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Revuelta contra el Mundo Moderno

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 8. El ciclo heroico uranio-occidental

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 8. El ciclo heroico uranio-occidental

Bibioteca Julius Evola.- Evola penetra en este capítulo en el terreno propiamente histórico. Analiza los dos ciclos clásicos, especialmente en lo que identifica como su aspecto "heroico": el ciclo helénico y el ciclo romano. Si alguien aspira a conocer "lo mejor" del mundo clásico, estos son los aspectos más destacables. Es revelevante el hecho de que las fuentes de Evola en esta parte son los mejores estudios sobre la romanidad y el mundo clásico: Fuester de Coulanges y su "Ciudad Antigua". Evola identifica, así mismo, los aspecto sincréticos de estos ciclos en los que aparecen restos desfigurados y ecos de las civilizaciones del sur vencidas.

 

9.EL CICLO HEROICO‑URANIO OCCIDENTAL

a) El ciclo helénico

Si volvemos ahora nuestra mirada hacia Occidente, y en primer lugar a Hélade, constatamos que ésta se presenta bajo un doble aspecto. El primero corresponde a significados análogos a los que han presidido, tal como hemos visto,  la formación de otras grandes tradiciones y son las de un mundo todavía no secularizado penetrado por el principio genérico de lo "sagrado". El segundo aspecto se refiere, por el contrario, a procesos que preludian el último ciclo, el ciclo humanista, laico y racionalista: y es precisamente a través de este aspecto que muchos "modernos" ven en Grecia el principio de su civilización.

La civilización helénica comporta, también, una capa más antigua, egea y pelasga, donde se vuelve a  encontrar el tema general de la civilización atlántica de la edad de plata, sobre todo bajo la forma de demetrismo, con frecuentes interferencias de  temas de un orden aun más bajo, ligados a cultos ctónico‑demoníacos. A esta capa se opone la civilización, propiamente helénica, creada por las razas conquistadoras aqueas y dorias. Se caracteriza por el ideal olímpico del ciclo homérico y por el culto del Apolo hiperbóreo, cuya lucha victoriosa contra la serpiente Python, sepultada bajo el templo apolíneo de Delfos (donde, antes del culto, existia el oráculo de la Madre, de Gea, asociada al demonio de las aguas, al Poseidón atlántico‑pelasgo), es un mito de doble sentido, que, por una parte, expresa un contenido metafísico y, de otra, la lucha de una raza de culto uranio  contra una raza de culto telúrico. Es preciso considerar  finalmente los efectos que entraña el emerger de nuevo del  estrato originario, a saber, los diversos aspectos del  dionisismo, del afroditismo, incluso del pitagorismo  y de otras  orientaciones ligadas al culto y al rito telúrico, con las formas  sociales y costumbres correspondientes.

Estas constataciones se aplican igualmente, en una amplia medida, al plano étnico. Desde este punto de vista, se pueden distinguir, de forma general, tres estratos. El primero corresponde a residuos de razas completamente ajenas a las del ciclo nórdico‑occidental o atlántico, y por tanto, también a las razas indo‑europeas. El segundo elemento tiene probablemente por origen  ramificaciones de la raza atlántico‑occidental, que, en  tiempos  antiguos, había ocupado una punta avanzada en el estanque  Mediterráneo: se podría igualmente llamar paleo‑indo‑europea,  teniendo sin embargo en cuenta, sobre el plano de la  civilización,  la alteración y  la involución que ha sufrido. A  este elemento se refiere esencialmente la civilización pelasga.  El tercer elemento corresponde a los pueblos propiamente  helénicos, de origen nórdico‑occidental, descendidos a Grecia en  una época relativamente reciente (1). Esta triple  estratificacion, la encontramos igualmente, con el dinamismo de  las influencias correspondientes, en la antigua civilización  itálica y es posible, que en Hélade, no sea ajena    a las tres  clases de la antigua Esparta: Espartiatas, Periecos e  Ilotas. La  tripartición, en lugar de la cuatripartición tradicional, se  explica aquí por la presencia de una aristocracia que ‑al igual  que se produce en ocasiones en la romanidad‑ tuvo un carácter  sagrado al tiempo que guerrero: tal fue, por ejemplo, la estirpe  de los Heráclidas y  de los Geleontes, los "Resplandecientes",  de las cuales el mismo Zeus o Geleón fue el fundador simbólico.

La diferencia que separa el mundo aqueo en relación a la civilización pelasga precedente (2) no se refleja solamente en el tono hostil con el cual los historiadores griegos se expresaron a menudo en relación a los pelasgos, y la relación que  establecieron entre este pueblo y los cultos y las costumbres de  tipo egipcio‑siríaco: como es un hecho, por el contrario, la  afinidad tanto racial, como de costumbres y, en general, de  civilización, de los aqueos y dorios con los grupos nórdico‑arios  los celtas, germanos y escandinavos, así como con los arios de la  India (3). La pureza desnuda de las líneas, la claridad  geométrica y solar del estilo dórico, la esencialidad de una  simplificación expresan algo deliberado, al mismo tiempo que la  potencia de una primordialidad que se afirma ‑absolutamente‑    como forma y cosmos, frente al carácter caóticamente orgánico y  ornamental de los símbolos animales y vegetales que se perciben  en los vestigios de la civilización creto‑monoica; las luminosas representaciones olímpicas frente a las tradiciones de dioses‑  serpientes y de hombres‑serpientes, de demonios con la cabeza de  asno y de diosas negras con cabeza de caballo, frente al culto  mágico del fuego subterráneo o del dios de las aguas, dicen  bastante claramente que fuerzas se reencontraron en Grecia en  este acontecimiento prehistórico del cual uno de los episodios  centrales es la caida del reino legendario de Minos, que gobierna  sobre la tierra pelasga donde Zeus es un demonio ctónico y mortal  (4), la negra Madre Tierra  es la más grande y potente de  las divinidades, donde domina el culto ‑siempre ligado al  elemento femenino y quizás en relación con la decadencia egipcia  (5)‑ de Hera, Hestia y Themis, las Cariátides y Nereidas, donde,  en todo caso, el límite supremo no es otro que el misterio  demétrico‑lunar, con trasposiciones ginecocráticas en el rito y  las costumbres (6).

Este substrato pelasgo tuvo espiritualmente relaciones con las civilizaciones asiáticas del estanque mediterráneo y la empresa aquea contra Troya, que no pertenece solamente al dominio del mito,sino extraede él  su sentido más profundo.  Troya se encuentra esencialmente bajo el signo de Afrodita, diosa  de la cual Astarté, Tanit, Ishtar y Militta son otras tantas  reencarnaciones y son las "amazonas" emigradas en Asia quienes  acuden en su ayuda   contra los aqueos. Según Hesiodo,   combatiendo contra Troya  habría caido una parte de esta raza  de héroes que el Zeus olímpico había predestinado a la  reconquista de un estado de espiritualidad parecido a la  espiritualidad primordial. Y Hércules, tipo particularmente  dorio, enemigo eterno de la diosa pelasga Hera, que ha  reconquistado el hacha simbólica bicúspide ‑Labus‑ usurpada por  personages femeninos y por amazonas durante el ciclo pelasgo, aparece, en otras tradiciones, como conquistador  de Troya y exterminador de los jefes troyanos.  Cuando Platon (7) habla de la lucha de los ancestros de los helenos contra los atlantes, se trata aquí de un relato que, siendo mítico no es menos  significativo, y refleja verosímilmente el aspecto espiritual de  un episodio de luchas sostenidas por los ancestros nórdico‑arios  de los aqueos. Entre las indicaciones análogas que se han  conservado en el mito, se puede citar la lucha entre Atenea y  Poseidón por la posesión del Atica. Poseidón parece haber sido  dios de un culto más antiguo, suplantado por el de la Atenea  olímpica. Se puede mencionar también la lucha entre Poseidón y  Helios, dios solar que conquistó el itsmo de Corinto y  Acrocorinto, que Poseidón había cedido a Afrodita.

Sobre un plano diferente, se encuentra en las "Euménides" de Esquilo un eco, igualmente simbólico, de la victoria de la nueva cilización sobre la antigua. En la asamblea divina que juzga a Orestes, asesino de su madre Clitemestra para vengar a su padre, aparece claramente el conflicto entre la verdad y el derecho viril, y la verdad y el derecho materno. Apolo y Atenea se  alinean contra las divinidades femeninas nocturnas, las Erinias,  que quieren vengarse en Orestes. El hecho de invocar el  nacimiento simbólico de Atenea, opuesta a la maternidad sin  esposo de las vírgenes primordiales, para afirmar que se puede ser padre sin madre, ilumina  precisamente el ideal superior de la virilidad, la idea de una  "generación" espiritual pura, separada del plano naturalista,  donde dominan la ley y la condición de la Madre. Con la  absolución de Orestes, triunfa una nueva ley, una nueva  costumbre, un nuevo culto, un nuevo derecho ‑como lo constatan  con lamentos el coro de las Euménides, las divinidades femeninas  ctónicas con cabeza de serpiente, hijas de la noche, símbolos de  la antigua era prehelénica. Y es significativo que Esquilo haya  elegido precisamente como lugar para el juicio divino la colina  de Ares, el dios guerrero, en la antigua ciudadela de las  Amazonas que Teseo había destruido.

La concepción olímpica de lo divino es, entre los Helenos una de las expresiones más características de la "Luz del Norte": es la visión de un mundo simbólico de esencias inmortales luminosas, separadas de la región inferior de los seres terrestres y de las cosas sometidas al devenir, aun cuando, en ocasiones, se atribuya una "génesis" a algunos dioses; es una visión de lo sagrado analógicamente ligada a los cielos    resplandecientes y las cumbres nevadas, como en los símbolos del Asgard édico y del Meru védico. La concepción del Caos como principio original, de la Noche y del Erebo como sus primeras manifestaciones y como  principios de todas las generaciones ulteriores, comprendidas la  de la Luz y del Día, de la Tierra o de la Madre universal  anterior a su esposo celeste; toda la contingencia, enfin, de un  devenir, de una muerte y de una transformación caóticas,  introducida en las naturalezas divinas mismas, estas ideas, en  realidad, no son helénicas: son temas que, en el sincretismo  hesiódico, delatan el sustrato pelasgo.

Al mismo tiempo que el tema olímpico, Hélade conoció, bajo un aspecto particularmente típico, el tema "heroico". Igualmente distanciados de la naturaleza mortal y humana, los semi‑dioses participan de la "inmortalidad olímpica", aparecen,  helénicamente, los héroes. Cuando no es por la sangre misma de un  parestesco divino, es decir, una supra‑naturalidad natural, es la  acción quien define y constituye al héroe dorio y aqueo. Su  sustancia, como la de los tipos que derivaron en el curso de los  ciclos más recientes, es enteramente épica. No conoce los  abandonos de la Luz del Sur, el reposo en el seno generador. Es  la "Victoria", Niké, quien corona al Hércules dorio en la  residencia olímpica. Aquí vive una pureza viril que el "titánico"  no alcanza. El ideal, en efecto, no es Prometeo, considerado por  el heleno como un vencido en relación a Zeus quien aparece  igualmente en varias leyendas, como el vencedor de los dioses  pelasgos (8), el ideal es el héroe que resuelve el elemento  titánico, que libera a Prometeo tras alinearse junto a los  Olímpicos: es el Hércules antiginecocrático que destruye las  Amazonas, hiere a la Gran Madre, se apropia de las manzanas de  las Hespérides venciendo al dragón, rescata a Atlas  ‑ya que  no es  en tanto que castigo sino  como prueba que asume la función de  "polo" y sostiene el peso simbólico del mundo hasta que Atlas le  trae las manzanas‑, que, en fin, pasa definitivamente, a través  del fuego, de la existencia terrestre a la inmortalidad olímpica.  Las divinidades que sufren y que mueren para revivir luego como  naturalezas vegetales producidas por la tierra, divinidades que  personifican la pasión del alma anhelante y rota, son  completamente ajenas a esta espiritualidad helénica original.

Mientras que el ritual ctónico, correspondietne a los estratos aborígenes y pelasgos, se caracteriza por el temor a las fuerzas demoníacas, por el sentimiento penetrante de una "contaminación", de un mal que es preciso alejar, de una  desgracia que es preciso exorcisar, el ritual  olímpico aqueo conoce solamente relaciones claras y precisas con  los dioses concebidos de forma positiva como principios de  influencias benéficas, sin ansiedad, casi con la familiaridad y  la dignidad de un do ut des en el sentido superior (9). Incluso  el destino, distintamente reconocido, que pesaba sobre la mayor  parte de los hombres de la edad oscura ‑el Hades‑, no inspiraba  angustia a esta humanidad viril. La contemplaba con rostro  calmado. La melior spes de unos pocos se refería a la pureza  del fuego, al cual se ofrecían ritualmente los cadáveres de los  héroes y de los grandes en vistas a facilitar su liberación  definitiva gracias a la incineración del cuerpo, mientras que el  rito de restitución simbolica en el seno de la Madre Tierra,  mediante la inhumación, era prácticado sobre todo por las capas  prehelenicas y pelasgas (10). El mundo de la antigua alma aquea  no conoció el pathos de la expiación y de la "salvación": ignoró  los éxtasis y los abandonos místicos. Sin embargo, conviene  separar aquí lo que está aparentemente unido restituyendo a sus  orígenes antitéticos los elementos de los que se compone el  conjunto de la civilización helénica.

En la Grecia posthomérica, aparecen los signos de una reacción de los estratos originales sometidos contra el elemento propiamente helénico. Temas telúricos propios de la civilización más antigua, más o menos destruida o transformada, resurgen, en la medida  en que los contactos con las civilizaciones vecinas contribuyeron a reavivarlos. La crisis se sitúa, aquí también, entre el siglo VII y el VI. En esta época  el dionisismo hace irrupción en  Grecia y el hecho es tanto más significativo, en la medida en que  fue sobre todo el elemento femenino quien abrió las vías. Ya  hemos indicado el sentido universal de este fenómeno. Nos  contentaremos con precisar que este sentido se conserva incluso  cuando pasa del carácter salvaje de las formas tracias al  Dionisos órfico helenizado que permanece siempre como un dios  subterráneo, asociado a la Gea y al Zeus ctónico. Y mientras que,  en el desencadenamiento y los éxtasis del dionisismo tracio,  podía aun producirse la experiencia real de lo trascendente, se  ve predominar poco a poco en el orfismo un pathos ya próximo al  de las religiones de redención más o menos humanizadas. Además, a  la doctrina olímpica de las dos naturalezas, sucede aquí la  ceencia en la reencarnación, en donde el principio del cambio  pasa al primer plano y se establece una confusión entre un  elemento mortal presente en lo inmortal y un elemento inmortal  presente en lo mortal.

Al igual que el hebreo se siente maldito por la "caida" de Adan, concebida como "pecado", el órfico expía el crimen de los Titanes que han devorado al dios. No concibiendo más que raramente la verdadera posibilidad "heroica", espera una especie de "Salvador" ‑que conoce la misma pasión de la muerte y de la resurrección que los dioses‑plantas y lo dioses‑años‑ la salvación y la liberación del cuerpo (11). Como se ha señalado justamente (12), esta "enfermedad infecciosa" que es el complejo de culpa, con el terror al castigo de ultratumba, con el impulso desordenado, nacido de la parte inferior y pasional del ser, hacia una  liberación evasionista, fué siempre ignorada por los griegos en el curso del mejor período de su historia: es antihelénica y procede de influencias extranjeras (13). La misma observación se  aplica a la "estetización" y a la sensualización de la  civilización y de la sociedad griega ulterior, a la  preponderancia de las formas jónicas y corintias sobre las formas  dóricas.

Casi al mismo tiempo que la epidemia dionisíaca, tuvo lugar la crisis del antiguo régimen aristocrático‑sagrado de las ciudades griegas. Un fermento revolucionario altera, en sus fundamentos mismos, las antiguas instituciones, la antigua concepción del Estado, de la ley, del derecho y de la propiedad. Disociando el poder temporal de la autoridad espiritual, reconociendo el principio electivo e introduciendo instituciones progresivamente abiertas a las capas sociales inferiores y a la aristocracia impura de la fortuna (casta de los mercaderes: Atenas, Cumas,  etc.) y, finalmente, a la plebe misma, protegida por tiranos  populares (Argos, Corinto, Siciona, etc.) (14)‑ introduce el  régimen democrático. Realeza, oligarquía, burguesía y para  terminar, dominadores ilegítimos que extraen su poder de un  prestigio puramente personal y apoyándose sobre el demos, tales  son las fases de la involución que, tras haberse manifestado en  Grecia, se repiten en la Roma antigua y se realizan luego en gran  escala y de una forma total en el conjunto de la civilizacón  moderna.

Es preciso ver, en la democracia griega, más que una victoria del pueblo griego, una victoria de Asia Menor, y, mejor aún, del Sur, sobre las capas helénicas originales, cuyas fuerzas se  encontraban dispersas (15). El fenómeno político está  estrechamente ligado a manifestaciones similares que tocan más  directamente el plano del espíritu. Se trata de la  democratización que sufrieron la concepción de la inmortalidad y  la del "héroe". Si los misterios de Demeter en Eleusis, en su  pureza original y su corte aristocrático, pueden ser considerados  como una sublimación del antiguo Misterio pelasgo prehelénico,  este sustrato antiguo se revela y domina de nuevo a partir del  momento en que los misterios de Eleusis admitieron a no importa  quien a participar en el rito que gozaba de la reputación de  crear un "destino inigualable tras la muerte" (16), lanzando así  un germen que el cristianismo debía llevar posteriormente a su  pleno desarrollo. Es así como toma nacimiento y se difunde en  Grecia la extraña idea de que la inmortalidad es una cosa casi  normal para no importa que alma mortal; paralelamente la noción  del héroe se democratiza hasta el punto de que en algunas  regiones ‑por ejemplo en Beocia‑ se termina por considerar como  "héroe" a hombres que ‑según una fórmula no desprovista de  causticidad 17)‑ no tenían de heroico más que el simple hecho de  estar muertos.

En Grecia, el pitagorismo traduce, bajo diversos aspectos, un retorno del espíritu pelasgo. A pesar de sus símbolos astrales y solares y aunque se puedan incluso percibir algunos ecos hiperbóereos, la doctrina pitagórica está esencialmente impregnada por el tema demetríaco y panteista (18). Es, en el fondo, el espíritu lunar de la ciencia sacerdotal caldea o maya el que se refleja en su visión del mundo como número y armonía, es el tema oscuro, pesimista y fatalista, del telurismo que se conserva en la concepción pitagórica del nacimiento terrestre como castigo e incluso en la doctrina de la reencarnación. Puede percibirse a que síntomas corresponde todo esto. El alma que perpetuamente se encarna, no es más que el alma sometida a la ley  telúrica. El pitagorismo e incluso el orfismo, enseñando la  reencarnación, muestran la importancia que conceden al principio  telúricamente sometido al renacimiento, es decir a una verdad que  es propia  de la civilización de la Madre. La nostalgia de  Pitágoras hacia los dioses del tipo demetríaco (tras su muerte,  la morada de Pitágoras se convirtió en santuario de Demeter), el  rango que las mujeres tenían en las sectas pitagóricas, donde  figuraban incluso como iniciadoras, donde, hecho significativo,  el rito funerario de la inicineración era prohibida y se tenía  horror a la sangre, se convierten en esta perspectiva, en muy  comprensibles (19). En semejante marco, la salida del "ciclo de  los renacimientos" no pudo pues presentar un carácter mas  sospechoso (es significativo, que en el orfismo la morada de los  bienaventurados no esté sobre la tierra, como en el símbolo aqueo  de los Campos Eliseos, sino bajo la tierra en compañía de los  dioses inferiores) (20) carácter opuesto al ideal de inmortalidad  propio de la "vía de Zeus", que alude a la región de "aquellos‑  que‑son", distanciados, inaccesibles en su perfección y su pureza  como las naturalezas fijas del mundo uranio, de la región celeste  donde domina, en las esencias estelares, exentas de mezcla,  distintas y perfectamente ellas mismas, la "virilidad incorpórea  de la luz". El consejo de Píndaro,  de "no intentar convertirse en dios", anuncia ya la relajación del  impulso heroico del alma helénica hacia la trascendencia.

No se trata aquí más que de algunas de los numerosos síntomas de esta lucha entre dos mundos, que no tuvo, en Hélade, conclusión precisa. El centro "tradicional" (21) del ciclo helénico se encuentra en el Zeus aqueo y el culto hiperbóreo de la luz en Delfos, y es en el ideal helénico de la "cultura" como forma,  como cosmos que resuelve el caos en ley y claridad, junto a una aversión por lo indefinido, el sin‑límite, es en  el espíritu de los mitos heróico‑solares, en fin, donde se  conserva el elemento nórdico‑ario. Pero el principio del Apolo  délfico y del Zeus olímpico no consigue formarse un cuerpo  universal, ni vencer verdaderamente el elemento personificado por  el demonio Python, cuya muerte ritual se rememoraba cada ocho  años, o aun por la serpiente subterránea, que aparece en el  ritual más antiguo de las fiestas olímpica de Diasia. Al lado de  este ideal viril de la cultura como forma espiritual, al lado de  los temas heroicos, traducciones especulativas del tema uránico  de la religión olímpica, se insinuaron con tenacidad el  afroditismo y el sensualismo, el dionisismo y el esteticismo, al  mismo tiempo que se afirmaban el acento místico‑nostálgico de los  retornos órficos, el tema de la expiación, la visión  contemplativa demetriaco‑pitagórica de la naturaleza, el virus de la democracia y del antitradicionalismo.

Y si subsiste en el individualismo helénico algo del ethos nórdico‑ario, se manifiesta sin embargo aquí como un límite; este lo volverá incapaz de defenderse contra las influencia del  antiguo sustrato que le hizo degenerar en un sentido anárquico y destructor. Esto se repetirá en diversas ocasiones sobre el suelo itálico, hasta el Renacimiento y jugará además un papel determinante en el ciclo bizantino. Es significativo que sea por la misma vía del Norte, recorrida por el Apolo délfico que se  haya desarrollado, con el imperio de AlejandroMagno  (22), el intento de organizar unitariamente Hélade. Pero el  Griego no es bastante fuerte para la universalidad que implica la  idea del Imperio. La polis, en el imperio macedónico, en lugar de  integrarse, se disuelve. La unidad y la universalidad, favorecen  aquí, en el fondo, lo que habían favorecido las primeras crisis  democráticas y antitradicionales. Actúan en el sentido de la  destrucción y nivelación y no de la integración de este elemento  pluralista y nacional, que había servido de base sólida a la  cultura y la tradición en el marco de cada ciudad. Es en esto  donde se manifiesta precisamente el límite del individualismo y  del particularismo griegos. La caida del imperio de Alejandro,  imperio que habría podido significar el principio de una nueva  afirmación contra el mundo asiático‑meridional, es pues debido  solo a una contingencia histórica.En la decadencia de este  imperio, la serena pureza solar del antiguo ideal helénico no es  más que un recuerdo. La llama de la tradición se desplaza hacia  otra tierra.

