Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 4. La Ley, el Estado, el Imperio
Biblioteca Julius Evola.- Evola aborda ahora, los fundamentos de una verdadera teoría del Estado, desde el punto de vista tradicional. La ley, para ser asumible, no puede ser emanada por el "demos", sino que debe estar anclada en lo "alto", esto es en principios metafísicos y prmulgada por quien los ha realizado en sí mismo. El Estado no es la estructura organizativa de la Nación, sino la encarnación del Orden, y la "nación" no tiene valor, mientras que es la noción de Impero la que se sitúa en el centro de esta doctrina del Estado.
4.
LA LEY, EL ESTADO, EL IMPERIO.
El sentido que tenían la Ley y el Estado para el hombre de la Tradición se relaciona estrechamente con las ideas que acaban de ser expuestas.
De forma general, la noción tradicional de ley presupone un realismo trascendente. En sus formulaciones arias, en particular, el concepto de ley está en estrecha relacion con los de verdad, realidad y estabilidad inherentes a "lo que es". En los Vedas el término rta tiene frecuentemente el mismo sentido que dharma y designa no solo lo que es orden en el mundo, el orden como orden sino también, sobre un plano superior, la verdad, el derecho, la realidad, allí donde su contrario, anrta designa lo falso, lo malo, lo irreal([1]). El mundo de la ley y, en consecuencia, del Estado, fue pues considerado como el mundo de la verdad y de la realidad en el sentido eminente, es decir metafísico.
En consecuencia, habría sido completamente inconcebible, e incluso absurdo, para el hombre tradicional, hablar de leyes y exigir que se las observara cuando eran de origen puramente humano, individual o colectivo. Toda ley, para poder contar objetivamente como tal debía tener un carácter "sagrado": pero unas vez reconocido este carácter, su origen se encontraba relacionado con una tradición no humana, su autoridad era absoluta, la ley representaba algo infalible, inflexible e inmutable, no admitía discusión; y toda infracción ofrecía menos el carácter de un delito contra la sociedad, que el de una impiedad ‑ ‑ un acto que comprometía incluso el destino espiritual del culpable y de aquellos con quienes se encontraba socialmente relacionado. Es asi que, hasta en la civilización medieval, la rebelión contra la autoridad y la ley imperial fue asimilada a la herejía religiosa y los rebeldes fueron considerados, no menos que los heréticos, como enemigos de su propia naturaleza, en tanto que contradecían la ley de su esencia([2]). Para designar a quienes rompen la ley de la casta, en el sentido que trataremos más adelante, la India aria utilizaba la expresión patita, es decir: los caidos, aquellos que han caido. La utilidad de la ley en el sentido moderno, es decir en tanto que utilidad material colectiva, no fue nunca el verdadero criterio: no es que este aspecto no haya sido considerado, sino que era juzgado accesorio y considerado como la consecuencia de toda ley, en la medida en que esta era una ley auténtica. Por lo demás, hay utilidad y utilidad, y la noción de útil que sirve, materialmente, de último criterio para el hombre moderno, correspondía tradicionalmente a un medio que debía justificar la consecución de un fin más elevado. Pero para ser útil en este sentido, era preciso, repitámoslo, que la ley se presentase de otra forma que como una simple creación modificable de la voluntad de los hombres. Una vez establecida su autoridad "de lo alto", su utilidad y su eficacia eran ciertas, incluso en los casos en los que la experiencia, bajo su aspecto más grosero e inmediato, no confirmaba e incluso, en algunos aspectos, desmentía esta utilidad y esta eficacia, pues "las mallas de la Vía del Cielo son complejas e inaprensibles". Es así como, en el mundo tradicional, el sistema de las leyes y ritos fue siempre referido a legisladores divinos o a mediadores de lo divino, en los cuales se pudo ver, bajo formas variadas, condicionadas por la diversidad geográfica y étnica, como manifestaciones del "Señor del centro" en la función, anteriormente examinada de "rey de justicia". Igualmente cuando, más tarde, el principio del voto fue admitido, la tradición subsiste en parte, por el hecho que amenudo, la decisión del pueblo no era juzgada suficiente, y se subordinaba la validez de las leyes a la aprobación de los pontífices y a la seguridad, dada por los augures, que los dioses eran favorables([3]).
