Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 6. La civilización de la Madre
Biblioteca Julius Evola.- La característica más acusada de las civilizaciones del Sur es la práctica del culto a la Gran Madre, entendida como la fuente de toda generación y el origen de la vida. En el mito "solar" de Helios. Faetón arrastra al Gelios (el Sol) en su recorrido diario, partiendo del Este, llegando a su cenit al medio día y, cansado, refugiándolo en el seno de la Madre Tierre en el Oeste, allí donde, durante la noche, recobrará vida y fuerza para alzarse de nuevo al día siguiente. Se trata de un "mito solar", reconducido en beneficio de la madre tierra y que no tiene nada que ver con los mitos nórdicos del Sol -Apolo- sereno, en su quietud y autónomo de la tierra.
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LA CIVILIZACION DE LA MADRE
Para desarrollar este análisis es necesario proceder a una definición tipológica más precisa de las formas de civilización que han sucedido a la civilización primordial. En primer lugar estudiaremos el concepto mismo de "Civilización de la Madre"(1).
Su tema característico es una trasposición metafísica del concepto de la mujer, contemplado en tanto que principio y sustancia de la generación. Es una diosa quien expresa la realidad suprema. Todo ser es considerado como su hijo y aparece, en relación a ella, como algo condicionado y subordinado, privado de vida propia, es decir, caduco y efímero. Tal es el tipo de las grandes diosas asiático‑mediterráneas de la vida ‑Isis, Ashera, Cibeles, Afrodita, Tanit y sobre todo Démeter, figura central del ciclo pelasgo‑minoico. La representación del principio solar bajo la forma de un niño sostenido por la Gran Madre sobre sus rodillas, es decir, como algo engendrado; las representaciones egipcio‑minoicas de reinas o mujeres divinas mostrando el loto y la llave de la vida; Ishtar, de la cual uno de sus himnos más antiguos dice: "No hay ningún dios verdadero fuera de tí" y que es llamada Ummu ilani, Madre de los dioses; las diversas alusiones, amenudo acompañadas de transposiciones cosmológicas, a una primacía del principio de la "noche" sobre el principio "día" que surge de su seno, divinidades tenebrosas o lunares sobre las que se manifiesta; el sentimiento característico, que resulta y lo "oculta" es un destino, una invisible ley de fatalidad a la cual nadie puede sustraerse; el lugar acordado, en algunos simbolismos arcaicos (que frecuentemente reposan sobre el cálculo lunar, antes que solar, del tiempo) al signo o al dios de la Luna sobre el del Sol (por ejemplo, el Sin babilonio en relación a Sanash) y la inversión, en virtud de la cual la Luna toma en ocasiones el género masculino y el Sol el femenino; la importancia dada al principio de las Aguas (Zeus subordinado a Estigia; el Océano generador de los dioses y de los hombres, etc.) y a su culto correlativo, el de la serpiente y las divinidades análogas; en otro plano, la subordinación de Adonis en relación a Afrodita, de Virbio respecto a Diana, de algunas formas de Osiris, transmutado de su forma solar ogirinaria en dios lunar de las aguas, en relación a Isis (2), de Baco en relación a Demeter, del Hércules asiático respecto a Militta, etc... todo esto hace referencia, más o menos directamente, al mismo tema.
Por todas partes se encuentran, en el Sur, desde Mesopotamia hasta el Atlántico, estatuillas neolíticas de la Madre con el Hijo.
En Creta, la tierra de los orígenes era llamada, en lugar de "patria", "Tierra de la madre", particularidad que emparenta esta civilización de una forma específica con la civilización atlántico‑meridional (3) y con el substrato de cultos aun más antiguos del Sur. Los dioses son mortales; como el verano, sufren cada año la muerte (4). Aquí, Zeus (Teshub) no tiene padre y su madre es la sustancia húmeda terrestre: es pues la "mujer" quien está en el principio. El ‑el Dios‑ es algo "engendrado" y mortal: se muestra su tumba (5). Por el contrario el substrato femenino inmutable de cada vida es inmortal. Cuando se disipan las sombras del caos hesiódico, es la negra Gaia un principio femenino, quien aparece. Sin esposo, Gaia engendra ‑tras las "grandes montañas", el Océano y el Puente‑ su propio varón o esposo; y toda generación divina nacida de Gaia, tal como indica Hesiodo según una tradición que no debe ser confundida con la del puro culto olímpico, se presenta como un mundo sometido al movimiento, a la alteración, al devenir.
