Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.Traslación de la idea del Imperio. La Edad Media gibelina
Biblioteca Julius Evola.- Evola no considera que la cristianización del imperio romano certificara la desaparicion de la tradición de Europa. Antes bien, reconoce que el espíritu del cristianismo primitivo sufrio una primera rectificación con el edicto de Constantino, luego, en la edad media, vivió su última aurora en Europa, especialmente en la Edad Media gibelina con el Sacro Imperio Romano Germánico. Evola considera que este renacimiento de la tradición en Europa se debió a la renovación del ethos pagano con la llegada de las tribus germánicas y cuando éstas renovaron el espíritu de la romanidad.
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TRASLACION DE LA IDEA DEL IMPERIO. LA EDAD MEDIA GIBELINA
En relación al cristianismo, la fuerza de la tradición que da a Roma su rostro se evidencia en el hecho de que la nueva fe, si bien consiguió derribar a la antigua, no supo conquistar realmente el mundo occidental en tanto que cristianismo puro; allí donde alcanzó alguna grandeza, no fue más que traicionándose a sí mismo, en una cierta medida, y recurriendo a la ayuda de elementos tomados de la tradición opuesta ‑elementos romanos y clásicos pre‑cristianos‑ más que a través del elemento cristiano en su forma original.
En realidad, el cristianismo no "convirtió" más que exteriormente al hombre occidental, del que constituyó la "fe" en el sentido más abstracto, pero cuya vida efectiva continuó obedeciendo a formas más o menos materializadas de la tradición opuesta a la acción y más tarde, en la Edad Media, a un ethos que, de nuevo, debía ser esencialmente la impronta del espíritu nórdico‑ario. Teóricamente, Occidente aceptó el cristianismo, y el hecho de que Europa acogiese tantos temas que evidenciaban la concepción hebraica y levantina de la vida, es algo que siempre ha producido estupor al historiador; pero, prácticamente, Occidente permaneció pagano. El resultado fue un hibridismo. Incluso bajo su forma católica atenuada y romanizada, la fe cristiana fue un obstáculo que privó al hombre occidental de la posibilidad de integrar su verdadero e irreductible modo de ser gracias a una concepción de lo sagrado y a relaciones con lo sagrado, conformes a su propia naturaleza. A su vez, es precisamente este modo de ser lo que impidio que el crístianismo instaurara en Occidente una tradición de tipo opuesto, es decir, sacerdotal y religiosa, conforme a los ideales de la Ecclesia de los orígenes, al pathos evangélico y al símbolo del cuerpo místico de Cristo. Examinaremos más adelante los efectos de esta doble antítesis sobre el desarrollo de la historia de Occidente. Tiene un lugar importante entre los procesos que desembocaron en el mundo moderno propiamente dicho.
En un momento del ciclo, la idea cristiana, al colocar el énfasis en lo subrenatural, parece hacer sido absorvida por la idea romana bajo una forma propia, incluso tendente a dotar otra vez de una notable dignidad a la misma idea imperial, cuya tradición se encontraba ya desmantelada en el centro representado por la "Ciudad Eterna". Nos referimos al ciclo bizantino, el ciclo del Imperio romano de Oriente. Pero aquí, históricamente, se repite en amplia medida lo que se había verificado en el bajo Imperio. Teóricamente, la idea imperial bizantina presenta un alto grado de tradicionalidad. Se encuentra afirmado el concepto del dominador sagrado cuya autoridad viene de lo alto, cuya ley es imagen de la ley divina, con un alcance universal, y al cual se somete el mismo clero, pues sobre él recae la dirección, tando de las cosas espirituales como de las temporales. Se encuentra afirmada igualmente la noción de "Romanos", que expresa la unidad de los que el carisma inherente a la participación en el ecumene romano‑cristiano eleva a una dignidad superior a la de cualquier otra persona. De nuevo el Imperio es sacrum y su pax tiene un significado supraterrestre. Pero, más aun que en el tiempo de la decadencia romana, no se trata más que de un símbolo sostenido por fuerzas caóticas y turbulentas, pues la sustancia étnica, más aun que en el ciclo imperial romano, lleva el sello del demonismo, la anarquía y el principio de agitación incesante propio del mundo helénico‑oriental desagregado y crepuscular. Aquí también, se creyó que el despotismo y una estructura centralista burocrático‑ administrativa podían reconstruir lo que solo había podido hacer posible la autoridad espiritual de representantes cualificados, rodeados de hombres que dispusieran efectivamente, en virtud de su raza no solo nominal, sino sobre todo interior, de la cualidad de "Romanos". Aquí también, las fuerzas de disolución debían, pues, tomar ventaja aunque, en tanto que realidad política, Bizancio consiguió mantenerse durante casi un milenio. De la idea romano‑cristiana bizantina no subsistieron más que ecos, que se encuentran, bajo una forma muy modificada, entre los pueblos eslavos, o bien en el momento de "recuperación" correspondiente a la Edad Media gibelina.