Igualmente, las leyes y las instituciones, venían de lo alto y, en el marco de todos los tipos verdaderamente tradicionales de civilización, eran orientadas hacia lo alto. Una organización politica, económica y social integralmente creada solo para la vida temporal es algo exclusivamente propio del mundo moderno, es decir del mundo de la antitradición. Tradicionalmente, el Estado tenía, por el contrario, un significado y una finalidad que eran, en cierta manera, trascendentes y no inferiores a las que la Iglesia católica reivindicó para sí misma en Occidente: era una aparición del "supramundo" y una vía hacia el "supramundo". La expresión misma de "Estado", status, derivado de permanecer, si, empíricamente, deriva quizás de la forma tomada por la vida social de los pueblos nómadas, cuando fijaron su residencia, puede sin embargo relacionarse también con el significado superior, propio a un orden tendente a participar jerárquicamente en la "estabilidad" espiritual, por oposición al carácter contingente, cambiante, inestable, caótico y particularista propio de la existencia natural([4]); así pues en el orden representa un reflejo eficaz del mundo del ser en el del devenir, hasta el punto de transformar en realidad las palabras ya citadas de la consagración real védica: "Firme es todo este mundo de los vivientes y firme es también este rey de los hombres". Por tal vía, se aplicaron frecuentemente a Imperios y Estados tradicionales los símbolos de "centralidad" y "polaridad", que hemos visto unirse con el arquetipo de la realeza.
Asi el antiguo Estado chino fue denominado "Imperio Medio", el "lugar" al que se refieren los más antiguos textos nórdicos toma el nombre de Mitgard, con el mismo sentido de sede central, de centro del mundo; la capital del Imperio solar de los Incas, llamado Cuzco, parece haber significado el "ombligo" (en el sentido de centro) de la tierra, y se reencuentra esta misma designación simbólica aplicada a Delfos, centro de la civilización doria y a la misteriosa Ogigia homérica. Se podría fácilmente encontrar en otras tradiciones ejemplos análogos, para hacer comprender el sentido antiguo de los Estados y las organizaciones tradicionales. En general, y ya en la prehistoria, el simbolismo de las "piedras sagradas" se refiere al mismo orden de ideas; la interpretación fetichista del culto a las piedras no es más que una fantasía de los investigadores modernos. El omphalos, la piedra sagrada, no es una representación ingenua de la forma del mundo([5]); su sentido de "ombligo", en griego, se refiere en general ‑como se ha dicho‑ a la idea de "centro", de "punto de estabilidad", en relación también con lo que se puede llamar la geografía sagrada: ritualmente, la "piedra sagrada" aparecía a menudo, en efecto, en lugares elegidos ‑no al azar‑ como centros tradicionales de un ciclo histórico o de un pueblo dado([6]), sobre todo con el sentido de "fundamento de lo alto" cuando, como frecuentemente ocurrió, la piedra es "del cielo", es decir un aerolito. Se puede mencionar a este respecto el lapis niger de la antigua tradición romana y the stone of the destiny, la piedra fatídica, igualmente negra, de las tradiciones céltico‑británicas, importante por la virtud que le era atribuida para indicar a los reyes legítimos([7]). A este orden de ideas se refiere el hecho que en Wolfram von Eschenbach el Graal, en tanto que misteriosa "piedra divina", posee igualmente el poder de señalar a quien es digno de revestir la dignidad real([8]). De aquí, enfin, el sentido evidente del simbolismo de la prueba consistente en extraer una espada de la piedra (Teseo para Hélade, Sohrab para Persia, el rey Arturo para la antigua Bretaña, etc...).
