ejercieron  sobre Occidente una influencia decisiva, es necesario detenernos  un instante, sobre el catolicismo. Este cobró forma a través de  la rectificación de algunos aspectos extremistas del cristianismo  de los orígenes, a través de la organización, más allá del simple  elemento místico‑sotereológico, de un corpus ritual y simbólico,  y gracias a la absorción y adaptación de elementos doctrinales y  de principios de organización extraidos de la romanidad y de la  civilización clásica en general. Es así como el catolicismo  presenta en ocasiones rasgos "tradicionales" que no deben sin  embargo, prestarse a equívoco. Lo que posee en el cristianismo un  carácter verdaderamente tradicional no es en absoluto cristiano,  y lo que tiene de cristiano no es tradicional. Históricamente, a  pesar de todos los esfuerzos tendentes a conciliar los elementos  heterogéneos y contradicotrios (1), a pesar de toda la obra de  absorción y adaptación, el catolicismo siempre delató el espíritu  de las civilizaciones lunar‑sacerdotales hasta el punto de  perpetuar, bajo otra forma, la acción antagonista de las  influencias del sur, a las cuales facilita incluso un cuerpo: la  organización de la Iglesia y sus jerarquías.

Esto aparecerá claramente cuando examinemos el desarrollo del  principio de autoridad reivindicado por la Iglesia. Durante los  primeros siglos del Imperio cristianizado y en el período  bizantino, la Iglesia aparecía aun subordinada a la autoridad  imperial; en los concilios, los obispos dejaban la última palabra  al príncipe, no solo en materia de disciplina sino también de  dogma. Progresivamente, se deslizó siempre la idea de la igualdad  de los dos poderes, de la Iglesia y del Imperio. Las dos  instituciones parecían poseer, una u otra, una autoridad y un  destino sobrenaturales y tener un origen divino. Si seguimos el  curso de la historia, constatamos que en el ideal carolingio  subsiste el principio según el cual el rey no gobierna solo al  pueblo, sino también al clero. Por orden divina debe velar para  que la Iglesia realice su misión y su función. De ahí que no solo  sea consagrado por los mismos símbolos que los de la consagración  sacerdotal, sino que posea también la autoridad y el derecho de  destituir al clero indigno. El monarca aparece verdaderamente,  según Catwulf, como el rey‑sacerdote según la orden de  Melkisedech, mientras que el obispo no es más que el vicario de  Cristo (2). Sin embargo, a pesar de la persistencia de esta alta  y antigua tradición, termina por prevalecer la idea de que el  gobierno real debe ser comparado al de un cuerpo y el gobierno  sacerdotal al del alma. Se abandonaba así implícitamente la idea  misma de igualdad de los dos poderes y se preparaba una inversión  efectiva de las relaciones.

En realidad, si en todo ser razonable, el alma es el principio  que decide lo que el cuerpo ejecuta, ¿cómo concebir que aquellos  que admitían que su autoridad estuviera limitada al cuerpo social  no debieran subordinarse a la Iglesia a la cual reconocían un  derecho exclusivo sobre las almas y su diección? Fue así como la  Iglesia debía finalmente contestar y considerar prácticamente  como una heregía y una prevaricación del orgullo humano, la  doctrina de la naturaleza y del origen divino de la realeza y ver  en el príncipe un laico igual a todos los otros hombres ante Dios  e incluso ante la Iglesia, algo así como un simple funcionario  instituido por el hombre, según el derecho natural, para dominar  al hombre, y que a través de las jerarquías eclesiásticas recibía  la consagración necesaria para que su gobierno no fuera el de una  civitas diaboli (3).

Es preciso ver en Bonifacio VIII ‑que no duda en ascender al  trono de Constantino con la espada, la corona y el cetro,  declarar: "Soy Cesar y Emperador"‑ la conclusión lógica de una  orientación de carácter teocrático‑meridional: se termina por  atribuir al sacerdote las dos espadas evangélicas, la espiritual  y la temporal, y no se ve en el Imperio más que un simple  beneficium conferido por el Papa a alguien que a cambio debe  vasallage a la Iglesia e incluso la misma obediencia que se exige  a un feudatario a quien se ha investido. Pero, aunque el jefe de  la Iglesia romana podía encarnar esencialmente, la función de los     "servidores de Dios", este guelfismo, lejos de significar la  restauración de la unidad primordial y solar de dos dos poderes,  muestra solo hasta que punto Roma se había alejado de su antigua tradición y  representaba en el mundo europeo, el principio opuesto, la  dominación de la verdad del Sur. En la confusión que se  manifestará en los símbolos, la Iglesia, al mismo tiempo que se  arrogaba, en relación al Imperio, el símbolo del Sol en relación  a la Luna, adoptaba por si misma el símbolo de la Madre, y  consideraba al Emperador como uno de sus hijos. En el ideal de  supremacía guelfo se expresa pues un retorno a la antigua visión  ginecocrática: la autoridad, la superioridad y el derecho  la  dominación espiritual del principio materno sobre el masculino,  ligado a la realidad temporal y caduca.

Es así como se efectúa la traslación. La idea romana fue  recuperada por razas puras de origen nórdico, a quienes la  migración había llevado hasta el espacio de la civilización  romana. Es ahora el elemento germánico quien defenderá la idea  imperial contra la Iglesia, que despertará a una vida nueva la  fuerza formadora de la antigua romanitas. Y es así como surgen,  con el Sacro Imperio romano y la civilización feudal, las dos  últimos grandes manifestaciones tradicionales que conoció  Occidente.

Los germanos del tiempo de Tácito aparecían como linajes muy  próximos a los aqueos, paleo‑iranios, paleo‑romanos y nórdico‑  arios en general que se habían conservado, en más de un aspecto ‑  a partir del plano racial‑ en un estado de pureza "prehistórica".  Es la razón por la cual pudieron aparecer como "bárbaros", al  igual que más tarde los godos, lombardos, burgundios, francos, a  lo ojos de una "civilización"  que, "desanimada" en sus  estrucuras juridico‑administrativas y, habiéndose entregado a  formas "afrodíticas" de refinamiento hedonista‑ciudadano, de  intelectualismo, esteticismo y disolución cosmopolita, no  representaba más que la decadencia. En la rudeza de sus  costumbres se expresaba sin embargo una existencia forjada por  los principios de honor, de fidelidad y orgullo. Era precisamente  este elemento "bárbaro" el que representaba la fuerza vital, cuya  ausencia había sido una de las principales causas de la  decadencia romana y bizantina.

Considerar a los germanos como "razas jóvenes" representa pues  uno de los errores desde un punto de vista al cual escapa el  carácter de la alta antiguedad. Estas razas no eran jóvenes más  que en el sentido de la juventud que confiere el mantenimiento de  un contacto con los orígenes. En realidad, descendían de capas  que fueron las últimas en abandonar las regiones árticas y se  encontraron, por ello, preservadas de las  mezclas y alteraciones  sufridas por los pueblos vecinos que habían abandonado estas  regiones en una época muy anterior. Tal había sido el caso de las  capas peleo‑indo‑europeas establecidas en el Mediterréneo  prehistórico.

Los pueblos nórdico‑germánicos, a parte de su ethos, aportaban  también en sus mitos las huellas de una tradición derivada  directamente de la tradición primordial. Ciertamente, cuando  aparecieron como fuerzas determinantes sobre la escena de la gran  historia europea, habían perdido prácticamente el recuerdo de sus  orígenes y esta tradición no subsistió más que bajo forma de  residuos fragmentarios, frecuentemente alterados y  "primitivizados", pero esto no les impedía continuar aportando, a  título de herencia más profunda, las potencialidades y la visión  innata del mundo a partir de la cual se desarrollan los ciclos  "heroicos".

En efecto, el mito de los Eddas conocía tanto el destino de la  caida como la volunad heroica que se le opone. En las partes más  antiguas de este mito persiste el recuerdo de una congelación que  detiene las doce "corrientes" que parten del centro primordial,  luminoso y ardiente, del Muspensheim, situado "en el extremo de  la tierra", centro que corresponde al airyanemvaëjo, la  Hiperbórea irania, la isla radiante del norte de los hindúes y de  las otras representaciones del lugar de la "edad de oro" (4). Se  trata de la "Isla Verde" (5) que flota sobre el abismo, rodeado  por el océano; es aquí donde se situaría el principio de la caida  y de los tiempos oscuros y trágicos, porque la corriente cálida  del Muspelheim reencuentra la corriente helada del Huerghmir (las  aguas, en este género de mitos tradicionales, significaban la  fuerza que da la vida a los hombres y a las razas).  Y al igual  que en el Avesta el invierno helado y tenebroso que vuelve  desierto el airyanem‑vaêjo, fue considerado como un acto del dios  enemigo contra la creación luminosa, como en el mito del Edda  puede ser considerado como alusión a una alteración que favoreció  el nuevo ciclo. La alusión a una generación de gigantes y seres  elementales telúricos, de criaturas resucitadas en el hielo por  la corriente cálida y contra las cuales luchará la raza de los  Ases (6) viene en apoyo de esta interpretación.

A la enseñanza tradicional relativa a la caida que  prosigue a  través de las cuatro edades del mundo, corresponde, en el Edda,  el conocido tema del rakna‑rökkr, el "destino" u "oscurecimiento"   de los dioses. Esto ocurre en un mundo en lucha, dominado por la  dualidad. Esotéricamente, este "oscurecimiento" concierne  metafóricamente a los dioses. Se trata ante todo del  oscurecimiento de los dioses en la conciencia humana. Es el  hombre quien, progresivamente pierde a los dioses, es decir las  posibilidades de contacto con ellos. Sin embargo este destino  puede ser eludido durante largo tiempo en tanto sea mantenido, en  su pureza, el depósito de este elemento primordial y simbólico,  del que había ya hecho, en la región original del Asgard, el  "palacio de los héroes", la sala de los doce tronos de Odín: el  oro. Pero este oro que podía ser un principio de salvación en  tanto que no ha sido tocado por la raza elemental, ni por el  hombre, cae finalmente en poder de Alberic, rey de los seres  subterráneos, que se convertirán en los Nibelungos en la  redacción mas tardía del mito. Se trata manifiestamente aquí de  un eco de lo que corresponde, en otras tradiciones, al  advenimiento de la edad de bronce, al ciclo de la usurpación  titánico‑prometeica, en la época prediluviana de los Nephelin. No  está quizás carente de relación con una involución telúrica y  mágica, en el sentido inferior del término, de los cultos  precedentes (7).

En frente, se encuentra el mundo de los Ases, divinidades  nórdico‑germánicas que encarnan el principio uranio bajo su  aspecto guerrero. Es Donnar‑Thor, exterminador de Thym e Hymir,  "el más fuerte entre los fuertes", el "irremisible", el señor del  "asilo contra el terror" cuya arma terrible, el doble martillo  Mjölnir, es, al mismo tiempo una variante del hacha simbólica  hiperbórea bicúspide y un signo de la fuerza‑rayo propia de los  dioses uranios del ciclo ario. Es Wotan‑Odín, aquel que concede  la victoria y posee la sabiduría, el dueño de las fórmulas  mágicas todopoderosas que no son comunicadas a ninguna mujer, ni  siquiera a una hija del rey, el Aguila, huesped de los héroes  inmortalizados que las Walkirias elijen sobre los campos de  batalla y a quienes hacen sus hijos (8); aquel que da a los  nobles "de este espíritu que vive y no perece, incluso cuando el  cuerpo se disuelve en la tierra" (9); aquel al cual, por otra  parte, los linajes reales remiten su origen. Es Tyr‑Tiuz, dios de  las batallas y, al mismo tiempo, dios del día, del cielo solar  irradiante, al cual se asocia la runa,   Y, que corresponde al  signo muy antiguo, nórdico‑atlántico, del "hombre cósmico con los  brazos alzados" (10).

