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Evola, Guenon y el Cristianismo (II) ROMA: ASCENSO Y CRISIS DE LA ROMANIDAD

Evola, Guenon y el Cristianismo (II) ROMA: ASCENSO Y CRISIS DE LA ROMANIDAD

Biblioteca Evoliana.-  Cologne aborda en este Capítulo I de su obra el estudio del concepto que Julius Evola se forja de Roma y de la Romanidad. El autor aborda el papel que juega la romanidad en la obra de Evola, El fondo de la cuestión es la contradicción entre catolicismo y romanidad a la que Evola dedica, probablemente, los capítulos más interesantes de la II Parte de "Revuelta contra el Mundo Moderno". En la última parte del Capítulo Cologne aborda otro elemento extremadamente interesante en la obra de Evola: el estudio de la Edad Media. y de los distintos filones que participaron en la formación de la realidad medieval.

 

 

CAPITULO I

DE LA ROMA ANTIGUA A LA EDAD MEDIA.

EL DECLIVE DE LA ROMANIDAD

 

Para explicar el declive de la romanidad y describir sus relaciones con el cristianismo de los orígenes, los historiadores del mundo antiguo se dividen en dos campos. Unos creen en la muerte natural de la civilización romana; otros defienden la tesis del asesinato histórico perpetrado por el cristianismo. Conforme a la célebre frase de Paul Valery sobre la ineluctable mortalidad de las civilizaciones, los primeros ven en la decadencia de Roma el resultado de una usura interna y la expresión de una fatalidad histórica. Lejos de considerar el cristianismo como una fuerza subversiva anti-romana, ven en él la inauguración de un enderezamiento y el punto de partida de un nuevo ciclo de civilización. Por el contrario, los segundos colocan al cristianismo ante el tribunal de la historia y lo acusan, entre otros, de haber "hurtado" a Occidente "los frutos de la civilización antigua" (Nietzsche). Esta dualidad de opinión está reflejada en una frase bien conocida de André Piganiol en la que éste último toma claramente partido: "La civilización romana no ha muerto de muerte natural; ha sido asesinada".

La tesis de la culpabilidad histórica del cristianismo tiene defensores prestigiosos, desde Edward Gibbon a Louis Rougier, pasando por el Nietzsche de El anticristo y el Renan de Marco Aurelio. El menos encarnizado de todos ellos no es ciertamente el autor de la Génesis de los dogmas cristianos. A lo largo de una obra considerable, Louis Rougier se esfuerza en presentar las relaciones del mundo antiguo y del "cristianismo primitivo" bajo el ángulo de una oposición tan violenta como irreductible. Ya hemos subrayado los límites de su crítica al fenómeno cristiano y las lagunas de su representación de Occidente en otras partes. Antes que volver al mismo tema, preferimos detenernos un poco sobre el riesgo inherente al empleo de la expresión "cristianismo primitivo".

El adjetivo "primitivo" es equívoco. En primer lugar, conforme a su etimología, designa una prioridad cronológica. Solo en este caso puede hablarse de un "cristianismo primitivo" para designar al cristianismo de los orígenes. "Primitivo" es, en efecto, sinónimo de "original". Pero también designa, bajo la presión del prejuicio evolucionista, un estado inicial de inferioridad a partir del cual se habría producido un "progreso", una evolución. En esta óptica, desgraciadamente la más corriente, el "cristianismo primitivo" es el estadio infantil de la Iglesia católica que sería un estado superior hacia el cual ha evolucionado. Tal es el sentido de la admiración que un neo-pagano como Louis Pauwels vuelca sobre la institución eclesial. Pide un "esfuerzo sublime para yugular la locura cristiana". Joseph de Maistre mismo, del que se conocen sus posturas anti-evolucionistas, lleva agua al molino de Pauwels cuando proclama: "El evangelio fuera de la Iglesia es un veneno". Esta "tesis del cristianismo-veneno", ha sido incorporada al acervo de la "nueva escuela" anticristiana de derecha. En realidad, más que el espectáculo de la "evolución" interna desde una doctrina inicialmente subversiva a una "Iglesia del orden", el cristianismo ofrece el testimonio de un desarrollo en las direcciones más diversas, de una actualización de las diferentes tendencias contenidas en potencia en el Evangelio. En el esquema tripartito que Evola opone al célebre tríptico hegeliano tesis- antítesis-síntesis, el cristianismo original corresponde a la fase de expontaneidad donde se expresan todas las potencialidades de una doctrina. El trabajo clarificador de los Padres de la Iglesia representa la fase de reflexión. En cuanto a la fase suprema de dominación, es la Cristiandad medieval, a la vez punto culminante de la vocación exotérica de la Iglesia y del esoterismo evangélico reivindicado por la caballería y las órdenes ascético-guerreras.

