Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 18. Juegos y victoria
Biblioteca Julius Evola.- La via de la acción tiene dos desembocaduras, los juegos y la guerra santa. Evola, en este primer capítulo, alude a dos conceptos fundamentales: el concepto de "victoria" y su origen, como concepto metafísico y manifiestación de una fuerza no-humana alcanzada tras el seguimiento de una disciplina de ascesis y, de otro lado los "juegos" que, como los Olímpicos, suponían la hipostatización de esa fuerza superior y no-humana en determinados atletas y en la figura del vencedor.
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JUEGOS Y VICTORIA
Los juegos, ‑ludi, en razón del carácter sagrado que revestían en la antigüedad clásica, representaban otras formas de expresión características de la tradición de la acción.
"Ludorum primum initium procurandis religionibus datum" afirma Tito Livio. Hubiera sido peligroso olvidar los sacra certamina, que podían simplificarse si las arcas del Estado estaban vacías, pero jamás suprimirse. La constitución de Urso obligó a diunviros y ediles a celebrar juegos en honor de los dioses. Vitrubio quiere que cada ciudad tenga su teatro, deorum immortalium diebus festis ludorum spectationibus([1]); y el presidente de los juegos del Gran Circo era también, en los orígenes, sacerdote de Ceres, de Liber y Libera. En todo caso, los juegos estuvieron siempre presididos, en Roma, por un representante de la religión oficial patricia, y de los colegios sacerdotales especiales (por ejemplo los Salii agonali) algunos incluso fueron creados para los juegos. Los ludi estaban tan estrechamente ligados a algunos templos que los Emperadores cristianos se vieron obligados a conservarlos, pues su abolición hubiera entrañado la de los juegos: estos, en realidad, se prolongaron, como pocas instituciones de la Roma antigua, tanto como duró el imperio([2]). Un ágape, al cual los demonios estaban invitados ‑invitatione daemonum‑ los clausuraba, con el significado manifiesto de rito de participación en la fuerza mística que les estaba relacionada([3]). "Ludi scenici... inter res divinas a doctissimis conscribuntur", refiere San Agustín([4]).
Res divinae, tal era el carácter de lo que se puede hacer corresponder al deporte y al embotamiento deportivo plebeyo de nuestros días. En la tradición helénica, la institución de los juegos más importantes estuvo estrechamente ligado a la idea de la lucha de las fuerzas olímpicas, heroicas y solares, contra las fuerzas naturales y elementales. Los juegos píticos de Delfos recordaban el triunfo de Apolo sobre Pitón, y la victoria del dios hiperbóreo en su competición con los otros dioses. Los juegos nemeos recordaban la victoria de Hércules sobre el león de Nemea. Los juegos olímpicos se referían igualmente a la idea del triunfo de la raza celeste sobre la raza titánica([5]). Hércules, el semi‑dios aliado de los Olímpicos contra los gigantes en las empresas a las cuales se relaciona principalmente su tránsito a la inmortalidad, habrían creado los juegos olímpicos([6]) tomando simbólicamente en la tierra de los Hiperbóreos el olivo con el cual se coronaba a los vencedores([7]). Estos juegos tenían un crácter rigurosamente viril. Les era absolutamente prohibido asistir a las mujeres. Además, no era casualidad que números y símbolos sagrados aparecieran en los círcos romanos: el tres, en los ternae summitates metarum y en los tres arae trinis Diis magnis potentibus valentibus que Tertuliano([8]) relaciona con la gran Triada de Samotracia; el cinco, en los cinco spatia de los circuitos domicianos; el doce zodiacal en el número de las puertas por donde entraban los carros, al principio del Imperio; los siete en el número de los juegos anuales en los tiempos de la república, en el número de los altares de los dioses planetarios, coronados por la pirámide del sol del Gran Circo([9]), en el número total de las vueltas de las que se componían las carreras completas, e incluso en el número de los "huevos" y los "delfines" o "tritones" que se encontraban en cada uno de estos siete curricula([10]). Pero ‑como ha revelado Bachofen‑ el huevo y el tritón aludían simbólicamente, a su vez, a la dualidad fundamental de las fuerzas del mundo: el "huevo" representa la materia generadora, encierran toda potencialidad, mientras que el "triton" o "caballo marino", consagrado a Poseidón‑Neptuno, frecuente representación de la ola, expresaba la potencia fecundadora fálico‑telurica, al igual que, según una tradición referida por Plutarco, la corriente de las aguas del Nilo era la imagen de la fuerza fecundadora del macho primordial regando a Isis, símbolo de la tierra de Egipto. Esta dualidad se refleja en el emplazamiento mismo de los juegos y de los equiria: en el valle situado entre el Aventino y el Palatino y consagrado a Murcia ‑una de las divinidades femeninas ctónicas‑ donde Tarquino hizo construir su circo; y las pistas de los equiria partían de la corriente del Tíber y tenían por metae espadas clavadas en el Campo de Marte([11]). Símbolos heroicos y viriles se encontraban pues al final, al , mientras que en el inicio y en los alrededores figuraban el elemento femenino y material de la generación: el agua fluyente y el suelo consagrado a las divinidades ctónicas.
