Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 2. La Realeza
Biblioteca Julius Evola.- Contrariamente a Guénon, Evola sostenía que en la Edad de Oro, en la figura del Rey y Emperador se unía tanto el poder sacerdotal como el poder guerrero. Solamente en ciclos posteriores de decadencia, estos poderes se separaron y dieron vida a la casta sacerdotal y a la casta guerrera. La síntesis de ambas constituye el principio de la Realeza cuyo estudio Evola aborda en este segundo capítulo. El repaso a este tema en todas las tradiciones de Oriente y Occidente, puede calificarse como exhaustivo.
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LA REALEZA
Todas las formas tradicionales de civilización se han caracterizado por la presencia de seres que, por el hecho de su "divinidad", es decir, de una superioridad, innata o adquirida, en relación a las condiciones humanas y naturales, encarnan la presencia viviente y eficaz del principio metafísico en el seno del orden temporal. Tal es, conforme a su sentido etimológico profundo y al valor original de su función, el pontifex, el "constructor de puentes" o de "vías" (el sentido arcaico de pons era también el de "vía" entre lo natural y lo sobrenatural). Tradicionalmente, el pontifex se identificaba, por otra parte, con el rex, según el concepto único de una divinidad real y de una realeza sacerdotal. "Era conforme a la costumbre de nuestros ancestros que el rey fuera igualmente pontífice y sacerdote", refiere Servius([1]), y, en la tradición nórdica, encontramos esta fórmula: "que aquel que es el jefe sea, para nosotros, el puente" ([2]). Así los verdaderos reyes encarnaban, de forma estable, esta vida que está "más allá de la vida". Sea por su simple presencia, sea por su mediación "pontifical", sea en virtud de la fuerza de los ritos, convertidos en eficaces por su poder y las instituciones de las que ellos constituían el centro, influencias espirituales irradiaban en el mundo de los hombres, injertándose en sus pensamientos, sus intenciones y sus actos, conteniendo a las fuerzas oscuras de la naturaleza inferior, ordenando el conjunto de la vida en vistas a volverla apta para servir de base virtual a realizaciones de luz, favoreciendo las condiciones generales de prosperidad, de "salud" y de "fortuna".
El primer fundamento de la autoridad y del derecho de los reyes y de los jefes, la razón por la cual eran obedecidos, temidos, y venerados en el mundo de la Tradición, era esencialmente su cualidad trascendente y no humana, considerada, no como una expresión vacía, sino como una poderosa y terrible realidad. En la medida misma en que se reconocía la preeminencia ontológica de lo que es anterior y superior a lo visible y a lo temporal, se reconocía inmediatamente a estos seres un derecho soberano, natural y absoluto. Existe una concepción que no se encuentra en ninguna civilización tradicional y que no ha aparecido más que en los tiempos de decadencia que siguieron: es la concepción puramente política de la autoridad suprema, la idea que se funda sobre la simple fuerza y la violencia, o sobre cualidades naturales y seculares, como la inteligencia, la sabiduría, la habilidad, el valor físico, la solicitud minuciosa para la felicidad material colectiva. Esta base siempre ha tenido, sin embargo, un carácter metafísico. Así pues, la idea según la cual los poderes son conferidos al jefe por aquellos a quienes gobierna, según la cual su autoridad es la expresión de la colectividad y debe ser sometida al querer de ésta, es completamente ajena a la Tradición. Es Zeus quien da a los reyes de nacimiento divino la , o , en tanto que ley de lo alto, no tiene nada que ver con lo que se convertirá luego en el , la ley política de la comunidad([3]). En la raíz de todo poder temporal, se encontraba pues la autoridad espiritual, considerada, de alguna manera, como la de una "naturaleza divina bajo una forma humana". Según la concepción indo‑aria, por ejemplo, el soberano no es un "simple mortal", sino más bien, "una gran divinidad bajo forma humana"([4]). En el rey egipcio, se veía, en el origen, una manifestación de Ra o de Horus. Los reyes de Alba y de Roma personificaban a Júpiter; los reyes asirios a Baal; los reyes iranios al Dios de la luz; los príncipes germánicos y del Norte eran de la misma raza que Tiuz, Odín y los Ases; los reyes griegos del ciclo dórico‑aqueo se llamaban o en relación con su origen divino. Más allá de la gran diversidad de las formulaciones míticas y sagradas, el principio constantemente afirmado es el de la realeza, en tanto que "trascendencia inmanente", es decir presente y actuante en el mundo. El rey ‑no hombre, sino ser sagrado‑ con su "ser", con su presencia, es ya el centro, el apex. Al mismo tiempo, se encuentra en él la fuerza que vuelve eficaces las acciones rituales que puede realizar y en las cuales se veía la contrapartida del verdadero "reino" y los apoyos sobrenaturales del conjunto de la vida, en el marco de la tradición([5]). Es por ello que la realeza se imponía y era reconocida de una forma natural. No era sino a título accesorio que tenía necesidad de recurrir a la fuerza material. Se imponía primero e irresistiblemente, a través del espíritu. "Espléndida es la dignidad de un dios sobre la tierra ‑dice un texto indo‑ ario([6])‑ pero difícil de alcanzar para los débiles. Solo es digno de convertirse en rey aquel cuya alma está hecha para esto". El soberano aparece como un "adepto de la disciplina de aquellos que son dioses entre los hombres"([7]).