Hemos llamado la atención en varias ocasiones sobre la simultaneidad de las crisis que se manifestaron en el seno de diversas tradiciones entre el siglo VII y el V a. de J.C., como si nuevos grupos de fuerzas hubieran surgido, para derribar un mundo ya vacilante y dar nacimiento a un nuevo ciclo. Estas fuerzas, fuera de Occidente, fueron, amenudo, detenidas por reformas, restauraciones o nuevas manifestaciones tradicionales.  En Occiente, por el contrario, se diría que estas fuerzas han conseguido romper el dique tradicional y abrirse un camino, es decir preparar la caida definitiva. Ya hemos hablado de la decadencia que se ha manifestado en el Egipto de los últimos tiempos, al igual que en Israel y en el ciclo mediterráneo‑ oriental en general, decadencia que debía alcanzar la Grecia misma. El humanismo ‑tema característico de la edad de hierro‑ se anunciaba mediante la aparición del sentimentalismo religioso y  la disolución de los ideales de una humanidad virilmente sagrada. Pero el humanismo se abre resueltamente otras vías, en particular  en Hélade, con el advenimiento del pensamiento filosófico y de la investigación física. Y a este respecto, ninguna reacción tradicional notable se manifiesta (23); se asiste por el  contrario a su desarrollo regular, paralelamente al desarrollo de  una crítica laica y antitradicional; fue como la propagación de  un cáncer en los elementos sanos y anti‑seculares que subsisten  aun en Grecía.

Aunque esto corra el riesgo de ser difícilmente concebible para el hombre moderno, históricamente es cierto que, la preeminencia del "pensamiento" es un fenómeno marginal y reciente, aun cuando sea anterior a la concepción puramente física de la naturaleza. El filósofo y el "físico" no son más que productos degenerados aparecidos en un estadio ya avanzado de la última edad, de la edad de hierro. Esta "descentralización" que, en el curso de las fases ya consideradas, separa gradualmente al hombre de los  orígenes, debía finalmente hacer de él, en lugar de un ser, una  existencia, es decir algo "que está fuera", una especie de  fantasma, que tendrá sin embargo la ilusión de reconstruir en él  solo la verdad, la salud y la vida. El tránsito del plano del  símbolo al de los mitos, con sus personificaciones y su  "estetismo" latente, anuncia ya, en Hélade, una primera caida de  nivel. Más tarde, los dioses, ya debilitados por su  transformación en figuras mitológicas, se convirtieron en  conceptos filosóficos, es decir, abstracciones, o bien objetos de  culto exotérico. La emancipación del individuo, en relación a la  tradición, bajo la forma del "pensador", la afirmación de la  razón como instrumento de libre crítica y de conocimiento  profano, desembocaron normalmente en esta situación. Y es  recisamente en Grecia donde se manifestaron, por primera vez, de  una forma característica.

Es, naturalmente,  mucho más tarde, durante el Renacimiento,  que este fenómeno alcanzará su completo desarrollo. Igualmente,  no es sino luego, con el cristianismo, que el humanismo, en tanto  que pathos religioso, se convertirá en el tema dominante de todo  un ciclo de civilización. La filosofía griega, por otra parte,  estaba generalmente centrada a pesar de todo, menos sobre lo  mental como solo elementos de naturaleza matafísica y  misteriosófica, ecos de enseñanzas tradicionales. Por otra aprte,  esta filosofía se acompaña siempre ‑incluso en el epicureismo y  entre los cirenios‑ de una investigación de formación espiritual,  de ascesis, de autarquía. Los "físicos" griegos, a pesar de todo,  continuaron, en amplia medida, en hacer "telogía" y es preciso  ser ignorante como algunos historiadores modernos para suponer,  por ejemplo, que el agua de Thales o el aire de Anaximandro  fueron identificados con los elementos materiales. Pero hay más:  se intenta volver el nuevo principio contra sí mismo, en vistas  de una reconstrucción parcial.

Sócrates,  piensa que el concepto filosófico podía servir para dominar la contingencia de las opiniones particulares así como al elemento disolvente e individualista del sofismo y restablecer verdades universales y supra‑individuales. Este intento debía desgraciadamente conducir ‑por una especie de inversión‑ a la más fatal de las desviaciones: debía sustituir el pensamiento discursivo al espíritu, confundiendo con el ser una imagen que, aun teniendo la imagen del ser, pasa a ser, sin embargo, no‑ser, algo humano e irreal, pura abstracción. Y mientras que el  pensamiento, en el hombre capaz de afirmar conscientemente el  principio según el cual "el hombre es la medida de todas las  cosas" y hacer un uso deliberadamente individualista, destructor  y sofisticado, mostraba abiertamente sus carácteres negativos,  hasta el punto de aparecer menos como un peligro que como el  síntoma visible de una caida, el pensamiento que buscada por el  contrario expresar lo universal y el ser en la forma que le es  propia ‑es decir racional y filosóficamente‑ y a trascender a la  ayuda del concepto, por una "retórica" (24), todo lo que es  particular y contingente en el mundo sensible, este pensamiento  constituye la seducción y la ilusión más peligrosa, el  instrumento de un humanismo y, por ello, de un irrealismo mucho  más profundo y más corruptor, que debía, luego, envolver  completamente Occidente.

Lo que se llama el "objetivismo" del pensamiento griego, corresponde al apoyo que extrae aún, consciente o inconscientemente, del saber tradicional y de la actitud tradicional del hombre. Una vez desaparecido este apoyo, el pensamiento deviene su propia razón suprema perdiendo toda referencia trascendente y supraracional, para desembocar finalmente en el racionalismo y en el criticismo modernos.

Nos contentaremos con hacer brevemente alusión aquí a otro aspecto de la revolución "humanista" de Grecia, relativo al desarrollo hipertrófico, profano e individualista, de las artes y  las letras. En relación a la fuerza de los orígenes es preciso  ver aquí también una degeneración, una degradación. El apogeo del  mundo antiguo corresponde al período donde, bajo la rudeza de las  formas exteriores, una realidad íntimamente sagrada  se traduce, sin "expresionismo", en el estilo de vida de los  dominadores y los conquistadores, en un mundo libre y claro. Así,  la grandeza de Hélade corresponde  a lo que se ha llamado "la  edad media griega" con su epos y su ethos, con sus ideales de  espiritualidad olímpica y de transfiguración heroica. La Grecia  civilizada, "madre de las artes", la que junto a la Grecia  filosófica, los modernos admiran y sienten tan próxima, es la  Grecia crepuscular. Esta fue muy netamente sentida por los  romanos de los orígenes en quienes vivía aún, en estado puro, el  mismo espíritu viril que el de la época aquea. Es así como se  encuentra en un Caton (25) expresiones de desprecio por el genio  nuevo de los hombres de letras y "filósofos". Y la helenización  de Roma, bajo la forma de un proliferación humanista y  casi  iluminista de estetas, poetas, hombres de letras, eruditos,  preludia, en muchos aspectos  su decadencia. Tal es el sentido  general del fenómeno, abstracción hecha, en consecuencia, de lo  que el arte y la literatura griega conservaron a pesar de todo,  aquí y allí, de sagrado, simbólico, independiente de  individualidad del autor, conforme a lo que fueron el arte y la  literatura en el seno de las grandes civilizaciones tradicionales  y no cesaron de ser más que en el mundo antiguo degenerado y, más  tarde, en el conjunto del mundo moderno.

b) El ciclo romano

Roma nace en el momento en que se manifiestan un poco por todas partes, en las antiguas civilizaciones tradicionales, la crisis de la que ya hemos hablado. Y si se hace abstracción del Sacro Imperio Romano, que corresponde, en amplia medida, a una  recuperación de la antigua idea romana, Roma aparece como la  última gran reacción contra esta crisis, el intento ‑victorioso  durante un ciclo entero‑ de escapar a las fuerzas de la  decadencia ya activas en las civilizaciones mediterráneas y  organizar un conjunto de pueblos, realizando, bajo la forma más  sólida y gradiosa, lo que el poder de Alejandro Magno no pudo  conseguir más que durante un breve período

No puede comprenderse el significado de Roma, si no se percibe primeramente la diferencia que separa la línea central de su desarrollo de las tradiciones propias a la mayor parte de los pueblos de Italia entre los cuales Roma nació y se afirmó.

Tal como se ha señalado, se pretende que la Italia preromana estuvo habitada por etruscos, sabinos, oscos, sabelios, volscos,  samitas y, en el sur, por fenicios, sículos, sacanios, inmigrados  griegos, siríacos, etc. y he aquí como de golpe, sin que se sepa  como ni porqué, estalla una lucha contra casi todas estas  poblaciones, contra sus cultos, sus concepciones del derecho, sus  pretensiones de poder político y aparece un nuevo principio que  tiene el poder de sujetarlo todo, de transformar profundamente lo  antiguo, testimoniando una fuerza de expansión provista del mismo  carácter ineluctable que las grandes fuerzas de las cosas. El  origen de este principio no se plantea nunca, o, si se habla, se  habla en un plano empírico accesrio, lo que es peor, que no  hablar en absoluto, de forma que los que prefieren detenerse ante  el "milagro" romano como ante un hecho a admirar, antes que a explicar, toman la actitud más sabia. Tras la grandeza de Roma vemos, por el contrario, por nuestra parte, las fuerzas del ciclo ario‑occidenta y heroico. Tras su decadencia, vemos la alteración de estas mismas fuerzas. Es evidente que, en un mundo a partir de ahora mezclado y ya lejos de los orígenes, es preciso esencialmente referirse a una idea supra‑histórica, susceptible  sin embargo, de ejercer, en la historia una acción formadora. Es  en este sentido que se puede hablar de la presencia, en Roma, de  un elemento ario y de su lucha contra las potencias del Sur. La  investigación no puede tomar como base el simple hecho racial y  étnico. Es cierto que en Italia, antes de las migraciones  célticas y el ciclo etrusco, aparecerieron núcleos derivados  directamnte de la raza boreal‑occidental que se opusieron a razas  aborígenes, y a ramificaciones crepusculares de la civilización  paleomediterránea de origen atlántico, teniendo el mismo  significado que la aparición de los dorios y aqueos en Grecia.  Subsisten las huellas de estos núcleos, sobre todo en materia de  símbolos (por ejemplo en los descubrimientos de Val Camonica)  relacionados manifiestamente con el ciclo hiperbóreo y la  "civilización del reno" y del "hacha" (27). Es probable, además,  que los antiguos latinos, en el sentido estricto del término,  representaron una veta viviente o un resurgimiento de estos  núcleos, que se habían mezclado, bajo formas diversas, con otras  poblaciones itálicas. Pero, a parte de esto, hay que hacer, sobre  todo referencia, al plano de la "raza del espíritu". Es el tipo  de la civilización romana y del hombre romano que puede valer  como un                           testimonio de la presencia y la  potencia, en esta civilización, de la fuerza misma que estuvo en  el centro de los ciclos heroico‑uranios de origen nórdico‑  occidental. Contra más dudosa es la homogeneidad racial de la  Roma de los orígenes, tanto más  tangible es la acción formadora  que esta fuerza ejerció de forma decisiva y profunda sobre la  material al cual se aplicó, asimilándola, elevándola y  diferenciándola de lo que perteneció a un mundo diferente.

Son numerosos los elementos que atestiguan una relación entre las civilizaciones itálicas entre las cuales nació Roma y lo que se conservó de estas civilizaciones en la primera romanidad de una parte, y de otra, las variantes telúricas, afrodíticas y demetríacas de las civilizaciones telúrico‑meridionales (28).

El culto de la diosa, que Grecia debe sobre todo a su componente pelasga, constituyó verosímilmente la característica predominante de los sículos y los sabinos (29). La principal divinidad sabina era la diosa ctónica Fortuna, que reapareció bajo las formas de Horta, Feronia, Vesuna, Heruntas, Hora, Hera, y Junon, Venus, Ceres, Bona Dea, Demeter,y que no son, en el fondo, más que reencarnaciones del mismo principio divino (30). Es un hecho que los calendarios romanos más antiguos eran de carácter lunar y que los primeros mitos romanos eran muy ricos en figuras femeninas: Mater Matuta, Luna, Diana, la Egeria, etc. y que en las tradiciones relativas, especialmente, a Marte‑Hércules y Flora, a Hércules y Larentia, a Numa y a la Egeria, circula el tema arcaico de la dependencia de lo masculino en relación a lo femenino. Estos mitos se refieren sin embargo a tradiciones preromanas, como la leyenda de Tanaquil, de origen etrusco, donde  aparece el tipo de mujer real asiático‑mediterránea, que Roma  purifica luego de sus rasgos afrodítics y transforma en símbolo  de todas las virtudes de las matronas (31). Pero semejantes  transformaciones, que se impusieron a la romanidad en relación a  lo que era incompatible con su espíritu, no impiden distinguir,  bajo el estrato más reciente del mito, una capa  más antiguo,  perteneciente a una civilización opuesta a la  romana (32). Este  estrato se revela especialmente a través de algunas  particularidades de la Roma antigua, tal como la sucesión real  por vía femenina o el papel jugado por las mujeres en el ascenso  al trono, especialmente cuando se trata de dinastías extranjeras  o de reyes con nombres plebeyos. Es característico que Servio  Tulio, llegase al poder gracias a una mujer; defensor de la libertad plebeya, habría sido, según la leyenda, un bastardo concebido en una de estas fiestas orgiásticas de esclavos que se relacionaban precisamente, en Roma, a divinidades de tipo  meridional (Saturno ctónico, Venus y Flora) y celebraban el retorno de los hombres a la ley de la igualdad universal y de la  promiscuidad, que es la de la Gran Madre de la vida.

Los etruscos y, en una amplia medida, los sabinos, presentan huellas de matriarcado. Como en Creta, las inscripcines indican a menudo la filición con el nombre de la madre y no el del padre (33) y, en todo caso, la mujer es especialmente honrada y goza de una autoridad, importancia y libertad particulares (34).  Numerosos son las ciudades de Italia que tenían a mujeres por  epónimos. La coexistencia del rito de la inhumación y de la  icineración forma parte de numerosos signos que delatan la  presencia de dos estratos superpuestos, correspondientes,  probablemente, a una concepción urania y a otra concepción  demetríaca del post‑mortem: estratos mezclados, pero que, sin  embargo, no se confunden (35). El carácter sagrado y la autoridad  de las matronas ‑matronarum sanctitas, mater princepts familiae  que se conservaron en Roma, no son, hablando con propiedad,  romanas, sino que evidencian más bien la componente pre‑romana,  ginecocrática, que está, sin embargo, subordinada, en la nueva  civilización, al puro derecho paterno, y remitida en su lugar  exacto. En otros casos, se constata, por el contrario, un proceso  opuesto: el Saturno‑Cronos romano, aun conservando algunos de sus  rasgos originales, aparece, de otra parte, como un demonio  telúrico, esposo de Ops, la tierra. La misma precisión podría  aplicarse a Marte y a los diversos aspectos, a menudo  contradictorios, del culto de Hércules. Según toda probabilidad,  Vesta es una transposición femenina, debida igualmente a la  influencia meridional, de la divinidad del fuego, que tuvo  siempre, entre los arios, un carácter masculino y uranio: transposición que termina finalmente asociando esta divinidad a Bona Dea, adorada como diosa de la Tierra (36) y celebrada secretamente de noche, con prohibición a todo hombre de asistir a este culto e incluso de pronunciar el nombre de la diosa (37). La tradición atribuye a un rey no romano, al sabino Tito Tatio, la introducción en Roma de los más importantes cultos telúricos, como los de Ops y Flora, Rea y Juno curis, de Luna, Cronos  ctónico, Diana ctónica y de Vulcano e incluso el de los Lares  (38): al igual que los Libros Sibilinos, de origen asiático‑  meridional, solidarios de la parte plebeya de la religión romana,  la introducción de la Gran Madre y de otras grandes divinidades  del ciclo ctónico tal como Dis Pater, Flora, Saturno y la tríada  Ceres‑Liber‑Liera.

La fuerte componente prearia, egeo‑pelasga y en parte "atlántica" reconocible incluso desde el punto de vista étnico y filológico entre los pueblos que Roma encuentra en Italia, es por otra  parte, un hecho comprobado, y la relación de estos pueblos con el  núcleo romano original es absolutamente idéntico al que existe,  en Grecia,  entre los pelasgos y los estratos aqueos y dorios.  Según cierta tradición, los pelasgos, dispersados, pasaron  frecuentmente como esclavos a otros pueblos; en Lucania y el  Brutium constituyeron la mayor parte de los Brutios, sometidos a  sabelios y samitas. Es significativo que estos brutios  se aliaron con los cartagineses, en lucha contra Roma, en el  curso de uno de los episodios más importantes de las luchas del  Norte contra el Sur; por ello fueron condenados a trabajos  serviles. En India, tal como hemos visto, la aristocracia de los  aryas se opone, en tanto que estrato ario dominador, a la casta  servil aborigen. Se puede ver en Roma, con mucha verosimilitud,  algo similar, en la oposición entre los patricios y los plebeyos  y ‑según una afortunada expresión (39)‑ considerar a los plebeyos  como los "Pelasgos de Roma". Inmumerables ejemplos muestras que  la plebe romana se reclama princialmente del principio materno,  femenino y material, mientras que el patriciado extrae del  derecho paterno su dignidad superior. Es por esta parte femenina  y material que la plebe entra en el Estado: consigue finalmente  participar en el jus Quiritum, pero no en los atributos políticos  y jurídicos ligados al carisma superior propio al patricio, al  patrem ciere posse que se refiere a los ancestros divinos, divi  parentes, que solo el patriciado posee, y no la plebe,  considerado como compuesto por los que no son más que "hijos de  la Tierra" (40).

Incluso sin querer establecer una relación étnica directa entre pelasgos y etruscos (41), estos últimos ‑de los que algunos estarían interesados en hacer a Roma, en varios aspectos, su deudora‑ presentan los rasgos de una civilización telúrica y, como máximo, lunar‑sacerdotal, que nada podría identificar con la  línea central y el espíritu de la romanidad. Es cierto que los  etruscos (como, por lo demás, los asirios y caldeos) conocieron,  más allá del mundo telúrico de la fertilidad y de las Madres de  la naturaleza, un mundo uranio de divinidades masculinas, cuyo  señor era Tinia. Sin embargo, estas divinidades ‑dii consentes  son muy diferentes de las divinidades olímpicas: no poseen  ninguna soberanía real, son como sombras  sobre las cuales reina  un poder oculto innombrable que pesa sobre todo y pliega todo  bajo las mismas leyes: la de los dii supereriores et involuti.  Así el uranismo etrusco, a través de este tema fatalista, es  decir, naturalista, delata, al igual que la concepción pelasga de  Zeus engendrado y sometido a la Estigia, el espíritu del Sur. Se  sabe, en efecto, que según este, todos los seres, incluso los  seres divinos, están subordinados a un principio que, al igual  que el seno de la tierra, tiene horror a la luz y ejerce un  derecho soberano sobre todos los que nacen a una vida  contingente. Así reaparece la sombra de esta Isis que advierte:  "Nadie podrá disolver lo que ella ha erigido en ley" (42) y de  estas divinidades femeninas helénicas, criaturas de la Noche y  del Erebo, encarnando el destino y la soberanía de la ley  natural, mientras que el aspecto demoníaco y la brujería,‑que representaron, tal como hemos visto, un papel no despreciable en  el culto etrusco, bajo formas que contaminan los temas y los símbolos mismos (43)‑ atestigua la influencia que ejercía en esta civilización el elemento preario, incluso bajo sus aspectos más  bajos.

En realidad, tal como aparece en el tiempo de Roma, el etrusco tiene pocos rasgos comunes con el tipo heroico‑solar. No supo lanzar sobre el mundo más que una mirada triste y sombría; además del terror hacia la ultra‑tumba, pesaba sobre él el sentimiento de un destino y de una expiación que llegaba incluso hasta  hacerle predecir el fin de su propia nación (44). La unión del  tema del héroe con el de la muerte se encuentra en él de una  forma característica: el hombre goza con un frenesí voluptuoso de  la vida que huye vacilante entre los éxtasis donde afloran las fuerzas inferiores que siente por todas partes (45). Los jefes sacerdotales de los clanes etruscos ‑los lucumones‑ se  consideraban a sí mismos como hijos de la Tierra, y es a un  demonio telúrico, Tages (46), que la tradición atribuye el origen  de la "Disciplina etrusca" o aruspicia, una de estas ciencias  cuyos libros "producían miedo y horror" a los que penetraban en  ellos y que, en el fondo, incluso bajo su aspecto más elevado,  pertenecen al tipo de ciencia fatalista‑lunar de la  sacerdotalidad caldea, pasada luego a los hititas y con la cual  la ciencia de los arúspices delata evidentes analogías, incluso  desde el punto de vista técnico de algunos de sus procedimientos  (47).

El hecho que Roma pudiera acojer una parte de estos elementos más que al algo de la ciencia augural de la cual los patricios tenían el privilegio, hizo lugar a los arúspices etruscos y no desdeñó consultarlos, este hecho ‑incluso si no se tiene el cuenta el sentido diferente que las mismas cosas pueden tener cuando son integrados en el marco de una civilización  diferente‑ revela un compromiso y una antítesis que permanecen frecuentemente latentes en el seno de la romanidad, pero que se manifestaron, sin embargo, en un cierto número de casos. En realidad, la revuelta contra los Tarquinos fue una revuelta de la Roma aristocrática contra la componente etrusca. La expulsión de esta dinastía era celebrada todos los años en Roma mediante una fiesta que recuerda aquella mediante la cual los iranios celebraban la Magofonía, es decir, la masacre de los sacerdotes medas que habían usurpado la realeza tras la muerte de Cambises (48).

