Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 4. El ciclo nórdico-atlántico
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EL CICLO NORDICO‑ATLANTICO
En la emigración de la raza boreal, conviene distinguir dos grandes corrientes: una que se dirige del norte hacia el sur y otra ‑posterior‑ de occidente hacia oriente. Portadores del mismo espíritu, la misma sangre, el mismo sistema de símbolos, signos y vocablos, grupos de hiperbóreos alcanzaron primero América del Norte y las regiones septentrionales del continente euro‑asiático. Tras varias decenas de miles de años parece que una segunda ola de emigración haya avanzado hasta América Central, concentrándose en una sola región, hoy desaparecida, situada en la región atlántica, donde habría constituido un centro a imagen del centro polar, que correspondería a la Atlántida de los relatos de Platón y Diodoro. Este desplazamiento y reconstitución explican las interferencias de nombres, símbolos y topografías que caracterizan, como hemos visto, los recuerdos relativos a las dos primeras edades. Es pues esencialmente de una raza y de una civilización nórdico‑atlántica de lo que conviene hablar.Desde la región atlántica, las razas del segundo ciclo habrían irradiado por América (de ahí derivarían los recuerdos, ya mencionados, de los Nahua, los toltecas y los aztecas relativos a su patria de origen), así como en Europa y Africa. Es muy probable que en el alto paleolítico, estas razas alcanzaron Europa occidental. Corresponderían, entre otras, a los Tuatha de Danann, la raza divina llegada a Irlanda desde la isla occidental de Avalon, guiada por Ogma grian‑ainech, el héroe de "rostro solar", cuyo equivalente es el blanco y solar Quetzalcoatl, que habría llegado a América con sus compañeros de la "tierra situada más allá de las aguas". Antropológicamente, este sería el hombre de Cro‑Magnon, aparecido, hacia el fin del período glaciar, en la parte occidental de Europa, en particular en la zona de la civilización franco‑cantábrica de la Madeleine, Gourdon y Altamira, hombre ciertamente superior, como nivel cultural y como tipo biológico, al tipo aborigen del hombre glaciar y musteriense hasta el punto que se ha podido llamar a los hombre de Cro‑Magnon "los Helenos del paleolítico". En lo que concierne a su origen, la afinidad de esta civilización con la civilización hiperbórea, que aparece en los vestigios de los pueblos del extremo‑septentrión (civilización del reno) es muy significativa (1). Vestigios prehistóricos encontrados en las costas bálticas y friso‑sajonas corresponderían al mismo ciclo y un centro de esta civilización se habría formado en una región en parte desaparecida, el Doggerland, la legendaria Vineta. Mas allá de España (2), otras olas alcanzaron Africa occidental (3); otras más, posteriormente, entre el paleolítico y el neolítico, probablemente al mismo tiempo que las razas de origen puramente nórdico, avanzaron, por vía continental, del nor‑oeste al sud‑este, hacia Asia, allí donde se sitúa la cuna de la raza indo‑europea, y más allá, hasta China (4), mientras que otras corrientes recorrieron el litoral septentrional de Africa (5) hasta Egipto donde alcanzaron, por mar, de las Baleares a Cerdeña, hasta los centros prehistóricos del mar Egeo. En lo que concierne, en particular, a Europa y al Próximo Oriente, aquí se encuentra el origen ‑que sigue siendo enigmático (como el de los hombres de Cro‑Magnon) para la investigación positiva‑ de la civilización megalítica de los dólmenes, como la llamada del "pueblo del hacha de combate". Estos procesos se produjeron en su totalidad, en grandes olas, con flujos y reflujos, crecimientos y encuentros con razas aborígenes, o razas ya mezcladas o diversamente derivadas del mismo linaje. Así, del norte al sur, de occidente a oriente, surgieron por irradiaciones, adaptaciones o dominaciones, civilizaciones que, en el origen tuvieron, en cierta medida, la misma impronta, y frecuentemente la misma sangre, espiritualizada en las élites dominadoras. Allí donde se encuentran razas inferiores ligadas al demonismo telúrico y mezcladas con la naturaleza animal, han permanecidos recuerdos de luchas, bajo la forma de mitos donde se subraya siempre la oposición entre un tipo oscuro no divino. En los organismos tradicionales constituidos por las razas conquistadoras, se estableció entonces una jerrquía, a la vez espiritual y étnica. En India, en Irán, en Egipto y Perú y en muchos otros lugares, se encuentran huellas muy claras en el régimen de castas.