En la Tradición, la realeza ha ido asociada a menudo con el símbolo solar. Se reconoce en el rey la "gloria" y la "victoria" propias al sol y a la luz ‑símbolos de la naturaleza superior‑ que triunfan cada mañana sobre las tinieblas. "Todos los días se alza como un rey sobre el trono de Horus de los vivientes, al igual que su padre Ra (el Sol). Yo establezco que tu te alces en calidad de rey del Sur y del Norte, sobre el trono de Horus, como el sol, eternamente"... son expresiones de la antigua tradición real egipcia([8]). Coinciden, por otra parte, exactamente con las expresiones iranias, donde el rey es considerado "de la misma raza que los dioses", "tiene el mismo trono que Mithra, se alza con el Sol"([9]) y es llamado particeps siderum, "Señor de paz, salud de los hombres, hombre eterno, vencedor que se alza con el sol"([10]). Mientras que la fórmula de consagración es la siguiente: "Sé el poder, sé la fuerza de la victoria, sé inmortal... Hecho de oro, surgidos ambos, Indra y el Sol, a la luz de la aurora"([11]), se dice, en la tradición indo‑aria, a propósito de Rohita "la fuerza conquistadora", personificación de un aspecto de la solaridad y del fuego divino (Agni): "Avanzando, (Agni) ha creado la realeza en este mundo. Te ha aportado la realeza, ha dispersado a tus enemigos"([12]). En algunas antiguas representaciones romanas es el dios Sol quien remite al Emperador una esfera, emblema del imperio universal, y expresiones relativas a la estabilidad y al imperio de Roma, aluden a su solaridad: sol conservator, sol dominus romani imperii([13]). "Solar" fue también la postrera profesión de fé romana, cuando el último representante de la antigua tradición, el Emperador Juliano, relacionó su dinastía, nacimiento y dignidad real, con la solaridad en tanto que fuerza espiritual irradiante del "supra‑mundo"([14]). Un reflejo de tal concepción se ha conservado hasta los Emperadores gibelinos, pudiéndose hablar de una deitas solis a propósito de Federico II Hohenstaufen([15]).
Esta "gloria" o "victoria" solar ligada a la realeza no se reducía por otra parte a un simple símbolo, sino que era una realidad metafísica, se identificaba con una fuerza no‑humana actuante, de la que el rey, en tanto que tal, era considerado como el detentador. En el mazdeismo se encuentra una de las expresiones simbólicas tradicionales más características de esta idea: aquí el hvarenô (designaciones posteriores: hvorra o farr) ‑la "gloria" que el rey posee‑ es un fuego sobrenatural propio de las entidades celestes, pero sobre todo solares, que le da la inmortalidad y le concede el testimonio de la victoria([16]), victoria que es preciso entender ‑como veremos‑ de forma que los dos sentidos, uno místico, el otro militar (material), no solamente no se excluyan, sino que se impliquen recíprocamente([17]). Este hvarenô se confunde más tarde entre los pueblos no iranios, con la "fortuna" , que reaparece, en la tradición romana, bajo la especie de esta "fortuna real" que los césares se trasmitían ritualmente y en la cual se pudo reconocer una asunción activa, "triunfal" del "destino" personificado de la ciudad ‑ ‑ determinada por el rito de su fundación. El atributo real romano de felix debe ser referido al mismo contexto, a la posesión de una virtus eficaz extra‑normal. Igualmente romana era la idea que la autoridad legítima no se desprende de la herencia o del voto del Senado, sino de los "dioses" (es decir de un elemento sobrenatural) y que se manifiesta mediante la victoria([18]). En la tradición védica aparece una noción equivalente: el agni vaiçvânara, concebida como un fuego espiritual que guía a los reyes conquistadores hacia la victoria.