El romano, aun temiéndolo, tuvo siempre desconfianza por el arúspice, casi como por un enemigo oculto de Roma. Entre los numerosos episodios que son, a este respecto, característicos, se puede citar el de los arúspices que, por odio a Roma, quieren que la estatua de Horacio Cloro sea enterrada. Esta es situada, a pesar suyo, en el lugar más elevado y, contrariamente a sus predicciones, se produjeron acontecimientos favorables para Roma. Acusados de traición, los arúspices fueron ejecutados.

Sobre este fondo de poblaciones itálicas originales, ligadas al espíritu de las antiguas civilizaciones meridionales, Roma se diferencia pues manifestando una nueva influencia que les es irreductible. Pero esta influencia no pudo desarrollarse más que a través de una lucha áspera, interior y exterior, a través de una serie de reacciones, adaptaciones y transformaciónes. En Roma se encarna la idea de la virilidad dominadora. Se manifiesta en la doctrina del Estado, de la auctoritas y del Imperium. El  Estado, situado bajo el signo de las divinidades olímpicas (en  particular del Júpiter capitolino, distanciado, soberano, sin  genealogía, sin filiación y sin mitos naturalistas), no está  separado, en el origen, de este "misterio" iniciático de la  realeza ‑adytum et inicia regis‑ que fue declarado inaccesible  para el hombre ordinario (49). El imperium es concebido en el  sentido específico y no hegemónico y territorial, de poder, de  fuerza mística y temible de mando, poseido no solo por los jefes  políticos (en quien conserva su carácter intangible a pesar del  carácter frecuentemente irregular e ilegítimo de las técnicas de  acceso al poder) (50), pero también por el patricio y por el jefe  de familia. Tal es la espiritualidad que reflejan el símbolo ario romano del fuego, la severidad del derecho paterno y, en general, un derecho que Vico pudo calificar en rigor de "heroico". En un dominio más exterior, inspiraba la ética romana del honor y de la fidelidad, tan intensamente vivida que caracterizó, según Tito Livio, al pueblo romano, mientras que el bárbaro se distinguía, por el contrario, por la ausencia de fides, por una subordinación a las contingencias de la "fortuna" (51). Lo que además es característico entre el romano de los orígenes, es una percepción de lo sobrenatural como numen ‑es decir, como poder‑ antes que como deus, donde es preciso ver la contrapartida de una actitud espiritual específica. No menos características son la ausencia de pathos, de lirismo y de misticismo respecto a lo divino, la  exactitud del rito necesario y necesitante, la claridad de la  mirada. Temas que corresponden a los del primer período védico,  chino e iranio así como al ritual olímpico aqueo, por el hecho  que se refieren a una actitud viril y mágica (52). La religión  romana típica desconfía siempre de los abandonos del alma y de  los impulsos devocionales, y refrena, en ocasiones por la fuerza,  todo lo que aleja de esta dignidad grave que conviene a las  relaciones de un civis romanus con un dios (53). Aunque el  elemento etrusco intentaba ejercer su empresa sobre los estratos  plebeyos, difundiendo el pathos de representaciones temibles del  más allá, Roma, en su mejor parte, permanece fiel a la visión  heroica, similar a la que conoció originalmente Hélade: tuvo sus  héroes divinizados, o Semones, pero conoció también héroes  mortales impasibles, a quienes el ultra‑tumba no inspiraba ni  esperanza ni temor, nada que pueda alterar una conducta severa  fundada sobre el deber, la fides, el heroismo, el orden y la  dominación. A este respecto, el favor concedido por los romanos  al epicureismo de Lucrecio es significativo, pues la explicación  mediante causas naturales tiende igualmente a destruir el terror  de la muerte y el miedo ante los dioses, a liberar la vida, a  facilitarle la calma y la seguridad. Incluso en doctrinas de este  tipo subsistía sin embargo una concepción de los dioses conforme  al ideal olímpico: esencias impasibles y distanciadas que  aparecen como un modelo de perfección para el Sabio.

Si, en relación a otros pueblos, tales como los griegos e incluso los etruscos, los romanos, en el origen, tenían casi una imagen de "bárbaros", tal falta de "cultura" oculta ‑como en algunas poblaciones germánicas del período de las invasiones‑ una fuerza más original, actuando según un estilo de vida en relación al cual toda cultura de tipo ciudadano presenta rasgos problemáticos sino incluso de decadencia y corrupción. Es así como el primer testimonio griego  que se dispone en relación a Roma es el de un embajador que visitó el Senado romano, donde pensaba encontrar  una reunión de bárbaros, pero afirmó haber estado "ante una  asamblea de reyes" (54). Desde los orígenes, a través de vías  invisibles, aparecieron en Roma signos secretos de  "tradicionalidad", tales como el "signo del centro", la piedra  negra de Rómulo situada a la entrada de la "vía sacra"; tales  como el doce fatídico y solitario, que corresponde al número de  halcones que aseguraron a Rómulo el derecho de dar su nombre a la  nueva ciudad, el número de líctores y de vergas del fascio, donde  se vuelve a encontrar en el hacha el símbolo incluso de los  conquistadores hiperbóreos, en el número asignado por Numa a los  ancilia, pignora imperii y a los altares del culto arcaico de  Jano; tales como el águila que, consagrada a Júpiter, dios del  cielo luminoso y al mismo tiempo insígnea de las legiones es  también uno de los símbolos arios de la "gloria" inmortalizante,  razón por la cual se piensa que es bajo la forma de un águila  como el alma de los Césares se liberaba del cuerpo para pasar a  la inmortalidad solar (55); tales como el sacrificio del caballo,  que correspondía al ashvamedha de los arios de la India y muchos  otros elementos de una tradición universal. A pesar de esto, será  la epopeya, la historia misma de Roma, más que las teorías, las  religiones o las formas de culto, quien expresará el "mito" más  verdadero de Roma, y hablará de la forma más inmediata, a través  de una serie de grandes símbolos esculpidos por el poder en el  sustancia misma de la historia, de la lucha espiritual que forjó  el destino y la grandeza de Roma. Cada fase de desarrollo de Roma  se presenta en realidad como una victoria del espíritu heroico  ario. Es con ocasión de las mayores tensiones históricas y  militares cuando este espíritu brilló con el estallido más vivo,  aun cuando Roma se encontraba ya alterada, especialmente a causa  de influencias exógenas y del fermento plebeyo.

Desde los orígenes, algunos elementos del mito ocultan un sentido profundo e indican al mismo tiempo las dos fuerzas que están en lucha en Roma. Tal es el caso de la tradición según la cual Saturno‑Cronos, el dios real del ciclo de oro primordial, habría creado Saturnia, considerada tanto como ciudad como fortaleza, situada en el lugar donde Roma debía nacer, y habría sido considerado igualmente como una fuerza latente ‑latente deus‑ presente en el Latium (56). En lo que respecta a la leyenda del nacimiento de Roma, el tema de la pareja de antagonistas se anuncia ya con Numitor y Amulio, pareciendo incorporar éste el  principio violento en su intento de usurpación en relación a  Numitor, que corresponde, por su parte, en amplia medida, al  principio real y sacro. La dualidad se vuelve a encontrar en la  pareja Rómulo‑Remo. Se trata ante todo, aquí, de un tema  característico de los ciclos heroicos; los gemelos habrían sido  engendrados por una mujer, una virgen guardiana del fuego  sagrado, a la cual se une un dios guerrero, Marte. Se trata, en  segundo lugar, del tema histórico‑metafísico de los "Salvados de  las aguas". En tercer lugar la higuera Ruminal, bajo la cual los  gemelos se refugian, corresponde ‑en la antigua lengua latina  ruminus, referido a Júpiter, designaba su cualidad de  "alimentador"‑ al símbolo general del Arbol de la vida y al  alimento sobrenatural que procura. Pero los gemelos son también  alimentados por la Loba. Ya hemos indicado el doble sentido del  simbolismo del Lobo: no solo en el mundo clásico, sino también en  el céltico y nórdico, la idea del Lobo y la de la luz se  encuentran a menudo asociados, si bien el Lobo está relacionado  con el Apolo hiperbóreo mismo. Por otra parte, el  Lobo expresa  también un fuerza salvaje, algo elemental y desencadenado; hemos  visto que en la mitología nórdica la "edad del Lobo" es la de las  fuerzas elementales en revuelta.

Esta dualidad latente en el principio que alimenta a los gemelos, corresponde, en el fondo, a la dualidad de Rómulo‑Remo, similar a la dualidad de Osiris‑Seth, o a Caín‑Abel, etc. (57). Mientras que, en efecto, Rómulo, trazando los límites de la ciudad, da a  este acto el sentido de un rito sagrado y de un principio  simbólico de orden, límite y ley, Remo, por el contrario, ultraja  esta delimitación y, por ello, es muerto. Tal es el primer  episodio, que preludia una lucha dramática, lucha interior y  exterior, espiritual y social, en parte conocida, en parte  encerrada en símbolos mudos: el preludio del intento romano de  hacer resurgir una tradición universal de tipo heroico en el  mundo mediterráneo.

Ya la historia mítica del período de los reyes indica el antagonismo existente entre un principio heroico‑guerrero y aristocrático y el elemento correspondiente a los plebeyos, los "pelasgos de Roma", de la misma forma que a la componente lunar‑ sacerdotal y, étnicamente, etrusco‑sabina, antagonismo que se expresa incluso en términos de geografía mística con el Palatino y el Aventino.

Desde el Palatino Rómulo percibió el símbolo de los doce halcones que le conferían  primacía sobre Remo, que, por su parte, se encontraba en el monte Aventino. Tras la muerte de Remo, la dualidad parece renacer, bajo la forma de un compromiso entre Romulo y Tatio, rey de los Sabinos, que practicaba un culto de preponderancia telúrico‑lunar. Y a la muerte de Rómulo estalla la lucha entre los albanos (estrato guerrero de tipo nórdico) y los sabinos. Según la antigua tradición itálica, es además sobre el Palatino que Hércules habría encontrado al buen rey Evandro (que elevará, sinificativamente, sobre el mismo Palatino, un templo a la Victoria) despues de haber matado a Caco, hijo del dios pelasgo del fuego ctónico, y elevado en su caverna, situada en el  Aventino, un altar al dios olímpico (58). Este Hércules, en tanto  que "Hércules triunfal" enemigo de Bona Dea, será altamente  significativo ‑al igual que Júpiter, Marte y más tarde Apolo en  tanto que "Apolo salvador"‑ del tema de la espiritualidad  uranico‑viril romana en general, y será celebrado en ritos en los  cuales se excluía a las mujeres (59). Por lo demás, el Aventino,  el monte de Caco abatido, de Remo muerto, es también el monte de  la Diosa, donde se alza el principal templo de Diana‑Luna, la  gran diosa de la noche, templo fundado por Sevio Tulio, el rey de  nombre plebeyo y amigo de la plebe.  Este, en revuelta contra el  patriciado sacro, se retira al Aventino; allí se celebrarán, en  honor de Servio, las fiestas de los esclavos; es allí donde se  crean otros cultos femeninos como los de bona Dea, Carmenta, y en  el 392 el de Juno‑Regina ‑aportado por Veies vencido y que en el  origen los romanos no apreciaban en absoluto‑ o de los cultos  telúrico‑viriles, como el de Fauno.

A  los reyes legendarios de Roma corresponde una serie de episodios de la lucha entre los dos principios. Tras Rómulo,  transformado en "Heroe" bajo el nombre de Quirino ‑el "dios  invencible" del que el mismo César se considera casi como una  reencarnación (60)‑ reaparece, en la persona de Numa, el tipo  lunar del sacerdote real etrusco‑pelasgo, dirigido por el  principio femenino (la Egeria) y con el se anuncia la escisión  entre el poder real y el poder sacerdotal (61). En Tulio  Hostilio, por el contrario, se constatan los signos de una  reacción del principio viril propiamente romano, opuesto al  principio etrusco‑sacerdotal. Aparece, sobre todo, como el tipo  de imperator, jefe guerrero, y si perece por haber ascendido al  altar y hecho descender el rayo del cielo, como los sacerdotes  solían hacer, esto puede significar, simbólicamente, un intento  de reintegración sagrado de la aristocracia guerrera. A la inversa, con la dinastía etrusca de los tarquinos, son temas con preeminencia femenina y de la triranía favorecedora de los estratos plebeyos contra la aristocracia, los que se mezclan  estrechamente en Roma (62).

La revuelta de la Roma patricia, en el 509 a. de JC. constituye  un giro trascendental en la historia.  Muerto Servio, expulsado  el Segundo Tarquino, concluida la dinastía extranjera y roto el  lazo con la civilización precedente, casi al mismo tiempo  se  produce la expulsión de los tiranos populares y la restauración  doria en Atenas (510 a. JC). Tras esto, no interesa en absoluto  seguir las luchas intestinas, los múltiples episodios de  resistencia patricia y de usurpación plebeya en Roma. De hecho, el  centro se desplaza gradualmente del interior hacia el exterior.  Lo que es preciso considerar, son menos los compromisos a los  cuales correspondieron algunas instituciones y algunas leyes  hasta la época imperial, que este "mito" constituido, como hemos  dicho por el proceso histórico de la grandeza política de Roma.  En efecto, a pesar de la subsistencia o la infiltración, en la  trama de la romanidad, de un elemento heterogeneo meridional, los  poderes políticos en los que este elemento se había afirmado de  forma más característica,   fueron inexorablemente destruidos o  plegados bajo una civilización  diferente, antitética y de nivel  más elevado.

Piénsese, en efecto, en la extraordinaria y significativa violencia con la cual Roma abatió los centros de la civilización  precedente, sobre todo etrusca, a menudo hasta borrar casi  enteramente todas las huellas de su poder, sus tradiciones e  incluso su lengua. Como Alba, Veies ‑la ciudad de Juno Regia  (63)‑ Tarquinia y Lucumonia fueron borradas una tras otra de la  historia. Hay en ello un elemento fatídico, mas "activo"  que  pensado y querido, por una raza que conservó siempre, sin  embargo, el sentimiento de deber a las fuerzas divinas su  grandeza y su fortuna. Y Capua, centro de la debilidad y la  opulencia meridional, personificación de la "cultura" de la  Grecia estetizada, afrodítica, que había cesado de ser doria ‑de  esta cultura que debía sin embargo seducir y debilitar a una gran  parte del patriciado romano‑, Capua cae también. Pero es sobre  todo en las guerras púnicas, en la forma muda de realidades y   potencias políticas, que las dos tradiciones se vuelven a  encontrar. Con el hundimiento de Cartago, la ciudad de la Diosa  (Astarté‑Tanit) y de la mujer regia (Dido) que había intentado  ya seducir al antepasado legendario de la nobleza romana, se  puede decir, con Bachofen (64), que Roma desplaza el centro del  Occidente histórico, le hacer pasar del misterio telúrico al  misterio uránico, del mundo lunar de las madres al mundo solar de  los padres. Y el germen original e invisible de la "raza de  Roma", da forma íntimamente a la vida, con un ethos y un derecho  que consolidan esta orientación a pesar de la acción incesante y  sutil del elemento adverso. En realidad, la ley romana del  derecho de los ejércitos conquistadores, unido a la idea mística   de la victoria, representa la antítesis más neta en relación al  fatalismo etrusco y a todos los abandonos contemplativos. Se  afirma la idea viril del Estado, contraria a  las formas  hierático‑demetríacas, pero comportando sin embargo, en cada una  de sus estructuras, la consagración propia a un elemento ritual y  sagrado. Y esta idea fortifica el alma íntima, sitúa la vida  entera sobre un plano netamente superior al de todas las  concepciones naturalistas. El ascesis de la "acción" se  desarrolla en las formas tradicionales, de las que ya hemos  hablado. Penetra de un sentido de disciplina y de aspecto militar  hasta las articulaciones de las asociaciones corporativas. La  gens y la familia son constituidas según el derecho paterno más  estricto: en el centro, los patres, sacerdotes del fuego sagrado,  árbitros de justicia y jefes militares de su gens, de sus  esclavos y de sus clientes, elementos fuertemente indivudalizados  de la formación aristocrática del Senado. Y la civitas misma, que  es la ley materializada, no es más que ritmo, orden y número. Los  números místicos tres, doce, seis y sus múltiplos, están en la  base de todas sus divisiones políticas (65).

Aunque no haya podido sustraerse a la influencia de los Libros Sibilinos, introducidos, parece, por el Segundo Tarquino, libros que representaban precisamente el elemento asiático mezclado a un helenismo bastardo y preparan el rito plebeyo, introduciendo, en el antiguo culto patricio cerrado, nuevos y equívocas  divinidades, Roma supo reaccionar cada vez que el elemento  enemigo se manifestaba abiertamente y amenazaba verdaderamente su  realidad más profunda. Se ve así combatir a Roma contra las  invasiones bácquico‑afrodíticas y proscribir las Bacanales;  desconfiar de los misterios de origen asiático, que polarizaban   en torno suyo un misticismo malsano; no tolerar los cultos  exóticos, entre los cuales se deslizaba con insistencia el tema  ctónico y el de las Madres, más que en la medida rigurosa en que  no ejercían ninguna influencia perjudicial sobre un modo de vida  virilmente organizado. La destrucción de los libros apócrifos de Numa Pompilio y el destierro  de los "filósofos", particularmente  de los pitagóricos, no son solo debidos a motivos políticos y contingentes. Tiene razones más profundas.  Al igual que los residuos etruscos, el pitagorismo, cuya aparición en Grecia corresponde a una reminiscencia pelasga, puede ser considerado, por su reevocación nostálgica de figuras de diosas como Rea, Démeter y Hestia, por su espíritu lunar‑matemático, por su  coloración panteista, por el papel espiritual que reconoce a la  mujer, a pesar de la presencia de elementos de tipo diferente,  como una ramificación de una civilización "demetríaca"  purificada, en lucha contra el principio opuesto actuando  entonces en tanto que espíritu invisible de la romanidad. Es  significativo que los autores clásicos hayan visto una relación  estrecha entre Pitágoras y los Etruscos (66) y que los  comentarios proscritos de los libros de Numa Pompilio tendieran  precisamente a establecer esta relación y a reabrir las puertas ‑  bajo las máscara de un pretendido tradicionalismo‑ a la  influencia antitética, antiromana, pelasgo‑etrusca (67).

Otros acontecimientos históricos, que, desde el punto de vista de una metafísica de la civilización, tienen igualmente un valor de símbolos, son la caida del imperio isíaco de Cleopatra y la caida de Jerusalén: nuevos hitos de la historia interior de Occidente, que se realiza através de la dinámica de antítesis ideales reflejadas en las mismas luchas civiles, pues en un Pompeyo, en un Bruto, en un Casio y en un Antonio, se puede reconocer el tema del sur en el intento tenaz pero vano de frenar y vencer la nueva realidad (68). Si Cleopatra es un símbolo viviente de la civilización afrodítica, cuya influencia sufre Antonio (69), César encarna, por el contrario, el tipo ario‑occidental del  dominador. Sus palabras fatídicas: "En mi linaje se encuentra la  majestad de los reyes que, entre los hombres, resaltan por su  potencia, y el carácter sagrado de los dioses, entre las manos de  los cuales se encuentra el poder de los reyes" (70), anuncian ya  la reafirmación, en Roma, de la más alta concepción del imperium.  En realidad, ya con Augusto ‑que, a los ojos de la romanidad, encarnaba en numen y la aeternitas del hijo de Apolo‑Sol‑ se  había restablecido unívocamente la unidad de los dos poderes, paralelamente a una reforma tendiente a poner de nuvo en vigor los principios de la antigua religión ritualista romana, frente a la invasión de los cultos y las supersticiones exóticas. Así se realiza un tipo de Estado que, extrayendo su legitimación de la idea olímpico‑solar, debía naturalmente tender a la  universalidad. De hecho, la idea de Roma  termina por afirmarse  más allá de todo particularismo, no solo étnico, sino también  religioso. Una vez definido el culto imperial, respeta y acoje,  en una especie de "feudalismo religioso", a los diferentes dioses  correspondientes a las tradiciones de todos los pueblos  comprendidos en el ecumene romanano; pero, por encima de cada  religión particular y nacional, era preciso atestiguar una fides  superior, ligada precisamente al principio sobrenatural encarnado  por el Emperador o por el "genio" del Emperador y simbolizado  también por la Victoria en tanto que ser místico en la estatua  hacia la cual el Senado se vuelve, cuando tomaba juramento de  fidelidad.

En la época de Augusto, el ascesis de la acción, sostenida por el elemento fatídico, había creado un cuerpo suficientemente ampio para que la universalidad romana tuviera una expresión tangible y diera su carisma a un conjunto complejo de poblaciones y razas. Roma apareció como "generadora de hombres y de dioses", con "templos donde no se está lejos del cielo" y que, de diversos pueblos, había hecho una sola nación ‑"fecisti patriam diversis gentibus unam" (71). La paz augusta et profonda parece poco a  poco alcanzar, como pax romana, los límites del mundo conocido.  Fue como si la Tradición debiera renacer una vez más, en las  formas propias de un "ciclo heroico". Pareció como si se hubiera  puesto fin a la edad de hierro y se anunciara el retorno de la  edad primordial, la edad del Apolo hiperbóreo. "La última edad de  la profecia de Cumas ha llegado finalmente ‑cantaba Virgilio‑. He aquí que renace íntegro el gran orden de los siglos. La Virgen  vuelve, Saturno vuelve, y una nueva generación desciende desde  las alturas de los cielos ‑jam nova progenies coela demittitur  alto‑. Dígnate, o casta Lucinia, ayudar al nacimiento del Niño,  con el cual terminará la raza de hierro y se alzará sobre el  mundo entero la raza de oro, y entonces, tu hermano, Apolo,  reinará... La vida divina recibirá el Niño al que canto, y verá  los héroes unirse a los dioses, y él mismo a ellos ‑ille deus  vitam accipiet divisque videbit ‑ permixtos heroas et ipse  videbitur illis" (72). Esta sensación fue tan importante que  debía aun imponerse más tarde, elevar a Roma a la altura de un  símbolo suprahistórico y hacer decir a los cristianos mismos que  mientras Roma permaneciera salva e intacta, las convulsiones  lamentables de la última edad no se temerán, pero que el día  donde Roma caerá, la humanidad estará próxima a su agonía (73).