La actual hostilidad de una cierta Derecha respecto al cristianismo de los orígenes revela, no solo una mala interpretación de este, sino también una representación lagunar de la paganidad antigua. Cuando no se consideran de ella más que los aspectos decadentes -humanistas, racionalistas, estetizantes y epicúreos-, no puede más que experimentarse repulsión por una doctrina que subraya la miseria del hombre-pecador, proclama la primacía de la fe y enseña el desprecio por los gozos de este mundo. Un Louis Rougier, por ejemplo, examina el mundo greco-latino a través del prisma deformado de su mentalidad de privilegiado moderno. Rougier celebra en Celso el precursor del libre examen. El autor del Discurso de la Verdad le sirve de coartada para justificar sus propias teorías empiristas y positivistas. Si el cristianismo ha subvertido el bello edificio de la romanidad pagana, es sobre todo en tanto que filosofía igualitaria, promotora de la "revolución social" e inspiradora de una "revancha de los pobres". A través del cristianismo original así deformado, es el marxismo quien surgiría para la nueva escuela de derecha. A través del elitismo de la ciudad antigua, es la actual burguesía capitalista a quien defiende. La "voluntad de poder" nietzscheana está erigida en quid specificum del alma occidental para justificar, sobre el mundo de la generalidad, ventajas particulares de nacimiento y fortuna.

La crítica del cristianismo realizada por Evola está raramente limpia de prejuicios sociales. Revelemos, sin embargo, fragmentos donde ve en la religión cristiana "la esperanza de los afligidos y de los rechazados", "una forma desesperada de espiritualidad donde se expresa el tipo de Mesías predestinado a servir como víctima propiciatoria". Algunos fragmentos de este tipo bastan a algunos para alinear a Evola junto a Nietzsche y Spengler y hacerle compartir el atistocratismo depredador de ambos filósofocs alemanes. Pero la crítica evoliana del cristianismo se sitúa menos desde el punto de vista de la wille zur macht que desde el punto de vista de una auténtica espiritualidad pagana conforme a la Tradición.

Paganismo y cristianismo son contemplados por Evola como dos reflejos circunstanciales de la espiritualidad tradicional. Si Evola otorga su preferencia a la espiritualidad pagana -y, particularmente a la romana- es, ante todo, tal como ha escrito en Il caminno del cinabrio, por afinidad de temperamento. Esto último no le impide jamás testimoniar, ante el cristianismo, una honestidad intelectual que está exenta de las diatrivas seudointelectuales de la Nueva Derecha. Así, en el problema de la decadencia de la romanidad, la posición de Evola está infinitamente más justificada que la de un Rougier o un Pauwels. Evola se guarda de toda explicación unilateral. La decadencia de la romanidad es a la vez el resultado de la acción disolvente del cristianismo y el producto de una usura interior del Imperio romano. Georges Sorel piensa igualmente en La ruine du monde antique: si la "nueva religión" a "roto la estructura del mundo antiguo", "cortando los lazos que existían entre el espíritu y la vida social" y "sembrado por todas partes gérmenes de quietismo, desesperanza y muerte", tampoco ha infundido "una sabia nueva al organismo envejecido" de la sociedad romana.

Evola reconoce que el cristianismo se ha desarrollado sobre el telón de fondo de la decadencia imperial romana sobre un "transfondo que se convirtió en cada vez más trágico, sangriento y desgarrado, a medida que fue avanzando el bajo imperio. Su influencia disolvente fue facilitada por el declive de la función imperial que no sobrevivió más que como sombra de sí misma", por la obra de la "centralización absolutista y niveladora" mediante la cual los césares impusieron, poco a poco, al ecumene romano "una estructura burocrático-administrativa sin alma". El cristianismo se construyó sobre las ruinas de la tradición romana. Su advenimiento "hubo sido posible por que las posibilidades vitales del ciclo heroico romano estaban agotadas, si no hubiera sucedido así, si la raza Roma no hubiera estado ya postrada en su espíritu y en sus hombres (tal como demuestra el fracaso del intento restaurador del Emperador Juliano), si las tradiciones antiguas no se hubieran oscurecido y si, en medio de un caos étnico y de una desintegración cosmopolita, el símbolo imperial no hubiera sido corrompido debiendo reducirse a una simple supervivencia, en medio de un profundo caos y ruinas".