Uno de los temas de los ciclos "heroicos" aparece en la leyenda  relativa al linaje de los Wölsungen, engendrado por la unión de  un dios con una mujer. De esta raza nacerá Sigmund, que se  apropiará de la espada clavada en el Arbol divino; luego, el  héroe Sigurd‑Siegfried, que se vuelve dueño del oro caido en las  manos de los Nibelungos, mata al dragon Fafnir, variante de la  serpiente Nidhögg, que roe las raices del árbol divino Yggdrassil  (a la caida del cual se hundirá también la raza de los dioses) y  personifica así la fuerza oscura de la decadencia. Si el mismo  Sigurd es finalmente muerto a traición, y el oro restituido a las  aguas, no es menos cierto que el héroe posee la Tarnkappe, es  decir, el poder simbólico que hace pasar lo corporal a lo  invisible, el héroe predestinado a la posesión de la mujer divina  (Brunhilde como reina de la isla septentriotal) sea bajo la forma  de Walkiria, virgen guerrera pasada de la sede celeste a la   terrestre.

Los más antiguos linajes nórdicos consideraron como su patria de  origen Gardarika, tierra situada en el extremo norte. Incluso aun  cuando este país no fuera considerado mas que como una simple  región de Escandinavia, seguiría asociado al recuerdo de la  función "polar" del Mitgard, del "centro" primordial:  transposición de recuerdos y tránsitos de lo físico a lo  metafísico, en virtud de los cuales Gardarika fue,  correlativamente, considerada también como idéntica al Asgard. Es  en el Asgard donde habrían vivido los antepasados no‑humanos de  las familias nobles nórdicas y algunos reyes sagrados  escandinavos, que como Gilfir, habrían ido allí para anunciar su  poder y recibir la enseñanza tradicional del Eda. Pero el Asgard  es también la tierra sagrada ‑keilakt land‑ la región de los  olímpicos nórdicos y de los Ases, prohibida a la raza de los  gigantes.

Estos temas eran pues propios de la herencia tradicional de los  pueblos nórdico‑germánicos. En su visión del mundo, la percepción  de la fatalidad de la decadencia, de los ragna‑rökk, se unía a  ideales y a representaciones de dioses típicos de los ciclos  "heroicos". Más tarde, sin embargo, esta herencia, tal como hemos  dicho, se convirtió en subconsciente, el elemento sobrenatural se  encontró velado en relación a los elementos secundarios y  bastardos del mito y de la leyenda, y con él, el elemento  universal contenido en la idea del Asgard‑Mitgard, "centro del  mundo".

El contacto de los pueblo germánicos con el mundo romano‑  cristiano tuvo una doble consecuencia.

De una parte, si su descenso terminó por trastornar, en el curso  de un primer momento, el aparato material del Imperio, se  tradujo, interiormente, en una aportación vivificante, gracias a  la cual debían ser realizadas las condiciones necesarias para una  civilización nueva y viril, destinada a reafirmar el símbolo  romano. Fue en el mismo sentido que se operó igualmente una  rectificación esencial del cristianismo e incluso del  catolicismo, sobre todo en lo que concierne a la visión general  de la vida.

Por otra parte, la idea de la universalidad romana, al igual que  el principio cristiano, bajo su aspecto genérico de afirmación de  un orden sobrenatural, produjeron un despertar más alto de la  vocación de los linajes nórdico‑germánicos, y sirvieron para  integrar sobre un plano más elevado y  hacer vivir en una forma  nueva lo que se había materializado y particularizado  frecuentemente entre ellos bajo la forma de tradiciones propias a  cada una de las razas (11). La "conversión" en lugar de  desnaturalizar sus fuerzas, las purificó y volvió precisamente  aptas para recuperar la idea imperial romana.

La coronación del rey de los francos comportaba ya la fórmula:  Renovatio romani Imperii; además,  una vez fue asumida Roma como  fuente simbólica de su imperium y de su derecho, los principes  germánicos debieron finalmente agruparse contra la pretensión  hegemónica de la Iglesia y convertirse en el centro de una gran  corriente nueva, tendiente a una restauración tradicional.

Desde el punto de vista político, el ethos innato de las razas  germánicas dió a la realidad imperial un carácter viviente, firme  y diferenciado. La vida de las antiguas sociedades nórdico‑  germánicas se fundaba sobre los tres principios de personalidad,  libertad y fidelidad. El sentido de la comunidad indiferenciada  les era completamente ajeno así como la incapacidad del individuo  para valorizarse fuera de los marcos de una institución  abstracta. La libertad es aquí, para el individuo, la medida de  la nobleza. Pero esta libertad no es anárquica e individualista;  es capaz de una entrega trascendente de la persona, conoce el  valor transfigurante de la fidelidad hacia aquel que es digno y  al cual se somete voluntariamente. Es así como se formaron grupos  de fieles en torno a jefes a los cuales podía aplicarse la  antigua fórmula: "La suprema nobleza del Emperador romano es ser,  no un propietario de esclavos, sino señor de hombres libres, que  ama la libertad incluso de aquellos que le sirven". Conforme a la  antigua concepción aristocrática romana, el Estado tenía por  centro el consejo de jefes, cada uno libre, señor en su tierra,  jefe del grupo de sus fieles. Más allá de este consejo, la unidad  del Estado y, en cierta forma, su aspecto suprapolítico, estaba  encarnado por el rey, en tanto que pertenecía ‑a diferencia de  los meros jefes militares‑ a un linaje de origen divino: entre  los godos, los reyes eran frecuentemente designados bajo el  nombre de amales, los "celestes", los "puros". Originariamente, la  unidad material de la nación se manifestaba solamente con ocasión  de una acción, de la realización de un fin común, particularmente  de conquista o defensa. Es en este caso solamente como funcionaba  una institución nueva. Junto al rex, era elegido un jefe, dux o  heretigo, y una jerarquía rígida se formaba expontáneamente, el  señor libre se convertía en hombre del jefe, cuya autoridad  llegaba incluso hasta la posibilidad de quitarle la vida si  faltaba a los deberes que había asumido. "El príncipe lucha por  la victoria, el sujeto por su príncipe". Protegerlo, considerarlo  como la esencia misma del deber de fidelidad "ofrecer en honor  del jefe sus propios gestos heroicos", tal era, ya según Tácito  (12), el principio. Una vez finalizada la empresa, se recuperaban  la independencia y la pluralidad originales.

Los condes escandinavos llamaban a su jefe "el enemigo del oro"  porque en su calidad de jefe, no debía guardar nada para él y  también "el anfitrión de los héroes" por que constituía para él  un honor acoger en su casa, casi como a sus padres, a sus  guerreros fieles, sus compañeros y sus pares. Entre los francos  también, antes de Carlomagno, la adhesión a una iniciativa era  libre: el rey invitaba, o procedía a realizar un llamamiento, o  bien los príncipes mismos proponían la acción, pero no existía en  todo caso ningún "deber", ni "servicio" impersonal: por todas  partes reinaban relaciones libres, fuertemente personalizadas, de  mando y obediencia, de entente, fidelidad y honor (13). La noción  de libre personalidad se convertía así en la base fundamental de  toda unidad y jerarquía. Tal fue el gérmen "nórdico" de donde  pudo nacer el régimen feudal, sustrato de la nueva idea imperial.

El desarrollo que desembocó en este régimen derivó de la  asimilación de la idea de rey con la de jefe. El rey va ahora a  encarnar la unidad del grupo incluso en tiempos de paz. Esto fue  posible por el reforzamiento y la extensión del principio  guerrero de la fidelidad a los tiempos de paz. En torno al rey se  formó una cohorte de fieles (los huskarlar nórdicos, los  gasindii, longobardos, los gardingis y los palatinos góticos, los  antrustiones o convivae regis francos, etc.) hombres libres, que  consideraban que el hecho de servir a su señor y defender su  honor y su derecho, como un privilegio y como una manera de  acceder a un modo de ser más elevado que aquel que les dejaba, en  el fondo, el principio y fin de si mismos (14). La constitución  feudal se realiza gracias a la aplicación progresiva de este  principio, aparecido originalmente entre la realeza franca, a los  diferentes elementos de la comunidad.

Con el período de las conquistas se afirma un segundo aspecto del  derecho en cuestión: la asignación, a título de feudo, de tierras  conquistadas, con la contrapartida del compromiso de fidelidad.  En un espacio que desbordaba el de una nación determinada, la  nobleza franca, irradiando, sirvió de factor en cohesión y  unificación. Teóricamente, este desarrollo parece traducirse por  una alteración de la constitución precedente; el señorío aparece  condicionado; es un beneficio real que implica la lealtad y el  servicio. Pero, en la práctica, el régimen feudal corresponde a  un principio, no a una realidad cristalizada; reposa sobre la  noción general de una ley orgánica de orden, que deja un campo  considerable al dinamismo de las fuerzas libres, alineadas, unas  junto a otras, o unas contra otras, sin atenuaciones ni  alteraciones ‑el sujeto frente al señor, el señor frente al  señor‑ de forma que todo ‑libertad, honor, gloria, destino,  propiedad‑ se funda sobre el valor y el factor personal y nada, o  casi nada, sobre un elemento colectivo, un poder público o una  ley abstracta. Como se ha señalado justamente, el carácter  fundamental y distintivo de la realeza no fue, en el régimen  feudal de los orígenes, el de un poder "público", sino el de  fuerzas en presencia de otras fuerzas, cada una responsable  respecto a sí misma de su autoridad y su dignidad. Tal es la  razón por la cual esta situación presenta a menudo más similitud  con el estado de guerra que con el de "sociedad" pero es también  por ello que comporta ‑eminentemente‑ una diferenciación precisa  de las energías. Jamás, quizás, el hombre se ha visto tratado más  duramente como bajo el régimen feudal y sin embargo este régimen  fue, no solo para los feudatarios, obligados a velar por sí  mismos y continuamente por sus derechos y su prestigio, sino para  los sujetos también, una escuela de independencia y de virilidad  antes que de servilismo. Las relaciones de fidelidad y de honor  alcanzaron un carácter absoluto y un grado de pureza que no  fueron alcanzados en ninguna otra época en la historia de  Occidente (15).

De forma general, cada uno pudo encontrar, en esta nueva  sociedad, tras la promiscuidad del Bajo Imperio y el caos del  período de las invasiones, el lugar conforme a su naturaleza, tal  como ocurre cada vez que existe un centro inmaterial de  cristalización en la organización social. Por última vez en  Occidente, la división social tradicional en siervos, burgueses,  nobleza guerrera y representantes de la autoridad espiritual (el  clero desde el punto de vista guelfo, las órdenes ascético‑  caballerescas desde el punto de vista gibelino) se constituye de  una forma casi expontánea y se estabiliza.