Sobre un plano inferior, los vestigios que se han conservado hasta tiempos históricos en diversos cultos asiático‑mediterráneos permiten precisar el sentido de algunas expresiones rituales particularmente características de esta inversión de valores, consideramos las fiestas saceas y frigias. Las fiestas saceas en honor de la gran diosa tenían como apogeo la muerte de un ser, que jugaba el rol de macho regio (6). La destitución de lo viril, con ocasión de las celebraciones de la diosa, se encuentra, por otra parte, en la emasculación practicada, como hemos visto, en los misterios de Cibeles: bajo la inspiración de la diosa, podía suceder que los mistes, presos de un frenesí, se privasen, incluso físicamente, de su virilidad para semejarse a ella, para transformarse en el tipo femenino, concebido como la más alta manifestación de lo sagrado (7). Por lo demás, en los templos de Artemisa, de Efeso y de Astarte, sí como en Hierópolis, los sacerdotes fueron con frecuencia eunucos (8). El Hércules lidio que sirvió durante tres años, vestido con ropas de mujer, el imperioso Omphalos, imagen, como la Semiramis misma, del tipo de mujer divina; el hecho de que los participantes en algunos misterios consagrados precisamente a Hércules y a Dionisos se vistieran de mujeres; el hecho que, entre algunos antiguos germanos, fueran también vestidos de mujer como los sacerdotes velaban en el bosque sagrado; la inversión del ritual del sexo, en virtud del cual algunas estatuas de Nana‑Ishtar en Susa y de Venus en Chipre llevaban signos masculinos mientras que mujeres vestidas de hombre celebraban el culto con hombres vestidos de mujer (9); la transformación ya mencionada de la Luna en Lunus, divinidad masculina (10); en fin, la ofrenda minoico‑pelasga de armas rotas a la diosa (11) y la usurpación del símbolo guerrero y sagrado hiperbóreo, el hacha, por figuras de amazonas y de divinidades femeninas del Sur... todo ello constituye otros tantos ecos que, aun fragmentarios, materializados o deformados, siguen siendo característicos de la concepción general según la cual, lo femenino habiéndose convertido en el principio fundamental de lo sagrado, de la fuerza y la vida, mientras que lo masculino y el hombre en general, se les concede un carácter insignificante, de inconsistencia interior y sin valor, caducidad y envilecimiento.
Mater = Tierra, gremius matris terrae. De aquí deriva un punto esencial, a saber que en el mismo tipo de civilización de origen "meridional" y en el mismo significado general, se puede incluir todas las variedades de cultos, mitos y ritos en los que predomina el tema ctónico, incluso cuando el elemento masculino figure, y se alude, no solo a diosas, sino también a dioses de la tierra, del crecimiento, de la fecundidad natural, de las aguas o del fuego subterráneo. En el mundo subterráneo, en lo oculto reinaron sobre todo las Madres, pero en el sentido de la noche, de las tinieblas, opuesto al coelum que puede implicar, también, la idea genérica de lo invisible, pero bajo su aspecto superior, luminoso y, precisamente, celeste. Existe, por otra parte, una oposición fundamental y bien conocida entre el Deus, tipo de las divinidades luminosas de las razas indo‑europeas (12) y el Al, entendido como objeto de culto demoníaco‑extático y frenético de las razas oscuras del Sur, privadas de toda dimensión verdaderamente sobrenatural (13). En realidad, el elemento infero‑demóniaco, el reino elemental de las potencias subterráneas, corresponde a un aspecto ‑el más bajo‑ del culto de la Madre. A todo esto se opone la realidad "olímpica", inmutable y atemporal en la luz de un mundo de esencias inteligibles o dramatizado bajo la forma de divinidades de la guerra, de la victoria, del esplendor, de las alturas y del fuego celeste.