Las tesis de Evola referidas antes son otros tantos argumentos ad verecundiam en favor de la explicación bilateral de la decadencia de la romanidad. Estos argumentos tienen tanto más valor en la medida en que Evola, por afinidad espiritual, estaba llevado naturalmente a valorizar en extremo el mundo romano y, en consecuencia, a insistir sobre el papel destructor del cristianismo de los orígenes. Evola, igualmente, ha dado cuenta de la causa interna de la decadencia romana: el agotamiento de su tradición heroico-guerrera. El hundimiento del Imperio romano no es únicamente tributario de su hipertrofia burocrática o de la miseria material en la cual cayeron amplias capas de la población. Si Jacques Benoist Mechin evoca, no sin razón, en su bellísimo libro sobre el Emperador Juliano, a "Helios-Rey vencido por el sufrimiento", no se puede sin embargo atribuir la caída de la Roma antigua a motivos estrictamente sociales. Portador de una vía más sentimental de acceso a lo divino, el cristianismo se ha dirigido victoriosamente sobre el transfondo crepuscular de una espiritualidad romana donde el ideal heroico de "impersonalidad activa" ya no era más que un recuerdo y donde se había relajado desde hacía tiempo la tensión metafísica propia al paganismo de los orígenes. La llamada a la sentimentalidad es el principal reproche que Evola dirige al cristianismo en Rivolta contro il mondo moderno. Aunque en este libro existen muchos rasgos de subjetivismo honesto, está en su conjunto marcado por un anticristianismo de temperamento en la línea de Imperialismo pagano obra aún no traducida al francés, texto de juventud de Evola con acentos nietzscheanos muy pronunciados. no es sino mucho después, en las obras de madurez como Rostro y máscara del espiritualismo contemporáneo o Gli uomini e le rovine, que Evola, abordará el cristianismo original y sus diversos desarrollos históricos con toda la serenidad necesaria en una auténtica exégesis tradicionalista.

EL ANTICRISTIANISMO DE JULIUS EVOLA

Evola extiende el conflicto del cristianismo de los orígenes y de las romanidad antigua a un antagonismo más amplio, más general, entre los "cultos asiáticos desordenados" y "el ideal de las divinidades puramente olímpicas, exentas de pasión, distanciadas del elemento telúrico-materno". El adjetivo "asiático" no debe ser tomado aquí en un sentido amplio. Designa ante todo lo que es propio al Mediterráneo Oriental. Evola no evoca pues la oposición Oriente-Occidente. Subraya, más bien el contraste entre la "Luz del Norte" -procedente de las religiones indo-europeas- y la "Luz del Sur", con la cual se relaciona el cristianismo y en la que participan de manera general "todas las variedades de las divinidades místico-panteistas" donde se "encuentran los símbolos de la Madre".

Cuando describe la espiritualidad propia de la "Luz del Sur", Evola insiste en su carácter desordenado, su atmósfera confusamente mítica resultante de lo que encuentra prioritariamente eco en la parte afectiva, sentimental e irracional del ser. Lo divino es "objeto de un impulso confuso y extático del alma". "Utiliza como palanca la parte irracional del ser y, en lugar de vías de elevación heroica, sapiencial e iniciática, afirma como medio fundamental la fe, el impulso de un alma agitada y vuelta confusamente hacia lo suprasensible". En tanto que religión procedente de la "Luz del Sur", el cristianismo habría introducido en el mundo occidental una espiritualidad halógena con fundamento afectivo opuesta a la vía intelectual, típicamente indo-europea, de acceso a la trascendencia.

En realidad, las vías intelectual y afectiva no son criterios válidos de establecimiento de una tipología de las religiones y de las tradiciones. Todas las tradiciones ofrecen simultáneamente las dos modalidades de superación hacia lo supra-humano. A cada una de las dos vías corresponden respectivamente, sobre el plano doctrinal, el esoterismo y el exoterismo y, sobre el plano existencial, la iniciación y la fe. El esoterismo y la iniciación están reservadas a la élite de los "hombres del conocimiento", en el sentido superior del término. El exoterismo y la fe están adaptados a la masa de aquellos cuya vida interior es sobre todo asunto de sentimientos y para quienes la religión (del latín re-ligare, restablecer un lazo) es menos un elemento de enlace entre el hombre y lo divino que un factor de cohesión social, algo que liga a los hombres entre ellos. El esoterismo y la iniciación son las dos componentes, sobre los planos respectivos del saber y de la realización interior, de toda doctrina metafísica. En cuanto al exoterismo y a la fe, constituyen los dos aspectos, teórico y existencial, de la religión propiamente dicha. Cada tradición posee, a la vez, una forma metafísica y una forma religiosa.

Si el cristianismo reviste sobre todo la forma exotérico- religiosa y privilegia la fe en detrimento de la inteligencia, es en la evidente esperanza de adaptarse a las condiciones de la "Edad oscura" donde la mayoría de los hombres no reacciona más que ante solicitaciones afectivas y donde, en la perspectiva del "juicio final" y de la regeneración cíclica, conviene ofrecer al mayor número posible una esperanza de redención. Precisemos que no existe ninguna sospecha de igualitarismo, ya que de la multitud de los llamados, no surgirán "más que pocos elegidos". Por lo demás, tal como veremos detalladamente en el capítulo siguiente y contrariamente a lo que piensa Evola, existe una iniciación y un esoterismo específicamente cristiano que se dirige a algunos individuos de élite habiendo conservado en el corazón de la "edad de hierro", el destino superior del conocimiento y de la capacidad de acceder al supra-mundo por el solo camino del intelecto, más allá de todos los condicionamientos biológicos y afectivos. Julius Evola se ha equivocado pues al escribir que "el cristianismo ha universalizado, vuelto exclusiva y exaltado la vía, la verdad y la actitud que convienen a un tipo humano inferior o a estas bajas capas de la sociedad para las cuales fueron concebidas las formas exotéricas de la Tradición". Tal erro no puede provenir más que de la confusión -frecuente en Evola- entre la esencia de la tradición cristiana con las adaptaciones accidentales que le inspiran a la vez el estado extremo de decadencia del kali-yuga y la voluntad de preparar el advenimiento de la nueva humanidad.