El mundo feudal de la personalidad y de la acción no agotaba, sin  embargo, las posibilidades más profundas del hombre medieval. La  prueba de esto es que su fides supo también desarrollarse bajo  una forma, sublimada y purificada en lo universal, teniendo por  centro el principio del Imperio, sentido como una realidad ya  supra‑política, como una institución de origen sobrenatural  formando un poder único con el reino divino. Mientras que  continuaban actuando en su espíritu formador unidades feudales y  reales particulares, tenía como cúspide al emperador, que no era  simplemente un hombre, sino más bien, según las expresiones  características, deus‑homo totus deificatus et sanctificatus,  adorandum quia praesul princeps et summus est (16). El emperador  encarnaba también, en sentido eminente, una función de "centro" y  pedía a los pueblos y a los príncipes, contemplando la  realización de una unidad europea tradicional superior, un  reconocimiento de naturaleza tan espiritual como el   que la  Iglesia pretendía para sí misma. Y al igual que dos soles no  pueden coexistir en un mismo sistema planetario, imagen que a  menudo fue aplicada a la dualidad Iglesia‑Imperio, así mismo el  contraste entre estos dos poderes universales, referencias  supremas de la gran ordinatio ad unum del mundo feudal, no debía  tardar en estallar.

Ciertamente, de una y otra parte, los compromisos no faltaron,  como tampoco las concesiones más o menos conscientes al principio  opuesto. Sin embargo, el sentido de este contraste escapa a  quien, deteniéndose en las apariencias y en todo lo que no se  presenta, metafísicamente, más que como una simple causa  ocasional, no ve más que una competición política, un conflicto  de intereses y ambiciones y no una lucha a la vez material y  espiritual, y considera este conflicto como el de dos adversarios  que se disputan la misma cosa, que reivindican cada uno para sí  la prerrogativa de un mismo tipo de poder universal. A través de  esta lucha se manifiesta por el contario el contraste entre dos  puntos de vista incompatibles, lo que nos remite de nuevo a las  antítesis del Norte y del Sur, de la espiritualidad solar y de la  espiritualidad lunar. A la idea universal de tipo "religioso" de  la Iglesia, se opone el ideal imperial, marcado por una secreta  tendencia a reconstruir la unidad de los dos poderes, el  religioso y el hierático, lo sagrado y lo viril. Aunque la idea  imperial, en sus manifestaciondes exteriores, se limitara  frecuentemente a reivindicar el dominio del corpus y de la ordo  del universo medieval; aunque solo fue en teoría,de hecho los  Emperadores encarnaron la lex viva y estuvieran a la altura de  una ascesis de la potencia (17), mientras, se retornó a  la idea de la "realeza sagrada" sobre el plano universal. Y aquí  donde la historia no indica más que implícitamente esta  aspiración superior, es el mito quien habla: el mito que, aquí  también, no se opone a la historia, sino que la completa,  revelando una dimensión en profundidad. Ya hemos visto que en la  leyenda imperial medieval figuran numerosos elementos que se  alinean más o menos directamente con la idea del "Centro"  supremo. A tavés de los símbolos variados, hacen alusiones a una  relación misteriosa entre este centro y la autoridad universal y  la legitimidad del emperador gibelino. Al Emperador se han  transmitido los objetos emblemáticos de la realeza iniciática y  se le aplica el tema del héroe "jamas muerto", oculto en la  "montaña" o en una región subterránea. En él se presenta la  fuerza que debería despertarse al final de un ciclo, hacer  florecer el Arbol Seco, librar la última batalla contra la  invasión de los pueblos de Gog y Magog. Es sobre todo a propósito  de los Hohenstaufen que se afirma la idea de un "linaje divino" y  "romano", que no solo detentaba el regnum, sino era capaz de  penetrar en los misterios de Dios, que los otros pueden solamente  presentir a través de imágenes (18). Todo esto tiene pues como  contrapartida la espiritualidad secreta, de la que ya hemos  hablado (I, 14), que fue propia de la otra culminación del mundo  feudal y gibelino, la caballería.

Formando la caballería de su propia sustancia, el mundo de la  edad media demostró de nuevo la eficiencia de un principio  superior. La caballería fue el complemento natural de la idea  imperial, respecto a la cual se encuentra en la misma relación  que el clero en relación a la Iglesia. Fue como una especie de  "raza del espíritu", en la formación de la cual la raza de la  sangre tuvo una parte en absoluto despreciable: el elemento  nórdico‑ario se purificó en un tipo y un ideal de valor  universal, análogo al que había representado en el origen, en el  mundo, el civis romanus.

Pero la caballería permitió también constatar hasta qué punto los  temas fundamentales del cristianismo evangélico habían sido  superados y en que amplia medida la Iglesia se vió obligada a  sancionar, o, al menos, tolerar, un conjunto de principios,  valores y costumbres prácticamente irreductibles al espíritu de  sus orígenes. Habiéndonos referido a la cuestión en la primera  parte de esta obra, nos contentaremos con recordar aquí algunos  principios fundamentales.

Tomando por ideal el héroe antes que el santo, el vencedor antes  que el martir, situando la suma de todos los valores en la  fidelidad y en el honor antes que en la caridad y la humildad;  considerando la dejadez y la vergüenza como un mal peor que el  pecado; no respetando en absoluto la regla que quiere que no se  resista al mal y que se devuelva bien por mal; aprestándose,  antes bien, a castigar al injusto y al malvado; excluyendo de sus  filas a quien siguiera literalmente el precepto cristiano de "no  matar"; teniendo por principio no amar al enemigo, sino  combatirlo y no ser magnánimo con él hasta haberlo vencido (19),  la caballería afirma, casi sin alteración, una ética nórdico‑aria  en el seno de un mundo que no era más que nominalmente cristiano.

De otra parte, la "prueba de las armas", la solución de todo  problema por la fuerza, considerada como una virtud confiada por  Dios al hombre para hacer triunfar la justicia, la verdad y el  derecho sobre la tierra, aparece como una idea fundamental que se  extiende del dominio del honor y del derecho feudal hasta el  dominio teológico, pues la experiencia de las armas y la "prueba  de Dios" fue propuesta incluso en materia de fé. Esta idea no es  en absoluto cristiana; se  refiere, más bien, a la doctrina  mística de la "victoria" que ignora el dualismo propio a las  concepciones religiosas, une el espíritu y la potencia, y vé en  la victoria una especie de consagración divina. La interpretación  teista atenuada según la cual, en la Edad Media, se pensaba en  una intervención directa de un Dios concebido como persona, no  resta nada al espíritu íntimo de estas costumbres.

Si el mundo caballeresco profesó igualmente la "fidelidad" a la  Iglesia, muchos elementos hacen pensar que se trataba aquí de una  sumisión muy próxima a la que era profesada en relación a los  diversos ideales y respecto a las "damas" a las cuales el  caballero se volcaba impersonalmente, ya que para él, por su vía,  solo era decisiva la capacidad genérica de la subordinación  heroica de la felicidad y de la vida, no el problema de la fé en  el sentido específico y teológico. En fin, ya hemos visto que la  caballería, al igual que las Cruzadas, poseyó, además de su  aspecto exterior, un aspecto interior, esotérico.

Por lo que respecta a la caballería, ya hemos dicho que tuvo sus  "Misterios". Conoció un Temple que no se identificaba pura y  simplemente con la Iglesia de Roma. Tuvo toda una literatura y  ciclos de leyendas, donde revivieron antiguas tradiciones  precristianas: característico entre todos es el ciclo del Graal,  en razón de la interferencia del tema de la reintegración  heróico‑iniciática con la misión de restaurar un reino caido  (20). Se forjó un lenguaje secreto, bajo el cual se escondía a  menudo una hostilidad marcada contra la Curia romana. Incluso en  las grandes órdenes caballerescas históricas, donde se  manifiestaba netamente una tendencia a reconstituir la unidad del  tipo guerrero y la del asceta, corrientes subterráneas actuaron  que, allí donde afloraron, atrajeron sobre estas órdenes la  legítima sospecha e, incluso amenudo, la persecución de las  representantes de la religión dominante. En realidad, en la  caballería, actuó igualmente un impulso hacia una reconstitución  "tradicional" en el sentido más elevado, implicando la superación  tácita o explícita del espíritu religioso cristiano (se recuerda  el rito simbólico del rechazo de la Cruz entre los Templarios). Y  todo esto tenía como centro ideal el Imperio. Fue así como  surgieron incluso leyendas, recuperando el tema del Arbol Seco,  donde la refloración de este árbol coincide con la intervención  de un emperador que declarará la guerra al Clero, hasta el punto  de que en ocasiones ‑por ejemplo en el Compendium Theologiae‑ se  llegará a atribuirle los rasgos del Anticristo: oscura expresión  de la sensación de una espiritualidad irreductible a la  espiritualidad cristiana.

En la época en que la victoria parecía sonreir a Federico II, ya  las profecías populares anunciaban: "El alto cedro del Líbano  será cortado. ¡No habrá más que un solo Dios, es decir, un  monarca! ¡Maldito sea el clero! Si cae, un nuevo orden está  presto" (22).

Con ocasión de las cruzadas, por primera y última vez en la  Europa post‑romana, se realizó, sobre el plano de la acción, por  un maravillso impulso y como en una misteriosa repetición del  gran movimiento histórico del Norte al Sur y de Occidente hacia  Oriente, el ideal de la unidad de las naciones representada, en  tiempos de paz, por el Imperio. Ya hemos dicho que el análisis de  las fuerzas profundas que determinaron y dirigieron las cruzadas,  no sirven para confirmar los puntos de vista propios de una  historia bidimensional. En el flujo en dirección a Jerusalèn se  manifestó a menudo una corriente oculta contra la Roma papal que,  sin saberlo, Roma misma alimentó, de la cual la caballería era la  milicia, el ideal heroico‑gibelino la fuerza más viviente y que  debía concluir con un Emperador que Gregorio IX estigmatizó como  aquel que "amenaza con sustituir la fé cristiana por los antiguos  ritos de los pueblos paganos y, sentándose en el templo, usurpa  las funciones del sacerdocio". La figura de Godofredo de Bouillon  ‑este representante tan característico de la caballería cruzada,  llamado lux monachorum (lo que atestigua de nuevo la unidad del  principio ascético y del principio guerrero propio a esta  aristocracia caballeresca)‑ es la de un príncipe gibelino que no  asciende al trono de Jerusalén más que tras haber llevado a Roma  el hierro y el fuego, tras haber matado con sus manos al  anticésar Rodolfo de Rhinfeld y haber expulsado al papa de la  ciudad santa (24). Además, la leyenda establece un parentesco  significativo entre este rey de los cruzados y el mítico  caballero del cisne ‑el Helias francés, el Lohengrin germánico  (25)‑ que encarna a su vez símbolos imperiales romanos (su lazo  genealógico simbólico con el mismo César), solares (relación  etimológicaposible entre Helias, Helios, Elías) e hiperbóreos (el  cisne que lleva a Lohengrin a la "región celeste" es también el  animal emblemático de Apolo entre los hiperbóreos y es un tema  que se reencuentra frecuentemente en los vestigios paleográficos del culto nórdico‑ario). De estos elementos históricos y míticos  resulta que sobre el plano de las Cruzadas, Godofredo de Bouillon  representa, también, un símbolo del sentido de esta fuerza  secreta en la que no hay que ver, en la lucha política de los  emperadores teutónicos e incluso en la victoria de Otón I, más  que una manifestación exterior y contingente.