A fin de poder seguir el desarrollo de las fuerzas que ejercieron sobre Occidente una influencia decisiva, es necesario detenernos un instante, sobre el catolicismo. Este cobró forma a través de la rectificación de algunos aspectos extremistas del cristianismo de los orígenes, a través de la organización, más allá del simple elemento místico‑sotereológico, de un corpus ritual y simbólico, y gracias a la absorción y adaptación de elementos doctrinales y de principios de organización extraidos de la romanidad y de la civilización clásica en general. Es así como el catolicismo presenta en ocasiones rasgos "tradicionales" que no deben sin embargo, prestarse a equívoco. Lo que posee en el cristianismo un carácter verdaderamente tradicional no es en absoluto cristiano, y lo que tiene de cristiano no es tradicional. Históricamente, a pesar de todos los esfuerzos tendentes a conciliar los elementos heterogéneos y contradicotrios (1), a pesar de toda la obra de absorción y adaptación, el catolicismo siempre delató el espíritu de las civilizaciones lunar‑sacerdotales hasta el punto de perpetuar, bajo otra forma, la acción antagonista de las influencias del sur, a las cuales facilita incluso un cuerpo: la organización de la Iglesia y sus jerarquías.
Esto aparecerá claramente cuando examinemos el desarrollo del principio de autoridad reivindicado por la Iglesia. Durante los primeros siglos del Imperio cristianizado y en el período bizantino, la Iglesia aparecía aun subordinada a la autoridad imperial; en los concilios, los obispos dejaban la última palabra al príncipe, no solo en materia de disciplina sino también de dogma. Progresivamente, se deslizó siempre la idea de la igualdad de los dos poderes, de la Iglesia y del Imperio. Las dos instituciones parecían poseer, una u otra, una autoridad y un destino sobrenaturales y tener un origen divino. Si seguimos el curso de la historia, constatamos que en el ideal carolingio subsiste el principio según el cual el rey no gobierna solo al pueblo, sino también al clero. Por orden divina debe velar para que la Iglesia realice su misión y su función. De ahí que no solo sea consagrado por los mismos símbolos que los de la consagración sacerdotal, sino que posea también la autoridad y el derecho de destituir al clero indigno. El monarca aparece verdaderamente, según Catwulf, como el rey‑sacerdote según la orden de Melkisedech, mientras que el obispo no es más que el vicario de Cristo (2). Sin embargo, a pesar de la persistencia de esta alta y antigua tradición, termina por prevalecer la idea de que el gobierno real debe ser comparado al de un cuerpo y el gobierno sacerdotal al del alma. Se abandonaba así implícitamente la idea misma de igualdad de los dos poderes y se preparaba una inversión efectiva de las relaciones.
En realidad, si en todo ser razonable, el alma es el principio que decide lo que el cuerpo ejecuta, ¿cómo concebir que aquellos que admitían que su autoridad estuviera limitada al cuerpo social no debieran subordinarse a la Iglesia a la cual reconocían un derecho exclusivo sobre las almas y su diección? Fue así como la Iglesia debía finalmente contestar y considerar prácticamente como una heregía y una prevaricación del orgullo humano, la doctrina de la naturaleza y del origen divino de la realeza y ver en el príncipe un laico igual a todos los otros hombres ante Dios e incluso ante la Iglesia, algo así como un simple funcionario instituido por el hombre, según el derecho natural, para dominar al hombre, y que a través de las jerarquías eclesiásticas recibía la consagración necesaria para que su gobierno no fuera el de una civitas diaboli (3).
Es preciso ver en Bonifacio VIII ‑que no duda en ascender al trono de Constantino con la espada, la corona y el cetro, declarar: "Soy Cesar y Emperador"‑ la conclusión lógica de una orientación de carácter teocrático‑meridional: se termina por atribuir al sacerdote las dos espadas evangélicas, la espiritual y la temporal, y no se ve en el Imperio más que un simple beneficium conferido por el Papa a alguien que a cambio debe vasallage a la Iglesia e incluso la misma obediencia que se exige a un feudatario a quien se ha investido. Pero, aunque el jefe de la Iglesia romana podía encarnar esencialmente, la función de los "servidores de Dios", este guelfismo, lejos de significar la restauración de la unidad primordial y solar de dos dos poderes, muestra solo hasta que punto Roma se había alejado de su antigua tradición y representaba en el mundo europeo, el principio opuesto, la dominación de la verdad del Sur. En la confusión que se manifestará en los símbolos, la Iglesia, al mismo tiempo que se arrogaba, en relación al Imperio, el símbolo del Sol en relación a la Luna, adoptaba por si misma el símbolo de la Madre, y consideraba al Emperador como uno de sus hijos. En el ideal de supremacía guelfo se expresa pues un retorno a la antigua visión ginecocrática: la autoridad, la superioridad y el derecho la dominación espiritual del principio materno sobre el masculino, ligado a la realidad temporal y caduca.