Así la civilización de la Madre, en un sentido general, está relacionada con el totemismo. Es significativo que, en la tradición hindú, la vía de los antepasados ‑pitr‑yana‑ opuesta a la vía solar de los dioses, sea sinónimo de vía de la Madre. Pero basta recordar el significado particular que hemos dado al totemismo (14) para ver que la relación de individuos con su origen ancestral y su significado en relación a este, coinciden con los de la concepción ginecocrática en cuestión. En los dos casos, el individuo no es más que una aparición finita y caduca, surgiendo y desapareciendo en una substancia que existía antes que él y que continuará despues engendrando otros seres igualmente privados de vida propia. En relación con este significado común y este destino, el hecho de que la representación preponderante del principio totémico sea masculina, pasa a segundo plano (15). De hecho es al totem al que retorna la vida de los muertos, sucediendo frecuentemente, como se ha visto, que el culto a los muertos y a los totems se interfieren. Pero precisamente el culto a la Madre y el rito telúrico en general interfieren a menudo, de la misma forma, con el culto a los muertos: la Madre de la vida es igualmente la Diosa de la muerte. Afrodita, diosa del amor, se presenta también, bajo la forma de Libitina, como la diosa de la muerte, y esto es igualmente cierto para otras divinidades, comprendidas las divinidades itálicas Feronia y Acca Larentia.
Conviene señalar, a este respecto, un punto de particular importancia. El hecho de que, en las civilizaciones "meridionales" ‑donde predomina el culto telúrico‑femenino‑ sea el rito funerario de la inhumación el que prevalece, mientras que en las civilizaciones de origen nórdico‑ario se practique sobre todo la cremación, refleja precisamente el punto de vista al que aludimos: el destino del individuo, no es la liberación por el fuego de los residuos terrestres, el ascenso, sino el retorno a las profundidades de la tierra, la nueva disolución en la Magna Mater ctónica, origen de su vida efímera. Es esto lo que explica igualmente la localización subterránea, antes que celeste, del lugar de los muertos, propio sobre todo de los troncos étnicos más antiguos del Sur (16). La significación simbólica del rito de la inhumación permite pues, en principio, considerarlo como un vestigio del ciclo de la Madre.
Generalizando, puede establecerse igualmente una relación entre la visión femenina de la espiritualidad y la concepción panteista del todo como un gran mar donde el núcleo del ser individual se disuelve y se pierde como el grano de sal, donde la personalidad no es más que una aparición ilusoria y momentánea de la única sustancia indiferenciada, espíritu y naturaleza al mismo tiempo, que es considerada como lo único real, y donde no hay ningún lugar para un orden verdaderamente trascendente. Pero es preciso añadir ‑y esto será importante para determinar el sentido de los ciclos siguientes‑ que las formas donde lo divino es concebido como persona, y donde se encuentra subrayada la relación naturalista de una generación y de una "creaturalidad", con el pathos correspondiente de pura dependencia, de humildad, de pasividad, sumisión y renuncia a su propia voluntad, estas formas decimos, presentan algo mezclado pero reflejan, en el fondo, un espíritu idéntico (17). Es interesante recordar que, según el testimonio de Estrabón (VII, 3, 4) la oración (sobre el plano de la simple devoción) hubo llegado al hombre a través de la mujer.
Ya hemos tenido ocasión de indicar, desde el punto de vista doctrinal, que la materialización de lo viril es la contrapartida inevitable de toda feminización de lo espiritual. Este tema, que hará comprender el sentido de algunas transformaciones ulteriores de la civilización corresponden, tradicionalmente, a la edad del bronce (o del acero) luego a la de hierro, permite también precisar otros aspectos de la civilización de la Madre.