La ética caballeresca y la articulación del régimen feudal, tan  alejados del ideal "social" de la Iglesia de los orígenes, el  principio resucitado de una casta guerrera ascética y  sacralmente reintegrada, el ideal secreto del imperio y de las  cruzadas, imponen pues a la influencia cristiana sólidos límites.  La Iglesia los acepta en parte: se deja dominar ‑se "romaniza"‑  para poder dominar, para poder mantenerse en la cresta de la ola.  Pero resiste en parte, quiere erosionar la cúspide, dominar el  Imperio. La ruptura subsiste. Las fuerzas suscitadas escapan aquí  y allí a las manos de sus evocadores. Luego ambos adversarios se  separan y desprenden de la lucha y uno y otro emprenden la senda  de una decadencia similar. La tensión hacia la síntesis  espiritual se aminora. La iglesia renunciará cada vez más a la  pretensión real, y la realeza a la aspiración espiritual. Tras la  civilización gibelina ‑espléndida primavera de Europa,  estrangulada en su nacimiento‑ el proceso de caida se afirmará a  partir de entonces sin encontrar obstáculos.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 10. Síncope de la tradición original. El cristianismo de los orígenes

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 10. Síncope de la tradición original. El cristianismo de los orígenes

Biblioteca Julius Evola.- El título de este capítulo es suficientemente significativo. En él Evola aborda la naturaleza del cristianismo, definiéndola como contraria a la tradición y uno de los factores esenciales que provocaron el síncope de la tradicion romana. No será la única ocasión que Evola aborde el tema del cristianismo y su papel en la historia, sin embargo, es la única vez que encuadra el cristianismo dentro del contexto que le es propio: como una corriente de la espiritualidad del "sur". Sin embargo, hay que precisar que Evola se está refiriendo al "cristianismo primitivo". Su opinión en relación al catolicismo será diferente.

 

10

SINCOPE DE LA TRADICION ORIGINAL. EL CRISTIANISMO DE LOS ORIGENES

Es a partir de este momento cuando se inicia la pendiente. 

En lo que precede, hemos subrayado los factores que en Roma  jugaron el papel de  fuerza central, en un desarrollo complejo,  en el que otros elementos heterogéneos no pudieron influir más  que de una forma fragmentaria, frente a lo que, actuando tras los  bastidores de lo humano, dio a Roma su fisonomía específica.

Esta Roma aria que se había emancipado de sus raíces aborígenes  atlantes y etrusco‑pelasgas, que había destruido, uno a uno, los  grandes centros de la civilización meridional, que había  despreciado las filosofías griegas y colocado en el índice a los  pitagoricos, que, finalmente, había proscrito las bacanales y  reaccionado contra las primeras vanguardias de las divinidades  alejandrinas (persecuciones del 59, 58, 53, 50 y 40 antes de  J.C.), la Roma sagrada, patricia y viril del jus, del fas y del  mos está sometida en una medida creciente a la invasión de cultos  asiáticos desordenados, que se insinúan rápidamente en la vida  del Imperio, alterando sus estructuras. Se encuentran en este  proceso los símbolos de la Madre, todas las variedades de las  divinidades místico‑panteistas del Sur en sus formas más  bastardas y alejadas de la claridad demetríaca de los orígenes,  asociadas a la corrupción de las costumbres y de la virtus romana  íntima, y, más aún, con la corrupción de las instituciones. Este  proceso de desagregación terminó por alcanzar a la misma idea  imperial, cuyo contenido sagrado se mantuvo, pero solo como un  símbolo, arrastrado por una corriente turbulenta y caótica, como  un carisma al cual apenas corresponde la dignidad de aquellos a  los que unge. Histórica y políticamente, los representantes  mismos del Imperio trabajaban en este momento en una dirección  opuesta a la que hubiera precisado su defensa, su reafirmación en  tanto que orden sólido y orgánico. En lugar de reaccionar,  seleccionar, reunir los elementos supervivientes de la "raza de  Roma" en el centro del Estado, para afrontar como convenía el  choque de las fuerzas que afluían al Imperio, los Césares se  entregaron a una obra de centralización absolutista y niveladora.  El Senado perdió su autoridad y terminó por abolir la distinción  entre ciudadanos romanos, ciudadanos latinos y la masa de otros  sujetos, concediéndoles indistintamente la ciudadanía romana. Y  se pensó que un despotismo apoyado sobre la dictadura militar,  combinada con una estructura burocrático‑administrativa sin alma  podía mantener el ecumene romano, prácticamente reducido a una  masa desarticulada y cosmopolita. La aparición esporádica de  figuras que poseyeron los rasgos de la grandeza evocadora de la  antigua dignidad romana, que encarnaron, de alguna manera,  fragmentos de la naturaleza sideral y de la cualidad "pétrea",  que conservaron la comprensión de lo que había sido la sabiduría  y recibieron en ocasiones, hasta el emperador Juliano, la  consagración iniciática, no pudo oponer nada decisivo al proceso  general de la decadencia.

El período imperial hace aparecer, en su desarrollo, esta  dualidad contradictoria: de un lado una teología, una metafísica  y una liturgia de la soberanía que tomaron una forma cada vez más  precisa. Se continúa haciendo referencia a una nueva edad de oro.  Cada César es aclamado con la expentate veni; su aparición tiene  el carácter de un hecho místico ‑adventus augusti‑ marcada por  prodigios en el orden mismo de la naturaleza, al igual que signos  nefastos acompañan su decadencia. Es redditer lucis aeternae  (Constancio Cloro), es el nuevo pontifex maximus, aquel que ha  recibido del dios olímpico el imperio universal simbolizado por  una esfera. Es a él a quien pertenece la corona irradiante del  sol y el cetro del rey del cielo. Sus leyes son consideradas como  santas y divinas. Incluso en el Senado, el ceremonial que le está  consagrado tiene un carácter litúrgico. Su imagen es adorada en  los templos de las diferentes provincias, incluso figura en las  enseñas de las legiones, como punto de referencia de la fides y  del culto de los soldados y símbolo de la unidad del Imperio (1).

Pero esto es como una veta de lo alto, un eje de luz en medio de  un conjunto demoníaco, donde todas las pasiones, el asesinato, la  crueldad, la traición se desencadenan poco a poco en proporciones  más que humanas: un trasfondo que se convierte en cada vez más  trágico, sangriento y desgarrador a medida que avanza el bajo  Imperio, a pesar de la aparición esporádica de jefes duramente  templados, capaces, a pesar de todo, de imponerse en un mundo que  vacila y se derrumba. Era inevitable, en estas condiciones que  llegara el momento en que la función imperial, en el fondo, no  sobreviviera más que como una sombra de sí misma. Roma le sigue  siendo fiel, casi desesperadamente, en un mundo sacudido por  terribles convulsiones. Pero, en realidad, el trono estaba vacío.

A todo esto debía añadirse la acción del cristianismo.

Si bien no debe ignorarse la complejidad y heterogeneidad de los  elementos presentes en el cristianismo de los orígenes, no se  puede sin embargo desconocer la antítesis existente entre las  fuerzas y el pathos que predominaron en él y el espíritu ario de  la romanidad originaria. No se trata ya, en esta segunda parte de  nuestra obra, de aislar los elementos tradicionales presentes en  las diversas civilizaciones históricas: se trata más bien de  descubrir que funciones han realizado, según que espíritu han  actuado, las corrientes históricas contempladas en su conjunto.  Así, la presencia de algunos elementos tradicionales en el  cristianismo (y luego, en una mayor medida, en el catolicismo) no  debe impedir reconocer el carácter destructor propio a estas dos  corrientes.

En lo que concierne al cristianismo, se conoce ya la  espiritualidad equívoca propia a la rama del hebraismo de la que  originariamente nació, así como a los cultos asiáticos de la  decadencia, que facilitaron la expansión de la nueva fé más allá  de su centro de origen.

Por lo que se refiere al primer punto, el antecedente imnediato  del cristianismo no es el hebraismo tradicional, sino más bien el  profetismo y otras corrientes análogas, donde preponderaron las  nociones de pecado y expiación, donde se expresa una forma  desesperada de espiritualidad, y se sustituye el tipo guerrero  del Mesias, emanación del "Dios de los ejércitos", con el tipo de  "Hijo del Hombre" predestinado para servir de víctima expiatoria,  el perseguido, la esperanza de los afligidos y de los marginados,  objeto de un impulso confuso y extático del alma. Se sabe que es  precisamente en un ambiente saturado por este pathos mesiánico,  transformado en pandémico por la predicación profética y por los  diferentes apocalipsis, que la figura de Jesucristo cobró forma y  desarrolló su poder. Es concentrándose en ella como figura del  Salvador, rompiendo con la "Ley", es decir, la ortodoxia  hebraica, como el cristianismo, en realidad, debía recuperar los  temas típicos del alma semita en general, que ya hemos tenido  ocasión de analizar: temas característicos de un tipo humano  desgarrado y particularmente adecuado para actuar como un virus  antitradicional, sobre todo frente a una tradición como la  romana. Con el paulismo, estos elementos fueron, de alguna  manera, universalizados y puestos a actuar independientemente de  sus orígenes.

En cuanto al orfismo, favoreció la aceptación del cristianismo en  diversas zonas del mundo antiguo, no en tanto que antigua  doctrina iniciática de los Misterios, sino como profanación de  esta, solidaria con el ascenso de los cultos de la decadencia  mediterránea, donde había cobrado forma igualmente la idea de  "salvación", en el sentido simplemente religioso del término, y  se había afirmado el ideal de una religión abierta a todos, ajena  a todo concepto de raza,  tradición y casta, es decir,  dedicada, de hecho, a aquellos que no tienen ni raza, ni  tradición, ni casta. En esta masa, junto a la influencia de los  cultos universalistas de procedencia oriental, se intensificó una  especie de necesidad confusa que fue creciendo hasta el momento  en que el cristianismo jugó, por así decirlo, el papel de  catalizador y  centro de cristalización, de aquello que saturaba  la atmósfera. Y no se trató ya a partir de ese momento, de una  influencia confusa, sino de una fuerza precisa frente a otra  fuerza.