Hemos dicho que originalmente el centro atlántico debió reproducir la función "polar" del centro hiperbóreo y que esta circunstancia es la fuente de frecuentes interferencias en materia de tradiciones y recuerdos. Esta interferencias, sin embargo, no deben impedir constatar, en el curso de un período ulterior, pero perteneciendo siempre, sin embargo, a la más alta prehistoria, una transformación de civilización y de espiritualidad, una diferenciación que marca en tránsito de la primera a la segunda era ‑de la edad de oro a la edad de plata‑ y abre la vía a la tercera era, a la edad de bronce o edad de los titanes, que en rigor podría calificarse de "atlántida"; dado que la tradición helénica presenta a Atlante, en tanto que hermano de Prometeo, como una figura emparentada con los titanes (6). Sea como fuere, antropológicamente hablando, conviene distinguir, entre las razas derivadas del tronco boreal originario, un primer gran grupo diferenciado por idiovariación, es decir, por una variación sin mezcla. Este grupo se compone principalmente de oleadas cuyo origen ártico es el más directo y corresponderá a las diferentes filiaciones de la pura raza aria. Hay lugar a considerar luego un segundo gran grupo diferenciado por mistovariación, es decir por mezcla con razas aborígenes del Mediodía, razas protomongoloides y negroides y otras aun que fueron probablemente los restos en proceso de degeneración de los habitantes de un segundo continente prehistórico desaparecido, situado en el Sur y que algunos designaron con el nombre de Lemuria (7). Es a este segundo grupo al que pertenecen verosímilmente la raza roja de los últimos atlantes (aquellos que, según el relato platónico, estarían separados de su naturaleza "divina" primitiva en razón de sus uniones repetidas con la raza "humana"): debe ser considerada como el tronco étnico original de muchas civilizaciones posteriores fundadas por las oleadas que se desplazaban de occidente hacia oriente (raza roja de los creto‑egeos, eteíkretas, pelasgos, licios, etc., los kefti egipcios, etc.) (8) y quizás también de las civilizaciones americanas, que guardaron en sus mitos el recuerdo de sus antepasados venidos de la tierra atlántica divina "situada sobre las grandes aguas". El nombre griego de los fenicios significa precisamente los "rojos" y se trata probablemente aquí de otro recuerdo residual de los primeros navegantes atlánticos del Mediterráneo neolítico.
Al igual que desde el punto de vista antropológico, se deben pues, distinguir desde el punto de vista espiritual, dos componentes, uno boreal y otro atlántico, en la vasta materia de las tradiciones y de las instituciones de este segundo ciclo. Una se refiere directamente a la luz del Norte y conserva en gran parte la orientación urania y "polar" original. La otra delata la transformación sobrevenida al contacto con las potencias del Sur. Antes de examinar el sentido de esta transformación que representa, por así decir, la contrapartida interna de la pérdida de la residencia polar, la primera alteración, es necesario precisar un punto.
Casi todos los pueblos guardan el recuerdo de una catástrofe que cerrará el ciclo de una humanidad anterior. El mito del diluvio es la forma bajo la cual aparece más frecuentemente este recuerdo, entre los iranios como entre los mayas, entre los caldeos y los griegos, al igual que en las tradiciones hindúes, en los pueblos del litoral atlántico‑africano, desde los caldeos a los escandinavos. Su contenido original es por lo demás un hecho histórico: es, esencialmente, el fin de la tierra atlántica, descrita por Platón y Diodoro. En una época que, según algunas cronologías mezcladas con mitos, es sensiblemente anterior a la que, en la tradición hindú, habría dado nacimiento a la "Edad sombría", el centro de la civilización atlántica", con la cual las diversas colonias debieron verosímilmente conservar durante largo tiempo lazos, se hundió entre las olas. El recuerdo histórico de este centro desaparece poco a poco en las civilizaciones derivadas, donde fragmentos de la antigua herencia se mantuvieron durante un cierto tiempo en la sangre de las castas dominantes, en algunas raices del lenguaje, en una similitud de instituciones, signos, ritos y hierogramas, pero donde, más tarde, la alteración, la división y el olvido terminaron por imponerse. Se verán en aquel marco