En el antiguo Egipto, el rey era llamado no solo Horus, sino "Horus combatiente" ‑Hor âhâ‑ para designar este carácter de victoria o de gloria del principio solar presente en el rey: en Egipto este era no solo "descendiente divino", sino que estaba "constituido" como tal, y luego, periódicamente confirmado por medio de ritos que reproducían la victoria del dios solar Horus sobre Typhon‑Set, demonio de las regiones inferiores([19]). Se atribuía a estos ritos el poder de evocar una "fuerza" y una "vida" que "abrazaba" sobrenaturalmente las facultades del rey([20]). Uas ‑la "fuerza"‑ tiene por lo demás como ideograma el cetro llevado por los dioses y por el rey, ideograma que, en los textos más antiguos, corresponde a otro cetro en forma de línea quebrada, donde se puede reconocer el zig‑zag del rayo. La "fuerza" real aparece así como una manifestación de la fuerza celeste fulgurante, y la unión de los signos "vida‑fuerza", anshûs, forma una palabra que designa también la "leche de llama" de la que se alimentan los Inmortales y que, a su vez, no está carente de relación con el uraeus, la llama divina, tanto vivificante como terriblemente destructora, cuyo símbolo, en forma de serpiente, ciñe la cabeza del rey egipcio. En esta expresión tradicional, los diversos elementos convergen pues hacia la idea única de un poder o fluido no terrestre ‑sa‑ que consagra y certifica la naturaleza solar‑triunfal del rey y que de un rey se "lanza" hacia otro ‑sotpu‑ determinando la cadena ininterrumpida y "áurea" de la raza divina, legítimamente designada para "reinar"([21]). Uno de los "nombres" del rey egipcio es, además, "Horus hecho de oro", en tanto que el oro significa el fluido "solar" que es la materia del cuerpo incorruptible de los inmortales([22]). En fin, no deja de tener interés señalar que la "gloria" se representa, en el mismo cristianismo, como atributo divino ‑gloria in excelsis Deo‑ y que, según la teología mística católica, es en la "gloria" donde se realiza la visión beatífica. La iconografía cristiana la representa habitualmente como una aureola en torno a la cabeza, aureola cuyo sentido corresponde manifiestamente a la del uraeus egipcio y a la corona irradiante de la realeza solar irano‑romana.
Muchas tradiciones caracterizan igualmente la naturaleza de los reyes diciendo que no han nacido de un nacimiento mortal. Esta idea, frecuentemente relacionada con algunas representaciones simbolicas (virginidad de la madre, divinidades que se unen a una mujer, etc.) significa que la verdadera vida del rey divino, aun estando injertada sobre una vida personal y limitada que empieza con el nacimiento terrestre y termina con la muerte del organismo, no se reduce a esta vida, sino que emana de una influencia supra‑individual que no sufre ninguna solución de continuidad y con la cual se identifica esencialmente. Es en la doctrina relativa a los reyes sacerdotes tibetanos (los "Dalai Lama") que esta idea se presenta de forma más clara y consciente([23]).
Según la tradición extremo‑oriental, el rey "hijo del cielo" ‑ t'ien‑tze‑, es decir, considerado precisamente como no nacido de un simple nacimiento mortal, posee el "mandato celeste" t'ieng‑ ming([24]) que implica igualmente la idea de una fuerza real extra‑natural. La forma de manifestación de esta fuerza "del cielo" es, según la expresión de Leo‑Tsé, el actuar‑sin‑actuar (wei‑wu‑wei), es decir, la acción inmaterial por la pura presencia([25]). Es invisible como el viento y sin embargo su acción presenta el carácter ineluctable de las energías de la naturaleza: las fuerzas de los hombres ordinarios ‑dice Meng‑seu‑ se inclinan ante ella como briznas de hierba bajo el viento([26]). En relación con el actuar‑sin‑actuar, se lee también en un texto: "Los hombres soberanamente perfectos, por su amplitud y la profundidad de su virtud, son parecidos a la Tierra; por la altura y esplendor de esta virtud, son similares al Cielo; por su extensión y su duración, son como el espacio y el tiempo sin límite. Aquel que se encuentra en este estado de alta perfección no se muestra y sin embargo, como la Tierra se revela por sus beneficios; es inmóvil y sin embargo, como el Cielo, opera numerosas transformaciones; no actúa, y sin embargo, como el espacio y el tiempo, conduce sus obras a la culminación pefecta". Solo tal hombre "es digno de poseer la autoridad soberana y mandar a los hombres"([27]).