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 6. La civilización de la Madre

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 6. La civilización de la Madre

Biblioteca Julius Evola.- La característica más acusada de las civilizaciones del Sur es la práctica del culto a la Gran Madre, entendida como la fuente de toda generación y el origen de la vida. En el mito "solar" de Helios. Faetón arrastra al Gelios (el Sol) en su recorrido diario, partiendo del Este, llegando a su cenit al medio día y, cansado, refugiándolo en el seno de la Madre Tierre en el Oeste, allí donde, durante la noche, recobrará vida y fuerza para alzarse de nuevo al día siguiente. Se trata de un "mito solar", reconducido en beneficio de la madre tierra y que no tiene nada que ver con los mitos nórdicos del Sol -Apolo- sereno, en su quietud y autónomo de la tierra.

 

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LA CIVILIZACION DE LA MADRE

Para desarrollar este análisis es necesario proceder a una definición tipológica más precisa de las formas de civilización que han sucedido a la civilización primordial. En primer lugar estudiaremos el concepto mismo de "Civilización de la Madre"(1).

Su tema característico es una trasposición metafísica del concepto de la mujer, contemplado en tanto que principio y sustancia de la generación. Es una diosa quien expresa la realidad suprema. Todo ser es considerado como su hijo y aparece, en relación a ella, como algo condicionado y subordinado, privado de vida propia, es decir, caduco y efímero. Tal es el tipo de las grandes diosas asiático‑mediterráneas de la vida ‑Isis, Ashera, Cibeles, Afrodita, Tanit y sobre todo Démeter, figura central del ciclo pelasgo‑minoico. La representación del principio solar bajo la forma de un niño sostenido por la Gran Madre sobre sus rodillas, es decir, como algo engendrado; las representaciones egipcio‑minoicas de reinas o mujeres divinas mostrando el loto y la llave de la vida; Ishtar, de la cual uno de sus himnos más antiguos dice: "No hay ningún dios verdadero fuera de tí" y que es llamada Ummu ilani, Madre de los dioses; las diversas alusiones, amenudo acompañadas de transposiciones cosmológicas, a una primacía del principio de la "noche" sobre el principio "día" que surge de su seno, divinidades tenebrosas o lunares sobre las que se manifiesta; el sentimiento característico, que resulta y lo "oculta" es un destino, una invisible ley de fatalidad a la cual nadie puede sustraerse; el lugar acordado, en algunos simbolismos arcaicos (que frecuentemente reposan sobre el cálculo lunar, antes que solar, del tiempo) al signo o al dios de la Luna sobre el del Sol (por ejemplo, el Sin babilonio en relación a Sanash) y la inversión, en virtud de la cual la Luna toma en ocasiones el género masculino y el Sol el femenino; la importancia dada al principio de las Aguas (Zeus subordinado a Estigia; el Océano generador de los dioses y de los hombres, etc.) y a su culto correlativo, el de la serpiente y las divinidades análogas; en otro plano, la subordinación de Adonis en relación a Afrodita, de Virbio respecto a Diana, de algunas formas de Osiris, transmutado de su forma solar ogirinaria en dios lunar de las aguas, en relación a Isis (2), de Baco en relación a Demeter, del Hércules asiático respecto a Militta, etc... todo esto hace referencia, más o menos directamente, al mismo tema.

Por todas partes se encuentran, en el Sur, desde Mesopotamia hasta el Atlántico, estatuillas neolíticas de la Madre con el Hijo.

En Creta, la tierra de los orígenes era llamada, en lugar de "patria", "Tierra de la madre",  particularidad que emparenta esta civilización de una forma específica con la civilización atlántico‑meridional (3) y con el substrato de cultos aun más antiguos del Sur. Los dioses son mortales; como el verano, sufren cada año la muerte (4). Aquí, Zeus (Teshub) no tiene padre y su madre es la sustancia húmeda terrestre: es pues la "mujer" quien está en el principio. El ‑el Dios‑ es algo "engendrado" y mortal: se muestra su tumba (5). Por el contrario el substrato femenino inmutable de cada vida es inmortal. Cuando se disipan las sombras del caos hesiódico, es la negra Gaia un principio femenino, quien aparece. Sin esposo, Gaia engendra ‑tras las "grandes montañas", el Océano y el Puente‑ su propio varón o esposo; y toda generación divina nacida de Gaia, tal como indica Hesiodo según una tradición que no debe ser confundida con la del puro culto olímpico, se presenta como un mundo sometido al movimiento, a la alteración, al devenir.

Sobre un plano inferior, los vestigios que se han conservado hasta tiempos históricos en diversos cultos asiático‑mediterráneos permiten precisar el sentido de algunas expresiones rituales particularmente características de esta inversión de valores, consideramos las fiestas saceas y frigias. Las fiestas saceas en honor de la gran diosa tenían como apogeo la muerte de un ser, que jugaba el rol de macho regio (6). La destitución de lo viril, con ocasión de las celebraciones de la diosa, se encuentra, por otra parte, en la emasculación practicada, como hemos visto, en los misterios de Cibeles: bajo la inspiración de la diosa, podía suceder que los mistes, presos de un frenesí, se privasen, incluso físicamente, de su virilidad para semejarse a ella, para transformarse en el tipo femenino, concebido como la más alta manifestación de lo sagrado (7). Por lo demás, en los templos de Artemisa, de Efeso y de Astarte, sí como en Hierópolis, los sacerdotes fueron con frecuencia eunucos (8). El Hércules lidio que sirvió durante tres años, vestido con ropas de mujer, el imperioso Omphalos, imagen, como la Semiramis misma, del tipo de mujer divina; el hecho de que los participantes en algunos misterios consagrados precisamente a Hércules y a Dionisos se vistieran de mujeres; el hecho que, entre algunos antiguos germanos, fueran también vestidos de mujer como los sacerdotes velaban en el bosque sagrado; la inversión del ritual del sexo, en virtud del cual algunas estatuas de Nana‑Ishtar en Susa y de Venus en Chipre llevaban signos masculinos mientras que mujeres vestidas de hombre celebraban el culto con hombres vestidos de mujer (9); la transformación ya mencionada de la Luna en Lunus, divinidad masculina (10); en fin, la ofrenda minoico‑pelasga de armas rotas a la diosa (11) y la usurpación del símbolo guerrero y sagrado hiperbóreo, el hacha, por figuras de amazonas y de divinidades femeninas del Sur... todo ello constituye otros tantos ecos que, aun fragmentarios, materializados o deformados, siguen siendo característicos de la concepción general según la cual, lo femenino habiéndose convertido en el principio fundamental de lo sagrado, de la fuerza y la vida, mientras que lo masculino y el hombre en  general, se les concede un carácter insignificante, de inconsistencia interior y sin valor, caducidad y envilecimiento.

Mater = Tierra, gremius matris terrae. De aquí deriva un punto esencial, a saber que en el mismo tipo de civilización de origen "meridional" y en el mismo significado general, se puede incluir todas las variedades de cultos, mitos y ritos en los que predomina el tema ctónico, incluso cuando  el elemento masculino figure, y se alude, no solo a diosas, sino también a dioses de la tierra, del crecimiento, de la fecundidad natural, de las aguas o del fuego subterráneo. En el mundo subterráneo, en lo oculto reinaron sobre todo las Madres, pero en el sentido de la noche, de las tinieblas, opuesto al coelum que puede implicar, también, la idea genérica de lo invisible, pero bajo su aspecto superior, luminoso y, precisamente, celeste. Existe, por otra parte, una oposición fundamental y bien conocida entre el Deus, tipo de las divinidades luminosas de las razas indo‑europeas (12) y el Al, entendido como objeto de culto demoníaco‑extático y frenético de las razas oscuras del Sur, privadas de toda dimensión verdaderamente sobrenatural (13). En realidad, el elemento infero‑demóniaco, el reino elemental de las potencias subterráneas, corresponde a un aspecto ‑el más bajo‑ del culto de la Madre. A todo esto se opone la realidad "olímpica", inmutable y atemporal en la luz de un mundo de esencias inteligibles o dramatizado bajo la forma de divinidades de la guerra, de la victoria, del esplendor, de las alturas y del fuego celeste.

Así la civilización de la Madre, en un sentido general, está relacionada con el totemismo. Es  significativo que, en la tradición hindú, la vía de los antepasados ‑pitr‑yana‑ opuesta a la vía solar de los dioses, sea sinónimo de vía de la Madre. Pero basta recordar el significado particular que hemos dado al totemismo (14) para ver que la relación de individuos con su origen ancestral y su significado en relación a este, coinciden con los de la concepción ginecocrática en cuestión. En los dos casos, el individuo no es más que una aparición finita y caduca, surgiendo y desapareciendo en una substancia que existía antes que él y que continuará despues engendrando otros seres igualmente privados de vida propia. En relación con este significado común y este destino, el hecho de que la representación preponderante del principio totémico sea masculina, pasa a segundo plano (15). De hecho es al totem al que retorna la vida de los muertos, sucediendo frecuentemente, como se ha visto, que el culto a los muertos y a los totems se interfieren. Pero precisamente el culto a la Madre y el rito telúrico en general interfieren a menudo, de la misma forma, con el culto a los muertos: la Madre de la vida es igualmente la Diosa de la muerte. Afrodita, diosa del amor, se presenta también, bajo la forma de Libitina, como la diosa de la muerte, y esto es igualmente cierto para otras divinidades, comprendidas las divinidades itálicas Feronia y Acca Larentia.

Conviene señalar, a este respecto, un punto de particular importancia. El hecho de que, en las civilizaciones "meridionales" ‑donde predomina el culto telúrico‑femenino‑ sea el rito funerario de la inhumación el que prevalece, mientras que en las civilizaciones de origen nórdico‑ario se practique sobre todo la cremación, refleja precisamente el punto de vista al que aludimos: el destino del individuo, no es la liberación por el fuego de los residuos terrestres, el ascenso, sino el retorno a las profundidades de la tierra, la nueva disolución en la Magna Mater ctónica, origen de su vida efímera. Es esto lo que explica igualmente la localización subterránea, antes que celeste, del lugar de los muertos, propio sobre todo de los troncos étnicos más antiguos del Sur (16). La significación simbólica del rito de la inhumación permite pues, en principio, considerarlo como un vestigio del ciclo de la Madre.

Generalizando, puede establecerse igualmente una relación entre la visión femenina de la espiritualidad y la concepción panteista del todo como un gran mar donde el núcleo del ser individual se disuelve y se pierde como el grano de sal, donde la personalidad no es más que una aparición ilusoria y momentánea de la única sustancia indiferenciada, espíritu y naturaleza al mismo tiempo, que es considerada como lo único real, y donde no hay ningún lugar para un orden verdaderamente trascendente. Pero es preciso añadir ‑y esto será importante para determinar el sentido de los ciclos siguientes‑ que las formas donde lo divino es concebido como persona, y donde se encuentra subrayada la relación naturalista de una generación y de una "creaturalidad", con el pathos correspondiente de pura dependencia, de humildad, de pasividad, sumisión y renuncia a su propia voluntad, estas formas decimos, presentan algo mezclado pero reflejan, en el fondo, un espíritu idéntico (17). Es interesante recordar que, según el testimonio de Estrabón (VII, 3, 4) la oración (sobre el plano de la simple devoción) hubo llegado al hombre a través de la mujer.

Ya hemos tenido ocasión de indicar, desde el punto de vista doctrinal, que la materialización de lo viril es la contrapartida inevitable de toda feminización de lo espiritual. Este tema, que hará comprender el sentido de algunas transformaciones ulteriores de la civilización corresponden, tradicionalmente, a la edad del bronce (o del acero) luego a la de hierro, permite también precisar otros aspectos de la civilización de la Madre.

Frente a una virilidad concebida de una forma materializada, es decir como fuerza física, dureza, cerrazón, afirmación violenta, la mujer, por sus facultades de sensibilidad, sacrificio y amor, así como por el misterio de la generación, pudo aparecer como la encarnación de un principio más elevado. Allí donde no se reconocía solamente la fuerza material, pudo pues adquirir la autoridad, aparecer, de alguna manera, como una imagen de la Madre universal. No es, sin embargo, contradictorio que en algunos casos la ginecocracia espiritual e incluso social haga su aparición, no en una sociedad afeminada, sino en una sociedad belicosa y guerrera (18). En verdad, el símbolo general de la edad de plata y del ciclo atlante no es el símbolo demoniacamente telúrico y groseramente naturalista (ciclo de los ídolos femeninos esteatopigicos). El principio femenino se eleva ya a una forma más pura, como en el símbolo antiguo de la Luna en tanto que Tierra purificada o celeste ‑                 ‑ no dominando más que a este título lo que es terrestre (19): se afirma como una autoridad espiritual, o al menos moral, frente a instintos y cualidades viriles exclusivamente materiales y físicas.

Es principalmente bajo el aspecto de figuras femeninas como aparecen las entidades que no solo protegen la costumbre y la ley natural y vengan el sacrilegio y el crimen (de las Normas nórdicas, a las Erinias, a Themis y a Dike) sino que dispensan también el don de la inmortalidad, se debe reconocer precisamente esta forma más alta, que puede cualificarse, de una forma general, de demetríaca, y que está relacionada con los castos símbolos de Vírgenes o Madres que conciben sin esposo, o de diosas del crecimiento vegetal ordenado y del cultivo de la tierra, como por ejemplo Ceres (20). La oposición entre el tipo demetríaco y el tipo afrodítico corresponde a la oposición entre la forma pura, transformada y la forma inferior, groseramente telúrica, del culto a la Madre, que resurge en los últimos estadios de descomposición y sensualización de la civilización de la edad de plata. Oposición idéntica a la que existe, en las tradiciones extremo‑orientales, entre la "Tierra Pura" de la "Mujer de Occidente" y el reino subterráneo de Ema‑O, y en las tradiciones helénicas, entre el símbolo de Atenea y el de las Górgonas que combaten. Es la espiritualidad demetríaca, pura y  calmada como la luz lunar, quien define tipológicamente la Edad de Plata, y verosímilmente, el ciclo de la primera civilización atlántica. Históricamente, no tiene sin embargo nada de primordial; es ya un producto de transformación (21). Allí donde el símbolo se convirtió en realidad, se afirmaron formas de ginecocracia efectiva, de las que pueden encontrarse huellas en el substrato más arcaico de numerosas civilizaciones (22). Al igual que las hojas no nacen una de otra, sino del tronco, así mismo, si bien es el hombre quien suscita la vida, esta es efectivamente dada por la madre: tal es la premisa. No es el hijo quien perpetúa la raza; tiene una existencia puramente individual limitada a la duración de su vida terrestre. La continuidad se encuentra por el contrario en el principio femenino, materno. De aquí deriva como consecuencia que la mujer, en tanto que madre, se encuentre en el centro y en la base del derecho de la gens o de la familia y que la transmisión se haga por línea femenina(23). Y si de la familia se pasa al grupo social, se llega a las estructuras de tipo colectivista y comunista: cuando se invoca la unidad de origen y el principio materno, del que todo el mundo desciende de igual manera, la aequitas deviene aequalitas, relaciones de fraternidad universal y de igualdad se establecen expontáneamente, se afirma una simpatía que no conoce límites ni diferencias, una tendencia a poner en común todo lo que se posee y que, por lo demás, se ha recibido como un regalo de la Madre Tierra. Se vuelve a encontrar aquí un eco persistente y característico de este tema en las fiestas que, incluso hasta una época relativamente reciente, celebraban las diosas telúricas y el retorno de los hombres a la gran Madre de la Vida y donde se manifestaba la reminiscencia de un elemento orgiástico propio de las formas meridionales más bajas; fiestas en las que todos los hombres se sentían libres e iguales, donde las divisiones de castas y de clasesya no contaban y podían incluso ser superadas, en medio de una licenciosidad general y un gusto por  la promiscuidad (24).

Por otra parte, el pretendido "derecho natural", la promiscuidad comunista propia de muchas sociedades salvajes, sobre todo del Sur (Africa, Polinesia) y hasta el mir eslavo, todo esto nos lleva casi siempre al marco característico de la "civilización de la Madre", incluso aquí donde no hubo matriarcado y donde se  trató menos de "mistovariaciones" de la civilización boreal primordial, que de restos de telurismo inherentes a razas inferiores autóctonas. El tema comunista, unido a la idea de una sociedad que ignora las guerras, que es libre y armoniosa, figura por otra parte, fuera del relato de platónico relativo a la Atlántida de los orígenes, en diversas descripciones de las primeras edades, comprendida la edad de oro. En lo que concierne a esta última existe sin embargo una confusión debida a la substitución de un recuerdo reciente por otro mucho más lejano. El tema "lunar" de la paz y de la comunidad, en el sentido naturalista, no tiene nada que ver con los temas que, según testimonios múltiples, caracterizan, como se ha visto, la primera edad (25).

Pero una vez se disipa este equívoco, una vez situado de nuevo en su verdadero lugar ‑es decir, no en el ciclo de la edad de Oro, sino en el de la de Plata, de la Madre, que es preciso considerar como el segundo grado‑ los recuerdos que se refieren a  un mundo primordial calmado, sin guerras, sin divisiones, comunitario, en contacto con la naturaleza, los recuerdos comunes a un gran número de pueblos, vienen a confirmar, de forma muy significativa, los puntos de vista ya expuestos.

Por otra parte, siguiendo hasta el fin este orden de ideas, es posible desprender una última característica morfológica, de importancia capital. Si se hace referencia a lo que hemos expuesto en la primera parte de esta obra sobre el sentido de la realeza primordial y sobre las relaciones entre la realeza y el sacerdocio, se puede constatar que en un tipo de sociedad regida por una casta sacerdotal, es decir, dominada por el tipo espiritual "femenino" que le es propio, la función real se encuentra relegada a un plano subordinado y solamente material, es un espíritu ginecocrático y lunar, una forma demetríaca quien reina, sobre todo si esta sociedad está orientada hacia el ideal de una unidad mística y fraterna. Frente al tipo de sociedad articulada según jerarquías precisas, asumiendo "triunfalmente" el espíritu y culminando en la superhumanidad real, refleja la verdad misma de la Madre en una de sus formas sublimadas, correspondiendo a la orientación que caracteriza probablemente el mejor período del ciclo atlántico y que se reproduce y conserva en las colonias irradiando, hasta los pelasgos y el ciclo de las grandes diosas asiático‑mediterrénas de la vida.

Así, en el mito, en el rito, en las concepciones generales de la vida, de lo sagrado y del derecho, en la ética y en las formas sociales mismas, se reencuentran elementos que, sobre el plano histórico, pueden no aparecer más que de una forma fragmentaria, mezclados a otros temas, traspuestos sobre diversos planos, pero refiriéndose sin embargo, en su principio, a una misma orientación fundamental.

Esta orientación corresponde, como hemos visto, a la alteración meridional de la tradición primordial, a la desviación del "Polo" que acompaña, sobre el plano del espíritu, la que se produce en el espacio, en las "mistovariaciones" del tronco original y en las civilizaciones de la "edad de plata". Tal es lo que debe retener quien desee comprender los significados opuestos del Norte y del Sur, no solo morfológicamente, en tanto que "tipos universales de civilización" (punto de vista al cual es siempre posible limitarse), sino también como puntos de referencia que permiten integrar, en un significado superior, la dinámica y la lucha de las fuerzas históricas y espirituales, en el curso del desarrollo de las civilizaciones mas recientes, durante las fases ulteriores de "oscurecimiento de los dioses" (26).

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 5. Norte y Sur

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 5. Norte y Sur

Biblioteca Julius Evola.- La médula de la metafísica de la historia en Evola consiste en dar una explicación convincente y demostrable al enfrentamiento entre las civilizaciones del "norte" y del "sur" consideradas como dos categorías antagónicas y en permanente conflicto. Evola pasa revista a los mitos y a las tradiciones de cada una de estas civilizaciones y concluye que sus concepciones son antitéticas e irreconciliables y no solo sobre el plano teórico, sino que especialmente en la historia objetiva aparece este conflicto, del que la rivalidad entre Roma y Cartago es la muestra más pristica, como la que se dió antes entre cretenses y minoicos de un lado y aqueos y dorios de otro.

 

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NORTE Y SUR

En la primera parte de esta obra hemos resaltado la importancia del simbolismo solar en numerosas civilizaciones de tipo tradicional. Es pues natural que encontremos huellas en un cierto número de vestigios, recuerdos y mitos que aluden a las civilizaciones de los orígenes. En lo que concierne al ciclo atlántico, se constata ya, sin embargo, en el simbolismo solar que le es propio, una alteración, una diferenciación, en relación al simbolismo del ciclo precedente de la civilización hiperbórea. Se debe considerar como estadio hiperbóreo aquel en donde el principio luminoso presenta caracteres de inmutabilidad y centralidad, caracteres, podría decirse, puramente "olímpicos". Es, como se ha hecho notar, el carácter que posee Apolo, en tanto que dios hiperbóreo: no es, como Helios, el sol contemplado en su ley de ascenso y descenso, sino simplemente el sol en sí, como la naturaleza dominadora e inmutable de la luz (1). La Esvástica y las demás formas de la cruz prehistórica que se encuentran en el umbral del perído glaciar, al igual que otro antiquísimo símbolo solar prehistórico ‑en ocasiones colosalmente expresado mediante masas de dólmenes‑ el círculo con el punto central, parecen haber tenido un lazo original con esta primera forma de espiritualidad. En efecto, si la esvástica es un símbolo solar, lo es en tanto que símbolo de movimiento rotativo en torno a un centro fijo e inmutable, al cual corresponde el punto central del otro símbolo solar, el círculo (2). Variantes de la rueda solar y de la esvástica, tales como círculos, cruces, círculos con cruz, círculos irradiantes, hachas con la esvástica, hachas dobles, hachas y otros objetos hechos con aerolitos dispuestos de forma circular, imágenes de la "nave solar" asociadas de nuevo a las hachas o al cisne apolíneo‑hiperbóreo, al reno, etc., son vestigios del estadio original de la tradición nórdica (3) que, de forma más general, puede llamarse urania (cultos puramente celestes) o "polar".

Distinta de esta espiritualidad urania, existe otra que se refiere también al símbolo solar, pero en relación con el año (el "dios‑ año"), es decir con una ley de cambio, de ascenso y descenso, de muerte y renacimiento. El tema apolíneo u olímpico original se encuentra entonces alterado por un momento que podríamos llamar "dionisíaco". Aparecen influencias propias de otro principio en otro culto, razas de otro linaje, en otra región. Se constata una interferencia diferenciadora.