La acción se inscribía así en un marco de símbolos materiales de un significado elevado, adecuados para conferir una mayor eficacia al "método y a la técnica mágica" ocultos en los juegos([12]); estos se iniciaban siempre por sacrificios y fueron a menudo celebrados para invocar a las fuerzas divinas en los momentos de peligro nacional. El ímpetu de los caballos, el vértigo de la carrera tendida hacia la victoria por siete circuitos, y comparada, por otra parte, a la carrera del sol al cual se había consagrado([13]), evocaba de nuevo el misterio de la corriente cósmica lanzada en el "ciclo de la generación" según la jerarquía planetaria. La muerte ritual del caballo vencedor, consagrado a Marte, se refiere al sentido general del sacrificio. Parece que los romanos utilizaron sobre todo la fuerza así liberada para favorecer ocultamente la recolección, ad frugum eventum. Este sacrificio, pudo por otra parte, ser considerado como la réplica del ashvamedha indo‑ario, que era originalmente un rito mágico propiciatorio del poder, celebrado en ocasiones extraordinarias, por ejemplo, en el momento del inicio de una guerra y tras la victoria. Los dos caballeros, que entraban en la arena, una por la puerta de oriente y otra por la de occidente para iniciar un combate mortal, con los colores originales de las dos facciones, que eran las mismas del huevo cósmico órfico, el blanco simbolizando el invierno y el rojo el verano, o, mejor aun, uno la potencia telúrico‑lunar, la otra la potencia urano‑solar([14]), evocaban igualmente la lucha de las dos grandes fuerzas elementales. Cada poste de llegada en la arena, meta sudans, era considerada como "viviente", , y el altar constuido por el dios Consus ‑un demonio telúrico a la espera de la sangre vertida en los juegos sangrientos‑ en la proximidad de la meta de llegada, altar que no era descubierto más que con ocasión de los juegos, aparecía como el punto de irrupción de las fuerzas infernales al igual que el "puteal" etrusto al cual, visiblemente, correspondía([15]). A lo alto, se alzaban las estatuas de las divinidades triunfales que evocaban de nuevo el principio uránico opuesto, de forma que el circo, desde cierto punto de vista, se transformaba en un concilio de divinidades ‑daemonum concilium([16])‑ cuya presencia invisible era, por lo demás, ritualmente atestiguada por asientos vacíos([17]). Lo que aparecía, de un lado, como el desarrollo de la acción atlética o escénica, se situaba, de otro lado, sobre el plano de una evocación mágica que comportaba un riesgo efectivo en un orden de realidades mucho más amplio que el de la vida de los que participaban en los certamina y cuyo éxito renovaba y reanimaba en el individuo y en la colectividad la victoria delas fuerzas uranias sobre las infernales, hasta el punto de transformarse en un principio de "fortuna". Los juegos apolineos, por ejemplo, fueron instituidos con ocasión de las guerras púnicas, para defenderse contra el peligro profetizado por el oráculo. Fueron repetidos para conjurar una peste, tras lo cual fueron objeto de celebraciones periódicas. Igualmente, durante la llamada "pompa", ceremonia que preludiaba los juegos, se llevaban solemnemente del Capitolio hasta el circo, en carros consagrados ‑tensae‑ los atributos ‑exuviae‑ de los mismos dioses capitolinos, protectores de la romanidad y principalmente los exuviae Jovis Optimi Maximi, que eran también signos de la potencia real, de la vitoria y del triunfo: el rayo, el cetro rematado con el águila, la corona de oro, como si el poder oculto de la soberanía romana misma debiera asistir a los que le eran consagrados ‑ludi romani‑ o participar en ellos. El magistrado elegido para presidir los juegos conducía el cortejo que aportaba los símbolos divinos bajo el aspecto de un triunfador, rodeado de su gens, un esclavo público le mantenía sobre la cabeza una corona de roble, ornada de oro y de diamantes. Por lo demás, es verosimil que en el origen, la cuádriga, en los juegos, no fuera más que el atributo de Júpiter y al mismo tiempo una insígnea de la realeza triunfal: una cuádriga antigua de origen etrusco conservada en un templo capitolino era considerado por los Romanos como garantía de su prosperidad futura([18]).
Se comprende entonces porque se pensaba que si los juegos eran ejecutados de una forma no conforme a la tradición, era como si un rito sagrado hubiera sido alterado: si la representación se enturbiada por un accidente resultaba interrumpida por cualquiera razón, si los ritos que se le relacionaban eran violados, se veía en ello una fuente de maldición y de desgracia y se debía repetir los juegos para "apaciguar" las fuerzas divinas([19]). Por el contrario, se conoce la leyenda según la cual el pueblo que, durante un ataque por sorpresa del enemigo, había abandonado los juegos para tomar las armas, encontró al adversario huir impulsado por una fuerza sobrenatural que se atribuyó al rito del juego dedicado al Apolo salvador, juego que, no había sido interrumpido([20]). Y si los juegos estaban a menudo consagrados a "victorias" consideradas como personificaciones de la fuerza triunfal, su fin era, exactamente, renovar la vida y la presencia de esta fuerza, alimentarla con nuevas energías, despiertas y formadas según la misma orientación. Se comprende, también, si se alude específicamente a los certamina y a los munera, que el vencedor pareciese revestido de un carácter divino e incluso, en ocasiones, se le considerase como la encarnación temporal de una divinidad. En Olimpia, en el momento del triunfo, se reconocía precisamente en el vencedor a la encarnación del Zeus local y la aclamación dirigida al gladiador se trasmitió incluso en la liturgia cristiana antigua([21]).