El simbolismo que sitúa sobre el trono la sede del Dragón celeste([28]), indica que se reconoce en el rey la misma potencia terrible que representa el hvarenô iranio y el uraenus faraónico. Estableciendo en esta fuerza o "virtud", el soberano, wang, tenía, en la China antigua, una función suprema de centro, de tercer poder entre el cielo y la tierra. Se estimaba que de su comportamiento dependían, ocultamente, no solo la felicidad o las desgracias de su reino y las cualidades morales de su pueblo (es la "virtud" inmovil emanada del "ser" del soberano, y no de sus acciones, que vuelve buena o mala la conducta de su pueblo), sino también la marcha regular y favorable de los fenómenos naturales mismos([29]). Esta función de centro presuponía sin embargo su estabilidad en este modo de ser interior, "triunfal", del que hemos hablado, y al que corresponde, aquí, el sentido de la expresión conocida; "invariabilidad en el medio", así como la doctrina según la cual "es en la invariabilidad en el medio donde se manifiesta la virtud del Cielo"([30]). Siendo así, nada impedía, en principio, contra su "virtud", el poder de cambiar el curso ordenado de las cosas humanas, del Estado y de la misma naturaleza. El soberano debía pues buscar en sí, no en tanto que soberano, sino en tanto que hombre, la causa primera y la responsabilidad oculta de todo acontecimiento anormal([31]).
Desde un punto de vista más general, la noción de operaciones sagradas por medio de las cuales el hombre sostiene, con ayuda de sus poderes profundos, el orden natural y renovado ‑por así decirlo‑ la vida misma de la naturaleza, pertenece a una tradición arcaica que, muy frecuentemente, se confunde con la tradición Real([32]). En todo caso, la concepción según la cual el rey o el jefe tiene por función primera y esencial la realización de estas acciones rituales y sacrificiales que constituyen el centro de gravedad de la vida del mundo tradicional, reaparece frecuentemente en un vasto ciclo de civilizaciones tradicionales, desde el Perú precolombino y el Extremo‑Oriente, hasta las ciudades griegas y Roma: lo que confirma el carácter inseparable de la dignidad real y de la dignidad sacerdotal o pontifical, de la que ya hemos hablado. "Los reyes ‑dice Aristóteles([33])‑ deben su dignidad al hecho de que son los sacerdotes del culto común". La primera de las atribuciones de los reyes de Esparta era la realización de los sacrificios; se podría decir otro tanto de los primeros soberanos de Roma, así como de la mayor parte de los del período imperial. El rey, provisto de una fuerza no terrestre, arraigada en el "más‑que‑vida", aparecía, de una forma natural; como aquel que podía eminentemente poner en acción el poder de los ritos y abrir las vías al mundo superior. Es por ello que en las formas de tradición, donde se encuentra una casta sacerdotal distinta, el rey, en virtud de su dignidad y de su función original, forma parte de ella y, a decir verdad, es su jefe. Tal fue el caso en la Roma de los orígenes, y también en el Egipto antiguo (para poder volver propicios los ritos, el faraón repetía cada día el culto al cual se atribuía la renovación de la fuerza divina que albergaba en sí mismo) y en Irán donde, como se lée en Firduzi y como refiere Jenofonte ([34]), el rey, que, en virtud de su función, era considerado como la imagen del dios de la luz sobre la tierra, pertenecía a la casta de los Magos, de la que era su jefe. Simétricamente, la costumbre en algunos pueblos, de deponer e incluso suprimir al jefe cuando sobrevenía un accidente o una grave calamidad ‑ya que esto significaba para ellos el debilitamiento de la fuerza mística de "fortuna" que daba el derecho de ser jefe([35])‑ debe ser considerado como el reflejo de una concepción que, aun bajo una forma degenerada y supersticiosa, se refiere al mismo orden de ideas. Entre las razas nórdicas, hasta el período de los godos, y aunque el principio de la divinidad real permaneciera firmemente establecido (el rey era considerado como un As y un semi‑dios ‑ semideos id est ansis‑ que triunfaba en virtud de su fuerza de "fortuna" ‑quorum quasi fortuna vincebat)([36])‑ y un acontecimiento funesto, como una hambruna o la peste, o la destrucción de la cosecha, era imputada, menos a la desaparición del poder místico de la "fortuna", instaurado en el rey, que a un acto que debía de haber cometido en tanto que individuo mortal y que había paralizado la eficacia objetiva([37]). Por ejemplo, según la Tradición, por haber faltado a la virtud aria fundamental ‑la verdad‑ y haberse mancillado con la mentira, el antiguo rey iranio Yima([38]) habría sido abandonado por la "gloria", por la virtud mística de la eficacia. Hasta la Edad Media franco‑carolingia y en los marcos del cristianismo mismo, fueron convocados concilios de obispos para buscar a qué representantes de la autoridad temporal, o incluso eclesiástica, podía ser atribuida la causa de una enfermedad determinada. Son las últimas resonancias de la idea en cuestión.
