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Cabalgar el Tigre

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 26.- La sociedad. La crisis del sentimiento de patria

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 26.- La sociedad. La crisis del sentimiento de patria

Vayamos ahora al dominio social propiamente dicho. Es inevi­table aquí también extraer las consecuencias del hecho de que todas las unidades orgánicas se han disuelto o están en vías de hacerlo: casta, linaje, nación, patria, incluso la familia. Allí en donde estas unidades no han, casi abiertamente, cesado de existir, su fundamento no es una fuerza viva ligada a un significado, sino la mera inercia. Ya lo hemos visto en relación a la persona: lo que hoy existe es esencialmente la masa inestable de "individuos aislados" , privados de lazos orgánicos, masa contenida por estructuras exteriores o movida por corrientes co­lectivas amorfas y cambiantes. Las diferencias que existen hoy en día ya no son verdaderas diferencias. Las clases no son más que clases eco­nómicas fluctuantes. Aquí todavía las palabras de Zaratustra siguen siendo de actualidad: "¡Plebe de arriba y plebe de abajo!. ¿Qué signi­fica todavía "rico" o "pobre" hoy?. He renunciado a distinguir entre unos y otros". Las únicas jerarquías reales son de orden técnico, la de especialistas al servicio de la utilidad material, de las necesidades (en gran parte artificiales) y de las "distracciones" del animal humano: jerarquía en la cual ya no tiene ningún lugar lo que es el rango y supe­rioridad espiritual.

En el lugar de las unidades tradicionales —de los cuerpos parti­culares, de las órdenes, de las castas o clases funcionales, de las corporaciones— articulaciones con las que cada cual se sentía ligado en función de un principio supraindividual que conformaba su vida ente­ra dándole un sentido y una orientación específicos, se tienen hoy en día asociaciones exclusivamente dominadas por los intereses materiales de los individuos que únicamente se unen en función de esta base: sindicatos, organizaciones profesionales, partidos. El estado informe de los pueblos, transformados en simples masas, es tal que no hay un orden posible que no tenga un carácter necesariamente centralizador y coercitivo. Y las inevitables estructuras centralistas e hipertróficas de los Estados modernos, al multiplicar las intervenciones y las restric­ciones, incluso cuando se proclaman las libertades democráticas, si bien impiden un desorden total, tienden en cambio, a destruir todo lo que pueda subsistir de lazos y de unidades orgánicas; el límite de esta nivelación social es alcanzado con las formas abiertamente totalitarias.

Por otra parte, lo absurdo propio del sistema de la vida moder­na queda crudamente en evidencia en los aspectos económicos que ya lo determinan ahora de una manera absoluta y regresiva. Por un lado, hemos pasado decididamente de una economía de lo necesario, a una economía de lo superfluo, una de cuyas causas es la superproducción y el progreso de la técnica industrial. La superproducción exige, por la cantidad de manufacturados, que se alimenten o susciten en las masas un volumen máximo de necesidades: necesidades a las cuales corres­ponden, en la medida en que se vuelven "normales", unos condi­cionamientos crecientes del individuo. Aquí el primer factor es, pues, la naturaleza misma del proceso productivo que, disociado, se ha ace­lerado y casi ha desbordado al hombre moderno, como un "gigante desencadenado" incapaz de frenarse, lo que justifica la fórmula de Werner Sombart (26): Ifiat productio, pereat horno!. Y si bien en el régimen capitalista los factores que actúan en este sentido no son sola­mente la búsqueda ávida de dividendos y beneficios, sino también la necesidad objetiva de reinvertir los capitales para impedir que un estrangulamiento paralice todo el sistema, otra causa más general del aumento insensato de la producción en el sentido de una economía de lo superfluo reside en la necesidad de emplear la mano de obra para luchar contra el paro: tanto es así que el principio de superproducción a ultranza, de necesidad interna del capitalismo se ha vuelto, en muchos estados, una directiva precisa de la política social planificada. Así se cierra un círculo vicioso, en un sentido opuesto al de un sistema equilibrado, de procesos bien contenidos dentro de límites razo­nables.

Naturalmente encontramos un factor todavía más relevante en la génesis de lo absurdo de la existencia moderna, es el crecimiento desenfrenado de la población, que va conjuntamente con el régimen de las masas y se encuentra favorecido por la democracia, las "conquistas de la ciencia" y un sistema de asistencia indiscriminado. La pandemia o demonismo procreadora es efectivamente la fuerza principal que aumenta sin cesar y sostiene todo el sistema de la economía moderna, con su engranaje en el cual se encuentra cada vez más el individuo. He aquí, entre otras, una prueba evidente del carácter irrisorio de los sueños de poder que alimenta el hombre actual: este creador de má­quinas, este amo de la naturaleza, este iniciador de la era atómica se sitúa casi al mismo nivel que el animal o el salvaje en lo que se refiere al sexo: es incapaz de poner el mínimo freno a las formas más primiti­vas del impulso sexual y de todo lo relacionado con él. Así, como si obedeciera a un destino ciego, él aumenta sin cesar, sin tener concien­cia de su responsabilidad, la informe masa humana y provee la más importante de las fuerzas motrices a todo el sistema de la vida econó­mica paroxística, artificial, cada vez más condicionada, de la sociedad moderna, creando innumerables focos de desestabilización y de ten­sión social e internacional, al mismo tiempo. El círculo se cierra, por lo tanto, también desde otro punto de vista: las masas, potencial de ma­no de obra excedente, alimentan la superproducción, que a su vez busca, cada vez más, mercados más amplios y masas cada vez mayores que absorban sus productos. Tampoco hay que despreciar el hecho que el índice de crecimiento demográfico es tanto más elevado cuanto más se desciende en la escala social, lo que constituye un factor suple­mentario de regresión.

Constataciones de este género son evidentes hasta el punto de ser banales y podrían ser fácilmente desarrolladas y corroboradas por análisis particulares. Sin embargo es suficiente extraer de forma suma­ria los puntos esenciales para justificar el principio del distanciamiento interior, no solamente en relación al mundo político actual, sino tam­bién en relación a la sociedad en general: el hombre diferenciado no puede ser miembro de una "sociedad" que, como la nuestra, es amorfa y no solamente ha bajado al nivel de los valores puramente materiales, económicos, "físicos" , sino que también vive y se de­sarrolla en este mismo nivel en una carrera loca bajo el signo de lo ab­surdo. La apoliteia implica también, pues, una toma de postura de las más firmes contra todo mito social. No se trata solamente aquí de las formas más extremas, abiertamente colectivistas de este mito, de las ideologías que sólo conceden un sentido y proclaman, como en la zona marxista-soviética, que no existe ninguna felicidad ni destino distintos o fuera de lo "colectivo" , que el individuo no tiene ninguna existen­cia propia fuera de la sociedad. Hay que rechazar igualmente el ideal más general y más atenuado de lo "social" que tan a menudo es la consigna de hoy en día, incluso en el mundo llamado "libre", des­pués de la desaparición del ideal del Estado verdadero. El ideal del hombre diferenciado del cual nos ocupamos, se siente completamente fuera de la sociedad, no reconoce ninguna justificación moral a la pre­tensión de incluirlo en un sistema absurdo y puede comprender no so­lamente a quien esté fuera de la sociedad, sino incluso a quien está contra la sociedad —contra esta sociedad—. Prescindiendo del hecho de que todo esto no le concierne directamente (porque su vía no coin­cide con la de sus contemporáneos), sería el último en reconocer la le­gitimidad de las medidas mediante las cuales se querría normalizar y "recuperar" para la sociedad a los elementos que acaban por hartarse de este juego y que son estigmatizados como "asociales" e "inadapta­dos" , tales son los terroríficos anatemas lanzados por la sociedad de­mocrática. Tal como ya hemos tenido ocasión de decirlo, el sentido profundo de estas medidas es narcotizar a los que han sabido recono­cer el carácter absurdo y nihilista de la vida colectiva actual tras todas las máscaras "sociales" y la mitología laica correspondiente.

Partiendo de estas consideraciones generales, podemos pasar al examen de las crisis que están sufriendo algunos ideales e instituciones particulares del período precedente, para precisar la actitud que con­viene adoptar al respecto.

Examinemos primeramente las nociones de patria y de nación: Estas nociones padecen, en particular desde la segunda guerra mun­dial, una crisis evidente, debida en gran parte a la consecuencia de procesos objetivos: las grandes fuerzas económicas y políticas en movi­miento vuelven las fronteras, cada vez más relativas, y restringen el principio de la soberanía nacional. Se tiende, cada vez más, a pensar en términos de grandes espacios y de conjuntos o de bloques suprana­cionales, lo que, teniendo en cuenta la uniformización creciente de las costumbres y de las maneras de vivir, de la transformación de los pueblos en masas, del desarrollo y de la facilidad de las comunica­ciones, todo lo que no es más que "nacional" toma un carácter casi provinciano y se vuelve una curiosidad local.

Por otro lado, la crisis afecta incluso a la misma manera de sen­tir y se relaciona con el declive de los mitos y de los ideales del ayer, en los cuales los hombres crean cada vez menos desde los trastornos y hundimientos de los últimos tiempos, siendo cada vez menos capaces de despertar el entusiasmo en las colectividades actuales.

Como en los otros casos, aquí también es necesario identificar precisamente el objeto exacto de esta crisis y valorarlo. Una vez más, no se trata realmente del mundo tradicional, sino de concepciones que han aparecido y se han consolidado esencialmente con la destrucción de este mundo y, sobre todo, con la revuelta del Tercer Estado. Toma­dos en sentido moderno de mitos y de ideas-fuerza colectivas, la "patria" y la "nación" fueron prácticamente ignoradas por el mundo tradicional. El mundo tradicional conocía solamente "nacionalidad", estirpes étnicas y razas como hechos naturales privados del valor específico que acabaron teniendo en el nacionalismo moderno. Repre­sentaban una materia prima diferenciada por las jerarquías y sometida a un principio de soberanía política. En muchos casos este principio superior representaba el elemento primario, la nación el elemento se­cundario y derivado, pues unidad lingüística, territorio, "fronteras naturales" , relativa homogeneidad étnica superando el encuentro y la mezcla de diferentes sangres, todo ello no existía al principio y fre­cuentemente sólo provino de un proceso de formación que duró siglos, determinado por un centro político y por lazos de lealtad y feudalidad con él.

Es notorio, además, que las naciones políticas y los estados na­cionales han surgido en Europa en el momento del ocaso de la unidad ecuménica medieval, como consecuencia de un proceso de disociación y desvinculación de las unidades particulares de un todo (ya hemos hecho alusión a ello en el capítulo precedente), proceso que ofrece en el plano internacional y continental el mismo aspecto de debía, en el interior de cada Estado, provocar la desvinculación de los individuos, el atomismo social y la disolución del concepto orgánico de Estado.

Por lo demás, en cierta 'medida, los dos procesos han sido para­lelos. El primer ejemplo histórico, ofrecido por la Francia de Felipe el Hermoso, nos muestra que el camino hacia el Estado nacional se une a un proceso de nivelación antiaristocrático, una incipiente destrucción de las articulaciones de una sociedad orgánica, provocado por el abso­lutismo y la constitución de estos "poderes públicos" centralizados que debían ocupar un lugar cada vez más importante en un Estado moderno. Se sabe, además, la relación estrecha que existe entre la di­solución correspondiente a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y la idea patriótica, nacionalista y revolu­cionaria. El mismo término de "patriota" era desconocido antes de la Revolución Francesa; aparece por vez primera entre 1789 y 1793 para designar a aquellos que defendían la revolución contra las monarquías y las aristocracias (27). Del mismo modo los movimientos revoluciona­rios europeos de 1848 a 1849 el "pueblo", la "nación", la "idea na­cional" de un lado, revolución, liberalismo, constitucionalismo, ten­dencias republicanas y antimonárquicas de otro, estuvieron ligadas y fueron a menudo inseparables.

Es, pues, en este clima, y por lo tanto al margen de la revolu­ción burguesa o del Tercer Estado, como "patria" y "nación" han asumido un significado político primario y este valor de mitos que debían precisarse cada vez más con las ideologías abiertamente na­cionalistas que sucedieron. Por tanto, los "sentimientos patrióticos" y "nacionales" quedan ligados a la mitología de la época burguesa, y es sólamente en esta época, es decir, durante un período relativamente breve que se extiende desde la revolución francesa hasta la primera, o incluso la segunda guerra mundial, cuando la idea de nación ha juga­do realmente un papel determinante en la historia europea, en estrecha conexión con las ideologías democráticas (es esta misma fun­ción, con idénticos presupuestos, es decir con las mismas disoluciones internas antitradicionales y modernizantes, que tienen esta idea entre los pueblos no europeos en vías de descolonización).