La doctrina de las dos naturalezas ‑fundamento de la visión tradicional de la vida‑ se refleja en las relaciones que, según la tradición, existen entre el Estado y el pueblo (demos). La idea que el Estado extrae su origen del demos y encuentra en él el principio de su legitimidad y de su consistencia, es una perversión ideológica típica del mundo moderno, que atestigua esencialmente una regresión. Con ella se vuelve a concepciones que fueron propias de formas sociales naturalistas, desprovistas de una consagración espiritual. Una vez tomada esta dirección, era inevitable que se descendiera cada vez más bajo, hasta el mundo colectivista de las masas y de la democracia absoluta; es preciso ver en este proceso el efecto de una necesidad natural, de la ley misma de la caida de los cuerpos. Según la concepción tradicional, el Estado está por el contrario, respecto al pueblo, en la misma relación que el principio olímpico y uranio respecto al principio telúrico y "subterráneo", que la "idea" y la "forma" especto a la "materia" y la "naturaleza", en la misma relación, en consecuencia, que un principio luminoso masculino, diferenciador, individualizante y fecundador, respecto de una sustancia femenina lábil, impura y nocturna. Se trata aquí de dos polos entre los cuales existe una tensión íntima que se resuelve, para el mundo tradicional, en el sentido de una transfiguración y de un orden determinado por lo alto. La noción misma del "derecho natural" es una pura ficción, cuya utilización antitradicional y subversiva es bien conocida. No existe naturaleza "buena" en sí, donde esten preformados y arraigados los principios intangibles de un derecho igualitariamente válido para todos los seres humanos. Incluso cuando la sustancia étnica aparece, en cierta medida, como una "naturaleza formada", es decir presentando algunas formas elementales de orden, estás ‑a menos de ser huellas residuales de acciones formadoras anteriores‑ no tienen valor espiritual antes de ser recuperadas en el Estado, o en una organización tradicional análoga determinada por lo alto, y recibir así una consagración gracias a su participación en un orden superior. En el fondo, la sustancia del demos es siempre demoníaca (en el sentido antiguo, no cristiano y moral del término); tiene siempre necesidad de una catharsis, de una liberación, antes de poseer un valor en tanto que fuerza y materia de un sistema político tradicional, a fin que más allá de un sustrato natural pueda afirmarse, siempre primeramente, un orden diferenciado y jerarquizado de dignidades.
En relación con lo que precede, veremos que el primer fundamento de la distinción y jerarquía de las castas tradicionales no ha sido político o económico, sino espiritual: hasta el punto de crear, en el conjunto, un sistema auténtico de participación, según una progresión graduada, en una conquista extranatural y una victoria del cosmos sobre el caos. La tradición indo‑aria conocía, fuera de las cuatro grandes castas, una distinción aun más general y significativa, que se refiere precisamente a la dualidad de las naturalezas, la distinción entre los arya, o dvîja, y los shudra. Los primeros son los "nobles" y los "re‑ nacidos" por la iniciación, constituyen el elemento "divino", draivya; los otro son los seres que pertenecen a la naturaleza, aquellos cuya vida no posee en propiedad ningún elemento sobrenatural y que representan pues el substrato "demoníaco" ‑ asurya‑ sub‑personal e impuro de la jerarquía, gradualmente vencida por la acción formadora tradicional ejercida, en la sustancia de las castas superiores, desde el "padre de familia" hasta los brahmana([9]). Tal es, en sentido estricto de los términos, la significación original del Estado y de la Ley en el mundo de la Tradición: un significado de "formación" sobrenatural, incluso allí donde este sentido, por el hecho de aplicaciones incompletas del principio, o por el efecto de una materialización y de una degeneración ulteriores, no se presenta bajo una forma inmediatamente perceptible.