Esta confusión está generalmente en la base de la condena evoliana del dualismo cristiano. En este último, Evola ve un "signo de los tiempos", un fermento antitradicional, una ruptura con la doctrina de las dos naturalezas. No llega a ver más que episódicamente la "justificación pragmática" que podía tener "la rígida oposición cristiana del orden sobrenatural al orden natural", en relación "con la situación especial, histórica y existencial de un tipo humano dado". De manera general recuerda fórmulas como: "Mi reino no es de éste mundo" y, sobre el plano más específicamente político, "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Esta última frase plantea el problema de las relaciones entre autoridad espiritual y poder temporal. Volveremos a ello en la parte consagrada al gibelinismo, más adelante. Pero, constatemos desde ahora que es injusto el convertir al cristianismo en responsable de una ruptura con el ideal tradicional de un poder político de derecho divino. "Omnis potestas a Deo" ("Todo el poder viene de Dios"): esta célebre fórmula de San Pablo contiene en germen la concepción gibelina según la cual el detentador del poder temporal es, con el mismo derecho que el de la autoridad espiritual, el representante de Dios sobre la tierra. A esta concepción gibelina que distingue los dos poderes aun afirmando su común fuente sobrenatural, se opuso en la Edad Media la concepción guelfa que, considerando la oposición evangélica de Dios y el César, en perfecta conformidad con el dualismo agustiniano de la Civitas Dei, las separa de manera radical.

La distinción de dos elementos implica que, aun diferencián-dolos, se les reconoce un origen común, se admite su partici-pación en un mismo orden de realidad. Por el contrario, la separación de dos elementos postula la constatación de su heterogeneidad. El dualismo tradicional es un dualismo distin-tivo. Es la doctrina de las dos naturalezas y diferente de la naturaleza metafísica, la naturaleza física no es menos su emanación y su reflejo: "Los dioses son hombres inmortales, los hombres son dioses mortales". Esta máxima clásica expresa maravillosamente la continuidad que liga el mundo material, limitado y perecedero, al mundo espiritual situado bajo el signo de la eternidad. Pero paralelamente al relajamiento progresivo de al tensión metafísica de los orígenes, se insinúa la idea de que el mundo material es la única realidad. Al dualismo tradicional que implicaba la primacía de lo espiritual, sucede el monismo materialista propio de la visión moderna del mundo en donde la espiritualidad ya no es contemplada más que como "superestructura" de hechos biológicos o económicos, cuando no es simplemente negada. En la perspectiva de deber mantener la llama de la espiritualidad tradicional en una era de decadencia dominada por el monismo materialista más absoluto, el cristianismo ha sustituido al dualismo distintivo antedicho por un dualismo separativo que sería absurdo considerar como antitradicional. solo el monismo materialista es antitradicional. Existe visión tradicional del mundo desde el momento en que hay reconocimiento de un orden de realidad diferente que la del mundo material y superior a esta. La afirmación cristiana de la discontinuidad entre la materia y el espíritu era de tal naturaleza que podía provocar en el Occidente romano decadente, un choque saludable, una reacción salvadora en el sentido de una sacralización que, en la Edad Media, iría hasta manifestarse en los aspectos más cotidianos de la existencia.

LA HISTORIA EN DISMINUCION

Existe un procedimiento artístico o literario mediante el cual el pintor o escritor reproduce, a tamaño reducido la totalidad de su obra en el interior de sí misma. El caso más célebre es una tela de Van Eyck, La familia Arnolfini, donde la presencia de un espejo permite que el cuadro se refleje varias veces en sí mismo, en una dimensión cada vez más pequeña. Numerosos escritores, novelistas y dramaturgos, han intentado aplicar esta técnica a la literatura: citaremos, entre otros a Diderot, Novalis, Pirandello, Ghelderode, Gide y Moravia. El caso litera-rio, quizás más conocido, es "Enrique de Ofterdingen" de Novalis, donde el héroe descubre un libro que no es más que el relato de su propia aventura.