Doctrinalmente el cristianismo se presenta como una forma  desesperada de dioninismo. Habiéndose formado esencialmente en  vistas de adaptarse a un tipo humano roto, utilizó como palanca  la parte irracional del ser y, en lugar de las vías de elevación  "heróica", sapiencial e iniciática, afirmó como medio fundamental  la fe, un impulso del alma agitada y trastornada, desplazada  confusamente hacia lo suprasensible. A través de sugestiones  relativas a la llegada inminente del Reino, mediante imágenes  evocadoras de una alternativa de salvación o condenación eterna,  el cristianismo de los orígenes tendía a exasperar la crisis de  este tipo humano y a reforzar el impulso de la fe hasta abrir una  vía problemática hacia lo sobrenatural a través del símbolo de  salvación y de redención del Cristo crucificado. Si, en el  símbolo crístico, aparecen las huellas de un esquema inspirado en  los antiguos Misterios, con referencias al orfismo y a corrientes  análogas, es característico de la nueva religión el utilizar este  esquema sobre un plano ya no iniciático, sino esencialmente  afectivo y, como máximo, confusamente místico. Es por ello que,  desde cierto punto de vista, es exacto decir que con el  cristianismo, Dios se hizo hombre. Ya no estamos en presencia de  una pura religión de la Ley como el hebraismo ortodoxo, ni de un  auténtico Misterio iniciático, sino ante algo intermediario, un  sucedáneo del segundo formulado de manera que pudiera adaptarse  al tipo humano "roto" al que hemos aludido antes. Este se siente  redimido de su abyección por  la sensacion pandémica de la  "gracia", animado por una nueva esperanza, justificado, liberado  del mundo, de la carne y de la muerte (2). Todo esto representaba  algo fundamentalmente ajeno al espíritu romano y clásico, es  decir, en general, ario. Históricamente, esto significaba la  preponderancia del pathos sobre el ethos, esta soteriología  equívoca y emocional, que el alto porte del patriciado sagrado  somano, el estilo severo de los juristas, de los Jefes de los  ascetas paganos, había siempre combatido. Dios dejó de ser  símbolo de una esencia exenta de pasión y de cambio, que crea una  distancia en relación a todo lo que no es más que humano, ni el  Dios de los patricio que se invocaba en pié, llevado a la cabeza  de las legiones y encarnado en la figura del vencedor. Lo que se  encuentra en primer plano, es más bien una figura que, en su  "pasión" recupera y afirma, en términos exclusivistas ("Nadie va  al Padre sino a través mío". "Yo soy el camino, la verdad y la  vida") el motivo pelasgo‑dionisíaco de los dioes sacrificados,  dioses que mueren y renacen a la sombra de las Grandes Madres  (3). El mito mismo del nacimiento de la Virgen evidencia una  influencia análoga y evoca el recuerdo de las diosas que, como la  Gaia hesiódica, engendran sin esposo. El papel importante que  debía jugar, en el desarrollo del cristianismo, el culto a la  "Madre de Dios", a la "Virgen divina", es, a este respecto,  significativo. En el catolicismo, Maria, la "Madre de los Dioses"  es la reina de los ángeles y de los santos, del mundo y también  de los infiernos; es igualmente considerada como la madre, por  adopción, de todos los hombres, como la "Reina del mundo",  "dispensadora de toda gracia". Conviene señalar que estas  expresiones  ‑desproporcionadas en relación al papel efectivo de  María en el mito de los Evangelios‑ no hacen más que repetir los  atributos de las Madres divinas soberanas del Sur pre‑ario (4).  En efecto, si el cristianismo es esencialmente una religión de  Cristo más que una religión del Padre, las representaciones,  tanto del niño Jesús como del cuerpo de Cristo crucificado entre  los brazos de la Madre divinizada, recuerdan netamente a los  cultos del Mediterráneo oriental (5), en contraste con el ideal  de las divinidades puramente olímpicas, exentas de pasión,  distanciadas del elemento telúrico‑materno. El símbolo adoptado  por la misma Iglesia fue el de la Madre (la Madre Iglesia). Y   la actitud religiosa, en sentido eminente, es la del alma  implorante, consciente de la indignidad de su naturaleza pecadora  y de su impotencia frente al Crucificado (6). El odio del  cristianismo de los orígenes por toda forma de espiritualidad  viril, el hecho de que estigmatice, como locura y pecado de  orgullo, todo lo que puede favorecer una superación activa de la  condición humana, expresa netamente su incomprensión del símbolo  "heróico". El potencial que la nueva fe supo engendrar entre los  que sentían el misterio viviente de Cristo, del Salvador, y que  extrajeron la fuerza necesaria para alimentar su frenesí de  martirio, no impide que el advenimiento del cristianismo  significase una caida, y  determinase en su conjunto, una forma  especial de desvirilización propia de los ciclos de tipo lunar‑  sacerdotal.

Incluso en la moral cristiana, la influencia meridional y no‑aria  es muy visible. Sea como fuere, carece  de importancia el que sea  en relación a un Dios, y no a una diosa, como se afirma,  espiritualmente, la ausencia de diferencia entre los hombres y se  erige el amor como principio supremo. Esta igualdad revela  esencialmente una concepción general, cuya variante es de  "derecho natural" y que ya había logrado insinuarse en el derecho  romano de la decadencia. Es la antítesis del ideal heroico de la  personalidad, del valor unido a todo lo que un ser,  diferenciándose, dándose una forma, adquiere por sí mismo en un  orden jerárquico. Así, prácticamente, el igualitarismo cristiano,  con sus principios de fraternidad, de amor, de reciprocidad  colectivista, termina por constituir la base místico‑religiosa de  un ideal social diametralmente opuesta a la pura idea romana. En  lugar de la universalidad, verdadera solo en función de una  cúspide jerárquica que no suprime, sino que implica y confirma  las diferencias, surge en realidad el ideal de la colectividad,  que se reafirmaba en el símbolo mismo del cuerpo místico de  Cristo, conteniendo en germen una influencia regresiva e  involutiva, que el catolicismo mismo a pesar de su romanización,  no supo y no quiso superar jamás completamente.

Para valorar el cristianismo sobre el plano doctrinal, se invoca  la idea de lo sobrenatural y el dualismo que afirma. Nos  encontramos aquí, ante un ejemplo típico de la acción  diferenciadora que puede ejecer un mismo principio según el uso  que se haga de él. El dualismo cristiano deriva esencialmente del  dualismo propio del espíritu semita y actúa en un sentido  enteramente opuesto al de la doctrina de las dos naturalezas que  estuvo, como hemos visto, en la base de todas las realizaciones  de la humanidad tradicional. La rígida oposición cristiana del  orden sobrenatural al orden natural ha podido tener, si se le  considera de forma abstracta, una justificación pragmática,  ligada a la situación especial, histórica y existencial de un  tipo humano dado (7). Pero tal dualismo, en sí, se distingue  netamente del dualismo tradicional, en tanto que no está  subordinado a un principio o a una verdad superior y no  reivindica un carácter relativo y funcional, sino, absoluto y  ontológico. Los dos órdenes, natural y sobrenatural, así como la  distancia que los separa, son hipóstasis, hasta el punto de  comprometer todo contacto real y activo. De ahí resulta que  respecto al hombre (y aquí igualmente bajo la influencia de un  tema hebraico), toma forma la noción de la "criatura", separada  de Dios en tanto que "creador" y ser personal, por una distancia  esencial y que además esta distancia se exaspera, al acentuarse  la idea, igualmente hebraica, del "pecado original". De este  dualismo se desprende en particular la concepción, de todas las  manifestaciones de influencias suprasensibles bajo la forma  pasiva de "gracia", de "elección" y de "salvación", así como el  desconocimiento, frecuentemente ligado, como hemos dicho, a una  verdadera animosidad, de toda posibilidad "heroica" en el hombre,  con su contrapartida: la humildad, el "temor de Dios", la  mortificación, la oración. La palabra de los Evangelios relativa  a la violencia con que la puerta de los Cielos puede ser forzada,  y la idea de "Vosostros sois dioses", davídica, apenas tuvieron  influencia en el pathos preponderante en el cristianismo de los  orígenes. Es evidente que el cristianismo, en general, ha  universalizado, vuelto exclusivos y exaltado la vía, la verdad y  la actitud que no convienen más que a un tipo humano inferior o a  estas bajas capas de la sociedad para las cuales fueron  concebidas formas exotéricas de la Tradición. Tal es uno de los  signos característicos del clima de la "edad oscura", del Kali‑  yuga.

Todo esto concierne a las relaciones del hombre con lo divino. La  segunda consecuencia de este dualismo cristiano fue la  "desacralización" y la "desanimación" de la naturaleza. El  "supranaturalismo" cristiano tuvo como consecuencia que los mitos  naturales de la antiguedad, una vez por todas, dejaran de ser  comprendidos. La naturaleza cesó de ser algo vivo, se rechazó y  estigmatizó como "pagana" la visión mágico‑simbólica de esta,  visión sobre la cual se fundaban las ciencias sacerdotales. Tras  el triunfo del cristianismo, estas degeneraron rápidamente, salvo  el pálido residuo que debía corresponder, más tarde, a la  tradición católica de los ritos. La naturaleza se convirtió en  algo extraño, sino incluso diabólico. Y esto sirvió a su vez de  base para la formación de un ascesis típicamente cristiano, de  carácter monástico, mortificación, enemiga del mundo y de la  vida, en completa oposición con la forma de sentir clásica y  romana.

La tercera consecuencia concierne al dominio político. Principios  tales como: "Mi reino no es de este mundo" y "dad al César lo que  es del César y a Dios lo que es Dios" atacaban directamente el  concepto de la soberanía tradicional y esta unidad de los dos  poderes que  había sido, formalmente al menos, reconstituida en la  Roma imperial. Tras Cristo ‑afirmará Gelasio I‑ ningún hombre  pude ser rey y sacerdote; la unidad del sacerdocio y la realeza,  en la medida en que es reivindicada por un monarca, es una trampa  diabólica, una contracción de la verdadera realeza sacerdotal que  no pertenece más que a Cristo (8). Es precisamente sobre este  punto que el contraste entre la idea cristiana y la idea romana  da lugar a un conflicto abierto. En la época en que el  cristianismo se desarrolla, el Panteón romano se presentaba de  tal manera, que incluso el culto al Salvador cristiano habría  podido, finalmente, encontrar su lugar entre los otros dioses, a  título de culto particular cismáticamente salido del hebraismo.  Como hemos dicho, era lo propio de la universalidad imperial  ejercer una función superior unificadora y ordenadora, más allá  de todo culto especial, que no tenía necesidad de negar. Pedía,  sin embargo, un acto que atestiguara una fides, una lealtad  supra‑ordenada, respecto al principio de lo alto encarnado por el  representante del Imperio, el Augusto. Es precisamente este acto  ‑el rito de la ofrenda sacrificial ante el símbolo imperial‑ que  los cristianos rechazaban realizar, declarándolo incompatible con  su fe. Y tal es la única razón de esta epidemia de "mártires" que  debió parecer al magistrado romano como una pura locura.

Mediante esta actitud, la nueva creencia, por el contrario, se  evidenciaba. Frente a una universalidad, se afirmaba otra,  universalidad opuesta, fundada sobre la fractura dualista. La  concepción jerárquica tradicional según la cual, todo poder venía  de lo alto y el lealismo tenía una sanción sobrenatural y un  valor religioso, estaba unido a la base. En este mundo del  pecado, no había lugar para una civitas diaboli; la civitas Dei,  el Estado divino, se encuentra sobre un plano separado, se  resuelve en la unidad de aquellos que una aspiación confusa lleva  hacia el más alla, que, en tanto que cristianos, no reconocen más  que a Cristo como jefe y esperan que se alce el último día.   Incluso allí donde esta idea no se transforma en un virus  directamente subversivo y derrotista, allí donde le da al César  "lo que le pertenece", la fides pasa a estar desacralizada y  secularizada: no tuvo más que el valor de una obediencia  contingente respecto a un simple poder temporal. La palabra  paulista, según la cual "todo poder viene de Dios" estuvo siempre  desprovista de significado verdadero.

Si el cristianismo afirma el principio de lo espiritual y de lo  sobrenatural, este principio debía actuar, históricamente, en el  sentido de una disociación, sino incluso de una destrucción. No  representa algo apto para galvanizar lo que, en la romanidad, se  había materializado, sino algo heterogéneo, una corriente  diferente que favoreció el que a partir de ese momento Roma, no  fuera romana y las fuerzas que la Luz del Norte había sabido  dominar durante un ciclo entero, se desataran. Sirvió para cortar  los últimos contactos y acelerar el fin de una gran tradición. Es  con razón que Rutilius Namatianues considera a hebreos y  cristianos como enemigos comunes de la autoridad de Roma, los  primeros por haber expandido, más allá de la Judea sometida por  las legiones, entre las gentes de Roma, un contagio fatal ‑  excisae pestis contagia‑, los otros por haber destilado un veneno  alterador tanto del espíritu como de la raza‑ tunc mutabantur  corpora, ninc animi (9). Aquel que considera los testimonios  enigmáticos de los símbolos, no puede por menos que sorprenderse  por el lugar que ocupa el asno en el mito de Jesus. No solo el  asno figura junto al niño Jesús, sino que es también sobre un  asno que la Virgen y el niño divino huyen y es sobre un asno,  sobre todo, que Cristo hace su entrada triunfal en Jerusalén. El  asno es el símbolo tradicional de una fuerza de disolución de "lo  bajo". Es, en Egipto, el animal de Seth, el cual encarna  precisamente esta fuerza, tiene un carácter anti‑solar y se  relaciona con "los hijos de la revuelta impotente"; es en India,  la montura de Mudevi, que representa el aspecto demoníaco de la  divinidad femenina; y es, como se ha visto, en el mito helénico,  el animal simbólico que, en la llanura del Leteo, roe eternamente  el trabajo de Oknos, y se encuentra asociado a una divinidad   femenina de naturaleza ctónica e infernal: Hécate (10).