De estas premisas resulta una relación potencial entre el principio de todo Estado y el de la universalidad: allí donde se ejerce una acción tendiente a organizar la vida más allá de los límites de la naturaleza y de la existencia empírica y contingente, no pueden manifestarse formas que, en principio, no están ligadas a lo particular. La dimensión de lo universal en las civilizaciones y organizaciones tradicionales, puede presentar aspectos diferentes y manifestarse, según los casos, con más o menos evidencia. La "formación", en efecto, se enfrenta siempre con la resistencia de una materia que, por sus determinaciones debidas al espacio y al tiempo, actúa en un sentido diferenciador y particularista en la aplicación histórica efectiva del principio único, superior en sí y anterior a estas manifestaciones. Sin embargo no existe forma de organización tradicional que, a pesar de todas las características locales, los exclusivismos empíricos, los "autoctonismos" de los cultos y las insituciones celosamente defendidas, no oculte un principio más elevado, universal que se actualiza cuando la organización tradicional se eleva hasta el nivel y hasta la idea del Imperio. Existen así lazos ocultos de simpatía y de analogía ente las distintas formaciones tradicionales particulares y algo único, indivisible y permanente, del que parecen ser, por decirlo así, otras tantas imágenes: de tiempo en tiempo, estos circuitos de simpatía se cierran, se ve brillar lo que en ellos les trasciende, igualmente que se les ve adquirir una potencia misteriosa, reveladora de un derecho soberano, que derriba irremisiblemente todas las fronteras particularistas y culmina en una unidad de tipo superior. Tal son precisamente las culminaciones imperiales del mundo de la Tradición. Idealmente, una línea única conduce de la idea tradicional de ley y de Estado a la del Imperio.
Se ha visto que la oposición entre las castas superiores, caracterizadas por el "segundo nacimiento", y la casta inferior de los shudra, equivale, para los Indo‑Arios, a la oposición entre "divino" y "demoniaco". Las primeras castas correspondían por otra parte, en Irán, a emanaciones del fuego celeste descendido sobre la tierra, más exactamente sobre las tres "cumbres" distintas: más allá de la "gloria" ‑hvarenô‑ bajo la forma suprema presente ante todo en los reyes y los sacerdotes (los antiguos sacerdotes medas se llamaban athrava, es decir "señores del fuego") este fuego sobrenatural se articula, según una jerarquía correspondiente a las otras dos castas o clases, las de los guerreros y los jefes patriarcales de la riqueza ‑ rathaestha y vâstriya‑fshuyant‑ en otras dos formas distintas, hasta tocar y "glorificar" las tierras ocupadas por la raza aria([10]). Es partiendo de esta base como se llega precisamente, en la tradición irania, a la concepción metafísica del Imperio, en tanto que realidad que no esta ligada, en el fondo, ni al espacio ni al tiempo. Las dos posibilidades aparecen claramente: de un lado el ashavan, el puro, la "fidelidad" sobre la tierra y la buenaventuranza en el mas allá, aquel que crece aquí abajo, en el dominio que le es propio, la fuerza del principio de luz: ante todo los maestros del rito y del fuego, que tienen un poder invisible sobre las fuerzas tenebrosas; luego los guerreros, en lucha contra el bárbaro y el impío; enfin los que trabajan la tierra seca y estéril, pues esto también es militia, la fertilidad era casi una victoria que aumenta la virtus mística de la tierra aria. Frente al ashaban, el anashvan, el impuro, aquel que no tiene ley, aquel que neutraliza el principio luminoso([11]). El Imperio, en tanto que unidad tradicional gobernada por el "rey de reyes", corresponde pecisamente aquí a lo que el principio de luz supo conquistar en el dominio del principio tenebroso y tiene por idea‑límite el mito del Shaoshian, señor universal de un futuro reino de "paz", culminada y victoriosa([12]). La misma idea se encuentra por otra parte en la leyenda según la cual el emperador Alejandro habría cerrado la ruta, con la ayuda de una muralla de hierro, a los pueblos de Gog y Magog, que pueden representar aquí el elemento "demoníaco" dominado en las jerarquías tradicionales. Estos pueblos se lanzarán un día a la conquista de las potencias de la tierra, pero serán definitivamente rechazados por personajes en quienes, según las leyendas medievales, se volverá a manifestar el tipo de los jefes del Sacro Imperio Romano([13]). En la tradición nórdica, las defensas que protegían la "región media" ‑el Mitgard‑ contra las naturalezas telúrico‑elementales y que serán derribadas en el "crepúsculo de los dioses", ragna‑rökkr([14]), expresan la misma idea. Ya hemos recordado, por otra parte, la relación que existen entre aeternitas e imperium según la tradición romana, de la que se desprende un carácter trascendente, no humano, al cual se eleva aquí la noción del "regenerado", hasta el punto de que el paganismo atribuyó a los dioses la grandeza de la ciudad del Aguila y del Hacha. De aquí emerge el sentido más profundo que pudo ofrecer también la idea según la cual el "mundo" no desaparecería mientras se mantuviera el Imperio romano: idea que es preciso precisamente referir a la función de salvación mística atribuida al imperio, a condición de entender el "mundo", no en un sentido físico o político, sino en el sentido de "cosmos", dique de orden y de estabilidad opuesta a las fuerzas del caos y de la desintegración([15]).
