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Biblioteca Evoliana

Revuelta contra el Mundo Moderno

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 11. La Realeza

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 11. La Realeza

Biblioteca Julius Evola.- Este capítulo resultará polémico en la medida en que contradice la doctrina tradicional según la enunció René Guénon. Para Guénon el sacerdocio se sitúa en la cúspide de la jerarquía en tanto que el poder espiritual es superior al poder temporal. Evolse opone a esta concepción afirmando que en el período primordial no existió diferencia entre ambos principios. E incluso hasta períodos históricos esta identidad se mantuvo. La superioridad de la realeza frente al sacerdocio se manifiesta en que la realiza originaria ostentaba un poder doble, a la vez espiritual y material. Solamente fue en períodos posteriores de degeneración cuando se produjo la ruptura entre ambos poderes.

 

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RELACIONES JERARQUICAS ENTRE REALEZA Y SACERDOCIO

Si la síntesis original de los dos poderes se reconstituye, en  cierto sentido, en el rey consagrado, se percibe claramente la  naturaleza de las relaciones jerárquicas que, en todo orden  normal, deben existir entre la realeza y la casta sacerdotal (o  Iglesia) contemplada en tanto que simple mediadora de las  influencias sobrenaturales: la primacía pertenece a la realeza  frente al sacerdocio, al igual que, sobre el plano simbólico,  pertenece al sol en relación a la luna, al hombre respecto a la  mujer. Desde cierto punto de vista, se trata de la misma primacía  tradicionalmente reconocida a la realeza sacerdotal de  Melquisedech, sacrificador del Altísimo, Dios de la Victoria ("el  Altísimo hace caer a los enemigos en tus manos". Gén., XIV, 20)  frente al sacerdocio de Abraham. Como hemos dicho, los defensores  medievales de la idea imperial no han dejado de referirse al  símbolo de Melquisedech, para reivindicar, respecto a la Iglesia,  la dignidad y el derecho sobrenaturales de la realeza([1]).

Para volver a las civilizaciones puramente tradicionales, se  desprende de alguno textos arios, más precisamente indo‑arios,  que incluso en una civilización cuyo carácter parecería, a  primera vista, esencialmente "sacerdotal", subsiste, en amplia  medida, la noción de la relación justa entre las dos dignidades.  Se trata de textos ya citados, donde se dice que la estirpe de  las divinidades guerreras nace de Brahman como una forma más alta  y más perfecta que él mismo. Y sigue a continuación: "No hay  nada superior a la aristocracia guerrera ‑kshâtram‑ y los  sacerdotes ‑brahman‑ veneran al guerrero cuando tiene lugar la  consagración de los reyes".

En el mismo texto, la casta sacerdotal, asimilada al Brahman  comprendido aquí de una forma impersonal, en un sentido que  corresponde, en el cristianismo, a las influencias del Espíritu  Santo, del que la Iglesia es detentadora‑ aparece en una relación  de Madre o matriz materna ‑yoni‑ con la casta guerrera o real([2]), lo que es particularmente significativo. El tipo real se  presenta aquí con su valor de principio masculino que supera,  individualiza, domina y gobierna "triunfalmente" la fuerza  espiritual, concebida a imagen de una madre y de una mujer. Ya  hemos hecho alusión a las antiguas tradiciones relativas a una  realeza obtenida convirtiéndose en esposo de una mujer divina,  la cual aparece a menudo también como una madre (tránsito al  símbolo del incesto, de donde procede el título de "toro de su madre" atribuida, en un contexto más general, al rey egipcio). Todo remite al mismo punto. El hecho de reconocer la necesidad del rito de investidura no implica que se le consagre y reconozca la subordinación del rey a la casta sacerdotal. Ciertamente, una vez desaparecida la raza de los seres que, por naturaleza ya, no son simplemente humanos, el rey, antes de la consagración ‑admitiendo que no se haya elevado individualmente por otro medio, a un plano más alto([3])‑ no es más que un "guerrero"; pero, mediante la consagración, más que recibir un poder, lo asume asume, y este poder, la casta sacerdotal lo "posee" menos que lo "guarda": el poder pasa entonces a una "forma más elevada". En este acto, la cualidad viril y guerrera de aquel que recibe la iniciación se libera, se transporta sobre un plano superior([4]); sirve de eje y de polo a la fuerza sagrada. Se comprende pues porqué el sacerdote consagrador debe "venerar" al rey por él consagrado aunque este ‑dice el texto‑ debe al brahmana el respeto que se puede tener por una madre. Incluso en el Manavadharmashastra, ‑que intenta, sin embargo, defender la primacía del brahmana‑ éste es comparado al agua y a la piedra, mientras que el khsatriya es comparado al fuego y al hierro, y se reconoce que si "los khsatriya no pueden prosperar sin los brahmana, los brahmana no pueden elevarse sin los khsatriya" e incluso si "los brahmana son la base, los khsatriya están en la cumbre del sistema de las leyes"([5]). Por sorprendente que esto pueda parecer a algunos, estas ideas, en el origen, no fueron enteramente ajenas a la cristiandad misma. Según el testimonio de Eginhard, despues que Carlomagno hubiera sido consagrado y aclamado según la fórmula: "A Carlos augusto, coronado por Dios, grande y pacífico emperador de los romanos, ¡vida y victoria!" el papa "se postra (adoravit) ante Carlos, según el rito establecido en los tiempos de los antiguos Emperadores"([6]). Además, en el tiempo de Carlomagno y de Luis el Piadoso, como también en los emperadores cristianos, romanos y bizantinos, los concilios eclesiásticos eran convocados, o autorizados, y presididos por el príncipe a quien los obispos iban a someter sus conclusiones, no solo en materia de disciplina, sino también en materia de fé y de doctrina, utilizando la fórmula: "Al Señor y Emperador, para que Su sabiduría añada lo que falta, corrija lo que está contra la razón, etc..."([7]). Esto significa que se reconocía al soberano, incluso en el dominio de la sabiduría, como un eco, el primado y una imprescriptible autoridad rspecto al sacerdocio. La liturgia del poder, propia de la tradición primordial, subsistía. No es un pagano, sino un católico ‑Bossuet‑ quien ha declarado, en una época ya moderna, que el soberano "es la imagen de Dios" sobre la tierra, llegando incluso hasta proclamar: "Sois dios, aunque murais y vuestra autoridad no muere"([8]).

Cuando, por el contrario, la casta sacerdotal pretende que en  razón de la consagración que da, la autoridad real debe  reconocerla como jerárquicamente superior ("aquel que bendice es  superior al que es bendecido")([9]) y por tanto obedecerle ‑y tal  ha sido precisamente en Europa la pretensión de la Iglesia en la  "Querella de las investiduras"‑ se cae en plena herejía, en  pleno trastorno de la verdad tradicional. En realidad,  encontramos ya, en la penumbra de la prehistoria, los primeros  episodios del conflicto entre la autoridad real y la autoridad  sacerdotal, la una y otra reivindican para sí mismas la primacía  perteneciente a lo que es anterior y superior a cada una de  ellas. En el origen, este conflicto no fue en absoluto motivado,  como se cree generalmente, por preocupaciones de supremacía  social y política; tenía profundas raíces, más o menos  conscientes, en dos actitudes opuestas frente al espíritu,  actitudes de las que tendremos ocasión de hablar más adelante.  Bajo la forma que debía esencialmente asumir tras la  diferenciación de las dignidades, el sacerdote, en efecto, es  siempre, por definición, un intérprete y un mediador de lo  divino: aunque potente, tendrá siempre conciencia de dirigirse a Dios como a su señor. El rey sagrado se siente, por el contrario, de la misma raza que los dioses. Ignora el sentimiento de la subordinación religiosa y no puede ser sino intolerante respecto de toda pretendida supremacía reivindicada por el sacerdote. Sea como fue, se desliza, con el tiempo, hacia formas de anarquía antitradicional, anarquía que reviste un doble aspecto: o bien el de una realeza que es un simple poder temporal en rebelión contra la autoridad espiritual; o el de una  espiritualidad de tipo "lunar" en revuelta contra una  espiritualidad encarnada por la monarquía que ha conservado la  memoria de su antigua función. En uno y otro caso, la heterodoxia  surgirá de las ruinas del mundo tradicional. La primera vía es la que conducirá a la usurpación "titánica" y, poco a poco, a la  secularización de la idea de Estado, a la destrucción de toda  verdadera jerarquía, y, enfin, a las formas modernas de una  virilidad y de una potencia ilusorias y materializadas,  finalmente derribadas por el demonismo del mundo de las masas  bajo sus aspectos más o menos colectivistas. La segunda vía,  paralela a la anterior, se manifestará primeramente por el  advenimiento de la "civilización de la Madre", con su  espiritualidad de base panteista; se manifestará luego a través  de las diversas variedades de lo que es, hablando con propidad,  la religión devocional.

Veremos como en la Edad Media se asiste al último gran episodio  del conflicto, antes evocado, bajo la forma de una lucha entre el universalismo religioso representado por la Iglesia, y la idea  regia, encarnada, no sin compromiso, por el Sacro Imperio Romano,  idea según la cual el Emperador es efectivamente el caput  ecclesisiae([10]), no solo el sentido que sustituye al jefe de la  jerarquía sacerdotal (el papa), sino tambien porque la función  imperial es aquella en la cual la fuerza misma alcanzada por la  Iglesia y animando a la cristiandad, puede unise en una relación  eficaz de dominación. Aquí "el mundo, concebido como una vasta  unidad representada por la Iglesia, asumía la imagen de un cuerpo  cuyos miembros están coordinados bajo la dirección suprema del  Emperador, que es a la vez el jefe del reino y de la iglesia([11]). El Emperador, aunque debió su trono al rito de la  investidura celebrado en Roma tras las otras investiduras  correspondientes a su aspecto secular de príncipe teutónico,  afirmaba tener directamente de Dios su poder y su derecho y no  tener más que a Dios sobre él: el papel del jefe de la jerarquía  sacerdotal que le había consagrado no podíaser pues, lógicamente,  más que el de un simple mediador, incapaz ‑según la concepción  gibelina‑ de recuperar, por la excomunión, la fuerza sobrenatural  a partir de ahora asumida([12]). Antes que la interpretación  gregoriana trastornase la esencia misma de los símbolos, la  antigua tradición permaneció, el Imperio ‑como siempre y por todas partes‑ era asimilado al sol y la Iglesia a la luna([13]). Por otra parte incluso en la época de su mayor prestigio, la Iglesia se atribuye un símbolo esencialmente femenino, el de una madre, en relación al rey, que es su hijo: simbolismo donde se  reencuentra precisamente la expresión upanishadica (el brahaman  en tanto que madre del kshatram) pero unida a los ideales de la  supremacía de una civilización de tipo ginecocrático  (subordinación anti‑heroica del hijo a la Madre, derecho de la  Madre). Por lo demás, el hecho de que el jefe de la religión  cristiana, es decir, el papa, asumiendo el título de pontifex  máximus cometa más o menos una usurpación, se desprende de lo que  ha sido ya dicho, a saber que pontifex maximus fue originalmente  una función del rey y del Augusto romano. Igualmente, los  simbolos característicos del papado, como la doble llave y la  nave, han sido recuperados del antiguo culto romano de Janus, del  que ya se ha indicado su relación con la función real. La triple  corona misma correspodne a una dignidad que no es ni religiosa ni  sacerdotal, sino esencialmente iniciática: la del "Señor del  Centro", soberano de los "tres mundos". En todo esto aparece pues  claramente una distorsión y un desplazamiento abusivo del plano,  que,aun habiéndose realizado oscuramente, no es menos real e  indica una desviación significativa de la pura idea tradicional.



([1])En la Edad Media, la figura misteriosa del "sacerdote real  Juan" reproduce, en cierta manera, la de Melquisedec, en tanto  que se relaciona con la figura de un centro supremo del mundo. La  leyenda concerniente al regalo que hizo el preste Juan a  "Federico" de "una piel de salamandra, augua viva y un anillo que  confiere la inmortalidad y la victoria" (A. GRAF, Roma nelle  mem., etc. cit., v. II, pag. 467) expresa la sensación confusa de  una relación existente entre la autoridad imperial y una especie  de mandatario de la autoridad detentada por este centro. Cf. J.  EVOLA, Misterio del Graal., op. cit.

([2])Brhadaranyaka‑upanishad, I, iv, II; cf. también Shatapatha,  XIV, iv, 2, 23‑27.

([3])En la tradición hindú misma, no faltan ejemplos de reyes que  poseen ya o adquieren un conocimiento espiritual superior al de  los brahamana. Tal es, por ejempo, el caso del rey Jaivala, cuya  ciencia no habría sido transmitida por ningún sacerdote, sino  reservada a la casta guerrera, kshatram. Por ello se dice que "la  soberanía de todas las regiones ‑loka‑ pertenece hasta aquí  [solo] al "kshatram" (Shatapatha‑brâm, XIV, ix, I, II). En el  mismo texto (XI, vi, 2, 10 cf. Bhagavad‑gitâ, III, 20) se cita  también el caso bien conocido del rey Janaka que alcanza, mediante  el ascesis, la realización espiritual y en el Brhadâranyaka‑  upanishad, IV, iii, I. sigs. se ve al rey Janaka enseñar al  brahamana Yânavalka la doctrina del Yo trascendente.

([4])Así, en el Pancavimsha‑brham, XVIII, 10, 8, se dice que si se  emplean, para la consagración real ‑râjasurya‑ las mismas fórmulas ‑trivrt‑ que para el brahman (es decir, la casta sacerdotal), este debe, sin embargo, someterse al kshatran (es decir a la casta guerrera real). Son procesiamente las cualidades que el aristócrata y el guerrero ‑y no el sacerdote en el sentido limitado de término‑ poseen en propiedad y que, integrados en lo  sagrado, reproducen la cúspide "solar" de la espiritualidad y justifican el hecho, ya mencionado, que en las organizaciones tradicionales más perfectas, los sacerdotes, en el sentido superior del término, eran excusivamente elegidos entre las clases patricias y que la iniciación y la transmisión de la ciencia trascendente les era originariamente reservado.

([5])Mânavadharmashastra, IX, 321‑322; XI, 83‑84.

([6])Apud F. de COULANGES, op. cit, pags. 315‑16. El Liber  Pontificalis (II, 37) dice textualmente: "Post laudes ad  Apostolico more antiquorum, principum adoratus est". Cf. las  expresines de PIERRE DE BLOIS (apud BLOCH, op. cit., pag. 41):  "Asistir al rey [para un clèrigo] es realizar una cosa santa,  pues el rey es santo; es el Cristo del Señor y no en vano ha  recibido el sacramento de la unción". El autor añade que si  alguién dudaba de la eficacia mística de este sacramento,  bastaría invocar, como argumento, el poder taumatúrgico real.

([7])Cf. F. de COULANGES, op. cit., pag. 524‑5, 526, 292‑3. Se  puede recordar, por lo demás, que fue un emperador ‑Segismund‑  quien convocó el Concilio de Constanza despues de la Reforma,  para intentar remediar el cisma y la anarquía en los cuales el  clero había caido.

([8])BOSSUET, Sermon sobre los Deberes de los Reyes.

([9])A esta expresión paulina se puede oponer, en la tradición  judaica, el simbolismo de Jacob que lucha con el ángel y lo  obliga a "bendecirlo" (Génesis, XXXII, 25).

([10])Cf. Liber de Lite, v. II, pag. 536‑7.

([11])A. SOLMI, Stato e Chiesa secundo gli scritti politici da  Carlomagno al concordato di Worms, Módena, 1901, pag. 156, 85.  Mientras duró el imperio romano de Oriente, la Iglesia, por lo  demás, tuvo siempre el carácter de una institución de Estado,  dependiendo del Emperador, el cual ejerce un poder casi soberano  (cf. E. LOENING, Gresch. des deutschen Kirchenrechts,  Estrasburgo, 1878, v. II, pag. 3‑5). El principio de la  usurpación sacerdotal se remonta teóricamente, como se verá, a  las declaraciones del papa Gelasio I.

([12])Cf. de STEFANO, L'Idea Imper., etc., op. cit., pags. 36‑37,  57‑8; KANTOROWICZ, Friedrich II, op. cit., pag. 519.

([13])Igualmente en Hugues de FLEURY (de Regia Potest., I, 13,  Liber de Lite, v. II, pag. 482.


 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 10. La iniciación y la consagración

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 10. La iniciación y la consagración

Biblioteca Julius Evola.- Las dos formas de entrar en contacto con la trascendencia, indican, así mismo, la influencia metafísica que sufre. La iniciación supone la incorporación al ser humano de una influencia "superior" que, a partir de ese momento, se convierte en el polo de su existencia. Por el contrario, la consagración supone la posibilidad para el ser humano de actuar como mediador de las fuerzas trascendentes. Así pues, esto configura las civilizaciones "solares" frente a las telúricas o sacerdotales, pues. no en vano, la consagración es un acto específicamente sacerdotal.

 

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LA INICIACION Y LA CONSAGRACION

Habiendo definido la concepción de la cúspide o centro de una  civilización tradicional, nos queda indicar brevemente algunos  aspectos de su fenomenología, refiriéndonos a situaciones  existenciales ya condicionadas. Esto nos permitirá determinar  igualmente el origen de la alteración del mundo de la Tradición.

Nos encontramos en presencia de una forma condicionada de la idea  regia cuando esta se encarna en seres superiores, por naturaleza,  en el límite humano, sino en seres que deben suscitar esta  cualidad en si mismos. Según la terminología de la tradición  helénica, tal distinción podría corresponder analógicamente a la  diferencia entre "dios" (ideal "olímpico" y "héroe"; según la tradición romana, corresponde formalmente a los títulos de  deus y de divus, designando divus al hombre convertido en dios y deus al ser que fue siempre un dios([1]). La tradición quiere que en Egipto suceda precisamente a la raza real (equivalente de los "héroes") antes que reine un tipo de jefe esencialmente humano. Esta evolución evidencia el caso donde existe una distancia entre la persona y la función: para que la persona pueda encarnar la función, es preciso que una acción determinada suscite en ella una cualidad nueva. Esta acción puede presentarse, como iniciación, o como investidura (o consagración). En el primer caso presenta un carácter relativamente autónomo y directo; en el segundo, es mediata, procedente, de alguna manera, del exterior, e implica la intervención de una casta sacerdotal que se haya diferenciado de la casta real.

Por lo que se refiere a la iniciación real bastará recordar lo  que se ha dicho respecto a las acciones rituales, sacrificiales y triunfales, que repiten las acciones atribuidas a un dios o a un héroe en vistas de actualizar, evocar o renovar, las influencias sobrenaturales correspondientes. Esto fue practicado de una forma particularmente precisa en el antiguo Egipto: como se ha visto, el rey, en el momento de su entronización, repetía el "sacrificio" que convirtió a Osiris en una divinidad trascendente y este rito no servía solo para renovar la cualidad de una naturaleza  ya divina de nacimiento, sino también, precisamente, de iniciación a fin de suscitar la dimensión de la trascendencia en el hombre destinado a ser rey y asegurarle el "don de la vida". Nos limitaremos, en lo que concierne a las particularidades de este tipo de rito, con mencionar el que correspondía, en los misterios de Eleusis, al atributo del título real([2]).

El futuro "rey" permanece primeramente, durante algún tiempo, en  un lugar de retiro solitario. Atraviesa luego un río en una  barca([3]) y se cubre con pieles de animales. Estos últimos  simbolizan verosímilmente potencias totémicas las cuales son  también fuerzas de la colectividad y de las cuales la suspensión  del "Yo" exterior caduco provoca la aparición. Se trataba pues de una toma de contacto y de una identificación. En el ritual  báquico, las coribantes se cubrían con las pieles de las víctimas, una vez despedazadas y de esta forma se identificaban con el dios representado por éstas, asumiendo su fuerza y naturaleza; el iniciado egipcio pasaba igualmente a través de la piel de la víctima que representaba a Set([4]). Así el simbolismo de conjunto de esta fase del rito se refiere probablemente a la obtención del estado propio a aquel que puede realizar la travesía simbólica, habiendo adquirido algunos poderes relacionados con el lado subterráneo‑vital del organismo colectivo por el cual será calificado como Jefe.

El futuro "Rey" alcanza, en cualquier caso, una orilla y debe  llegar hasta la cumbre de una montaña. La oscuridad le rodea,  pero los dioses le ayudan a recorrer el sendero y atravesar los  diversos círculos. Se reencuentran aquí símbolos ya conocidos: la "tierra firme" o "isla", la "montaña" o "altitud". Viene a  añadirse la idea de influencias planetarias (los "círculos"  pueden corresponder a las siete "ruedas platónicas del destino"),  que es preciso dominar alzándose hasta la región simbólica de las  estrellas fijas, expresión de los estados del mundo del ser: lo  que equivale, según la antigua distinción, al tránsito de los  Pequeños a los Grandes misterios, del rito telúrico‑lunar al rito  olímpico y solar. El candidato a la iniciación es recibido por  los otros reyes y por los altos dignatarios; entra en un templo  completamente iluminado para tomar contacto con el rey divino. Se le recuerda los principales deberes del rey. Recibe finalmente  los vestidos y las insígneas de su dignidad y asciende al trono.