En realidad, es preciso tener en cuenta también el valor que el acontecimiento podía tener, interiormente, para el individuo, fuera del valor ritual y mágico que presentaba para la comunidad. A este respecto, habría que repetir más o menos lo que se ha dicho a propósito de la guerra santa: la embriaguez heroica de la competición y de la victoria, ritualmente orientada, se convertía en una imitación de este impulso más alto y más puro, que permite al iniciado vencer a la muerte. Así se explican las muy frecuentes referencias a las luchas, a los juegos del circo y a las figuras de los vencedores, que se encuentra en el arte funerario clásico: estas referencias fijaban analógicamente la melior spes del muerto, eran la expresión sensible del tipo de acto que podía vencer mejor al Hades y obtener, de forma conforme a la vía de la acción, la gloria de una vida eterna. Así sobre toda una serie de sarcófagos, urnas y bajo‑relieves clásicos, se encuentran siempre imágenes de una "muerte triunfal": Victorias aladas abren las puertas de la región del más allá, o sostienen el medallón del difunto, o la coronación con el semper virens que ciñe la cabeza de los iniciados([22]). En Grecia, durante la celebración pindárica de la divinidad, los luchadores triunfantes, los Enagogos y los Promakis fueron representados como divinidades místicas que conducen a las almas a la inmortalidad. E inversamente, toda victoria, niké, se convierte en el orfismo, en el símbolo de la victoria del alma sobre el cuerpo y se llama "héroes" a quienes han obtenido la iniciación, héroes de una lucha dramática y sin tregua. Lo que, en el mito, expresa la vida heroica, está presentado como modelo de la vida órfica: por ello Herakles, Theseo, los Dióscuros, Aquiles, etc., están designados, en las imágenes funerarias, como iniciados órficos y la tropa de los iniciados es llamada militia, y al hierofante del misterio. La luz, la victoria y la iniciación están representados en su conjunto, en Grecia, sobre numerosos monumento simbólicos. Helios, en tanto que sol naciente, o Aurora, es Niké y tiene un carro triunfal: y Niké es Teleto, Mystis y otras divinidades o personificaciones del renacimiento trascendente([23]). Si se pasa del aspecto simbólico y esotérico al aspecto mágico, conviene señalar que las competiciones y las danzas guerreras que se celebraban en Grecia a la muerte de los héroes (y a los cuales correspondían en Roma los juegos que acompañaban los funerales de los grandes), tenían como fin despertar una fuerza mística salvadora capaz de acompañarlos y fortificarlos durante la crisis de la muerte. Y se rendía, a menudo, un culto a los héroes repitiendo periódicamente las competiciones que habían seguido a sus funerales([24]).
Todos estos ejemplos pueden ser considerados como característicos de la civilización tradicional contemplada según el polo de la acción y no de la conteplación: de la acción como espíritu y del espíritu como acción. En lo que concierne a Grecia, hemos recordado que en Olimpia, la acción bajo forma de "juegos" cumple una función unificadora más allá de los particularismos de los Estados y las ciudades, parecida a las que hemos visto manifestarse bajo la forma de la acción como "guerra santa", por ejemplo, en el fenómeno supranacional de las Cruzadas o, en el Islam, durante el período del primer Califato.
No faltan elementos para recoger el aspecto más interior de estas tradiciones. Se ha señalado que en la antigüedd las nociones de alma, de doble o demonio, luego de Furia o de Erinia, enfin de diosa de la muerte y de diosa de la victoria, se confundían a menudo en una noción única, hasta el punto de dar nacimiento a la idea de una divinidad que es al mismo tiempo una diosa de las batallas y un elemento trascendente del alma humana([25]).
Esto también es cierto, por ejemplo, para la fylgja (nórdica) y de la fravashi (irania). La fylgja ‑que significa literalmente "la acompañante"‑ fue concebida como una entidad espiritual residente en cada hombre y que puede incluso ser vista en algunas circunstancias excepcionales, por ejemplo, en el momento de la muerte o de un peligro mortal. Se confunde con el hugir, que equivale, no solo al alma, sino que es al mismo tiempo una fuerza sobrenatural ‑fylgjukema‑, espíritu del individuo tanto como de su linaje (como kynfylgja). La fylgja corresponde a la walkiria, en tanto que entidad del "destino", que conduce al individuo a la victoria y a la muerte heroica([26]). Es, poco más o menos, lo mismo que las fravashi de la antigua tradición irania: son terribles diosas de la guerra, que dan fortuna y victoria([27]); aparecen tanto como el "poder interno de cada ser, aquel que le sostiene y hace que nazca y subsista" y "como el alma permanente y divinizada del muerto", en relación con la fuerza mística del linaje, como en la noción hindú de los pitr y la noción latina de los manes([28]).