Cuando de las formas atenuadas del patriotismo se ha pasado a las formas nacionalistas radicales, el carácter regresivo de estas tenden­cias se ha vuelto evidente, así como su contribución a la aparición del hombre masa en el mundo moderno: pues lo propio de la ideología nacionalista es considerar la patria y la nación como valores supremos, concebirlas como entidades místicas casi dotadas de una idea propia y teniendo un derecho absoluto sobre el individuo, cuando éstas, en realidad, no son más que realidades disociadas y amorfas porque niegan todo verdadero principio jerárquico y todo símbolo o marco de una autoridad trascendente. En general, el fundamento de las unida­des políticas que se han formado en este sentido son la antítesis del que es propio al Estado tradicional. En efecto, como hemos dicho, su aglutinante eran una lealtad y una fidelidad que podían hacer abstrac­ción del hecho naturalista de la nacionalidad; era un principio de or­den y soberanía que, debido a que no se fundamentaba sobre este na­turalismo, podía también valer para espacios que comprendieran a más de una nacionalidad; eran, finalmente, dignidades, derechos par­ticulares, castas que unían o separaban a los individuos "verticalmen­te" , más allá del común denominador "horizontal" o básico, repre­sentado por la "nación" o la "patria". En una palabra, se trataba de una unificación por lo alto y no por lo bajo.

Una vez reconocido todo ello, está claro que la crisis actual, ob­jetiva e ideal, de los conceptos y del sentimiento de patria y nación se nos presenta bajo una luz particular. Nuevamente podría hablarse de las destrucciones que golpean a algo que ya tenía un carácter negativo y regresivo: por lo tanto estas destrucciones podrían tener el sentido de una liberación posible si no fuera porque la dirección del conjunto no tendiera hacia algo más problemático todavía. Por ello, incluso aun­que no quede más que un vacío, no es una razón para que el hombre que nos interesa pueda deplorar esta crisis e interesarse por reacciones, en un "régimen de residuos"  daría lugar a lo positivo, sólo si los antiguos principios pudieran actuar de nuevo bajo nuevas formas, reemplazando las unidades de tipo na­cionalista en proceso de disolución por unidades de tipo diferente (29); si no fueran ya las patrias y las naciones las que unen y separan, sino las ideas; si no fuera ya una adhesión sentimental e irracional a un mito colectivista quien actuara de manera decisiva, sino un sistema de relaciones de lealtad, libres y fuertemente personalizadas, lo que exigiría naturalmente la presencia de jefes, la calidad de representan­tes de una autoridad suprema e intangible. En tal línea podrían for­marse "frentes" supranacionales, semejantes a los que conocieron di­versos ciclos imperiales y de los cuales la Santa Alianza fue la última manifestación. Lo que se esboza hoy en día, después de la crisis de las soberanías nacionales, no es más que una caricatura degradada de to­do esto: bloques de poder determinados únicamente por factores ma­teriales y "políticos" en el sentido más negativo de la expresión, desprovistos de toda idea. De aquí la insignificancia, antes indicada, de las antítesis entre las dos principales opciones de este tipo que exis­ten hoy en día: el "Occidente" democrático y el "Oriente" comunis­ta y marxista. Y puesto que falta una idea verdadera para unir y sepa­rar, por encima de la patria, de la nación y de la anti-nación, una ter­cera fuerza, la única perspectiva que permanece es la de una unidad invisible en el mundo, por encima de las fronteras, de estos raros indi­viduos que tienen en común una misma naturaleza, diferente de la del hombre de hoy en día y de una misma ley interior. Es casi en estos mismos términos como Platón habla del verdadero Estado como de una idea, siendo resumido este punto posteriormente por la escuela estoica. Bajo una forma desmaterializada es el mismo tipo de unidad que ha servido de fundamento a la? Ordenes y del cual puede en­contrarse un último reflejo deformado hasta ser casi irreconocible en sociedades secretas como la masonería. Si nuevos procesos debieran desarrollarse al agotarse el presente ciclo, es justamente en unidades de este tipo desde donde podría partirse. Es entonces cuando, incluso en el plano de la acción, podría evidenciarse el aspecto positivo de la crisis de la idea de Patria, enfocado como un mito del período romántico-burgués o bien como un hecho naturalista casi sin impor­tancia en relación a una unidad de otro tipo: la pertenencia a una mis­ma patria o a una misma tierra, será reemplazada por la pertenencia o no a una misma causa. La apoliteia, el distanciamiento de hoy en día, contiene una eventual posibilidad de un porvenir. También aquí es preciso marcar bien claras las distancias que separan nuestra actitud de algunos productos últimos de la desintegración política moderna, correspondientes a un cosmopolitismo amorfo y humanitario, a un pa­cifismo paranoico y a las veleidades de los que, aquí y allá, quisieran no ser más que "ciudadanos del mundo" y "objetores de conciencia".

(26). Véase "El burgués" de Werner Sombart, versión española en Alianza Editorial (N.d.T.).

(27). En su "Tratado sobre la Caballería", Enric el Ceremoniós, explica que un caballero debe estar dispuesto a morir: primero por su Santa Madre Iglesia, segundo por su Señor y, en último lugar, por la tierra que le ha visto nacer. Buena explicación de la jerarquía de valores medievales (N.d.T.).

(28). El vacío sería llenado, lo negativo

(28). Para esta noción cfr. W. Pareto de cuya obra existe en castellano una "Antología de Textos", realizada por el Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 19 (N.d.T.).

(29). Cfr. "Bases estructurales y políticas para una unidad europea", J. Evola. Publicado en España en "Atanor" n° 1, Ed. Alternativa. Barcelona, 1984.

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 25.- Estados y partidos. La apoliteia

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 25.- Estados y partidos. La apoliteia

Entre todos, el dominio político social es aquel en el cual, por efecto de los procesos generales de disolución, aparece hoy de una ma­nera particularmente más manifiesta la ausencia de una estructura que posea, para enraizarse a significados superiores, el carisma de una verdadera legitimidad.

Dado este hecho consumado, que es necesario reconocer tam­bién abiertamente, el tipo de hombre que nos interesa no puede dejar de ordenar su comportamiento a principios completamente diversos de los que hubieran sido los suyos en una sociedad diferente.

En la época actual no existe un Estado que pueda, por su pro­pia naturaleza, reivindicar un principio de autoridad verdadera e ina­lienable. Y lo que es más: no puede hablarse, hoy en día, de Estado en el verdadero sentido de la palabra, tradicional. Hoy sólamente exis­ten sistemas "representativos" y administrativos, cuyo elemento prin­cipal ya no es el Estado, comprendido como una entidad en sí, como la encarnación de una idea y de un poder superiores, sino, la "so­ciedad", concebida, más o menos, en términos de "democracia" : es­te trasfondo permanece en los regímenes comunistas totalitarios, lo que explica su afición a ser calificados como "democracias populares". He aquí porque desde hace tiempo ya no existen más monarcas de de­recho divino capaces de sostener la espada y el cetro, símbolos de un ideal humano superior. Ya hace más de un siglo, Donoso Cortés cons­taba que ya no existían reyes capaces de proclamarse de otro modo que no fuera "por la voluntad de la nación", añadiendo que, aunque huhieran existido, no habrían sido reconocidos. Las poquísimas monarquías aún existentes son, notoriamente, supervivencias despro­vistas de sentido y huecas, mientras la nobleza tradicional, ha perdido su carácter esencial de clase política y, con ello, todo prestigio y todo rango existencial: sólo provoca interés por parte de nuestros contem­poráneos cuando, para hacer un artículo en una revista "del corazón", se les sitúa en el mismo plano que las estrellas de cine, los campeones deportivos y los príncipes de opereta, con ocasión de algu­na aventura privada, sentimental o escandalosa de alguno de sus últi­mos representantes.

Pero, hoy en día, fuera de los marcos tradicionales, no existen tampoco verdaderos jefes. "Les dí la espalda a los gobernantes y cuan­do ví a lo que llamaban gobernar: comerciar y pactar con la plebe... Entre todas las hipocresías, esta me parece la peor: que, también los que manden, simulen virtudes de esclavos", estas palabras de Nietz­sche se aplican todavía, sin excepción, a toda la considerada "clase di­rigente".

Del mismo modo que ya no existe un Estado verdadero, el es­tado jerárquico y orgánico, tampoco existe un partido o un movimien­to al que uno pueda adherirse incondicionalmente y por el cual valga la pena luchar con una convicción total porque se presente como de­fensor de una idea superior. A pesar de la variedad de las etiquetas, el mundo actual de los partidos se reduce a un régimen de politicastros, jugando a menudo el papel de hombres de paja al servicio de intereses financieros, industriales o sindicales. Por lo demás, la situación gene­ral es tal, que incluso si existieran partidos o movimientos de otro tipo ya no tendrían casi ninguna audiencia en las masas desarraigadas, da­do que estas masas sólo reaccionan positivamente a favor de quien les promete ventajas materiales y "conquistas sociales". Si bien estos no son los únicos resortes existentes, hoy en día, sólo puede actuarse en el plano de las fuerzas pasionales y subintelectuales, fuerzas que, por su misma naturaleza, carecen de toda estabilidad. Sobre estas fuerzas se apoyan los demagogos, los dirigentes de las masas, los manipuladores de mitos, los fabricantes de la "opinión pública". Es bastante instruc­tivo a este respecto ver lo que ha ocurrido con los regímenes que ayer, en Alemania e Italia, tomaron posición contra la democracia y el marxismo: el potencial de entusiasmo y de fe que entonces habían anima­do a grandes masas, incluso hasta el fanatismo, se desvaneció sin dejar rastro en el momento crítico, e incluso se ha llegado a transferir a mi­tos nuevos y opuestos que han reemplazado a los precedentes por la sola fuerza de las cosas. Es, por lo general, justo lo que debe esperarse de cualquier corriente colectiva a la que le falte una dimensión en pro­fundidad, que se apoye sobre las fuerzas de las que ya hemos hablado, correspondientes al demos y a su soberanía, es decir, a la "democracia" en el sentido literal de la palabra.

Este plano irracional y subintelectual, determinado por la pura utilidad material o "social" , es el único que, tras la desaparición de los antiguos regímenes, se ofrece para una acción política eficaz. Por ello, incluso cuando hoy aparecen jefes dignos de este nombre —hombres que apelan a fuerzas e intereses de otro tipo, que no pro­meten ventajas materiales, sino que exigen, imponiendo a cada uno una severa disciplina, que no consentirían prostituirse y degradarse para asegurarse un poder personal precario, efímero e informe—, es­tos jefes no tendrían ninguna influencia sobre la situación actual. Son los "inmortales principios de 1789 y los derechos niveladores concedi­dos por la democracia absoluta al individuo-átomo, sin tener en cuen­ta ninguna cualificación ni rango, la irrupción de las masas en el cuer­po político, verdadera "invasión vertical de los bárbaros, por lo bajo" (W. Rathenau), lo que ha conducido a ello. Sigue siendo válido, como consecuencia, lo dicho por Ortega y Gasset; "El hecho característico del momento es que el alma vulgar, reconociéndose vulgar, tiene la audacia de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone por todas partes" .

En la introducción se ha hecho alusión al pequeño número de los que, por temperamento y vocación, piensan aún, a pesar de todo, en la posibilidad de una acción política rectificadora. Es para la orien­tación ideológica de estos para lo que hemos escrito Los hombres y las ruinas hace algunos años (24). Pero en razón de las experiencias recogidas desde entonces, es necesario reconocer abiertamente la inexis­tencia de condiciones necesarias para que una lucha de este género lle­gue a resultados apreciables y concretos. Por otro lado, como ya hemos precisado, nos dedicamos particularmente en este libro a un tipo de hombre que, aunque emparentado espirituamente con los elementos ya indicados, dispuesto incluso a pelear sobre posiciones perdidas, tiene una orientación diversa. Tal tipo, sólo puede extraer de un ba­lance objetivo de la situación una ausencia de interés y un desapego por todo lo que hoy en día es "política" . Su principio será, por lo tan­to, el que la antigüedad ha llamado apoliteia.

Conviene, sin embargo, subrayar que este principio se refiereesencialmente a la actitud interior. En la situación política actual, en un clima de democracia y de "socialismo", las condiciones obligato rias del juego son tales para el hombre en cuestión que puede absolutamente tomar parte en él, reconociendo aquello que ha sido dicho: que hoy no existe ninguna idea, causa o meta digna de un compromiso del propio verdadero ser, ninguna exigencia a la cual pueda reconocerse el menor derecho moral y el menor fundamento, fuera de lo que en el plano puramente empírico y profano proviene de un simple estado de hecho. Pero la apoliteia, el distanciamiento, no conlleva necesariamente consecuencias particulares en el dominio de la actividad pura y simple. Hemos considerado precedentemente la ascesis consistente en dedicarse a la realización de una tarea determinada, por amor a la acción en ella misma y en un espíritu de perfección impersonal (25).