El rito de la iniciación real en Egipto comprendía tres momentos  comparables a las fases que acaban de ser descritas: ante todo la purificación; luego el rito mediante el cual adquiere el fluido sobrenatural, representado por la corona, uraeus, o doble corona (la corona era frecuentemente llamada la "gran maga", que  "establece a la derecha y a la izquierda del rey los dioses de la eternidad y de la estabilidad"); enfin, la "subida" al templo que representa al "otro mundo" ‑paduait‑ y el "abrazo" del dios  solar, correspondían a la consagración definitiva de este nuevo  nacimiento inmortalizante y esta identidad de la naturaleza,  mediante la cual el rey egipcio aparecía como el "hijo" del mismo  dios([5]).

El rito de Eleusis es uno de los más completos rituales de  iniciación real. Se supone que a cada símbolo correspondía una  experiencia interior muy bien determinada. No trataremos aquí, ni de los medios mediante los cuales estas experiencias eran  provocadas, ni de la naturaleza específica las mismas([6]). Nos  limitaremos a subrayar que, en el mundo de la Tradición, la  iniciación fue concebida en sus formas más altas, como una  operación intensamente real, capaz de modificar el estado  ontológico del individuo y de ingertar en él fuerzas del mundo  del ser o supra‑mundo. El título de rex, en Eleusis,  indicaba la cualidad sobrenatural adquirida, que, potencialmente  designaba por la función de jefe. Si, en la época de los  misterios de Eleusis, este título no se acompañaba  automáticamente de la autoridad política efectiva, hay que ver en ello la causa de la decadencia de la antigua Hélade. Es por esta razón que la antigua dignidad real no pudo mantenerse más que sobre un plano distinto del propio al poder real, encontrándose, desde entonces, casi totalmente en manos profanas([7]), lo que no impidió, por otra parte que, de tiempo en tiempo, algunos soberanos temporales aspirasen a revestir la dignidad de rey iniciático, muy diferente de la suya. Es así como Adriano y Antotino, ya emperadores romanos, no recibieron el título de rey, comprendido de esta forma, más que tras haber sido iniciados en Eleusis. En cuando a la cualidad conferida por la iniciación es ‑según los testimonios concordantes‑ distinta e independiente de todo mérido humano: todas las virtudes humanas hubieran sido incapaces de producirla, al igual que, en cierta medida, ninguna "falta" humana podía corromperla([8]). Un eco de esta concepción se ha conservado en la concepción católica, en virtud de la cual ninguna falta moral de la persona puede destruir la cualidad sacerdotal sacralmente conferida, que subsiste como un caracter indelebilis. Además, tal como lo hemos dicho ya, hablando de la "gloria" mazdea y de la "virtud" extremo‑oriental, a esta cualidad correspondía un poder objetivo. En la China antigua se hacía precisamente una distinción entre aquellos que posee ya naturalmente la "ciencia" y la "virtud", capaces de "realizar sin socorro extraño, con serenidad e imperturbabilidad, la ley del Cielo", encontrándose en la cumbre, los "realizados", es decir, los "hombres trascendentes" y aquellos que, "triunfando sobre sí mismos y volviéndose hacia los ritos" han conquistado esta misma virtud([9]). Pero la disciplina ‑sieu‑ki‑ que conviene a estos últimos y equivale a la iniciación, no era considerada más que como un medio para alcanzar la formación objetiva de este "hombre superior" ‑kiun‑tzé‑ el cual, gracias, al poder misterioso y real que le es inherente podra asumir legítimamente la función correspondiente a la suprema cúspide jerárquica([10]).

 

El carácter específico del elemento que forja verdaderamente rey  a un rey, aparece de una forma aun más evidente cuando se trata,  no de la iniciación, sino de la consagración, por ejemplo en el  caso muy característico de la investidura especial que hacía del  príncipe teutónico ya coronado el romarorum rex, y que solo le  confería la autoridad y los derechos de Jefe del Sacro Imperio  Romano. Encontramos, por otra parte, este fragmento de Platón([11]): "En Egipto, no se permite que el rey reine sin tener un carácter sacerdotal y si, por casualidad, un rey de otra raza toma el poder por la violencia, es necesario que luego sea  iniciado en esta casta". Plutarco([12]) refiere igualmente que en  Egipto la elevación a la realeza de una persona de casta no  sacerdotal sino guerrera, implicaba eo ipso su tránsito por la  casta sacerdotal, es decir su participación en esta ciencia  trascendente, "que está frecuentemente disimulada por mitos y  discursos que expresan oscuramente la verdad por medio de  imágenes y alusiones". Lo mismo se dice de los parsis y fue  precisamente por ello que los grandes reyes iranios al afirmar  igualmente su dignidad de "magos", reuniendo así ambos poderes,  como este país, en el mejor período de su tradición, no conoció  conflictos o antagonismos entre realeza y sacerdocio([13]).  Conviene observar igualmente que si, tradicionalmente, eran reyes  quienes habían recibido la iniciación, inversamente, la  iniciación y la función sacerdotal misma fueron a menudo  considerados como el privilegio de los reyes y de las castas  aristocráticas. Por ejemplo, según el Himno homérico a Démeter la diosa habría reservado a los cuatro príncipes de Eleusis y a su descendencia "la celebración del culto y el conocimiento de las orgías sagradas", gracias a las cuales "no se comparte, tras la  muerte, el mismo destino que el resto". Y Roma luchó durante  largo tiempo contra la usurpación plebeya a fin de que los  sacerdotes de los colegios mayores y sobre todo los cónsules ‑que  tenían ellos mismos, en su origen, un carácter sagrado‑ no fueran  escogidos mas que entre las familias patricias. Aquí se  manifiesta de forma similar la exigencia de una autoridad  unitaria y el reconocimiento instintivo del hecho que esta  autoridad repose sobre una base más sólida cuando la "raza de la  sangre" y la "raza del espíritu" se reencuentran.

Examinemos ahora el caso de los reyes que acceden a su dignidad  supra‑individual, no a través de la iniciación, sino a través de  una investidura o consagración mediata dada por una casta  sacerdotal. Se trata de una forma propia de épocas más recientes  y ya, en parte, históricas. Las teocracias de los orígenes no  extrajeron, en efecto, su autoridad de ninguna Iglesia ni de  ninguna casta sacerdotal. La dignidad real de los soberanos  nórdicos se desprendía directamente de su origen divino y eran ‑como los reyes del período dórico‑aqueo‑ los únicos en celebrar los sacrificios. En China, ‑como se ha visto‑ el rey extraía directamente su mandato del "Cielo". En el Japón hasta una época reciente, el rito de la entronización se realizaba a través de una experiencia espiritual individual del Emperador, consistente en tomar contacto con las influencias de la tradición real, en ausencia de todo clero oficiante. Incluso en Grecia y Roma, los colegios sacerdotales no "hacían" los reyes con sus ritos, sino que se limitaban a recurrir a la ciencia adivinatoria para asegurarse que la persona designada "era agradable a los dioses". Se trataba, en otros términos, como en la antigua tradición escocesa representada por la "piedra del destino", de  reconocimiento y no de investidura. Inversamente, en la Roma de  los orígenes, el sacerdocio apareció como una especie de  emanación de la realeza: era el rey quien determinaba las leyes  del culto. Tras Rómulo, iniciado en la ciencia augural([14]), Numa delegó las funciones más propiamente sacerdotales al colegio de los Flámines, que él mismo instituyó([15]). Durante el Imperio los colegios sacerdotales fueron de nuevo sometidos a la autoridad de los Césares, como el clero lo estuvo al emperador de Bizancio. En Egipto, hasta la XXI Dinastía, poco más o menos, no es más que a título ocasional que el rey concedía su delegación a un sacerdote, llamado "sacerdote del rey", nutir hon, para realizar los ritos, de forma que la autoridad sacerdotal representó siempre un reflejo de la autoridad real([16]). Al nutir hon del antiguo Egipto corresponde, en más de un aspecto, la función que realiza a menudo en la India el purohita, brahamana sacrificador del fuego al servicio del rey. Las razas germánicas, hasta la época franco‑carolingia, ignoraron la consagración ‑recordemos que Carlomagno se coronó a sí mismo, al igual que Luis el Piadoso, que coronó luego a su hijo Lotario sin ninguna intervención del Papa‑ y se puede decir otro tanto de las  formas originales de todas las civilizaciones tradicionales  comprendidas las de la América precolombina, más particularmente  la dinastía peruana de los "dominadores solares", o Incas.

Por el contrario, una casta sacerdotal o una Iglesia se presenta  como la detentadora exclusiva de la fuerza sagrada, sin la cual  el rey no puede ser habilitado para ejercer su función; nos  encontramos entonces al principio de la curva descendente. Se  trata de una espiritualidad que, en sí, no es verdaderamente real  y de una realeza que, en sí, no es verdaderamente espiritual; estamos ante dos realizadaes distintas. Se puede decir también que se encuentra, de una parte, frente a una espiritualidad "femenina"  y, de otra, frante a una virilidad material; de una parte, ante un sagrado lunar y de otra, ante una solaridad material. La  síntesis, correspondiente al atributo real primordial de la "gloria", fuego celeste de los "vencedores", es disuelta. El plano de la "centralidad" absoluta se ha perdido. Veremos que esta escisión marca el inicio del descenso de la civilización a lo largo de la vía que desemboca en el mundo moderno.

Habiéndose producido la ruptura, la casta sacerdotal se presenta  como la que atrae y transmite influencias espirituales, a las  que no podría servir de centro dominador en el orden temporal. Este centro está, por el contrario, virtualmente presente en la cualidad de guerrero o de aristócrata del rey designado, al cual el rito de la consagración comunica las influencias antedichas (el "Espíritu Santo", en la tradición católica), a fin de que las asuma y ponga en acto de una forma eficaz. Así, tras un período relativamente reciente, no es más que a través de esta mediación sacerdotal y la virtus deificans de un rito, que se recompone esta síntesis de lo real y lo sagrado que constituye la cúspide jerárquica suprema de todo orden tradicional. Solo de esta forma el rey se convierte en "más que un hombre".

En el ritual católico, el hábito que el rey debe revestir antes  del rito de investidura es un hábito "militar". Luego cuando  viste el "hábito real", va a situarse en un "lugar elevado"  preparado en la Iglesia. El sentido rigurosamente simbólico de  las diversas partes de la ceremonia se ha conservado  prácticamente hasta los tiempos modernos y es importante señalar el empleo reiterado de la expresión "religion regia", mediante la cual frecuentemente evocó la figura enigmática de Melquisedek; ya en la época merovingia, se tiene, para un rey, la fórmula:  Melquisedech noster, merito rex atque sacerdos([17]); el Rey, que  en el curso del rito, abandona el vestido precedentemente  utilizado, "abandona al mismo tiempo el estado mundano para  asumir el de la religion real"([18]), y el papa Esteban III  escribe en 769, que los carolingios son una raza sagrada y un  sacerdocio regio: vos gens sancta estis atque regales estis  sacerdotium([19]). La consagración real ‑rito que no difería  entonces más que por ligeros detalles de la consagración de los  obispos, de forma que el rey se convertía, ante los hombre y ante  Dios, en alguien tan sagrado como un sacerdote‑ se administraba  por unción. En realidad, en la tradición hebraica recuperada por  el catolicismo, éste era el medio ritual habitualmente utilizado  para transferir un ser del mundo profano al mundo sagrado([20]); por su virtud, según la concepción gibelina, el consagrado devenía deus‑homo, in spiritu et virtude christus domini, in una  eminentia divinificationis ‑ summus et instructor Sanctae  Ecclesiae([21]). Se podía así afirmar que "el rey debe ser  distinto de la masa de los laicos, ya que, unge con el óleo  consagrado, y participa de la función sacerdotal"([22]), o como  declara el Anónimo de York, que "el rey, Cristo del Señor, no  puede ser llamado laico"([23]). La idea de que el rito de la consagración real tiene el poder de borrar todas las faltas cometidas, incluso las de sangre([24]), reaparece esporádicamente y en ella se reencuentra el eco de la doctrina iniciática, ya  mencionada, relativa a la trascendencia de la cualidad  sobrenatural respecto a todas las virtudes o a todos los pecados  humanos.

En este capítulo hemos contemplado la iniciación en relación a la función de una soberanía visible. Sin embargo hemos hecho alusión a casos en los que la dignidad iniciática se ha distanciado de esta función, o, por decirlo mejor, a casos en que esta función se separó de la dignidad iniciática secularizándose y revistiendo un carácter puramente guerrero y politico. La iniciación debe, sin embargo, ser considerada, también, como una categoría particular del mundo de la Tradición, sin que esté por tanto ligada al ejercicio de una función visible y conocida en el centro de una sociedad. La iniciación (la alta iniciación, distinta de esta que se refiere eventualmente al régimen de las castas, así como al artesanado y a las profesiones tradicionales) ha definido, en sí, la acción que determina una transformación ontológica del hombre, dando nacimiento a cadenas a menudo invisibles y subterráneas, guardianas de una influencia espiritual idéntica y de una "doctrina interna" superior a las formas exotéricas y religiosas de una tradición histórica([25]). Es preciso reconocer que en algunos casos el iniciado o el adepto han presentado este carácter "distanciado" incluso en el seno de una civilización normal, no solo en el período ulterior de degeneración y de ruptura interna de las unidades tradicionales. Pero, desde una época reciente, este carácter se ha convertido en necesario y general, sobre todo en Europa, en razón de los procesos involutivos que están en el origen del mundo moderno y en razón del advenimiento del cristianismo (de aquí, por ejemplo, el carácter exclusivamente iniciático del Rey Hermético, del Imperator rosacruciano, entre otros).

 



([1])Cf. E. BEURLIER, Le Culte Imperial, París, 1891, pag. 8.

([2])Nos referimos esencialmente a la reconstitución de los  Misterios  de Eleusis de V. MAGNIOEN, Les Mystères d'Eleusis,  París, 1929, pag. 196 y sigs.

([3])Por su carácter tradicional, cada una de estas fases podría  dar lugar a innumerables interpretaciones. He aquí algunas. La  travesía de las aguas, al igual que el simbolismo de la  navegación, es una de las imágenes que se repiten con más  frecuencia. El navío es uno de los símbolos de Jano, que se  encuentra incluso en el simbolismo pontifical católico. El héroe  caldeo Gilgamesh que recorre la "vía del sol" y del "monte" debe  atravesar el océano para alcanzar el jardín divino donde podrá  encontrar el don de la inmortalidad. La travesía de un gran río,  comporta una serie de pruebas, enfrentamientos con "animales"  (totem), tempestades, etc... se encuentra en el itinerario  mejicano de ultra‑tumba (cf. REVILLE, Relig. Mex., cit., pag.  187) así como en el itinerario nórdico‑ario (cruce del río Thund  para alcanzar el Walhalla). La travesía figura iguamente en la  saga nórdica del héroe Siegfried, que dice: "Puedo conduciros,  aquí abajo (en la "isla" de la mujer divina Brunhild, país  conocido "solo por Siegfried") sobre las aguas. Las verdaderas  rutas del mar me son familiares" (Niebelungenlied, VI); en el  Veda, el rey Yama, concebido como "hijo del sol" y como el  primero entre los seres que han encontrado la vía del más allá,  es aquel que "ha ido más allá de los mares" (Rg‑Veda, X, 14, 1‑2;  X, 10, I). El simbolismo de la travesía se repite frecuentemente  en el budismo y el jainismo conoce la expresión tirthamkara (los  "constructores del vado"), etc... Ver más adelante (II, parag.  4), otro aspecto de este simbolismo.

([4])Cf. MACCHIORO, Zagreus, cit., pag. 71‑72.

([5])Cf. MORET, Royaut, phar., cit., pag. 100‑101, 220, 224.

([6])Se puede aludir a las exposiciones contenidas en la  Introduzione alla Magia, Milán, 1952. Cf. igualmente J. EVOLA, La  Tradición Hermética (op. cit.). Según Nitis^Ara (I, 26‑27) la  dignida real está condicionada por este mismo dominio del manas  (raíz interior y trascendente de los cinco sentidos) que es  también una condición del yoga y del ascesis. Y se añade: "El  hombre incapaz de domar el manas, ser único, ¿cómo podría sujetar  la tierra?" (Expresiones análogas en el Manâvadharmashastra, VII,  44).

([7])Cf. Handbuch der klass Alternumswiss, cit., v. IV, pag. 30.  En lo que concierne a Roma, se puede señalar el tránsido del  concepto integral de la realeza al del rex sacrorum, cuya  competencia se limitaba al dominio sacro. Se justifica esto por  el hecho que el rey debe comprometerse en actividades  guerreras.

([8])A este respecto, nos limitaremos a señalar las expresiones  características del Manâvadharmashastra, XI, 246 (cf. XII, 101):  "Al igual que el fuego, con su llama ardiente, consume  rápidamente la madera en la que prende, así también aquel que  conoce los Vedas consume pronto sus faltas con el fuego del  saber"; XI, 261: "Un brahamana que posee todo el Rig Veda no  puede ser mancillado por ningún crimen, aun cuando matara a todos  los habitantes de los tres mundos".

([9])Cf. Lun‑yü, XVI, 8; 1 y XIV, 4‑5: Tshung‑yung, XX, 16‑17;  XXII, 1 y XXIII, 1.

([10])Cf. MASPERO, Chine ant., op. cit., pag. 452, 463, 466‑467.

([11])PLATON, República, 290d.

([12])PLUTARCO, De Is. y Os., IX.

([13])Cf. SPIEGEL, Eran. Altert., op. cit., v. III, pag. 605‑606.

([14])Cf. CICERON, De Natura Deorum, III, 2.

([15])Cf. TITO LIVIO, I, 20.

([16])Cf. MORET, Royaut. phar., pags. 121, 206.

([17])BLOCH, Rois thaumat., cit., pag. 66.

([18])Ibid., pag. 197 (la fórmula es de J. Golein).

([19])F. de COULANGES, Les transformations de la royauté pendant  l'epoque carolingienne, París, 1892, pag. 233.

([20])David recibe de Samuel el óleo santo y "desde este día el  espíritu de Dios estuvo con él" (Rois, I, 16; I, 3, 12‑13). En  algunos textos medievales el óleo de la consagración real fue asimilado al que consagra también "los profetas, los sacerdotes y los mártires" (BLOCH, pag. 67‑73). Durante el período carolingio,  el obispo pronuncia esta fórmula de consagración: "Que Dios te corone en Su misericordia con la corona de gloria, que derrama sobre tí el óleo de la gracia de Su Espíritu Santo, como ha vertido sobre las piedras, los reyes, los profetas y los mártires" (HINCMAR, Migne, c. 806, apud Fustel de Coulandes, op. cit., pag. 233).

([21])Cf. A. DEMPE, Sacrum Imperium, ed. it. Messina‑Milán, 1933,  pag. 143.

([22])G. D'OSNABRUCK, Lib de Lite, I, 467.

([23])Apud BLOCH, cit., pag. 190.

([24])Cf. BLOCH, op. cit., pag. 198.

([25])Respecto a la definición de la naturaleza específica de la  realización iniciática, cf. EVOLA, Ueber das Initiatische in  "Antaios", 1964, nº 2, ensayo que se encuentra incluido en L'Arco  e la Clava, Milán, 1967, cap. 11.

 


 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 9. Vida y muerte de las civilizaciones

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 9. Vida y muerte de las civilizaciones

Biblioteca Julius Evola.- Las civilizaciones no son eternas, sino transitorias. Como si se tratara de un ser humano, nacen, creden, se desarrollan y mueren y son sustituidas por otras que a su vez siguen el mismo ciclo. El tipo de civilización que crean deriva del elemento raza, íntimamente ligado al tipo de tradición que han heredado y que asumen. La metafísica de la historia enseña que las civilizaciones siguen leyes cíclicas. Evola, en este capítulo define el elemento fundamental para constatar la decadencia de las civilizaciones, el ascenso progresivo del "demos".

 

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VIDA Y MUERTE DE LAS CIVILIZACIONES

Allí donde la tradición conserva toda su fuerza, la dinastía o sucesión de reyes sagrados representa pues un eje de luz y de eternidad en el tiempo y la presencia victoriosa del supramundo en el mundo, la componente "olímpica" que transfigura el elemento demoníaco del demos y da un sentido superior a todo lo que es Estado, nación y raza. E incluso en las capas más bajas, el lazo jerárquico creado por una relación consciente y viril constituía un medio de avance y participación.