Es así como se efectúa la traslación. La idea romana fue recuperada por razas puras de origen nórdico, a quienes la migración había llevado hasta el espacio de la civilización romana. Es ahora el elemento germánico quien defenderá la idea imperial contra la Iglesia, que despertará a una vida nueva la fuerza formadora de la antigua romanitas. Y es así como surgen, con el Sacro Imperio romano y la civilización feudal, las dos últimos grandes manifestaciones tradicionales que conoció Occidente.
Los germanos del tiempo de Tácito aparecían como linajes muy próximos a los aqueos, paleo‑iranios, paleo‑romanos y nórdico‑ arios en general que se habían conservado, en más de un aspecto ‑ a partir del plano racial‑ en un estado de pureza "prehistórica". Es la razón por la cual pudieron aparecer como "bárbaros", al igual que más tarde los godos, lombardos, burgundios, francos, a lo ojos de una "civilización" que, "desanimada" en sus estrucuras juridico‑administrativas y, habiéndose entregado a formas "afrodíticas" de refinamiento hedonista‑ciudadano, de intelectualismo, esteticismo y disolución cosmopolita, no representaba más que la decadencia. En la rudeza de sus costumbres se expresaba sin embargo una existencia forjada por los principios de honor, de fidelidad y orgullo. Era precisamente este elemento "bárbaro" el que representaba la fuerza vital, cuya ausencia había sido una de las principales causas de la decadencia romana y bizantina.
Considerar a los germanos como "razas jóvenes" representa pues uno de los errores desde un punto de vista al cual escapa el carácter de la alta antiguedad. Estas razas no eran jóvenes más que en el sentido de la juventud que confiere el mantenimiento de un contacto con los orígenes. En realidad, descendían de capas que fueron las últimas en abandonar las regiones árticas y se encontraron, por ello, preservadas de las mezclas y alteraciones sufridas por los pueblos vecinos que habían abandonado estas regiones en una época muy anterior. Tal había sido el caso de las capas peleo‑indo‑europeas establecidas en el Mediterréneo prehistórico.
Los pueblos nórdico‑germánicos, a parte de su ethos, aportaban también en sus mitos las huellas de una tradición derivada directamente de la tradición primordial. Ciertamente, cuando aparecieron como fuerzas determinantes sobre la escena de la gran historia europea, habían perdido prácticamente el recuerdo de sus orígenes y esta tradición no subsistió más que bajo forma de residuos fragmentarios, frecuentemente alterados y "primitivizados", pero esto no les impedía continuar aportando, a título de herencia más profunda, las potencialidades y la visión innata del mundo a partir de la cual se desarrollan los ciclos "heroicos".
En efecto, el mito de los Eddas conocía tanto el destino de la caida como la volunad heroica que se le opone. En las partes más antiguas de este mito persiste el recuerdo de una congelación que detiene las doce "corrientes" que parten del centro primordial, luminoso y ardiente, del Muspensheim, situado "en el extremo de la tierra", centro que corresponde al airyanemvaëjo, la Hiperbórea irania, la isla radiante del norte de los hindúes y de las otras representaciones del lugar de la "edad de oro" (4). Se trata de la "Isla Verde" (5) que flota sobre el abismo, rodeado por el océano; es aquí donde se situaría el principio de la caida y de los tiempos oscuros y trágicos, porque la corriente cálida del Muspelheim reencuentra la corriente helada del Huerghmir (las aguas, en este género de mitos tradicionales, significaban la fuerza que da la vida a los hombres y a las razas). Y al igual que en el Avesta el invierno helado y tenebroso que vuelve desierto el airyanem‑vaêjo, fue considerado como un acto del dios enemigo contra la creación luminosa, como en el mito del Edda puede ser considerado como alusión a una alteración que favoreció el nuevo ciclo. La alusión a una generación de gigantes y seres elementales telúricos, de criaturas resucitadas en el hielo por la corriente cálida y contra las cuales luchará la raza de los Ases (6) viene en apoyo de esta interpretación.
A la enseñanza tradicional relativa a la caida que prosigue a través de las cuatro edades del mundo, corresponde, en el Edda, el conocido tema del rakna‑rökkr, el "destino" u "oscurecimiento" de los dioses. Esto ocurre en un mundo en lucha, dominado por la dualidad. Esotéricamente, este "oscurecimiento" concierne metafóricamente a los dioses. Se trata ante todo del oscurecimiento de los dioses en la conciencia humana. Es el hombre quien, progresivamente pierde a los dioses, es decir las posibilidades de contacto con ellos. Sin embargo este destino puede ser eludido durante largo tiempo en tanto sea mantenido, en su pureza, el depósito de este elemento primordial y simbólico, del que había ya hecho, en la región original del Asgard, el "palacio de los héroes", la sala de los doce tronos de Odín: el oro. Pero este oro que podía ser un principio de salvación en tanto que no ha sido tocado por la raza elemental, ni por el hombre, cae finalmente en poder de Alberic, rey de los seres subterráneos, que se convertirán en los Nibelungos en la redacción mas tardía del mito. Se trata manifiestamente aquí de un eco de lo que corresponde, en otras tradiciones, al advenimiento de la edad de bronce, al ciclo de la usurpación titánico‑prometeica, en la época prediluviana de los Nephelin. No está quizás carente de relación con una involución telúrica y mágica, en el sentido inferior del término, de los cultos precedentes (7).