En principio no hay ninguna razón para excluir el mismo dominio político, considerándolo como un caso particular entre muchos otros, puesto que el tipo de acción del que acabamos de hablar no requiere ningún valor objetivo de orden superior, ni ningún impulso procedente de las capas irracionales y emotivas del ser. Pero si bien eventualmente es posible dedicarse a alguna actividad política enfocada de este modo, ya que sólo importan la acción en sí y el carácter enteramente impersonal de esta acción, esta actividad política no puede ofrecer o brindar para quien quiera dedicarse a ella un valor y una dig­nidad más grande que si uno se consagrara con el mismo espíritu a ac­tividades muy diferentes, a cualquier absurda obra de colonización, a especulaciones en la Bolsa, a la ciencia y, podríamos incluso añadir, para hacer la idea más evidente y cruda, al contrabando de armas o a la trata de blancas.

Tal como es concebida aquí, la apoliteia no implica ningún cri­terio preliminar especial en el plano exterior, no tiene necesariamente por corolario un abstencionismo práctico. El hombre verdaderamente distanciado no es ni el outsider profesional y polémico, ni el "objetor de conciencia", ni el anarquista. Una vez ha conseguido que la vida, con sus interacciones, no comprometa su ser, podrá eventualmente manifestar las cualidades del soldado que para actuar y para realizar una tarea no exige previamente una justificación trascendente, ni una seguridad casi teológica en cuanto a la justificación de la causa. Podríamos hablar en este caso de un compromiso voluntario referido a la "persona" , pero no al ser, compromiso en virtud del cual, uno per­manece autónomo, incluso asociándose. Ya se ha dicho que la supera­ción positiva del nihilismo consiste precisamente en que la ausencia de sentido no paraliza la acción de la "persona" . Excluida, en términos existenciales, sólo queda la posibilidad de actuar bajo el dominio y el impulso de cualquier mito político o social actual, debido a que uno se lo tomara en serio, considerando significativo o importante todo lo que representa la vida política actual. La apoliteia es la irrevocable dis­tancia interior respecto a la sociedad moderna y a sus "valores" ; es el rechazo a unirse a ella por cualquier lado espiritual o moral. Quedan­do esto bien claro, con un espíritu diverso podrán ser también ejercita­das las actividades que uno puede hacer servir para un fin superior e invisible, tal como hemos indicado, por ejemplo, al hablar de los dos aspectos de la impersonalidad y de cuanto puede retenerse de ciertas formas de la existencia moderna.

Un punto particular merece ser precisado: esta actitud de dis­tanciamiento debe ser mantenida en relación al enfrentamiento de los dos bloques que se disputan, hoy en día, el imperio del mundo, el "Occidente" democrático y capitalista y el "Oriente" comunista. En el plano espiritual, en efecto, esta lucha está desprovista de toda signi­ficación. "Occidente" no representa ninguna idea superior. Incluso su civilización, basada sobre una negación esencial de los valores tradi­cionales, comporta las mismas destrucciones:el mismo fondo nihilista que aparece corr evidencia en el universo marxista y comunista, aun­que en formas y grados diferentes. No nos extenderemos en este pun­to, ya que lo hemos desarrollado en otro libro (Rivolta contro il mondo moderno), dando una concepción de conjunto del sentido de la histo­ria, capaz de destruir toda ilusión en cuanto al sentido último de conclusión de este combate por el control del mundo. Dado que el problema de los valores ya no se plantea, el hombre diferenciado sólo tendrá que resolver aquí un problema de orden práctico. Este pe­queño margen de libertad material que el mundo de la democracia concede todavía, en algunas actividades exteriores, para el que no se deja condicionar interiormente por ellas, desaparecería ciertamente en un régimen comunista. Es sencillamente desde este punto de vista co­mo puede tomarse posición contra el sistema soviético y comunista: por razones que casi podrían calificarse de elementalmente físicas y no, desde luego, porque uno crea que el sistema adverso se inspira en un ideal más elevado.

Por otra parte, puede tenerse presente que, el hombre que consideramos, no tiene ningún interés en afirmarse y exponerse en la vida exterior de hoy en día, su vida interior permanece invisible e in­vulnerable, por lo cual el sistema comunista no tendría para él la signi­ficación dramática que trendría para cualquier otro; y que incluso en este sistema un "frente de las catacumbas", también podría existir. En la lucha actual por la hegemonía mundial, orientarse en un sentido o en otro no es un problema espiritual: es una elección banal que de­pende solamente del gusto o del temperamento.

La situación general es, en todo caso, la que Nietzsche ya había definido en estos términos: "La lucha por la supremacía en medio de condiciones desprovistas de todo valor: esta civilización de las grandes ciudades, de los periódicos, de la fiebre, de la inutilidad" . Tal es el marco que justifica el imperativo interior de la apoliteia, para defen­der el modo de ser y la dignidad de aquel que siente pertenecer a una humanidad diferente y que sólo ve el desierto en torno suyo.

 

(24). Existe una traducción abreviada en Ediciones Alternativa. Barcelona, 1984.

(25). Es lo que ha sido denominado karma yoga, en el hinduismo, pero que también se encuentra en Europa en las Hermandades Artesanales del Medievo (N.d.T.).

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 24.- Paréntesis sobre las drogas

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 24.- Paréntesis sobre las drogas

Puede comprenderse que esta vía lleva más allá de la música y de la danza, hacia un campo mucho más amplio y problemático, que abraza otros muchos medios, cada vez más ampliamente empleados por las nuevas generaciones. Cuando la beat generation norteamerica­na, a la que ya hemos hecho alusión y que tiene numerosas equivalen­cias en nuestro continente, utiliza conjuntamente el alcohol, el orgas­mo sexual y los estupefacientes, como otros tantos ingredientes esen­ciales de su concepción de la vida, asocia de forma radical técnicas que, en realidad, tienen un fondo común —el que acabamos de indi­car y que, por otra parte, aunque separadamente, tiene un contexto menos extremista, están ampliamente extendidos, con el régimen de sucedáneos y compensaciones que es propio a esta última.

No conviene perder mucho tiempo, aquí, en el estudio de esta cuestión. Fuera de lo que diremos en el capítulo siguiente sobre el se­xo, nos limitaremos, para precisar la alusión que acabamos de hacer aquí, a realizar algunas consideraciones sobre este medio que, entre todos los utilizados en algunos sectores del mundo moderno, es el que visiblemente tiene la finalidad de una mayor evasión extática, es decir, la droga.

La difusión creciente de las drogas entre la juventud de hoy es un fenómeno muy significativo. Es por ello por lo que la cruzada contra los estupefacientes, tras el fracaso del prohibicionismo, se ha convertido en la consigna de los legisladores del mundo burgués; este es también un curioso resultado del régimen de libertad que, preten­didamente, reina en este mundo en el seno de la democracia. Admi­tiendo, incluso —como es preciso admitirlo en regla general— que el uso de los estupefacientes lleva a muchos de sus adictos al trastorno, no se comprende con qué derecho la sociedad se opondría a ello, pues de lo único que debería ocuparse el legislador es de los efectos sobre terceros.

Con los estupefacientes se repite, en parte, la situación de la música sincopada, ya descrita precedentemente. Medios utilizados en el origen facilitadores de aberturas a lo suprasersible en el curso de iniciaciones o de experiencias similares, han sido traspuestos al plano "profano" y "físico". Al igual que las danzas modernas con música  sincopada derivan de las danzas extáticas, igualmente gran parte de los  estupefacientes utilizados de maneras variadas en farmacopea, corresponden a las drogas que las poblaciones primitivas empleaban frecuentemente con un fin "sagrado", conforme a las tradiciones. Esto, por lo demás, se aplica al tabaco empleado por los indios de América para preparar a los neófitos que debían retirarse un cierto tiempo de la vida profana a fin de tener "signos" y visiones. En cierta medida, puede decirse lo mismo del alcohol; se conoce la tradición de los "brebajes sagrados" y la utilización del alcohol en los cultos dionisíacos y en otras corrientes similares, el antiguo taoísmo no prohibía para nada las bebidas alcohólicas, que consideraba incluso como "extractos de vida" , que prodigaban una embriaguez suscep­tible de conducir, como la danza, a un "estado de gracia mágica" co­mo la de los "hombres reales" (22). Los extractos de coca, de mescali­na, de peyote y de otros estupefacientes integraban, aún a menudo hoy, gran parte del ritual de sociedades secretas de América Central o del Sur.

En la actualidad no existen ideas claras y precisas sobre todo es­to, pues no se tiene en cuenta el hecho de que los efectos de esas sus­tancias son muy diferentes según la constitución y la capacidad de reacción y —en los casos antes mencionados, en los que se les utilizaba para un fin no profano— de la preparación espiritual y de la intención del que lo empleaba. Se ha hablado con propiedad de una "ecuación tóxica", diferente para cada individuo (Lewin), pero no se ha dado a esta noción toda la extensión necesaria, en parte debido a los límites del campo de observación del que se dispone, pues la situación exis­tencial bloqueada de la gran mayoría de nuestros contemporáneos restringe muy notablemente el radio de acción que puedan tener las drogas.

De hecho, la "ecuación personal" debería ser tenida en cuenta por los que, debido a motivos de higiene social, combaten los estupe­facientes con celo, viendo en ellos una causa de ruina moral. Estos deberían recordar lo que generalmente han reconocido los patólogos y neurólogos, a saber, que, en la mayor parte de los casos graves, el uso de la droga es menos una causa que el síntoma de una profunda alte­ración, de un estado de crisis, de neurosis o de algo parecido en el su­jeto (23). En otros términos, es una situación psíquica o existencial negativa, "encubierta" o patente, preexistente, la que empuja al uso de drogas como una solución efímera. Así se explica la ineficacia, en este género de casos, de terapias de desintoxicación simplistas, es decir, ex­teriores, que olvidan el hecho psíquico primario; así se explica tam­bién el carácter primitivo de las legislaciones represivas, más o menos, draconianas. Privado de la droga, el enfermo que no ha superado por ello su problema, recurrirá a otros medios para obtener más o menos el mismo resultado o se hundirá. Por otra parte, si la ley debiera prohibir todo lo que juega el papel de "estupefaciente" , en el sentido más ge­neral del término, al hombre y a la mujer modernos, y a lo que sirve también de una manera más o menos brutal para obtener una evasión presentada como una "diversión" o algo semejante (se puede a este propósito referirse a todo lo dicho ya en el primer capítulo), haría falta suprimir una gran parte de lo que compone la existencia moderna y alimenta una industria particularmente desarrollada y agresiva.

Para retornar a lo que decíamos, son la "ecuación personal" y la zona específica sobre la que van a actuar las drogas y los estupefa­cientes (entre los que podemos incluir también el alcohol), los que conducen al individuo a una alienación, a una abertura pasiva a esta­dos que le dan la ilusión de una libertad superior, de una embriaguez y una intensidad desconocida de las sensaciones, pero que en realidad tienen un carácter disolvente y que de ninguna manera le "llevan a otro lugar" . Para esperar de experiencias similares un resultado dife­rente haría falta disponer de un grado excepcional de actividad espiri­tual y tener una actitud contraria a la de hombre que las busca y las necesita para escapar a tensiones, traumatismos, neurosis, al senti­miento del vacío y de lo absurdo.

Hemos hablado de la técnica de la polimetría rítmica africana: una fuerza es detenida de una manera repetida en un paroxismo desti­nado a liberar una fuerza de otro tipo. En el extatismo inferior de los primitivos ello abre la vía a una posesión ejercida por potencias oscu­ras. Decimos que en nuestro caso, esta fuerza debería ser producida por la respuesta del "Ser" (del Sí) al estímulo. La situación creada por la acción de las drogas e incluso del alcohol es idéntica. Pero una reac­ción de este género no se produce casi nunca: la acción de la sustancia es demasiado fuerte, brusca, imprevista y externa, lo que dificulta un control y una reacción del "ser". Es como si una corriente poderosa se introdujera en la conciencia y que la persona pudiera solamente darse cuenta del cambio de estado que ya se ha producido sin poder dar su consentimiento; y en este nuevo estado uno queda sumergido, se es "arrastrado" . Es así que el efecto verdadero, aún cuando permanezca inadvertido, es un desfallecimiento, una lesión del Sí, a pesar de la impresión que pueda haberse tenido de una vida exaltada, de beatitu­des y de voluptuosidades trascendentes.