Ya hemos hablado de esta forma de la vida, de potencia profunda de la vida que se mantiene tras el cuerpo y las manifestaciones de la conciencia finita. Es preciso solo observar aquí que el demonio o doble, trasciende cada una de las formas personales y particulares en las cuales se manifiesta; por ello el paso brusco del estado ordinario de conciencia individuada al de demonio en tanto que tal, significaría generalmente una crisis destructora, crisis y destrucción que se verifican efectivamente con la muerte. Si se concibe que, en circunstancias especiales, el doble pueda, por decirlo así, hacer irrupción en el Yo y hacerse completamente sentir según su trascendencia destructora, el sentido de la primera asimilación aparece de él mismo: el doble, o demonio del hombre, se identifica con la divinidad de la muerte que se manifiesta, por ejemplo como walkiria, en el momento de la muerte o de un peligro mortal. En el ascesis del tipo religioso y místico, la "mortificación", la renuncia al Yo, el impulso de la sumisión a dios son los medios preferidos para provocar la crisis de la que hemos hablado y superarla. Pero sabemos que, según otra vía, el medio de conseguirlo es la exaltación activa, el despertar del elemento "acción" en estado puro. En las formas inferiores, la danza fue utilizada como un método sagrado destinado a atraer y a hacer manifestarse, a través del éxtasis del alma, a las divinidades y los poderes invisibles. Es el tema chamánico, báquico, menádico o coribántico. Incluso en Roma, se conocían danzas sagradas sacerdotales con las lupercas y los arvales; el himno de los arvales decía: "¡Ayudános, Marte, danza, danza!" mostrando bien la relación que existe entre la danza y la guerra, consagrada a Marte([29]). Sobre la vida del individuo, se injertaba otra vida, desencadenada por el ritmo, emergiendo de la raíz abisal de la primera: los lares, lares ludentes o curetes([30]), furias y Erinias, las entidades espirituales salvajes cuyos atributos parecidos a los de Zagreo, “Gran‑cazador‑que‑lleva‑todas‑las‑cosas" suponen dramatizaciones. Son pues formas de aparición del demonio en su temible y activa trascendencia. En el grado superior corresponden precisamente a los juegos públicos como munera, los juegos sagrados, y más allá, a la guerra. El vértigo lúcido del peligro y el impulso heroico que nacen de la lucha, de la tensión para vencer (en los juegos, pero sobre todo en la guerra) eran ya considerados, como la sede de una experiencia análoga: parece, por lo demás, que la etimología de ludere([31]) implica la idea de desligar, que hay que comparar, esotéricamente, con la virtud que poseen expeciencias de esta guerra de disolver los lazos individuales y desnudar a las fuerzas más profundas. De aquí la segunda posibilidad, la que identifica el doble y la diosa de la muerte no solo con las Furias y Erinias, sino también con las diosas de la guerra, las walkirias, tempestuosas vírgenes de las batallas, que inspiran mágicamente al "enemigo un terrible pánico ‑herfjöturr‑ y a las fravashi las terribles, todopoderosas, que atacan impetuosamente".
Finalmente estas se transforman en figuras como la Victoria o Niké, en lar victor, o lar martis et pacis triunphalis, lares que eran considerados en Roma como los "semi‑dioses que han fundado la ciudad y constituido el imperio"([32]). Esta nueva transformación corresponde al feliz desenlace de estas experiencias. De la misma forma que el doble significa el poder profundo que se encuentra en estado latente en relación a la conciencia exterior, igualmente la diosa de la muerte dramatiza la sensación provocada por la manifestación de este poder, principio de crisis para la esencia misma del Yo finito; así mismo las Furias o Erinias o los lares ludentes reflejan las modalidades de uno de sus desencadenamientos particulares y de su irrupción, al igual que la diosa de la Vitoria y el lar victor expresan el triunfo sobre él, el "devenir uno de los dos", el tránsito triunfal al estado que se encuentra más allá del peligro de los éxtasis y las disoluciones sin forma, propias a la fase frenética y pandémica de la acción.
Por otra parte, allí donde los actos del espíritu se desarrollan ‑a diferencia de lo que tiene lugar en el terreno del ascesis contemplativa‑ en el cuerpo de acciones y de hechos reales, un puede establecerse un paralelismo entre lo físico y lo metafísico, entre lo visible y lo invisble, y estos actos puede aparecer como la contrapartida oculta de combates o competiciones con una victoria verdadera como coronación. La victoria material se convierte entonces en la manifestación visible del hecho espiritual correspondiente que lo ha determinado a lo largo de las vías, aún abiertas, seguidas por las energías que relacionan lo interior con lo exterior: aparece como el signo real de una iniciación y de una epifanía mística que se han producido en el mismo instante. Las Furias y la Muerte materialmente afrontadas por el guerrero y por el jefe, las reencontraban simultáneamente en el interior en el espíritu, bajo la forma de peligrosas emergencias de poderes de naturaleza abisal. Triunfando, traen la victoria([33]). Es por ello que, según las tradiciones clásicas, toda victoria adquiría un sentido sagrado; y en el emperador, en el héroe, en el jefe victorioso aclamado sobre un campo de batalla ‑como también en el vencedor de los juegos sagrados‑ sentía manifestar brúscamente una fuerza mística que los transformaba y los "transhumanizaba". Una de las costumbres guerreras romanas, susceptible de comportar un sentido esotérico, consistía en alzar al vencedor sobre escudos. El escudo, en efecto, estuvo asimilado por Ennio a la bóveda celeste ‑altisonum coeli clupeum‑ y era consagrado en el templo del Júpiter Olímpico. En el siglo tercero, el título de "imperator" se confundía, de hecho, en Roma, con el de "vencedor" y la ceremonia del "triunfo" era, más que un espectáculo militar, una ceremonia sagrada en el honor del supremo dios capitolino. El triunfador aparecía como una imagen viviente de Júpiter, que iba a depositar entre las manos de este dios el laurel triunfal de su victoria; el carro triunfal era un símbolo de la cuádriga cósmica de Júpiter y las insíngeas del jefe correspondían a las del dios([34]). El simbolismo de las "Victorias", walkirias o entidades análogas, que conducen en los "cielos" a las almas de los guerreros caidos, o de un héroe triunfante que, como Hércules, recibe de Niké la corona de los que participan en la indestructibilidad olímpica, se aclara, y completa lo que ha sido dicho a propósito de la guerra santa: se encuentra precisamente aquí un orden de tradiciones en que la victoria adquiere un sentido de inmortalización parecido al de la iniciación y se presenta como la mediadora, sea de una participación en lo trascendente, sea de su manifestación en un cuerpo de potencia. La idea islámica, según la cual los guerreros caidos en la "guerra santa" ‑jihâd‑ no estarían jamás verdaderamente muertos([35]) se refiere al mismo principio.