En frente, se encuentra el mundo de los Ases, divinidades nórdico‑germánicas que encarnan el principio uranio bajo su aspecto guerrero. Es Donnar‑Thor, exterminador de Thym e Hymir, "el más fuerte entre los fuertes", el "irremisible", el señor del "asilo contra el terror" cuya arma terrible, el doble martillo Mjölnir, es, al mismo tiempo una variante del hacha simbólica hiperbórea bicúspide y un signo de la fuerza‑rayo propia de los dioses uranios del ciclo ario. Es Wotan‑Odín, aquel que concede la victoria y posee la sabiduría, el dueño de las fórmulas mágicas todopoderosas que no son comunicadas a ninguna mujer, ni siquiera a una hija del rey, el Aguila, huesped de los héroes inmortalizados que las Walkirias elijen sobre los campos de batalla y a quienes hacen sus hijos (8); aquel que da a los nobles "de este espíritu que vive y no perece, incluso cuando el cuerpo se disuelve en la tierra" (9); aquel al cual, por otra parte, los linajes reales remiten su origen. Es Tyr‑Tiuz, dios de las batallas y, al mismo tiempo, dios del día, del cielo solar irradiante, al cual se asocia la runa, Y, que corresponde al signo muy antiguo, nórdico‑atlántico, del "hombre cósmico con los brazos alzados" (10).
Uno de los temas de los ciclos "heroicos" aparece en la leyenda relativa al linaje de los Wölsungen, engendrado por la unión de un dios con una mujer. De esta raza nacerá Sigmund, que se apropiará de la espada clavada en el Arbol divino; luego, el héroe Sigurd‑Siegfried, que se vuelve dueño del oro caido en las manos de los Nibelungos, mata al dragon Fafnir, variante de la serpiente Nidhögg, que roe las raices del árbol divino Yggdrassil (a la caida del cual se hundirá también la raza de los dioses) y personifica así la fuerza oscura de la decadencia. Si el mismo Sigurd es finalmente muerto a traición, y el oro restituido a las aguas, no es menos cierto que el héroe posee la Tarnkappe, es decir, el poder simbólico que hace pasar lo corporal a lo invisible, el héroe predestinado a la posesión de la mujer divina (Brunhilde como reina de la isla septentriotal) sea bajo la forma de Walkiria, virgen guerrera pasada de la sede celeste a la terrestre.
Los más antiguos linajes nórdicos consideraron como su patria de origen Gardarika, tierra situada en el extremo norte. Incluso aun cuando este país no fuera considerado mas que como una simple región de Escandinavia, seguiría asociado al recuerdo de la función "polar" del Mitgard, del "centro" primordial: transposición de recuerdos y tránsitos de lo físico a lo metafísico, en virtud de los cuales Gardarika fue, correlativamente, considerada también como idéntica al Asgard. Es en el Asgard donde habrían vivido los antepasados no‑humanos de las familias nobles nórdicas y algunos reyes sagrados escandinavos, que como Gilfir, habrían ido allí para anunciar su poder y recibir la enseñanza tradicional del Eda. Pero el Asgard es también la tierra sagrada ‑keilakt land‑ la región de los olímpicos nórdicos y de los Ases, prohibida a la raza de los gigantes.
Estos temas eran pues propios de la herencia tradicional de los pueblos nórdico‑germánicos. En su visión del mundo, la percepción de la fatalidad de la decadencia, de los ragna‑rökk, se unía a ideales y a representaciones de dioses típicos de los ciclos "heroicos". Más tarde, sin embargo, esta herencia, tal como hemos dicho, se convirtió en subconsciente, el elemento sobrenatural se encontró velado en relación a los elementos secundarios y bastardos del mito y de la leyenda, y con él, el elemento universal contenido en la idea del Asgard‑Mitgard, "centro del mundo".
El contacto de los pueblo germánicos con el mundo romano‑ cristiano tuvo una doble consecuencia.
De una parte, si su descenso terminó por trastornar, en el curso de un primer momento, el aparato material del Imperio, se tradujo, interiormente, en una aportación vivificante, gracias a la cual debían ser realizadas las condiciones necesarias para una civilización nueva y viril, destinada a reafirmar el símbolo romano. Fue en el mismo sentido que se operó igualmente una rectificación esencial del cristianismo e incluso del catolicismo, sobre todo en lo que concierne a la visión general de la vida.