De hecho, incluso la simple ley, emanada de lo alto e investida de una autoridad absoluta, era, para los que no podían alumbrar ellos mismos el fuego sobrenatural, una referencia y un sostén más allá de la simple individualidad humana. En realidad, la adhesión íntima, libre y efectiva de toda una vida humana a las normas tradicionales, incluso en la ausencia de una plena comprensión de su dimensión interna susceptible de justificarla, actuaba de tal forma que esta vida adquiría objetivamente un sentido superior: a través de la obediencia y la fidelidad, a través de la acción conforme a los principios y a los límites tradicionales, una fuerza invisible la modelaba y la situaba sobre la misma dirección que la de este eje sobrenatural, que en los demás ‑el pequeño número en la cúspide‑ vivía en el estado de verdad, de realización, de luz. Así se formaba un organismo estable y animado, constantemente orientado hacia el supramundo, santificado en potencia y en acto según sus grados jerárquicos y en todos los dominios del pensamiento, del sentimiento, de la acción y de la lucha. Era en este clima que vivía el mundo de la Tradición. "Toda la vida exterior era un rito, es decir, un movimiento de aproximación, más o menos eficaz según los individuos y los grupos, hacia una verdad que la vida exterior, en sí, no puede dar pero permite, si es vivida santamente, realizarla parcial o íntegramente. Estos pueblos vivían la misma vida que habían vivido durante siglos; se servían de este mundo como de una escala para llegar a liberarse del mundo. Estos pueblos pensaban santamente, actuaban santamente, amaban santamente, odiaban santamente, se mataban santamente, habían esculpido un templo único en un bosque de templos, a través del cual rugía el torrente de las aguas, y este templo era el lecho de un arroyo, la verdad tradicional, la sílaba santa en el corazón purificado"([1]).

A este nivel, salir de la Tradición significaba salir de la verdadera vida; abandonar los ritos, alterar o violar las leyes, confundir las castas; retrotraerse del cosmos al caos, caer bajo el poder de los elementos y de los totems, seguir la "vía de los infiernos", donde la muerte es una realidad, y un destino de contingencia y de disolución domina en todas las cosas.

Y esto era válido para los individuos y para los pueblos.

Resulta de todas las constataciones históricas que las civilizaciones están destinadas, como el hombre, tras una aurora y un período de impulso, a decaer y a desaparecer. Se ha intentado descubrir la ley que preside tal destino: la causa del declive de las civilizaciones. Esta causa no podrá jamás ser encontrada en el mundo exterior, no podrá jamás ser definida por factores puramente históricos y naturales.

Entre los diversos autores, Gobineau es quizás quien ha sabido mostrar mejor la insuficiencia de la mayor parte de las causas empíricas, adoptadas para explicar el crepúsculo de las grandes civilizaciones. Nos ha mostrado, por ejemplo, que una civilización no se hunde en absoluto por el mero hecho que su potencia política haya sido rota o transtornada. "La misma forma de civilización, persiste en ocasiones bajo una dominación extranjera, desafía los acontecimiento más calamitosos, mientras que, otras veces, en presencia de desgracias oscuras, desaparece"([2]). No son siquiera las cualidades de los gobiernos, en un sentido empírico ‑es decir, administrativo‑organizador‑ quienes tienen gran influencia sobre la longevidad de las civilizaciones: al igual que los organismos, estos ‑observa siempre Gobineau‑ pueden incluso resistir largo tiempo aun sufriendo afecciones desorganizadoras. La India y, ante todo, la Europa feudal, se caracterizan precisamente por un "pluralismo" evidente, por la ausencia de una organización única, una economía y una legislación unificadas, ‑factores de antagonismos siempre renacientes‑ y ofrecen el ejemplo de una unidad espiritual, la vida de una tradición única. No se puede siquiera atribuir la ruina de las civilizaciones a lo que se ha llamado la corrupción de las costumbres, en el sentido profano, moralista y burgués, del término. Puede ser, como máximo, un efecto o un signo: jamás es la verdadera causa. En la mayor parte de los casos, es preciso reconocer, con Nietzsche, que allí donde empieza a existir preocupación por una "moral", allí, ya hay decadencia([3]): el mos de las antiguas "edades históricas" de las que habla Vico no había tenido jamás nada que ver con limitaciones moralistas. La tradición extremo‑oriental, en particular, ha puesto perfectamente en claro la idea de que la moral y la ley en general (en el sentido conformista y social) aparecen allí donde no se conoce ya la "virtud", ni la "Vía": "perdida la Vía, resta la virtud; perdida la virtud, queda la ética; perdida la ética, queda el derecho; perdido el derecho, queda la costumbre. La costumbre no es más que el aspecto exterior de la ética y marca el principio de la decadencia"([4]).

En cuanto a las leyes tradicionales, el hecho de que su carácter sagrado y su finalidad trascendente les confieran un valor no humano, no pueden de ninguna manera ser remitidos al plano de una moral, en el sentido corriente del término. El antagonismo de los pueblos, el estado de guerra, no es tampoco, en sí mismo, susceptible de causar la ruina de una civilización: la idea del peligro, y de la conquista, puede, por el contrario, volver a soldar, incluso materialmente, las mallas de una estructura unitaria, reavivar una unidad espiritual en sus manifestaciones exteriores, mientras que la paz y el bienestar pueden conducir a un estado de tensión reducida, que facilita la acción de las causas más profundas de una posible desintegración([5]).

Ante la insuficiencia de estas explicaciones, se invoca en ocasiones la idea de la raza. La unidad y la pueza de la sangre estarían en la base de la vida y de la fuerza de una civilización; la mezcla de la sangre sería la causa inicial de su decadencia. Pero se trata, aquí también, de una ilusión: una ilusión que rebaja además la idea de civilización al plano naturalista y biológico, ya que es más o menos sobre este plano que se concibe hoy la raza. Contemplada bajo este ángulo, la raza, la sangre, la pureza hereditaria de la sangre, no son más que una simple "materia". Una civilización en el sentido verdadero del término, es decir tradicional, no nace más que cuando, sobre esta materia, actúa una fuerza de orden superior y sobrenatural: la fuerza a la cual corresponde precisamente una suprema función "pontifical", la componente del rito, el principio de la espiritualidad en tanto que fundamento de la diferenciación jerárquica. En el origen de toda civilización verdadera había un hecho "divino" (el mito de los fundadores divinos ha sido común a todas las grandes civilizaciones): por ello ningún factor humano o natural podrá verdaderamente explicarlo. La alteración y el declive de las civilizaciones se deben a un hecho del mismo orden, pero de sentido opuesto degenerante. Cuando una raza ha perdido el contacto con lo único que posee y puede darle estabilidad, con el mundo del "ser"; cuando también ha decaido en lo que constituye el elemento más sútil, pero al mismo tiempo mas esencial, a saber la raza interior, la raza del espíritu, respecto a la cual la raza del cuerpo y del alma no son más que manifestaciones y medios de expresión([6]), entonces los organismos colectivos de los que se ha formado, cualquiera que sea su grandeza y su poder, descienden fatalmente en el mundo de la contingencia: están a merced de lo irracional, de lo variable, de lo "histórico", de lo que es condicionado por lo bajo y por lo exterior.

La sangre, la pureza étnica, son elementos que, incluso en las civilizaciones tradicionales, tienen su valor: valor cuya naturaleza no justifica el empleo, para los hombres, de los criterios en virtud de los cuales el carácter de "pura sangre" decide perentoriamente cualidades de un perro o de un caballo, como han afirmado, o poco más, algunas ideologías racistas modernas. El factor "sangre" o "raza" tiene su importancia, por que no es en lo mental ‑en el cerebro y en las opiniones del individuo‑ sino en las fuerzas más profundas de vida donde viven y actúan las tradiciones en tanto que energías típicas y formadoras([7]). La sangre registra los efectos de esta acción, y ofrece, a través de la herencia, una materia ya afinada y preformada, tal que a lo largo de generaciones, realizaciones similares a las originarias estén preparadas y puedan desarrollarse de forma natural y casi expontánea. Es sobre esta base ‑y solo sobre esta base‑ que el mundo de la Tradición, como se verá, reconoce a menudo el carácter hereditario de las castas e impone la ley endogámica. Pero, si se considera la Tradición allí donde el régimen de las castas fue precisamente el más riguroso, es decir, en la sociedad indo‑aria, el simple hecho del nacimiento, aunque necesario, no era considerado suficiente: era preciso que la cualidad virtualmente conferida por el nacimiento fuera actualizada mediante la iniciación. Tal como hemos indicado ya, se llega hasta a afirmar en el Manavadharmashastra que el arya mismo, mientras no ha pasado por la iniciación o "segundo nacimiento", no es superior al shudra. Así mismo, las tres diferenciaciones especiales del fuego divino servían de almas a los tres pishtra iranios los más elevados en la jerarquía y la pertenencia definitiva a ésta era confirmada igualmente por la iniciación. Así, incluso en estos casos, era preciso no perder de vista la dualidad de los factores, no confundir el elemento formador con el elemento formado, lo condicionante con lo condicionado. Las castas superiores y las aristocracias tradicionales, y de una forma más general, las civilizaciones y las razas superiores ‑las cuales, en relación a las demás, tienen la misma posición que las castas, que han recibido una consagración en relación a las castas plebeyas de los "hijos de la Tierra"‑ no se explican por la sangre, sino a través de la sangre, por algo que va más allá de la sangre misma y que posee un carácter metabiológico.

Cuando esta "cosa" tiene verdaderamente poder, cuando constituye el núcleo más profundo y sólido de una sociedad tradicional, mientras una civilización puede mantenerse y reafirmarse frente a mezclas y alteraciones étnicas que no presentan un carácter netamente destructor, puede incluso reaccionar sobre los elementos heterogéneos, formarlos, reducirlos gradualmente a su tipo o reproducirse asi, en tanto, podríamos decir, que nueva unidad "expansiva". Incluso en los tiempos históricos, no faltan ejemplos de este tipo: China, Grecia, Roma, el Islam. Cuando la raíz generadora "de lo alto" deja de estar viviente en una civilización y su "raza del espíritu" está postrada o quebrada, es en ese momento cuando ‑paralelamente a su secularización y a su humanización‑ su declive ha comenzado([8]). En esta situación disminuida, las únicas fuerzas sobre las cuales es aun posible contar son las de una sangre que, por raza e instinto, lleva aun en él, atávicamente, como eco, la impronta del elemento superior desaparecido: y solo desde este punto de vista la tesis "racista" de la defensa de la pureza de la sangre puede tener una razón de ser, al menos para impedir, o retardar la desembocadura fatal del proceso de degeneración. Pero prevenir verdaderamente esta desembocadura es imposible sin un despertar interior.

Podemos desarrollar consideraciones análogas respecto al valor y a la fuerza de las formas, los principios y las leyes tradicionales. En un orden social tradicional es preciso que haya hombres en quienes el principio sobre el cual se apoyan, por grados, las diversas organizaciones, legislaciones e instituciones, sobre el plano del ethos y del rito, esté verdaderamente presente en acto, no siendo un simulacro a exterior, sino una realización espiritual objetiva. Es preciso, en otros términos, que un individuo o una élite estén a la altura de la función "pontifical" de los señores y de los mediadores de las fuerzas de lo alto. Mientras que quienes son solo capaces de obedecer, y no puedan asumir la ley más que a través de la autoridad y la tradición exterior, comprendan porqué deben obedecer y su obediencia ‑tal como hemos dicho‑ no sea estéril, sino que les permita participar efectivamente en la fuerza y en la luz. Al igual que al paso de una corriente magnética en un circuito principal se producen corrientes inducidas en otros circuitos dispuestos sincrónicamente, así mismo, en aquellos que no siguen más que la forma y el rito, pero con un "corazón puro y fiel", pasa invisiblemente una parte de la grandeza, de la estabilidad y de la "fortuna" que se encuentran reunidos y vivientes en la cúspide de la jerarquía. Mientras la tradición es sólida, el cuerpo es uno y todas sus partes se encuentran relacionadas por un lazo oculto más fuerte que las contingencias exteriores.

Pero cuando no existe en el centro más que una función que se sobrevive a sí misma, cuando los atributos de los representantes de la autoridad espiritual y real no son más que nominales, mientras la cúspide se disuelve, el apoyo desaparece, la vía solar se cierra([9]). Muy expresiva es la leyenda según la cual las gentes de Gog y Magog ‑que, tal como hemos dicho pueden simbolizar las fuerzas caóticas y demoníacas frenadas por las estructuras tradicionales‑ atacan cuando perciben que nadie hace sonar las trompetas sobre la muralla con la cual un emperador les había cerrado el camino, y solamente es el viento quien produce el sonido. Los ritos, las instituciones, las leyes y las costumbres pueden aun subsistir durante un cierto tiempo, pero su significado se ha perdido, su virtud está paralizada. No son más que algo abandonada a su suerte y, una vez entregadas a si mismas, secularizadas, se fracturan como la arcilla reseca al margen de todos los esfuerzos con los cuales se intenta mantener desde el exterior, incluso por la violencia, la unidad perdida; se desfiguran y se alteran cada día más. Pero mientras quede una sombra, y en tanto que subsista en la sangre un eco de la acción del elemento superior, el edificio pérmanece en pié, el cuerpo parece tener aun un alma, el cadáver ‑según la imagen de Gobineau‑ camina y puede aun abatir lo que encuentra en su paso. Cuando el último residuo de la fuerza de lo alto y de la raza del espíritu está agotada en las generaciones sucesivas, no queda nada: ningún lecho contiene ya al torrente, que se dispersa en todas direcciones. El individualismo, el caos, la anarquía, el hibrys humanista, la degeneración, hacen su aparición por todas partes. El dique se rompe. Incluso cuando subsiste la apariencia de una grandeza antigua, basta el menor choque para hacer hundir un Estado o un Imperio. Lo que podrá reemplazarlo será su inversión arimánica, el Leviatán moderno omnipotente, la entidad colectiva mecanizada y "totalitaria".

Desde la preantigüedad hasta nuestro días, tal es la "evolución" que nos será preciso constatar. Tal como veremos, del mito lejano de la realiza divina, regresando de casta en casta, se llegará hasta las formas sin rostro de la civilización actual, donde se despierta, de una forma rapida y avasalladora, en las estructuras mecanizadas, el demonismo del puro demos y del mundo de las masas.



([1])Expresiones de G. de GIORGIO (Azione e contemplazione, en "La Torre", nº 2, 1930).

([2])GOBINEAU, Essai sur 'inegalité des races humaines, París, 1884, pag. 1.

([3])GOBINAU (op. cit., pag. 10), dice con razón: "Lejos de descubrir en las sociedades jóvenes una superioridad moral, no dudo que las sociedades, envejeciendo, y en consecuencia aproximàndose a su caida, no presentan a los ojos del censor un estado mucho más satisfactorio".

([4])LAO‑TSE, Tao‑te‑king, XXXVIII.

([5])Para la crítica de las causas presumidas del crepúsculo de las civilizaciones, cf. GOBINEAU, op. cit., pag. 16‑30, 77.

([6])Sobre la noción competa de raza y las relaciones entre la raza del cuerpo, del alma y del spíritu, cf. nuestra obra: Sintesi di dottrina della razza, Milán, 1941.

([7])Si por "religión" se entiende simplemente el fenómeno devocional, hecho de creencias y sentimientos subjetivos ‑es decir, esencialmente humanos‑ que ha sucedido al poder antiguo del rito y a la función objetiva de los mediadores divinos, se debe reconocer con GOBINEAU, (op. cit., cap. II) que el debilitamiento de las ideas religiosas no es tampoco la verdadera causa del declive de las civilizaciones.

([8])Podemos tomar en consideración la tesis de A. J. TOYNBEE (A study of History, London, 1941) según la cual, a parte de algunas excepciones, no hay ejemplos de civilizaciones que hayan sido asesinadas, sino civilizaciones que han muerto. Por todas partes donde la fuerza interior subsiste y no abdica, las dificultades, los peligros, los ambientes hostiles, los ataques e incluso las invasiones se vuelven un estimulante, en un desafío que obliga a esta fuerza a reaccionar, de una forma creadora. Toynbee ve incluso en este desafío la condición para la afirmación y el desarrollo de las civilizaciones.

([9])Según la tradición hindú (Mânavadharmashastra, IX, 301‑302), del estado de los reyes, dependen las cuatro grandes edades del mundo, o yuga: y la edad oscura, kâli‑yuga, corresponde a aquel donde la función real duerme; la edad de oro, a aquel donde el rey reproduce aun las acciones simbólicas de los dioses arios.


Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 8. Las dos vías de ultratumba

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 8. Las dos vías de ultratumba

Biblioteca Julius Evola.- Si el ser humano es una "ser para la muerte", si su destino inevitable es morir y, como enseña el budismo,no ha existido un hombe en toda la historia que haya evitado el encuentro con la muerte, entonces la vida no es sino una preparación para la muerte. De la actitud que tomen las distintas tradiciones en relación a la muerte, dependerá su carácter y naturaleza profunda. No es lo mismo la inhumación que reintegra al ser en el seno de la tierra madre, que la iniceración que hace ascender la llama hasta el cielo.

 

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LAS DOS VIAS DE ULTRATUMBA

En este punto, conviene indicar las relaciones que existen entre  las ideas ya expuestas y el problema de los destinos de ultra‑  tumba. Es necesario, aquí también, referirse a enseñanzas que, en  la época actual, casi han desaparecido.  

Pensar que el alma de todos los hombres sea inmortal, es una  creencia extraña y de la que se encuentran muy pocas huellas en  el mundo de la Tradición. Tradicionalmente, se distinguía, ante  todo, la verdadera inmortalidad (que equivalía a una participación en la naturaleza olímpica de un dios) de la simple supervivencia; se consideraban luego diversas formas posibles de supervivencia; se planteaba el problema del post‑mortem de una forma particular para cada individuo, teniendo en cuenta, además, diversos elementos comprendidos en la componente humana, pues se estaba lejos de reducir el hombre al simple binomio "alma‑cuerpo".

En las tradiciones antiguas, se enseñaba, en efecto, bajo formas  variadas, que fuera del cuerpo psíquico, el hombre se compone  esencialmente de tres entidades o principios, teniendo cada uno  un carácter y un destino propios. El primero corresponde al "Yo"  consciente que se despierta con el cuerpo y se forma  paralelamente al desarrollo biológico de este último: es la  personalidad ordinaria. El segundo fue designado bajo el nombre  de "demonio", de "manes" o de "lares" y también de "doble" y de  "totem". El tercero corresponde a lo que procede de la primera  entidad tras la muerte: para la mayoría es la "sombra".

Durante el tiempo que pertenece a la "naturaleza" la raíz última  de un ser humano es el "demonio" palabra que, sin  embargo, no tiene aquí el sentido moral de entidad malvada que le ha dado el cristianismo. El demonio podría definirse respecto al hombre, considerado de forma naturalista, como la fuerza profunda que, originalmente, ha determinado una conciencia en la forma finita y en el cuerpo, donde se encuentra viviendo en el mundo visible, y que permanece luego, por así decirlo, "tras" el  individuo, en el preconsciente y en el subconsciente, a base de  procesos orgánicos y relaciones sutiles con el ambiente, con los  demás seres y con el destino pasado y futuro, relaciones que  escapan habitualmente a toda percepción directa. A este respecto,  muchas tradiciones han hecho corresponder a menudo el "demonio" a lo que se llama el "doble", por ejemplo cuando se alude a un  alma del alma y a un alma del cuerpo mismo. Se ha puesto también  en estrecha relación con el ancestro primordial o totem,  concebido como alma y vida unitaria generadora de un linaje, de  una familia, gens o tribu, es decir. en un sentido más general  que el que le atribuye una cierta etnología moderna. Los  individuos del grupo aparecen entonces como otras tantas  encarnaciones o emanaciones de este demonio o totem, "espíritu"  de su sangre: viven en él y de él, que sin embargo los supera,  como la matriz supera cada una de las formas  particulares que  produce y modela a partir de su sustancia. En la tradición hindú, lo que corresponde al demonio es el principio del ser profundo del hombre, llamado linga sharira. Linga evoca precisamente la idea de un poder generador, al cual corresponde el origen posible de genius o genera, actuar en el sentido de engendrar, y la  creencia romana y griega que el genius o lar (=demonio) es la  fuerza procreadora misma sin la cual una familia se extinguiría([1]). Por otra parte, el hecho de que los totems hayan estado a menudo asociados a las "almas" de especies animales determinadas y que sea sobre todo la serpiente, animal esencialmente ctònico, quien haya estado relacionado por el mundo clásico con la idea del demonio y del genio nos indica que esta fuerza, bajo su aspecto inmediato, es esencialmente subpersonal, que pertenece a la naturaleza, al mundo inferior. Según el simbolismo de la tradición romana, la residencia de los lares está bajo tierra, bajo la custodia de un principio femenino, Mania, que es Mater Larum([2]).

Según la enseñanza esotérica, a la muerte del cuerpo el hombre  ordinario pierde en general lo que ha constituido su personalidad, ‑ya ilusoria, por lo demás‑ durante la vida. No queda más que la personalidad reducida de una sombra, destinada a disolverse tras un período más o menos largo, cuyo término corresponde a lo que se llamaba "la segunda muerte"([3]). Los principios vitales esenciales del muerto, vuelven al totem, casi como a una materia prima eterna e inagotable, de donde renacerá la vida bajo otras formas individuales, sometidas a un destino idéntico. Tal es la razón por la cual los totems, manes, lares o penates ‑reconocidos precisamente como "los dioses que nos hacen vivir" pues "alimentan nuestro cuerpo y dirigen nuestra alma"([4])‑ se identificaban también con los muertos, y es igualmente porque el culto de los ancestros, de demonios y de la fuerza generadora invisible presente en cada uno, se confundía a menudo con el de los muertos. Las "almas" de los difuntos continuaban viviendo en los dioses manes ‑dii manes‑ en quien se resolvían también en estas fuerzas de la sangre del linaje, de la raza o de la familia, donde se manifiesta y prosigue, precisamente, la vida de estos dioses manes.