Un último punto. La victoria de un jefe fue a menudo considerada por los romanos como una divinidad ‑numen‑ independiente, cuya vida misteriosa se convertía en el centro de un culto especial. Fiestas, juegos sagrados, ritos y sacrificios eran destinados a reavivar su presencia. La Victoria Caesaris es el ejemplo más conocido([36]). Toda vitoria equivalía a una acción iniciadora o "sacrificial", que daba nacimiento ‑según se pensaba‑ a una entidad separada del destino y de la individualidad particular del hombre mortal que la había engendrado, entidad que podía establecer un linaje de influencias espirituales especiales, al igual que la victoria de los ancestros divinos, de la que ya hemos hablado ampliamente. Como en el caso del culto rendido a los ancestros divinos, estas influencias debían ser sin embargo confirmadas y desarrolladas por ritos que actuaban según leyes de simpatía y analogía. También era, sobre todo, con juegos y competiciones como periódicamente se celebraban las victoriae, en tanto que numina. La regularidad de este culto agonal, establecido por la ley, podía estabilizar una "presencia", dispuesta a unirse ocultamente con las fuerzas de la raza para conducirlas hacia un desnudamiento de "fortuna", para hacer nuevas victorias por medio de revelación y reforzamiento de la energía de la victoria original. Así, en Roma, la celebración del César muerto se confundía con la de su victoria y se consagraban juegos regulares a la Victoria Caesaris, pudiéndose ver en él a un "perpetuo vencedor"([37]).
De forma más general, se puede ver en el culto de la Victoria, ‑que se remonta al período prehistórico‑([38]), el alma secreta de la grandeza y de la fides romanas. Desde el tiempo de Augusto, la estatua de la diosa Victoria se situaba sobre el altar del Senado romano y era costumbre que cada senador, al dirigirse a su lugar, se aproximara a ella para quemar granos de incienso. Así esta fuerza parecía presidir invisiblemente las deliberaciones de la curia: las manos se tendían hacia su imagen, durante el advenimiento de un nuevo príncipe, se le juraba fidelidad, y cada año, el 3 de enero, se hacían los votos solemnes para la salud del Emperador y la prosperidad del Imperio. Fue el culto romano más tenaz, el que resistió el mayor tiempo al cristianismo([39]).
Se puede decir, en efecto, que entre los romanos ninguna creencia fue tan viva como la que atribuía a las fuerzas divinas la grandeza de Roma y habrían sostenido su aeternitas([40]); en consecuencia una guerra, para poder ser ganada materialmente, debía ser ganada ‑o al menos favorecida‑ místicamente. Tras la batalla de Trasimeno, Fabio dijo a sus soldados: "Vuestra falta es haber olvidado los sacrifios y haber desconocido las advertencias de los Augures, más que carecer de valor o habilidad"([41]). También era artículo de fé, que una ciudad no podía ser coquistada, si no se conseguía que su dios tutelar la abandonara([42]). Ninguna guerra empezaba sin sacrificios, y un colegio especial de sacerdotes ‑los fetiales‑ estaban encargados de los ritos relativos a la guerra. La base del arte miliar romano consistía en no estar obligados a combatir si los dioses eran contrarios([43]). Temístocles había dicho: "No somos nosotros, sino los dioses y los héroes quienes han realizado estas empresas"([44]). Así, el verdadero centro se encontraba, una vez más, en lo sagrado. Las acciones sobrenaturales eran llamadas para sostener las acciones humanas y transmutar el poder místico de la Victoria([45]).
Tras haber hablado de la acción y del heroismo en tanto que valores tradicionales, era necesario subrayar la diferencia que les separa de las formas, que salvo en raras excepciones, revisten en nuestros días. La diferencia consiste, una vez más, en el hecho de que a estos últimos les falta la dimensión de la trascendencia; consiste pues en una orientación que, incluso cuando no está determinada por el puro instinto y un impulso ciego, no conduce a ninguna "apertura" y engendra incluso cualidades que refuerzan el "Yo físico" en un oscuro y trágico esplendor. Los valores ascéticos propiamente dichos testimonian una aminoración análoga ‑que priva el ascesis de todo elemento iluminador‑ en su paso del concepto de ascetismo al de ética, sobre todo cuando se trata de doctrinas morales, como es el caso de la ética kantiana y, en parte, de la ética estoica. Toda moral ‑cuando se trata de una de sus formas superiores, es decir de lo que se llama "moral autónoma"‑ no es más que un ascesis secularizada. Pero no es más que un fragmento superviviente y aparece desprovisto de todo verdadero fundamento. Es así que la crítica de los "libres espíritus" modernos, hasta Nietzsche, ha hecho un juego fácil en lo que concierne a los valores y los imperativos de la moral llamada, impropiamente, tradicional (impropiamente, pues, en una civilización tradicional, no existía una moral en tanto que dominio autónomo). Era pues fatal que se descendiera a un nivel aun más bajo, que se pasase de la moral "autónoma", categóricamente imperativa, a una moral con base utilitaria y "social", marcada, como tal, por una relatividad y una contingencia fundamentales.
Así el ascesis en general, el heroismo y la acción, si no tienden a llevar a la personalidad a su verdaero centro, no tienen nada en común con lo que fue glorificado en el mundo de la Tradición, no son más que una "construcción" que empieza y termina en el hombre y no tiene, por ello, ningún sentido ni valor, fuera del dominio de la sensación, de la exaltación y del frenesí impulsivo. Tal es, casi sin excepción, el caso del culto moderno de la acción. Aun cuando todo no se reduzca a una cultura de "reflejos", a un control casi deportivo de reacciones elementales, como en la mecanización a ultranza de las variedades modernas de la acción,‑comprendida, en primer lugar, la guerra misma‑ es prácticamente inevitable, por todas partes donde se realicen experiencias existencialmente "en el límite", que sea siempre más el hombre quien reaparecerse inevitablemente; el plano se desplaza a menudo hacia fuerzas colectivas subpersonales, cuya encarnación se encuentra favorecida por los "extasis" ligados al heroismo, al deporte y a la acción.