Era pues necesario que el rey mantuviese la cualidad simbólica y solar del invictus ‑sol invictus, ‑ y en consecuencia el estado de "centralidad" impasible y no humana al cual corresponde precisamente la idea extremo‑oriental de la "invariabilidad en el medio". Además, la fuerza y con ella la función, pasaban a aquel que mejor sabía asumirla. Se trataba de uno de los casos donde el concepto de "victoria" se convertía en el punto de interferencia de diversos significados. A este respecto, y a condición de comprenderla en su sentido más profundo, es interesante referirse a la leyenda arcaica del Rey de los Bosques de Nemi, cuya dignidad, real y sacerdotal al mismo tiempo, pasaba a aquel que había sabido sorprenderlo y matarlo. Frazer ha intentado referir a esta leyenda algunas tradiciones del mismo tipo, extendidas a través del mundo.
Aquí, la "prueba" contemplada bajo el aspecto de un combate físico ‑suponiendo que se trate de tal caso‑, no es más que la trasposición materialista de algo a lo que se atribuye un significado superior, o que debe ser referido a la idea general de los "juicios divinos", de los que hablaremos más adelante. En cuando al sentido profundo encerrado en la leyenda del rey‑ sacerdote de Nemi, es preciso recordar que, según esta tradición, solo un "esclavo fugitivo" (es decir, esotéricamente, un ser escapado de los lazos de la naturaleza inferior) que había conseguido recoger una rama del roble sagrado, tenía el derecho a enfrentarse al Rex Nemorensis. El roble equivalía al "árbol del Mundo" que, en muchas otras tradiciones, simboliza la fuerza de la victoria([39]); el sentido es que solo un ser que ha llegado a participar en esta fuerza, puede aspirar a arrebatar su alta dignidad al Rex Nemorensis. A propósito de esta dignidad, conviene señalar que el roble, al igual que el bosque del cual el sacerdote real de Nemi era "rex", tenían relaciones con Diana y que Diana era al mismo tiempo "la esposa" del Rey de los Bosques. En las antiguas tradiciones del Mediterráneo oriental, las grandes diosas asiáticas de la vida eran a menudo representadas por árboles sagrados: luego desde el mito helénico de las Hespérides hasta el mito nórdico de la diosa Idun, y al mito gaélico del Mag Mell, residencia de dioses de una espléndida belleza y del "Arbol de la Victoria", aparecían siempre lazos simbólicos tradicionales entre mujeres o diosas, potencias de vida, de inmortalidad o de la sabiduría, y árboles.
En lo que concierne el Rex Nemorensis, lo que se manifiesta también, a través de los símbolos, es la idea de una realeza que extrae su origen de haber esposado o poseído la fuerza mística de la "vida" ‑que es también la fuerza de sabiduría trascendente y de inmortalidad‑ personificada, sea por la diosa, sea por el Arbol([40]). Es por ello que el significado general de la leyenda de Nemi, que se reencuentra en muchas otras leyendas o mitos tradicionales, es la de un vencedor o héroe, que toma, como tal, posesión de una mujer o diosa([41]) que, en otras tradiciones tiene, sea el sentido indirecto de una guardiana de frutos de inmortalidad (tales son las imágenes femeninas que se encuentran en relación con el árbol simbólico en los mitos de Hércules, de Jasón, de Gilgamesh, etc.), sea directo de personificación de la fuerza oculta del mundo y de la vida, o aun de personificación de la ciencia no humana. Esta mujer o diosa puede presentarse en fin como expresión misma del principio de la soberanía (imagen del caballero o el héroe desconocido de las leyendas, que se convierte en rey, cuando hace suya a una misteriosa princesa)([42]).