Existe una perfecta analogía entre este procedimiento y el devenir histórico, hasta tal punto que podemos hablar de esta técnica aplicada a la historia. En efecto, el desarrollo global del manvantara (o ciclo en sentido amplio) se refleja bajo una forma reducida en el interior de cada ciclo de civilización (o ciclo en sentido religioso). Así, por analogía con el ciclo histórico general de la humanidad actual, el ciclo histórico particular de la civilización occidental comporta cuatro etapas que corresponden exactamente a las cuatro edades de oro, plata, bronce y hierro.

Evola y Guenon están de acuerdo en situar el inicio de la decadencia de Occidente en la época donde aparecen, en los dominios respectivos del conocimiento y de la acción, el método empírico-analítico y el heroísmo con base de "voluntad de poder". Es la época del humanismo, donde Occidente rompe con la concepción tradicional del conocimiento y de la acción, con el ideal de un saber fundamentado sobre la intuición sintética y la "voluntad de querer" características de un heroísmo con fundamento espiritual. Los historiadores modernos nombran esta época el "Renacimiento", por que más allá de varios siglos de "oscurantismo" medieval, piensan que se resucitó la visión antigua del mundo. De hecho no restaura la welstanchaung greco-romana más que en sus aspectos decadentes, muy alejados de la espiritualidad primordial, características del clima mental propio de la edad de bronce, especialmente en lo que concierne al heroísmo prometeico.

A la edad de hierro corresponde evidentemente, en el desarrollo histórico de Occidente, el período actual donde triunfan el igualitarismo y el materialismo. Se ha hablado y se volverá a repetir en numerosas ocasiones a lo largo de este estudio sobre la nueva derecha, la "nueva escuela de derecha". Esta ha concebido, para luchar contra el marxismo, doctrina igualitaria y materialista, una estrategia intelectual comparable a la que utilizaron los humanistas del Renacimiento contra la Edad Media católica. El marxismo es asimilado a un nuevo oscurantismo frente al cual conviene restablecer la pretendida verdad. Pero la verdad de la nueva Derecha, es el humanismo positivista y prometeico de la Antigüedad decadente y del "Renacimiento", una "visión del mundo" finalmente impotente para resucitar la tensión metafísica de los orígenes, una filosofía que, por sus mismas lagunas y su carácter, a fin de cuentas, anti-tradicional, hace el juego a las fuerzas subversivas. Existe en todo esto una aplicación del principio de "heterogeneidad de los fines" teorizada por Jaspers. El resulta-do de la acción es diferente (en griego heteros) de su inten-ción. En el caso de la "nueva derecha" el resultado es incluso opuesto a la intención, ya que una voluntad inicial antisubver-siva termina, en última instancia, por consolidar las fuerzas de la subversión. Podemos pues hablar de una antiogénesis de los fines (del griego antios, opuesto). Si nos referimos al sentido que Evola da a la Derecha, la "nueva derecha" no puede proclamarse siquiera tal. La Derecha auténtica tiene por referencia metafísica (por "mito movilizador", diría Sorel) la espiritualidad primordial y por referencia histórica el período que, en el marco de la civilización occidental, reproducía lo más fielmente posible la atmósfera espiritual de la edad de oro. Para Evola, es la romanidad arcaica, para Guenon la Edad Media cristiana. Más allá de esta divergencia secundaria, los dos maestros del tradicionalismo integral y de la verdadera derecha, se oponen, en lo esencial a la pseudo-derecha humanista cuya ausencia de radicalismo favorece en definitiva la acción des-tructiva de la antitradición.

La divergencia entre Evola y Guenon, en cuanto a la referencia histórica suprema de un tradicionalismo europeo auténtico, se explica naturalmente, en gran parte, por su aproximación diferente a la tradición cristiana. Para Evola, la Edad de Oro de occidente está incontestablemente contenida en la romanidad, incluso si reconoce en ocasiones el papel restaurador del cristianismo sobre el plano espiritual, incluso si solo tiene admiración por la Edad Media, no considera a este último más que como un restablecimiento incompleto, hipotecado por la presencia de la espiritualidad cristiana que persiste en contemplar como una ruptura en el interior mismo del mundo de la Tradición. Uno de los principales capítulos de Rivolta contro il mondo moderno, donde se trata abundantemente del cristianismo, ¿no se titula acaso "Síncope de la Tradición Occidental"?.

LA TRADICION OCCIDENTAL ¿SINCOPE O CONTINUIDAD?

