Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 21. Declive de las Razas Superiores
Biblioteca Julius Evola.- La decadencia y no el progreso, es la ley que rige las acciones de los hombres. La decadencia es la compañera inseparable de lo humano que contribuye a explicar el porqué las civilizaciones degeneran y con ellas las razas que las sostienen. Evola anticipa algunas de las tesis que desarrollará en la segunda parte de su obra. La metafísica de la historia implica necesariamente considerar a la historia como decadencia sometida a leyes cíclicas. Frente a la historia como progreso, el concepto de historia cíclica enseña que la humanidad está sometida a periódicas fases de ascenso y descenso.
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DECLIVE DE LAS RAZAS SUPERIORES
El mundo moderno está lejos de verse amenazado por una disminución de la natalidad y un aumento de la mortalidad. El grito de alarma que habían lanzado algunos jefes políticos, exhumando incluso la fórmula absurda de "el número hace la potencia", esta desprovista de fundamento. El verdadero riesgo es precisamiente lo contrario: es el de una multiplicación incesante, desenfrenada y grotesca de las poblaciones sobre el plano de la cantidad pura. El declive se manifiesta únicamente en las capas que conviene considerar como portadoras de fuerzas, superiores al puro demos y al mundo de las masas, y que condicionan toda verdadera grandeza humana. Criticando el punto de vista racista, ya hemos hablado de esta fuerza oculta que, cuando está presente, de forma viva y activa, es el principio de una generación en el sentido superior y reacciona sobre el mundo de la cantidad imprimiéndole una forma y una cualidad. A este respecto, se puede decir que las razas superiores occidentales han entrado, desde hace siglos ya, en agonía, y que el desarrollo creciente de las poblaciones de la tierra puede compararse a la proliferación vermicular que se constata en la descomposición de los organismos y en la evolución de un cáncer: este último corresponde precisamente a la hipertrofia desenfrenada de un plasma que, sustrayéndose a la ley reguladora del organismo, devora las estructuras normales y diferenciadas. Tal es el papel que nos ofrece el mundo moderno: a la regresión y al declive de las fuerzas fecundadoras, en el sentido superior del término, es decir a las fuerzas portadoras de la forma, corresponde la proliferación ilimitada de la "materia", de lo sin‑forma, del hombre‑masa.
Este fenómeno no es ajeno a lo que hemos expuesto, en el capítulo precedente, respecto al sexo y a las relaciones actuales entre hombre y mujer, pues afectan al problema de la procreación y a su significado. Si bien es cierto que el mundo moderno parece destinado a ignorar lo que son la mujer y el hombre absolutos y si la sexualización de los seres es incompleta ‑incompleta en nombre del espíritu, es decir limitada al plano corporal‑ no es sorprendente que se hayan perdido las dimensiones superiores e incluso trascendentes del sexo que el mundo de la Tradición reconoció bajo formas múltiples; es natural que esto influya sobre el régimen de las uniones sexuales y las posibilidades que ofrecen, sea como pura experiencia erótica, sea ‑y es este segundo aspecto entra precisamente en lo que nos interesa‑ en vistas a una procreación que no se agote en el simple y opaco hecho biológico.