Frente a una virilidad concebida de una forma materializada, es decir como fuerza física, dureza, cerrazón, afirmación violenta, la mujer, por sus facultades de sensibilidad, sacrificio y amor, así como por el misterio de la generación, pudo aparecer como la encarnación de un principio más elevado. Allí donde no se reconocía solamente la fuerza material, pudo pues adquirir la autoridad, aparecer, de alguna manera, como una imagen de la Madre universal. No es, sin embargo, contradictorio que en algunos casos la ginecocracia espiritual e incluso social haga su aparición, no en una sociedad afeminada, sino en una sociedad belicosa y guerrera (18). En verdad, el símbolo general de la edad de plata y del ciclo atlante no es el símbolo demoniacamente telúrico y groseramente naturalista (ciclo de los ídolos femeninos esteatopigicos). El principio femenino se eleva ya a una forma más pura, como en el símbolo antiguo de la Luna en tanto que Tierra purificada o celeste ‑ ‑ no dominando más que a este título lo que es terrestre (19): se afirma como una autoridad espiritual, o al menos moral, frente a instintos y cualidades viriles exclusivamente materiales y físicas.
Es principalmente bajo el aspecto de figuras femeninas como aparecen las entidades que no solo protegen la costumbre y la ley natural y vengan el sacrilegio y el crimen (de las Normas nórdicas, a las Erinias, a Themis y a Dike) sino que dispensan también el don de la inmortalidad, se debe reconocer precisamente esta forma más alta, que puede cualificarse, de una forma general, de demetríaca, y que está relacionada con los castos símbolos de Vírgenes o Madres que conciben sin esposo, o de diosas del crecimiento vegetal ordenado y del cultivo de la tierra, como por ejemplo Ceres (20). La oposición entre el tipo demetríaco y el tipo afrodítico corresponde a la oposición entre la forma pura, transformada y la forma inferior, groseramente telúrica, del culto a la Madre, que resurge en los últimos estadios de descomposición y sensualización de la civilización de la edad de plata. Oposición idéntica a la que existe, en las tradiciones extremo‑orientales, entre la "Tierra Pura" de la "Mujer de Occidente" y el reino subterráneo de Ema‑O, y en las tradiciones helénicas, entre el símbolo de Atenea y el de las Górgonas que combaten. Es la espiritualidad demetríaca, pura y calmada como la luz lunar, quien define tipológicamente la Edad de Plata, y verosímilmente, el ciclo de la primera civilización atlántica. Históricamente, no tiene sin embargo nada de primordial; es ya un producto de transformación (21). Allí donde el símbolo se convirtió en realidad, se afirmaron formas de ginecocracia efectiva, de las que pueden encontrarse huellas en el substrato más arcaico de numerosas civilizaciones (22). Al igual que las hojas no nacen una de otra, sino del tronco, así mismo, si bien es el hombre quien suscita la vida, esta es efectivamente dada por la madre: tal es la premisa. No es el hijo quien perpetúa la raza; tiene una existencia puramente individual limitada a la duración de su vida terrestre. La continuidad se encuentra por el contrario en el principio femenino, materno. De aquí deriva como consecuencia que la mujer, en tanto que madre, se encuentre en el centro y en la base del derecho de la gens o de la familia y que la transmisión se haga por línea femenina(23). Y si de la familia se pasa al grupo social, se llega a las estructuras de tipo colectivista y comunista: cuando se invoca la unidad de origen y el principio materno, del que todo el mundo desciende de igual manera, la aequitas deviene aequalitas, relaciones de fraternidad universal y de igualdad se establecen expontáneamente, se afirma una simpatía que no conoce límites ni diferencias, una tendencia a poner en común todo lo que se posee y que, por lo demás, se ha recibido como un regalo de la Madre Tierra. Se vuelve a encontrar aquí un eco persistente y característico de este tema en las fiestas que, incluso hasta una época relativamente reciente, celebraban las diosas telúricas y el retorno de los hombres a la gran Madre de la Vida y donde se manifestaba la reminiscencia de un elemento orgiástico propio de las formas meridionales más bajas; fiestas en las que todos los hombres se sentían libres e iguales, donde las divisiones de castas y de clasesya no contaban y podían incluso ser superadas, en medio de una licenciosidad general y un gusto por la promiscuidad (24).