René Guenon, por el contrario, cree que existe entre las tradiciones romana y cristiana, más allá de sus diferencias de expresión, una continuidad profunda. Facilita diversas pruebas, empezando por la existencia de un centro espiritual común, la ciudad de Roma, cuya elección no fue debida a una simple casualidad geográfica. Precisa que "el Papado, desde su origen, estaba predestinado a ser "romano", en razón de la situación de Roma como capital de Occidente". Subraya también la transmisión de algunos símbolos -por ejemplo, las llaves y la barca, emblemas atribuidos a San Pedro, procedentes de Jano-, fenómeno que los historiadores profanos toman por un tributo del catolicismo a la Roma antigua, mientras que atestigua "esta regularidad tradicional sin la cual ninguna doctrina podría ser válida, y que se remonta poco a poco hasta la gran tradición primordial". Señalemos aún, siguiendo a Guenon, la recuperación, por el papado, del título de pontifex maximus que era, en la Roma antigua, un atributo del Imperator. El término latino "pontifex" designa literalmente al "hacedor de puentes". En los órdenes respectivos del poder temporal y de la autoridad espiritual, el Emperador romano -y más tarde el "Santo Emperador Romano de la Nación Germánica" y el Papa cristiano tienen por función abrir un puente entre los hombres y Dios, establecer un lazo entre el mundo de abajo y el supra-mundo. En el mismo orden de ideas, una máxima nórdica dice: "Que quien es el jefe, sea el puente".

La continuidad histórica de la Roma antigua y de la Roma cristiana se enriquece además por una rectificación espiritual. René Guenon es formal sobre este punto: "La civilización greco-latina debía llegar a su fin, y el enderezamiento debía llegar de otra parte y operarse de otra forma. Fue el cristianismo quien acometió esta transformación. Tras el período turbulento de las invasiones bárbaras, necesarias para acabar con la destrucción del antiguo estado de cosas, un orden normal fue restaurado durante algunos siglos; fue la Edad Media, tan desconocida por los modernos que son incapaces de comprender la intelectualidad y para quienes esta época parecía ciertamente mucho más ajena y lejana que la antigüedad clásica". Para Guenon no había ninguna duda que la cristiandad medieval es la edad de oro de la civilización occidental y, en consecuencia, la referencia histórica por excelencia del tradicionalismo integral europeo, el "mito movilizador" de una Derecha verdadera cuyos miembros ansíen reencontrar, a través del pensamiento guenoniano, los principios tradicionales de la política. En cuanto a la romanidad, fracasó finalmente en su misión restauradora dejando degenerar muy rápidamente el bello arquetipo tradicional que formaba en sus orígenes la espiritualidad solar, su ethos guerrero y su símbolo imperial. De factor de cohesión entre el hombre romano y el supra-mundo, la religión romana se degradó en un simple cimiento social, en un formalismo exangüe subordinado al imperativo de la cohesión social, en un sucedáneo de religión de Estado. De modalidad de acceso a la trascendencia, la acción guerrera degeneró en voluntad de poder y sed de conquistas materiales. Paralelamente al tránsito de una "religión vertical" unificadora de los hombres entre sí con el único objeto de mantener el orden social. El viejo ideal heroico de la mors triunphalis cede el puesto a las vergonzosas prácticas del magnum latrocinium, a una concepción decadente y, por tanto moderna de la guerra, en donde ésta se convierte en un pretexto para pillajes, muertes gratuitas y manifestaciones diversas de bandidismo. En fin, la función imperial pierde su significado "pontifical" (en el sentido primigenio del término), al mismo tiempo en que desaparecen las últimas individualidades aptas para encarnarla y cuando empiezan a sucederse a la cabeza del Imperio pálidas figuras que rivalizan en mediocridad y bajeza, los Nerón, los Galba, y otros Vitelios de los que Suetonio nos ha dejado sus retratos.

Si recapitulamos el proceso a través del cual occidente se colocó en el abismo, obtenemos, tras la gran restauración medieval (edad oro), la decadencia inherente al humanismo prometeico (edad de bronce) y la precipitación final en el caos materialista e igualitario (edad de hierro). No es verosímil, sin embargo, que Occidente haya pasado sin transición de una era de alta espiritualidad (pensamiento noocéntrico, centrado sobre el espíritu) a una época de exaltación vitalista (pensamiento biocéntrico, centrado sobre la "vida" e hipostatizando la naturaleza física). El desarrollo de la civilización occidental )no pasa por una fase intermedia cuya atmósfera espiritual sería análoga a la de la edad de plata, una fase que, sin reproducir la perfección espiritual de los orígenes, no dejaría de ser superior a la humanidad de las edades crepusculares y no constituirían menos un dique eficaz contra la involución vitalista y un baluarte sólido contra la subversión?.

En realidad, la cristiandad medieval procede a la vez de al tradición propia a la edad de oro y de la espiritualidad característica de la edad de plata. En ella coexisten dos venas espirituales de las que una se relaciona, mediante el esoterismo cristiano, a la Tradición primordial, y la otra participa, bajo la forma exotérica, de un cristianismo adaptado a las condiciones de fin del ciclo.