El mundo de la Tradición conoció efectivamente un sacrum sexual y una magia del sexo. A través innumerables símbolos y costumbres esparcidas en las más diversas regiones del mundo, se transluce constantemente el reconocimiento del sexo como fuerza creativa primordial que supera al individuo. En la mujer, se evocaban las potencias abisales de ardor y luz o de peligro y desintegración([1]). En ella vivía la fuerza telúrica, la Tierra y en el hombre, el Cielo. Orgánica y conscientemente estaba asumido todo lo que, en el hombre vulgar, y hoy más que nunca, es vivido bajo la forma de sensaciones periféricas, impulsos pasionales y carnales. La procreación era decretada([2]) y el producto de esta procreación querido ante todo, así como hemos dicho, como el "hijo del deber", como aquel que debe recuperar y alimentar el elemento sobrenatural del linaje, la liberación del ancestro, que debe recibir y transmitir "la fuerza, la vida, la estabilidad". Con el mundo moderno, todo esto se ha convertido en un sueño insípido: los hombres, en lugar de poseer el sexo, están poseidos por él y se abaten aquí y allí como hebrios, incapaces de saber lo que se alumbra en sus abrazos, ni ver el demonio que se burla miserablemente de ellos a través de su búsqueda de "placer" o de sus impulsos romántico‑pasionales. De forma que, sin que sepan nada, fuera de su voluntad y amenudo contra ella, un nuevo ser nace de tanto en tanto al azar de una de sus noches, frecuentemente como un intruso, sin continuidad espiritual, y en las últimas generaciones, sin ni siquiera este residuo que representaban los lazos afectivos de tipo burgués.
Cuando las cosas han llegado a este punto, no hay que extrañarse que las razas superiores mueran. La lógica inevitable del individualismo tiende también hacia este resultado, sobre todo en las "clases" pretendidamente "superiores" de hoy, en las que disminuye el interés hacia la procreación; sin hablar de todos los demás factores de degeneración inherentes a una vida social mecanizada y urbanizada y, sobre todo, a una civilización que no conoce los límites saludables y creadores constituidos por las castas y las tradiciones de la sangre. La fecundidad se concentra entonces en los estratos sociales más bajos y en las razas inferiores, donde el impulso animal prevalece sobre todo cálculo y consideración racional. Se produce inevitablemente una selección al revés, el ascenso y la invasión de los elementos inferiores, contra los cuales la "raza" de las clases y de los pueblos superiores, agotada y derrotada, no puede nada o casi nada, como elemento espiritualmente dominador.
Si, cada vez se habla más, hoy, de un "control de los nacimientos", ante los efectos catastróficos del fenómeno demográfico que hemos comparado a un cáncer, no por ello se aborda el problema esencial, sino que no se sigue ningún criterio cualitativo, diferenciado. Pero la tontería es aun más grave entre los que se alzan contra este control invocando ideas tradicionalistas y moralizantes convertidas, ahora, en simples prejuicios. Si es la grandeza y la potencia de una raza lo que importa, es inútil preocuparse de la cualidad material de la paternidad, cuando no se acompaña de cualidad espiritual, en el sentido de intereses superiores, de justa relación entre lo sexos y sobre todo de la virilidad en el sentido verdadero del término, diferente del que reviste sobre el plano de la naturaleza inferior.
Hemos analizado el proceso de la decadencia de la mujer moderna, pero es preciso no olvidar que el hombre es el primer responsable. Al igual que la plebe no habría podido jamás irrumpir en todos los dominios de la vida social y de la civiliación, si hubiera tenido verdaderos reyes y verdaderos aristócratas, así mismo, en una sociedad regida por hombres verdaderos, la mujer jamás habría querido ni podido comprometerse sobre la vía que sigue hoy. Los períodos en que la mujer ha conocido la autonomía y la preeminencia, han coincidido casi siempre con la decadencia de las civilizaciones antiguas. No es contra la mujer que debería ser dirigida la verdadera reacción contra el feminismo y otras desviaciones femeninas, sino contra el hombre. No se puede pedir a la mujer volver a ser mujer, hasta restablecer las condiciones interiores y exteriores necesarias para la reintegración de una raza superior, mientras que el hombre no conozca sino un simulacro de virilidad.
Si no se consigue despertar el significado espiritual del sexo, si, en particular, no se separa de nuevo, duramente, de la sustancia espiritual convertirda en amorfa y mezclada, la forma viril, todo es inútil. La virilidad física, fálica, animal y muscular es inerte, no contiene ningún germen creador en el sentido superior: incluso cuando el hombre fálico tiene la ilusión de poseer, en realidad es pasivo, sufre siempre la fuerza más sutil propia a la mujer y al principio femenino([3]). No es más que en el espíritu que el sexo es verdadero y absoluto.