El mito heroico de base individualista, "voluntarista" y "sobrehumanista" representa, en la época moderna, una peligrosa desviación. En virtud de este mito, el individuo, "cortándose toda posibilidad de desarrollo extra‑individual y extra‑humano, asume, mediante una construcción diabólica, el principio de su pequeña voluntad física como punto de referencia absoluto, y ataque al fantasma exterior oponiéndole la exacervación del fantasma de su Yo. No deja de irónico que, ante esta demencia contaminadora, quien percibe el juego de estos pobres hombres más o menos heroicos, piense de nuevo en los consejos de Confucio, según los cuales todo hombre razonable "tiene el deber de conservar la vida en vistas a desarrollar las unicas posibilidades que hacen al hombre verdaderamente digno de llevar este nombre"([46]). Pero el hecho es que el hombre moderno tiene necesidad, como de una especie de estupefaciente, de estas formas degradadas o profanadas de acción: tiene necesidad para escapar al sentimiento del vacío interio, para sentirse él mismo, para encontrar, en sensaciones exasperadas, el sucedáneo de una verdadero significado de la vida. Una de las características de la "edad sombría" occidental es esta especie de agitación titánica que supera todos los límites, que va de fiebre en fiebre y despierta siempre nuevas fuentes de embriaguez y aturdimiento.
Mencionaremos aun, antes de ir más lejos, un aspecto del espíritu tradicional que interfiere con el dominio del derecho y se refiere, en parte, a los puntos de vista que acaban de exponerse. Se trata de las ordalias y los "juicios de Dios".
Sucede amenudo que se busca en la experiencia que constituye una acción decisiva ‑experimentum crucis‑ la prueba de la verdad, del derecho, de la justicia y de la inocencia. Al igual que se reconoció tradicionalmente al derecho un origen divino, así la injusticia se consideró como la infracción de ese derecho susceptible de ser constatada gracias al signo que constituía el resultado de una acción humana convenientemente orientada. Una costumbre germánica consistía en sondear, por la prueba de las armas, la voluntad divina, por medio de un oráculo sui generis donde la acción servía de mediadora. Una idea análoga sirvió de fundamento al duelo. Partiendo del principio de coelo est fortitudo (Annales Fuldenses), esta costumbre se extendió incluso a los Estados y a las naciones en lucha. La batalla de Fontenoy, en el año 841, fue considerada como un "juicio de Dios" llamado a decidir el buen derecho de dos hermanos que reivindicaban cada uno para sí la herencia del reino de Carlomagno. Cuando se libraba una batalla con este espíritu, obedecía a normas especiales: se prohibía, por ejemplo, al vencedor, tomar botín o explotar estratégica y territorialmente el éxito, además, los dos bandos debían cuidar igualmente a los heridos y los muertos. Por lo demás, según la concepción general que ha prevalecido hasta el fin del período franco‑carolingio, incluso fuera de la idea consciente de una prueba, la victoria o la derrota fueron consideradas como signos de lo alto, revelando la justicia o la injusticia, la verdad o la falta([47]). A través de la leyenda del combate de Rolando y de Ferragus y temas análogos de la literatura caballeresca, se constata que la Edad Media llegó hasta hacer depender de la prueba de las armas el criterio de la fe más verdadera.
En otros casos, la prueba de la acción consistió en provocar un fenómeno extranormal. Esto se practicaba ya en la antigüedad clásica. Se conoce, por ejemplo, la tradición romana relativa a una vestal sospechosa de sacrilegio, que demostró su inocencia llevando, agua del Tíber en un tamiz. No es solo patrimonio de las formas degeneradas que han sobrevivido en los salvajes la costumbre de desafiar al culpable, que niega el acto del que se le acusa, siendo considerada como justificada el avalar por ejemplo con un veneno o un fuerte vomitivo la acusación, si la sustancia producía los efectos habituales. En la Edad Media europea, era preciso afrontar voluntariamente ordalias análogas ‑no ser herido por hierros al rojo o por agua hirviente‑ no solo en el dominio de la justicia temporal sino sobre el mismo plano sagrado: los monjes, y también los obispos, aceptaron este criterio como prueba de la verdad de sus afirmaciones en materia de doctrina([48]). La tortura misma, concebida como un medio de inquisición, tuvo, en el origen, relaciones con la idea del "juicio de Dios": se pensaba que un poder casi mágico estaba relacionado con la verdad; se estaba convencido que ninguna tortura podía hundir la fuerza interior de un inocente y de quien afirmaba la verdad.
La relación que todo esto tuvo con el carácter místico, tradicionalmente reconocido, a la "victoria", es manifiesto. En estas pruebas, comprendida la de las armas, se pensaba "llamar a Dios" a prestar testimonio, obteniendo de él un signo sobrenatural que sirviera de juicio. Representaciones teistas ingenuas de este tipo, se pueden remontar a la forma más pura de la idea tradicional, según la cual, el derecho y la justicia aparecían, en último análisis, como manifestaciones de un orden metafísico concebido como realidad, que el estado de verdad y de justicia en el hombre tiene el poder de evocar objetivamente. La idea del supramundo como realidad en sentido eminente, es decir superior a las leyes naturales, y siempre susceptible de manifestarse aquí abajo cada vez que el individuo le abre la vía, ante todo remitiéndose a ella de una forma absoluta y desindividualizada, según el puro espíritu de verdad, luego entrando en estados psiquicos determinados (tales que el estado ya descrito de competición heroica que "desliga", o bien la extrema tensión de la prueba y del peligro afrontada) que sirven ‑por así decirlo‑ para abrir los circuitos humanos cerrados a circuitos más amplios, comportando la posibilidad de efectos insólitos y aparentemente milagrosos, esta idea decimos, sirve para explicar y dar su justo sentido a las tradiciones y a las costumbres que hemos referido: sobre su plano, la verdad y la realidad, el poder y el derecho, la victoria y la justicia, no eran más que una sola y misma cosa, cuyo verdadero centro de gravedad, una vez más, se encontraba en lo sobrenatural.