Para determinarla tipológicamente, conviene considerar el punto que, en el símbolo del sol como "dios del año", es más significativo: el solsticio de invierno. Aquí un nuevo elemento interviene, adquiriendo una importancia cada vez más grande, a saber, que la luz parece difuminarse pero surge nuevamente como en virtud de un contacto con el principio original de su vida misma. Se trata de un símbolo que, o bien no figura en las tradiciones del tronco boreal puro, o bien figura solo a título completamente secundario, mientras que juega un rol preponderante en las civilizaciones y las razas del Sur donde adquiere a menudo un significado central y supremo. Son los símbolos femenino‑telúricos de la Madre (la mujer divina), la Tierra y las Aguas (o la Serpiente): tres expresiones características, en amplia medida equivalentes y frecuentemente asociadas (Madre‑Tierra, Aguas Generatrices, Serpiente de las Aguas, etc.). La relación que se establece entre los dos principios ‑Madre y Sol‑ es lo que da sentido a dos expresiones diferentes del simbolismo, una de las cuales conserva las huellas de la tradición "polar" nórdica, mientras que la otra conduce, por el contrario, a un ciclo nuevo, la edad de plata, una mezcla ‑que tiene ya el sentido de una degeneración‑ entre el Norte y el Sur.

Aquí donde el énfasis se pone sobre los solsticios, subsiste, en principio, un lazo con el simbolismo "polar" (eje norte‑sur) mientras que el simbolismo de los equinoccions se relaciona con la dirección longitudinal (oriente‑occidente), de forma que la preponderancia de uno o de otro de estos simbolismos en las diferentes civilizaciones permite frecuentemente, por sí mismo, determinar si hacen referencia, respectivamente, a la herencia hiperbórea o a la herencia atlante. En la tradición y la civilización atlánte propiamente dichas, aparece sin embargo una forma mixta. La presencia del simbolismo solsticial testimonia la existencia de un elemento "polar", pero la preponderancia del tema del dios solar cambiante, al igual que la aparición y la importancia capital concedida a la figura de la Madre o a símbolos análogos, revelan, en el momento del solsticio, los efectos de otra influencia, de otros tipo de espiritualidad y de civilización.

Es por ello que, cuando el centro está constituido por el principio masculino‑solar concebido en tanto que vida que sube y baja, que tiene un invierno y una primavera, una muerte y un renacimiento como los "dioses de la vegetación", mientras que lo idéntico, lo inmutable, está representado por la Madre Universal, por la Tierra, concebida como el principio eterno de toda vida, como matriz cósmica, sede y fuente inagotable de toda energía, estamos ya ante una civilización de la decadencia, en la segunda era, tradicionalmente situada bajo el signo acuoso o lunar. En todas partes, por el contrario, donde el sol continúa siendo concebido en su aspecto de pura luz, como una "virilidad incorpórea", sin historia y sin generación, donde, en la línea con este significado "olímpico", la atención se concentra en la naturaleza luminosa celeste de las estrellas fijas, porque se muestran más independientes aun de esta ley de ascenso y decadencia que, en la concepción opuesta, afecta el sol mismo en tanto que dios‑año, subsiste entonces la espiritualidad más alta, la más pura y más original (ciclo de las civilizaciones uranias).

Tal es el esquema general, pero sin embargo fundamental. Se puede hablar, en un sentido universal, de Luz del Sur y de Luz del Norte y, en tanto que tal oposición pueda tener un significado relativamente preciso en lo que es temporal, remite, por lo demás, a épocas lejanas, pudiendose hablar también de espiritualidad urania y de espiritualidad lunar, de "Artida" y de "Antártida".

Histórica y geográficamente, la Atlántida correspondería en realidad, no al Sur, sino a Occidente. Al Sur correspondería Lemuria, continente del que algunas poblaciones negras y australes pueden ser consideradas como últimos vestigios. Ya hemos realizado una rápida alusión a este respecto. Pero en tanto que seguimos esencialmente aquí la curva descedente de la civilización hiperbórea primordial, no consideraremos la Atlántida más que como una fase de este descenso y el Sur, en general, en función de la influencia que ha ejercido, en el curso del ciclo atlante (no solo en el curso de este ciclo, a menos de dar a la expresión "atlante" un sentido general y tipológico), sobre las razas de los orígenes y de civilización boreal, es decir en el marco de formas intermedias, al disponer del doble significado de una alteración de la herencia primordial y de una elevación a formas más puras de los temas ctónico‑demoníacos propios de las razas aborígenes meridionales. Es por ello que no hemos utilizado el término Sur, sino el de Luz del Sur y que emplearemos para el segundo ciclo, la expresión "espiritualidad lunar", al ser considerada la luna como un símbolo luminoso, pero no solar, parecido, de alguna manera, a una "tierra celeste", es decir a una tierra (Sur) purificada.

Que los temas de la Madre o de la Mujer, del Agua y de la Tierra extrajeron su origen primeramente del Sur y se hayan extendido, a través del juego de interferencias e infiltraciones, en todos los vestigios y recuerdos "atlánticos" ulteriores, es un hecho del cual numerosos elementos no permiten dudar y que explica que algunos hayan podido cometer el error de creer que el culto de la Madre era propio de la civilización nórdico‑atlante. Hay sin embargo alguna verosimilitud en la teoría según la cual existiría una relación entre la Môuru ‑una de las "creaciones" que sucedió, según el Avesta (4), a la sede ártica‑ y el ciclo "atlante", si se da a la Môuru el sentido de "Tierra Madre" (5). Algunos han creido ver, además, en la civilización prehistórica de la Madeleine (que es de origen Atlante), el centro originario desde donde se ha difundido en el Mediterráneo neolítico, sobre todo entre las razas camitas, hasta tiempos minoicos, una civilización donde la Diosa Madre jugó un papel preponderante, hasta el punto que ha podido decirse que en el alba de las civilizaciones la mujer irradió, gracias a la religión, "una luz tan viva que la figura masculina permaneció ignorada y en la sombra" (6). Según otros, encontraríamos en el ciclo ibérico‑cántabro, las características del misterio demetríaco‑lunar que predomina en la civilización pelásga prehelénica (7). Hay ciertamente en todo esto, una parte de verdad. Por lo demás, el nombre mismo de los Tuatha de Dannan del ciclo irlandés, la raza divina del Oeste de la que ya hemos hablado, significaría para algunos, "los pueblos de la diosa". Las leyendas, los recuerdos y las trasposiciones supra‑históricas que hacen de la isla occidental la residencia de una diosa, una reina o una sacerdotisa soberana, son, en todo caso, numerosas y, a este respecto muy significativas. Ya hemos tenido ocasión de facilitar, sobre este tema, cierto número de referencias. Según el mito, en el jardín occidental de Zeus, la custodia de los frutos de oro ‑que pueden ser considerados como la herencia tradicional de la primera edad y como un símbolo de los estados espirituales que le son propios‑ pasa, como se sabe a las mujeres ‑a las Hespérides‑ y más precisamente a las hijas de Atlas. Según ciertas leyendas gaélicas, el Avalon atlántico estaba gobernado por una virgen regia y la mujer que se apareció a Condla para llevarlo al "País de los Vivientes" declara, simbólicamente, que no encontró allí más que mujeres y niños (8). Según Hesiodo, la edad de plata estuvo caracterizada precisamente por una muy larga "infancia" bajo la tutela materna (9); es la misma idea, expresada através de idéntico simbolismo. El término mismo de edad de plata se refiere en general, a la luz lunar, a un época lunar matriarcal (10). En los mitos celtas en cuestión, se encuentra constantemente el tema de la mujer que inmortaliza al héroe en la isla occidental (11). A este tema corresponden la leyenda helénica de Calipso, hija de Atlas, reina de la misteriosa isla Ogygia, mujer divina que goza de la inmortalidad y hace participar de ella a aquel a quien elije (12); el tema de la "virgen que está sobre el trono de los mares", diosa de la sabiduría y guardiana de la vida, virgen que parece confundirse con la diosa‑madre Isthar (13); el mito nórdico relativo a Idhunn y a sus manzanas que renuevan y aseguran una vida eterna (14); la tradición extremo‑oriental relativa al "paraiso occidental", de la que ya hemos hablado, bajo su aspecto de "Tierra de la Mujer de Occidente" (15); finalmente, la tradición mejicana concerniente a la mujer divina, madre del gran Huitzlipochli, convertida en dueña de la tierra oceánica sagrada de Aztlan (16). Tales son los ecos, directos o indirectos, de la misma idea, recuerdos, símbolos y alegorías que conviene desmaterializar y universalizar en tanto hacen referencia a una espiritualidad "lunar", a un "reino" y a una participación en la vida caduca,  trasladadas del signo solar y viril al signo "femenino" y lunar de la Mujer divina.

Pero hay más. Aunque se pueda evidentemente interpretar este género de mitos de diversas maneras, en la tradición hebraica relativa a la caida de los "hijos de los dioses", Ben Elohim ‑a la que corresponde, como se ha dicho, la tradición platónica concerniente a la degeneración, a través de la mezcla, de la raza divina atlántica primitiva‑ ocupa un lugar preponderante la "mujer", pues es a través suyo como se habría operado precisamente lo que se considera como una caida (17). Es muy significativo, a este respecto, que en el Libro de Enoch (XIX, 2) se diga que las mujeres, asociadas a la caida de los "hijos de los dioses" se convertian en Sirenas, pues las Sirenas son las hermanas de las Oceánidas, que la tragedia griega presenta en torno a Atlas. Podría verse también aquí una alusión a la naturaleza de esta transformación que condujo, de la espiritualidad original, a las formas de la edad de plata. Sería quizás posible extraer una conclusión análoga del mito helénico de Afrodita, diosa que, con sus variantes asiáticas, es característica de la composición meridional de las civilizacines mediterráneas. Habría nacido en efecto, de las aguas, por la desvirilización del dios celeste primordial, Urano, que algunos asocian, con Cronos, sea a la edad de oro, sea a la región boreal. Igualmente, según la tradición más antigua del Edda, la aparición del elemento femenino ‑de "tres potentes niñas, hijas de gigantes" (18)‑ habría cerrado el ciclo de la edad de oro y dado origen a las primeras luchas entre las razas divinas (Asen y Wanen), luego entre gigantes y razas divinas, luchas que reflejan, como se verá, el espíritu de edades sucesivas. Una estrecha correspondencia se establece así entre la nueva manifestación del oráculo de la Madre, de Wala, en la residencia de los gigantes, el desencadenamiento de Loki y el "oscurecimiento de los dioses", el ragna‑rökr (19).

Por otra parte, ha existido siempre una relación entre el símbolo de la divinidad femenina y el de las aguas y las divinidades, incluso masculinas, de las Aguas (20). Según el relato platónico, la Atlántida estaba consagrada a Poseidón, dios de las aguas marinas. En algunas representaciones iranias, es un dios acuático quien toma el relevo de Cronos, rey de la edad de oro, lo que expresa evidentemente el tránsito al ciclo del Poseidón atlante. Esta interpretación se encuentra confirmada al estar representada la sucesión de las cuatro edades mediante la preponderancia sucesiva de los cuadro caballos de la cuádriga cósmica y estando consagrado el caballo que corresponde el elemento agua a Poseidón; una cierta relación con el fin de la Atlántida aparece igualmente en la alusión a una catástrofe provocada por las aguas o por un diluvio (21).Existe, además, una convergencia con el tema de los Ben Elohim caidos por haberse unido a mujeres: Poseidón mismo habría sido atraido por una mujer, Kleito, residente en la tierra atlante. Para protegerla, habría creado una ciudad circular aislada por valles y canales, y Atlas, primer rey mítico de esta tierra, habría sido el primer hijo de Poseidón y de Kleito (22). El dios Olokun, al que se refieren los ecos de tradiciones atlantes muy antiguas del litoral atlántico africano, puede ser considerado como un equivalente de Poseidon, y éste ‑como el antiguo Tarqu‑ representaba precisamente con la diosa Madre, Mu, un papel característico en el culto pelasgo (en Creta), que fue verosímilmente propio de una colonia atlante. El tesoro de Poseidón que "viene del mar", del ciclo pelasgo, tiene al mismo tiempo un significado lunar, como ocurre otro tanto con el Apis egipcio, engendrado por un rayo de luna (23). Se encuentran, aquí también, los signos distintivos de la edad de plata, que no estuvieron carentes de relación con el demonismo autóctono, pues Poseidón no fue considerado solo como el "dios del mar": bajo su aspecto de "sacudidor de las tierras" donde estuvo asociado a Gea y a las Moiras, es también el que abre la tierra, como para provocar la irrupción del mundo subterráneo(24).

Bajo su aspecto ctónico elemental, la mujer, junto a los demonios de la tierra en general, fue efectivamente el objeto principal de los cultos aborígenes meridionales, de donde derivaron las diosas ctónicas asiático‑meridionales y las que representaban a los montruosos ídolos femeninos esteatopigios del alto megalítico (25). Según la historia legendaria de Irlanda, esta isla habría sido habitada originariamente por una diosa, Cessair, pero también por seres monstruosos y demonios de las aguas, los Fomores, es decir, los que moran "Bajo las Olas" descendientes de Dommu, personificación femenina de los abismos de las aguas (26). Es precisamente esta diosa del mundo meridional, transfigurada, reducida a una forma puramente demetríaca como se presenta ya en las cavernas de Brassempouy del hombre auriñaciense, quien debía introducirse y dominar en la nueva civilización de origen atlántico‑occidental (27). Del neolítico hasta el período micénico, de los Pirineos a Egipto, en la ruta de los colonizadores atlánticos, se encuentran casi exclusivamente ídolos femeninos y, en las formas del culto, más sacerdotisas que sacerdotes, o incluso, con bastante frecuencia, sacerdotes afeminados (28). En Tracia, Iliria, Mesopotamia, pero también entre algunas capas celtas y nórdicas, hasta el tiempo de los germanos, en India, sobre todo en lo que ha subsistido en algunas formas meridionales del culto tántrico y en los vestigios prehistóricos de la civilización llamada de Mohenjodaro, circula el mismo tema, sin hablar de sus formas más recientes, que veremos más adelante.

Tales son, brevemente descritas, las raices ctónicas originarias del tema propio de la "Luz del Sur", a la cual puede referirse la componente meridional de las civilizaciones, tradiciones e instituciones que se han formado tras el gran movimiento de occidente hacia oriente. Componente de disolución, a la cual se opone lo que entronca con el tipo original de espiritualidad olímpico‑urania propio de las razas de estracción directamente boreal (nórdico‑atlántico) o las que consiguieron, a pesar de todo, mantener o volver a alumbrar el fuego de la tradición primordial en un área donde se ejercían influencias muy diferentes a las de la residencia original.

En virtud de la relación oculta que existe entre lo que se desarrolla sobre el plano visible, aparentemente en función de las condiciones exteriores y lo que obedece a un destino y a un sentido espiritual profundos, es posible, a propósito de estas influencias, referirse a los datos del medio y del clima para explicar analógicamente la diferenciación que sobrevino. Era natural, sobre todo durante el período del largo invierno glaciar, que entre las razas del Norte la experiencia del Sol, la Luz y el Fuego mismo, actuasen en el sentido de una espiritualidad liberadora, y así pues, que las naturalezas urano‑solares, olímpicas o de llama celeste figuren, antes que en otras razas, en primer plano de su simbolismo sagrado. Además, el rigor del clima, la esterilidad del suelo, la necesidad de cazar y, finalmente, de emigrar, de atravesar mares y continentes desconocidos, debieron conferirles de forma natural a aquellos que conservaban interiormente esta experiencia espiritual del Sol, del cielo luminoso y del fuego, temperamentos guerreros, conquistadores, navegantes, que favorecieron esta síntesis entre la espiritualidad y la virilidad, cuyas huellas características se conservan entre las razas arias. Esto permite también aclarar otro aspecto del simbolismo de las piedras sagradas. La piedra, la roca, expresan la dureza, la firmeza espiritual, la virilidad sagrada y al mismo tiempo inflexible, de los "Salvados de las aguas". Simboliza la cualidad principal de quienes se aplicaron a dominar los tiempos nuevos, quienes crearon los centros tradicionales post‑diluvianos, en los lugares donde reaparecen frecuentemente, bajo la forma de un piedra simbólica, variante del omphalos, el signo del "centro", del "polo", de la "casa de Dios" (29). De aquí el tema helénico de la segunda raza, nacida de la piedra, tras el diluvio (30), al igual que Mithra, nacido así mismo de una piedra. Son igualmente las piedras quienes indican a los verdaderos reyes o quienes marcan el principio de la "vía sagrada" (el lapis niger romano). De una piedra sagrada hay que extraer las espadas fatídicas y, es, tal como hemos visto, con piedras meteóricas, "piedras del cielo" o "del rayo" que se confecciona el hacha, arma y símbolo de los conquistadores prehistóricos.

En las regiones del Sur, era por el contrario natural que el objeto de la experiencia más inmediata no fuera el principio solar, sino sus efectos, la lujuriosa fertilidad ligada a la tierra; que el centro se desplazase hacia la Madre Tierra como Magna Mater, el simbolismo hacia divinidades y entidades ctónicas, los dioses de la vegetación y de la fecundidad vegetal y animal, y que el fuego pasase, de un aspecto divino, celeste y benéfico, a un aspecto opuesto, "subterráneo", ambiguo y telúrico. El clima favorable y la abundancia natural debían además incitar a la mayoría al abandono, a la paz, el reposo, y a una distensión contemplativa (31). Así, incluso sobre el plano de lo que puede ser condicionado, en cierta medida, por factores exteriores, mientras que la "Luz del Norte" se acompaña, bajo signos solares y uranios, de un ethos viril y de una espiritualidad guerrera, de dura voluntad ordenadora y dominadora, en las tradiciones del Sur corresponde, por el contrario, a la preponderancia del tema ctónico y al pathos de la muerte y de la resurrección, una cierta inclinación a la promiscuidad, a la evasión y al abandono, un naturalismo panteista con tendencias tanto sensuales, como místicas y contemplativas (32).

La antítesis del Norte y del Sur podría referirse igualmente a la existente entre los dos tipos primordiales del Rey y del Sacerdote. En el curso de períodos históricos consecutivos al descenso de las razas boreales, se manifiesta la acción de dos tendencias antagonistas que se reclaman bajo una forma u otra, de esta polaridad fundamental Norte‑Sur. En cada una de estas civilizaciones, habremos de discernir el producto dinámico del reencuentro o del enfrentamiento de estas tendencias, generadora de formas más o menos duraderas, hasta que prevalezcan los procesos y las fuerzas que desembocaron en las edades ulteriores de bronce y de hierro. Esto no se da por otra parte solo en el interior de cada civilización particular, sino también en la lucha entre distintas civilizaciones, en la preponderancia de una o en la ruina de otra, donde se evidenciarán a menudo significados profundos reclamándose de uno o de otro de los polos espirituales y aludiendo más o menos estrechamente a filiaciones éticas que conocieron originariamente la "Luz del Norte" o sufrieron por el contrario el encantamiento de las Madres y los abandonos extáticos del Sur.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 4. El ciclo nórdico-atlántico

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 4. El ciclo nórdico-atlántico
Biblioteca Julius Evola.- En el momento en que empieza a producirse la primera muestra de decadencia, los pueblos originarios de la primera edad, la edad de oro, iniciron sus migraciones. Evola distingue dos: una de norta hacia el sur y otra, posterior, de oeste a este. Ambas definen dos ciclos de civilización y, al mismo tiempo, dos linajes de mitos. El mito hiperbóreo, a partir de ahora, ya no es único, aparece el mito de Thule. No son exactamente lo mismo, sino que son el reflejo de esta migración. Evola para la realización de este capitulo ha manejado un material documental reunido por él y, también a instancias del erudito holandes, Hermann Wirth.

 

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EL CICLO NORDICO‑ATLANTICO

En la emigración de la raza boreal, conviene distinguir dos grandes corrientes: una que se dirige del norte hacia el sur y otra ‑posterior‑ de occidente hacia oriente. Portadores del mismo espíritu, la misma sangre, el mismo sistema de símbolos, signos y vocablos, grupos de hiperbóreos alcanzaron primero América del Norte y las regiones septentrionales del continente euro‑asiático. Tras varias decenas de miles de años parece que una segunda ola de emigración haya avanzado hasta América Central, concentrándose en una sola región, hoy desaparecida, situada en la región atlántica, donde habría constituido un centro a imagen del centro polar, que correspondería a la Atlántida de los relatos de Platón y Diodoro. Este desplazamiento y reconstitución explican las interferencias de nombres, símbolos y topografías que caracterizan, como hemos visto, los recuerdos relativos a las dos primeras edades. Es pues esencialmente de una raza y de una civilización nórdico‑atlántica de lo que conviene hablar.

Desde la región atlántica, las razas del segundo ciclo habrían irradiado por América (de ahí derivarían los recuerdos, ya mencionados, de los Nahua, los toltecas y los aztecas relativos a su patria de origen), así como en Europa y Africa. Es muy probable que en el alto paleolítico, estas razas alcanzaron Europa occidental. Corresponderían, entre otras, a los Tuatha de Danann, la raza divina llegada a Irlanda desde la isla occidental de Avalon, guiada por Ogma grian‑ainech, el héroe de "rostro solar", cuyo equivalente es el blanco y solar Quetzalcoatl, que habría llegado a América con sus compañeros de la "tierra situada más allá de las aguas". Antropológicamente, este sería el hombre de Cro‑Magnon, aparecido, hacia el fin del período glaciar, en la parte occidental de Europa, en particular en la zona de la civilización franco‑cantábrica de la Madeleine, Gourdon y Altamira, hombre ciertamente superior, como nivel cultural y como tipo biológico, al tipo aborigen del hombre glaciar y musteriense hasta el punto que se ha podido llamar a los hombre de Cro‑Magnon "los Helenos del paleolítico". En lo que concierne a su origen, la afinidad de esta civilización con la civilización hiperbórea, que aparece en los vestigios de los pueblos del extremo‑septentrión (civilización del reno) es muy significativa (1). Vestigios prehistóricos encontrados en las costas bálticas y friso‑sajonas corresponderían al mismo ciclo y un centro de esta civilización se habría formado en una región en parte desaparecida, el Doggerland, la legendaria Vineta. Mas allá de España (2), otras olas alcanzaron Africa occidental (3); otras más, posteriormente, entre el paleolítico y el neolítico, probablemente al mismo tiempo que las razas de origen puramente nórdico, avanzaron, por vía continental, del nor‑oeste al sud‑este, hacia Asia, allí donde se sitúa la cuna de la raza indo‑europea, y más allá, hasta China (4), mientras que otras corrientes recorrieron el litoral septentrional de Africa (5) hasta Egipto donde alcanzaron, por mar, de las Baleares a Cerdeña, hasta los centros prehistóricos del mar Egeo. En lo que concierne, en particular, a Europa y al Próximo Oriente, aquí se encuentra el origen ‑que sigue siendo enigmático (como el de los hombres de Cro‑Magnon) para la investigación positiva‑ de la civilización megalítica de los dólmenes, como la llamada del "pueblo del hacha de combate". Estos procesos se produjeron en su totalidad, en grandes olas, con flujos y reflujos, crecimientos y encuentros con razas aborígenes, o razas ya mezcladas o diversamente derivadas del mismo linaje. Así, del norte al sur, de occidente a oriente, surgieron por irradiaciones, adaptaciones o dominaciones, civilizaciones que, en el origen tuvieron, en cierta medida, la misma impronta, y frecuentemente la misma sangre, espiritualizada en las élites dominadoras. Allí donde se encuentran razas inferiores ligadas al demonismo telúrico y mezcladas con la naturaleza animal, han permanecidos recuerdos de luchas, bajo la forma de mitos donde se subraya siempre la oposición entre un tipo oscuro no divino. En los organismos tradicionales constituidos por las razas conquistadoras, se estableció entonces una jerrquía, a la vez espiritual y étnica. En India, en Irán, en Egipto y Perú y en muchos otros lugares, se encuentran huellas muy claras en el régimen de castas.