Para que el proceso siga otro curso sería necesario que, expre­sándolo de una manera alegórica y muy esquemática, en el momento en que la acción de la droga libera una cierta energía X de forma exte­rior, un acto del Sí, del "ser", introdujera en la corriente una energía doble, que le perteneciera, X + X, y la mantuviera hasta el final. De manera análoga la ola, incluso imprevista, que golpea al nadador há­bil, puede ser utilizada por él también para tomar impulso y supe­rarla. Entonces ya no habría hundimiento, lo negativo sería transfor­mado en positivo, no se haría el papel de súcubo en relación al medio, la experiencia estaría en cierta medida "descondicionada" y no se desembocaría en una disolución extática, desprovista de toda verdade­ra abertura más allá del individuo, y que solo se alimenta de sensa­ciones. Sería, al contrario, posible, en ciertos casos, llegar a contactos con una dimensión superior de la realidad, a los cuales correspondían, como ya hemos dicho el antiguo uso, no profano, de las drogas. La ac­ción nociva de estas quedaría .entonces ampliamente eliminada.

Estas indicaciones parecerán seguramente muy singulares al lector ordinario que no puede referirse a ninguna experiencia personal para presentir de lo que se trata. Pero, una vez más, es el desarrollo mismo del tema lo que nos ha impuesto esta breve digresión. En efec­to, no es más que teniendo en cuenta estas posibilidades, por inhabi­tuales que sean, como puede llegarse a precisar convenientemente las antítesis necesarias, reconocer el punto en donde quedan neutraliza­das ciertas "valencias" positivas que podrían presentar, en el mundo actual, los procesos de disolución y la evocación de lo elemental: las verdaderas soluciones sólo se ofrecen a un cipo de hombre diferen­ciado, según las modalidades que ya hemos indicado aquí, de una ma­nera muy general.

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 23.- Música moderna y jazz

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 23.- Música moderna y jazz

Será interesante, además, fijar la atención también sobre un aspecto particular que refleja de forma característica algunos procesos típicos de la época y cuyo examen nos conducirá de forma natural a es­tudiar algunos fenómenos generales de la vida contemporánea. Se trata de la música.

A diferencia de lo que es propio en una "civilización del ser", en una "civilización del devenir" como es incontestablemente la mo­derna, es bastante obvio que la música debía tener un desarrollo parti­cular hasta poder hablarse de un demonio occidental de la música. Los procesos de disociación que forman el fondo de todo arte moderno aparecen naturalmente también en este terreno, igual que se les en­cuentra, en las fases terminales de las formas de autodestrucción aná­logas a aquellas, de carácter general, de las que hemos hablado ante­riormente.

A este respecto, puede decirse, sin esquematizar mucho, que la música occidental más moderna se caracteriza por el hecho de que se disocia cada vez más netamente de la línea precedente, sea melodra­mática, melódica y heroico-romántica con grandes pretensiones (esta última tendencia es típicamente representada por el wagnerismo), sea trágico-patética (basta con evocar los "contenidos" que dominan en Beethoven). Esta disociación ha seguido dos vías que no están opues­tas más que en apariencia.

La primera es la intelectualización, en el sentido de que en la música moderna en cuestión, el elemento cerebral predomina, con un decidido interés por la armonía, que conduce a menudo a una tecnici­dad radical en detrimento de la inmediatez y del sentimiento (de los "contenidos humanos") —en este punto ha habido y aún hay cons­trucciones rítmico-armónicas abstractas concebidas según esta norma que parecen un fin en sí mismas. El límite parece alcanzado aquí por la reciente música dodecafónica y por el rigorismo "serial".

Conviene, en segundo lugar, revelar el carácter físico que está impreso, por otra parte, en importantes corrientes de la música más reciente. Este término ha sido empleado ya a propósito de una música esencialmente sinfónica convertida sobre todo en descriptiva; girada en cierto sentido hacia la naturaleza, distanciada del mundo subjetivo y patético y tendiente a tomar sus principales temas de inspiración en el mundo de las cosas, acciones o impulsos elementales. Aquí los pro­cesos son, en cierta medida, parecidos a los que, en el dominio de la pintura, han producido el primer impresionismo, con su intolerancia por la pintura intimista o el academicismo de taller y su inclinación por la pintura de aire libre, en la naturaleza. Se sabe que esta segunda tendencia musical había comenzado ya con la escuela rusa y los impre­sionistas franceses, desembocando en concepciones del género Pacific 231 de Honnegger y Fundiciones de Acero de Mosólov. Esta segunda corriente se ha reunido con la primera —la música hiperintelectuali­zada— y este reencuentro de lo intelectual con lo físico y elemental contribuye a crear, en la música moderna, la situación más interesan­te. A este respecto, es preciso, sobre todo, referirse al Stravinsky del primer período, donde el intelectualismo de las puras construcciones rítmicas sobreelaboradas había de desembocar en la evocación de algo que dependía menos de la psicología del mundo pasional, romántico y expresionista que del sustrato de las fuerzas de la naturaleza. Puede verse en La Consagración de la Primavera la culminación de este esta­dio. Aquí, la música del siglo XIX burgués está casi completamente superada, la música se convierte en ritmo puro, intensidad dinámica de sonido y del timbre: música pura, pero donde interviene un ele­mento orgiástico. Por ello se sigue una referencia particular a la "dan­za". La tendencia de la música-danza a reemplazar a la música-canto y a la música patética, fue, en efecto, otra característica de la corriente mencionada.

Hasta aquí se podría reconocer en el dominio de la música la acción de un proceso paralelo al de las disoluciones liberadoras, proce­so que desde nuestro punto de vista tiene un valor positivo. Podría, en efecto, otorgarse un valor positivo a un cambio de actitud, gracias al cual no solamente la música melodramática de ópera, la música ita­liana del siglo XIX primero y luego la alemana, sino aun la música sin­fónica con altas pretensiones "humanas" no encuentran eco, se reve­lan desfasadas, falsas y pesadas. El hecho es, sin embargo, que al me­nos para la música de concierto "seria" , el período consecutivo al punto culminante e intenso del que hemos hablado, estuvo marcado por formas abstractas dominadas por una técnica virtuosista, formas que, a menudo, tienen la misma significación interior que aquellas en las que hemos visto una huida o una diversión existencial que permitía escapar a una peligrosa tensión.

A este respecto, puede hacerse referencia al Stravinsky del se­gundo período, en que la música-danza está reemplazada por una música formal, luego paródica y más tarde de inspiración neoclásica, ahora caracterizada por esta especie de pura aritmética sonora y diso­ciada ya anunciada en la fase precedente, creando una especie de espe­cialización anacrónica de los sonidos. Y también podemos hacer refe­rencia a Scheinberg, que ha pasado de la música atonal libre, frecuen­temente ligada a un expresionismo existencialista exasperado (la re­vuelta existencial se traduce aquí en la atonalidad contra el "acorde perfecto" símbolo del idealismo burgués), al dodecatonismo. Este pa­so es, en sí, muy significativo de la crisis final que sufre la música ultramoderna. Se sabe que tras la exasperación cromática, a la que la música había llegado en el plano técnico con el postwagnerismo, hasta Richard Strauss y Scriabín, se vio decididamente abandonado, con la música atonal, el sistema tonal tradicional base de toda la música an­terior y, por así decir, vuelto a llevar el sonido al estado puro y libre: como en una especie de nihilismo musical activo. Tras lo que los doce sonidos de la escala cromática eran utilizados sin tener en cuenta nin­guna distinción jerárquica, por lo tanto según todas las posibilidades ilimitadas de combinaciones directas, cuando se había intentado, con el sistema dodecafónico, precisamente, darles una nueva ley formal abstracta, fuera de las fórmulas de la armonía precedente. Reciente­mente se ha ido más lejos todavía, integrando sonidos que no pueden producir los medios tradicionales, los de la orquesta y los procedentes de la técnica electrónica. Aquí también se busca una ley abstracta apli­cable a la música electrónica.

Pero ya se ve, por las posiciones extremas alcanzadas por el do­decafonismo, con las composiciones de Anton Webern, en su Filosofía de la música moderna: "Nuestro destino está en el dodecafonismo", también hay quien ha podido hablar con razón de "una era glaciar" de la música. Se ha llegado a composiciones cuya extrema ratificación y abstracción formal es análoga a las puras entidades algebraicas de la física más reciente o, en otro terreno, de cierto surrea­lismo. Son las mismas fuerzas sonoras liberadas de las estructuras tra­dicionales, que empujan hacia una especie de meandro tecnicista que solo el álgebra pura de la composición preserva una completa disolu­ción en lo amorfo, por ejemplo, en la intensidad de los timbres descar­nados y atómicamente disociados. En la música, como en el mundo creado por la técnica y las máquinas, la perfección mecánica y la amplitud de los nuevos medios han tenido en contrapartida, el vacío, la "desanimación" , la espectralidad o el caos. Sea como fuere, parece inconcebible que el nuevo lenguaje dodecafónico y postdodecafónico pueda servir, en ningún caso, como medio de expresión a lo que for­maba el contenido de la música precedente. Reposa sobre una devas­tación interior subyacente. A lo más es un expresionismo existencialis­ta exasperado que aflora de nuevo sirviéndose en parte de este len­guaje, como en la obra de Alban Berg. O bien el límite es franqueado, como en el caso de la llamada "música concreta" de Pierre Schaeffer, que es una especie de "organización de los ruidos" , de "montaje" de los sonidos del mundo y de los sonidos orquestales. Un caso típico es el de John Cage, músico que declara explícitamente que su música ya no lo es y que, más allá de la disgregación de las estructuras tradicionales realizada por la nueva música serial, que deja lejos tras de sí el mismo Webern y su escuela, mezcla la música con rumores puros, con efectos sonoros eléctricos, largas pausas, inserciones ocasionales, incluso habladas, de emisiones radiofónicas, porque intenta producir un efec­to desorganizador sobre el auditor en el mismo sentido que el del dadaísmo, efecto que, supuestamente, debería abrir horizontes insos­pechados, más allá del dominio de la música e, incluso, del arte en ge­neral.

Si quiere buscarse, por el contrario, cómo se han desarrollado las posiciones de la música-danza, ya no es hacia la música sinfónica de concierto adonde es preciso orientarse, sino hacia la música moderna de danza y, en particular, hacia el jazz. Y se ha podido definir, con ra­zón, la época actual no solamente como la de la emergencia de las ma­sas, de la economía y de la todopoderosa técnica, sino también como la del jazz. Ello muestra que se trata de prolongaciones de la tendencia de la que ya hemos hablado, que no conciernen ya solamente al círculo intelectual de los especialistas de la música, sino que influye sobre la forma general de sentir de nuestros contemporáneos.

El jazz analizado bajo sus aspectos puramente rítmicos y sinco­pados, refleja la tendencia de la que ya hemos hablado anteriormente en particular a propósito de Stravinsky de la primera época; aparte del aspecto accesorio de las cancioncillas se trata, igualmente, de una mú­sica "física" , de una música que apenas se preocupa de hablar del al­ma, sino que tiende a excitar y a mover directamente el cuerpo (19). Esto es un sentido muy diferente del que era propio a las precedentes músicas de danza europeas; en el jazz, en efecto, la gracia, el impulso, el transporte e incluso la sensualidad, llena de ardor, de las otras dan­zas —podemos rememorar los valses vieneses e ingleses y el tango—son reemplazados por algo mecánico y disolvente, al mismo tiempo que extático, en un sentido primitivo, que una repetición temática obstinada vuelve casi paroxístico. Este contenido elemental no puede haber escapado a cualquiera que se haya encontrado en una gran sala de danza de una metrópolis europea o americana, entre los centenares de parejas agitándose a los ritmos sincopádos a ultranza de tal música.

La difusión enorme y espontánea del jazz en el mundo moder­no muestra pues significaciones semejantes a las que han caracterizado la música de concierto físico-cerebral, en su esfuerzo por superar las expresiones musicales melodramáticas y patéticas del alma burguesa del siglo XIX, que, de hecho, han penetrado universalmente en las nuevas generaciones. Y también este fenómeno presenta un doble as­pecto. Que los que estaban locos por los valses o se deleitaban con el pazos, falso y convencional del melodrama, se encuentran hoy a gusto en los ritmos convulsivo-mecánicos o abstractos del jazz reciente, del hot o del cooljazz, es un hecho que debe ser considerado como algo más que una moda aberrante y superficial. Nos encontramos aquí de­lante de un cambio brusco y no solamente periférico en la manera de sentir, que es un elemento integrante del conjunto de las transforma­ciones características de la época actual. El jazz corresponde innegable­mente a uno de los aspectos de este florecimiento de la elementa­reidad en el mundo moderno con el cual se cierra la disolución de la época burguesa. Que la masa de la juventud que ama el jazz hoy en día y lo buscan simplemente para "distraerse" o "divertirse" , sin to­mar conciencia de lo que ocurre, no tiene aquí ninguna importancia. El cambio permanece y si no es comprendido en todo su peso, no mo­difica en nada su realidad, puesto que su sentido verdadero y sus posi­bilidades solamente pueden ser captadas desde el punto de vista muy especial que hemos adoptado en todos nuestros análisis.