Por otra parte, el pretendido "derecho natural", la promiscuidad comunista propia de muchas sociedades salvajes, sobre todo del Sur (Africa, Polinesia) y hasta el mir eslavo, todo esto nos lleva casi siempre al marco característico de la "civilización de la Madre", incluso aquí donde no hubo matriarcado y donde se trató menos de "mistovariaciones" de la civilización boreal primordial, que de restos de telurismo inherentes a razas inferiores autóctonas. El tema comunista, unido a la idea de una sociedad que ignora las guerras, que es libre y armoniosa, figura por otra parte, fuera del relato de platónico relativo a la Atlántida de los orígenes, en diversas descripciones de las primeras edades, comprendida la edad de oro. En lo que concierne a esta última existe sin embargo una confusión debida a la substitución de un recuerdo reciente por otro mucho más lejano. El tema "lunar" de la paz y de la comunidad, en el sentido naturalista, no tiene nada que ver con los temas que, según testimonios múltiples, caracterizan, como se ha visto, la primera edad (25).
Pero una vez se disipa este equívoco, una vez situado de nuevo en su verdadero lugar ‑es decir, no en el ciclo de la edad de Oro, sino en el de la de Plata, de la Madre, que es preciso considerar como el segundo grado‑ los recuerdos que se refieren a un mundo primordial calmado, sin guerras, sin divisiones, comunitario, en contacto con la naturaleza, los recuerdos comunes a un gran número de pueblos, vienen a confirmar, de forma muy significativa, los puntos de vista ya expuestos.
Por otra parte, siguiendo hasta el fin este orden de ideas, es posible desprender una última característica morfológica, de importancia capital. Si se hace referencia a lo que hemos expuesto en la primera parte de esta obra sobre el sentido de la realeza primordial y sobre las relaciones entre la realeza y el sacerdocio, se puede constatar que en un tipo de sociedad regida por una casta sacerdotal, es decir, dominada por el tipo espiritual "femenino" que le es propio, la función real se encuentra relegada a un plano subordinado y solamente material, es un espíritu ginecocrático y lunar, una forma demetríaca quien reina, sobre todo si esta sociedad está orientada hacia el ideal de una unidad mística y fraterna. Frente al tipo de sociedad articulada según jerarquías precisas, asumiendo "triunfalmente" el espíritu y culminando en la superhumanidad real, refleja la verdad misma de la Madre en una de sus formas sublimadas, correspondiendo a la orientación que caracteriza probablemente el mejor período del ciclo atlántico y que se reproduce y conserva en las colonias irradiando, hasta los pelasgos y el ciclo de las grandes diosas asiático‑mediterrénas de la vida.
Así, en el mito, en el rito, en las concepciones generales de la vida, de lo sagrado y del derecho, en la ética y en las formas sociales mismas, se reencuentran elementos que, sobre el plano histórico, pueden no aparecer más que de una forma fragmentaria, mezclados a otros temas, traspuestos sobre diversos planos, pero refiriéndose sin embargo, en su principio, a una misma orientación fundamental.
Esta orientación corresponde, como hemos visto, a la alteración meridional de la tradición primordial, a la desviación del "Polo" que acompaña, sobre el plano del espíritu, la que se produce en el espacio, en las "mistovariaciones" del tronco original y en las civilizaciones de la "edad de plata". Tal es lo que debe retener quien desee comprender los significados opuestos del Norte y del Sur, no solo morfológicamente, en tanto que "tipos universales de civilización" (punto de vista al cual es siempre posible limitarse), sino también como puntos de referencia que permiten integrar, en un significado superior, la dinámica y la lucha de las fuerzas históricas y espirituales, en el curso del desarrollo de las civilizaciones mas recientes, durante las fases ulteriores de "oscurecimiento de los dioses" (26).
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