La espiritualidad de la edad de oro se caracteriza por la síntesis de las dos modalidades de acceso a la trascendencia: la modalidad de acceso a la trascendencia: la modalidad gnóstica (que la tradición hindú llama "vía del brahmán"), fundada sobre el ideal del conocimiento, y de la modalidad heroica ("vía del khsatriya"), fundada sobre el ideal de la acción. Tal es uno de los numerosos reflejos de la Unidad Primordial. A las dos vías de acceso a la trascendencia corresponden los dos tipos humanos superiores del clérigo y del guerrero, verdaderas "razas del espíritu" (Evola), pues lo que las separa espiritualmente de los hombres ordinarios posee una nitidez comparable a la de las diferencias somáticas (por ejemplo, el color de la piel) subrayadas por el racismo corriente con base biológico-materialista. Queriendo recordar la realidad de estos dos tipos humanos en lenguaje moderno, Raymond Abellio ha traducido imperfectamente al segundo. Al "hombre del conocimiento"; introduce así la perspectiva vitalista propia a la edad del bronce en una noción constituida por el heroísmo espiritual, en una concepción donde la acción, conforme a la unidad primordial de la edad de oro, está en constante simbiosis con el conocimiento y degeneraría en un "querer vivir" irracional, individualista y despreocupado.

La involución empieza con la ruptura de la síntesis original. A partir de ese momento, separados, el conocimiento y la acción se degradan cada uno por su parte. A la modalidad gnóstica de descubrimiento del supramundo se sustituye una vía más sentimental de acceso a lo divino, una modalidad que apela ante todo a la afectividad, a la fé. Clemente de Alejandría distingue acertadamente el pistikos (aquel que cree en Dios) y el gnostikos (quien sabe que Dios existe). En cuanto a la vía heroica, degenera en "voluntad de poder". Durante un cierto tiempo, la espiritualidad devocional permanece como dominante. Es el período que corresponde a la edad de plata, que podemos llamar la edad religiosa, mientras que la edad de oro es, ante todo la edad metafísica. A continuación se produce la "rebelión de los khsatriya" que marca el principio de la edad de bronce inaugura la era biocéntrica y se ejerce con tanto mayor violencia en cuanto más emancipada está de toda dimensión trascendente y la comprensión misma de la trascendencia no se realiza más que bajo la forma ya degradada de un impulso místico, confuso y desordenado.

LOS DOS FILONES DE LA EDAD MEDIA

La Edad Media es atravesada paralelamente por dos grandes corrientes espirituales: la de una tradicional en sentido pristino del término, es decir, relacionada con la Tradición primordial y la espiritualidad característica de la edad de oro; la otra más específicamente católica, procedente de la espiritualidad propia de la edad de plata. Evola y Guenon están de acuerdo en la coexistencia de estas dos grandes corrientes medievales, pero divergen en lo que concierne a sus relaciones. Evola piensa que las dos corrientes se oponen. Guenon estima que mantienen una relación, no de oposición, sino de complementareidad.

Guenon ve en la persona de San Bernardo al más ilustre testimonio de la supervivencia medieval de la espiritualidad de los orígenes contemplada en su modalidad gnóstica. Evocando la alta figura del abad de Claraval, escribe: "Lo que las filosofías se esfuerzan por observar mediante una vía complicada, el lo comprendía inmediatamente, mediante la intuición intelectual sin la cual ninguna metafísica real es posible y fuera de la cual no se puede tener sino una sombra de la verdad". En tanto que medio de conocimiento, "la intuición intelectual" es superior, no solo al pensamiento empírico moderno -la "filosofía" en el sentido profundo del término, de la que Guenon traza aquí los límites-, sino también al éxtasis místico. Esta última denota un cariz de espíritu religioso mientras que la intuitio intelectualis atestigua un cariz de espíritu metafísico. La vía metafísica del conocimiento implica, en los planos respectivos de la doctrina y de la realización existencial, el esoterismo y la iniciación. No fue solo el patrimonio de personalidades aisladas. Fue igualmente cultivada en simbiosis con la vía heroica de la acción, en el seno de las grandes órdenes caballerescas y de las comunidades ascético-guerreras que constituyen los más bellos florecimientos de la cultura medieval y cuyo parentesco espiritual con el catolicismo de la época no tiene para Guenon ninguna duda. "En la Edad Media, existieron organizaciones cuyo carácter era iniciático y no religioso, pero que tomaban su base en el catolicismo".

La relación de complementareidad que unión la vena tradicional y la vena católica de la Edad Media no es perceptible más que a condición de reconocerles un origen común en el "cristianismo primitivo" y de contemplar este bajo su doble aspecto de doctrina esotérica intemporal y de mensaje exotérico adaptado tanto a la mentalidad popular como a las circunstancias históricas. Esto ha escapado a Evola tanto tiempo como el autor de Rivolta contro il mondo moderno ha negado la existencia de un esoterismo específicamente cristiano y ha confundido, por culpa de una lamentable metonimia intelectual, la parte del cristianismo con su todo, la integralidad de la tradición cristiana con su adaptación social e histórica. Paralelamente a su categórica negación de todo esoterismo cristiano, Evola hipostatizó durante mucho tiempo la parte exotérica del cristianismo hasta el punto de tomarla por la esencia misma de la doctrina cristiana. En estas condiciones, es normal que la corriente tradicional de la Edad Media haya aparecido a Evola como algo exterior al cristianismo, procedente de otra fuente espiritual y no pudiendo mantener con la corriente católica más que una relación de oposición.