Se ha clasificado el jazz entre las formas de compensación a las que el hombre de hoy día recurre porque su existencia es demasiado práctica, árida y mecanizada; el jazz le habría provisto de los conteni­dos brutos de un ritmo y de una vitalidad elemental. Si esta idea tiene algo de acertada, no puede considerarse irrelevante que, para satisfa­cer esta necesidad, Occidente no haya creado formas originales, ni uti­lizado los elementos de un folclore musical europeo que, ofrece como por ejemplo, el de buen número de ritmos de la Europa sud-oriental, rumanos o húngaros, conjuntos interesantes, ricos, no solamente en ritmos, sino también en un auténtico dinamismo. Por el contrario, se ha ido a buscar los temas de inspiración en el patrimonio de las razas exóticas más bajas, en los negros y en los mestizos de las zonas tropica­les y subtropicales.

Según uno de los principales especialistas de la música afro-cubana, F. Ortiz, los motivos principales de estas danzas modernas tendrían efectivamente este origen, incluso en los casos en donde ello se encuentra disimulado por el hecho de que América Latina ha tenido el papel de intermediario. Puede apreciarse que ha sido el primitivismo, al que ha regresado el hombre del tipo más reciente, concretamente el de América del Norte, ha sido el que le ha hecho escoger, asimilar, y desarrollar por una afinidad electiva, una música que tiene una impronta de tal manera primitiva, como la música negra, que además, en el origen, estaba asociada a formas oscuras de éxtasis (20).

Se sabe, en efecto, que la música africana de la cual se han extraído los ritmos principales de las danzas modernas, fue una de las principales técnicas empleadas para producir formas de apertura extática y de posesión. Dauer y el mismo Ortiz han visto, con razón, el rasgo característico de esta música en su estructura polimétrica, elaborada de tal manera que los acentos extáticos que marcan el ritmo correspondiendo constantemente con acentos extáticos; así, las especiales configuraciones rítmicas particulares provocan una tensión destinada a "alimentar un éxtasis ininterrumpido". En el fondo es la misma estructura que se conserva en toda la música de jazz "sincopado". Son como síncopas tendientes a liberar otra energía o a engendrar un impulso. En los ritmos africanos, con esta técnica se debía favorecer la posesión de los danzarines por ciertas entidades, los Orisha de los Yoruba o los Loa del Vudú haitiano, los cuales sustituían o suplantaban a las personas y las "cabalgaban". La potencialidad extática subsiste en el jazz. Pero también ha habido un proceso de disociación, un desarrollo abstracto de las formas rítmicas, separado del conjunto al que pertenecían en su origen. Teniendo en cuenta la desacralización del medio, la ausencia de todo marco institucional o de toda tradición ritual correspondiente, de la ausencia de atmósfera adecuada y de la orientación necesaria, no puede pensarse en efectos específicos comparables a los de la auténtica música evocatoria africana, pero sin embargo, permanece siempre el efecto de una especie de posesión difusa y amorfa, primitiva, de carácter colectivo, (que va más allá de la fachada inofensiva de la "distracción" y de la "diversión"; sin embargo esta posesión queda ligada en el jazz (y es su rasgo característico) a algo abstracto y mecánico, podría decirse incluso, algo mineral (el ostracismo lanzado por las orquestas de jazz sobre los arcos de violín y la preponderancia de los instrumentos de viento, de la trompeta y de la percusión, son significativos). Esto muestra, por lo tanto, en qué línea se inscribe la compensación específica que encuentra en el hombre y la mujer ordinarios de hoy la música de danza —contrapartida popular del apogeo físico-intensivo que la música sinfónica moderna había alcanzado y no mantenido— cuando dejan obrar en ellos las estructruras rítmicas del jazz y se entregan con entusiasmo a las danzas correspondientes.

El hecho de que hayamos subrayado todo esto no implica de ningún modo que nos asociemos a las reacciones moralizantes contra el modernismo en este dominio, a pesar de la indiscutible contamina­ción que aporta, además, el elemento negro. Como hemos dicho no consideraríamos como una mejora que la "era del jazz" fuera reemplazada por una nueva moda de las danzas antiguas y de la músi­ca de fondo sentimental y patética (por lo demás las variedades más gastadas de este tipo, como la "música ligera" y la "canción" están todavía ampliamente representadas en las capas burguesas, sobre todo en Italia, muchas veces mezcladas híbridamente con el jazz). Pero, por otro lado, desde el punto de vista espiritual (independientemente del hecho de que incluso el jazz parezca haber entrado en una crisis, en la etapa barroca y disolvente, sea en las acrobacias anárquicas de los solis­tas, sea con la tendencia a la abstracción del cool jazz o del jazz de chambre), la vía está cerrada, porque, una vez más, la transformación general que ha intervenido en la manera de sentir es pasiva. Sería cier­tamente ridículo ponerse a hablar de la nueva música sincopada como de una vía positiva, pero de todos modos podemos considerar el problema general que se plantea a propósito de todos los medios com­portando virtudes extáticas elementales y que, no la masa, pero si un tipo de hombre diferente, puede utilizar para alimentar la forma par­ticular de ebriedad ya mencionada predecentemente y que es el único alimento que se pueda existencialmente extraer de una época de diso­lución. Los procesos actuales llevan precisamente hacia esos límites; y es allí donde el hombre ordinario busca solamente aturdirse con los contendidos "extáticos" inconscientes y difusos de ciertas experien­cias, esencialmente bajo la forma de sensaciones, otro hombnre puede encontrar, en las mismas situaciones, un "desafío" que exija de él la respuesta justa: una reacción que viene del "ser") (21).

 

(19). No olvidemos que el jazz se empieza a promocionar y desarrollar a partir de los burdeles negros de Nueva Orleans (N.d.T.).

(20). Para ampliación de todas estas ideas cfr. "Rock y satanismo", R. Laban. Ed. Obelisco. Barcelona, 1986.

(21). El párrafo situado entre paréntesis fue eliminado por el autor en la segun­da edición italiana de la obra (N.d.T.).

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 22.- Disolución del arte moderno

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. 22.- Disolución del arte moderno

En el arte moderno, es necesario mencionar, ante todo, el con­junto de las tendencias intimistas, expresiones características de una "espiritualidad" femenina que no quiere saber nada del plano sobre el que actúan las grandes fuerzas históricas y políticas y que, debido a una sensibilidad mórbida (quizás también bajo el efecto de un traumatismo), se retira al mundo de la subjetividad privada del artista y no reconoce valor más que a lo que psicológica y estéticamente es "interesante" . En literatura, la obras de un Joyce, de un Proust, de un Gide, han marcado los límites de esta tendencia.

En algunos casos, a esta orientación se asocia la tendencia que tiene como consigna al "arte puro" , en el sentido específico de puro formalismo, de perfección expresiva, respecto a la cual el "contenido" se transforma en insignificante, hasta el punto de que se considera to­da exigencia referida a un contenido como una intrusión contaminan­te (si no fuese tan insípida, se podría dar aquí el ejemplo de la estética de B. Croce). En estos casos se ha alcanzado naturalmente un grado más avanzado superando al que corresponde al fetichismo de la propia interioridad del artista.

En cuanto a las veleidades que subsisten en nuestros días de conservar un "arte tradicional" , no vale la pena hablar. Hoy no existe ninguna idea de lo que es tradicional, en el sentido superior de la pa­labra. Se permanece en el plano del academicismo, de una reproduc­ción sin vigor de modelos que adolecen de falta de toda fuerza creado­ra original. Es una variedad del "régimen de residuos" , y lo que se llama el "gran arte", relegado en el pasado, no es más que el objeto de una verdadera retórica.

En cuanto a la corriente opuesta, es decir, el arte de vanguardia, su valor y su significado se reducen a los de una revuelta y de un reflejo del proceso general de disolución. Sus producciones son a menudo interesantes, no desde el punto de vista artístico, sino como síntomas del clima de la vida moderna; refleja un estado de crisis (y es en este sentido en el que nosotros hemos hecho algunas alusiones al respecto en el inicio, al hablar de las manifestaciones del nihilismo europeo), pero no aporta nada de constructivo, estable o duradero.  Además en el caos de todas estas tendencias, los movimientos de repliegue rápido a partir de las posiciones más avanzadas son significativos; casi todos los que se encontraban ayer en vanguardia y partiendo de una situación existencial auténtica en el origen habían expresado las tendencias más revolucionarias, han pasado a un nuevo academicismo, a nuevas convenciones y a la comercialización de sus obras. La orientación ulterior de algunos de estos artistas, en sentido abstracto, formalista o neo-clásico, es, por lo demás, típica: es una especie de evasión que pone fin a la tensión agotadora y sin salida característica de la fase precedente, fase revolucionaria y más auténtica (podríamos hablar aquí de un "apolinismo" en el sentido —arbitrario— que Nietzsche ha dado a éste término en El nacionalismo de la tragedia).

Esto no impide que, para el hombre diferenciado que nos interesa aquí, lo que ofrecen precisamente de disolvente algunas formas del arte más avanzado (la música, en particular, como veremos más adelante) con su atmósfera de libertad anárquica o abstracta, puede eventualmente presentarse como una distensión, en contraste con lo que se puede sentir ante el arte de ayer, ante el arte burgués. Pero, aparte de este aspecto, una vez agotado, el expresionismo en tanto que irrupción informe de contenidos físicos disociados, una vez agota­dos el dadaísmo y el surrealismo, se habría estado obligado, si las posi­ciones hubiesen sido mantenidas, a constatar objetivamente la autodi­solución del arte moderno, encontrándonos ante un espacio vacío. En otra época, precisamente en este espacio, habría podido afirmarse un nuevo arte "objetivo", con este "gran estilo" en que pensaba Nietzs­che cuando escribía: "La grandeza de un artista no depende de los bellos sentimientos que hace nacer —sólo las mujerzuelas se interesan por tales cosas— sino en la medida en que se aproxima al gran estilo; este estilo que tiene en común con la gran pasión el desprecio del pla­cer; olvida persuadir, quiere... hacerse el señor del caos que se es, obli­gar al propio caos a convertirse en forma, matemática, ley, tal es la gran ambición. En torno a tales déspotas nace el silencio, un miedo si­milar al que se experimenta ante un gran sacrilegio". Pero es un ab­surdo pensar en cualquier cosa de este género en el mundo actual: precisamente porque falta en nuestra época todo centro, todo sentido y una potencia a este "gran estilo".

Sobre el plano literario, lo que, aquí y allí, se puede hoy reco­ger de interesante pertenece siempre al dominio documental y descriptivo, con más o menos potencia expresiva, de la vida contem­poránea. Es aquí solamente donde el "subjetivismo" está, en oca­siones, superado. Pero en la mayor parte de la producción literaria, en los relatos, dramas y novelas, persiste el régimen de los residuos, con las formas características de la disolución subjetivista. El fondo cons­tante de ésta consiste en lo que justamente se ha llamado el "fetichis­mo de las relaciones humanas", de los problemas sentimentales, se­xuales o sociales de individuos sin importancia (el límite de la banali­dad incolora es alcanzado por cierta categoría epidémica de novelas americanas).

Hemos mencionado también los problemas "sociales" para hacer justicia de las pretensiones, o por decirlo mejor, de las veleida­des estéticas y artísticas del "realismo marxista" , en él sentido ya indi­cado precedentemente. La condena por la crítica marxista de la "nove­la burguesa" como fenómeno de alienación, la voluntad de dar al re­lato un contenido, una interpretación de carácter social con la inten­ción particular de hacer un espejo de la dialéctica evolutiva de las cla­ses, del ascenso del proletariado y de todo lo demás, no es —como decimos— más que una parodia simiesca del realismo y de la integra­ción, en un sentido orgánico, de una cultura neutra y separada. Una disociación mucho más grave reemplaza aquí a otra: el elemento económico-social distanciado de todo contexto, toma un valor absolu­to. Los problemas "sociales" son, en sí mismos, tan poco interesantes y tan insignificantes como los problemas-fetiches de las relaciones per­sonales y sentimentales; ni los unos ni los otros tocan la esencia: sosla­yan lo que debe ser objeto de un relato y de un arte de nivel elevado en una civilización orgánica. Por lo demás, a efectos narrativos, es en sí mismo elocuente, lo poco, penoso y artificial que ha nacido bajo el signo del "realismo marxista": es un material grosero, elaborado si­guiendo un modelo impuesto, a fines de pura propaganda y de "edi­ficación del comunismo"; no puede hablarse a propósito suyo ni de crítica estética ni de arte, sino de agitación política en el sentido más bajo del término. De otra parte, las cosas son tales en el mundo actual que, incluso allí donde se reclama un "arte funcional", un "arte de consumo" (la expresión es de Gropius), no "alienado" , se ha visto obligado más o menos, a desembocar en un mismo nivel: el único sec­tor que ha sido preservado es quizás el de la arquitectura porque su ca­rácter funcional no exige referencias a significados superiores que no existen hoy.