Esta enseñanza concierne al orden natural. Pero hay otra, relativa a una posibilidad de orden superior, es decir, a una solución diferente, privilegiada, aristocrático‑sagrada, del problema de la supervivencia. Esta segunda enseñanza sirve de punto de unión con las ideas ya expuestas respecto de los ancestros que, por  su "victoria", determinan una herencia sagrada para la descendencia patricia que sigue y renueva el rito.

Los "héroes" o semi‑dioses, a los cuales las castas superiores y las familias nobles de la antigüedad tradicionales hacían  remontar sus orígenes, no eran seres que, a su muerte, emitían  como los otros una "sombra", larva del Yo, destinada a su vez a  morir, o que habían sido vencidas en las pruebas del más allá;  eran, por el contrario, seres que habían conseguido la vida propia, subsistente en sí misma, trascendente e incorruptible, de un  "dios"; eran seres que "habían triunfado sobre la segunda  muerte". Lo cual era posible en tanto que, más o menos directamente, habían hecho sufrir a su fuerza vital este cambio de naturaleza, del cual ya hemos hablado a propósito del sentido trascendente del "sacrificio". Es en Egipto donde fue expuesto en los términos más claros la tarea consistente en formar, gracias a una operación ritual apropiada, en la sustancia del ka ‑no designando el "doble" o demonio‑ una especie de nuevo cuerpo incorruptible ‑el sahu‑ destinado a reemplazar el cuerpo de carne y a "permanecer en pié" en lo invisible. La misma concepción se encuentra en otras tradiciones en relación con la noción de "cuerpo inmortal"; "cuerpo de gloria" o de "resurrección". En otras tradiciones griegas del período homérico (como por lo demás en el período ario de los Vedas), no se concebía la supervivencia solo del alma, sino la supervivencia total de los que eran "arrebatados" o "hechos invisibles" por los dioses en la "Isla de los Bienaventurados" donde no se muere y se pensaba que conservan el alma y el cuerpo unidos indisolublemente([5]), es preciso no ver en todo esto, como muchos historiadores de las religiones creen hoy, una representación materialista grosera, sino que se trata frecuentemente de lo contrario, esto es la expresión simbólica de la idea de un "cuerpo inmortal" en tanto que condición de la inmortalidad, idea que ha encontrado en el esoterismo extremo‑ oriental, en el taoismo operativo, una expresión clásica([6]). El sahu egipcio, formado por el rito, gracias al cual el muerto puede habitar entre los dioses solares, "designa un cuerpo que ha obtenido un grado de conocimiento, de poder y de gloria, asegurándole la duración y la incorruptibilidad". A él corresponde la fórmula: "Tu alma vive, tu cuerpo crece, al mandato de Ra mismo, sin disminución y sin falta, como Ra, eternamente"([7]). La conquista de la inmortalidad, el triunfo sobre las potencias adversas de disolución, están precisamente en relación, aquí, con la integralidad, con la inseparabilidad del alma del cuerpo,  de un cuerpo que no perece([8]). Esta fórmula védica es particularmente expresiva: "Habiendo abandonado toda falta, vuelve a la casa. Unete, lleno de esplendor, con el  cuerpo"([9]). El dogma cristiano de la "resurrección de la carne"  en el "juicio final" es el último eco de esta idea, del cual  la huella se encuentra hasta en la alta prehistoria([10]).

En estos casos, la muerte no es un fin, sino una realización. Es  una "muerte triunfal" e inmortalizante, aquella, por la que en  algunas formas tradicionales helénicas el muerto era llamado  "héroe" y morir se decía "engendrar semi‑dioses"; por ello se representaba frecuentemente al difundo con una corona ‑a menudo colocada sobre su cabeza por la diosa de la victoria‑ hecha del mismo mirto que señalaba a los iniciados en Eleusis; el día de la muerte, en el lenguaje litúrgico católico mismo, es llamado dies natalis; así mismo en Egipto las tumbas de los muertos "osirificados" eran llamadas "casas de inmortalidad" y el más allá concebido como el "país del triunfo", ta‑en‑mâaXeru; el "demonio" del Emperador en Roma era adorado como divino; y, de una forma más general, los reyes, los legisladores, los vencedores, los creadores de las instituciones o tradiciones que, se pensaba, implicaban precisamente una acción y una conquista más allá de la naturaleza, aparecían, tras su muerte, como héroes, semi‑dioses, dioses o avatares de dioses. En concepciones de este género es preciso también buscar la base sagrada de la autoridad que los ancianos poseían en muchas civilizaciones antiguas: pues se reconocía en ellos, ‑al estas más próximos que los otros del fin‑, la manifestación de la fuerza divina que, con la muerte, habría culminado su total liberación([11]).

El destino del alma en el ultra‑tumba comporta pues dos vías  opuestas. La una es el "sendero de los dioses", llamado también  la "vía solar" o de "Zeus", que conduce a la estancia luminosa de los inmortales, representada con cumbres, cielos o islas, del  Walhalla y del Asgard nórdicos hasta la "Casa del Sol" azteco‑  peruana reservada igualmente a los reyes, a los héroes y a los  nobles. La otra es la vía de los que no sobreviven realmente, que  se disuelven poco a poco en el tronco originario, en los totems,  los únicos que no mueren: es la vía del Hades, de los "Infiernos", del Niflheim, y divinidades ctónicas([12]). Se encuentra exactamente la misma enseñanza en la tradición hindú en la que expresiones deva‑yana y pitr‑yana significan precisamente "sendero de los dioses" y "sendero de los ancestros" (en el sentido de totem). Se ha dicho: "Estos dos senderos, uno  luminoso, y el otro oscuro, son considerados como eternos en el  universo. Siguiendo el uno, el hombre se va y no vuelve más;  siguiendo la otra, vuelve de nuevo". El primero, asociado  analógicamente al Fuego, a la luz, al día, a los seis meses del  ascenso solar, más allá de la "puerta del sol" y la región de la  claridad, conduce a Brahma", es decir al estado incondicionado.  El otro, que corresponde al humo, a la noche, a los seis meses  del descenso solar, lleva a la Luna, símbolo del principio de las  transformaciones y del devenir, que aparece aquí como el símbolo  del ciclo de los seres finitos, pululando y transpasando como  otras encarnaciones caducas de las fuerzas ancestrales([13]). El  simbolismo según el cual los que recorren la vía lunar deben  alimentar a los manes y son luego de nuevo "sacrificados" por  estos en la semilla de nuevos nacimientos mortales, es  particularmente interesante([14]). Otro símbolo muy expresivo se  encuentra en la tradición griega: los que no han sido iniciados,  es decir, la mayoría son condenados, en el Hades, al trabajo de las Danaides, dicho de otra forma, a llevar en agua, en ánforas agujereadas en toneles sin fondo, sin poder jamás llenarlos, imagen de la insignificancia de su vida pasagera que sin embargo renace siempre en vano. Otro símbolo griego equivalente es el de Oknos que, en la llanura del Leteo, fabrica  una cuerda, que súbitamente devora un asno. Oknos simboliza la  obra del hombre([15]) mientras que el asno, tradicionalmente, encarna la potencia "demoníaca", hasta el punto de que en Egipto se encuentra asociado a la serpiente de las tinieblas y a Am‑mit,  el "devorador de los muertos"([16]).

Se encuentran también, en este terreno, las ideas fundamentales ya indicadas a propósito de las "dos naturalezas", a partir de las cuales podemos entender el significado que revestía la existencia en la antigüedad, no solo de dos órdenes de  divinidades, las unas urano‑solares, las otras telúrico‑lunares,  sino también de dos tipos esencialmente distintos y en ocasiones  incluso opuestas, de ritos y de cultos([17]). Se puede decir que la  medida según la cual una civilización pertenece al tipo que hemos  llamado "tradicional" está determinada precisamente por el grado  de preponderancia de cultos y ritos del primer tipo en relación a los del segundo. Así se encuentran precisadas, desde este punto de vista particular, la naturaleza y la función de los  ritos igualmente propios al mundo de la "virilidad espiritual".

Una de las características de lo que pretende ser hoy la "ciencia  de las religiones" es precisamente esta: desde que, por  casualidad, se descubre la llave para cierta puerta, se cree  poder servirse de ella para abrir cualquier otra. Es así como habiendo llegado al conocimiento de los totems, algunos se han puesto a ver totems por todas partes. Se ha llegado a aplicar, con desenvoltura, la interpretación "totémica" incluso a las formas de grandes tradiciones, pensando encontrar su mejor explicación en el estudio de las poblaciones salvajes. Y como si esto no bastara, se llega a formular una teoría sexual de los totems.

No diremos, por nuestra parte que, de los totems de estas poblaciones a la realeza tradicional, haya habido una evolución en el sentido temporal del término. Pero desde un punto de vista ideal, es sin embargo posible, a este respecto hablar de progreso. Una tradición real o incluso solo aristocrática nace allí donde no hay dominación de los totems, sino dominación sobre los totems, justo donde el lazo se invierte y las fuerzas  profundas del linage son asumidas y orientadas supra‑  biológicamente por un principio sobrenatural, hacia una conlcusión de "victoria" y de inmortalización olímpica([18]). Establecer promiscuidades ambiguas que abren primeramente los individuos a los poderes de los que dependen en tanto que seres naturales, haciendo caer cada vez más bajo el centro de su ser en lo colectivo y lo pre‑personal; apaciguar o volver propicias algunas influencias del mundo inferior permitiéndoles encarnarse, como aspiran, en el alma y en el mundo de los hombres, tal es esta la esencia de un culto subterráneo, totémico, goético, que no es pues, en realidad, más que una prolongación del modo de ser de los que no tienen ni culto ni rito, o es el signo de la extrema degeneración de los formas tradicionales más elevadas. Arrancar los seres a la dominación de los totems, fortificarlos, encaminarlos hacia la realización de una forma espiritual y de un límite, llevarlos invisiblemente sobre la línea de las influencias capaces de favorecer un destino de inmortalidad heroica y liberada, tal era, por el contrario, el fin del culto aristocrático([19]). Si se permanece fiel a este culto, el destino del Hades era suspendido y la "vía de la Madre" abolida. Si, por el contrario, los ritos divinos eran abandonados, este destino se restablecía, la fuerza ambigua y demoníaca del totem volvía a ser todopoderosa. Tal era el sentido de la enseñanza oriental ya mencionada, según la cual aquel que olvida los ritos no escapa al "infierno", incluso si por "infierno" no se entiende un cierto nivel existencial en esta vida, sino un destino en el más allá. En su sentido más profundo, el deber de mantener, alimentar o desarrollar sin interrupción el fuego místico, cuerpo del dios de las familias, ciudades e imperios y, ‑según una expresión védica particularmente significativa a este respecto‑, guardián de inmortalidad([20]), ocultaba la promesa ritual de mantener, alimentar y desarrollar sin interrupción el principio de un destino superior y el contacto con el supramundo creados por el ancestro. Contemplándolo así, este fuego presenta una relación más estrecha con el de ‑segun la concepción hindú y griega y, en general, según el ritual olímpico y ario de la cremación‑ la pira funeraria, un símbolo de la fuerza que  consume los últimos restos de la naturaleza terrestre del muerto  hasta que se actualiza, más allá de esta, la "forma fulgurante"  de un inmortal([21]).



([1])Cf. MARQUARDT, Cult. Rom., cit. v. I, pag. 148‑9.

([2])Cf. VARRON, IX, 61.

([3])La tradición egipcia utiliza precisamente la expresión de  "dos veces muertos" para los que resultan condenados durante el "juicio" post‑mortem. Terminan por convertirse en la proyección del mundo inferior Amâm (el Devorador) o Am‑mit (El Devorador de muertos) (cf. W. BUDGE, Book of the Dead, Papyrus of Ani, Londres, 1895, pag. CXXX, 257; y el texto c. XXXb, donde se dice: "Pueda no ser dado al devorador Amemet prevalecer sobre ella (la  muerte)" y cap. XLIV, I, sigs., donde se dan las fórmulas "para no morir una segunda vez en el otro mundo"). El "juicio" es una  alegoría; se trata de un proceso impersonal y objetivo, tal como lo atestigua el símbolo de la balanza que pesa el "corazón" de los difuntos, pues nada puede impedir que una balanza se incline hacia el platillo más pesado. En cuando a la "condena", implica la incapacidad de realizar ninguna de las posibilidades de inmortalidad concedidas post‑mortem, posibilidades a las cuales hacen alusión muchas enseñanzas tradicionales de Egipto y el Tibet, que poseen, una y otra, un "Libro de los Muertos" especial, y hasta las tradiciones aztecas sobre las "pruebas" del  muerto y sobre sus salvoconductos mágicos.

([4])MACROBIO, Sat., III, v.

([5])Cf. RODHE, Psyche, cit., v. I, pag. 97, sigs.

([6])Cf. Il Libro del Principio e della sua azione, de LAO‑TSE,  traducido y comentado por J. EVOLA, Milán, 1960.

([7])BUDGE, op. cit., pag. LIX‑LX.

([8])Ibid., pag. LIX y texto, c. XXVI, 6‑9; XXVII, 5; LXXXIX, 12:  "Pueda conservarse su cuerpo, pueda ser una forma glorificada,  pueda no perecer jamás y jamás conocer la corrupción.

([9])Rg‑Veda, X, 14, 8.

([10])Cf. J. MAINAG, Les religions dans la préhistoire (París,  1921). Es con razón que D. MEREJKOWSKY escribe (Dante, Bolonia, 1939, pag. 252): "En la antigüedad paleolítica el alma y el cuerpo son inseparables; unidos en este mundo, permanecen unidos en el otro. Aunque esto pueda parecer extraño, los hombres de las cavernas sabían ya a propósito de la "resurrección de la carne" algo que Sócrates y Platón, con su "inmortalidad del alma" ignoraban o habían olvidado ya".

([11])Esta justificación de la autoridad de los ancianos se ha  conservado en algunas poblaciones salvajes. Cf. LEVY‑BRUHUL, Alma  primitiva, cit., pag. 269‑271.

([12])Se encuentran entre los pueblos asirio‑babilonios  concepciones relativas a un estado larvario, análogo al del Hades helénico, para la mayor parte de las edades recientes (post‑diluvianas): como el scheol oscuro y mudo de los judíos, donde las almas de los muertos, comprendidas las de los patriarcas, como Abraham o David, debían llevar una existencia inconsciente e impersonal. Cf. T. ZIELINSKI, La Sybile, París, 1924, pag. 44. La idea de tormentos, terrores y castigos en el más allá ‑la idea cristiana del "infierno"‑ es reciente y ajena a las formas puras y originarias de la Tradición donde se encuentra solo afirmada la alternativa entre la supervivencia  aristocrática, heroica, solar, olímpica, para los unos y el  destino de disolución, de pérdida de la conciencia personal, de vida larvaria o de retorno al ciclo de las generaciones para los demàs. En diversas tradiciones ‑como, por ejemplo, la del Egipto  de los orígenes y, en parte, la del antiguo México‑ el problema de una existencia post mortem, para los que sufren el segundo destino, ni siquiera se planteaba.

([13])Cf. Maitrâyanî‑upanishad, VI, 30 donde la "vía de los  ancestros" es también llamada la "vía de la Madre" (se verá la importancia de esta última designación, cuando hablaremos de la civilización de la "Madre"); Bhagavad‑gitâ, VIII, 24‑5‑6. PLUTARCO se reciere a una enseñanza casi idéntica, De facie in orb. lun., 942 a 945 d.

([14])Brhadâranyaha‑upanishad, VI, 15‑16.

([15])Cf. ROHDE, Psyche, op. cit., I, 316‑317.

([16])Cf. BUDGE, cit., pag. 248.

([17])Para el mundo clásico, cf. A, BAEUMLER, Intr. a BACHOFFEN,  Der Mythos von Orient und Okzident, cit., pag. XLVIII: "Todas las características esenciales de la relaciòn griega se refieren a la oposición entre los dioses ctónicos y los dioses olímpicos. La oposición no existe simplemente entre Aides, Perséfone, Démeter y Dionisos de una parte ‑Zeus, Hera, Atenea, Apolo, de otra. No se trata solo de la diferencia existente entre dos órdenes de dioses, sino también de la oposición entre modos de cultos completamente distintos. Y las consecuencias de esta posición se manifiestan hasta en las instrucciones más detalladas del culto divino cotidiano". En la segunda parte de esta obra,  constataremos que una oposición análoga se encuentra en la otras civilizaciones cuya desarrollo detallaremos.

([18])En las tradiciones helénicas, esta concepción recibió una de sus expresiones en los templos donde se encuentra, junto al lado de la "tumba" de un antiguo dios ctónico, el altar del culto de un "héroe" o de una divinidad de tipo olímpico. Esto quiere decir que un antiguo "demonio" ha sido vencido y "muerto, que ha sufrido la transformación "sacrificial". Su morada ctónica es concebida como una "tumba" cuando el demonio pasa a la forma superior, bajo el aspecto de un dios que lleva diferentes nombres (p. ej. el Apolo del templo de Delfos, donde se encontraba la tumba de Python) o de un hombre que, en tanto qu héroe, adquiere la inmortalidad privilegiada (cf. RONDE, Psyche, I, pag. 134,  141, 144). Las asociaciones clásicas entre las serpientes y los héroes deben ser interpretadas como la subsistencia del símbolo ctónico propio a una fuerza inferior, en un principio, que ha dominado la naturaleza (Cf. HARRISON, Prolegomena, cit., pag. 328 y sigs.).

([19])De aquí nace la idea, en muchas tradiciones, de un doble  demonio: uno divino y propicio ‑el "buen demonio", agathos  daimon‑ el otro terretre, relacionado sobre todo al cuerpo y a las pasiones (cf. p. ej. SERVIUS, Aen., VI, 743, CENSORIUS, De  Die Nat., 3 y sigs.). El primero puede representar las influencias transformadas, la herencia "triunfal" que el individuo puede confirmar y renovar, o bien traicionar cuando cede a su naturaleza inferior, expresada por el otro demonio.

([20])Rg‑Veda, VI, 7, 7. Para la relación que existe entre el  fuego de las familias nobles y el destino de una supervivencia divina, cf. también Mânavadharmashastra, II, 232.

([21])Esta forma es, en cierta manera, la forma ‑supra‑individua‑  del ancestro divino o del dios, en el cual la conciencia limitada del individuo se transforma (por ello, en Grecia, el nombre del muerto era en ocasiones reemplazado por el del héroe de su linaje: cf. ROHDE, Psyche, v. II, pag. 361). En el límite, se trata de esta "forma hecha de gloria", anterior al cuerpo y "puesto en este para darle una actividad propia", forma que, en la tradición irania, se relaciona con el "primer hombre hecho de luz' cuya  fuerza vital, cuando muere, "fue ocultada bajo la tierra", y da nacimiento a los hombres (cf. REITZTENSTEIN‑SCHAEDER, Studien zum antiken Synkretismus aus Iran und Griechenland, Leipzig, 1926, pag. 230 y sigs.). Se podría también aludir al "propio rostro, tal como existía antes de la creación" de la que habla el Zen.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 7. De la "Virilidad Espiritual"

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 7. De la "Virilidad Espiritual"

Biblioteca Julius Evola.- La virilidad espiritual está íntimanete asociada a las civilizaciones de carácter solar que practican cultos masculinos y viriles, frente a los cultos telúricos y ginecocráticos propios de las civilizaciones del Sur. Referida al tipo de culto, la "virilidad espiritual" se manifiesta en las costumbres de las naciones y en sus tradiciones. Esta distinción será esencial para comprender más adelante la diferenciación que establece Evola entre los dos modelos de civilizaciones: la "civilización de la Madre" y la "civilización Olímpica".

 

7.

DE LA "VIRILIDAD ESPIRITUAL"

Hemos hablado hasta aquí de lo sagrado, los dioses, el  sacerdocio, el culto... interesa subrayar que estas expresiones  al estar referidas a los orígenes, no tienen más que una relación  lejana con las categorías propias al mundo de la "religión" en el  sentido que ha tomado esta palabra desde hace tiempo. En la  acepción corriente, la religión reposa sobre la noción de  divinidades concebidas como entidades en sí, cuando no sobre la  noción de un Dios que, en tanto que ser personal, rige  providencialmente el universo. El culto se define entonces  esencialmente como una disposición afectiva, como la relación  sentimental y devocional que une el "creyente" a este ser o a  estos seres, en quienes una ley moral juega, a su vez, un papel  fundamental.