La recuperación de la idea romana por la tradición bizantina presenta, desde este punto de vista, un significado particular en razón del elemento netamente teológico‑escatológico que vivifica esta idea. El Imperio concebido, aquí también, como una imagen del reino celeste, es querido y preordenado por Dios. El soberano terrestre es, él mismo, una imagen del Señor del Universo que domina todas las cosas: como él, es único, sin segundo, y reina sobre el dominio temporal y espiritual. Su ley es universal: se extiende también a los pueblos que se han dado un gobierno autónomo no sometido al poder imperial real, gobierno que, en tanto que tal es "bárbaro" y no "según la justicia", porque reposa sobre una base naturalista([16]). Sus subditos son los "Romanos" en el sentido no étnico ni puramente jurídico, sino de una dignidad y una consagración superior, que viven en la pax asegurada por una ley que es el reflejo de la ley divina. Es por ello que el ecumene imperial reunió en sí el orden de "salvación", así como el derecho en sentido superior([17]).
Con este contenido supra‑histórico, la idea del Imperio, contemplada en tanto que institución sobrenatural universal, creada por la "providencia" como remedium contra infirmitatem peccati para rectificar la naturaleza caida y dirigir a los hombres hacia la salvación eterna, se reafirma una vez más en la Edad Media gibelina([18]), aunque se encuentra prácticamente paralizada, no solo por la oposición de la Iglesia, sino también por los tiempos, que prohibían ya la comprensión y, más aún, la realización efectiva según su sentido más elevado. De tal forma que si Dante expresa un punto de vista tradicionalmente correcto cuando reivindica para el Imperio el mismo origen y la misma finalidad sobrenaturales de la Iglesia, hablando del Emperador como aquel que "poseyendo todo y no pudiendo desear más" carece de concupiscencia y puede hacer reinar la paz y la justicia, fortificar la vita activa de los hombres incapaces, tras el pecado, de resistir la atracción de la cupiditas si un poder superior no lo frena y lo guía([19]), Dante, sin embargo, no desarrolla estas ideas más allá del plano político y material. De hecho, la "posesión perfecta" del Emperador no es aquí esta posesión interior propia a "los que son" sino la posesión territorial; la cupiditas no es la raíz demoniaca de toda vida no regenerada, no separada del devenir, "natural", sino que es la de los príncipes que se disputan el poder y la riqueza. La "paz" en fin, es la del "mundo", simple premisa de un orden diferente, más allá del imperial, de una "vida contemplativa" en el sentido ascético‑cristiano. Pero sería solo bajo la forma de eco, la tradición se mantenía aún. Con los Hohenstaufen la llama lanzará una última luz. Luego, los Imperios serán suplantados por los "imperialismos" y no se sabrá ya nada más del Estado, sino bajo el aspecto de una organización temporal particular, "nacional", es decir,"social" y plebeya.
([1])F. SPIEGEL, Die arische Periode und ihre Zustande, Leipzig, 1887, pag. 139 y sigs. Rta corresponde, en el antiguo Egipto, a Maat, que comporta los diversos significados que acabamos de mencionar.
([2])Cf. de STEFANO, Idea imper., cit., pag. 75‑79; KANTOROWICZ, op. cit., pag. 240 y sigs., 580. La misma idea en el Islam, cf. p. ej. Coran, IV, iii.