Por otra parte, la idea de la universalidad romana, al igual que el principio cristiano, bajo su aspecto genérico de afirmación de un orden sobrenatural, produjeron un despertar más alto de la vocación de los linajes nórdico‑germánicos, y sirvieron para integrar sobre un plano más elevado y hacer vivir en una forma nueva lo que se había materializado y particularizado frecuentemente entre ellos bajo la forma de tradiciones propias a cada una de las razas (11). La "conversión" en lugar de desnaturalizar sus fuerzas, las purificó y volvió precisamente aptas para recuperar la idea imperial romana.
La coronación del rey de los francos comportaba ya la fórmula: Renovatio romani Imperii; además, una vez fue asumida Roma como fuente simbólica de su imperium y de su derecho, los principes germánicos debieron finalmente agruparse contra la pretensión hegemónica de la Iglesia y convertirse en el centro de una gran corriente nueva, tendiente a una restauración tradicional.
Desde el punto de vista político, el ethos innato de las razas germánicas dió a la realidad imperial un carácter viviente, firme y diferenciado. La vida de las antiguas sociedades nórdico‑ germánicas se fundaba sobre los tres principios de personalidad, libertad y fidelidad. El sentido de la comunidad indiferenciada les era completamente ajeno así como la incapacidad del individuo para valorizarse fuera de los marcos de una institución abstracta. La libertad es aquí, para el individuo, la medida de la nobleza. Pero esta libertad no es anárquica e individualista; es capaz de una entrega trascendente de la persona, conoce el valor transfigurante de la fidelidad hacia aquel que es digno y al cual se somete voluntariamente. Es así como se formaron grupos de fieles en torno a jefes a los cuales podía aplicarse la antigua fórmula: "La suprema nobleza del Emperador romano es ser, no un propietario de esclavos, sino señor de hombres libres, que ama la libertad incluso de aquellos que le sirven". Conforme a la antigua concepción aristocrática romana, el Estado tenía por centro el consejo de jefes, cada uno libre, señor en su tierra, jefe del grupo de sus fieles. Más allá de este consejo, la unidad del Estado y, en cierta forma, su aspecto suprapolítico, estaba encarnado por el rey, en tanto que pertenecía ‑a diferencia de los meros jefes militares‑ a un linaje de origen divino: entre los godos, los reyes eran frecuentemente designados bajo el nombre de amales, los "celestes", los "puros". Originariamente, la unidad material de la nación se manifestaba solamente con ocasión de una acción, de la realización de un fin común, particularmente de conquista o defensa. Es en este caso solamente como funcionaba una institución nueva. Junto al rex, era elegido un jefe, dux o heretigo, y una jerarquía rígida se formaba expontáneamente, el señor libre se convertía en hombre del jefe, cuya autoridad llegaba incluso hasta la posibilidad de quitarle la vida si faltaba a los deberes que había asumido. "El príncipe lucha por la victoria, el sujeto por su príncipe". Protegerlo, considerarlo como la esencia misma del deber de fidelidad "ofrecer en honor del jefe sus propios gestos heroicos", tal era, ya según Tácito (12), el principio. Una vez finalizada la empresa, se recuperaban la independencia y la pluralidad originales.
Los condes escandinavos llamaban a su jefe "el enemigo del oro" porque en su calidad de jefe, no debía guardar nada para él y también "el anfitrión de los héroes" por que constituía para él un honor acoger en su casa, casi como a sus padres, a sus guerreros fieles, sus compañeros y sus pares. Entre los francos también, antes de Carlomagno, la adhesión a una iniciativa era libre: el rey invitaba, o procedía a realizar un llamamiento, o bien los príncipes mismos proponían la acción, pero no existía en todo caso ningún "deber", ni "servicio" impersonal: por todas partes reinaban relaciones libres, fuertemente personalizadas, de mando y obediencia, de entente, fidelidad y honor (13). La noción de libre personalidad se convertía así en la base fundamental de toda unidad y jerarquía. Tal fue el gérmen "nórdico" de donde pudo nacer el régimen feudal, sustrato de la nueva idea imperial.
El desarrollo que desembocó en este régimen derivó de la asimilación de la idea de rey con la de jefe. El rey va ahora a encarnar la unidad del grupo incluso en tiempos de paz. Esto fue posible por el reforzamiento y la extensión del principio guerrero de la fidelidad a los tiempos de paz. En torno al rey se formó una cohorte de fieles (los huskarlar nórdicos, los gasindii, longobardos, los gardingis y los palatinos góticos, los antrustiones o convivae regis francos, etc.) hombres libres, que consideraban que el hecho de servir a su señor y defender su honor y su derecho, como un privilegio y como una manera de acceder a un modo de ser más elevado que aquel que les dejaba, en el fondo, el principio y fin de si mismos (14). La constitución feudal se realiza gracias a la aplicación progresiva de este principio, aparecido originalmente entre la realeza franca, a los diferentes elementos de la comunidad.