Este simbolo podría pues ser considerado como un signo secreto de  la fuerza que se asocia al cristianismo de los orígenes y a la  cual debió, en parte, su triunfo: la fuerza que emerge y asume un  papel activo cada vez que, en una estructura tradicional, lo que  corresponde al principio del "cosmos" vacila, se desintegra,  pierde su potencia original. El advenimiento del cristianismo, en  realidad, hubiera sido imposible, si las posibilidades vitales  del ciclo heróico romano no hubieran estado agotadas, si la "raza  de Roma" no hubiera estado ya postrada en su espíritu y en sus  hombres (como los muestra el fracaso del intento restaurador del  emperador Juliano), si las tradiciones antiguas no se hubieran  oscurecido y si, en medio de un caos étnico y de una  desintegración cosmopolita, el símbolo imperial no hubiera sido  corrompido reduciéndolo, como hemos dicho, a una simple  supervivencia, en medio de un mundo en ruinas.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 7. Los ciclos de la decadencia: el ciclo heroico

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 7. Los ciclos de la decadencia: el ciclo heroico

Biblioteca Julius Evola.- Evola pasa a analizar las etapas del "descenso cíclico" y llega hasta lo que llama los "ciclos de la decadencia": la edad de plata, la edad de bronce, la edad del hierro. Entonces se pregunta si existe la posibilidad de reintegración en el estado originario propio a la Edad de Oro. La respuesta es sí: a través del ciclo heroico, en el cual, mediante una serie de pruebas el "héroe" logra es reintegración. La experiencia heroica es, en definitiva, una experiencia realizada, que Evola compara con la experiencia del titán de la mitología clásica: la historia de una frustración

 

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LOS CICLOS DE LA DECADENCIA ‑ EL CICLO HEROICO

A propósito de un período anterior al diluvio, el mito bíblico habla de una raza de "hombres poderosos que habían sido, antiguamente, hombre gloriosos", isti sunt potentes a sasculo viri famosi, nacidos de la unión de seres celestes con mujeres, que los habían "seducido" (1): unión que, como hemos visto, puede ser considerada como uno de los símbolos del proceso de mezcla, en virtud del cual la espiritualidad de la edad de la Madre sucedió a la espiritualidad de los orígenes. Es la raza de los Gigantes ‑Nephelin‑ que son llamados también en el Libro de Enoch, "gentes de extremo‑Occidente". Según el mito bíblico, a causa de esta raza la violencia reinó sobre la tierra, hasta el punto de provocar la catástrofe diluviana.

Recuerda, por otra parte, el mito platónico del andrógino. Una raza fabulosa y "andrógina" de seres poderosos habían logrado inspirar temor a los mismos dioses. Estos, a fin de paralizarlos, separaron a estos seres en dos partes, "macho" y "hembra" (2). Tal división destruyó su poder capaz de inspirar terror a los dioses, y en ocasiones se hace alusión al simbolismo de la "pareja enemiga" que se repite en muchas tradiciones y cuyo tema es suscetible de una interpretación no solo metafísica, sino igualmente histórica. Se puede hacer corresponder la raza original poderosa y divina, andrógina, con el estadio durante el cual los Nephelin "fueron hombres gloriosos": es la raza de la edad de oro. Luego, se produjo una división; del "dos", la pareja, la díada, se diferenció "uno". Uno de los términos es la Mujer (Atlántida): frente a la Mujer, el Hombre, un Hombre que ha dejado de ser espíritu y sin embargo se revuelve contra el simbolismo lunar afirmándose en tanto que tal, entregándose a la conquista violenta y usurpando poderes espirituales determinados.

Es el mito titánico. Son los "Gigantes". Es la edad de bronce. En el Critias platónico, la violencia y la injusticia, el deseo de poder y la avidez están asociadas a la degeneración de los atlantes (3). En otro mito helénico, se dice que "los hombres de los tiempos primordiales [a los cuales pertenece Deucalión, el superviviente del diluvio] estaban henchidos de prepotencia y orgullo, cometieron mas de un crimen, rompieron los juramentos y se mostraron despiadados".

Lo propio del mito y del símbolo es poder expresar una gran diversidad de sentido que conviene distinguir y ordenar interpretándolos caso por caso. Esto se aplica al símbolo de la pareja enemiga y de los titanes.

Es en función de la dualidad Hombre‑Mujer (en el sentido de virilidad materializada y de espiritualidad simplemente sacerdotal), premisa de los nuevos tipos de civilización que han sucedido involutivamente a la de los orígenes, como podemos comprender la definición de estos tipos.

La primera posibilidad es precisamente la posibilidad titánica en sentido negativo, propia al espíritu de una raza materializada y violenta, que no reconoce la autoridad del principio espiritual correspondiente al símbolo sacerdotal o bien al "hermano" espiritualmente femenino (por ejemplo Abel frente a Caín) y se apoya ‑cuando no se apropia, frecuentemente por sorpresa, y para un uso inferior‑ en conocimientos que le permiten dominar ciertas fuerzas invisibles que actúan en las cosas y en el hombre. Se trata pues de una rebelión prevaricadora, de una deformación de lo que podía ser el derecho propio de los "hombres gloriosos" anteriores, es decir de una espiritualidad viril inherente a la función de orden y de dominación de lo alto. Es Prometeo quien usurpa el fuego celeste en provecho de razas solamente humanas, pero no sabe como soportarlo. El fuego se convierte así para él en una fuente de tormento y condenación (4) hasta que otro héroe, más digno, reconciliado con el principio olímpico ‑con Zeus‑ y aliado de este en la lucha contra los Gigantes ‑Hércules‑ lo libera. Se trata de la raza "muy inferior" tanto por su naturaleza, como por su inteligencia. Según  Hesiodo, tras la primera edad, rechaza respetar a los dioses, se entrega a las fuerzas telúricas (al final de su ciclo, se convertirá ‑según Hesiodo (5)‑ en la raza de los demonios subterráneos. Preludia así a una generación ulterior, mortal, caracterizada solo por la tenacidad, la fuerza material, un gusto salvaje por la violencia, la guerra y el poder absoluto (la edad de Bronce de Hesiodo, la edad de acero según los iranios, de los gigantes ‑Nephelin‑ bíblicos) (6). Según otra tradición helénica (7), Zeus habría provocado el diluvio para extinguir al elemento "fuego" que amenazaba con destruir toda la tierra, cuando Faeton, hijo del Sol, no consiguió dominar la cuádriga cuyos caballos desbocados se habían acercado demasiado el disco solar a la tierra. "Tiempo del hacha y de la espada, tiempo del viento, tiempo del Lobo antes que el mundo sucumba. Ningún hombre perdonará a otro", tal es el recuerdo de los Edas (8). Los hombres de esta edad "tienen el corazón duro como el acero". Pero "aunque suscitan el miedo", no pueden evitar sucumbir ante la muerte negra y desaparecen en la humedad, morada larvaria del Hades (9). Si, según el mito bíblico, el diluvio puso fin a esta civilización, se debe pensar que es con el mismo linaje que se cierra el ciclo atlante, que es la misma civilización que fue tragada por las aguas a fines de la catástrofe oceánica, quizás (como lo presentan algunos) por efecto del abuso, mencionado anteriormente, de algunos poderes secretos (magia negra titánica).

Sea como fuere, los "tiempos del hacha" según la tradición nórdica, de forma general, habrían abierto la vía al desencadenamiento de las fuerzas elementales. Estas terminaron por derribar a la raza divina de los Ases ‑que puede corresponder aquí a las fuerzas residuales de la raza de oro‑ y romper las barreras de la "fortaleza del centro del mundo", es decir, los límites creadores definidos por la espiritualidad "polar" primordial. Es, tal como hemos visto, la aparición de mujeres, en el seno de una espiritualidad desvirilizada, lo que anunció el "crepúsculo de los Ases", el fin del ciclo de oro (10). Y he aquí que la fuerza oscura que los Ases mismos habían alimentado, pero que anteriormente mantenían encadenada ‑el lobo Fenrir e incluso los dos lobos‑, "creció desmesuradamente" (11). Es la prevaricación titánica, inmediatamente seguida por su revuelta y el advenimiento de todas las potencias elementales, del Fuego interior del Sur, de los seres de la tierra ‑hrinthursen‑ mantenidos anteriormente fuera de los muros del Asgard. El lazo se rompió. Tras la "época del hacha" (edad de bronce) no fue solamente el sol quien "perdió su fuerza", sino también la Luna que resultó devorada por dos Lobos (12). Y en otros términos, no fue solamente la espiritualidad solar, sino también la espiritualidad lunar, demetríaca, quien desapareció. Es la caida de Odín, rey de los Ases y de Thor mismo, que había conseguido matar al lobo Fenrir, pero que sucumbió a su veneno, es decir sucumbió por haber corrompido su naturaleza divina de As con el principio mortal que le transmitía esta criatura salvaje. El destino y el declive ‑rök‑ se consumó con el hundimiento del arco Bifröst que unía el cielo y la tierra (13); tras la revuelta titánica, la tierra fue abandonada a sì misma, privada de todo lazo con lo divino. Es la "edad sombría" o "edad de hierro", sobrevenida tras la del "bronce". Los testimonios concordantes de las tradiciones orales o escritos de numerosos pueblos facilitan, a este respecto, referencias más concretas. Hablan de una frecuente oposición entre los representantes de los dos poderes, el poder espiritual y el poder temporal (real o guerrero), cualquiera que sean las formas especiales revestidas por uno y otro para adaptarse a la diversidad de circunstancias (14). Este fenómeno es otro aspecto del proceso que desembocó en la tercera edad. A la usurpación del sacerdote sucedió la revuelta del guerrero, su lucha contra el sacerdote para asegurarse la autoridad suprema, fenómeno que produjo el advenimiento de un estadio aún más bajo que el de la sociedad demetríaca, sacerdotalmente sagrada. Tal es el aspecto social de la "edad del bronce", del tema titánico, luciferino, o prometeico.

A la orientación titánica, donde es preciso ver la degeneración, en un sentido materializado, violento y ya casi individualista, de un intento de restauración "viril", corresponde una desviación análoga del derecho sagrado femenino, desviación que, morfológicamente, definió el fenómeno amazónico. Simbólicamente, se puede ver, con Bachofen (15), en el amazonismo y el tipo general de las divinidades armadas, una ginecocracia anormalmente poderosa, un intento de reacción y de restauración de la antigua autoridad del principio "femenino" o lunar contra la revuelta y la usurpación masculina: defensa que se manifiesta en ocasiones sobre el mismo plano que la afirmación masculina violenta, atestiguando así la pérdida de este elemento espiritual sobre el cual se fundamentaba exclusivamente la primacía y el derecho "demetríacos". Haya sido o no una realidad histórica y social, el amazonismo presenta en todas partes en su mito rasgos constantes que nos permiten utilizar este término para caracterizar a un tipo humano de civilización.