donde debe ser situada la relación existente entre la catástrofe en cuestión y el castigo de los titanes. Por el momento, nos limitaremos a observar que, en la tradición hebraica, el tema titánico de la Torre de Babel, y el castigo consecutivo de la "confusión de lenguas" podrían hacer alusión a un período donde la tradición unitaria se perdió, las diferentes formas de civilización se disociaron de su origen común y dejaron de comprenderse, despues que la catástrofe de las aguas hubo cerrado el ciclo de la humanidad atlántica. El recuerdo histórico subsistió sin embargo en el mito, en la supra‑historia. Occidente, donde se encontraba la Atlantida durante su ciclo originario, cuando reproducía y continuaba la función "polar" más antigua, expresa constantemente la nostalgia mística de los "caídos", la melior spes de los héroes y los iniciados. Mediante una trasposición de los planos, las aguas que se cerraron sobre la tierra atlàntica fueron comparados a las "Aguas de la muerte" que las generaciones siguientes, post‑diluvianas, compuestas por seres ya mortales, deben atravesar iniciáticamente para reintegrarse en el estado divino de los "muertos", es decir, de la raza desaparecida. Es en este sentido que pueden ser a menudo interpretadas las representaciones bien conocidas de la "Isla de los Muertos" donde se expresa, bajo formas diversas, el recuerdo del continente insular engullido por las aguas (9). Al misterio del "paraiso" y de los lugares de inmortalidad en general, vino a unirse al misterio de Occidente (e incluso del Norte, en algunos casos) en un conjunto de enseñanzas tradicionales, de la misma forma que el tema de los "Salvados de las aguas" y los que "no se hunden en las aguas" (10), del sentido real, histórico ‑aludiendo a las élites que escaparon a la catástrofe y fundaron nuevos centros tradicinales‑ tomó un sentido simbólico y figuró en leyendas relativas a profetas, héroes e iniciados. De forma general los símbolos propios de esta raza de los orígenes reaparecieron enigmáticamente por una vía subterránea hasta en una época relativamente reciente, allí donde reinaron reyes y dinastías dominadoras tradicionales.
Así, entre los helenos, la enseñanza según la cual los dioses griegos "nacieron" del Océano, pudo tener un doble sentido, pues algunas tradiciones sitúan en el occidente atlántico (o nor‑ atlántico) la antigua residencia de Urano y de sus hijos Atlas y Saturno (11). Es igualmente aquí, por otra parte, donde se sitúa generalmente el jardín divino mismo en el que reside desde el origen el dios olímpico, Zeus (12), así como el jardín de las Hespérides "más allá del río Océano", Hespérides que fueron precisamente consideradas por algunos como hijas de Atlas, el rey de la isla occidental. Este es el jardín que Hércules debe alcanzar en el curso de su empresa simbólica mas estrechamente asociada a su conquista de la inmortalidad olímpica, y en la que tuvo por guía a Atlas, el "conocedor de las oscuras profundidades del mar" (13). El equivalente helénico de la vía nórdico‑solar, del deva‑yana de los indo‑arios, a saber la vía de Zeus que, de la fortaleza de Chronos ‑situada, sobre el mar lejano, en la isla de los héroes‑ conduce a las alturas del Olimpo, esta vía fue pues, en su conjunto, occidental (14). Por la razón ya indicada, la isla donde reina el rubio Radamente se identifica con la Nekya, la "tierra de los que ya no están" (15). Es también hacia Occidente donde se dirige Ulises, para alcanzar el otro mundo (16). El mito de Calipso, hija de Atlas, reina de la isla de Ogigia, el "polo" ‑el "ombligo", Omphalos‑ del mar, reproduce evidentemente el mito de las Hespérides y muchos otros que le corresponden entre los celtas o los irlandeses, donde se encuentra igualmente el tema de la mujer y el del Elíseo, en tanto que isla occidental. Según la tradición caldea, es hacia Occidente, "más allá de las aguas profundas de la muerte", "aquellas donde jamás hubo vado alguno y que nadie, desde tiempo inmemorial, ha atravesado nunca", que encuentra el jardín divino donde reina Atrachasis‑Shamashnapishtin, el héroe que escapó del diluvio, y que conserva por ello el privilegio de la inmortalidad. Jardín que Gilgamesh alcanzó, siguiendo la vía occidental del sol, para obtener el don de la vida y que está relacionado con Sabitu, "la virgen sentada sobre el trono de los mares" (17).