Con el período de las conquistas se afirma un segundo aspecto del derecho en cuestión: la asignación, a título de feudo, de tierras conquistadas, con la contrapartida del compromiso de fidelidad. En un espacio que desbordaba el de una nación determinada, la nobleza franca, irradiando, sirvió de factor en cohesión y unificación. Teóricamente, este desarrollo parece traducirse por una alteración de la constitución precedente; el señorío aparece condicionado; es un beneficio real que implica la lealtad y el servicio. Pero, en la práctica, el régimen feudal corresponde a un principio, no a una realidad cristalizada; reposa sobre la noción general de una ley orgánica de orden, que deja un campo considerable al dinamismo de las fuerzas libres, alineadas, unas junto a otras, o unas contra otras, sin atenuaciones ni alteraciones ‑el sujeto frente al señor, el señor frente al señor‑ de forma que todo ‑libertad, honor, gloria, destino, propiedad‑ se funda sobre el valor y el factor personal y nada, o casi nada, sobre un elemento colectivo, un poder público o una ley abstracta. Como se ha señalado justamente, el carácter fundamental y distintivo de la realeza no fue, en el régimen feudal de los orígenes, el de un poder "público", sino el de fuerzas en presencia de otras fuerzas, cada una responsable respecto a sí misma de su autoridad y su dignidad. Tal es la razón por la cual esta situación presenta a menudo más similitud con el estado de guerra que con el de "sociedad" pero es también por ello que comporta ‑eminentemente‑ una diferenciación precisa de las energías. Jamás, quizás, el hombre se ha visto tratado más duramente como bajo el régimen feudal y sin embargo este régimen fue, no solo para los feudatarios, obligados a velar por sí mismos y continuamente por sus derechos y su prestigio, sino para los sujetos también, una escuela de independencia y de virilidad antes que de servilismo. Las relaciones de fidelidad y de honor alcanzaron un carácter absoluto y un grado de pureza que no fueron alcanzados en ninguna otra época en la historia de Occidente (15).
De forma general, cada uno pudo encontrar, en esta nueva sociedad, tras la promiscuidad del Bajo Imperio y el caos del período de las invasiones, el lugar conforme a su naturaleza, tal como ocurre cada vez que existe un centro inmaterial de cristalización en la organización social. Por última vez en Occidente, la división social tradicional en siervos, burgueses, nobleza guerrera y representantes de la autoridad espiritual (el clero desde el punto de vista guelfo, las órdenes ascético‑ caballerescas desde el punto de vista gibelino) se constituye de una forma casi expontánea y se estabiliza.
El mundo feudal de la personalidad y de la acción no agotaba, sin embargo, las posibilidades más profundas del hombre medieval. La prueba de esto es que su fides supo también desarrollarse bajo una forma, sublimada y purificada en lo universal, teniendo por centro el principio del Imperio, sentido como una realidad ya supra‑política, como una institución de origen sobrenatural formando un poder único con el reino divino. Mientras que continuaban actuando en su espíritu formador unidades feudales y reales particulares, tenía como cúspide al emperador, que no era simplemente un hombre, sino más bien, según las expresiones características, deus‑homo totus deificatus et sanctificatus, adorandum quia praesul princeps et summus est (16). El emperador encarnaba también, en sentido eminente, una función de "centro" y pedía a los pueblos y a los príncipes, contemplando la realización de una unidad europea tradicional superior, un reconocimiento de naturaleza tan espiritual como el que la Iglesia pretendía para sí misma. Y al igual que dos soles no pueden coexistir en un mismo sistema planetario, imagen que a menudo fue aplicada a la dualidad Iglesia‑Imperio, así mismo el contraste entre estos dos poderes universales, referencias supremas de la gran ordinatio ad unum del mundo feudal, no debía tardar en estallar.