Hemos dicho que originalmente el centro atlántico debió reproducir la función "polar" del centro hiperbóreo y que esta circunstancia es la fuente de frecuentes interferencias en materia de tradiciones y recuerdos. Esta interferencias, sin embargo, no deben impedir constatar, en el curso de un período ulterior, pero perteneciendo siempre, sin embargo, a la más alta prehistoria, una transformación de civilización y de espiritualidad, una diferenciación que marca en tránsito de la primera a la segunda era ‑de la edad de oro a la edad de plata‑ y abre la vía a la tercera era, a la edad de bronce o edad de los titanes, que en rigor podría calificarse de "atlántida"; dado que la tradición helénica presenta a Atlante, en tanto que hermano de Prometeo, como una figura emparentada con los titanes (6). Sea como fuere, antropológicamente hablando, conviene distinguir, entre las razas derivadas del tronco boreal originario, un primer gran grupo diferenciado por idiovariación, es decir, por una variación sin mezcla. Este grupo se compone principalmente de  oleadas cuyo origen ártico es el más directo y corresponderá a las diferentes filiaciones de la pura raza aria. Hay lugar a considerar luego un segundo gran grupo diferenciado por mistovariación, es decir por mezcla con razas aborígenes del Mediodía, razas protomongoloides y negroides y otras aun que fueron probablemente los restos en proceso de degeneración de los habitantes de un segundo continente prehistórico desaparecido, situado en el Sur y que algunos designaron con el nombre de Lemuria (7). Es a este segundo grupo al que pertenecen verosímilmente la raza roja de los últimos atlantes (aquellos que, según el relato platónico, estarían separados de su naturaleza "divina" primitiva en razón de sus uniones repetidas con la raza "humana"): debe ser considerada como el tronco étnico original de muchas civilizaciones posteriores fundadas por las oleadas que se desplazaban de occidente hacia oriente (raza roja de los creto‑egeos, eteíkretas, pelasgos, licios, etc., los kefti egipcios, etc.) (8) y quizás también de las civilizaciones americanas, que guardaron en sus mitos el recuerdo de sus antepasados venidos de la tierra atlántica divina "situada sobre las grandes aguas". El nombre griego de los fenicios significa precisamente los "rojos" y se trata probablemente aquí de otro recuerdo residual de los primeros navegantes atlánticos del  Mediterráneo neolítico.

Al igual que desde el punto de vista antropológico, se deben pues, distinguir desde el punto de vista espiritual, dos componentes, uno boreal y otro atlántico, en la vasta materia de las tradiciones y de las instituciones de este segundo ciclo. Una se refiere directamente a la luz del Norte y conserva en gran parte la orientación urania y "polar" original. La otra delata la transformación sobrevenida al contacto con las potencias del Sur. Antes de examinar el sentido de esta transformación que representa, por así decir, la contrapartida interna de la pérdida de la residencia polar, la primera alteración, es necesario precisar un punto.

Casi todos los pueblos guardan el recuerdo de una catástrofe que cerrará el ciclo de una humanidad anterior. El mito del diluvio es la forma bajo la cual aparece más frecuentemente este recuerdo, entre los iranios como entre los mayas, entre los caldeos y los griegos, al igual que en las tradiciones hindúes, en los pueblos del litoral atlántico‑africano, desde los caldeos a los escandinavos. Su contenido original es por lo demás un hecho histórico: es, esencialmente, el fin de la tierra atlántica, descrita por Platón y Diodoro. En una época que, según algunas cronologías mezcladas con mitos, es sensiblemente anterior a la que, en la tradición hindú, habría dado nacimiento a la "Edad sombría", el centro de la civilización atlántica", con la cual las diversas colonias debieron verosímilmente conservar durante largo tiempo lazos, se hundió entre las olas. El recuerdo histórico de este centro desaparece poco a poco en las civilizaciones derivadas, donde fragmentos de la antigua herencia se mantuvieron durante un cierto tiempo en la sangre de las castas dominantes, en algunas raices del lenguaje, en una similitud de instituciones, signos, ritos y hierogramas, pero donde, más tarde, la alteración, la división y el olvido terminaron por imponerse. Se verán en aquel marco donde debe ser situada la relación existente  entre la catástrofe en cuestión y el castigo de los titanes. Por el momento, nos limitaremos a observar que, en la tradición hebraica, el tema titánico de la Torre de Babel, y el castigo consecutivo de la "confusión de lenguas" podrían hacer alusión a un período donde la tradición unitaria se perdió,  las diferentes formas de civilización se disociaron de su origen común y dejaron de comprenderse, despues que la catástrofe de las aguas hubo cerrado el ciclo de la humanidad atlántica. El recuerdo histórico subsistió sin embargo en el mito, en la supra‑historia. Occidente, donde se encontraba la Atlantida durante su ciclo originario, cuando reproducía y continuaba la función "polar" más antigua, expresa constantemente la nostalgia mística de los "caídos", la melior spes de los héroes y los iniciados. Mediante una trasposición de los planos, las aguas que se cerraron sobre la tierra atlàntica fueron comparados a las "Aguas de la muerte" que las generaciones siguientes, post‑diluvianas, compuestas por seres ya mortales, deben atravesar iniciáticamente para reintegrarse en el estado divino de los "muertos", es decir, de la raza desaparecida. Es en este sentido que pueden ser a menudo interpretadas las representaciones bien conocidas de la "Isla de los Muertos" donde se expresa, bajo formas diversas, el recuerdo del continente insular engullido por las aguas (9). Al misterio del "paraiso" y de los lugares de inmortalidad en general, vino a unirse al misterio de Occidente (e incluso del Norte, en algunos casos) en un conjunto de enseñanzas tradicionales, de la misma forma que         el tema de los "Salvados de las aguas" y los que "no se hunden en las aguas" (10), del sentido real, histórico ‑aludiendo a las élites que escaparon a la catástrofe y fundaron nuevos centros tradicinales‑ tomó un sentido simbólico y figuró en leyendas relativas a profetas, héroes e iniciados. De forma general los símbolos propios de esta raza de los orígenes reaparecieron enigmáticamente por una vía subterránea hasta en una época relativamente reciente, allí donde reinaron reyes y dinastías dominadoras tradicionales.

Así, entre los helenos, la enseñanza según la cual los dioses griegos "nacieron" del Océano, pudo tener un doble sentido, pues algunas tradiciones sitúan en el occidente atlántico (o nor‑ atlántico) la antigua residencia de Urano y de sus hijos Atlas y Saturno (11). Es igualmente aquí, por otra parte, donde se sitúa generalmente el jardín divino mismo en el que reside desde el origen el dios olímpico, Zeus (12), así como el jardín de las Hespérides "más allá del río Océano", Hespérides que fueron precisamente consideradas por algunos como hijas de Atlas, el rey de la isla occidental. Este es el jardín que Hércules debe alcanzar en el curso de su empresa simbólica mas estrechamente asociada a su conquista de la inmortalidad olímpica, y en la que tuvo por guía a Atlas, el "conocedor de las oscuras profundidades del mar" (13). El equivalente helénico de la vía nórdico‑solar, del deva‑yana de los indo‑arios, a saber la vía de Zeus que, de la fortaleza de Chronos ‑situada, sobre el mar lejano, en la isla de los héroes‑ conduce a las alturas del Olimpo, esta vía fue pues, en su conjunto, occidental (14). Por la razón ya indicada, la isla donde reina el rubio Radamente se identifica con la Nekya, la "tierra de los que ya no están" (15). Es también hacia Occidente donde se dirige Ulises, para alcanzar el otro mundo (16). El mito de Calipso, hija de Atlas, reina de la isla de Ogigia, el "polo" ‑el "ombligo", Omphalos‑ del mar, reproduce evidentemente el mito de las Hespérides y muchos otros que le corresponden entre los celtas o los irlandeses, donde se encuentra igualmente el tema de la mujer y el del Elíseo, en tanto que isla occidental. Según la tradición caldea, es hacia Occidente, "más allá de las aguas profundas de la muerte", "aquellas donde jamás hubo vado alguno y que nadie, desde tiempo inmemorial, ha atravesado nunca", que encuentra el jardín divino donde reina Atrachasis‑Shamashnapishtin, el héroe que escapó del diluvio, y que conserva por ello el privilegio de la inmortalidad. Jardín que Gilgamesh alcanzó, siguiendo la vía occidental del sol, para obtener el don de la vida y que está relacionado con Sabitu, "la virgen sentada sobre el trono de los mares" (17).

En cuando a Egipto, es significativo que su civilización no conoce prehistoria "bárbara". Surge, por decirlo así, de un solo golpe, y se sitúa, desde el origen, en un nivel elevado. Según la tradición, las primeras dinastías egipcias habrían sido constituidas por una raza venida de Occidente, llamada de los "compañeros de Horus" ‑shemsu Heru‑, situados bajo el signo del "primero de los habitantes de la tierra de Occidente", es decir de Osiris, considerado como el rey eterno de los "Campos de  Yalu", de la "tierra del sagrado Amenti" más allá de las "aguas  de la muerte" situada "en el lejano Occidente" y que, precisamente, alude en ocasiones a la idea de una gran tierra insular. El rito funerario egipcio recupera el símbolo y el recuerdo: implicaba, además la fórmula ritual "¡hacia Occidente!", una travesía de las aguas, y se portaba en el cortejo "el arca sagrada del sol", propia de los "salvados de las aguas" (18). Hemos ya mencionado a propósito de las tradiciones extremo‑orientales y tibetanas, el "paraiso occidental" con árboles en los frutos de oro como el de las Hespérides. Muy sugestiva es igualmente, en lo que concierne al misterio de Occidente, la imagen frecuente de Mi‑tu con una cuerda,  acompañada por la leyenda: "aquel que trae [las almas] hacia  Occidente "(19). Encontramos por otra parte, el mismo recuerdo  transformado en mito paradisíaco, en las leyendas célticas y  gaélicas ya citadas, relativas a la "Tierra de los Vivientes", al  Mag‑Mell, al Avalon, lugares de inmortalidad concebidos como  tierras occidentales (20). En Avalon habrían pasado a una  existencia perpetua los supervivientes de la raza "de lo alto" de  los Tuatha de Dannan, el rey Arturo mismo y los héroes legendarios como Condla, Oisin, Cuchulain, Loegairo, Ogiero el Danés y otros (21). Esta misteriosa Avalon es lo mismo que el "paraiso" atlántico del que hablan las leyendas americanas ya citadas: es la antigua Tlapalan o Tolan, es la misma "Tierra del Sol", o "Tierra Roja" a la cual ‑como los Tuatha en Avalon‑ habrían regresado y desaparecerían tanto el dios blanco Quetzalcoatl, como los emperadores legendarios (por ejemplo Huemac, del Codex Chimalpopoca).

Los diversos datos históricos y supra‑históricos encuentran, quizás, la mejor expresión en la crónica mejicana Cakehiquel, donde se habla de cuatro Tulan: una situada en la "dirección del sol levante" (en relación al continente americano, es decir en el Atlántico) es llamada "la tierra de origen"; las otras dos corresponden a las regiones o centros de América, a los que las razas nórdico‑atlánticas emigradas dieron el nombre del centro original; finalmente se habla de una cuarta Tulan "en la dirección donde el sol se pone [es decir el Occidente propiamente dicho] y es aquí donde mora el Dios" (22). Esta última es precisamente la Tullan de la transposición supra‑histórica, el alma del "Misterio de Occidente". Enoch es conducido a un lugar occidental, "hasta el final de la tierra", donde encuentra montes simbólicos, árboles divinos guardados por el arcangel Miguel, árboles que dan la vida y la salvación a los elegidos pero que ningún mortal  tocará jamás hasta el día del Gran Juicio (23). Los últimos ecos del mismo mito llegan por canales subterráneos hasta la edad media cristiana bajo la forma de una misteriosa tierra atlántica donde los monjes navegantes del monasterio de San Matías y San Albano habrían encontrado una ciudad de oro en la que morarían Enoch y Elias, los profetas "jamás muertos" (24).

Por otra parte, en el mito diluviano, la desaparición de la tierra sagrada que un mar tenebroso ‑las "aguas de la muerte"‑ separó de los hombres, puede también unirse al simbolismo del "arca", es decir, a la preservación de la "semilla de los Vivientes" (Vivientes en sentido eminente y figurado) (25). La desaparición de la tierra sagrada legendaria puede también significar el tránsito a lo invisible, a lo oculto o lo no manifestado, del centro que conserva intacta la espiritualidad primordial no‑humana. Según Hesiodo, en efecto, los seres de la primera edad "que jamás han muerto" continuaron existiendo, invisibles, como guardianes de los hombres. A la leyenda de la ciudad, de la tierra o de la isla tragada por las aguas, corresponde frecuentemente la de los pueblos subterráneos o los reinos de las profundidades (26). Esta leyenda se encuentra en numerosos países (27). Cuando la impiedad prevaleció sobre la tierra, los supervivientes de las edades precedentes emigraron a una residencia "subterránea" ‑es decir, invisible‑ que, por interferencia con el simbolismo de la "altitud" se encuentra amenudo situada sobre montañas (28). Continuaran viviendo allí hasta el momento en que el ciclo de la decadencia se haya agotado, y les sea posible manifestarse de nuevo. Píndaro (29) dice que la vía que permite alcanzar a los hiperbóreos "no puede ser encontrada ni por mar, ni por tierra" y que es solo a gracias a ella que héroes como Perseo y Hércules, les fue dado sobrevivir. Montezuma, el último emperador mejicano, no pudo alcanzar Atzlan más que tras haber procedido a operaciones mágicas y sufrir la transformación de su forma física (30). Plutarco refiere que los habitantes del norte podían entrar en relación con Chronos, rey de la edad de oro, y con los habitantes del extremo‑septentrion, solo en estado de letargo (31). Según Li‑tze (32), las regiones maravillosas de las que habla ‑que hacen refieren tanto a la región ártica, como a la occidental‑ "no se puede alcanzar ni con barcos, ni con carros, sino solamente mediante el vuelo del espíritu". En la enseñanza lamaista, en fin, se dice: Shambala, la mística región del norte, "Está en mi espíritu" (33). Es así como los testimonios relativos a lo que fue la sede real de seres que eran más que humanos, sobrevivieron y tomaron un valor supra‑histórico sirviendo simultáneamente como símbolos para estados situados más allá de la vida o bien accesibles solo mediante la iniciación. Más allá del símbolo, aparece pues la idea, ya mencionada, de que el Centro de los orígenes existe aún, aunque esté oculto, y normalmente es inaccesible (como la teología católica misma afirma para el Edén): para las generaciones de la última edad, solo un cambio de estado o de naturaleza abre el acceso.

De esta manera se produjo la segunda gran interferencia entre metafísica e historia. En realidad, el símbolo de Occidente puede, como el del polo, adquirir un valor universal, más allá de toda referencia geográfica o histórica. Es en Occidente, donde la luz física, sometida al nacimiento y a la decadencia, se extingue, donde la luz espiritual inimitable se alumbra y comienza el viaje del "barco del Sol" a través de la Tierra de los Inmortales. Y el hecho de que en esta región se encuentre el lugar donde el sol desciende tras el horizonte, hace que se la conciba también como subterránea o situada bajo las aguas. Se trata aquí de un simbolismo inmediato, dictado por la naturaleza misma, que fue empleado por los pueblos más diversos, incluso sin estar asociada a recuerdos atlántes (34). Esto no impide, sin embargo, que en el interior de algunos límites definidos por testimonios concomitantes, tales como los que acabamos de referir, este tema pueda tener también un valor histórico. Esto no impide que, entre las formas asumidas por el misterio de Occidente, se puedan aislar algunas, para las cuales es legítimo suponer que el origen del símbolo no ha sido el fenómeno natural del curso del sol, sino el lejano recuerdo, espiritualmente transpuesto, de la patria occidental desaparecida. A este respecto, la sorprendente correspondencia que se constata entre los mitos americanos y los europeos, especialmente nórdicos y célticos, aparece como una prueba decisiva.

En segundo lugar, el "misterio de Occidente" corresponde siempre, en la historia del espíritu, a un cierto estadio que ya no es el estadio original, y a un tipo de espiritualidad que ‑tanto tipológica como históricamente‑ no puede ser considerado como primordial. Lo que lo define, es el misterio de la transformación, lo que le caracteriza, es un dualismo, y un tránsito discontinuo: una luz nace, otra declina. La trascendencia es "subterránea". La supranaturaleza no es ‑como en el estado olímpico‑ naturaleza: es el fin de la iniciación, objeto de una conquista problemática. Incluso considerada bajo su aspecto general, el "misterio de Occidente" parece pues ser propio de civilizaciones más recientes, cuyas variedades y destinos vamos a examinar ahora. Se relaciona con el simbolismo solar de una forma más estrecha que con el simbolismo "polar": pertenece a la segunda fase de la tradición primordial.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 3. El "Polo" y la sede hiperbórea

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 3. El "Polo" y la sede hiperbórea

Biblioteca Julius Evola.- En este tercer capítulo, Evola aborda un tema capital para comprender el mundo tradicional: el origen nórdico e hiperbóreo en el que se emplazaba la sede originaria. El material documental para apoyar esta tesis no falta. A decir verdad, se trata de otro tema universal que no está justificado si no fuera por algún rastro de verdad transformado en mito a través de los siglos, desde el momento en que se inició su alejamiento. El tema Hiperbóreo tendrá un particular énfasis en la tradición clásica, pero es reconocible en otras.

 

3.

EL "POLO" Y LA SEDE HIPERBOREA

Interesa examinar ahora un atributo particular de la edad primordial, que permite referir a esta representaciones histórico‑geográficas muy precisas. Ya hemos hablado del simbolismo del "polo", Isla o tierra firme que representa la estabilidad espiritual opuesta a la contingencia de las aguas, utilizada como residencia de los hombres trascendentes, héroes o inmortales; al igual que la montaña, la "altitud" o la región suprema, con los significados olímpicos que le están asociados, se unieron frecuentemente, en las tradiciones antiguas, al simbolismo "polar" aplicado al centro supremo del mundo y al arquetipo de toda "dominación" en el sentido superior del término(1).

Pero, fuera de este aspecto simbólico, numerosos datos tradicionales, muy precisos, mencionan el norte como emplazamiento de una isla, una tierra o una montaña, cuyo significado se confunde con el del lugar de la primera edad. Se trata pues de un conocimiento que tuvo un valor a la vez espiritual y real, por el hecho de que se aplica a una situación donde el símbolo y la realidad se identificaron, donde la historia y la suprahistoria, en lugar de aparecer como elementos separados, se fundieron por ósmosis uno a través del otro. Es en este punto preciso donde se pueden insertar los acontecimientos condicionados por el tiempo. Según la tradición, en una época de la alta prehistoria que corresponde a la edad de oro o edad del "ser", la isla o tierra "polar" simbólica habría sido una región real situada en el septentrión, próxima del lugar donde hoy se encuentra el polo ártico. Esta región estaba habitada por seres que poseerían una espiritualidad no‑humana a la que corresponden, como hemos visto, las nociones de "gloria", de oro, de luz y de vida y que fue evocada más tarde por el simbolismo sugerido precisamente por su sede; estos seres constituyeron la raza dueña de la tradición urania en estado puro y "uno" y fue la fuente central y más directa de las formas y de las expresiones variadas que esta tradición revistió en otras razas y civilizaciones (2).

El recuerdo de esta sede ártica forma parte de las tradiciones de numerosos pueblos, bajo la forma de alusiones geográficas reales o de símbolos de su función y de su sentido original, alusiones y símbolos frecuentemente transladados ‑como veremos‑ a un plano supra‑histórico, o bien aplicados a otros centros susceptibles de ser considerados como reproducciones de este centro original. Es por esta razón que se constatan frecuentemente interferencias de recuerdos, es decir, de nombres, mitos y localizaciones, donde el ojo avisado puede fácilmente discernir los elementos constitutivos. Es interesante revelar muy particularmente la interferencia del tema ártico con el tema atlántico, del misterio del Norte con el misterio de Occidente. El centro principal que sucedió al polo tradicional original habría sido, en efecto, atlántico. Se sabe que por una razón de orden astrofísico, a saber la inclinación del eje terrestre, los climas se desplazan según las épocas. Sin embargo, según la tradición, esta inclinación se habría producido en un momento determinado y en virtud de una sintonía entre un hecho físico y un hecho metafísico: como si un desorden de la naturaleza reflejase un hecho de orden espiritual. Cuando Li‑tseu (c.V) habla, bajo una forma mítica, del gigante Kung‑Kung que rompe la "columna del cielo", es a este acontecimiento al que se refiere. Se encuentran incluso, en esta tradición, alusiones más concretas  donde se constatan, sin embargo, interferencias con hechos  correspondientes a catástrofes posteriores: "Los pilares del  cielo fueron destrozados. La tierra tembló sobre su base. En septentrion los cielos descendieron cada vez más. El sol, la luna y las estrellas cambiaron su curso [es decir que su curso apareció cambiado por motivo de la inclinación sobrevenida]. La tierra se abrió y las aguas encerradas en su seno hicieron irrupción e inundaron los diferentes países. El hombre se había revuelto contra el cielo y el universo cayó en el desorden. El sol se oscureció. Los planetas cambiaron su curso [según la perspectiva ya indicada] y la gran armonía del cielo fue destruida"(3). De todas formas, el hielo y la noche eterna no descendieron más que en un momento determinado sobre la región polar. La emigración que resultó marcó el fin del primer ciclo y la apertura del segundo, el inicio de la segunda gran era, el ciclo atlántico.