En cuando a Egipto, es significativo que su civilización no conoce prehistoria "bárbara". Surge, por decirlo así, de un solo golpe, y se sitúa, desde el origen, en un nivel elevado. Según la tradición, las primeras dinastías egipcias habrían sido constituidas por una raza venida de Occidente, llamada de los "compañeros de Horus" ‑shemsu Heru‑, situados bajo el signo del "primero de los habitantes de la tierra de Occidente", es decir de Osiris, considerado como el rey eterno de los "Campos de Yalu", de la "tierra del sagrado Amenti" más allá de las "aguas de la muerte" situada "en el lejano Occidente" y que, precisamente, alude en ocasiones a la idea de una gran tierra insular. El rito funerario egipcio recupera el símbolo y el recuerdo: implicaba, además la fórmula ritual "¡hacia Occidente!", una travesía de las aguas, y se portaba en el cortejo "el arca sagrada del sol", propia de los "salvados de las aguas" (18). Hemos ya mencionado a propósito de las tradiciones extremo‑orientales y tibetanas, el "paraiso occidental" con árboles en los frutos de oro como el de las Hespérides. Muy sugestiva es igualmente, en lo que concierne al misterio de Occidente, la imagen frecuente de Mi‑tu con una cuerda, acompañada por la leyenda: "aquel que trae [las almas] hacia Occidente "(19). Encontramos por otra parte, el mismo recuerdo transformado en mito paradisíaco, en las leyendas célticas y gaélicas ya citadas, relativas a la "Tierra de los Vivientes", al Mag‑Mell, al Avalon, lugares de inmortalidad concebidos como tierras occidentales (20). En Avalon habrían pasado a una existencia perpetua los supervivientes de la raza "de lo alto" de los Tuatha de Dannan, el rey Arturo mismo y los héroes legendarios como Condla, Oisin, Cuchulain, Loegairo, Ogiero el Danés y otros (21). Esta misteriosa Avalon es lo mismo que el "paraiso" atlántico del que hablan las leyendas americanas ya citadas: es la antigua Tlapalan o Tolan, es la misma "Tierra del Sol", o "Tierra Roja" a la cual ‑como los Tuatha en Avalon‑ habrían regresado y desaparecerían tanto el dios blanco Quetzalcoatl, como los emperadores legendarios (por ejemplo Huemac, del Codex Chimalpopoca).
Los diversos datos históricos y supra‑históricos encuentran, quizás, la mejor expresión en la crónica mejicana Cakehiquel, donde se habla de cuatro Tulan: una situada en la "dirección del sol levante" (en relación al continente americano, es decir en el Atlántico) es llamada "la tierra de origen"; las otras dos corresponden a las regiones o centros de América, a los que las razas nórdico‑atlánticas emigradas dieron el nombre del centro original; finalmente se habla de una cuarta Tulan "en la dirección donde el sol se pone [es decir el Occidente propiamente dicho] y es aquí donde mora el Dios" (22). Esta última es precisamente la Tullan de la transposición supra‑histórica, el alma del "Misterio de Occidente". Enoch es conducido a un lugar occidental, "hasta el final de la tierra", donde encuentra montes simbólicos, árboles divinos guardados por el arcangel Miguel, árboles que dan la vida y la salvación a los elegidos pero que ningún mortal tocará jamás hasta el día del Gran Juicio (23). Los últimos ecos del mismo mito llegan por canales subterráneos hasta la edad media cristiana bajo la forma de una misteriosa tierra atlántica donde los monjes navegantes del monasterio de San Matías y San Albano habrían encontrado una ciudad de oro en la que morarían Enoch y Elias, los profetas "jamás muertos" (24).