Estos puntos de vista no pueden, por el contrario, aparecer más que como superstición pura en todas partes donde el "progreso" ha privado sistemáticamente a la virtud humana de toda posibilidad de relacionarse instintivamente con un orden superior. La fuerza del hombre estaba concebida de la misma forma que la de un animal, es decir, como un facultad de acciones mecánicas en un ser que no está unido por nada a lo que le trasciende en tanto que individuo, la prueba de la fuerza no puede evidentemente sigificar nada y la salida de toda competición se convierte en contingente, sin relación posible con un orden de "valores". La transformación de la idea de verdad, del derecho y de la justicia de las abstracciones o de las convenciones sociales, el olvido de esta sensación que permitiera decir, en la India aria, que "es sobre la verdad que la tierra se funda" ‑satyena uttabhita bhumih‑, la destrucción de toda percepción de los "valores" como apariciones objetivas, casi físicas, digamos, del mundo de la supra‑realidad en la trama de la contingencia, hacen que sea natural que se pregunte como la verdad, el derecho y la justicia han podido influir sobre el determinismo de fenómenos y hechos que la ciencia, al menos hasta ayer, ha declarado como no susceptible de modificaciones([49]). Es por el contrario a los discursos sonoros y confusos de los legisladores, a las laboriosas destilaciones de los códigos, a los artículos de leyes "iguales para todos", que los Estados secularizados y las plebes coronadas se han vuelto todo‑poderosos, es a todos estos que, por el contrario, se remite el decidir la verdad y la justicia, de la inocencia y la falta. La soberbia seguridad, intrépida y supra‑individual, con la cual el hombre de la tradición, armado de fe y de hierro, se dirigía contra el injusto, la inquebrantable firmeza espiritual que afirmaba a priori y absolutamente en una fuerza sobrenatural inaccesible al poder de los elementos, sensaciones e incluso leyes naturales, es, al contrario, "superstición.
A la disolución de los valores tradicionales ha seguido luego, también aquí, su inversión. Es así como el mundo moderno hace profesión de "realismo" y parece recuperar la idea de la identidad de la victoria y del derecho con el principio: "fuerza hace derecho"; pero se trata de fuerza en el sentido más material, e incluso, referida al plano de la guerra en sus formas mas recientes, en el sentido directamente arimánico, porque el potencial técnico e industrial ha devenido el factor absolutamente determinante; hablar actualmente de "Valores" y de derecho es pura retórica. Pero precisamente tal retórica se mobiliza, con grandes frases e hipócritas proclamaciones de principios, como medio suplementario al servicio de una brutal voluntad de poder. Se trata aquí de un aspecto particular del trastorno general de la época moderna, del que hablaremos, por lo demás, llegado el momento.
([1])Referencia de A. PIGANIOL, Recherches sur les Jeux romains, Estrasburgo, 1923, pags. 124 y sigs.
([10])L. FRIEDLAENDR, Die Spiele, en apéndice a MARQUARDT, ct. v. II. pág. 248, 283, 286‑9; J.J. BACHOFEN, Urreligion und antike Symbole, Leipzig. 1926, v. I, pag. 343, 329‑347. El simbolismo innegable de los diferentes detalles de construcción de los circos romanos es una de las huellas de la presencia de conocimierntos "sagrados" en el arte antiguo de los constructores.
([12])PIGANIOL, Op. cit., pag. 143. En otro tiempo el dios Sol tenía su templo en medio del estadio y sobre todo las carreras cíclicas se consagraban a este dios, representado como conductor del carro solar. En Olimpia tenía doce filas ‑dodekagnamptos (cf. PINDADO, Ol., II, 50)‑ relacionadas con el sol en el Zodíaco y CASIODORO (Var. Ep., III, 51) que representaban el curso de las estaciones.
([13])PIGANIOL, op. cit., p. 143. En otro tiempo el dios Sol tenía su templo en medio del estadio, y eran sobre todo las carreras cíclicas las que estában consagradas a este dios, representado como conductor del carro solar. En Olimpia tenía doce líneas -dodekagnamptos (cf. PINDARO, Ol., II, 50)- lo cual estaba en relación con el sol en el Zodiaco, y CASIODORO (Var. Ep., III, 51) dice que el circo romano representaba el curso de las estaciones.
([14])Cf. PIGANIOL, op. cit., pag. 141, 136; BACHOFEN, Urreligio., cit., v. I, pag. 474. Se ha señalado con razón que estos juegos romanos corresponden a tradiciones análogas de diferentes linajes arios. En la fiesta del Mahavrata, celebrada en la India antigua durante el solsticio de invierno, un representante de la casta blanca arya, combatía con un representante de la casta empleo oscura de los shudra por la posesión de un objeto simbólico, que representaba el sol (cf. von SCHORODER, Arische Religion, v. II, pag. 137; WEBER, Indisch. Stud., v. X, pag. 5). La lucha periódica de dos caballeros, uno sobre un caballo blanco, el otro sobre un caballo negro, en torno a un árbol simbólico, sirve de tema a una antigua saga nórdica. (cf. GRIMM, Deutsche Myth., cit., v. II, pag. 802).