Sería vano buscar algo parecido en las formas originales del  mundo de la Tradición. Se conocen civilizaciones que no tuvieron,  en su principio, ni nombres, ni imágenes para los dioses: fue,  entre otros, el caso de los pelasgos. Los romanos mismos, durante  dos siglos, no representaron tampoco a sus divinidades: como  máximo los representaban con ayuda de un objeto simbólico. No es  ni siquiera  "animismo" ‑es decir, la representación general de  lo divino y de las fuerzas del universo teniendo como base la  idea del alma‑ lo que corresponde al estadio original, sino que  es, por el contrario, la idea o la percepción de puros poderes([1])  cuya concepción romana del numen es, aun una vez, una de las  expresiones más apropiadas. El numen, a diferencia del deus (tal  como este fue concebido luego), no es un ser o una persona, sino  una fuerza desnuda, que se define por su facultad de producir  efectos, actuar, manifestarse ‑y el sentido de la presencia real  de estos poderes, de estos numina, como algo trascendente e  inmanente, maravilloso y temible a la vez, constituía la  sustancia de la experiencia original de lo "sagrado"([2]). Una  frase bien conocida de Servius([3]) evidencia el hecho de que en  el origen "religión" no era otra cosa que experiencia. Y si los  puntos de vista más condicionados no eran excluidos en el  exoterismo, es decir, en las formas tradicionales destinadas al  pueblo, según la enseñanza correspondiente a las "doctrinas  internas", las formas personales más o menos objetivas de  divinidades no eran más que símbolos de los modos  suprarracionales y suprahumanos del ser. Tal como hemos dicho, lo  que constituía el centro del mundo de la Tradición era, sea la  presencia inmanente, real y viviente, de estos estados en el seno  de una élite, sea la aspiración a realizarlas gracias a lo que se  llama en el Tibet, y de una manera expresiva, la "vía directa"([4]) la que corresponde, en el conjunto, a la iniciación, en tanto  que cambio ontológica de naturaleza. Se encuentra en los  Upanishads esta frase que podría servir bien de consigna a la  doctrina interna tradicional: "Aquel que venera una divinidad  diversa del Yo espiritual (atmâ) y que dice: "Ella es diferente a  mí, y yo soy diferente que ella", no es un sabio sino tan solo  un animal útil a los dioses"([5]).

Sobre el plano más exterior, existía el rito. Pero apenas se  encontraba nada de "religioso" en él y, en aquel que lo  celebraba, bien poco del pathos devoto. Se trataba antes de una  "técnica divina", es decir de una acción determinante ejercida  sobre fuerzas invisibles y estados interiores, técnica parecida,  en su espíritu, a la que se ha elaborado en nuestros días para  actuar sobre las fuerzas físicas y los estados de la materia. El  sacerdote era simplemente aquel que, gracias a su cualificación y  a la "virtud" inherente a esta, era capaz de volver esta técnica  eficaz. La "religión" correspondía a los indigitamenta del mundo  romano antiguo, es decir al conjunto de fórmulas que convenía  emplear alternativamente respecto a los diversos numina. Es pues  comprensible que oraciones, miedo, esperanza y otros  sentimientos, frente a lo que tiene carácter de numen, es decir  de poder, tenían tan poco sentido como para un un moderno todo  esto puede tener en relación con la producción, por ejemplo, de  un fenómeno mecánico. Se trataba, por el contrario ‑sobre el  plano ténico‑ de conocer relaciones tales, que una vez creada,  una causa, por medio del rito correctamente ejecutado, sucede  un efecto necesario y constante en el orden de los "poderes" y,  en general, sobre el plano de las diferentes fuerzas invisibles y  de los diversos estados del ser. La ley de la acción tiene pues  la primacía. Pero la ley de la acción es también la de la  libertad: ningún lazo  se impone espiritualmente a los seres.  Estos no tienen nada que esperar, ni nada que temer; tienen que  actuar.

Así, según la más antigua visión indo‑aria del mundo, se  entronizaba, en la cúspide de la jerarquía, la raza brâhmana  constituida por naturalezas superiores, dueñas, a través de la  fuerza del rito, del brahaman entendido aquí como la fuerza‑vida  primordial. En cuando a los "dioses", cuando no son  personificaciones de la acción ritual, es decir, de los seres  actualizados o renovados por esta acción, son fuerzas  espirituales que se inclinan ante ella([6]). El tipo de hombre  que, según la tradición extremo‑oriental, posee la autoridad, es  asimilada a las inteligencias celestes. Constituye incluso "un  tercer poder entre el Cielo y la Tierra". "Sus facultades son  amplias y extensas como el Cielo; la fuente secreta de la que  deriva es profunda como el abismo". "Sus facultades, sus  poderosas virtudes, son iguales a las del cielo"([7]). En el  antiguo Egipto, incluso los "grandes dioses" podían ser  amenazados por la destrucción por los sacerdotes que se  encontraban en posesión de las fórmulas sagradas([8]). Kamutef, que significa "toro de su madre", es decir aquel que, en tanto que macho, posee la sustancia original, es uno de los títulos del  rey egipcio. Desde otro punto de vista, es, como hemos dicho, el  que da a los diversos dioses el "don de la vida", el hijo que  "regenera al padre" y que, por esto, en relación a lo divino, es  más que lo condicionado, es condicionante. Así lo atestigua,  entre otras, esta fórmula pronunciada por los reyes egipcios  durante los ritos: "O dioses, estais salvados si yo lo estoy;  vuestros dobles están salvados si mi doble está salvado a la  cabeza de todos los dobles vivientes; todos viven si yo vivo"([9]). Fórmulas de gloria, potencia e identificación absoluta son pronunciadas por el alma "osirificada" en el curso de sus  pruebas, que se pueden por otra parte asimilar a los grados  mismos de la iniciación solar([10]). Son las mismas tradiciones  quienes prosiguen cuando la literatura alejandrina habla de una  "raza santa de reyes‑santos", "autónoma e inmaterial", que "opera  sin sufrir la acción"([11]); y es a esta raza que se refiere una  "ciencia sagrada de siglos antiguos", propia a los "Señores del  espíritu y del templo", que no está carente de relación con los  ritos de la realeza faraónica y que debía precisamente tomar más  tarde, en Occidente, el nombre de Ars Regia([12]).

En las más altas formas de la luminosa espiritualidad aria, tanto  en Grecia como en la Roma antigua y en Extremo‑Oriente, la  doctrina era inexistente o casi inexistente: solo los ritos eran  obligatorios y no podían ser olvidados. A través de ellos y no  por los dogmas, se definía la ortodoxia: por prácticas más que  por ideas. No era el hecho de no "creer", sino el olvido de los  ritos, lo que constituía sacrilegium e impiedad. No  se trata aquí de un "formalismo" ‑como lo desearía la  incomprensión de los historiadores modernos más o menos  influenciados por la mentalidad protestante‑ sino, por el  contrario, de la ley desnuda de la acción espiritual. En el  ritual aqueo‑dórico, ninguna relación de sentimientos sino como  do ut des([13]). No era "religiosamente" como eran tratados los  dioses del culto funerario: no amaban a los hombres y los hombres  no los amaban. Se quería solo, gracias al culto, apropiarse de  ellos e impedir que se entregasen a una acción funesta. La  expiatio misma tuvo, originalmente, el carácter de una operación  objetiva, comparable al tratamiento médico de una infección, sin  nada que se asemejara a un castigo o a un arrepentimiento del  alma([14]). Las fórmulas que todas las familias patricias, como  todas las ciudades antiguas, poseían en propiedad, en el marco de  sus relaciones con las fuerzas del destino, eran aquellas cuyos  antepasados divinos se habían servido y a los cuales los  "poderes", los numina habían cedido; no eran pues más que la  herencia de una dominación mística; no una efusión de  sentimientos sino un arma sobrenatural eficaz, pero siempre a  condición (que vale para toda técnica pura) que nada fuera  cambiado en el rito, pues hubiera perdido entonces su eficacia y  los poderes se habían encontrado libres de sus lazos([15]).

Por todas partes donde el principio tradicional recibió una  aplicación completa, nos encontramos  en presencia de   diferenciacioes jerárquicas de una virilidad trascendente cuya  mejor expresión simbólica es la síntesis de dos atributos del  patriciado romano, la lanza y el rito. Se encuentran seres que  son reges sacrorum y, libres en sí mismos, a menudo consagrados  por la inmortalidad olímpica, presentan, en relación a las  fuerzas invisibles y divinas, el mismo carácter de centralidad y  jugando el mismo papel que los jefes en relación a los hombres, a  quienes guían y mandan en razón de su superioridad. Para llegar,  hablando de estas cumbres, a todo lo que es "religión" e incluso  sacerdocio, en el sentido corriente y moderno de estos términos, la ruta es larga y es sobre la pendiente de la degeneración que  es preciso recorrerla.

En relación al mundo concebido en términos de "poderes" y de  numina, el mundo del "animismo" marca ya una atenuación, una  caida. Esta se acentuará cuando del mundo de las "almas", las  cosas y los elementos, se pasará al de los dioses concebidos como  personas, en un sentido objetivo y no como alusiones  representativas de estados, fuerzas y posibilidades no humanas.  Cuando la eficacia del rito declina, el hombre tuvo en efecto  tendencia a prestar una individualidad mitológica a estas  fuerzas, que tenía primero rasgos según simples relaciones de  técnica o que había concebido como máximo en términos de  símbolos. Más tarde los concibió según su propia imagen, ya  limitadora de las posibilidades humanas mismas; vió a seres  personales más potentes hacia los cuales debería ahora volverse  con humildad, fe, esperanza y temor, en vistas de obtener, no  solo una protección o un éxito, sino también la liberación y la  "salvación". El mundo suprarreal sustanciado de acción pura y  clara, fue sustituido por un mundo confuso y subreal de emociones  e imaginaciones, esperanzas y terrores, que se convirtió de día  en día en cada más unánime y "humano", según las fases  sucesivas de una involución general, y de alteración de la  tradición pimordial.

Podemos ahora constatar que no es sino durante esta decadencia  que se volvió posible distinguir e incluso oponer, función real y  función sacerdotal. De hecho, incluso cuando domina una casta  sacerdotal, sin alejarse sin embargo del puro espíritu  tradicional, ésta, como fue el caso de la India más antigua, tuvo  un carácter mucho más "mágico" y real, que religioso, en el  sentido usual de este término.

En cuando a lo "mágico", es, sin embargo, bueno señalar que no se  trata aquí de lo que, hoy, un gran número de personas piensa del  término "magia", tras los prejuicios o falsificaciones, ni el  significado que toma este término, cuando se refiere a una  ciencia experimental sui generis de la antigüedad([16]). La magia  designa, por el contrario, aquí, una aptitud especial frente a la realidad espiritual, una actitud de "centralidad" que, como se ha visto, posee relaciones estrechas con la tradición y la  iniciación real.

En segundo lugar, es absurdo establecer una relación entre la  actitud mágica, el rito puro, la percepción impersonal, directa,  "numinosa" de lo divino, y las formas de vida de los salvajes aun  ignorantes de la "Verdadera religiosidad". Tal como ya hemos  dicho, los salvajes, en la mayor parte de los casos, deben ser considerados, no como representantes de estados infantiles y pre‑  civilizados de la humanidad, sino como formas residuales  extremadamente degeneradas de razas y civilizaciones muy  antiguas. Es por ello que el hecho, según el cual ciertas  concepciones se reencontraban, entre los salvajes, bajo formas  materializadas, tenebrosas y embrujadoras, no debe impedir  reconocer el significado y la importancia que tienen, desde que  son reconducidas a sus verdaderos orígenes. Así mismo, la "magia"  no puede ser entendida sobre la base de estos miserables residuos  degenerados, sino, por el contrario, sobre las formas, en que se  mantiene de manera activa, luminosa y consciente: formas que  coinciden precisamente con lo que llamamos la virilidad  espiritual del mundo de la Tradición. No tener la menor idea de  todo esto es una de las características entre otras, de algunos  modernos "historiadores de la religión", naturalmente muy  admirados. Las adulteraciones y las condenas que se encuentran en sus obras tan abundamentemente documentadas, figuran entre las más dignas de desprecio.



([1])Cf. G.F. MOORE, Origin and growth of religion, London, 1921.

([2])Cf.MACCHIORO, Roma Cata, pag. 20; J. MARQUARDT, Le cute chez  les Romains, trad., París, 1884, v. I, pags. 9‑11; L. PRELLER,  Römische Mythologie, Barlín, 1858, pag. 8, 51‑52. Como se sabe R.  OTTO (Das Heilige, Gotha, 1930) ha empleado la palabra "numinoso"  (de numen) para designar precisamente el fondo esencial de la  experiencia de lo sagrado.

([3])SERVIUS, (Ad Georg., III, 456): "Majores enim exugnando  religionem totum in experientia collocabunt.

([4])A. DAVID‑NEEL, Mystiques et magiciens du Tibet, París, 1929,  pag. 245, sigs.

([5])Bnhadâranvaka‑upanishad, I, iv, 10.

([6])Cf. OLDENBERG, Vorwissenschaftliche Wissenschaft, Leipzig,  1918; BOUGLE(Reg. Cast., op. cit., pag. 251, 76), muestra que,  en la tradición hindú, "el acto religioso por excelencia parece  concebido sobre el tipo de un proceso mágico, es una especie de  operación mecánica, que, sin la menor intervención moral, coloca  los bienes y los males entre las manos del operador", de forma  que el brâhamana se impone, no indirectamente, como el  representante de otro, sino por su misma personalidad.

([7])Tshung‑yung, XXIV, I; XXIII, I; XXXI, I, 3‑4.

([8])Cf. De Mysteriis, VI, 7; PORFIRIO (Epist. Aneb., XXIX) no  deja de señalar el contraste que existe entre esta actitud  respecto a lo divino y a la adoración religiosa timorata,  presente ya en algunos aspectos del culto greco‑romano.

([9])MORET, Royaut. Phar., pag. 232‑233. Por ello es comprensible que uno de los primeros egiptólogos haya sido llevado, desde el punto de vista de la religiosidad devocional, a reconocer en los rasgos de la realeza faraónica los del Anticristo o del princeps hujus mundi (J.A. de GOULIANOF, Archéologie égyptienne, Leipzig, 1839, v. II, pag. 452 y sigs.

([10])Cf. E.A. WALLIS BUDGE, The Boock of the Dead, Papyrus of  Ani, Londres, 1895, c. XVII, 3: "Soy el poderoso que crea su propia luz"; XXVII, 5: "Yo, Osiris, victorioso en la paz y  triunfante en el bello Amenti y sobre la montaña de la paz"; XLIV, 2‑3, 6: "Me he escondido con vosotros, estrellas sin declive... mi corazón está sobre su trono; pronuncio palabras y sé; en verdad, soy Ra mismo... Soy el primogénito y veo tus misterios. Estoy coronado rey de los dioses y no moriré de la segunda muerte en el otro mundo"; LXXVII, 4: "Pueden los dioses del otro mundo tener miedo de mì; que ante mi se escondan en sus residencias"; CXXXIV, 21: "Soy un espléndido vestido de poder, más poderoso que no importa quien de los seres resplandecientes".

([11])Cf. HIPOLITO, Philos., I, 8; M. BERTHELOT, Coll. des anc.  alchymistes grecs, París, 1887, v. II, pag. 218. Este "operar sin  sufrir la acción, corresponde manifiestamente al "actuar sin actuar" ya mencionado que, según la tradición extremo‑oriental, es el modo de la "virtud del Cielo" de la misma forma que los "sin‑rey" corresponden a los que LAO‑TSE (Tao‑té‑king, XV) llama "individuos autónomos" y "señores del yo", los "hombres de la ley  primordial" iranios.

([12])Cf. J. EVOLA, La Tradición Hermética, Ed. Martínez Roca,  Barcelona, 1975, passim. Los títulos de filiación en los reyes ‑ "Hijos del sol", "hijos del cielo", etc. no están en  contradicción con estos puntos de vista, en tanto que no se trata de concepciones dualistas y "creacionistas" sino de un descenso que es la continuidad de una "influencia", espíritu o emanación única: es ‑como observa C. AGRIPPA (De Occulta Philos. III, 36), "la generación un'voca donde el hijo es parecido al padre en todos sus aspectos y donde el engendrado según la especie es el mismo que el engendrador".

([13])Cf. J. E. HARRISON, Prolegomena to the study of the Greek  Religion, Cambridge, 103, passim y pag. 162.

([14])F. CUMONT, Les religions orient. dans le paganisme romain,  París, 1906.

([15])Cf. CICERON, De Harusp. resp., XI, 23; ARNOBE, IV, 31;  Fuestel de COULANGES, op. cit., pag. 195.

([16])Es únicamente a esta ciencia inferior que René GUENON  reserva el término "magia" (Aperçus sur l'initiation, París, 1945, c. II, XX, XXII), a pesar del sentido superior, más amplio, que la palabra guarda en Occidente hasta el inicio de a edad moderna (se puede citar, a título de ejemplo, Campanella, Agrippa, Della Riviera, Paracelso).

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 6. El carácter primordial del patriciado

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 6. El carácter primordial del patriciado

Biblioteca Julius Evola.- La institución del patriciado es común a todos los pueblos de origen indo-europeo. Evola pasarevista a las diferentes tradiciones utilizando un material muy avariado aportado por los historiadores de las religiones y los antropólogos y deduca que en toda civlización de este tronco el "pater familias", es, no solamente el "jefe de la familia", sino especialmente y, sobre todo, el sacerdote del culto doméstico que asegura la presencia de los antepasados y la continuidas del linaje.

 

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DEL CARACTER PRIMORDIAL DEL PATRICIADO

Fue en la civilización indo‑aria donde estos principios encontraron una de sus aplicaciones más completas. En ella la casta brahamana se situaba en la cúspide de la jerarquía, no gracias a la fuerza material, ni a la riqueza, ni incluso a una organización correspondiente a la de una Iglesia, organización en la que, a diferencia de Occidente, jamás confió y nunca conoció. Solo el rito sacrificial, que es su privilegio, determinó la distancia que separaba a la casta brahamana de todas las demás. El rito y el sacrificio, invistiendo a aquel que los realiza de una especie de carga psíquica, a la vez temible y benéfica, hacen participar a los brahmana en la naturaleza de las potencias invocadas y esta cualidad, no solo persistirá durante toda la vida, unida a la persona y volviéndola directamente, como tal, superior, venerada y temida, sino que se trasmitirá a su descendencia. Transmitida en la sangre como una herencia trascendente, se convertirá en propiedad de la raza, propiedad que el rito de la iniciación servirá luego para volverla de nuevo activa y eficaz en el individuo([1]). La dignidad de una casta se medía tanto por la dificultad como por la utilidad de las funciones que le eran propias. En virtud de premisas ya indicadas, nada era considerado como más útil, en el mundo de la Tradición, que las influencias espirituales susceptibles de ser activadas por la virtud necesaria del rito([2]), y nada aparecía más difícil que entrar en relación real y regia con las fuerzas invisibles, prontas para aterrorizar al imprudente que las afronta sin poseer el conocimiento y sin tener las cualificaciones requeridas. Por este único motivo, en tanto que representaba una unidad inmaterial de individuos que no eran solo humanos, fue como, a pesar de su dispersión, la casta brahamana pudo, desde los tiempos más antiguos, imponer el respeto a las masas de la India, y conocer un prestigio que ningún tirano, entre los mejor armados, haya poseido jamás([3]).

Igualmente, tanto en China como en Grecia y Roma, el patriciado se definía esencialmente por la posesión y el ejercicio de los ritos ligados a la fuerza divina de los ancestros, ritos que el hombre vulgar no poseía. Solo los patricios, en China, practicaban los ritos vi‑li, los plebeyos no tenían más que costumbre, su. A la máxima extremo‑oriental: "los ritos no descienden hasta los vulgares"([4]) se corresponde con la máxima bien conocida de Appius Claudius: "Auspicia sunt patrum". Para caracterizar a los plebeyos se decía que no tenían ritos, que no poseían ancestros, gentem non habent. Es por ello que, a los ojos de los patricios romanos, su modo de vida y sus uniones eran consideradas como próximas a las de los animales, more ferarum. El elemento sobrenatural permanecía pues en la base del concepto del patriciado tradicional junto el de la realeza legítima: era en función de una tradición sagrada y no solo de una tradición de sangre y de una selección racial, que la aristocracia antigua existia en tanto que tal. En efecto, incluso un animal puede poseer una pureza biológico‑vital, una integridad de la sangre. En el régimen de las castas, la ley de la sangre, de la herencia y de la frontera endogámica no se aplicaba por otra parte solo al brahamana, sino también a las demás castas. En este sentido la plebe no se caracterizaba, en realidad, por la ausencia de ancestros; el verdadero principio de diferencia reposaba por el contrario en el hecho de que los ancestros del plebeyo y del siervo no eran "ancestros divinos" ‑divi parentes‑ como los de las familias patricias. La sangre no les transmitía ninguna cualidad de carácter trascendente, y ninguna "forma", confiada a una tradición ritual, rigurosa y secreta, sostenía su vida. Privados del "poder" gracias al cual la aristocracia podía celebrar directamente su culto particular, y ser así, al mismo tiempo, una clase sacerdotal (antiguo mundo clásico, antiguas razas nórdico‑germánicas, extremo‑orientales, etc...); extranjeros a esta iniciación o segundo nacimiento, que caracteriba al arya ‑el noble‑ y a propósito del cual el Manavadharmashastra([5]) no duda en afirmar que mientras no ha pasado por este renacimiento, el arya mismo no es superior al shudra; no purificados por uno de los tres fuegos celestes que eran, en Irán, como el alma oculta de las tres clases superiores del Imperio; desprovistos del elementos "solar" que, en el Perú antiguo, era la marca de la casta de los Incas, los plebeyos no se encontraban protegidos por ninguna barrera contra la promiscuidad. No tenían púes en propiedad ningún verdadero culto, al igual que en el sentido superior, no tenían padre patrem ciere non possunt([6]). Es por ello que su religión no podía tener más que un carácter colectivo y ctónico. En la India, el equivalente serán las formas frenético‑extáticas más o menos ligadas al sustrato de las fuerzas prearias. En las civilizaciones mediterráneas, será, tal como veremos, el "culto de las Madres" y de las fuerzas subterráneas, en oposición con las formas luminosas de la tradición heroica y olímpica. Los plebeyos eran llamados "hijos de la Tierra" en la Roma antigua, y tuvieron relaciones religiosas, sobre todo con las divinidades femeninas de la Tierra. En Extremo‑Oriente también, en la religión aristocrática oficial, se oponían las prácticas de aquellos que se llamaba a menudo "posesos" ‑ling‑pao‑ y los cultos populares del tipo mongolo‑chamanista.