Textos arios de la India, como los Veda y el Mahabharata, conservaron el recuerdo de la región ártica bajo forma de alusiones astronómicas y calendarios, que no son comprensibles más que en relación a esta región (4). En la tradición hindú, la palabra dvipa, que significa textualmente "continente insular" se emplea frecuentemente, en realidad, para designar a los diferentes ciclos, por transposición temporal de una noción espacial (ciclo = isla). Se encuentra en la doctrina de los dvipa referencias significativas al centro ártico, mezcladas en ocasiones con otros datos. La çveta‑divîpa, o "isla del esplendor", que hemos mencionado está localizada en el extremo septentrión  y se habla frecuentemente de los Uttarakura como una raza originaria del Norte. Pero el çveta‑dvîpa al igual que el kura forman parte del jambu‑dvîpa, es decir, del "continente insular polar, que es el primero de los diferentes dvîpa, y al mismo tiempo su centro común. Su recuerdo se mezcla con el del saka‑dvîpa, situado en el "mar blanco" o "mar de leche", es decir en el mar ártico. No se habrá producido desviación en relación a la norma y a la ley de lo alto: cuatro castas, correspondientes a las que ya hemos mencionado, veneraron a Visnú bajo su forma solar, estando así emparentado con el Apolo hiperbóreo(5). Según el Kurma‑purana la sede de este Visnú solar ‑cuyo símbolo era la esvástica, cruz gamada o "cruz polar"‑ coincide también, con el çveta‑dvîpa, del que se dice en el Padmapurana que más allá de todo lo que es miedo y agitación samsárica, es la residencia de los grandes ascetas, mahayogi, y de los "hijos de Brhama" (equivalentes a los "hombres trascendentes" residentes en el norte de los que se habla en la tradición china): viven próximos a Hari, que es Visnú representado como "el Rubio" o "el Dorado" y cerca de un trono simbólico "sostenido por leones,  resplandeciendo como el sol e irradiando como el fuego". Son variantes del tema de la "tierra del Sol". Sobre el plano doctrinal, se encuentra un eco de este tema en el hecho, ya mencionado, de que la vía de los deva‑yâna que, contrariamente a la del retorno a los manes o a las Madres, conduce a la inmortalidad solar y a los estados supraindividuales del ser, fue llamada la vía del norte: en sánscrito, norte, uttara, significa igualmente la "región más elevada" o "suprema" y se llama uttarâyana, camino septentrional, al recorrido del sol entre los solsticios de invierno y de verano, que es precisamente una vía "ascendente" (6).

Recuerdos aún más precisos se conservaron entre los Arios del Irán. La tierra original de los arios, creada por el dios de la luz, la tierra donde se encuentra la "gloria", donde, simbólicamente, habría "nacido" Zaratustra, donde el rey solar Yima habría encontrado a Aurá Mazda, es una tierra situada en el extremo norte. Y allí se guarda el recuerdo preciso de la congelación. La tradición refiere que Yima fue advertido de la proximidad de "inviernos fatales"(7) y que instigados por el dios de las tinieblas, se lanzó con el Arianem Vaejo la "serpiente del invierno". Entonces "hubo diez meses de invierno y dos de verano" y hubo "frío en las aguas, y en las tierras, frío para la vegetación. El invierno se abatió con sus peores calamidades"(8). Diez meses de invierno y dos de verano, tal es el clima del Artico.

La tradición nórdico‑escandinava, de carácter fragmentarios, presenta diversos testimonios confusamente mezclados, donde se encuentran sin embargo huellas de acontecimientos análogos. El Asgard, la residencia de oro primordial de los Ases, se localiza en el Mitgard, la "Tierra Media". Esta tierra mítica fue identificada a su vez ya sea con Gardarica, una región casi ártica, como con la "isla verde" o "tierra verde" que figura en la cosmología como la primera tierra salida del abismo Ginungagap, y que quizás no esté carente de relación con Groenlandia, Grünes Land. Groenlandia, como su mismo nombre parece indicar, presentó hasta el tiempo de los godos, una rica vegetación y no había sido afectada por la congelación. Hasta el inicio de la Edad Media, subsistió la idea de que región del norte habría sido la cuna de algunas razas y de ciertos pueblos(9). Por otra parte, los relatos épicos relativos a la lucha de los dioses contra el destino, rök, que terminó por golpear su tierra ‑relatos en los cuales recuerdos del pasado interfirieron con temas apocalípticos‑ pueden ser considerados como ecos del declive del primer ciclo. Se encuentra aquí, como en el Vendïdâd, el tema de un invierno terrible. Al desencadenamiento de las naturalezas elementales se añade el oscurecimiento del sol; el Gylfaginnin habla del temible invierno que precedió al final,  menciona tempestades de nieve que impidieron gozar de las bonanzas del sol. "El mar se alzó en tempestad y tragó las tierras; el aire se volvió glacial y el viento acumuló masas de nieve" (10).

En la tradición china, la región nórdica, el país de los "hombres trascendentes", se identifica frecuentemente con el país de la "raza de los huesos blandos". A propósito de un emperador de la primera dinastía se cita un lugar situado sobre el mar del Norte, ilimitado, sin intemperies, con una montaña (Hu‑Ling) y una fuente simbólicas, llamado "extremo Norte" y que Mu, otra figura imperial, (11) debió abandonar muy entristecido. El Tibet conserva igualmente el recuerdo de Tshan Chambhala, la mística "Ciudad del Norte", la Ciudad de la "paz", presentada igualmente como una isla donde ‑al igual que el Zaratustra del aryanem vâejo‑ habría "nacido" el héroe Guesar. Y los maestros de las tradiciones iniciáticas tibetanas dicen que los "caminos del Norte" conducen al yogi hacia la gran liberación (12).

En América, la tradición constante relativa a los orígenes, tradición que se encuentra hasta el Pacífico y la región de los Grandes Lagos, habla de la tierra sagrada del "Norte lejano", situada cerca de las "grandes aguas", de donde habrían venido los antepasados de los Nahua, los Toltecas y Aztecas. Tal como hemos dicho, el nombre de Aztlan, que designa frecuentemente esta tierra, implica también ‑como el çveta‑dvîpa hindú‑ la idea de blancura, de tierra blanca. Las tradiciones nórdicas, guardan el recuerdo de una tierra habitada por razas gaélicas, próxima al golfo de San Lorenzo, llamada "Gran Irlanda" o Hvitramamaland, es decir, "país de los hombres blancos" y los nombres de Wabanikis y Abenikis, que los indígenas llevan en estas regiones, proceden de Wabeya, que significa "blanco" (13). Algunas leyendas de América Central mencionan cuatro antepasados primordiales de la raza Quiché que intentan alcanzar Tula, la región de la luz. Pero no encuentran más que hielo; el sol jamás aparece. Entonces se separan y pasan por el país de los Quichés (14). Esta Tula o Tulán, patria originaria de los toltecas, de la que probablemente extrajeron su nombre y llamaron Tolla, el centro del Imperio que fundaron más tarde sobre la meseta de Méjico, representaban también la "tierra del Sol". Esta, ciertamente, es localizable en ocasiones en el Este de América, es decir, en el Atlántico; pero esto es verosimilmente debido al recuerdo de una sede ulterior (a la cual corresponde quizás más particularmente el Atzlan), que recuperó durante un cierto tiempo, la función de la Tula primordial cuando el hielo se enseñoreó de lo zona y el sol desapareció (15). Tula corresponde manifiestamente a la Thule de los griegos, aunque este nombre, por razones de analogía haya servido igualmente para designar a otras regiones.

Según las tradiciones greco‑romanas, Thule se habría encontrado en el mar que lleva precisamente el nombre del dios de la edad de oro, Mare Cronium, y que corresponde a la parte septentrional del Atlántico (16). En esta misma región las tradiciones más tardías situaron las islas que, sobre el plano del simbolismo y de la suprahistoria, se convirtieron en Islas Afortunadas, islas de los Inmortales (17), o isla Perdida, que, tal como la describía Honorius Augustodumensis en el siglo XII, "se oculta a la vista de los hombres, siendo descubierta solo casualmente, pero se oculta cuando se la busca". Thule se confunde pues con el pais legendario de los hiperbóreos, situado en el extremo norte (18), de donde los linajes aqueos originarios llevaron el Apolo délfico, pero también con la isla Ogigia, "ombligo del mar", que se encuentra lejos, sobre el ancho océano (19) y que Plutarco sitúa en efecto en el norte de la (Gran) Bretana, cerca del lugar ártico donde permanece aún, sumido en el letargo, Cronos, el rey de la edad de oro, allí el sol no desaparece más que una hora por día durante todo un mes y donde las tinieblas, durante esta única hora no son muy espesas, sino que recuerdan a un crepúsculo, exactamente como en el ártico (20). La noción confusa de la noche clara del norte contribuyó por otra parte a hacer concebir la tierra de los hiperbóreos como un lugar de luz sin fin desprovisto de tinieblas. Esta representación y este recuerdo fueron tan vivos, que subsistió un eco hasta en la romanidad tardía. La tierra primordial fue asimilada a la Gran Bretaña y se dice que Constancio Cloro se adelantó hasta allí con sus legiones, no tanto en busca de laureles de gloria militar, como  para alcanzar la tierra "más próxima al cielo y más sagrada", para poder contemplar al padre de los dioses ‑es decir, a Cronos‑ y gozar de un "día casi sin noche", es decir para anticipar así la posesión de la luz eterna propia de las apoteosis imperiales (21). E incluso cuando la edad de oro se proyectó en el futuro como la esperanza de un nuevo saeculum, las reapariciones del símbolo nórdico no faltaron. Es el norte ‑ab extremis finibus plagae septentrionalis‑ que deberá alcanzar, por ejemplo, según Lactancio (22), el Príncipe poderoso que restablecerá la justicia tras la caida de Roma. Es en el norte donde "renacera" el héroe tibetano, el místico e invencible Guesar, para restablecer un reino de justicia y exterminar a los usurpadores (23). Es en Shamballa, ciudad sagrada del norte, donde nacera el Kalki‑avatara, aquel que pondrá fin a la "edad sombría". Es el Apolo hiperbóreo, según Virgilio, quien inaugurará una nueva edad de oro y de los héroes bajo el signo de Roma (24). Y los ejemplos podrían multiplicarse.

Habiendo precisado estos puntos esenciales, no volveremos sobre esta manifestación de la ley de solidaridad entre causas físicas y causas esprituales, en un dominio en el que se puede presentir el lazo íntimo unificador de lo que, en un sentido más amplio, puede llamarse "caida" ‑a saber la desviación de una raza absolutamente primordial‑ y la inclinación física del eje de la tierra, factor de cambios climáticos y de catástrofes periódicas para los continentes. Observaremos solamente que es despues que la región polar se convirtiese en desierta, se pudo constatar la alteración y desaparición progresivas de la tradición original que debía llegar a la edad de hierro o edad oscura, kali‑yuga, o "edad del lobo" (Edda) y, finalmente, a los tiempos modernos propiamente dichos.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 2. La Edad de Oro

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 2. La Edad de Oro
Biblioteca Julius Evola.- El capítulo segundo está dedicado a la mítica Edad de Oro, aquella en la que el ser humano se identificaba con la espiritualidad pura. El hecho de que no existan rastros materiales no debe ser considerado como un obstáculo para la demostración de que en el origen´éste fue el estado natural de la humanidad. Evola aporta algunas consideraciones sobre este tema y especialmente nos introduce enuna descripción del mundo de los orígenes. El material que utiliza en esta parte de la obraestá formado por los mitos y las leyendas de pueblos muy diversos.
 

2.

LA EDAD DE ORO

Nos dispondremos ahora a definir, primero sobre el plano ideal y morfológico, y luego sobre el plano histórico, en el tiempo y en el espacio, los ciclos correspondientes a las cuatro edades tradicionales. Empezaremos por la edad de oro.

Esta edad corresponde a una civilización de los orígenes, cuya concordancia con lo que hemos llamado espíritu tradicional era tan natural como absoluta. Por ello frecuentemente se encuentran para designar tanto el "lugar" como la raza a la que la edad de oro está histórica y supra‑históricamente relacionada, los símbolos y los atributos que convienen a la función suprema de la realeza divina (símbolos de polaridad, solaridad, altitud, estabilidad, gloria, "vida" en sentido eminente). Durante las épocas ulteriores y en el seno de tradiciones particulares, ya mezcladas y dispersas. Este hecho permite ‑en un tránsito, por decirlo así, de la derivada a la integral‑ deducir los títulos mismos y los atributos de estas capas dominadoras, los elementos propios que caracterizan la naturaleza de la primera edad.

Esta edad es esencialmente la edad del ser, es decir de la verdad en sentido trascendente (1). Esto es lo que se desprende no solo del término hindú satya‑yuga que lo designa, en donde sat quiere decir ser, o satya, la verdad, sino probablemente también de la palabra Saturno, que designa en latín al rey o dios de la edad de oro. Saturnus, corresponde al Kronos helénico, y evoca oscuramente la misma idea; su nombre está formado por la raíz aria sat, que quiere decir ser, unida a la desinencia atributiva urnus, (como en nocturnus, etc.) (2). Para expresar la edad de lo que es, es decir de la estabilidad espiritual, se verá más adelante que, en algunas representaciones del lugar original en donde este ciclo se desarrolla, se utilizan frecuentemente los símbolos de la "tierra firme" en medio de las aguas, la "isla", el monte o de la "tierra media". El atributo olímpico es pues aquel que mejor le conviene.

En tanto que edad del ser, la primera edad es también, en sentido eminente, la edad de los vivientes. Según Hesíodo, la muerte ‑ esta muerte que es verdaderamente un fin y no deja tras ella sino el Hades (2a)‑ no habría aparecido más que en el curso de las dos últimas edades (de hierro y de bronce). En la edad de Kronos, la vida era "similar a la de dos dioses". Existía una "eterna juventud de fuerza". El ciclo se cerró, "pero los hombres permanecieron" en una forma invisible (3), alusión a la doctrina ya mencionada de la ocultación de los representantes de la tradición primordial y de su centro. En el reino del iranio Yima, rey de la edad de oro, no se habría conocido ni la enfermedad ni la muerte, hasta que nuevas condiciones cósmicas hubieran forzado la retirada a un refugio "subterráneo" en el que sus habitantes escapan al sombrío y doloroso destino de las nuevas generaciones (4), (5). Yima, "el Espléndido, el Glorioso, el que entre los hombres es semejante al sol", hizo de forma que, en su reino, la muerte no existiera (6). Según los helenos y romanos, en el reino de oro de Saturno, los hombres y los dioses inmortales habrían vivido una misma vida; igualmente, los dominadores de la primera de las dinastías míticas egipcias son llamados dioses, seres divinos y, según el mito caldeo, la muerte no habría reinado universalmente más que el la época postdiluviana, cuando los "dioses" hubieron dejado a los hombres la muerte y conservado solo para ellos la vida (7). Las tradiciones célticas, por su parte, utilizan, el término Tir na mBeo, la "Tierra de los Vivientes" y Tir na hOge, la "Tierra de la Juventud" (9) para designar una isla o tierra atlántica misteriosa que, según la enseñanza druídica, fue el lugar de origen de los hombres (8). En la leyenda de Echtra Condra Cain, este se identifica con el "País del Victorioso" ‑Tir na Boadag‑ al que se le llama "el País de los Vivientes, donde no se conoce ni la muerte ni la vejez" (10).

Por otra parte, la relación constante que existe entre la primera edad y el oro, evoca lo que es incorruptible, solar, resplandeciente, luminoso. En la tradición helénica, el oro correspondía al esplendor radiante de la luz y a todo lo que es sagrado y grande ‑tal como dice Píndaro (11); igualmente se califica al oro de luminoso, radiante, bello y regio (12). En la tradición védica el "germen primordial", el hiranya‑garbha es de oro, y más generalmente, se dice: "De oro, en verdad, es el fuego, la luz y la vida inmortal" (13). Ya hemos tenido la ocasión de mencionar la concepción según la cual, en la tradición egipcia, el rey esta "hecho de oro", en la medida en que por "oro" se entiende el "fluido solar" constitutivo del cuerpo incorruptible de los dioses celestes y de los inmortales, si bien el título "de oro" del rey ‑"Horus cuya sustancia es de oro"‑ designaba simplemente su origen divino y solar al mismo tiempo que su incorruptibilidad e indestructibilidad (14). Así mismo, Platón (15) considera el oro como el elemento diferenciador que definía la naturaleza de la raza de los dominadores. La cumbre de oro del Monte Meru, considerado como "polo", patria original de los hombres y residencia olímpica de los dioses, el oro de la "antigua Asgard", residencia de los Ases y de los reyes divinos nórdicos, situada en la "tierra del Centro" (16), el oro del "País puro" Tsing ta, y lugares equivalentes de los que se habla en las tradiciones extremo‑orientales, etc. expresan la idea según la cual el ciclo original vino a manifestar, de forma particular y eminente, su cualidad espiritual simbolizada por el oro. Y debe recordarse además que en numerosos mitos donde se trata del depósito o de la transmisión de un objeto de oro (desde el mito de las Hespérides hasta el de las Nixas nórdicas y de los tesoros de oro de las montañas dejados por los aztecas), no se trata en realidad más que del depósito y de la transmisión de algo que hace referencia a la tradición primordial. En el mito de los Eddas, cuando, tras el ragna‑rök, "el oscurecimiento de los dioses", nacen una nueva raza y un nuevo sol y los Ases se encuentran reunidos de nuevo, descubren la milagrosa tablilla de oro que habían poseído en los orígenes (17).

Las nociones equivalentes, relativas a la primera edad, de luz y esplendor, de "gloria" en el sentido específicamente triunfal ya indicado a propósito del hvarenô mazdeano (17a) precisan igualmente el simbolismo del oro. La tierra primordial habitada por la "semilla" de la raza aria y por el mismo Yima, el "Glorioso, el Resplandeciente" ‑el Airyanem Vaejô‑ aparece, en efecto, en la tradición irania, como la primera creación luminosa de Ahurá Mazda (18). El Çveta‑dvipa, la isla o tierra blanca del norte, que es una representación equivalente (al igual que el Aztlan, residencia septentrional original de los aztecas, cuyo nombre implica igualmente la isla de blancura y luminosidad)(19), es, según la tradición hindú, el lugar del tejas, es decir de una fuerza irradiante, donde habita el divino Narayana considerado como la "luz", "aquel en quien resplandece un gran fuego, irradiando en todas direcciones". En las tradiciones extremo‑orientales, según una transposición supra‑histórica, el "país puro", donde no existe más que la cualidad viril y que es "nirvana" ‑ni‑pan‑ se encuentra la residencia de Amitâbha ‑Mi‑tu‑ que significa igualmente "gloria", "luz ilimitada" (20). La Thule de los Griegos, según una idea muy extendida, tuvo el carácter de "Tierra del Sol": Thule ultima a sole nomen habens. Si esta etimología es oscura e incierta, no es menos significativa la idea que los antiguos se hacían de esta región divina (21) y corresponde al carácter solar de la "antigua Tlappallan", la Tulan o Tula (contracción de Tonalan ‑ el lugar del Sol), patria original de los Toltecas y "paraíso" de sus héroes. Evoca igualmente el país de los Hiperbóreos, que según la geografía sagrada de antiguas tradiciones, era una raza misteriosa que habitaba en la luz eterna y cuyo país habría sido la residencia y la patria del Apolo délfico, el dios dórico de la luz ‑el Puro, el Resplandeciente, representado también como un dios "de oro" y un dios de la edad de oro (22). Algunos linajes, a la vez reales y sacerdotales, como el de los Boreales, extrajeron precisamente su dignidad "solar" de la tierra apolínea de los Hiperbóreos (23). Y no costaría mucho poder multiplicar los ejemplos.

Ciclo del Ser, ciclo solar, ciclo de la Luz entendido como gloria, ciclo de los Vivientes en sentido eminente y trascendente, tales son pues, según los testimonios tradicionales, los carácteres de la primera edad, de la edad de oro, "era de los dioses".

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 1. La doctrina de las cuatro edades

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 1. La doctrina de las cuatro edades

Biblioteca Julius Evola.- La metafísica de la historia es incomprensible si no se accede a ella a través de la doctrina de las cuatro edades. Tal es la temática que aborda Evola en este primer capítulo de la segunda parte. Lo más sorprendente no es la teoría en sí, sino el hecho de que se repita, invariablemente, a lo largo de la geografía en pueblos que jamás han podido estar en contacto físico. Desde los pueblos nórdicos a los indígenas norteamericanos, desde los judíos hasta los persas, de los griegos a los taoistas, esta temática se repite universalmente.

 

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LA DOCTRINA DE LAS CUATRO EDADES

Mientras que el hombre moderno, en una época reciente ha concebido el sentido de la historia como una evolución y la ha exaltado como tal, el hombre de la Tradición tuvo conciencia de una verdad diametralmente opuesta. En todos los testimonios antiguos de la humanidad tradicional, se encuentra siempre, bajo una u otra forma, la idea de una regresión, de una "caída": de estados originarios superiores, los seres habrían descendido a estados cada vez más condicionados por el elemento humano, mortal y contingente. Este proceso involutivo habría tenido su origen en una época muy lejana. El vocablo ragna‑rökkr, de la tradición nórdica, "obscurecimiento de los dioses", es quizás el que caracteriza mejor este proceso. Se trata de una enseñanza que no se ha expresado en el mundo tradicional, de una manera vaga y general, sino que, por el contrario, ha sido definida en una doctrina orgánica, cuyas diversas expresiones presentan, en amplia medida, un carácter de uniformidad: la doctrina de las cuatro edades. Un proceso de decadencia progresiva a lo largo de cuatro ciclos o "generaciones", tal es, tradicionalmente, el sentido efectivo de la historia y en consecuencia el sentido de la génesis de lo que hemos llamado, en un sentido universal, el "mundo moderno". Esta doctrina puede pues servir de base a los desarrollos que seguirán.