Se puede pues olvidar el problema de la existencia efectiva de mujeres guerreras en el curso de la historia o de la prehistoria y concebir, de manera general, el amazonismo, como el símbolo de la reacción de una espiritualidad "lunar" o sacerdotal (aspecto femenino del espíritu), incapaz de oponerse a un poder material o incluso temporal (aspecto material de la virilidad) que no reconoce su autoridad (mito titánico), sino oponiéndose a él sobre un plano igualmente material y temporal, es decir, asumiendo el modo de ser de su opuesto (aspecto y fuerza viriles de la "amazona"). Esto nos lleva a lo que se ha dicho respecto a la alteración de las relaciones normales entre el sacerdocio y la realeza. En la perspectiva general donde nos situamos ahora, hay "amazonismo" allí en donde aparecen sacerdotes que no ambicionan ser reyes, sino dominar a los reyes.

Sobre el plano histórico, nos contentaremos con mencionar, y esto es significativo, que, según ciertas tradiciones helénicas (16), las amazonas habrían constituido un pueblo próximo a los atlantes, con los cuales entraron en guerra. Derrotadas, fueron desplazadas a la zona de los montes Atlantes hasta Libia (algunos autores han llamado la atención sobre la supervivencia, característica, en estas regiones, entre los bereberes y los tuaregs o los dahomeos, de huellas de constitución matriarcal). De aquí, intentaron luego abrirse una ruta hacia Europa y terminaron estableciéndose en Asia. Tal como se ha observado(17), esta guerra entre las amazonas y los atlantes no debe probablemente ser interpretada como una lucha entre mujeres y hombres, ni como una guerra entre dos pueblos diferentes, sino más bien como un conflicto entre dos capas o castas de una misma civilización, como una especie de "guerra civil"). Pero el intento de restauración "amazónica" debía fracasar. Las "amazonas" son expulsadas, la Atlántida permanece en manos de la "civilización de los titanes". Luego, intentan penetrar en los países del Mediterréneo y consiguieron establecerse sobre todo en Asia. En una leyenda cargada de sentido, las amazonas, que intentan en vano conquistar la simbólica "isla blanca" ‑la isla Leuke, de la que ya hemos indicado sus correspondencias tradicionales‑ son derrotadas por la sombra, no de un titán, sino de un héroe: Aquiles. Son combatidos por otros héroes, como Teseo, que puede ser considerado como el fundador del estado viril de Atenas (18) y Belerofonte. Habiendo usurpado el hacha hiperbórea de doble filo, acudieron en ayuda de Troya, la ciudad de Venus, contra los aqueos (19), siendo exterminadas definitivamente por otro héroe, Hércules, liberador de Prometeo, el cual arrancó a su reina el simbólico ceñidor de Ares‑Marte; el hacha que remitió como insignia del poder supremo a la dinastía lidia de los Heráclidas (20). Amazonismo contra heroismo "olímpico", tal es la antítesis cuyo sentido examinaremos.

Otra posibilidad debe ser contemplada. En primer plano se encuentra siempre la pareja, sin embargo una crisis se produce: la primacía femenina permanece, pero solo gracias a un nuevo principio, el principio afroditico. La Madre es sustituida por la Hetaira, a la Hija, la Amante, a la Virgen solitaria, la pareja divina, que, como hemos indicado, marca frecuentemente, en las mitologías, un compromiso entre dos cultos opuestos. Pero aquí, el papel de la mujer no es como por ejemplo en la síntesis olímpica, donde Hera está subordinada a Zeus, aunque siempre en desacuerdo latente con él, y tampoco se asemeja a la síntesis extremo‑oriental, donde el Ying conserva su carácter activo y celeste en relación al Yin, su complemento femenino terrestre.

La naturaleza telúrica e inferior penetra el principio viril y lo rebaja al plano fálico. En el presente la mujer domina al hombre en la medida en que este se convierte en esclavo de los sentidos y simple instrumento de procreación. Ante la diosa afrodítica, el macho divino aparece como demonio de la tierra, como dios de las aguas fecundadoras, fuerza turbia e insuficiente sometida a la magia del principio femenino. De esta concepción se desprende analógicamente, según diversas adaptaciones, un tipo de civilización que se puede llamar, indiferentemente, fálico o afrodítico. La teoría del Eros que Platón une al mito del andrógino paralizado en su potencia convirtiéndose en doble, "macho" y "hembra", puede tener el mismo sentido. El amor sexual nace entre los mortales del oscuro deseo del macho caido que, experimentando su propia privación interior, busca, en el éxtasis fulgurante de la unión, encontrar la plenitud del estado "andrógino" primordial. Bajo este aspecto se esconde pues, en la experiencia erótica, una modalidad del intento titánico, con la diferencia que, por su naturaleza misma, permanece bajo el signo del principio femenino. Una civilización orientada en este sentido comporta inevitablemente un principio de decadencia ética y de corrupción, tal como atestiguan las diferentes fiestas que, incluso en una época relativamente reciente, se inspiran en el afroditismo. Si la Moûru, "creación" mazdeana que corresponde verosímilmente a la Atlántida, se refiere a la civilización demetríaca, el hecho de que el dios de las tinieblas le oponga, como contra‑creación, placeres culpables (21), puede referir precisamente al período ulterior de degeneración afrodítica de esta civilización, paralela a la convulsión titánica, pues se encuentran diosas afrodíticas frecuentemente asociadas a figuras divinas violentas y brutalmente guerreras.

Platón, como se sabe, estableció una jerarquía de las formas del eros que va de lo sensual y lo profano a lo sagrado (22), culminando en el eros a través del cual el "mortal busca vivir siempre, ser inmortal" (23). En el dionisismo, el eros se convierte precisamente en una "mania sagrada", un órgano místico: es la más alta posibilidad de esta vía, que tiende a liberar el ser de los lazos de la materialidad y a producir la transfiguración del oscuro principio fálico‑telúrico a través del desencadenamiento, el exceso y el éxtasis. Pero si el símbolo de Dionisos que combate él mismo a las amazonas expresa el ideal más elevado de este mundo esiritual, no es menos cierto que se trata de algo inferior si se le compara con lo que será la tercera posibilidad de la nueva era: la reintegración heroica que solo es verderamente libre tanto en relación a lo femenino como a lo telúrico (24). Dionisos, en efecto, al igual que Zagreo, no es más que un ser telúrico e infernal ‑"Dionisos y el Hades no son más que una sola y misma cosa" dice Heráclito (25)‑ que se asocia frecuentemente al principio de las aguas (Poseidón) o del fuego subterráneo (Hefaisto) (26). Esta siempre acompañado de figuras femeninas, Madres de Vírgenes o Diosas de la Naturaleza convertidas en amantes: Démeter y Koré, Ariana y Aridela, Semele y Libera. La virilidad misma de los coribantes, que vestían a menudo ropas femeninas como los sacerdotes del culto frigio de la Madre es equívoco (27). En el Misterio, en la "orgía sagrada", predomina aquí, asociada al elemento sexual, el elemento extático‑panteista de la ginecocracia: contactos frenéticos con las fuerzas ocultas de la tierra, liberaciones menádicas y pandémicas se producen en un terreno que es al mismo tiempo el del sexo desencadenado, la noche y la muerte, y en una promiscuidad que reproduce las formas meridionales más bajas y salvajes de los cultos colectivos de la Madre. Y el hecho de que en Roma, las bacanales fueran celebradas sobre todo, en su origen, por mujeres (28), el hecho de que en los Misterios dionisíacos las mujeres pudieran figurar como sacerdotisas e incluso como iniciadoras y que históricamente, en fin, todos los recuerdos de epidemias dionisíacas se relacionen esencialmente con el estado femenino (29), denota claramente que subsiste, en este ciclo, el tema de la preponderancia de la mujer, no solo bajo la forma groseramente afrodítica donde domina gracias al lazo que el eros, en su forma carnal, representa para el hombre fálico, sino también en tanto que favorece un éxtasis que significa disolución, una destrucción de la forma y en el fondo, una adquisición del espíritu, a condición, sin embargo, de renunciar simultáneamente a poseerlo bajo una forma viril. Ya hemos hecho alusión a estas formas del Misterio orgiástico que celebraban a Afrodita y la resurrección de su hijo y amante Adonis, formas en las que el pathos no está carente de relación con el impulso dionisíaco y donde el iniciado, en el momento del éxtasis, golpeado por el furor divino, se castraba. Se podría ver en este acto, del que ya hemos comenzado a explicar su significado, el símbolo vivido más radical y dramáticamente del sentido íntimo de la liberción desvirilizadora y extática propia al apogeo dionisíaco de esta civilización, que llamaremos afrodítica, forma nueva o degenerada de la espiritualidad demetríaca, pero donde subsiste sin embargo su significado central, el tema característico de la primacía del principio femenino, que lo opone a la "Luz del Norte".

La tercera y última posibilidad es la civilización de los héroes. Hesiodo refiere que tras la edad del bronce, antes de la del hierro, en las razas cuyo destino era a partir de ahora la "extinción sin gloria en el Hades", Zeus crea una raza mejor, que Hesiodo llama la raza de los héroes. Le es dada la posibilidad de conquistar la importalidad y de participar, a pesar de todo, en un estado parecido al de la edad primordial (30). Se trata pues de un tipo de civilización donde se manifiesta el intento de restaurar la tradición de los orígenes sobre la base del principio guerrero y de la cualificación guerrera. En verdad, los "héroes" no devienen todos inmortales, ni escapan todos al Hades. Este es solo el destino de una parte de ellos. Y si se examina, en su conjunto, los mitos helénicos y los de las otras tradiciones, se constata, tras la diversidad de los símbolos, la afinidad de las empresas de los titanes y de los héroes, y puede pues admitirse, que en el fondo, los unos y los otros pertenecen a un mismo linaje, son los audaces actores de una misma aventura trascendente que puede en ocasiones triunfar y en otras abortar. Los héroes que se convierten en inmortales son aquellos que realizan triunfalmente la aventura, aquellos que saben realmente evitar, gracias a un impulso hacia la trascendencia, la desviación propia al intento titánico de restaurar la virilidad espiritual primordial y superar la mujer ‑es decir, el espíritu lunar, afrodítico o amazónico‑. Los otros, aquellos que no saben realizar esta posibilidad virtualmente conferida por el principio olímpico, por Zeus ‑esta posibilidad a la que aluden los Evangelios diciendo que el humbral de los cielos puede ser violado (31)‑ descienden al mismo nivel que la raza de los titanes y de los gigantes, golpeados por maldiciones y castigos diversos, consecuencias de su temeridad y de la corrupción operada en ellos en las "vías de la carne sobre la tierra". A propósito de estas correspondencias entre la vía de los titanes y la vía de los héroes, es interesante señalar el mito, según el cual Prometeo, una vez liberado, habría enseñado a Hércules el camino del jardín de las Hespérides, donde deberá recojer el fruto de la inmortalidad. Pero este fruto, una vez conquistado por Hércules, es tomado por Atenea, que representa aquí el intelecto olímpico, y es colocado en su lugar "por que no está permido llevarlo a cualquier lugar" (32). Es preciso entender por ello que esta conquista debe ser reservada a la raza a quien pertenece y no debe ser profanada al servicio de lo humano, tal como Prometeo tenía intención de hacer.