Ciertamente, de una y otra parte, los compromisos no faltaron, como tampoco las concesiones más o menos conscientes al principio opuesto. Sin embargo, el sentido de este contraste escapa a quien, deteniéndose en las apariencias y en todo lo que no se presenta, metafísicamente, más que como una simple causa ocasional, no ve más que una competición política, un conflicto de intereses y ambiciones y no una lucha a la vez material y espiritual, y considera este conflicto como el de dos adversarios que se disputan la misma cosa, que reivindican cada uno para sí la prerrogativa de un mismo tipo de poder universal. A través de esta lucha se manifiesta por el contario el contraste entre dos puntos de vista incompatibles, lo que nos remite de nuevo a las antítesis del Norte y del Sur, de la espiritualidad solar y de la espiritualidad lunar. A la idea universal de tipo "religioso" de la Iglesia, se opone el ideal imperial, marcado por una secreta tendencia a reconstruir la unidad de los dos poderes, el religioso y el hierático, lo sagrado y lo viril. Aunque la idea imperial, en sus manifestaciondes exteriores, se limitara frecuentemente a reivindicar el dominio del corpus y de la ordo del universo medieval; aunque solo fue en teoría,de hecho los Emperadores encarnaron la lex viva y estuvieran a la altura de una ascesis de la potencia (17), mientras, se retornó a la idea de la "realeza sagrada" sobre el plano universal. Y aquí donde la historia no indica más que implícitamente esta aspiración superior, es el mito quien habla: el mito que, aquí también, no se opone a la historia, sino que la completa, revelando una dimensión en profundidad. Ya hemos visto que en la leyenda imperial medieval figuran numerosos elementos que se alinean más o menos directamente con la idea del "Centro" supremo. A tavés de los símbolos variados, hacen alusiones a una relación misteriosa entre este centro y la autoridad universal y la legitimidad del emperador gibelino. Al Emperador se han transmitido los objetos emblemáticos de la realeza iniciática y se le aplica el tema del héroe "jamas muerto", oculto en la "montaña" o en una región subterránea. En él se presenta la fuerza que debería despertarse al final de un ciclo, hacer florecer el Arbol Seco, librar la última batalla contra la invasión de los pueblos de Gog y Magog. Es sobre todo a propósito de los Hohenstaufen que se afirma la idea de un "linaje divino" y "romano", que no solo detentaba el regnum, sino era capaz de penetrar en los misterios de Dios, que los otros pueden solamente presentir a través de imágenes (18). Todo esto tiene pues como contrapartida la espiritualidad secreta, de la que ya hemos hablado (I, 14), que fue propia de la otra culminación del mundo feudal y gibelino, la caballería.
Formando la caballería de su propia sustancia, el mundo de la edad media demostró de nuevo la eficiencia de un principio superior. La caballería fue el complemento natural de la idea imperial, respecto a la cual se encuentra en la misma relación que el clero en relación a la Iglesia. Fue como una especie de "raza del espíritu", en la formación de la cual la raza de la sangre tuvo una parte en absoluto despreciable: el elemento nórdico‑ario se purificó en un tipo y un ideal de valor universal, análogo al que había representado en el origen, en el mundo, el civis romanus.
Pero la caballería permitió también constatar hasta qué punto los temas fundamentales del cristianismo evangélico habían sido superados y en que amplia medida la Iglesia se vió obligada a sancionar, o, al menos, tolerar, un conjunto de principios, valores y costumbres prácticamente irreductibles al espíritu de sus orígenes. Habiéndonos referido a la cuestión en la primera parte de esta obra, nos contentaremos con recordar aquí algunos principios fundamentales.
Tomando por ideal el héroe antes que el santo, el vencedor antes que el martir, situando la suma de todos los valores en la fidelidad y en el honor antes que en la caridad y la humildad; considerando la dejadez y la vergüenza como un mal peor que el pecado; no respetando en absoluto la regla que quiere que no se resista al mal y que se devuelva bien por mal; aprestándose, antes bien, a castigar al injusto y al malvado; excluyendo de sus filas a quien siguiera literalmente el precepto cristiano de "no matar"; teniendo por principio no amar al enemigo, sino combatirlo y no ser magnánimo con él hasta haberlo vencido (19), la caballería afirma, casi sin alteración, una ética nórdico‑aria en el seno de un mundo que no era más que nominalmente cristiano.
De otra parte, la "prueba de las armas", la solución de todo problema por la fuerza, considerada como una virtud confiada por Dios al hombre para hacer triunfar la justicia, la verdad y el derecho sobre la tierra, aparece como una idea fundamental que se extiende del dominio del honor y del derecho feudal hasta el dominio teológico, pues la experiencia de las armas y la "prueba de Dios" fue propuesta incluso en materia de fé. Esta idea no es en absoluto cristiana; se refiere, más bien, a la doctrina mística de la "victoria" que ignora el dualismo propio a las concepciones religiosas, une el espíritu y la potencia, y vé en la victoria una especie de consagración divina. La interpretación teista atenuada según la cual, en la Edad Media, se pensaba en una intervención directa de un Dios concebido como persona, no resta nada al espíritu íntimo de estas costumbres.
Si el mundo caballeresco profesó igualmente la "fidelidad" a la Iglesia, muchos elementos hacen pensar que se trataba aquí de una sumisión muy próxima a la que era profesada en relación a los diversos ideales y respecto a las "damas" a las cuales el caballero se volcaba impersonalmente, ya que para él, por su vía, solo era decisiva la capacidad genérica de la subordinación heroica de la felicidad y de la vida, no el problema de la fé en el sentido específico y teológico. En fin, ya hemos visto que la caballería, al igual que las Cruzadas, poseyó, además de su aspecto exterior, un aspecto interior, esotérico.