Es posible interpretar en el mismo sentido algunas tradiciones antiguas relativas a un origen femenino del poder real([43]). Su significado es entonces exactamente opuesto a la interpretación ginecocrática de la que hablaremos en su momento. Respecto al "Arbol" es interesante señalar que, en las leyendas medievales también, está en relación con la idea imperial: el último Emperador, antes de morir, suspenderá el cetro, la corona y el escudo en el "Arbol Seco" situado, habitualmente, en la región simbólica del "preste Juan"([44]), al igual que Rolando, muriendo, suspendió en el "Arbol" su espada invencible. Otra convergencia de los contenidos simbólicos: Frazer ha revelado la relación existente entre la rama que el esclavo fugitivo debe arrancar al roble sagrado de Nemi para poder combatir con el Rey de los Bosques, y el ramillete de oro que permite a Eneas descender vivo a los Infiernos, es decir, penetrar, viviendo, en lo invisible. Uno de los dones recibidos por Federico II del misterioso "preste Juan" será precisamente un anillo que vuelve invisible (es decir que trasporta en la inmortalidad y en lo invisible: en las tradiciones griegas, la invisibilidad de los héroes es frecuentemente sinónimo de su paso a la naturaleza inmortal) y asegura la victoria([45]) : igualmente Siegfried, en el Nibelungenlied (VI), gracias al mismo poder simbólico de volverse invisible, somete y conduce a las bodas reales a la mujer divina Brunhilde. Brunhilde, al igual que Siegfried, en el Sigrdrîfumâl (4‑6) aparece como quien confiere a los héroes que la "despiertan", las fórmulas de sabiduría y de victoria contenidas en las Runas.
Restos de tradiciones, en los que se repiten los temas contenidos en la leyenda arcaica del Rey de los Bosques, subsisten hasta el fin de la edad Media, e incluso mas tarde, siempre asociados a la idea antigua de que la realeza legítima es susceptible de manifestar, incluso de una forma específica y concreta ‑casi diríamos "experimental"‑ signos de su naturaleza sobrenatural. Un solo ejemplo: tras la guerra de los Cien Años, Venecia pide a Felipe de Valois facilitar la prueba de su derecho efectivo para ser rey, por uno de los medios siguientes: el primero, la victoria sobre un adversario contra el cual Felipe debería de combatir en campo cerrado, rememora al Rex Nemorensis y al restimonio místico inherente a cada "victoria"([46]). En cuanto a los otros medios, se lee en un texto de la época: "Si Felipe de Valois es, como afirmam, verdaderamente rey de Francia, que lo demuestre exponiéndose a leones hambrientos; pues los leones jamás hieren a un verdadero rey; o bien que realice el milagro de la curacion de las enfermedades, como tienen costumbre de realizar los verdaderos reyes. En caso de fracasar, se reconocería indigno del reino". Un poder sobrenatural, manifestándose por la victoria o la virtud taumatúrgica, incluso en tiempos como los de Felipe de Valois, que pertenecen ya a la era moderna, permanece pues inseparable de la idea que tradicionalmente se tenía de la realeza verdadera y legítima([47]). Abstracción hecha de la cualificación real de cada persona para representar el principio y ejercer la función, la convicción sigue siendo "que en el origen de la veneración inspirada por los reyes, figuran principalmente las virtudes y poderes divinos descendidos solo sobre ellos, y no solo los demás hombres"([48]). Joseph de Maistre escribe([49]): "Dios hace los Reyes, al pié de la letra. Prepara las razas reales; las madura en medio de una nube que esconde su origen. Parecen luego coronados de gloria y de honor; se imponen; y tal es el mayor signo de su legitimidad. Avanzan como por sí mismos, sin violencia, de una parte, y sin deliberación marcada, de la otra: es una especie de tranquilidad magnífica que no resulta fácil de expresar. Usurpation légitimae me parecería la expresión apropiada (si no fuera demasiado atrevida) para caracterizar esta especie de orígen, que el tiempo se preocupa de consagrar"([50]).
([5])Por el contrario, en Grecia y Roma, si el rey de volvía indigno del cargo sacerdotal, que oficiaba el rex sacrorum, el primero y supremo, celebrando los ritos para la colectividad, del cual era al mismo tiempo el jefe político, no podía ser rey. Cf. Fuster de COULANGES, La Cité antique, París, 17, 1900, pag. 204.
([8])A. MORET, Le rituel du culte divin en Egypte, París, 1902, pag. 26‑27; Du caractère religieux de la Royauté pharaonique, París, 1902, pag. 11.
([9])F. CUMONT, Textos et Mon, figués relatifs aux mysterères de Mithra, v. II, pag. 27; v. II, pag. 123 donde se explica como este simbolismo pasa más tarde en la Romanidad imperial. En Caldea también, se discierne al rey el título de "sol del conjunto de los hombres" (Cf. G. MASPERO, Histoire ancienne des Peuples de l'Orient class., París, 1895, v.II, pag. 622).
([16])Cf. SPIEGEL, op. cit., v. II, pag. 42‑44, v. III, pag. 654; F. CUMONT, Les Mystères de Mithra, Bruxelles, 1913, pag. 96 y sigs.