El análisis de la caballería, por ejemplo, permite a Evola "constatar hasta que punto los temas fundamentales del cristianismo evangélico estaban superados y en qué medida la Iglesia fue contraria a tolerar un conjunto de principios, valores y costumbres prácticamente irreductibles al espíritu de sus orígenes". Julius Evola observa en la caballería un intento de "reconstrucción tradicional en el sentido más elevado, implicando la superación tácita o explícita del espíritu religioso cristiano", un esfuerzo de restauración, más allá de la ruptura provocada por el cristianismo "primitivo", de la espiritualidad heroica del mundo indo-europeo bañada en la "Luz del Norte". Citaremos aún un fragmento que quizás nos sea revelador: "Tomando por ideal el héroe antes que el santo, el vencedor antes que el mártir, colocando la suma de todos los valores en la fidelidad y en el honor antes que en la caridad y la humildad, considerando la dejadez y la vergüenza como un mal peor que el pecado, no respetando en absoluto la regla que pide que se devuelva bien por mal y que no se oponga resistencia al mal, aprestándose, antes bien, en castigar al injusto y al malvado, expulsando de las propias filas a aquel que mantuviera literalmente el precepto cristiano de "no matarás", teniendo por principio no amar al enemigo sino despues de haberlo vencido, así la caballería afirma, casi sin alteración, una ética nórdico-aria en el seno de un mundo que no era más que nominalmente cristiano".

En Máscara y rostro del espiritualismo contemporáneo, Evola varía su posición en cuanto al esoterismo cristiano. Concede la posibilidad de una interpretación simbólica de los Evangelios. En Rivolta contro il mondo moderno no atribuye elementos tradicionales más que al catolicismo. Y aún aquí no se trata más que de restos atribuidos a la romanidad clásica que, al margen de su influencia positiva, jamás han permitido al catolicismo yugular la tendencia regresiva contenida en germen en el "cristianismo primitivo". El cristianismo de los orígenes, en ese punto, es declarado portador de "valencias positivas". Evola ha modificado considerablemente su posición. Ciertamente permanece albergando una cierta repulsión por los aspectos que hacen del cristianismo una "doctrina trágica de la salvación", un mensaje dirigido mayoritaria y prioritariamente a un "tipo humano desesperado por su posibilidad de acceso a lo divino". Pero, por otra parte, algunos aspectos de la moral católico-cristiana (la humildad, la caridad) son reconocidos como superiores al orgullo individualista característico de la mentalidad occidental moderna, y la misma fe -este "impulso confuso y desordenado", condenado en otro tiempo sin reservas- adquiere, como forma de aprehensión de lo trascendente, un valor indiscutible ante las "construcciones de la filosofía y de la cultura profanas".

Evola coincide a partir de ahora con Guenon en la determinación de las causas principales de la decadencia postmedieval de la cristiandad. La causa externa es la acción disolutiva del protestantismo. René Guenon vitupera la religión reformada en tanto que introductora del principio del "libre examen", variante exegética del orgullo individualista denunciado antes, aspecto intelectual de la "voluntad de poder" humanista. Evola ve un ejemplo de fuerza subversiva triunfante gracias a una de las armas psicológicas más eficaces de la "guerra oculta": "la explotación de las debilidades individuales y de los abusos circunstanciales con el fin de despreciar una doctrina, la técnica consistía en hacer recaer sobre una idea los errores de quienes la aplican, la confusión voluntaria entre la esencia y el ejercicio de una función, la superchería tendiente a hacer pasar una crisis en el sistema por una crisis del sistema".

En cuanto a la causa interna de la decadencia del cristianismo, es el obscurecimiento gradual de su conciencia esotérica. motiva las reticencias de Guenon cuando este último, estudiando las posibilidades de una renovación tradicional en Occidente, se pregunta sobre la presencia, en el seno de la Iglesia católica, de elementos capaces de advertir el sentido a la vez oculto y auténtico de su propia tradición. Para Evola igualmente, solo tales individualidades, claramente conscientes de la dimensión esotérica del cristianismo y firmemente resueltos a superar las "limitaciones de la fe, de la devoción y de todo lo que es propio de una simple conciencia religiosa", pueden entablar, mediante el enderezamiento de la tradición cristiana, la revolución espiritual de Occidente. Solamente ellas están en condiciones de dirigir victoriosamente el combate de la espiritualidad verdadera tanto frente a la marejada ascendiente del materialismo como ante el impetuoso torrente de la "segunda religiosidad" (Oswald Spengler), espiritualismo de pacotilla hoy viviente en estado parasitario sobre las ruinas de la Tradición.

 

 

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