La concepción sobrenatural de la aristocracia se encuentra igualmente en las antiguas tradiciones germánicas, no solo porque un jefe era, al mismo tiempo, el sacerdote de su gens y de su dominio, sino el hecho de poseer para el ancestro un ser divino; tal era la marca distintiva de las familias entre cuyos miembros, en el origen, se elegían los reyes. Es por ello que la dignidad real era de esencia diversa de la del jefe militar ‑dux, heretigo‑ elegido para empresas guerreras, en consideración a sus capacidades personales como individuo. Igualmente, los antiguos reyes noruegos se caracterizan por el hecho de que pueden, solo, sin la ayuda de una casta sacerdotal, celebrar los ritos([7]). Incluso entre las poblaciones llamadas primitivas, los no‑ iniciados han constituido los "bárbaros" de su sociedad, careciendo de todos los privilegios politicos y guerreros del clan. Antes de los ritos "destinados a cambiar íntimamente su naturaleza" y acompañándose a menudo de duras pruebas y de un período de aislamiento, los individuos no son siquiera considerados como hombres verdaderos, sino asimilados a las mujeres y a los niños, casi a los animales. Despierta a la nueva vida por medio de la iniciación, en un esquema ritual y máquico de muerte y renacimiento, y al cual corresponden un nuevo nombre, un nuevo lenguaje y nuevas atribuciones, una vida que "olvida la antigua", que se llega a formar parte del grupo de verdaderos hombres que dirigen a la comunidad, casi bajo la forma de participación en un "misterio" y de la pertenencia a una Orden([8]). Por ello, algunos autores como H. Schurtz, han querido ver en esto el germen de toda unidad propiamente política; punto de vista que concuerda efectivamente con lo que se ha dicho antes respecto al plano propio de todo Estado tradicional, diferente del correspondiente a cualquier unidad fundada sobre una base natural. Estos "grupos viriles" ‑Männerbünde‑ en los que se ingresa gracias a una regeneración verdadera que "vuelve verdaderamente hombre" y diferencia de todos los demás miembros de la comunidad, tienen en sus manos el poder, el imperium, y gozan de un prestigio incontestable([9]).

No ha sido sino en una época reciente cuando el concepto de aristocracia toma, como la realeza y todo lo demás, un carácter exclusivamente secular y "político". Se considera sobre todo la nobleza de la espada y de la corte, las cualidades de carácter y de raza, honor, valor y fidelidad. Luego aparecerá la concepción plebeya de la aristocracia, que niega incluso el derecho de la sangre y de la tradición.

Tal concepto incluye esencialmente también lo que fue llamado "aristocracia de la cultura" o de los "intelectuales", nacida al margen de la civilización burguesa. Algunos han bromeado a propósito de la respuesta del jefe de una gran casa patricia alemana, durante un censo efectuado bajo Federico el Grande: Anaphabet wegen des hohen Adels, y a propósito de la antigua concepción de los lores ingleses, considerados, tal como se ha dicho como "sabios de derecho, doctos, incluso aunque no supieran leer". La verdad, es que en el marco de una concepción jerárquica normal, no es nunca la "intelectualidad", sino solo la "espiritualidad", entendida como principio creador de diferencias ontológicas y existenciales precisas, quien sirve de base al tipo aristocrático y establece su derecho. La tradición en cuestión castas superiores, sino también a la del padre en el interior de la antigua familia noble. Más particularmente en las sociedades arias occidentales, en Grecia y Roma, el pater familias revestía en el origen un carácter similar al del rey sacerdotal. La palabra pater era, por su raiz, sinónimo de rey, según las palabras, rex; implicaba pues no solo la idea de la paternidad material, sino también de una autoridad espiritual de potencia, de una dignidad magestuosa([10]), no están desprovistos de base, los puntos de vista según los cuales el Estado sería una aplicación extendida del principio mismo que estuvo en el origen de la familia patricia. Por otra parte, el pater, si era jefe militar y señor de justicia para los miembros de su familia y para sus servidores, era sin embargo in primis et ante omnia, aquel a quien corresponde celebrar los ritos y los sacrificios tradicionales, propios a cada familia patricia y que constituían, como hemos dicho, su herencia no humana.

Esta herencia del ancestro divino o héroe del linaje tenía igualmente como soporte el fuego (los treinta fuegos de las treinta gentes en torno al fuego central de Vesta en la Roma antigua), que, alimentado por sustancias especiales, alumbraba según algunas reglas rituales secretas, debía arder perpetuamente en cada familia, casi como forma, viviente y sensible, de su herencia divina. El padre era precisamente el sacerdote viril del fuego sagrado familiar, aquel que, por sus hijos, sus padres y servidores, debía pues aparecer como un "héroe", como el mediador natural de toda relación eficaz con lo supra‑sensible, como el "vivificador" por excelencia de la fuerza mística del rito en la sustancia del fuego, del fuego que, como en el caso de Agni, era por otra parte considerado entre los indo‑arios como una encarnación del "orden", como el principio que "conduce los dioses hasta nosotros", el "primer‑nacido del orden", el "hijo de la fuerza"([11]), aquel que "nos conduce mas alto que este mundo, en el mundo de la acción justa"([12]). Manifestación de la componente "real" de su familia, en tanto que "señor de la lanza y del sacrificio", era sobre todo al padre al que incumbía el deber de no dejar "apagarse el fuego", es decir, reproducir, continuar y alimentar la victoria mística del ancestro([13]).

Es por esta razón que constituía realmente el centro de la familia y el rigor del derecho paterno tradicional emanaba como una consecuencia natural: subsistió incluso en situaciones en que la conciencia de su fundamento original estaba practicamente perdida. Aquel que, como el pater, tiene el jus quiritium ‑es decir, el derecho de la lanza y del sacrificio‑ posee también en Roma, la tierra, y su derecho es imprescriptible. Habla en nombre de los dioses y de la fuerza. Como los dioses, se expresa através del signo, con el símbolo. Es intangible. Contra el patricio, ministro de las divinidades, no existía originariamente, ningún recurso jurídico posible, nulla auctoritas. Al igual que el rey, hasta una época más reciente, no podía ser jurídicamente perseguido; si cometía una falta en su mundium, la curia solamente declaraba que había hecho mal, improbe factum. Su derecho sobre su familia era absoluto: jus vitae necisque. Su carácter supra‑humano hacía concebir como una cosa tan natural como fuera posible, vender e incluso matar a sus hijos, según su arbitrio([14]). A este espíritu correspondían las estructuras de lo que Vico llama justamente el "derecho natural heroico" o el "derecho divino de las gentes heroicas".

Por lo demás, en sus aspectos particulares, el antiguo derecho greco‑romano testimonia la primacía de la que se beneficia el rito, en tanto que componente "urania" de una tradición aristocrática, en relación a los otros elementos de esta misma tradición ligados a la naturaleza. Se ha podido decir, con juticia, que "lo que une a los miembros de la familia antigua es algo más potente que el nacimiento, el sentimiento y la fuerza física: es la religión del hogar y de los antepasados. Hace que la familia forme un cuerpo en esta vida y en la otra. La familia antigua es una asociación religiosa más que una asociación de naturaleza"([15]). Así el rito común consituía el verdadero cimiento de la unidad familiar y a menudo también de la gens. Si un extranjero era admitido en este rito, se convertía en un hijo adoptivo, gozando de los privilegios aristocráticos de los que se encontraba privados el hijo ejectivo que hubiera abandonad la familia, lo que significaba evidentemente que, según la concepción tradicional, era el rito, más que la sangre, quien unía y separaba. Antes de ser unido a su esposo, en la India, en Grecia y en Roma, una mujer debía unirse místicamente a la familiaa o gens del hombre, en medio del rito([16]); la esposa, antes de ser la del hombre, era la esposa de Agni, del fuego místico([17]). Los "clientes" admitidos en el culto propio de un linaje patricio se beneficiaban por este mero hecho de una participación mística ennoblecedora, que, a los ojos de todos, les confería ciertos privilegios de este linage, pero, al mismo tiempo, los unía hereditariamente a él([18]). Por extensión, esto permite comprender el aspecto sagrado del principio feudal tal como se manifiesta ya en el antiguo Egipto, porque fue gracias al místico "don de vida" concedido por el rey, como se formó entorno suyo una clase de "fieles" educados en la dignidad sacerdotal([19]). Ideas análogas se aplicaron a la casta de los Incas, los "hijos del Sol", en el Perú antiguo, y en cierta medida, en la nobleza japonesa.

En la India, según una concepción que es preciso referir a la doctrina "sacrificial" en general, ‑más adelante ampliaremos esta explicación‑ existe la idea de un linaje familiar de descendencia masculina (primogenitura) que se relaciona con el problema de la inmortalidad. El primer‑nacido ‑el único que tiene el derecho de invocar a Indra, el dios guerrero del cielo‑ es considerado como aquel cuyo nacimiento permite al padre cancelar su deuda hacia los ancestros pues se dice que el primer nacido "libera" o "salva" a los ancestros en el otro mundo: de este puesto de combate que es la existencia terrestre, confirma y continúa la línea de esta influencia que constituye su substancia, y que actúa por y en las vías de la sangre como un fuego purificador. Muy significativo es la idea según la cual el primer‑nacido es engendrado en vistas de la realización del "deber", es decir de esta obligación ritual, pura de toda mezcla con los sentimientos y los lazos terrestres, "mientras que los sabios consideran que los demás hijos no son engendrados más que por el amor"([20]).

Sobre esta base, no se excluye que, en algunos casos, la familia desciende, por adaptación, de un tipo superior de unidad, puramente espiritual, propia de tiempos mas antiguos. Se dice, por ejemplo, en Lao‑Tsé([21]) que la familia nació al producirse la extinción de una relación de participación directa, a través de la sangre, con el principio espiritual original. La misma idea se encuentra por otra parte, de forma residual en la prioridad, reconocida por más de una tradición, de la paternidad espiritual sobre la paternidad natural, del "segundo nacimiento" en relación al nacimiento mortal. En el mundo romano, se podría también aludir al aspecto interior de la dignidad conferida a la adopción, comprendida en tanto que filiación inmaterial y sobrenatural, situada bajo el signo de divinidades netamente olímpicas, y que, a partir de un cierto período, es igualmente elegida como un medio para asegurar la continuidad de la función imperial([22]). Para nosotros considerando al texto indicado antes, citaremos este fragmento: "Cuando un padre y una madre, se unen por amor y dan vida a un hijo, no deben considerar este nacimiento como algo más que un hecho humano, porque el hijo se forma en la matriz. Pero la vida que le comunica el maestro espiritual (...) es la verdadera vida, que no está sujera ni a la vejez, ni a la muerte"([23]). De esta forma, no solo las relaciones naturales pasan al segundo plano, sino que pueden incluso invertirse: se reconoce, en efecto, que el brahmana, autor del nacimiento espiritual, "es, según la ley, incluso si no es más que un niño, el verdadero padre del hombre adulto" y que el iniciado puede considerar a sus padres como niños, "por que la sabiduría le da sobre ellos la autoridad de un padre"([24]). Allí donde, sobre el plano jurídico‑social, la ley de la patria potestas fue absoluta y casi no humana, debe pensarse que tuvo este carácter por poseer o haber poseido, precisamente una justificación de este tipo en el orden de una paternidad espiritual, igualmente vinculada a relaciones de sangre, casi como aspecto "alma" y aspecto "cuerpo" en el conjunto del ámbito familiar. No nos detendremos sobre este punto: conviene sin embargo indicar que un conjunto de creencias antiguas, concerniendo, por ejemplo, a una especie de contagio psíquico en virtud del cual la falta de un miembro de la familia cae sobre la familia entera, o bien a la posibilidad de rescatar a un miembro por otro, o de ajustar una venganza por otra, etc., evidencia, igualmente, la idea de una unidad que no es simplemente la de la sangre, sino también de orden psico‑espiritual.

A través de estos múltiples aspectos, se confirma siempre la idea según la cual las instituciones tradicionales eran instituciones "de lo alto", fundadas, no sobre la naturaleza, sino sobre una herencia sagrada y sobre acciones espirituales que ligan, liberan y "forman" la naturaleza. En lo divino la sangre, en lo divino la familia. Estado, comunidad, familia, afecciones burguesas, deberes en el sentido moderno ‑es decir exlclusivamente laico, humano y social‑ son "construcciones", cosas que no existen, que se encuentran fuera de la realidad tradicional, en el mundo de las sombras. La luz de la Tradición no conoce nada de todo esto.

 



([1])El brâhamana, comparado al sol, está frecuentemente concebido como susbstanciado por una energía o esplendor radiante ‑tejas‑ que atrae "como una llama", por medio del "conocimiento espiritual" de su fuerza vital. Cf. Shapathabrâhmana, XIII, ii, 6; Pârikohita, II, 4.

([2])En la tradición extremo‑oriental, el tipo de verdadero jefe se relaciona siempre con aquel al cual "nada es más evidente que las cosas ocultas en el secreto del conocimiento, nada es más manifiesto que las causas más sutiles de las acciones", pero también las "vastas y profundas potencias del cielo y de la tierra" aunque "sutiles e imperceptibles, se manifiestan en las formas corporales de los seres" (cf. Tshung‑yung, I, 3; XVI, I, 5).

([3])Cf. C. BOUGLE, Essai sur le régime des castes, París, 1908, pag. 48‑50, 80‑81, 173, 191. Sobre el fundamento de la autoridad de los brâhamana, cf. Mânavadharmashastra, IX, 314‑317.

([4])Li‑ki, I, 53. Cf. MASPERO, Chine ant., pag. 108: "En China, la religión pertenece a los patricios, más que cualquier cosa es un bien propio para ellos; solamente ellos tienen derecho al culto, incluso de forma más amplia, a los sacra, gracias a la virtud ‑‑ de sus ancestros, mientras que la plebe sin ancestros carece de derecha: solo ellos estaban en relación personal con los dioses".

([5])Mânavadharmashastra, II, 172; cf. II, 157‑8; II, 103; II, 39.

([6])En el génesis mítico de las castas, dado por los Brâhmana, mientras que ninguna de las tres castas superiores corresponde a una clase determinada de divinidades, no ocurre lo mismo con la casta de los shudra, que no tienen en propiedad a ningún dios a quien referirse y sacrificar (cf. A. WEBER, Indische Studien, Leipzig, 1868, v. X, pag. 8) como tampoco podían emplear fórmulas de consagración ‑mantra‑ para sus bodas (ibid., pag. 21).

([7])Cf. GOLTHER, gERMAN. mYTHOL., OP. CIT., PAG. 610‑619.

([8])Cf. H. WEBSTER, Primitive Secret Societies, trad. ital. Bolonia, 1921, passim y pag. 22‑24, 51.

([9])Cf. A. VAN GENNEP, Les rites de passage, París, 1909. A propósito de la virilidad en sentido eminente, no naturalista, se puede aludir a la palabra latina vir opuesta a homo. G. B. VICO (Principi di una scienza nuova, 1725, III, 41) había ya señalado que esta palabra implicaba una dignidad especial por al designar no solo al hombre frente a la mujer en las uniones patricias y los nobles, sino también a los magistrados (duumviri, decemviri), los sacerdotes (quindicemviri, vigintiviri) ,los jueces (centemviri), "aunque con esta palabra vir se expresase la sabiduría, el sacerdocio, y el reino, así como se ha mostrado anteriormente, no fueron más que una sola y misma cosa en la persona de los primeros padres en el estado de las familias".

([10])Cf. F. FUNCK‑BRENTANO, La famiglia fa lo stato, trad. ital. Roma, 1909, pag. 4‑5.

([11])Cf. Rg‑Veda, I, 7‑8; I, 13, 1; X, 5, 7; VII, 3, 8.

([12])Atharva‑Veda, VI, 120. La expresión se refiere al Agni gârhapatya que, de los tres fuegos sagrados, es precisamente el del pater o dueño de la casa.

([13])Cf. Mânavadharmashastra, II, 231. "El padre es el fuego sagrado perpetuamente conservado por el Dueño de la casa". Alimentar sin cesar el fuego sagrado es el deber de los dvija, es decir de los "re‑nacidos" que constituyen las castas superiores (ibid, II, 108). No es posible desarrollar ahora estas notas relativas al culto tradicional del fuego del cual consideramos aquí uno de los aspectos. Las consideraciones que serán desarrolladas más adelante harán comprender la parte que el hombre y la mujer tenían respectivamente en el culto del fuego, tanto en la familia como en la ciudad.

([14])Algunas de estas frmulaciones se deben a M. MICHELET, Histoire de la République Romaine, París, 1843, vol. I, pag. 138, 144‑146. Por lo demás, incluso en las tradiciones más recientes de origen ario, se encuentran elementos parecidos. Los Lores ingleses eran originariamente considerados casi como semi‑dioses y como iguales al rey. Según una ley de Eduardo VI tienen incluso el privilegio del simple homicidio.

([15])Fustel de COULANGES, Cit. Ant., pag. 40; cf. pag. 105.

([16])En Roma existían dos tipos de matrimonio, no sin relación con la componente ctónica y uránica de esta civilización: el primer es un casamiento profano, por usus, a título de simple propiedad de la mujer que pasa in manum viri; el segundo es ritual y sagrado, por confrarreatio, considerado como un sacramento, como una unión sagrada, ieros gamos (DIONISIO DE HALICARNASO, II, 25, 4‑5). A ete respecto, cf. A. PIGANIOL, Essai sur les origines de Rome, París, 1917, pag. 164, quien sostiene, sin embargo, la idea errónea, según la cual el matrimonio de tipo ritual sería de carácter más sacerdotal que aristocrático, idea debida a su interpretación más bien materialista y exclusivamente guerrera del patriciado tradicional. El equivalente helénico de la conferreatio es el eggineois (Cf. ISAIOS, Pyrrh., pag. 76, 79) y el elemento sagrado consistente en el ágape, fue considerado como en tal medida fundamental que en su ausencia, la validez del matrimonio podía ser cuestionada. (17) Cf. Rg‑Veda, X, 85, 40.

([17])Cf. Tg-Veda, X, 85, 40

([18])Cf. Fustel de COULANGES, Cit. Anmt., pag. 41.

([19])Cf. A. MORET, Royaut. Phar., pag. 206.

([20])Mânavadharmashastra, Ix, 166‑7, 126, 138‑9.

([21])LAO‑TSE, Tao‑te‑king, XVIII.

([22])Cf. J. J. BACHOFFEN, Die sage von Tanaquil, Basilea, 1870,; introd.

([23])Mânavadharmashastra, II, 147‑148.

([24])Ibid., II, 150‑153.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 5. El misterio del rito

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 5. El misterio del rito

Biblioteca Julius Evola.- ¿Qué es el rito? ¿por qué el rito tiene un papel tan importante en todas las culturas tradicionales? Evola lo explica en este capítulo. El rito es una operación inefable que actúa a modo de una ley física en la que si se dan todas las circunstancias requeridas, se produce el efecto deseado. El rito es la operación a través de la cual el mundo físico obtiene efectos del mundo metafísico. En un tiempo originario, el rito era ejercido exclusivamente por el Emperador. Solamente, más adelante, el rito se generalizó para uso de otros estamentos

 

5. EL MISTERIO DEL RITO

Si el rey de derecho divino era el centro del Estado tradicional, lo que unía los elementos particulares a este centro y hacía participar a los individuos en la influencia trascendente que se manifestaba en el jefe, era un doble elemento: el rito y la fidelidad, fides.