([17])Sobre el hvarenô cf. Yasht, XIX passim y 9: "Sacrificamos a la terrible gloria ‑haveêm hvarenô‑ creado por Mazda, suprema fuerza conquistadora, de alta acción, a la cual se relacionan la salvación, la sabiduría y la felicidad, en la destrucción más potente de cualquier cosa".
([19])MORET, Royauté Phar., op. cit., pag. 21, 98, 232. Una fase de tales ritos era el "movimiento circular", corresponden a la forma como el sol se desplaza en el cielo. Sobre el camino del rey, se sacificaba un animal tifónico, evocación mágico‑ritual de la victoria de Horus sobre Tifón‑Set.
([20])Cf. ibid, pag. 255, la expresión hieroglífica: "He abrazado tus carros con la vida y la fuerza, el fluido está tras de tí por toda tu vida, tu salud, para tu fuerza". Dirigida por el dios al rey en el momento de su consagración; y pag. 108‑9: "Ven hacia el templo de tu padre Amon‑Ra para que te dé la eternidad como rey de las dos tierras y a fin de que abrace tus carros con la vida y la fuerza".
([22])Ibid, pag. 23. Hemos indicado, en una cita anterior, esta misma significado del oro, igualmente en relación con la realeza, en la tradición hindú.
([25])Cf. Tao‑te‑king XXXVII; a confrontar con LXXIII, donde son mencionados los atributos siguientes: "vencer sin lucha, hacerse obedecer, atraer sin llamar, actuar sin hacer".
([26])Lun‑yû, XII, 18‑19. Respecto al género de "virtud" del cual el soberano es detentador, Cf. también Tshung‑yung, XXXIII, 6, donde se dice que las acciones secretas del Cielo se caracterizan por el más extremo grado de inmaterialidad ‑"no tienen ni sonido, ni olor", son sutiles "como la pluma más ligera".
([29])En el Tshgung‑yung (XXII, I, XXIII,I) se dice hombres perfectos o trascendentes "que si pueden ayudar el Cielo y la Tierra a transformar y a mantener los seres para que alcancen su desarrollo completo, es porque forman un tercer poder con el cielo y a tierra".
([30])Cf. Lun‑Yu, VI, 27: "La invariabilidad en el medio es lo que constituye la Virtud. Los hombres raramente permanecen en ella".
([31])Cf. REVILLE, LA RELIGION CHINOISE, París, 1889, pag. 58‑60, 137: "Los chinos distinguen netamente la función imperial de la persona misma del emperador. La unción es divina, transfigura y diviniza la persona tanto como la investidura. El emperador, mostrando sobre el trono, abdica de su nombre personal y se hace nombre con un título imperial que elige o que se elije para él. El Emperador, en China, es menos una persona que un elemento, una de las grandes fuerzas de la naturaleza, algo como el sol o la estrella polar". Toda desgracia, la revuelta de las masas, significa que "el individuo ha traicionado el principio que, le mantiene en pié"; es un signo del "cielo" de la decadencia del soberano, no en tanto que soberano, como individuo.
([35])Cf. FRAZER, The Golden Bough., trad. ital., Roma, 1925, v. II, pag. 11, sg. LEVY‑BRUHL (La mentalidad primitiva, París 1925, pag. 318‑337, 351) pone en claro la idea de que los pueblos llamados "primitivos", segun la cual "cada desgracia descalifica místicamente", correlativamente a la otra idea según la cual el éxito no se debe nunca solo a las causas naturales. Por lo que es de la misma concepción, contemplada bajo una forma superior, es decir, al hvarenô o gloria mazdea cf. SPIEGEL, Eran. Altern; op. cit., III, pág. 598-654.
([36])JOURDANES, XIII, apud W. GOLTHER, Handbuch der germanischen Mythologie, Leipzig, 1895, pág. 194
([38])Yasht, XIX, 34‑35. El hvarenô se retira tres veces, en
relación con la triple dignidad de Yima como sacerdote, guerrero y "agricultor".
([39])El árbol ashvattha de la tradición hindú tiene las raices en lo alto, es decir, en los cielos, en lo invisible (cf. Kâthaka‑Upanishad, VI, 1, 2). En el primero de estos textos, el árbol, al ser puesto en relación con la fuerza vital (prana) y con el "rayo", remite entre otros a los carácteres de la "fuerza" representada por el cetro faraónico. Por lo que está en relación con la fuerza de victoria, cf. Atharva‑Veda (III, 6, 1‑3, 4) donde el ashvattha es llamada el aliado de Indra, el dios guerrero, en tanto que matador de Vrtra, es invocada en estos términos: "Contigo, vencedor como el toro irresistible, contigo, o Ashvattha, podemos vencer a nuestros enemigos".