Por otra parte, en el mito diluviano, la desaparición de la tierra sagrada que un mar tenebroso ‑las "aguas de la muerte"‑ separó de los hombres, puede también unirse al simbolismo del "arca", es decir, a la preservación de la "semilla de los Vivientes" (Vivientes en sentido eminente y figurado) (25). La desaparición de la tierra sagrada legendaria puede también significar el tránsito a lo invisible, a lo oculto o lo no manifestado, del centro que conserva intacta la espiritualidad primordial no‑humana. Según Hesiodo, en efecto, los seres de la primera edad "que jamás han muerto" continuaron existiendo, invisibles, como guardianes de los hombres. A la leyenda de la ciudad, de la tierra o de la isla tragada por las aguas, corresponde frecuentemente la de los pueblos subterráneos o los reinos de las profundidades (26). Esta leyenda se encuentra en numerosos países (27). Cuando la impiedad prevaleció sobre la tierra, los supervivientes de las edades precedentes emigraron a una residencia "subterránea" ‑es decir, invisible‑ que, por interferencia con el simbolismo de la "altitud" se encuentra amenudo situada sobre montañas (28). Continuaran viviendo allí hasta el momento en que el ciclo de la decadencia se haya agotado, y les sea posible manifestarse de nuevo. Píndaro (29) dice que la vía que permite alcanzar a los hiperbóreos "no puede ser encontrada ni por mar, ni por tierra" y que es solo a gracias a ella que héroes como Perseo y Hércules, les fue dado sobrevivir. Montezuma, el último emperador mejicano, no pudo alcanzar Atzlan más que tras haber procedido a operaciones mágicas y sufrir la transformación de su forma física (30). Plutarco refiere que los habitantes del norte podían entrar en relación con Chronos, rey de la edad de oro, y con los habitantes del extremo‑septentrion, solo en estado de letargo (31). Según Li‑tze (32), las regiones maravillosas de las que habla ‑que hacen refieren tanto a la región ártica, como a la occidental‑ "no se puede alcanzar ni con barcos, ni con carros, sino solamente mediante el vuelo del espíritu". En la enseñanza lamaista, en fin, se dice: Shambala, la mística región del norte, "Está en mi espíritu" (33). Es así como los testimonios relativos a lo que fue la sede real de seres que eran más que humanos, sobrevivieron y tomaron un valor supra‑histórico sirviendo simultáneamente como símbolos para estados situados más allá de la vida o bien accesibles solo mediante la iniciación. Más allá del símbolo, aparece pues la idea, ya mencionada, de que el Centro de los orígenes existe aún, aunque esté oculto, y normalmente es inaccesible (como la teología católica misma afirma para el Edén): para las generaciones de la última edad, solo un cambio de estado o de naturaleza abre el acceso.
De esta manera se produjo la segunda gran interferencia entre metafísica e historia. En realidad, el símbolo de Occidente puede, como el del polo, adquirir un valor universal, más allá de toda referencia geográfica o histórica. Es en Occidente, donde la luz física, sometida al nacimiento y a la decadencia, se extingue, donde la luz espiritual inimitable se alumbra y comienza el viaje del "barco del Sol" a través de la Tierra de los Inmortales. Y el hecho de que en esta región se encuentre el lugar donde el sol desciende tras el horizonte, hace que se la conciba también como subterránea o situada bajo las aguas. Se trata aquí de un simbolismo inmediato, dictado por la naturaleza misma, que fue empleado por los pueblos más diversos, incluso sin estar asociada a recuerdos atlántes (34). Esto no impide, sin embargo, que en el interior de algunos límites definidos por testimonios concomitantes, tales como los que acabamos de referir, este tema pueda tener también un valor histórico. Esto no impide que, entre las formas asumidas por el misterio de Occidente, se puedan aislar algunas, para las cuales es legítimo suponer que el origen del símbolo no ha sido el fenómeno natural del curso del sol, sino el lejano recuerdo, espiritualmente transpuesto, de la patria occidental desaparecida. A este respecto, la sorprendente correspondencia que se constata entre los mitos americanos y los europeos, especialmente nórdicos y célticos, aparece como una prueba decisiva.
En segundo lugar, el "misterio de Occidente" corresponde siempre, en la historia del espíritu, a un cierto estadio que ya no es el estadio original, y a un tipo de espiritualidad que ‑tanto tipológica como históricamente‑ no puede ser considerado como primordial. Lo que lo define, es el misterio de la transformación, lo que le caracteriza, es un dualismo, y un tránsito discontinuo: una luz nace, otra declina. La trascendencia es "subterránea". La supranaturaleza no es ‑como en el estado olímpico‑ naturaleza: es el fin de la iniciación, objeto de una conquista problemática. Incluso considerada bajo su aspecto general, el "misterio de Occidente" parece pues ser propio de civilizaciones más recientes, cuyas variedades y destinos vamos a examinar ahora. Se relaciona con el simbolismo solar de una forma más estrecha que con el simbolismo "polar": pertenece a la segunda fase de la tradición primordial.
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