La forma más conocida de la doctrina de las cuatro edades es la que reviste en la tradición greco‑romana. Hesíodo habla de cuatro edades que sucesivamente están marcadas por el oro, la plata, el bronce y el hierro. A continuación inserta entre las dos últimas una quinta edad, la edad de los "héroes", que, tal como la contemplamos no tiene otro significado que el de una restauración parcial y especial de un estado primordial([1]). La misma doctrina se expresa, en la tradición hindú, bajo la forma de cuatro ciclos llamados respectivamente satyâ‑yuga, (o kortâ‑yuga), tetrâ‑yuga, vâpara‑yuga y kali‑yuga (es decir "edad sombría)([2]), al mismo tiempo que mediante la imagen de la desaparición progresiva, en el curso de estos ciclos, de las cuatro patas o fundamentos del toro símbolo del dharma, la ley tradicional. La enseñanza irania es similar a la helénica: cuatro edades marcadas por el oro, la plata, el acero y una "aleación de hierro"([3]). La misma concepción, presentada en términos prácticamente idénticos, se encuentra en la enseñanza caldea.

En una época más reciente, aparece la imagen del carro del universo, cuádriga conducida por el dios supremo y arrastrada en una carrera circular por cuatro caballos representantes de los elementos. Cada edad está marcada por la superioridad de uno de estos caballos que arrastra a los otros, según la naturaleza simbólica más o menos luminosa y rápida del elemento que representa([4]).

La misma concepción reaparece, aunque modificada, en la tradición hebraica. En los Profetas, se habla de una estatua espléndida, cuya cabeza es de oro, el torso y los brazos de plata, el vientre y los muslos de cobre, y finalmente las piernas y los pies de hierro y arcilla: estatua cuyas diferentes partes, así divididas, representan cuatro "reinos" que se suceden a partir del reino del oro del "rey de reyes" que ha recibido "del dios del cielo, poder, fuerza y gloria"([5]). En Egipto, es posible que la tradición, referida por Eusebio, relativa a tres dinastías distintas, constituidas respectivamente por dioses, semidioses y manes([6]), corresponda a las tres primeras eras, las de oro, plata y bronce. Se puede considerar como una variante de la misma enseñanza las antiguas tradiciones aztecas relativas a los cinco soles o ciclos solares, de los que los cuatro primeros corresponden a los elementos y donde aparece, como en las tradiciones euro-asiáticas, las catástrofes del fuego y del agua (diluvio) y las luchas contra los gigantes que caracterizan, como veremos, el ciclo de los "héroes", añadido por Hesiodo a las otros cuatro([7]). Bajo formas diferentes, y de una forma más o menos fragmentaria, el recuerdo de esta tradición se encuentra igualmente entre otros pueblos.

Algunas consideraciones generales no serán del todo inútiles antes de abordar el examen del sentido particular de cada período. La concepción tradicional contrasta en efecto de la manera más neta con los puntos de vista modernos relativos a la prehistoria y al mundo de los orígenes. sostener, como se debe tradicionalmente hacer, que haya existido, en el origen, no el hombre animalesco de las cavernas, sino un "más que hombre", sostener que haya existido, desde la más alta prehistoria, no solo una "civilización", sino también una 2era de los dioses"([8]), es, para muchos, que, de una forma u otra, creen en la buena nueva del darwinismo, caer en la mera "mitología". Esta mitología, sin embargo, no somos nosotros quienes la hemos inventado hoy. Sería preciso explicar su existencia, explicar porque, en los testimonios más antiguos de los mitos y escritos de la antigüedad, no se encuentra nada que confirme el "evolucionismo", y porqué por el contrario se encuentra, la ideaconstante de un pasado mejor, más luminoso y suprahumano ("divino"); sería preciso explicarf porque se ha hablado tan poco de los "orígenes animales", por que uniformemente se ha tratado, por el contrario, del parentesco originario entre hombres y dioses y porque ha persistido el recuerdo de un estado primordial de inmortalidad, ligado a la idea  de que la ley de la muerte ha aparecido en un momento determinado y, a decir verdad, como un hecho contranatura o una anatema. Según dos testimonios característicos, la "caída" ha sido provocada por la mezcla de la raza "divina" con la raza humana en sentido estricto, concebida como una raza inferior, algunos textos llegan incluso hasta comparar la "falta" con la sodomia, con la unión carnal con animales. Existió primeramente el mito de los Ben-Elohim, o "hijos de los dioses", que se unieron a las hijas de los "hombres" de forma que finalmente "toda carne hubo corrompido su vía sobre la tierra"([9]). Hay, por otra parte, el mito platónico de los Atlantes, concebidos igualmente como descendientes y disc´ñipulos de los dioses, quienes, mediante la unión repetida con los humanos, perdieron su elemento divino, y terminaron por dejar predominar en ellos a la naturaleza humana sensible([10]). A propósito de épocas más recientes, la tradición, en sus mitos, se refiere frecuentemente a razas civilizadoras y a luchas entre las razass divinas y razas animalescas, ciclópeas o demoníacas. Son los Ases en lucha contra los Elementarwessen; son los olímpicos y los "Héroes" en lucha contra los gigantes y los monstruos de la noche, de la tierra o del agua; son los Deva arios lanzados contra los Asura, "enemigos de los héroes divinos"; son los Incas, los dominadores que imponen su ley solar a los aborígenes de la "Madre Tierra"; son los Tuatha de Danann que, según la historia legendaria de Irlanda, se afirmaron contra las razas monstruosas de los Fomores. Y se podrían citar otros muchos ejemplos. Podemos depues pues que la enseñanza tradicional conserva perfectamente el recuerdo 'en tanto que sustrato anterior a las civilizaciones creadas por las razas superiores- de linajes que pudieran corresponder a los tipos animalescos e inferiores del evolucionismo; pero el error característico de éste es considerar estos linajes animalescos como absolutamente originales, mientras que no lo son más que de una manera relativa, y concebir como formas "evolucionadas" a formas de cruce que presuponen la aparición de otras razas, superiores biológicamente y en tanto que civilización, originarias de otras regiones y que, sea en razón de su antigüedad (como es el caso de las razas "hiperbóreas" y "atlántica"), sea por motivos goefísicos, no dejaron más que huellas difíciles de encontrar cuando el investigador no se apoya más que sobre testimonios arqueológicos y paleontológicos, los únicos que son accesibles a la investigación profana.

Es muy significativo, por otra parte, que las poblaciones donde predomina aun lo que se presume es el estado original, primitivo y bárbaro de la humanidad, no confirman en absoluto la hipótesis evolucionista. Se trata de linajes que, en lugar de evolucionar, tienden a extinguirse, lo que prueba que son precisamente residuos degenerados de ciclos cuyas posibilidades vitales están agotadas, o bien de elementos heterogéneos, de linajes retrasados respecto a la corriente central de la humanidad. Esto es cierto para el hombre de Neanderthal, cuya extrema brutalidad morfológica parece emparentarlo con el "hombre mono" y que desapareció misteriosamente en cierta época. Las razas que han aparecido tras él -el hombre de Aurignac y sobre todo el hombre de Cro-Magnon- cuyo tipo es hasta tal punto superior que se puede ya reconocer en él el origen de muchas razas humanas actuales, no pueden ser considerados como una "forma evolutiva" del hombre de Neanderthal. Otro tanto ocurre con la raza de Grimaldi, igualmente extinguida. En cuanto a los pueblos "salvajes" aun existentes: no evolucionan, también se extinguen; cuando se "civilizan" no se trata de una "evolución", sino casi siempre de una brusca mutación que afecta a sus posibilidades vitales. En realidad, la posibilidad de evolucionar o de decaer no puede superar ciertos límites. Algunas especies guardan sus características incluso en condiciones relativamente diferentes de las que les son naturales. En casos semejantes, otras, por el contrario, se extinguen, o bien se producen mezclas con otros elementos, que no implican, en el fondo, ni asimilación, ni verdadera evolución sino que entrañan más bien algo comparable a los procesos contemplados por las leyes de Mendel sobre al herencia: el elemento primitivo, desaparecido en tanto que unidad autónoma, se mantiene en tanto que herencia latente separada, capaz de reproducirse esporádicamente, pero siempre con un carácter de heterogeneidad en relación al tipo superior.

Los evolucionistas creen mantenerse "positivamente" en los hechos. No dudan que los hechos, en sí mismos, son mudos, y que los mismos hechos, interpretados de manera diversa, atestiguan a favor de los temas más diversos. Así, alguién ha podido demostrar que, en último análisis, todos los datos considerados como pruebas de la teoría de la evolución, podrían igualmente venir en apoyo de la tesis contraria, tesis que, en más de un aspecto, corresponde a la enseñanza tradicional, a saber que no solo el hombre está lejos de ser un producto de la "evolución" de especies animales, sino que muchas especies animales deben ser consideradas como ramas laterales en las cuales ha abortado un impulso primordial, que no se ha manifestado, de forma directa y adecuada más que en las razas humanas superiores([11]). Antiguos mitos hablan de razas divinas en lucha contra entidades monstruosas o demonios animalescos antes que apareciera la raza de los mortales (es decir la humanidad en su forma más reciente). Estos mitos podrían referirse, entre otros, a la lucha del principio humano primordial contra las potencialidades animales que lleva en él y que se encuentran, por así decir, separadas y dejadas atrás, bajo la forma de razas animales. Los pretendidos "ancestros" del hombre (tales como el antropoide y el hombre glaciar), representaron a los primeros vencidos en la lucha en cuestión: elementos mezclados con ciertas potencialidades animales o arrastrados por estas. Si, en el totemismo, que se refiere a sociedades inferiores, la noción del ancestro colectivo y mítico del clan se confunde a menudo con la del demonio de una especie animal dada, es preciso ver precisamente en ello el recuerdo de un período de mezclas de este tipo.

Sin querer abordar los problemas, en cierta medida trascendentes, de la antropogénesis, que no entrar en el marco de esta obra, observaremos que una interpretación posible de la ausencia de fósiles humanos y de la presencia exclusiva de fósiles animales en la más alta prehistoria, sería que el hombre primordial (si se puede llamar así a un tipo de hombre muy diferente del de la humanidad histórica) ha entrado el último en este proceso de materialización, que, -después de haberse dado en los animales- ha dado a sus primeras ramas ya en fase de degeneración, desviadas, mezcladas con la animalidad un organismo susceptible de conservarse bajo la forma de fósiles. Es a esta circunstancia que conviene referir el recuerdo, guardado en algunas tradiciones, de una raza primordial "de huesos débiles" o "blandos". Por ejemplo Li-tze (V), hablando de la región hiperbórea, donde toma nacimiento, como veremos, el ciclo actual, indica que "sus habitantes (asimilados a los "hombres trascendnetes") tenían los huesos "débiles". En una época menos lejana, el hecho de que las razas superiores, vanidad del Norte, no practicasen la inhumación, sino la incineración de los cadáveres, es otro factor a considerar en el problema que plantea la ausencia de osamentas.

Pero, se nos dirá, de esta fabulosa humanidad, !no existen huellas de otro tipo¡ Aparte de la ingenuidad de pensar que seres superiores hayan podido existir sin dejar huellas tales como ruinas, instrumentos detrabajo, armas, etc., conviene señalar que subsisten restos de obras ciclópeas, que no denotan siempre, ciertamente, la existencia de una alta civilización, pero se remontan a épocas bastante lejanas (los círculos de Stonehenge, las enormes piedras colocadas en equilibrios milagrosos, la ciclópea "piedra cansada"  en Perú, los colosos de Tiwanaco, etc.) y que dejan perplejos a los arqueólogos respecto a los medios empleados, en cuanto a los medios necesarios para reunir y transportar los materiales de construcción. Remontándonos más lejos en el tiempo, se tiene tendencia a olvidar lo que por otra parte se admite, o al menos, no se excluye, a saber la desaparición de antiguas tierras y la formación de territorios nuevos. Se debe preguntarse, por otra parte, si es inconcebible que una raza en relación espiritual directa con las fuerzas cósmicas, como la tradición admite para los orígenes, haya podido existir antes que se empezara a trabajar la materia, priedra o metal, como deben hacer quienes no disponen de otros medios para actuar sobre las cosas y los seres. Que "el hombre de las cavernas" es patrimonio de la fantasía parece ya hoy cierto: se empieza a suponer que las cavernas prehistóricas (muchas de las cuales muestran una orientación sagrada) no eran, para el hombre "primitivo", habitáculos de bestia, sino, por el contrairo, lugares de culto, y que permanecieron bajo esta forma incluso en épocas indudablemente "civilizadas" (por ejemplo el culto greco-minoico de las cavernas, las ceremnonias y los retiros iniciáticos sobre el Ida), que es natural no encontrar allí, en razón de la protección natural del lugar, huellas que el tiempo, los hombres y los elementos no podían que llegara hasta nosotros.

De forma general, la Tradición ha enseñado, y es esta una de sus ideas fundamentales, que el estado de conocimiento y de civilización fue el estado natural, sino del hombre en general, al menos de ciertas élites de los orígenes; que el saber no fue  en principio "construido" y adquirido, que la verdadera soberanía no extrae su origen de los bajo. Joseph de Maistre tras haber mostrado que lo que un Rousseau y  similares habían presumido era el estado natural (aludiendo a los salvajes) no es más que el último grado de embrutecimiento de algunos linajes dispersados o víctimas de consecuencias de ciertas degradaciones o prevaricaciones que alteraron su sustancia más profunda([12]), dice muy jsustamente: "Estamos ciegos sobre la naturaleza y la marcha de la ciencia por un sofisma grosero, que ha fascinado a todos: es juzgar el tiempo donde los hombres veían los efectos en las causas, por aquel donde se elevan penosamente los efectos a las causas, donde no se ocupan más que de los efectos, donde dicen que es inútil ocuparse de las causas, donde no saben ni siquiera lo que es una causa"([13]). Al principio, "no solamente los hombres han comenzado por la ciencia, sino por una ciencia diferente de la nuestra y superior a la nuestra; el hecho de que comenzara más alto la volvía más peligrosa; y esto explica porque la ciencia en su principio fue siempre misteriosa y encerrada en los templos, donde se extinguió finalmente, cuando esta llama ya no servía más que para arder"([14]). Y es entonces que poco a poco, a título de sucedáneo, empieza a formarse la otra ciencia, la ciencia puramente humana y física, de la que los modernos están tan orgullosos y con la cual han creido poder medir todo lo que, a sus ojos, es civilización, mientras que esta ciencia no representa más que un vano intento de desprenderse, gracias a sucedáneos, de un estado no natural y en absoluto original, de degradación, del que ni siquiera se tiene conciencia.

Es preciso admitir, sin embargo, que indicaciones de este tipo no pueden ser más que una débil ayuda para quien no está dispuesto a cambiar su mentalidad. Cada época tiene su "mito" que refleja un estado colectivo determinado. El hecho de que a la concepción aristocrática de un origen de "lo alto", de un pasado de luz y de espíritu, se haya sustituido en nuestros días la idea democrática del evolucionismo, que hace derivar lo superior de lo inferior, el hombre del animal, la civilización de la barbarie, corresponde menos al resultado "objetivo" de una investigación científica consciente y libre, que a una de las numerosas influencias que, por vías subterráneas, al advenimiento en el mundo moderno de las capas inferiores del hombre sin tradición, ha ejercido sobre el plano intelectual,. histórico y biológico. Así, no hay que ilusionarse: algunas supersticiones "positivas" encontrarán siempre el medio de crearse coartadas para defenderse. No son "hechos" nuevos los que podrán llevar a reconocer horizontes diferentes, sino una nueva actitud ante estos hechos. Y todo intento de valorizar, sobre el plano científico lo que vamos a exponer sobre el punto de vista dogmático tradicional, no podrá triunfar más que len aquellos que están ya preparados espiritualmente para acoger conocimientos de este tipo.



([1])HESIODO, Op et Die vv. 109, sigs.

 

([2])Cf. por ejemplo Mânavadharmashastra, I, 81 y sigs.

([3])Cf. F. CUMONT, La fin du monde selon les Mages occidentaux (Rev. Hist. Relig., 1931, nn. 1‑2‑3, pags, 50 y sigs.).

([4])Cf. DION CHRYSOST., Or., XXXVI, 39 y sigs.

([5])DANIEL, II, 31, 45.

([6])Cf. E.V. WALLIS BUDGE, Egyp in the neolithic and archaic periods, London, 1902, v. I, pag. 164 y sigs.

([7])Cf. REVILLE, Relig. du Mexique, cit., pag. 196‑198.

([8])Cf. CICERON, De Leg., II, 11: "Antiquitas proxime accedit ad Deos".

([9])Genesis, VI, 4 y sigs.

([10])PLATON,ritias, 110 c; 120 d‑e, 121 a‑b. "Su participación en la naturaleza divina comenzó a disminuir en razón de múltiples y frecuentes mezclas con los mortales y la naturaleza humana prevaleció". Se dice igualmente que las obras de esta raza eran debidas, no solo a su respecto a la ley, sino "a la continuidad de la acción de la naturaleza divina en ella".

([11])Cf. E. DACQUE, Die Erdzeitalter, München, 1929; Urwelt, Sage und Menscheit, München, 1928; Leben als Symbol, München, 1929. E. MARCONI, Historia de la involución natural, Lugano, 1915 y también D. DEWAR, The transformist illusion, Tenessee, 1957.

([12])J. DE MAISTRE, Soirées de ST. Pétersbourg, Paris, 1960, pag. 59.

([13])Ibid., pag. 60.

([14])Ibid., pag. 75. Uno de los hechos que J. DE MAISTRE (ibid, pags. 96‑97 y II entretien, passim) pone de relieve es que las lenguas antiguas ofrecen un alto grado de esencialidad y de lógica superior a las madernas, haciendo presentir un principio oculto de organicidad formadora, que no es simplemente humano, sobre todo cuando, en las lenguas antiguas o "salvajes", figuran fragmentos evidentes de lenguas aun más antiguas destruidas u olvidadas. Se sabe que Platón había expresado ya ideas análogas.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) Introducción

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) Introducción

Biblioteca Julius Evola.- Abordamos la reproducción de la Segunda Parte de Revuelta Contra el Munod Moderno. Vamos a intentar publicarla en el plazo más breve posible, dado su interés. Para situar al lector le diremos que si en la primera parte de la obra el autor ha pasado revista a los valores de la tradición y se ha preocupado de definirlos, en esta segunda parte, lo que traza es una morfología de las civilizaciones, una clasificación que va mucho más allá de la división que ya había realizado en "La Tradición Hermética" entre civilizaciones tradicionales y civilizaciones modernas.

 

SEGUNDA PARTE

GENESIS Y ROSTRO DEL MUNDO MODERNO

"El Sabio conoce muchas cosas ‑ prevé los acontecimientos, la decadencia del mundo ‑ el fin de los Ases"

(Völuspa, 44)

"Os revelaré un secreto. Ha llegado el tiempo en que el Esposo coronará a la Esposa. Pero ¿dónde está la corona? Hacia el Norte...

Y ¿de donde viene el Esposo? Del Centro, donde el calor engendra la Luz y se dirige hacia el Norte... donde la Luz se vuelve resplandeciente. Pero ¿qué hacen los del Mediodía? Se han adormecido en el calor; pero despertarán en la tempestad y, entre ellos, muchos se aterrorizarán hasta el punto de morir"

J. Boheme (Aurora, II, XI, 43).

El método adoptado en la primera parte de esta obra presenta, en relación al que seguiremos a partir de ahora, una diferencia que interesa poner de manifiesto.

En la primera parte nos hemos situado en un punto de vista esencialmente morfológico y tipológico. Se trataba ante todo de extraer, a partir de testimonios diversos, los elementos que permitieran precisar mejor en lo universal, es decir, suprahistóricamente, la naturaleza del espíritu tradicional y de la visión tradicional del mundo, del hombre y de la vida. No era preciso, pues, examinar la relación existente entre los datos utilizados y el espíritu general de las diversas tradiciones históricas de las que dependen. Los elementos que, en el conjunto de una tradición particular y concreta, no eran conformes con el puro espíritu tradicional, podían ser ignorados y considerados como carentes de influencia sobre el valor y el sentido de los otros. No se trataba tampoco de determinar en que medida algunas posiciones e instituciones históricas eran "tradicionales" en el espíritu, o solamente en la forma.

A partir de aquí nuestro propósito varía. Consistirá en seguir la dinámica de las fuerzas tradicionales y antitradicionales a través de la historia, lo que excluye la posibilidad de aplicar el mismo método, a saber, aislar y valorizar, en razón de su "tradicionalidad" algunos elementos particulares en el conjunto de las civilizaciones históricas. Lo que contará en el futuro, y constituirá el objeto específico de este nuevo enfoque, será, por el contrario, el espíritu de una civilización determinada, el sentido según el cual han actuado de forma concreta todos los elementos comprendidos en su interior. La consideración sintética de las fuerzas reemplazará al análisis tendiente a desgajar los elementos válidos. Se tratará de descubrir la tendencia "dominante" en los diversos complejos históricos y determinar el valor de sus diferentes elementos, no en lo absoluto y lo abstracto, sino teniendo en cuenta la acción que han ejercido sobre tal o cual civilización contemplada en su conjunto.

Mientras que en la primera parte, hemos procedido a una integración del elemento histórico y particular en el elemento ideal, universal y "típico", se tratará pues, de ahora en adelante, de integrar el elemento ideal en el elemento real. Más que recurrir a los métodos y resultados de la historiografía crítica moderna, esta integración se fundará esencialmente, como en el primer caso, en un punto de vista "tradicional" y metafísico, y sobre la intuición de un sentido que no se deduce de los elementos particulares, sino que se presupone y a partir del cual se puede comprender y medir su valor orgánico así como el papel que han podido jugar en las diferentes épocas y en las diversas formas históricamente condicionadas.

Podrá suceder, pues, que aquello que se ha omitido en la primera integración figure en un plano destacado en la segunda, y otro tanto de forma inversa; en el marco de un civilización dada, algunos elementos podrán ser puestos de relieve y considerados como decisivos, mientras que en otras civilizaciones, donde también se dieron, deberán ser abandonados y considerados como carentes de interés.

Para cierta categoría de lectores estas precisiones no serán inútiles. Contemplar la Tradición en tanto que historia tras haberla contemplado en tanto que supra‑historia, comporta un desplazamiento de la perspectiva; el valor atribuido a los mismos elementos se modifica; cosas que estaban unidas se separan y otras que se encontraban separadas se unirán, según las fluctuaciones de las contingencias inherentes a la historia.