El hombre, en toda tradición de tipo superior, ha sido siempre considerado como el portador del elemento uránico‑solar de un linaje. Este elemento trasciende el simple principio de la "sangre" y se pierde inmediatamente cuando se transmite por la línea femenina, aunque su desarrollo sea favorecido por el terreno que representa la pureza de una mujer de casta. Permanece siempre, en todo caso, el principio cualificador, aquel que da forma, y ordena la sustancia generadora femenina([4]). Este principio está en relación con el elemento sobrenatural, con la fuerza que puede hacer "discurrir la corriente hacia lo alto" y de la cual la "victoria", la "fortuna" y la prosperidad de un linaje, son normalmente las consecuencias. Por ello la asociación simbólica, propia a las antiguas formas tradicionales, del órgano viril con ideas de resurrección y ascesis y con energías que confieren la cúspide de los poderes, tienen un significado que, lejos de ser obsceno, es real y profundo([5]). Como un eco de estos significados superiores, se encuentra, de la forma más neta, incluso en muchos pueblos salvajes, el principio según el cual solo el iniciado es verdaderamente masculino, y es la iniciación la que marca eminentemente el tránsito a la virilidad; antes de la iniciación, los individuos son semejantes a los animales, "no se han hecho hombres": aun siendo ancianos, se identifican con los niños y con las mujeres, permaneciendo privados de todos los privilegios reservados a las élites viriles de los clanes([6]). Cuando se olvida que el elemento suprabiológico es el centro y la medida de la virilidad verdadera, aunque se continúe reivindicando el nombre de hombre, no se es, en realidad, más que un eunuco, y la paternidaad no tiene otro significado que una paternidad de animales que, engañados por el placer, procrean ciegamente otros animales, fantasmas de existencia como ellos mismos.
Ante tal situación, se puede intentar revivir el cadáver, se puede tratar a los hombres como conejos, sementales, racionalizando sus uniones ‑por que no merecen otra cosa‑ pero no hay que engañarse: o bien se llegará a una cultura de animales de trabajo muy bellos, o bien, si la tendencia individualista y utilitaria prevalece, una ley más fuerte arrastrará a las razas hacia la regresión o la extinción con la misma inflexibilidad que la ley física de la entropía y de la degradación de la energía. Y este será una de los múltiples aspectos, convertidos en materialmente visibles hoy, de la decadencia de occidente.
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Antes de pasar a la segunda parte de esta obra, haremos, a título de transición, una última observación, que alude directamente a lo que ya hemos dicho en relación a las relaciones entre la virilidad espiritual y la religiosidad devocional.
De estas consideraciones se desprende que lo que se tiene por costumbre en Occidente llamar "religión", corresponde a una actitud del espíritu esencialmente "femenina". La relación con lo sobrenatural es concebida como una hipóstasis teista, y vivida como entrega, devoción, renuncia íntima a su propia voluntad, poseyendo ‑sobre su plano‑ las mismas características que la vía en la cual una naturaleza femenina puede realizarse.
Por otra parte, si el elemento femenino corresponde, en general, al elemento naturalista, puede entenderse que en el mundo de la tradición las castas y las razas inferiores ‑donde el factor naturalista era más activo que en las otras, regidas por el poder de los ritos aristocráticos y la herencia divina‑ se beneficiasen de la participación en un orden más elevado, precisamente a través de las relaciones de tipo "religioso". Incluso la "religión" podía pues tener un lugar y una función en el conjunto jerárquico, aunque estas fueran relativas y subordinadas en relación a las formas mas altas de realización espiritual de las que ya hemos hablado: iniciación y variedades de la alta ascesis.