([40])En la tradición egipcia, el "nombre" del rey está escrito por los dioses sobre el árbol sagrado ashed donde está "eternamente fijado" (cf. MORET, Royauté Pharaon., 103). En la tradición irania existe una relación entre Zaratustra, prototipo de la realeza divina de los persas y un árbol celeste, trasnsplantado a la cumbre de una montaña (Cf. SPIEGEL, r. Altert., I, pag. 688). Para los significados de ciencia, inmortalidad y de vida ligados al árbol y a las diosas, cf., en general, GOBLET d'ALVIELLA ‑ La migration des Symboles, París, 1891, pag 151‑206. Respecto al árbol iranio, Gaokema, que confiere la inmortalidad, ver Bundehesh, XIX, 19; XLII, 14; LIX, 5. Recordemos enfin la planta del ciclo heroico de Gilgamesh del cual se dice: "He aquí la planta que apaga el deseo inagotado. Su nombre es: eterna juventud".
([42]) Cf. P. FOLL‑WINDEGG, Die Gekrönten. Stuttgart, 1985, pag. 114, sigs. Respecto a la asociación entre la mujer divina, el árbol y la realeza sagrada cf. también las expresiones del Zohar (III, 50b; III, 51a ‑ y también: II, 144b, 145a. La tradición romana de la gens Julia, que hacía remontar su origen a la Venus genitrix, y a la Venus victrix, se refiere, en parte, al mismo orden de ideas. En la tradición japonesa, tal como se había perpetuado, sin cambio, hasta ayer, el origen del poder imperial era atribuido a una diosa solar ‑Amaterasu Omikami‑ y el momento central de la ceremonia de accesión al poder ‑dajo‑sai‑ correspondía a la relación que el emperador establecía con la diosa con "la ofrenda del nuevo alimento".
([43])Por ejemplo, en la India antigua, la esencia de la realeza se condensaba, en su esplendor, en una figura de mujer divina o semi‑divina ‑Shri, Lakshimi, Padma, etc.‑ que elegía o "abrazaba" al rey y se convierte en su esposa, fuera de sus esposas humanas. Cf. The cultural heritage of Indias, Calcutta, s.d., v. III, pag. 252 sigs.
([44])Cf. A. GRAF, Roma nelle memorie e nelle imaginazioni del Medioevo, Torino, 1883, v. V. p. 488; J. EVOLA, Il mistero del Graal, Milán, 1952.
([46])Este concepto será aclarado más adelante. Aquí ‑como, de un forma más general, en "el combate judicial" en uso durante la edad media caballeresca‑ no aparece más que bajo una forma materializada. Tradicionalmente, el vencedor reporta la victoria en tanto que se encarnaba en él una energía no humana‑ y una energía no humana o se encarnaba en él en la medida en que era victorioso: dos momentos de un acto únido, el reencuentro de un "descenso" con un "ascenso".
([47])Cf. BLOCH, Reois thaumat., cit., pag. 16. La Tradición atestigua igualmente el poder taumaturgico de los emperadores romanos Adriano y Vespasiano (TACITO, Hist., IV, 81; SUETONIO, Vespas.VII). Entre los carolingios, se encuentra uana huella según la cual el poder curador impregna, incluso materialmente, hasta los vestidos reales; a partir de Roberto el Piadosa para los reyes de Francia y de Eduardo el Confesor para los reyes de Inglaterra, hasta en la época de la revolución, el poder taumatúrgico se transmitiría por vía dinástica; se traducía primeramente por la curación de todas las enfermedades, luego se restringió a algunas, se manifestaba en miles de casos, hasta el punto de aparecer, según la expresión de Pierre Mathieu, como "el único milagro perpetuo en la región de los cristianos" (cf. BLOCH, op. cit., passim, y pag. 33, 40, 410). Ver también C. AGRIPPA Occ. phil., III, 35) que escribía: "Es por ello que los reyes pontífices, si son justos, representan la divinidad sobre la tierra y participan de su poder. Es así que incluso si se contentan con tocar a los enfermos, los sanan de sus enfermedades..."
([49])J. de MAISTRE, Essais sur le principe générateur des constitutions politiques, Lyon, 1843, pag. XII ‑ XIII.
([50])Según la tradición iránia igualmente, la naturaleza de un ser real debe, antes o despues, afirmarse iresistiblemente (cf. SPIEGEL, Eran. Altert., III, pag. 599). En el fragmento de J. de MAISTRE, reaparece la concepción mística de la victoria, en este sentido que "imponerse" es presentado, aquí, como "el mayor signo de la legitimidad" de los reyes.
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