Por lo que respecta a la caballería, ya hemos dicho que tuvo sus "Misterios". Conoció un Temple que no se identificaba pura y simplemente con la Iglesia de Roma. Tuvo toda una literatura y ciclos de leyendas, donde revivieron antiguas tradiciones precristianas: característico entre todos es el ciclo del Graal, en razón de la interferencia del tema de la reintegración heróico‑iniciática con la misión de restaurar un reino caido (20). Se forjó un lenguaje secreto, bajo el cual se escondía a menudo una hostilidad marcada contra la Curia romana. Incluso en las grandes órdenes caballerescas históricas, donde se manifiestaba netamente una tendencia a reconstituir la unidad del tipo guerrero y la del asceta, corrientes subterráneas actuaron que, allí donde afloraron, atrajeron sobre estas órdenes la legítima sospecha e, incluso amenudo, la persecución de las representantes de la religión dominante. En realidad, en la caballería, actuó igualmente un impulso hacia una reconstitución "tradicional" en el sentido más elevado, implicando la superación tácita o explícita del espíritu religioso cristiano (se recuerda el rito simbólico del rechazo de la Cruz entre los Templarios). Y todo esto tenía como centro ideal el Imperio. Fue así como surgieron incluso leyendas, recuperando el tema del Arbol Seco, donde la refloración de este árbol coincide con la intervención de un emperador que declarará la guerra al Clero, hasta el punto de que en ocasiones ‑por ejemplo en el Compendium Theologiae‑ se llegará a atribuirle los rasgos del Anticristo: oscura expresión de la sensación de una espiritualidad irreductible a la espiritualidad cristiana.
En la época en que la victoria parecía sonreir a Federico II, ya las profecías populares anunciaban: "El alto cedro del Líbano será cortado. ¡No habrá más que un solo Dios, es decir, un monarca! ¡Maldito sea el clero! Si cae, un nuevo orden está presto" (22).
Con ocasión de las cruzadas, por primera y última vez en la Europa post‑romana, se realizó, sobre el plano de la acción, por un maravillso impulso y como en una misteriosa repetición del gran movimiento histórico del Norte al Sur y de Occidente hacia Oriente, el ideal de la unidad de las naciones representada, en tiempos de paz, por el Imperio. Ya hemos dicho que el análisis de las fuerzas profundas que determinaron y dirigieron las cruzadas, no sirven para confirmar los puntos de vista propios de una historia bidimensional. En el flujo en dirección a Jerusalèn se manifestó a menudo una corriente oculta contra la Roma papal que, sin saberlo, Roma misma alimentó, de la cual la caballería era la milicia, el ideal heroico‑gibelino la fuerza más viviente y que debía concluir con un Emperador que Gregorio IX estigmatizó como aquel que "amenaza con sustituir la fé cristiana por los antiguos ritos de los pueblos paganos y, sentándose en el templo, usurpa las funciones del sacerdocio". La figura de Godofredo de Bouillon ‑este representante tan característico de la caballería cruzada, llamado lux monachorum (lo que atestigua de nuevo la unidad del principio ascético y del principio guerrero propio a esta aristocracia caballeresca)‑ es la de un príncipe gibelino que no asciende al trono de Jerusalén más que tras haber llevado a Roma el hierro y el fuego, tras haber matado con sus manos al anticésar Rodolfo de Rhinfeld y haber expulsado al papa de la ciudad santa (24). Además, la leyenda establece un parentesco significativo entre este rey de los cruzados y el mítico caballero del cisne ‑el Helias francés, el Lohengrin germánico (25)‑ que encarna a su vez símbolos imperiales romanos (su lazo genealógico simbólico con el mismo César), solares (relación etimológicaposible entre Helias, Helios, Elías) e hiperbóreos (el cisne que lleva a Lohengrin a la "región celeste" es también el animal emblemático de Apolo entre los hiperbóreos y es un tema que se reencuentra frecuentemente en los vestigios paleográficos del culto nórdico‑ario). De estos elementos históricos y míticos resulta que sobre el plano de las Cruzadas, Godofredo de Bouillon representa, también, un símbolo del sentido de esta fuerza secreta en la que no hay que ver, en la lucha política de los emperadores teutónicos e incluso en la victoria de Otón I, más que una manifestación exterior y contingente.
La ética caballeresca y la articulación del régimen feudal, tan alejados del ideal "social" de la Iglesia de los orígenes, el principio resucitado de una casta guerrera ascética y sacralmente reintegrada, el ideal secreto del imperio y de las cruzadas, imponen pues a la influencia cristiana sólidos límites. La Iglesia los acepta en parte: se deja dominar ‑se "romaniza"‑ para poder dominar, para poder mantenerse en la cresta de la ola. Pero resiste en parte, quiere erosionar la cúspide, dominar el Imperio. La ruptura subsiste. Las fuerzas suscitadas escapan aquí y allí a las manos de sus evocadores. Luego ambos adversarios se separan y desprenden de la lucha y uno y otro emprenden la senda de una decadencia similar. La tensión hacia la síntesis espiritual se aminora. La iglesia renunciará cada vez más a la pretensión real, y la realeza a la aspiración espiritual. Tras la civilización gibelina ‑espléndida primavera de Europa, estrangulada en su nacimiento‑ el proceso de caida se afirmará a partir de entonces sin encontrar obstáculos.
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