Con la destrucción de las castas y de las estructuras sociales similares, con la llegada al poder de las capas y las razas inferiores, era inevitable que, también en este terreno, el espíritu que les era propio triunfara; que toda relación con lo sobrenatural fuera concebia exclusivamente bajo forma de "religión"; que toda otra forma de nivel más elevado fuera considerada con desconfianza cuando no estigmatizada como sacrílega y demoníaca. Es esta feminización de la espiritualidad, cuyo origen se remonta a una época antigua, que determina la primera alteración de la tradición primordial en las raza donde prevaleció.
Seguir el proceso de decadencia el mismo tiempo que todos los que han desembocado en el hundimiento de la humanidad viril y solar de los orígenes, al será el objeto de las consideraciones que desarrolaremos en la segunda parte de esta obra y a través de las cuales aparecerán la génesis y el rostro del "mundo moderno"
FIN DE LA PRIMERA PARTE
([2])Fórmulas upanishadicas para la unión sexual: "Con mi virilidad, con mi esplendor, te confiero el esplendor" ‑ "Yo soy él y tú eres ella, tu eres ella y yo soy él. Yo soy el Cielo, tu la Tierra. Al igual que la Tierra contiene en su seno al dios Indra, así como los puntos cardinales están llenos de viento, así deposito en tí el embrión de [aquí el nombre de nuestro hijo]" (Brhadaranyaka‑upanishad, VI, iv, 8; VI, iv, 20‑22; cf. Atharva‑Veda, XIV, 2, 71).
([4])Cf. Manâvadharmashastra, IX, 35‑36: "Si se comparan el poder procreador macho al poder femenino, el macho es declarado superior, porque la progenie de todos los seres está marcada por la característica del poder masculino... Cualquiera que sea la especie de semilla que se lanza a un campo reparado en la estación que conviene, este grano se desarrolla en una planta de la misma especie dotada de cualidades particulares evidentes". Es por esta razón que el sistema de castas conoció la hipergamia: el hombre de casta superior podía tener, además de las mujeres de su casta, mujeres de casta inferior, y esto tanto más cuanto más elevada era la casta del hombre (cf. Parikshita, I, 4, Mânavadharmashastra, III, 13). Subsiste, incluso entre los pueblos salvajes, la idea de la dualidad entre el mogya, o sangre y el ntoro o espíritu, que se propaga exclusvamente por línea masculina (cf. LAVY‑BRUHL, Ame primit., cit., pag. 243).
([5])En la tadición hindú, la semilla masculina es llamada frecuentemente virya, término que, en los textos técnicos de los ascetas ‑en particular de los budistas‑ es también empleado por la fuerza "a contracorriente" que puede renovar sbrenaturalmente todas las facultades humanas. Los ascetas y los yogi shivaitas llevan el phalo como un especie de signo distintivo. En Lidia, Frigia, Etruria y en otros lugares, se colocaban falos sobre las tumbas o estatuillas de forma itifálica (cf. A. DRIETRICH, Mutter Erde, Leipzig, 1925, pag. 104), lo que expresa precisamente la asociación entre la fuerza viril y la fuerza de las resurrecciones. En Egipto, el Osiris itifálico fue el símbolo "solar" de la resurrección. Así, en el Libro de los Muertos (XVIII) se leen estas invocaciones del muerto: "O divinidades brotadas del principio viril (lit. del falo), tendedme los brazos... O falo de Osiris tu que surjes para el exterminio de los rebeldes, por tu virtud soy fuerte entre los fuertes, poderoso entre los poderosso". Así mismo, en el heenismo, Hermes en su forma de Hermes itifálico es considerado como el símbolo del hombre primordial resucitado "que se mantiene, se mantuvo y se mantendrá en pie" a través de las diversas fases de la manifestación (cf. HIPOLITO, pHILOS. v, 8, 14). Un eco supersticioso de esta concepción se encuentra en la Roma antigua donde se alude al falo (virilidad mágica) para romper las fascinaciones y alejar las influencias nefastas.
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