El rito fue el cimiento original de las organizaciones tradicionales pequeñas y grandes, consideradas en una dimensión diferente de la dimensión puramente "natural". Pertenece ante todo al rey; era luego la prerrogativa de las castas aristocráticas o sacerdotales, de la misma magistratura ‑para designar a los magistrados, los Griegos se servían de la expresión “aquellos que deben realizar los sacrificios” ([1])‑ y, en fin, de los patres, jefes de familia. En todos estos casos, el privilegio del rito era siempre el fundamento más sólido de la autoridad y de la dignidad jerárquica. Los ritos y los sacrificios eran determinados por reglas tradicionales detalladas y severas, que no admitían nada de arbitrario, ni subjetivo. Eran imperativos, jus strictum: el hecho que el rito o el sacrificio fuera olvidado, realizado por una persona no cualificada u oficiado de manera o forma no conforme a las reglas tradicionales, era una fuente de desgracias: liberaba fuerzas temibles, tanto en el orden moral como en el material, tanto para los individuos como para la colectividad. Trasformaba a los dioses en enemigos. Se ha podido decir, por el contrario, en el mundo clásico, que el sacerdote del fuego sagrado, gracias a su rito, "salvaba" cada día a la ciudad([2]). Según la tradición extremo‑oriental, establecer los ritos es la primera de las tres cosas consideradas como de mayor importancia para el gobierno de un imperio([3]), los ritos eran los "canales por los cuales pueden ser alcanzadas las vías del Cielo"([4]). En la tradición hindú los "lugares sacrificiales" son considerados como sedes mismas del "orden" ‑rta([5])- y es muy significativo que la expresión rta (en los iranios: artha) aparezca, en relación a conceptos análogos, como la misma raíz de la palabra latina ritus, que significa "acción ritual". En la vida antigua tradicional, tanto individual como colectiva, no hay ningún acto que no se relacione con un elemento ritual determinado, como a su apoyo a su guía de lo alto y como a un elemento transfigurador([6]). La tradición de los ritos y de los sacrificios, como la de las leyes mismas, que se confundían a menudo con ella ‑jus sacrum‑ se referían, tanto en el orden privado como en el público, a un ser no humano o convertido en no‑humano. Todo esto es tierra incógnita para la mentalidad laica moderna; a sus ojos, todo rito, incluso si no se le considera como una superstición "superada", equivale a una simple ceremonia([7]), apreciada como máximo por su valor simbólico, estético o emocional. Conviene pues detenerse sobre algunos aspectos y ciertos significados de esta forma del espíritu tradicional, que nos llevarán a los elementos fundamentales anteriormente expuestos.

Respecto al "sacrificio", se lee, en un texto cuya antigüedad no es dudosa, que el brahaman, quien, en el origen, era todo el universo, "crea una forma más alta y más perfecta de sí mismo", del cual han nacido los "dioses guerreros", Indra, Mithra, etc....([8]).

Esta auto‑superación de la fuerza original del mundo, al cual se atribuye el origen de entidades que se pueden considerar como los arquetipos celestes de la realeza divina y triunfal, está estrechamente ligada a la esencia de toda una categoría de sacrificios. Se encuentra la misma idea en una serie de mitos, donde se expresa una identidad fundamental entre los héroes y los dioses, y las personificaciones de las fuerzas del caos contra los cuales luchan victoriosamente([9]): es la misma concepción de una fuerza primordial que reacciona contra si misma, que se rompe ella misma liberándose y elevándose hacia un modo superior de ser que define su aspecto propiamente divino ‑la forma upanishadica "mas alta y más perfecta de sí misma"‑ manifestándose a menudo en una ley, en un principio de orden: es así, por ejemplo, que, sobre el plano universal, el caldeo Marduk, vencedor del demonio del caos Thiamat, es un ordenador cósmico y que, en la cosmogonía hindú, la fuerza‑vida produce el "Uno" de la creación a través del ascesis, tapas tapyate. En la tradición nórdica la misma idea es expresada por el sacrificio de Odin en el árbol cósmico Yggdrasill, sacrificio gracias al cual extrae del abismo la ciencia trascendente contenida en las Runas([10]): además, en una redacción particular de este mito, Odín, concebido como rey, aparece como aquel que, por su sacrificio, indica la vía que conduce al Walhalla, es decir el típo de acción que puede hacer participar en la inmortalidad heroica, aristocrática y urania([11]).

Según su sentido original, el tipo de sacrificio al cual nos referimos aquí corresponde a una acción análoga, generadora de un "dios" o "héroe", o a la repetición de ésta, ligada a la tradición sacrificial referida a este dios o héroe, repetición que renueva la fuerza eficaz de este dios, o la reproduce y la desarrolla en una comunidad dada. En la tradición egipcia, estos significados se expresan sin equívoco. Osiris es concebido como aquel que habría enseñado a los hombres los ritos, además del arte sagrado y simbólico de la construcción de los templos. Pero es el dios de los ritos por el hecho de que él mismo, el primero entre los dioses, ha pasado a través del sacrificio y ha conocido la "muerte". Su muerte y su desmembramiento por Set están asociados al hecho de que "es el primero en penetrar en lo desconocido" de la "otra tierra" y deviene "un ser que salva el gran secreto"([12]). El mito se desarrolla con el tema de Horus el Joven, hijo de Osiris, que resucita al padre. Encuentra los "ritos apropiados" ‑khu‑ que dan a Osiris, pasado al otro mundo ‑ en lo sobrenatural, en sentido propio‑ la forma que poseía precedentemente. "Por la muerte y por los ritos funerarios, Osiris, el primeros de todos los seres, conoció los misterios y la vida nueva: esta ciencia y esta vida fueron desde entonces el privilegio de los seres que se decían divinos. Desde este punto de vista Osiris pasaba por haber iniciado a los dioses y a los hombres en los ritos sagrados.... Había mostrado a los seres del cielo y de la tierra como se convierte en dios"([13]). Desde entonces, el culto rendido a cada ser divino, o divinizado, consistió en repetir el misterio de Osiris. Este se aplica, ante todo, al rey: no es solamente el rito de entronización ni el rito solemne trentenal del sed, que repiten el misterio sacrificial de Osiris, es también el culto diario destinado a renovar, en el rey egipcio, la influencia trascendente requerida para su función. El rey rinde un culto a Osiris, reconstruyéndolo, y renovando ritualmente su fallecimiento y su victoria. Así se dirá del rey: "Horus que modela el Padre (Osiris)" y también: "el dador de vida, di ankh, aquel que mediante el rito hace surgir la vida divina, realmente, como el sol"([14]). El soberano se hace "Horus", el resurrector de Osiris u Osiris resucitado. Es en virtud de una concepción análoga que los iniciados en los "misterios", tomaban a menudo el nombre del dios por el cual estos "misterios" habían sido instituidos; la iniciación reproducía así una similitud analógica de naturaleza, presentada, en otros casos, de una forma figurada, como una "encarnación" o una "filiación".

Esto vale además igualmente para el rito contemplado de una forma más general: para el rito ofrecido al "héroe" o ancestro primordial no humano, a quien las familias aristocráticas tradicionales hacían frecuentemente remontar su origen no material y el principio de su rango y de su derecho; para el rito del culto de los fundadores de una institución, de una legislación o de una ciudad, si eran considerados como seres no humanos. En estos diversos casos se reconocía una acción original análoga al sacrificio producido, de una cualidad sobrenatural, que permanece en el linage en tanto que herencia espiritual virtual, o en tanto que "alma" unida a las instituciones, leyes o fundaciones: los ritos y las diversas ceremonias servían precisamente para "actualizar" y alimentar esta influencia original que, por el hecho de su naturaleza no humana, aparecía como un principio de salvación, fortuna, y "felicidad".

Las aclaraciones que acaban de ser facilitadas respecto al significado de una categoría importante de ritos tradicionales permiten fijar un punto esencial. En las tradicionales de las civilizaciones o castas que tienen una consagración urania, están presentes dos elementos. El primero es material y naturalista: es la transmisión de alguna cosa que tiene relaciones con la sangre y la raza, es decir, de una fuerza vital que extrae su origen del mundo inferior, con interferencias de influjos elementales y colectivo‑ancestrales. El segundo elemento viene de lo alto y se encuentra condicionado por la transmisión y la realización ininterrumpida de ritos que contienen el secreto de cierta transformación y dominación realizadas en este sustrato vital: tal es la herencia superior, que permite confirmar y desarrollar la cualidad que el "ancestro divino" ha establecido ex novo o promovido de un orden a otro, y con el cual comienza hablando con propiedad, sea el linaje real, sea el Estado, la ciudad o el templo, sea la casta, la gens o la familia patricia, según el aspecto sobrenatural y "formal" dominado el caos, que carateriza todas estas entidades en los tipos superiores de civilización tradicional. He aquí porque los ritos podrían aparecer, según la fórmula extremo‑oriental, como "expresiones de la ley celeste"([15]).

Considerando en sí la acción ritual por excelencia ‑el sacrificio‑ en su forma más completa (se puede referirse al tipo védico), es posible distinguir tres momentos. Ante todo, una purificación ritual y espiritual del sacrificador, destinada, a hacerle entrar en contacto real con las fuerzas invisibles, o bien a favorecer la posibilidad de una relación activa con ellas. Luego, un proceso evocatorio que produzca una saturación de estas energías en la persona misma del sacrificador, o de una víctima, o de ambos, o aun de un tercer elemento, variable según la estructura del rito. Enfin, una acción que determina la crisis (por ejemplo, la muerte de la víctima) y "actualiza" el dios en la sustancia misma de las influencias evocadas([16]). Salvo los casos en los que el rito está destinado a crear una nueva entidad para servir de "alma" o "genio" a una nueva tradición, o incluso a una nueva ciudad, a un nuevo templo, etc.... (ya que incluso la construcción de las ciudades y de los templos comportaba tradicionalmente, una contrapartida sobrenatural)([17]), se encuentra aquí algo parecido a la acción del desligar y de sellar nuevamente. Se renueva, efectivamente, por vía evocatoria, el contacto con las fuerzas inferiores que sirven de sustratro a una divinización primordial, y también la violencia que los arranca a sí mismas y los libera en una forma superior. Se comprende entonces el peligro que presenta la repetición de algunos ritos tradicionales y la razón por la cual el sacrificador podía ser llamado "macho héroe"([18]). El rito que fracasa , aborta, o se desvía de no importa que forma de modelo original, hiere y desintegra al "dios": constituye un sacrilegio. Alterando una ley, se rompe un sello de dominación sobrenatural, fuerzas oscuras, ambiguas, temibles, regresan al estado libre. El mero hecho de olvidar el rito determina efectos análogos: aminoración de la presencia del "dios" en su relación con los culpables y refuerza, correlativamente, las energías que, en el "dios" mismo, se encuentran yuguladas y transformadas: abre las puertas al caos. Por el contrario, la acción sacrificial recta y diligente fue considerada como el medio por el cual los hombres sostienen a los dioses y los dioses a los hombres, por el bien supremo de los unos y de los otros([19]). El destino de aquellos que no tienen rito es el de los "infiernos"([20]): del orden sobrenatural al cual se les había hecho participar, regresan a los estados de naturaleza inferior. Lo único que no crea "vínculo" ‑se ha afirmado‑ es la acción sacrificial([21]).

El mundo, según Olimpodoro, es un gran símbolo, porque presenta bajo una forma sensible realidades invisibles. Y Plutarco ha escrito: "Entre las cosas de un orden superior, y entre las cosas naturales, hay lazos y correspondencias secretas, es imposible juzgar, sino por la experiencia, las tradiciones y el consentimiento de todos los hombres"([22]). He aquí otra expresión característica, extraida del esoterismo hebraico: "Afin de que un acontecimiento se produzca aquí abajo, es preciso que otro acontecimiento correspondiente se realice en lo alto, siendo aquí abajo, un reflejo del mundo superior. El mundo superior es movido por el impulso de este mundo inferior y lo mismo ocurre de forma inversa. El humo [de los sacrificios] que asciente de aquí abajo ilumina las luces de lo alto, de forma que todas las luces brillan en el cielo: y es así como todos los mundos son bendecidos"([23]). Esto puede ser considerado como la profesión de fe general de las civilizaciones de tipo tradicional. Para el hombre moderno, causas y efectos se sitúan, unas y otras, sobre el plano físico, en el espacio y el tiempo. Para el hombre tradicional, el plano físico no comporta por el contrario más que efectos y nada se produce en el "más aca" que no se haya ya producido en el más allá invisible. Es también bajo este aspecto que se ve al rito de injertarse y dominar soberanamente, en la trama de todos los actos, todos los destinos, y todos los modos de vida tradicional. Determinar, por medio del rito, hechos, relaciones, victorias, defensas y, en general, causas en lo invisible, era la acción por excelencia, separada de la cual toda acción material estaba perjudicada por una contingencia radical y la misma alma del individuo estaba insuficientemente protegida contra algunas fuerzas oscuras e inaprensibles que se manifiestan en las pasiones, los pensamientos y las tendencias humanas, del individuo y de la colectividad, y tras los bastidores de la naturaleza y de la historia.

Si se unen estas consideraciones a las precedentes, el hecho de que, tradicionalmente, el ejercicio del rito aparezca como uno de los principios fundamentales de la diferenciación jerárquica y, que en general, esté estrechamente asociada a toda forma de autoridad, tanto en el marco del Estado como en el de la gens e incluso de la familia, este hecho aparece como todo lo contrario de algo extravagante. Se puede rechazar el mundo tradicional en bloque. Pero no es posible negar la conexión íntima y lógica, de todas sus partes, una vez que se conocen sus fundamentos.



([1])Cf. Fustel de COULANGES, Op. cit., pag 211.

([2])PINDARO, Nemen, XI, 1‑5.

([3])Tshung‑yung, XXIX, I.

([4])Cf. Li‑Ki, VII, iv, 6. "La ruina de los Estados, la detrucción de las familias y el hundimiento de los individuos están siempre precedidos por el abandono de los ritos... Estos facilitan los canales mediante los cuales podemos emprender las vías del cielo". Según la tradición indo‑aria, las fórmulas y los sacrificios rituales son, junto a la "verdad, el orden, el ascesis", los apoyos no solo de las organizaciones humanas, sino también de la tierra misma (cf. p. ej., Atharva‑vêda, XII, I, 1).

([5])Cf. ej., Rg‑Veda, X, 124, 3.

([6])Sobre el poder de la tradición de los ritos en la romanidad antigua, cf. V. MACCHIORO, Roma Capta, Messina, 1928, pag. 15.

([7])Por lo demás, se ha perdido el sentidooriginario de la palabra "Ceremonia", la cual procede de la razín creo, idéntica al sáncrito kr = hacer, actuar, en el sentido de "crear". No expresaría, pues, una ceremonia convencional, sino, hablando con propiedad, una verdadera acción creadora. Cf. L. PRELLER, Römische Mythologie, Berlín, 1858, pag. 70. En la Edad Media, ceremoniae era el término específico mediante el cual se designaba las operaciones mágicas.

([8])Cf. Shatapatha‑brâhmana, XIV, iv, 23‑24; Brhadânanyakaupanishad, I, iv, 11.

([9])Cf. HUBERT‑MAUSS, Melanges hist. rel., op. cit., pags. 113‑ 116. En uno de los textos citados anteriormente (Brhadâr, I, ii, 7‑8) el principio original dice: "Mi cuerpo se vuelve apto para el sacrificio. Gracias a él, llegaré a tener un ser" y tal sacrificio ‑el ashavamedha‑ está relacionado con el sol.

([10])Hâvamâl, 139 y sigs.

([11])Ynglingasaga, C. XZ. ‑ Cf. S. BUGGE, Entsehung der nordischen Götter‑und Heldensagen, München, 1889, pag. 317, 422‑423, donde se constata que el nombre mismo de Yggdrassil dado al Arbol édico ‑"del que ningún mortal sabe donde nacen sus raices" (Hâmavâl, 139‑140) ‑ parece designar el instrumento mismo del sacrificio de Yggr, es decir, del "Terrible", que es uno de los nombres de Odín.

([12])Cf. A. MORET, Royaut. Pharaon., op. cit., pag. 148.

([13])Ibid, pag. 149.

([14])Ibid, pag. 149, 153‑161, 182‑3. Cf. La expresión de Ramsés II: "Soy un hijo que modela la cabeza de su padre, que engendra a "aquel que le ha engendrado"; cf. pag. 217: la entrada del rey en la sala del rito ‑paduait‑ era asimilada a la entrada en el otro mundo ‑duait‑, el de la muerte sacrificial y de la trascendencia.

([15])Tshung‑yung, XXVII, 6.

([16])Cf. HUBERT‑MAUSS, Melang. Hist. Rel. cit., pag. 9 a 130; Introduzione a la Magia, Roma, 1951, v. III, pag. 281, sigs.

([17])En el caso de una ciudad nueva, se trata de la formación de este tyke póleos al cual ya hemos aludido, y que, en las civilizaciones de tipo superior, asumido directamente por el jefe, se identifica con la "fortuna real", tyke basileós. En el antiguo Egipto, el rey divino presidía los ritos de construcción de los templos, ejecutando él mismo, en un sentido simbólico‑ritual, los primeros actos necesarios para la construcción y uniendo a los materiales vulgares el oro y la plata que simbolizaban el elemento divino invisible, que unía, casi como un alma, por su presencia y su rito, a la construcción visible. A este respecto, se trataba, en el espíritu de una "obra eterna" y en algunas inscripciones puede leerse: "El rey impregna de fluido mágico el suelo donde vivirán los dioses" (Cf. MORET, Royaut. Pharaon., pag. 132 y sigs.).

([18])Rg‑Veda, I, 40, 3.

([19])Bhagavad‑Gita, III, C. Shatapatha‑brâhmana, VIII, 1, 2, 10, donde el sacrificio es llamado el "alimento de los dioses" y "su principio de vida" (ibid, XIV, III, 2, 1).

([20])Ibid, I, 44.

([21])Ibid, III, 9.

([22])PLUTARCO, De sera num., vindicta, XXVIII (trad. J. de Maistre).

([23])Zohar, I, 208 a; II, 244 a.

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 4. La Ley, el Estado, el Imperio

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 4. La Ley, el Estado, el Imperio

Biblioteca Julius Evola.- Evola aborda ahora, los fundamentos de una verdadera teoría del Estado, desde el punto de vista tradicional. La ley, para ser asumible, no puede ser emanada por el "demos", sino que debe estar anclada en lo "alto", esto es en principios metafísicos y prmulgada por quien los ha realizado en sí mismo. El Estado no es la estructura organizativa de la Nación, sino la encarnación del Orden, y la "nación" no tiene valor, mientras que es la noción de Impero la que se sitúa en el centro de esta doctrina del Estado.

 

4.

LA LEY, EL ESTADO, EL IMPERIO.

 

El sentido que tenían la Ley y el Estado para el hombre de la  Tradición se relaciona estrechamente con las ideas que acaban de  ser expuestas.

 

De forma general, la noción tradicional de ley presupone un  realismo trascendente. En sus formulaciones arias, en particular,  el concepto de ley está en estrecha relacion con los de verdad,  realidad y estabilidad inherentes a "lo que es". En los Vedas el  término rta tiene frecuentemente el mismo sentido que dharma y  designa no solo lo que es orden en el mundo, el orden como orden sino también, sobre un plano superior, la verdad,  el derecho, la realidad, allí donde su contrario, anrta designa  lo falso, lo malo, lo irreal([1]). El mundo de la ley y, en  consecuencia, del Estado, fue pues considerado como el mundo de  la verdad y de la realidad en el sentido eminente, es decir  metafísico.

 

En consecuencia, habría sido completamente inconcebible, e  incluso absurdo, para el hombre tradicional, hablar de leyes y  exigir que se las observara cuando eran de origen puramente  humano, individual o colectivo. Toda ley, para poder contar  objetivamente como tal debía tener un carácter "sagrado": pero  unas vez reconocido este carácter, su origen se encontraba  relacionado con una tradición no humana, su autoridad era  absoluta, la ley representaba algo infalible, inflexible e  inmutable, no admitía discusión; y toda infracción ofrecía menos  el carácter de un delito contra la sociedad, que el de una  impiedad ‑           ‑ un acto que comprometía incluso el destino  espiritual del culpable y de aquellos con quienes se encontraba  socialmente relacionado. Es asi que, hasta en la civilización  medieval, la rebelión contra la autoridad y la ley imperial fue  asimilada a la herejía religiosa y los rebeldes fueron  considerados, no menos que los heréticos, como enemigos de su  propia naturaleza, en tanto que contradecían la ley de su esencia([2]). Para designar a quienes rompen la ley de la casta, en el sentido que trataremos más adelante, la India aria utilizaba la expresión patita, es decir: los caidos, aquellos que han caido. La utilidad de la ley en el sentido moderno, es decir en tanto que utilidad material colectiva, no fue nunca el verdadero criterio: no es que este aspecto no haya sido considerado, sino que era juzgado accesorio y considerado como la consecuencia de toda ley, en la medida en que esta era una ley auténtica. Por lo demás, hay utilidad y utilidad, y la noción de útil que sirve, materialmente, de último criterio para el hombre moderno, correspondía tradicionalmente a un medio que debía justificar la consecución de un fin más elevado. Pero para ser útil en este sentido, era preciso, repitámoslo, que la ley se presentase de otra forma que como una simple creación modificable de la voluntad de los hombres. Una vez establecida su autoridad "de lo alto", su utilidad y su eficacia eran ciertas, incluso en los casos en los que la experiencia, bajo su aspecto más grosero e inmediato, no confirmaba e incluso, en algunos aspectos,  desmentía esta utilidad y esta eficacia, pues "las mallas de la  Vía del Cielo son complejas e inaprensibles". Es así como, en el  mundo tradicional, el sistema de las leyes y ritos fue siempre  referido a legisladores divinos o a mediadores de lo divino, en  los cuales se pudo ver, bajo formas variadas, condicionadas por  la diversidad geográfica y étnica, como manifestaciones del  "Señor del centro" en la función, anteriormente examinada de "rey  de justicia". Igualmente cuando, más tarde, el principio del voto  fue admitido, la tradición subsiste en parte, por el hecho que  amenudo, la decisión del pueblo no era juzgada suficiente, y se  subordinaba la validez de las leyes a la aprobación de los  pontífices y a la seguridad, dada por los augures, que los dioses  eran favorables([3]).