En el ciclo heroico aparece en ocasiones el tema de la díada, es decir, de la pareja y de la mujer, entendidos, no en un sentido análogo a aquel de los diversos casos que acabamos de examinar, sino en el sentido ya expuesto en la primera parte de esta obra a propósito de la leyenda del Rex Nemorensis, de las "mujeres" que "hacen" reyes divinos, "mujeres" del ciclo caballeresco y así sucesivamente. A propósito del contenido diferente que presenta, según los casos, un simbolismo idéntico, nos contentaremos con observar que la mujer que encarna, sea un principio vivificante (Eva, "la viviente", Hebe, todo lo que se desprende de la relación entre las mujeres dininas y el árbol de la vida, etc.) sea un principio de iluminación o de sabiduría trascendente (Atenea, nacida del cerebro del Zeus olímpico, guía de Hércules; la virgen Sofía, la Dama Inteligencia de los "Files de Amor", etc.) sea un poder (la Shatki hindú, las walkirias nórdicas, la diosa de las batallas Morrigu que ofrece su amor a los héroes solares del ciclo céltico de los Ulster, etc.), tal mujer, decimos, es objeto de una conquista, que no resta al héroe su carácter viril, sino que le permite integrarlo en un plano superior. Más importante, sin embargo, en los ciclos del tipo heroico es el tema de la oposición contra toda pretensión ginecocrática y todo intento amazónico. Este tema, es como aquel, igualmente esencial para la definición del concepto de "héroe", de una alianza con el principio olímpico y de una lucha contra el principio titánico (33), ha sido claramente expresado en el ciclo helénico, especialemente en la figura del Hércules dórico.

Ya hemos visto que a semejanza de Teseo, Belerofonte y Aquiles, Hércules combate contra las amazonas simbólicas hasta su exterminio. Si el Hércules lidio conoce una caída afrodítica con Omphalo, el Hércules dórico merece siempre el título del “enemigo de la mujer”. Desde su nacimiento, la diosa de la tierra, Hera, le es hostil; viniendo al mundo, estrangula a dos serpientes que Hera había enviado para suprimirlo. Se ve obligado continuamente a combatir a Hera, sin ser jamás vencido. Consigue incluso herir y poseer en la inmortalidad olímpica, a su hija única Hebe, la "eterna juventud". Si se considera a otras figuras del ciclo en cuestión, tanto en Occidente como en Oriente, se encontrará siempre, en una cierta medida, estos mismos temas fundamentales. Es así como Hera (significativamente ayudada por Ares, el dios violento de la guerra) intenta impedir el nacimiento de Apolo, enviando a la serpiente Python para perseguirlo. Apolo debe combatir a Tatius, hijo de la misma diosa que le protege, pero, en la lucha, ella misma resulta herida por el héroe hiperbóreo, al igual que Afrodita es herida por Ajax. Por incierto que sea el resultado final de la empresa del héroe caldeo Gilgamesh a la búsqueda de la planta de la inmortalidad, todo su historia no es más que el relato de la lucha que mantiene contra la diosa Isthar, tipo afrodítico de la Madre de la vida, cuyo amor rechaza reprochándole crudamente la suerte que conocieron ya sus otros amantes; y mata al animal demoníaco, el ureus o toro, que la diosa había lanzado contra él (34). Indra, prototipo celeste del héroe, en un gesto considerado como "heróico y viril", golpea con  su rayo a la mujer celeste amazónica Usha, aun siendo el señor de esta "mujer" que como shakti tiene también el sentido de "potencia" (35). Y cuando Parsifal provoca con su partida la muerte de su madre, opuesta a su vocación heroica, que era también de "Caballero celeste" (36); cuando el héroe persa Rostam, según el Shamani, debe descubrir la trampa del dragón que se le presenta bajo la apariencia de una mujer seductora, antes de poder liberar un rey que, gracias a Rastam, recupera la vista e intenta escalar el cielo por medio del "águila", siempre se repite el mismo tema. La trampa seductora de una mujer que, por medios afrodíticos o encantamientos, intenta desviar de una empresa simbólica a un héroe concebido como destructor de titanes, de seres monstruosos o de guerreros en revuelta, o como afirmador de un derecho superior, es un tema tan frecuente y tan popular, que es inutil multiplicar aquí los ejemplos. Lo cierto es que en las sagas y leyendas de este tipo, únicamente sobre el plano más inferior, la trampa de la mujer puede ser asimilada a la de la carne. Si es cierto que "si la mujer aporta la muerte, el hombre la domina a través del espíritu" pasando de la virilidad fálica a la virilidad espiritual (37), es preciso añadir que en realidad, la trampa tendida por la mujer o por la diosa expresa también, esotéricamente, la trampa de una forma de espiritualidad que desviriliza y tiende a sincopar, o a desviar, el impulso hacia lo verdaderamente sobrenatural.

La superioridad consistía, no en ser la fuerza original sino en dominarla, cualidad que estuvo estrechamente asociada, en Hélade, al ideal heroico. Esta cualidad se ha expresado en ocasiones a través del simbolismo del parricidio o del incesto: parricidio, en el sentido de una emancipación, en el sentido de devenir su propio principio; incesto, en el sentido, análogo, de poseer la materia prima. El arquetipo de Zeus, que habría matado a su propio padre y poseido a su madre Rea cuando, para huir de ella, tomó la forma de una serpiente (38), aparece como un reflejo del mismo espíritu en el mundo de los dioses, al igual que Agni, personificación del fuego sagrado de las razas heróicas arias que "apenas nacido, devora a sus dos padres" (39) e Indra que, como Apolo mata a Python, extermina a la serpiente Ahi, pero mata también al padre celeste Dyaus (40). En el simbolismo del Ars Regia hermético, se conserva igualmente el tema del "incesto filosofal".

La tradición hindú ofrece un ejemplo interesante de la forma en que se presenta, en un ciclo heroico, el tema de los "dos". Primeramente el dios Varuna que, como Dyaus (y como el Urano griego, al cual Varuna corresponde incluso etimológicamente) designa el principio celeste primordial. Pero Varuna, en las formas ulteriores de la tradición, se transforma, por así decirlo, en dos gemelos, de los que uno continúa llevando el nombre de Varuna, y el otro pasa a llamarse Mitra ‑equivalente bajo diversos aspecto a Indra‑ se opone a él como una divinidad heroica y luminosa, como el día a la noche (41). Es propio del ciclo heroico el transfigurar luminosamente lo que, en la dualidad, está diferenciado en el sentido masculino, es decir, guerrero, y atribuir carácteres negativos al aspecto del "cielo" que deviene la expresión de una espiritualidad lunar.

De forma general, si se hace referencia a las dos preformaciones del simbolismo solar que nos han servido ya para definir el proceso de diferenciación de la tradición, se puede pues decir que el mito heroico corresponde al sol asociado a un principio de cambio, pero no de una forma esencial ‑segun el destino de caducidad y de continua redisolución en la Tierra Madre, propia de los dioses‑año, o como en el pathos dionisíaco‑ sino disociándose de este principio, a fin de transfigurarse y reintegrarse en la inmutabilidad olímpica, en la naturaleza urania, inmortal.

Hemos llegado así a lo que se ha llamado el Misterio de Occidente: la región occidental considerada como trascendente en relación a la luz sometida a la ley de ascenso y descenso, considerada como residencia del Héroe, como estos Campos Elíseos donde gozan de una vida a imagen de la vida olímpica, es decir del estado primordial. Sobre el plano de las jerarquías y las dignidades tradicionales, coresponde a la iniciación y a la consagración, es decir, a las acciones mediante las cuales son sobrenaturalmente integradas las cualidades puramente guerreras de aquel que, aunque no poseyendo aun la naturaleza olímpica del dominador, debe asumir la función real.

Las civilizaciones heroicas que surgen antes de la edad del hierro ‑es decir antes de la época desprovista de todo principio espiritual, de la naturaleza que sea‑ y al margen de la edad de bronce, en el sentido de una superación de la espiritualidad demetríaco‑afrodítica o del hybris titánico, o para vencer los intentos amazónicos, representan resurrecciones parciales de la Luz del Norte, de los momentos de restauración del ciclo de oro ártico. Es significativo, a este respecto, que entre las empresas que habrían conferido a Hércules la inmortalidad olímpica, figura la del jardín de las Hespérides y que, para alcanzarlo, haya pasado, según algunas tradiciones, por la región simbólica del norte "que los mortales no alcanzarán ni por tierra, ni por mar" (42), por el país de los Hiperbóreos, de donde este héroe ‑el "hermoso vencedor"- habría traído el olivo con el cual se corona a los vencedores (43). Desde cierto punto de vista, estas civilizaciones representan la buena semilla, el resultado positivo de la unión de los "ángeles" con los habitantes de la tierra o dioses inmortales con mujeres mortales. No existe, en último análisis, ninguna diferencia entre los héroes cuya generación es explicada por la entrada de fuerzas divinas en los cuerpos humanos y por la unión de dioses olímpicos con mujeres (44), ‑y estos "hombres gloriosos" fueron los Nephelin, engendrados igualmente por la unión de àngeles con mujeres, antes de entregarse a la violencia‑ la raza heroica de los Völsungen que, según la leyenda de los Niebelungen, habrían sido engendrados por la unión de un dios con una mujer mortal y estos reyes solares, en fin, a los que frecuentemente se les atribuyó el mismo origen (45).

Hemos sido llevados, en resumen, a definir seis tipos fundamentales de civilizaciones y de tradiciones posteriores a la civilización primordial (edad de oro): de una parte, el demetrismo, pureza de la Luz del Sur (edad de plata, ciclo atlántico, sociedad sacerdotal); el afroditismo que es su forma degenerada y el amazonismo, intento desviado de restauración lunar. De otra parte, el titanismo o luciferismo, degenerado de la Luz del Norte (edad del bronce, época de los guerreros y los gigantes); dionisismo, aspiración masculina desviada, desvirilizada en las formas pasivas y mezcladas del éxtasis (46); enfin el heroismo, en tanto que restauración de la esiritualidad olímpico‑solar y la superación tanto de la Madre como del Titán. Tales son los momentos fundamentales a los cuales, de forma general, se puede reducir analíticamente todas las formas mezcladas de civilizaciones encaminándose hacia los tiempos "históricos", es decir hacia el ciclo de la "edad oscura", o edad de hierro.

 

 

 

 

 

                                            ESPIRITUALIDAD SOLAR

                         Ciclo ártico de la Edad de Oro ‑ Ciclo de la realeza divina

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                                                                       |
                                                           |
                                                           |

                                                           |

 ES         ESPIRITUALIDAD DEMETRIACA     |

Cic            Ciclo  Atlántico‑meridional         |

                         Edad de Plata               |

  Gi             ginecocracia sacerdotal          |

                                |                          |

                                |                          |
 CI                 CICLO AMAZONICO             |              CICLO TITANICO

                                |                          |              Edad  del Bronce

                                |                          |           Segundo período atlántico

                                |                          |                         |

                                |                          |                         |

CIC                CICLO  AFRODITICO            |            CICLO DIONISIACO

                                |                          |                         | 

                                |                          |                         |             
                                |           ESPIRITUALIDAD HEROICA      |

                                |                      Ciclo ario                  |

                                |                           |                        |

                                |           Crepúsculo de los Héroes        |

                                       |                                                               | 

                      EDAD DEL HIERRO                               EDAD DEL HIERRO