Por lo demás, cuando un crítico de observación marxista como Luckacs escribe: "Estos últimos tiempos el arte se ha convertido en un artículo de lujo destinado a parásitos ociosos; la actividad artística, a su vez se ha convertido en una profesión particular cuyo fin es satisfacer las necesidades suntuarias" dirige, a pesar de todo, un balance exacto de a lo que prácticamente el arte se reduce en nuestros días.

Esta reducción al absurdo de una actividad separada de todo contexto orgánico y necesario corresponde a la disolución interna que la caracteriza hoy y cuya naturaleza facilita una puesta a punto muy general, una revisión radical que se impone para el hombre diferen­ciado, de la importancia atribuida al arte, en el curso del periodo pre­cedente. Hemos dicho ya que en el clima de la civilización actual, con todo lo que comporta de objetivo y elemental —e incluso, si se quiere, de bárbaro— numerosos son los que consideran como perimida la idea según la cual es preciso ver en el arte una de las "supremas actividades del espíritu" , reveladora del sentido del mundo y de la vida, como se afirmaba en la época del romanticismo burgués. Hoy, el hombre que hemos visto puede, también, declararse de acuerdo, sin titubear, sobre esta depreciación del arte. El fetichismo del arte, ligado, en el período burgués, al de la "personalidad creadora" , del "genio" , le es extraño. Puede, pues, sentirse también alejado de cierto "gran arte" de ayer, como lo están naturalmente hoy algunos hombres de acción que no disfrutan con las apariencias, que quieren simplemente "distraerse", interesarse en otras cosas. Desde nuestro punto de vista, parecida actitud puede ser aprobada cuando se funda sobre el realis­mo superior del que hemos hablado y sobre el sentimiento de lo "pu­ramente humano" que es el fondo constante de este arte a través de todo su repertorio patético o trágico. Por ello, como decimos, es po­sible que, a fin de cuentas, un hombre diferenciado se encuentre me­nos mal en el centro, en la atmósfera de un cierto arte muy moderno, precisamente porque éste refleja una especie de autodisolución del ar­te.

Conviene, por lo demás, notar que esta depreciación del arte, justificada por las consecuencias últimas de su "neutralización" y la exigencia de un nuevo realismo activo, tiene antecedentes en el mun­do de la Tradición. El arte, en efecto, no ha tenido nunca en ninguna civilización tradicional orgánica, la posición central que se le ha creído poder atribuir en el período de la cultura humanista y burguesa. Cuando tuvo verdaderamente una alta significación, con los tiempos modernos, era en razón de contenidos que le eran superiores y ante­riores, que no eran ni revelados, ni "creados" por él en tanto que ar­te. Estos contenidos daban un sentido a la vida y podían permanecer, ser evidentes y actuar incluso en la ausencia casi total de arte, en senti­do propio, es decir, en un marco que podría incluso parecer "bárbaro" al esteta y al humanista desprovistos de todo sentido de la elementareidad y de lo primordial.

La actitud esencial que el hombre diferenciado, encarado hacia una nueva libertad, ha de asumir en el período de disolución, frente al arte en general, puede, pues, inspirarse en un orden de ideas análogo. La "crisis del arte" actual no le interesa y no le preocupa en absoluto. Al igual que no ve nada en la ciencia moderna que tenga algo de ver­dadero conocimiento, igualmente, a causa de los procesos de neutrali­zación disociativa ya señalados al principio de este capítulo, no recono­ce ningún valor espiritual al arte que ha tomado forma en el curso de los tiempos modernos, no ve nada que pueda reemplazar los significa­dos susceptibles de brotar de una relación directa con la realidad; en un clima frío, claro y esencial. Por lo demás, si se consideran objetiva­mente los procesos en curso, se siente nítidamente que el arte ya no tiene porvenir, que su posición se convierte, cada vez más, en margi­nal en relación a la existencia y que su valor se reduce a la de un artículo de gran lujo, como lo acusaba la crítica citada anteriormente.

Es preciso volver un instante al dominio particular de las obras literarias para precisar un punto relativo a las obras de carácter corrosi­vo y derrotista. Esto nos permitirá también prevenir el equívoco que podría nacer de lo que hemos dicho contra el neo-realismo. Igualmen­te debe quedar perfectamente claro que nuestra posición crítica no tiene nada en común con los juicios que reposan sobre los puntos de vista burgueses, debe quedar perfectamente claro, incluso, que la acu­sación lanzada contra el carácter dividido y neutro del arte no debe ser presentada como una "moralización" , como un condicionamiento del contenido del arte por la pequeña moral corriente. No se trata, por la producción artística que evocamos, de estos "testimonios existen­ciales" puros y simples a los que podría aplicarse lo que se ha dicho de Schönberg: "Toda su felicidad consistía en reconocer la desgracia; to­da su belleza en prohibirse la apariencia de la belleza". Se trataba, por el contrario, de un arte que, directa o indirectamente, mina todo ideal, se mofa de cualquier principio, reduce los valores estéticos, lo justo, todo lo que es verdaderamente noble y digno a simples pa­labras; todo sin obedecer siquiera a una tendencia declarada (de ahí la diferencia con una literatura de izquierda análoga o con la utilización y la valoración política, por la izquierda, de la producción de la que acabamos de hablar).

Se sabe cuáles son los medios que elevan una protesta indigna­da contra este género de arte muy extendido. Desde nuestro punto de vista, no es la reacción justa, pues se olvida el papel de piedra de toque que puede jugar este arte, sobre todo para el tipo de hombre que nos interesa.

Sin anticipar lo que será precisado en los capítulos siguientes, nos limitaremos aquí a decir que la diferencia entre el realismo infe­rior y mutilado y el realismo positivo consiste en afirmar la existencia de valores que, para un cierto tipo humano, no se reducen a ficciones, ni a fantasías, sino que son realidades, realidades absolutas. Entre es­tas figuran el coraje espiritual, el honor (independiente de los asuntos del sexo), la rectitud, la verdad, la fidelidad. Una existencia que igno­ra todo esto, no es absolutamente "real" , es infra-real. Para el hombre que nos interesa, la disolución no puede tocar estos valores salvo en los casos límites de una absoluta "ruptura de nivel". Es preci­so, sin embargo, distinguir entre la sustancia y algunas formas de expresión determinadas; en razón de las transformaciones generales, ya intervenidas o en curso, de la mentalidad y del medio, estas formas de expresión se han resentido del conformismo, de la retórica, del pa­thos idealista y de la mitología social del período burgués; las bases han sido socavadas. En el dominio del comportamiento, lo que puede ser salvado y mantenido tiene necesidad de ser liberado en formas inte­riorizadas y simplemente sólidas para no apoyarse sobre lo que subsis­te del orden, de las instituciones y de los valores del mundo de ayer. En cuanto al resto, bien puede desaparecer.

Habiendo dejado bien claro este punto, ya abordado, por otra parte, en la introducción, puede observarse que la acción corrosiva de esta literatura contemporánea sólo muy raras veces toca algo verdade­ramente esencial, y que la mayor parte de lo que ataca no merece en absoluto ser defendido, deseado, ni lamentado. Las reacciones escan­dalizadas, alarmadas y moralizantes de las que hemos hablado, pro­vienen aquí de una confusión entre lo esencial y lo contingente, de una incapacidad para concebir valores sustanciales, independiente­mente de las formas condicionadas de expresión, convertidas para muchos en inoperantes y extrañas. El hombre que nos ocupa no se es­candaliza, sino que adopta la actitud serena de quien "desdramatiza" , de quien puede incluso ir más lejos en el derribo de los ídolos, pero pide luego: "¿Y qué más?" . Como máximo trazará una 1 ínea existencial de demarcación en el sentido que ya hemos indi­cado en varias ocasiones. Poco importa, en el fondo, que la menciona­da literatura corrosiva e "inmoral" no obedezca en sí misma a una fi­nalidad superior (como algunos pretenden a menudo) y valga sola­mente como testimonio de los horizontes sombríos, podridos y fre­cuentemente sórdidos de sus autores. El testimonio sigue siendo váli­do: marca distancias. En cuanto al resto, es precisamente en una época como la nuestra cuando se justifica el precepto según el cual es bueno poner a prueba lo que es susceptible de caer, dándole, para colmo, un empujón.

Desde nuestro punto de vista, no parece pues que en literatura se deba desear (incluso si fuera posible) una "reacción" moralizadora en el sentido de una vuelta a la línea de Manzoni, por ejemplo, y en general, de los escritores del XIX especializados en una exposición teatral de nociones de honor, familia, patria, heroismo, pecado, etc. Es preciso superar las dos posiciones: la de los moralizadores y la de los que hacen profesión de este arte corrosivo, arte que es preciso objetiva­mente alinear entre las formas elementales y primitivas de liquidación y de transición, destinadas a agotarse y a dejar lo que se será, para unos un vacío, para otros el espacio, convertido en libre, de un realis­mo superior.

Estas consideraciones muestran claramente que la acusación que precedentemente hemos realizado contra un arte convertido en autónomo e indiferente, no corresponde del todo a una voluntad de dar al arte un contenido "moral" o, mejor, moralizante.

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. De la música física a los estupefacientes. 21.- La enfermedad de la cultura europea

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. De la música física a los estupefacientes. 21.- La enfermedad de la cultura europea

Ya hemos tenido ocasión, en particular cuando hemos hablado de los valores de la persona y de un nuevo realismo, de hacer alusión al carácter de la cultura y del arte en el mundo. Proponemos continuar este tema abordándolo desde un punto de vista algo diferente y preci­sando luego la significación que ofrece hoy este ámbito particular para el tipo de hombre diferenciado que nos interesa.

A fin de ilustrar la relación que existe, en general, entre el arte y la cultura en estos últimos tiempos y el proceso de disolución, se puede recuperar la tesis principal de una obra de Christof Steding ti­tulada "El imperio y la enfermedad de la cultura europea" donde la génesis y las características de la cultura que se ha formado en Europa tras la disolución de su unidad tradicional, fueron bastante bien estu­diadas. Steding señala que esta cultura encuentra su contrapartida en el hecho de que los dominios particulares se han disociado y emanci­pado, se han convertido en "neutros" y han cesado, así, de formar más o menos, orgánicamente parte de un todo. Se refiere particular­mente a un centro que da forma a toda resistencia, y un sentido a la vida, centro que aseguraba también un carácter suficientemente orgá­nico a la cultura. Hace corresponder la manifestación positiva y nece­saria de este centro sobre el plano político al principio del Imperio, en­tendido, en un sentido, no sólo secular (es decir, estrechamente político), sino también espiritual que tenía aún en el ecumenismo europeo de la Edad Media y sobre el que insistía la teología política de los grandes gibelinos y del mismo Dante.

En Europa, el proceso de disolución que se ha verificado igual­mente en este plano, y siempre tras la desaparición de toda referencia superior, ha tenido dos causas interdependientes. La primera fue una especie de parálisis de la idea que servía de centro de gravedad a todo lo que era Tradición europea —lo que ha provocado el oscurecimien­to, la materialización y la decadencia del Imperio y de su autoridad. De aquí, la segunda causa que está inscrita como contrapartida, a sa­ber, el movimiento centrífugo, la disociación y la autonomía de las partes componentes, provocadas precisamente por el debilitamiento y la desaparición de la fuerza de gravedad original. Desde el punto de vista político, esto tuvo por consecuencia, como se sabe, el fin de la unidad que presentaba, sobre el plano político y social, a pesar de un sistema de amplias autonomías particulares, el antiguo mundo euro­peo; esto fue lo que Steding ha llamado la "suicización" , la "holan­dización" de territorios que formaban parte, antes orgánicamente, de la unidad del Imperio y el fraccionamiento particularista correspon­diente a la aparición de los Estados nacionales. Sobre el plano indivi­dual, esto debía entrañar una cultura dividida, "neutra", privada de todo carácter objetivo.