 

Igualmente, las leyes y las instituciones, venían de lo alto y,  en el marco de todos los tipos verdaderamente tradicionales de  civilización, eran orientadas hacia lo alto. Una organización  politica, económica y social integralmente creada solo para la  vida temporal es algo exclusivamente propio del mundo moderno, es decir del mundo de la antitradición. Tradicionalmente, el Estado tenía, por el contrario, un significado y una finalidad que eran, en cierta manera, trascendentes y no inferiores a las que la Iglesia católica reivindicó para sí misma en Occidente: era una aparición  del "supramundo" y una vía hacia el "supramundo". La expresión misma de "Estado", status, derivado de permanecer, si, empíricamente, deriva quizás de la forma tomada  por la vida social de los pueblos nómadas, cuando fijaron su residencia, puede sin embargo relacionarse también con el  significado superior, propio a un orden tendente a participar  jerárquicamente en la "estabilidad" espiritual, por oposición al  carácter contingente, cambiante, inestable, caótico y  particularista propio de la existencia natural([4]); así pues en  el orden representa un reflejo eficaz del mundo del ser en el del devenir, hasta el punto de transformar en realidad las palabras ya citadas de la consagración real védica: "Firme es todo este mundo de los vivientes y firme es también este rey de los hombres". Por tal vía, se aplicaron frecuentemente a Imperios  y Estados tradicionales los símbolos de "centralidad" y  "polaridad", que hemos visto unirse con el arquetipo de la  realeza.

 

Asi el antiguo Estado chino fue denominado "Imperio Medio", el  "lugar" al que se refieren los más antiguos textos nórdicos toma  el nombre de Mitgard, con el mismo sentido de sede central, de  centro del mundo; la capital del Imperio solar de los Incas,  llamado Cuzco, parece haber significado el "ombligo" (en el  sentido de centro) de la tierra, y se reencuentra esta misma  designación simbólica aplicada a Delfos, centro de la  civilización doria y a la misteriosa Ogigia homérica. Se podría  fácilmente encontrar en otras tradiciones ejemplos  análogos, para hacer comprender el sentido antiguo de los  Estados y las organizaciones tradicionales. En general, y ya en  la prehistoria, el simbolismo de las "piedras sagradas" se  refiere al mismo orden de ideas; la interpretación fetichista del  culto a las piedras no es más que una fantasía de los  investigadores modernos. El omphalos, la piedra sagrada, no es  una representación ingenua de la forma del mundo([5]); su sentido  de "ombligo", en griego, se refiere en general ‑como se ha dicho‑  a la idea de "centro", de "punto de estabilidad", en relación  también con lo que se puede llamar la geografía sagrada:  ritualmente, la "piedra sagrada" aparecía a menudo, en efecto, en  lugares elegidos ‑no al azar‑ como centros tradicionales de un  ciclo histórico o de un pueblo dado([6]), sobre todo con el  sentido de "fundamento de lo alto" cuando, como frecuentemente  ocurrió, la piedra es "del cielo", es decir un aerolito. Se puede  mencionar a este respecto el lapis niger de la antigua tradición  romana y the stone of the destiny, la piedra fatídica, igualmente  negra, de las tradiciones céltico‑británicas, importante por la  virtud que le era atribuida para indicar a los reyes legítimos([7]). A este orden de ideas se refiere el hecho que en Wolfram von Eschenbach el Graal, en tanto que misteriosa "piedra divina", posee igualmente el poder de señalar a quien es digno de revestir la dignidad real([8]). De aquí, enfin, el sentido  evidente del simbolismo de la prueba consistente en extraer una  espada de la piedra (Teseo para Hélade, Sohrab para Persia, el  rey Arturo para la antigua Bretaña, etc...).

 

La doctrina de las dos naturalezas ‑fundamento de la visión  tradicional de la vida‑ se refleja en las relaciones que, según  la tradición, existen entre el Estado y el  pueblo (demos). La  idea que el Estado extrae su origen del demos y encuentra en él  el principio de su legitimidad y de su consistencia, es una  perversión ideológica típica del mundo moderno, que atestigua  esencialmente una regresión. Con ella se vuelve a concepciones  que fueron propias de formas sociales naturalistas, desprovistas  de una consagración espiritual. Una vez tomada esta dirección,  era inevitable que se descendiera cada vez más bajo, hasta el  mundo colectivista de las masas y de la democracia absoluta; es  preciso ver en este proceso el efecto de una necesidad natural,  de la ley misma de la caida de los cuerpos. Según la concepción  tradicional, el Estado está por el contrario, respecto al pueblo,  en la misma relación que el principio olímpico y uranio respecto  al principio telúrico y "subterráneo", que la "idea" y la "forma" especto a la "materia" y la "naturaleza", en la misma relación, en consecuencia, que un principio luminoso  masculino, diferenciador, individualizante y fecundador, respecto de una sustancia femenina lábil, impura y nocturna. Se trata aquí de dos polos entre los cuales existe una tensión íntima que se resuelve, para el mundo tradicional, en el sentido de una transfiguración y de un orden determinado por lo alto. La noción misma del "derecho natural" es una pura ficción, cuya utilización antitradicional y subversiva es bien conocida. No existe naturaleza "buena" en sí, donde esten preformados y arraigados los principios intangibles de un derecho igualitariamente válido para todos los seres humanos. Incluso cuando la sustancia étnica aparece, en cierta medida, como una "naturaleza formada", es decir presentando algunas formas elementales de orden, estás ‑a menos de ser huellas residuales de acciones formadoras anteriores‑ no tienen valor espiritual antes de ser recuperadas en el Estado, o en una organización tradicional análoga determinada por lo alto, y recibir así una consagración gracias a su participación en un orden superior. En el fondo, la sustancia del demos es siempre demoníaca (en el sentido antiguo, no cristiano y moral del término); tiene siempre necesidad de una catharsis, de una liberación, antes de poseer un valor en tanto que fuerza y materia de un sistema político tradicional, a fin que más allá de un sustrato natural pueda afirmarse, siempre primeramente, un orden diferenciado y  jerarquizado de dignidades.

 

En relación con lo que precede, veremos que el primer fundamento  de la distinción y jerarquía de las castas tradicionales no  ha sido político o económico, sino espiritual: hasta el punto de  crear, en el conjunto, un sistema auténtico de participación,  según una progresión graduada, en una conquista extranatural y  una victoria del cosmos sobre el caos. La tradición indo‑aria  conocía, fuera de las cuatro grandes castas, una distinción aun  más general y significativa, que se refiere precisamente a la  dualidad de las naturalezas, la distinción entre los arya, o  dvîja, y los shudra. Los primeros son los "nobles" y los "re‑  nacidos" por la iniciación, constituyen el elemento "divino",  draivya; los otro son los seres que pertenecen a la naturaleza,  aquellos cuya vida no posee en propiedad ningún elemento  sobrenatural y que representan pues el substrato "demoníaco" ‑  asurya‑ sub‑personal e impuro de la jerarquía, gradualmente  vencida por la acción formadora tradicional ejercida, en la  sustancia de las castas superiores, desde el "padre de familia"  hasta los brahmana([9]). Tal es, en sentido estricto de los  términos, la significación original del Estado y de la Ley en el  mundo de la Tradición: un significado de "formación"  sobrenatural, incluso allí donde este sentido, por el hecho de  aplicaciones incompletas del principio, o por el efecto de una  materialización y de una degeneración ulteriores, no se presenta  bajo una forma inmediatamente perceptible.

 

De estas premisas resulta una relación potencial entre el  principio de todo Estado y el de la universalidad: allí donde se  ejerce una acción tendiente a organizar la vida más allá de los  límites de la naturaleza y de la existencia empírica y  contingente, no pueden manifestarse formas que, en principio, no  están ligadas a lo particular. La dimensión de lo universal en  las civilizaciones y organizaciones tradicionales, puede  presentar aspectos diferentes y manifestarse, según los casos,  con más o menos evidencia. La "formación", en efecto, se enfrenta  siempre con la resistencia de una materia que, por sus  determinaciones debidas al espacio y al tiempo, actúa en un  sentido diferenciador y particularista en la aplicación histórica  efectiva del principio único, superior en sí y anterior a estas  manifestaciones. Sin embargo no existe forma de organización  tradicional que, a pesar de todas las características locales,  los exclusivismos empíricos, los "autoctonismos" de los cultos y las insituciones celosamente defendidas, no oculte un principio  más elevado, universal que se actualiza cuando la organización  tradicional se eleva hasta el nivel y hasta la idea del Imperio.  Existen así lazos ocultos de simpatía y de analogía ente las  distintas formaciones tradicionales particulares y algo único,  indivisible y permanente, del que parecen ser, por decirlo así,  otras tantas imágenes: de tiempo en tiempo, estos circuitos de  simpatía se cierran, se ve brillar lo que en ellos les  trasciende, igualmente que se les ve adquirir una potencia  misteriosa, reveladora de un derecho soberano, que derriba  irremisiblemente todas las fronteras particularistas y culmina en una unidad de tipo superior. Tal son precisamente las  culminaciones imperiales del mundo de la Tradición. Idealmente,  una línea única conduce de la idea tradicional de ley y de Estado  a la del Imperio.

 

Se ha visto que la oposición entre las castas superiores,  caracterizadas por el "segundo nacimiento", y la casta inferior  de los shudra, equivale, para los Indo‑Arios, a la oposición  entre "divino" y "demoniaco". Las primeras castas correspondían  por otra parte, en Irán, a emanaciones del fuego celeste  descendido sobre la tierra, más exactamente sobre las tres  "cumbres" distintas: más allá de la "gloria" ‑hvarenô‑ bajo la  forma suprema presente ante todo en los reyes y los sacerdotes  (los antiguos sacerdotes medas se llamaban athrava, es decir  "señores del fuego") este fuego sobrenatural se articula, según  una jerarquía correspondiente a las otras dos castas o clases,  las de los guerreros y los jefes patriarcales de la riqueza ‑  rathaestha y vâstriya‑fshuyant‑ en otras dos formas distintas,  hasta tocar y "glorificar" las tierras ocupadas por la raza aria([10]). Es partiendo de esta base como se llega precisamente, en la tradición irania, a la concepción metafísica del Imperio, en tanto que realidad que no esta ligada, en el fondo, ni al espacio ni al tiempo. Las dos posibilidades aparecen claramente: de un lado el ashavan, el puro, la "fidelidad" sobre la tierra y la buenaventuranza en el mas allá, aquel que crece aquí abajo, en el dominio que le es propio, la fuerza del principio de luz: ante todo los maestros del rito y del fuego, que tienen un poder  invisible sobre las fuerzas tenebrosas; luego los guerreros, en  lucha contra el bárbaro y el impío; enfin los que trabajan la  tierra seca y estéril, pues esto también es militia, la  fertilidad era casi una victoria que aumenta la virtus mística de la tierra aria. Frente al ashaban, el anashvan, el impuro, aquel que no tiene ley, aquel que neutraliza el principio luminoso([11]). El Imperio, en tanto que unidad tradicional gobernada por el "rey de reyes", corresponde pecisamente aquí a lo que el principio de luz supo conquistar en el dominio del principio tenebroso y tiene por idea‑límite el mito del Shaoshian, señor universal de un futuro reino de "paz", culminada y victoriosa([12]). La misma idea se encuentra por otra parte en la leyenda según la cual el emperador Alejandro habría cerrado la ruta, con la ayuda  de una muralla de hierro, a los pueblos de Gog y Magog, que pueden representar aquí el elemento "demoníaco" dominado en las jerarquías tradicionales. Estos pueblos se lanzarán un día a la conquista de las potencias de la tierra, pero serán definitivamente rechazados por personajes en quienes, según las leyendas medievales, se volverá a manifestar el tipo de los jefes del Sacro Imperio Romano([13]). En la tradición nórdica, las defensas que protegían la "región media" ‑el Mitgard‑ contra las naturalezas telúrico‑elementales y que serán derribadas en el "crepúsculo de los dioses", ragna‑rökkr([14]), expresan la misma idea. Ya hemos recordado, por otra parte, la relación que existen entre aeternitas e imperium según la tradición romana, de la que se desprende un carácter trascendente, no humano, al cual se eleva aquí la noción del "regenerado", hasta el punto de que el paganismo atribuyó a los dioses la grandeza de la ciudad del Aguila y del Hacha. De aquí emerge el sentido más profundo que pudo ofrecer también la idea según la cual el "mundo" no desaparecería mientras se mantuviera el Imperio romano: idea que es preciso precisamente referir a la  función de salvación mística atribuida al imperio, a condición de entender el "mundo", no en un sentido físico o político, sino en el sentido de "cosmos", dique de orden y de estabilidad opuesta a las fuerzas del caos y de la desintegración([15]).

 

La recuperación de la idea romana por la tradición bizantina  presenta, desde este punto de vista, un significado particular en  razón del elemento netamente teológico‑escatológico que vivifica esta idea. El Imperio concebido, aquí también, como una imagen del reino celeste, es querido y preordenado por Dios. El soberano terrestre es, él mismo, una imagen del Señor del Universo que domina todas las cosas: como él, es único, sin segundo, y reina sobre el dominio temporal y espiritual. Su ley es universal: se extiende también a los pueblos que se han dado un gobierno autónomo no sometido al poder imperial real, gobierno que, en tanto que tal es "bárbaro" y no "según la justicia", porque reposa sobre una base naturalista([16]). Sus subditos son los "Romanos" en el sentido no étnico ni puramente jurídico, sino de una dignidad y una consagración superior, que viven en la pax asegurada por una ley que es el reflejo de la ley divina. Es por ello que el ecumene imperial reunió en sí el orden de "salvación",  así como el derecho en sentido superior([17]).

 

Con este contenido supra‑histórico, la idea del Imperio,  contemplada en tanto que institución sobrenatural universal,  creada por la "providencia" como remedium contra infirmitatem  peccati para rectificar la naturaleza caida y dirigir a los  hombres hacia la salvación eterna, se reafirma una vez más en la  Edad Media gibelina([18]), aunque se encuentra prácticamente  paralizada, no solo por la oposición de la Iglesia, sino también  por los tiempos, que prohibían ya la comprensión y, más aún, la  realización efectiva según su sentido más elevado. De tal forma  que si Dante expresa un punto de vista tradicionalmente correcto  cuando reivindica para el Imperio el mismo origen y la misma  finalidad sobrenaturales de la Iglesia, hablando del Emperador  como aquel que "poseyendo todo y no pudiendo desear más" carece  de concupiscencia y puede hacer reinar la paz y la justicia,  fortificar la vita activa de los hombres incapaces, tras el  pecado, de resistir la atracción de la cupiditas si un poder  superior no lo frena y lo guía([19]), Dante, sin embargo, no  desarrolla estas ideas más allá del plano político y material. De  hecho, la "posesión perfecta" del Emperador no es aquí esta  posesión interior propia a "los que son" sino la posesión  territorial; la cupiditas no es la raíz demoniaca de toda vida no  regenerada, no separada del devenir, "natural", sino que es la de  los príncipes que se disputan el poder y la riqueza. La "paz" en  fin, es la del "mundo", simple premisa de un orden diferente, más allá del imperial, de una "vida contemplativa" en el sentido ascético‑cristiano. Pero sería solo bajo la forma de eco, la tradición se mantenía aún. Con los Hohenstaufen la llama lanzará una última luz. Luego, los Imperios serán suplantados por los "imperialismos" y no se sabrá ya nada más del Estado, sino bajo el aspecto de una organización temporal particular, "nacional", es decir,"social" y plebeya.

 



([1])F. SPIEGEL, Die arische Periode und ihre Zustande, Leipzig,  1887, pag. 139 y sigs. Rta corresponde, en el antiguo Egipto, a  Maat, que comporta los diversos significados que acabamos de  mencionar.

 

([2])Cf. de STEFANO, Idea imper., cit., pag. 75‑79; KANTOROWICZ,  op. cit., pag. 240 y sigs., 580. La misma idea en el Islam, cf.  p. ej. Coran, IV, iii.

 

([3])Cf. FUSTEL de COULANGES, La Ciudad antigua, op. cit., pag.  365, 273‑7, 221, 376: "Las ciudades no se preguntaban si las  instituciones que se daban eran útiles; estas instituciones se  habían fundado por que la religión así lo había querido. Ni el  interés ni la conveniencia habían contribuido a establecerlas; y  si la clase sacerdotal había combatido para defenderlos, no era  en nombre del interés público, sino en nombre de la tradición  religiosa". Hasta Federico II subsistió la idea de que las leyes,  a las cuales el Emperador està sometido,  tienen un origen inmediato, no en el hombre o en el pueblo, sino  en Dios (cf. De STEFANO, op. cit., pag. 57).

 

 

([4])H. BERL, (Die Heraufkunt des fünften Standes, Karlsruhe,  1931, pag. 38) interpreta de forma análoga las palabras alemanas  Stadt = ciudad, y Stand = clase o casta. En este contexto puede  ser justo.

 

 

([5])W. H. ROSCHER, Omphalos, Lipzig, 1913.

 

 

([6])Cf. GUENON, El Rey del mundo, cit., cap. IX.

 

 

([7])J. L. WESTON, The quest of the holy Grail, Londres, 1913,  pag. 12‑13.

 

 

([8])Cf. EVOLA, El misterio del Grial, cit.

 

 

([9])Frecuentemente, la casta de los shudra o servidores, opuesta  a la de los brahamana que es "divina" (daivya) en tanto que  cúspide de la jerarquía de los "nacidos dos veces", es justamente  considerado como "demoníaco" (asurya). Cf. p. ej.  Les castes dans l'Inde, París, 1896, pag. 67.

 

([10])Cf. SPIEGEL, Eran. Altert., v. III, pag. 575; v. II, pag.  42‑43‑46. En los Yasht (XIX, 9) se dice, en particular, que la "gloria" pertenece "a los arios nacidos y no‑nacidos y al santo Zaratustra". Se podría igualmente recordar aquí la noción de "hombres de la ley primordial" ‑paoiryôthae^sha‑ considerado como la verdadera religión aria de todas las edades, antes y despues de Zaratustra (cf. p. ej. Yasht., XIII, passim),

 

([11])Cf. MASPERO, Histoire anc. des Peuples de l'Orient  classique, París, 1895, v. III, pag. 586‑7.

 

 

([12])Bundahesh, XXX, 10 y sigs.; Yasht, XIX, 89‑90.

 

 

([13])Cf. A. GRAF, Mem. e. imaginaz, del Medioevo, cit., v. II,  pag. 521, 556 y sigs. La misma función de Alejandro respecto a los pueblos de Gog y Magog reaparece en el Corán (XVIII, 95), donde se atribuye al héroe Osul‑Kernein. (Cf. F. SPIEGEL, Die Alexandersage bei den Orientaln, Leipzig, 1851, pag., 53 y sigs.). Se encuentra, por otra parte, Gog y Magog en la tradición hindú bajo los nombres casi idénticos de los demonios Koka y Vikoka que, al final del presente ciclo, deben ser destruidos por el Kalki‑avatara, otra representación imperial. Cf. J. EVOLA, El misterio del Grial, cit.

 

([14])Gylfaginning, 8, 42; Völuspâ, 82. La defensa contra las  fuerzas oscuras, en el sentido de protección contra ellas,  también ha dado un sentido simbólico a la "gran muralla" tras la cual, el Emperador chino, o "Emperador de la tierra media" se había encerrado.

 

([15])La relación dinámica entre los dos principios opuestos se  expresa en la India aria con la fiesta de gavamyana, donde un shudra negro luchaba contra un arya blanco por la posesión de un símbolo solar (cf. A. WABER, Indische Studien, Leipzig, 1868, v. X, pag. 5). Entre los mitos nórdicos figura igualmente el de un caballero blanco que lucha contra otro negro al principio de cada año por la posesión del árbol: alude también a la idea de que el  caballero negro lo arrastrarà en el porvenir hasta que un rey lo abata definitivamente (J. J. GRIMM, Deutsche Mythologie, Berlín, 1876, v. II, pag. 802).

 

([16])Cf. O. TREITINGER, Die ost‑römische Kaiser‑und Reichsidee,  Jena, 1938.

 

 

([17])Sobre una base análoga se encontrará, en el Islam, la  distinción geográfica entre el daral‑islam, o tierra del Islam, gobernada por la ley divina, y el dar al‑harb, o "tierra de la guerra", porque sobre esta última, viven pueblos que deben ser recuperados para la primera gracias a la jihad, en "guerra santa".

 

([18])Cf. F. KAMPERS, Die deutsche Kaiser idee in Prophetie und  Sage, Berlín, 1896, passim, y también Karl der Grosse, Mainz,  1910.

 

 

([19])Cf. DANTE, Conv., IV, V, 4; De Monarchia, I, II, 11‑14 y A.  SOLMI, Il pensiero politico di Dante, Florencia, 1922, pag. 15.