([3])Cf. FUSTEL de COULANGES, La Ciudad antigua, op. cit., pag. 365, 273‑7, 221, 376: "Las ciudades no se preguntaban si las instituciones que se daban eran útiles; estas instituciones se habían fundado por que la religión así lo había querido. Ni el interés ni la conveniencia habían contribuido a establecerlas; y si la clase sacerdotal había combatido para defenderlos, no era en nombre del interés público, sino en nombre de la tradición religiosa". Hasta Federico II subsistió la idea de que las leyes, a las cuales el Emperador està sometido, tienen un origen inmediato, no en el hombre o en el pueblo, sino en Dios (cf. De STEFANO, op. cit., pag. 57).
([4])H. BERL, (Die Heraufkunt des fünften Standes, Karlsruhe, 1931, pag. 38) interpreta de forma análoga las palabras alemanas Stadt = ciudad, y Stand = clase o casta. En este contexto puede ser justo.
([9])Frecuentemente, la casta de los shudra o servidores, opuesta a la de los brahamana que es "divina" (daivya) en tanto que cúspide de la jerarquía de los "nacidos dos veces", es justamente considerado como "demoníaco" (asurya). Cf. p. ej. Les castes dans l'Inde, París, 1896, pag. 67.
([10])Cf. SPIEGEL, Eran. Altert., v. III, pag. 575; v. II, pag. 42‑43‑46. En los Yasht (XIX, 9) se dice, en particular, que la "gloria" pertenece "a los arios nacidos y no‑nacidos y al santo Zaratustra". Se podría igualmente recordar aquí la noción de "hombres de la ley primordial" ‑paoiryôthae^sha‑ considerado como la verdadera religión aria de todas las edades, antes y despues de Zaratustra (cf. p. ej. Yasht., XIII, passim),
([11])Cf. MASPERO, Histoire anc. des Peuples de l'Orient classique, París, 1895, v. III, pag. 586‑7.
([13])Cf. A. GRAF, Mem. e. imaginaz, del Medioevo, cit., v. II, pag. 521, 556 y sigs. La misma función de Alejandro respecto a los pueblos de Gog y Magog reaparece en el Corán (XVIII, 95), donde se atribuye al héroe Osul‑Kernein. (Cf. F. SPIEGEL, Die Alexandersage bei den Orientaln, Leipzig, 1851, pag., 53 y sigs.). Se encuentra, por otra parte, Gog y Magog en la tradición hindú bajo los nombres casi idénticos de los demonios Koka y Vikoka que, al final del presente ciclo, deben ser destruidos por el Kalki‑avatara, otra representación imperial. Cf. J. EVOLA, El misterio del Grial, cit.
([14])Gylfaginning, 8, 42; Völuspâ, 82. La defensa contra las fuerzas oscuras, en el sentido de protección contra ellas, también ha dado un sentido simbólico a la "gran muralla" tras la cual, el Emperador chino, o "Emperador de la tierra media" se había encerrado.
([15])La relación dinámica entre los dos principios opuestos se expresa en la India aria con la fiesta de gavamyana, donde un shudra negro luchaba contra un arya blanco por la posesión de un símbolo solar (cf. A. WABER, Indische Studien, Leipzig, 1868, v. X, pag. 5). Entre los mitos nórdicos figura igualmente el de un caballero blanco que lucha contra otro negro al principio de cada año por la posesión del árbol: alude también a la idea de que el caballero negro lo arrastrarà en el porvenir hasta que un rey lo abata definitivamente (J. J. GRIMM, Deutsche Mythologie, Berlín, 1876, v. II, pag. 802).
([17])Sobre una base análoga se encontrará, en el Islam, la distinción geográfica entre el daral‑islam, o tierra del Islam, gobernada por la ley divina, y el dar al‑harb, o "tierra de la guerra", porque sobre esta última, viven pueblos que deben ser recuperados para la primera gracias a la jihad, en "guerra santa".
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