Es así, en efecto, como se explican la génesis y el carácter domi­nante de la cultura, de las ciencias y de las artes que se han impuesto cada vez más en nuestra época. No podemos entregarnos aquí a un análisis detallado de esta cuestión. Si queremos volver sobre el proble­ma de la ciencia moderna y sus aplicaciones técnicas, sería fácil en­contrar precisamente los carácteres de un proceso convertido en autó­nomo, de un proceso al que ninguna instancia superior es capaz de imponer un límite y de imprimir una dirección, ni control, ni freno: es por lo que a menudo se tiene la impresión de que el desarrollo técnico-científico desborda al hombre y le impone frecuentemente si­tuaciones difíciles, inesperadas y llenas de incógnitas. Es superfluo de­tenerse a considerar el fraccionamiento de la especialización, en la ausencia de un principio superior y unitario en el saber moderno, de­bido a lo evidente del caso. Estas son las consecuencias del dogma progresista, el de la imprescindible "libertad de la ciencia" y de la in­vestigación científica, simple eufemismo para designar y legitimar el desarrollo de una actividad totalmente desprovista de cohesión.

A esta "libertad", va paralela, mientras tanto, con un signifi­cado idéntico, la "libertad de la cultura" , exaltada como algo positi­vo, como una conquista y dando igualmente lugar a los procesos diso­lutivos propios a una civilización inorgánica (lo contrario de lo que Vi­co había reconocido como característico de todos "períodos heroicos" de las civilizaciones precedentes). La antítesis instituida entre la cultu­ra y la política es una de las manifestaciones más típicas de la "neutra­lización" de esta cultura. Se defiende el ideal de un arte puro y de una cultura pura que no deben tener nada que ver con la política. Ba­jo la inspiración del liberalismo y del humanismo literario, esta diso­ciación a menudo termina por transformarse en una oposición declara­da. Se conoce bien el tipo del intelectual y del humanista puro que siente por todo lo que ofrece una relación cualquiera con el mundo político —ideal y autoridad del Estado, disciplina severa, acción y or­den positivo, guerra, potencia e Imperio— una intolerancia casi histé­rica y le niega a todo esto un valor espiritual o "cultural". Y, en con­secuencia, se ha escrito una "historia de la cultura" teniendo gran cuidado en separarla de la "historia política" , convirtiéndola en un dominio en sí. Naturalmente, el pazos antipolítico y el aislamiento propio a un arte y a una "cultura neutra" se justifican ampliamente por la degradación de la "cosa" política por el bajo nivel en que han caído los valores políticos en el curso de los últimos tiempos. Pero se trata además de una orientación de principio, en virtud de la cual no se cuestiona más la anomalía de esta situación: la "neutralidad" se ha, en efecto, convertido en un rasgo constitutivo de la cultura moder­na.

A fin de prevenir todo equívoco, precisemos que la situación inversa, que es preciso considerar como normal y fecunda, no es la de una cultura al servicio del Estado y de la política (de la política en el sentido degradado de hoy), sino la de una idea única, el símbolo ele­mental y central de una civilización dada, que manifiesta su fuerza y ejerce una acción paralela e incluso de la misma naturaleza, a menudo invisible, tanto sobre el plano político (con todos los valores, no sólo materiales, que deberían referirse a un verdadero Estado), como sobre el plano del pensamiento, de la cultura y de las artes: lo que excluye toda escisión o antagonismo de principio entre los dos dominios, como toda necesidad de ingerencia exterior. Es precisamente porque no exis­te una civilización de tipo orgánico, y porque los procesos de disolu­ción se han afirmado en todos los dominios de la existencia, por lo que todo esto ha desaparecido y que hoy no se puede escapar a la alternati­va —falsa y deletérea en sí— de un arte y de una cultura "neutras" , privadas de toda consagración y de todo significación superiores, o de un arte y de una cultura al servicio de fuerzas exclusivamente políticas, degradadas, como es el caso de los "regímenes totalitarios" y particu­larmente de los que existían en las teorías del "realismo marxista" y de las correspondientes polémicas contra el "decadentismo" y la "alienación" del arte burgués.

Este carácter separado del arte y de la cultura es, naturalmente, la consecuencia directa del subjetivismo, de la desaparición de todo es­tilo objetivo e impersonal, y en general, de la ausencia de la dimen­sión de la profundidad, como ya hemos constatado de forma general hablando de los "valores de la personalidad" y de su superación. No queda más que examinar sumariamente las formas más recientes a las que el arte "neutro" ha dado lugar: trazaremos luego el balance de la situación.

Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 20.- Cobertura de la naturaleza. La "fenomenología"

Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 20.- Cobertura de la naturaleza. La "fenomenología"

Por lo tanto la situación se presenta, de hecho, de la manera si­guiente: la ciencia moderna, por una parte conduce a una prodigiosa extensión cuantitativa de los "conocimientos" relativos a fenómenos pertenecientes a dominios que, anteriormente, habían permanecido inexplorados o habían sido olvidados, pero, por otra parte, no hace penetrar al hombre en el fondo de la realidad, incluso le aleja de ella, le vuelve aún más ajeno, y lo que según su punto de vista sería "ver­daderamente" la naturaleza escapa a toda intención concreta. Desde este último punto de vista, la ciencia actual no ofrece ninguna ventaja sobre la ciencia "materialista" de ayer: con los átomos de ayer y la concepción mecánica del universo, se podía representar algo (aunque no fuera más que de una forma muy primitiva); con las entidades de la ciencia física y matemática actual ya no se puede representar absolutamente nada; no son, más que, como decimos, las mallas de una red fabricada y perfeccionada, no para conocer de forma concreta, intuiti­va, viviente —el único conocimiento que importaba a una humanidad no bastardizada— sino más bien para tener una presa práctica, cada vez más grande, pero siempre exterior, sobre la naturaleza que, en su profundidad, permanece cerrada al hombre y más misteriosa que an­teriormente. Sus misterios no han sido más que "recubiertos" y la mi­rada ha sido distraída por realizaciones espectaculares alcanzadas en dominios técnicos industriales, dominios donde no se trata de conocer al mundo, sino de transformarlo en el interés de una humanidad con­vertida en terrestre, según el programa que Marx había formulado explícitamente.

Es por ello, repetimos, por lo que es una mixtificación más el ponerse a hablar de un valor espiritual en la ciencia actual bajo el pre­texto que de ésta habla de energía en lugar de materia, que hace ver en la masa "irradiaciones congeladas" y casi "luz congelada" y que contempla espacios con más de tres dimensiones. En realidad, todo es­to no tiene existencia más que en las teorías de los especialistas, bajo la forma indicada de puras y abstractas nociones matemáticas, nociones que, una vez sustituidas a las de la física precedente no cambian nada la experiencia efectiva que el hombre de hoy tiene en el mundo. No es para la existencia real, sino para el espíritu aficionado a las divaga­ciones ociosas para lo que este cambio de hipótesis puede tener inte­rés. Tras haber dicho que no hay materia sino energía, que no vivimos en un espacio euclidiano de tres dimensiones, sino en un espacio "curvo" con cuatro y más dimensiones y así a continuación, las cosas siguen siendo las mismas, mi experiencia real no cambia en nada, el sentido último de todos los procesos, de todos los fenómenos, no se me ha vuelto, en absoluto, nada transparente. No hay en absoluto un motivo para hablar de la superación del conocimiento profundo, en un sentido espiritual o verdaderamente intelectual. Como ya hemos dicho, no puede hablarse más que de una ampliación cuantitativa de las nociones concernientes a nuevos sectores del mundo exterior, cosa que, aparte su utilidad práctica no presenta más que un interés de cu­riosidad.

Desde todos los otros puntos de vista, la ciencia actual ha vuel­to a la realidad prácticamente más ajena y lejana al hombre de hoy en día que ya lo era en los tiempos del materialismo y de la "física clásica", y por lo tanto, infinitamente más extranjera y lejana que al hombre perteneciente a otras civilizaciones e incluso a las poblaciones salvajes. Es un tópico decir que la concepción moderna y científica del mundo ha "desacralizado" éste y que en el mundo desacralizado del saber científico se ha convertido en un elemento existencial constituti­vo del hombre moderno, y esto tanto más cuanto que este es más "ci­vilizado" . El cual, desde el momento en que ha sido sometido a la instrucción obligatoria, ha tenido la cabeza repleta de nociones científicas "positivas", no pudiendo sino adquirir para todo lo que la rodea una mirada sin alma que se convierte desde entonces en destruc­tora. Piénsese, por ejemplo, lo que puede significar el símbolo de la "descendencia solar" de una monarquía como la nipona para quien "sabe" , gracias a la ciencia, lo que es verdaderamente el sol, este astro sobre el que incluso se pueden lanzar cohetes. Y piénsese a qué se re­duce la llamada patética de Kant "al cielo estrellado que está sobre mí" cuando se está bien impregnado de las luces de la astrofísica más reciente y de sus ecuaciones sobre la constitución de los espacios.

De forma general, lo que limita desde el origen al alcance de toda la ciencia moderna, en no importa cuál de sus posibles de­sarrollos, es que ha tenido y guarda como constante y rígido punto de partida y como fundamento, la relación dual, exterior, del yo al no-yo propio al simple conocimiento sensorial. Esta relación constituye el fondo inmutable de todas las construcciones de la ciencia moderna; todos sus instrumentos de investigación son otras tantas prolonga­ciones perfeccionadas y afinadas al extremo, de los sentidos físicos; no son los instrumentos de un conocimiento diferente, es decir, de la ver­dadera sabiduría. Así, por ejemplo, cuando la ciencia moderna intro­duce la noción de una "cuarta dimensión" esta dimensión es siempre, para ella una dimensión del mundo físico y no la dimensión propia de una percepción que vaya más allá de la experiencia física (15).

Dada esta limitación fundamental, erigida en método, puede comprenderse que el trasfondo efectivo de todo progreso, científico-técnico sea un estancamiento, es decir, una "barbarización" interior. Este progreso no corresponde a ningún progreso interior paralelo, se desarrolla sobre un plano separado, no tiene incidencia sobre la si­tuación concreta y existencial del hombre que, por el contrario, es abandonado a sí mismo. Apenas sirve recordar el absurdo o la cándida ingenuidad de las ideologías sociales modernas que han colocado casi a la ciencia en el lugar de la religión para mostrar al hombre la vía de la beatitud y del progreso y encarrilarlo sobre esta vía. La verdad es que el progreso de la ciencia y de la técnica no le reportan nada: ni conoci­miento (hemos ya hablado), ni potencia, y aún menos, una superior norma de acción. En lo que respecta a la potencia, nadie pretenderá que un hombre, porque pueda destruir con la bomba H una ciudad entera, o con la energía nuclear realizar las maravillas de la "segunda revolución industrial", o divertirse con los juegos para niños crecidos que son las exploraciones espaciales, nadie pretenderá que este hombre, en sí, en su realidad existencial, es más potente y superior. Incluso estas formas de potencia exterior, mecánica, extrínseca, dejan invariable al ser humano real; no es más poderoso ni superior sirviéndose de cohetes espaciales que sirviéndose de una maza en el plano material: aparte de esto, el hombre queda como lo que es, con sus pasiones, sus instintos, sus debilidades.

En cuanto al tercer punto, es decir las normas de acción, es evi-dente que la ciencia pone a disposición del hombre un conjunto prodigioso de medios sin resolver para nada el problema de los fines. Aquí puede aplicarse la imagen que hemos evocado para ilustrar la situación del mundo moderno: "un bosque petrificado con el caos reinando en su centro". Se ha intentado en ocasiones atribuir una finalidad a esta acumulación inaudita de medios de potencia que caracteriza a la era atómica. Theodor Litt, por ejemplo, ha avanzado la idea de que el hombre realiza su verdadera naturaleza cuando, llegado a una situación límite, usa de su libre arbitrio y decide con toda responsabilidad, tomando los riesgos, en un sentido o en otro. Se trataría, en la hora actual, de optar por un uso destructivo guerrero de estos me-dios, o por un uso pacífico "constructivo".

En una época de disolución, una idea así parece completamente abstracta y fantasiosa, algo propio de intelectuales desprovistos de cualquier sentido de la realidad. Supone ante todo que existen hombres que todavía tienen una norma interior —ideas seguras en cuanto a los fines que valen verdaderamente la pena de ser perseguidos y que, en realidad, se sitúan fuera de todo lo que se refiere al mundo puramente material. Presupone luego que estos hombres hipotéticamente serán precisamente los que tendrán que decidir en qué sentido serán utilizados los medios de acción. Estas dos condiciones previas son igualmente quiméricas. La segunda sobre todo: los "jefes" de hoy están, en realidad, presos en una concatenación de ideas y de acciones y reacciones que escapan a cualquier control verdadero obedeciendo a influencias colectivas irracionales, están casi siempre al servicio de intereses, de ambiciones, de antagonismos ma-teriales y económicos, donde no hay lugar para una decisión fundada sobre el libre arbitrio, una decisi6n que se toma en tanto que "persona absoluta".