([20])MACROBIIO, I, 17, 25. Es Platón quien ha dicho: "La victoria que [los vencedores en los juegos olímpicos] ganan es la salvación de toda la ciudad" (Rep., 465 d).
([23])BACHOFEN, Urreligion, v. I, pag. 171‑2, 263, 474, 509; Versuch übr die Grabersymbolik der Alten, Basel, 1925, passim.
([29])Se hace derivar habitualmente de salire o de saltare el nombre de otro colegio sacerdotal, el de los Salios. Cf. la expresión de Djelaleddin El‑Rumi (apud RODHE, v. II, pag. 27): "Aquel que conoce la fuerza de la danza habita en Dios, pues sabe como es el amor que mata".
([30])Cf. SAGLIO, Dict. Ant. v. VI, pag. 947. Los Curetes , danzarines armados orgiásticos ‑arkesteres aspidephoroi‑ eran considerados como seres semidivinos y profetas con poderes de iniciación y de "alimentadores del niño" ‑pandotrophoi‑ (cf. J.E. HARRISON, Themis, Cambridge, 1912, pag. 23‑27) es decir, del nuevo príncipe que nace a la vida a través de estas experiencias.
([33])La concepción nórdica según la cual son las walkirias quien hacen ganar las batallas ‑ratha sigri (cf. GRIMM, Deutsche Mythologie, I, pag. 349)‑ expresa la idea de que son precisamente estos poderes quienes deciden la lucha y no las fuerzas humanas en sentido estricto e individualita del término. La idea de la manifestación de un poder trascendente ‑como en ocasiones la voz del dios Fauno oida súbitamente en el momento de la batalla y capaz de aterrorizar al enemigo‑ se encuentra amenudo en la romanidad (cf. PRELLER, Röm. Myth., pag. 337), al igual que la idea según la cual el sacrificio de un jefe es en ocasiones necesario para actualizar enteramente este poder, según el sentido general de las muertes rituales (cf. Introduzione alla magia, v. III, pag. 246 y sigs.): es el rito de la devotio, el holocausto del jefe con la intención de desencadenar las fuerzas inferiores y el genio del espanto contra el enemigo; cuando sucumbe (por ejemplo en el caso del consul Decio), se manifiesta el terror infundido correspondiente al poder libre fuera del cuerpo (cf. PRELLER, op. cit., pag. 466‑670), a comparar con el herfjöturr, terror infundido mágicamente al enemigo por las walkirias desencadenados (cf. GOLTHER, op. cit., pag. 111). Un último eco de significados de este tipo se encuentra en los kamikaze japoneses utilizados durante la última guerra mundial: se sabe que el nombre de estos pilotos‑suicida lanzados contra el enemigo significa "el viento divino" y se refiere, en principio, a un orden de ideas análogo.
([35])Un enigmático testimonio del Corán (II, 149, cf. III, 163) afirma precisamente: "No llameis muertos a quienes han muerto en la vía de Dios; están vivos por el contrario aún cuando no lo percibais". Esto corresponde por lo demás a la enseñanza de PLATON (Rep. 468 e) según el cual algunos muertos en la guerra, forman un solo cuerpo con la raza de oro que, según Hesiodo, jamás ha muerto, sino que subsiste y vela, invisible.
([41])TITO LIVIO, XVII, 9; cf. XXXI, 5; XXXVI, 2; PLUTARCO (Marc., IV) refiere que los romanos "no permitían olvidar los auspicios ni siquiera al precio de grandes ventajas, porque estimaban más importante para la salvación de la ciudad, que los cónsules venerasen las cosas sagradas que el vencer al enemigo.
([43])FUSTEL DE COULANGES, Cit. Ant., cit. pag. 192. Para los nórdico‑arios cf. GOLTHER, op. cit., pag. 551.
([45])Entre los pueblos salvajes subsisten a menudo huellas características de estos aspectos que, considerados en su justo jugar y en su justo sentido, no se reducen a una "superstición". Para ellos, la guerra, en último análisis, es una guerra de magos contra magos: la victoria pertenece a aquel que tiene la "medicina de guerra" más poderosa, cualquier otro factor aparente, comprendido el valor mismo de los guerreros, no era más que una consecuencia (cf. LEVY‑BRUHL, Ment. primit., cit., pag. 37, 378).
([48])Así, a propósito de la prueba del fuego, se refiere, por ejemplo, que hacia el año 506, bajo el emperador Atanasio, un obispo católico de Oriente propuso a un obispo arriano "probar por este medio cual de las dos fes era la verdadera. El arrianismo rechazó hacerlo, mientras el ortodoxo, entró en el fuego y salió indemne". Por lo demás, este poder ‑según PLINIO (VII, 2), era propio de los sacerdotes de Apolo: super ambustam ligni struem ambulantes, non aduri tradebantur. La misma idea se encuentra también en un plano superio: según la antigua idea irania, en el "fin del mundo" un río de fuego que todos los hombres deberán atravesar: los justos se distinguirán por que no sufrirán ningún daño, mientras que los malvados serán arrastrados (Bundahesh, XXX, 18).
([49])Decimos "hasta ayer", por que las investigaciones metafísicas modernas han terminado por reconocer en el hombre posibilidades extranormales latentes, capaces de manifestarse objetivamente y modificar la trama de los fenómenos físico‑químicos. Además sería inverosímil que el empleo de pruebas como las de la ordalia haya podido mantenerse durante tanto tiempo sin que ningún fenómeno extraordinario se haya producido y que se haya visto regularmente sucumbir a los que lo afrontaban, las constataciones metafísicas deberían bastar para reflexionar sobre los juicios habituales relativos al carácter "supersticioso" de estas variantes de la "prueba de Dios".
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