En fin, esta alternativa de la que acabarnos de hablar, que angustia a nuestros contemporáneos, puede presentarse en condiciones muy diferentes a las que contempla un humanitarismo pacifista, "progresista" y moralizante. En realidad, no sabríamos decir si el que quiere aún esperar en el hombre debe ver en una serie de destruc­ciones casi apocalípticas, pero que impondría seguramente a muchos, una inexorable puesta al desnudo del problema existencial y un régi­men de pruebas extremas, un mal peor que el que consiste.en un en­carrilamiento seguro, satisfecho y total de la humanidad hacia la felici­dad del "último hombre" de Nietzsche, hacia el bienestar del animal humano socializado, secundado por todos los descubrimientos de la ciencia y reproduciéndose en un crecimiento vermicular.

Tal es la puesta a punto que se impone en lo que concierne a la naturaleza de la ciencia moderna y de sus aplicaciones contempladas en la perspectiva que debe ser la del tipo de hombre diferenciado que consideramos. Nos quedan por añadir algunas consideraciones sobre las consecuencias que este puede extraer para su comportamiento (16).

No nos detengamos en el dominio de la técnica pues hemos mostrado ya de qué manera el hombre diferenciado puede dejarla ac­tuar sobre él. Hemos hablado de la máquina contemplada como símbolo y entre estos desafíos que pueden servir para activar la dimen­sión de la trascendencia en uno mismo, en situaciones límites, se puede contar también lo que nos reserva eventualmente, tras las guerras mundiales que hemos vivido, la nueva era atómica, gracias a los "milagros de la ciencia" . Basta subrayar aquí que se trata de un es­tado de hecho, dado e irreversible, que es preciso aceptar y volver en beneficio propio, como podría hacerse también, por ejemplo, con un cataclismo. Aparte de esto, todo lo que es juicio sobre el valor intrínseco de la ciencia y de la técnica sigue siendo válido y es preciso mantenerse en lo que se ha dicho anteriormente a este respecto.

Otro punto de vista podría ser concebible, respecto del método científico considerado en sí mismo. La ciencia moderna no nos revela de ninguna forma lo que es la esencia del mundo y no tiene nada que ver con el verdadero conocimiento del cual sella, más bien, su disolu­ción. En ocasiones, la actividad científica tiene por ideal la claridad, la impersonalidad, el rigor, la exclusión de los sentimientos, de los impulsos y de las preferencias del individuo. El hombre de ciencia cree excluirse él mismo, hacer hablar "a las cosas": se interesa en leyes "objetivas" , indiferentes a lo que gusta o no gusta al individuo y aje­nas a la moral. Son estos los rasgos del realismo del que hemos recono­cido el valor para el hombre integrado. En la antigüedad, por lo de­más, las matemáticas fueron concebidas como una disciplina tendien­te a cultivar la claridad intelectual. A todo esto, el carácter práctico que denunciamos en la ciencia moderna no queda afectado, concierne a la orientación con fórmula de base de toda la ciencia moderna y no a las intervenciones directas y arbitrarias del individuo en el curso de la búsqueda que se desarrolla sobre esta base y no tolera intrusiones. La actividad científica refleja, a su manera, algo de esta áscesis de la objetividad activa de la que ya hemos hablado al que, en otro plano, posee la máquina. Pero sólo aquel que llega a una verdadera claridad de visión no puede dejar de reconocer el papel que juegan, para el hombre de ciencia, aparte del método formal de investigación, los hechos irracionales, sobre todo, en la elección de las hipótesis y de las teorías interpretativas. Existe un plano subyacente del que el sabio moderno no se ha dado cuenta, respecto al cual es pasivo y sufre influencias precisas, ligadas en parte a las fuerzas que han dado forma a una civilización determinada, a tal o cual momento de un ciclo: para nosotros, el de la fase terminal y crepuscular del ciclo de Occidente. La crítica que se dirige a la ciencia, denunciando la "superstición del hecho" (Guenon) (17) mostrando que el hecho en sí mismo no tiene ningún sentido y que el factor decisivo es más bien el sistema en que está inserto y sobre la base del cual está interpretado, permite entrever toda la importancia de este plano subyacente. Esto marca también los límites que dañan al ideal de claridad y de objetividad en el sabio de tipo moderno. La historia secreta y real de la ciencia moderna queda aún por escribir.

Puede parecer contradictorio que, en el capítulo precedente, hayamos reconocido como elemento válido el distanciamiento, el des­pego del yo en relación a las cosas y que ahora reprochemos a la ciencia moderna oponer al Yo el no-Yo, al mundo exterior, a la naturaleza, a los fenómenos, viendo en este dualismo la presunción fundamental de un sistema en donde la verdadera sabiduría está excluida (18).

Para que esta contradicción desaparezca, basta considerar la forma interior, la actitud y las posibilidades del hombre que se pone frente a las cosas y la naturaleza, tras haber cesado de proyectar senti­mientos, contenidos subjetivos, emociones y fantasías. Si el hombre de ciencia moderno, en tanto que tal, es un ser apagado sobre el plano de la interioridad es porque no juegan en él más que las condiciones físicas groseras y el intelecto abstracto y matematizante, es únicamente por esto que la relación Yo-no-Yo se convierte en rígida y sin vida, que la "distancia" no actúa más que de una forma negativa y que to­da la ciencia es seguramente capaz de "aprehender" el mundo y ma­nipularlo, pero no de comprenderlo ni de extender el conocimiento en un sentido cualitativo.

En cuanto al hombre integrado, su situación es diferente; la vi­sión de la realidad pura no comporta para él, en principio, ningún límite de este tipo. El hecho de que, como en una reducción al absur­do, rasgos que ya caracterizaban a toda la ciencia moderna se hayan vuelto muy evidentes en el punto más avanzado de esta ciencia, que falla desde entonces llevando a un balance general negativo, señala para él el fin saludable de un equívoco. La dejará, pues, de lado por­que la juzgará insignificante, abstracta, puramente pragmática, priva­da de cualquier interés, toda teoría "científica" del mundo: "Conoci­miento de aquello que no vale la pena ser conocido" (O. Spann), tal será su juicio. Cuando aquí también habrá hecho tabla rasa, permane­cerá la naturaleza, el mundo en su aspecto original. Nos encontramos así llevados normalmente a lo que decíamos al final del capítulo prece­dente. Sólo es preciso, en el presente contexto, para eliminar comple­tamente la aparente contradicción que acabamos de indicar, hacer in­tervenir otra idea, la de la pluridimensionalidad de la experiencia: pluridimensionalidad muy diferente a la que, toda matemática ce­rebral, existe en las últimas teorías físicas. Para aclarar someramente este punto, seguiremos una vez más el método consistente, no en refe­rirnos directamente (como podríamos hacer sin embargo) a enseñan­zas tradicionales, sino a examinar una de las corrientes modernas, donde puede encontrarse, de alguna forma, como un involuntario reflejo. En el caso precedente, podemos elegir la corriente de la "ontología fenomenológica" de Husserl que es confundida a veces con el mismo existencialismo.

La exigencia profunda de esta tendencia es también liberar la experiencia directa de la realidad de todos los problemas, teorías y concepciones aparentemente exactas y de los fines prácticos que la ocultan al espíritu. Liberarla también, en consecuencia, de toda idea abstracta relativa a lo que podría haber "detrás" de ella, tanto desde el punto de vista filosófico (la "esencia", la "cosa en sí" de Kant) co­mo desde el punto de vista científico. Sobre el plano objetivo, esto equivale casi a la exigencia de Nietzsche de expulsar todo "más allá" , todo al "otro mundo" y, correlativamente, desde el punto de vista subjetivo ello es recuperar el antiguo principio de la epojé, es decir, de la suspensión de todo juicio, de cualquier interpretación individual, de toda aplicación de conceptos y de predicados de la experiencia. Es preciso, además, superar las opiniones corrientes, el sentimiento de falsa evidencia y de hábito que se experimentó respecto a las mismas cosas: todo lo que ha recubierto el "estupor" original ante el mundo.

Después de lo cual se debe hacer hablar a los mismos hechos o "presencias "de la experiencia en su relación directa con el Yo (lo que esta escuela llama, usando una palabra muy desgraciada, su "inten­cionalidad") en realidad se trata, por el contrario, de una "in­tención" en el sentido corriente (en este grado ya no debería haber más "intenciones" ni en la realidad, ni en el Yo).

Es preciso explicar aquí lo que, en la teoría en cuestión, se en­tiende exactamente por "fenómeno" (de ahí "fenomenología"). Se da a esta palabra su sentido original, ligada a un verbo griego que quiere decir manifestarse, revelarse; significa, pues, "lo que se mani­fiesta directamente", que se ofrece directamente en una visión o una intuición. Se aparta así decididamente del uso que se hace del término "fenómeno" en el lenguaje filosófico moderno, donde se le da a esta palabra un sentido virtual o abiertamente peyorativo, el de "simple fenómeno" , opuesto a lo que es verdaderamente: de un lado el ser y por otro la apariencia, el "mundo de los fenómenos" . Esta antítesis es pues rechazada. Se considera al contrario que el ser puede "manifestarse" tal como lo que es verdaderamente, en su esencia y en su significado (y esto es por lo que la expresión "ontología fenomenológica" = doctrina del ser basada sobre el fenómeno, no se presenta como una contradicción evidente). "Detrás de los fenómenos tal como los entiende la fenomenología, no puede haber nada más" .

Se precisa a continuación que, si en el fenómeno el ser no se es-conde sino que se manifiesta, esta manifestación tiene varios grados. En primer lugar está el grado obtuso, opaco, grosero, de simples presencias sensibles. Pero una "abertura" (Erschliessung) del fenómeno es posible: lo que podría remitir en cierto sentido a la idea de la que hemos hablado un poco antes, de la pluridimensionalidad viviente de lo real. Conocer, desde el punto de vista fenomenológico, significa proceder a esta apertura. No es necesario decir que no se trata aquí (al menos en teoría) de un procedimiento lógico o inductivo, científico o filosófico cualquiera. Más vale desarrollar una idea que, en Husserl, reproduce o, podríamos decir, casi plagia una enseñanza tradicional. La "reducción" o "destrucción fenomenológica" consiste, como hemos dicho, en lo que concierne.al mundo exterior, en despojar la experiencia pura y directa de todas las concreciones conceptuales y discursivas que la recubren. La misma "reducción" (es un término técnico de esta escuela) o "destrucción" aplicada al mundo interno conduciría, a un elemento también original, a la percepción del Yo puro o como lo llama Husserl, del "Yo trascendental" , el cual constituiría este punto seguro o esta evidencia original, que Descartes habría buscado ya tras haber aplicado la duda a todas las cosas. En nuestra terminología este elemento o "residuo" que subsiste más allá de la "reducción fenomenológica" aplicada al mundo interior y que se muestra desnudo, es el "ser" en nosotros, el "Sí" supra-individual. Es el centro de una luz clara e inmóvil, una pura fuente luminosa. Cuando su luz se proyecte sobre los fenómenos, determinan-do la abertura, vuelve manifiesto en ellos una dimensión más profun-da, la "presencia viviente" que esta escuela llama también "el conte-nido inmanente de la significación" (Immanenter Sinngehalt). Entonces, el interior y el exterior se reencuentran.

Señalemos otro aspecto de la fenomenología que, al menos en tanto que exigencia, refleja igualmente un punto de vista tradicional. Se puede superar la antítesis o hiato que existe habitualmente entre los datos de la experiencia directa y el mundo de los significados. La escuela en cuestión quiere distinguirse tanto de la tendencia irracionalista y vitalista, como de la tendencia positivo-empírica o lo que queda tras que hayan hecho tabla rasa a su vez, es simplemente la realidad sensible "positiva" (punto de partida de la ciencia llamada también "positiva"), o de la pura experiencia vivida como algo instintivo, irracional, subintelectual. Por el contrario, la abertura o animación del fe-n6meno recibiendo la luz del "Sí", del "ser" , hace aparecer, en dicho fenómeno, como su esencia última, algo que se podría llamar "intelectual" (inteligible), si no se entendiera hoy solamente por "intelectualidad" lo que es propio al espíritu razonador y abstracto. Podemos volver la idea más clara diciendo que lo que interviene, por en-cima del estadio de la experiencia, directa ciertamente, pero sin alma y opaca, es una "visión del sentido de las cosas como presencia". "La comprensión coincide con la visión, la intuición (la percepción directa) con la significación. Mientras que habitualmente el mundo nos es da-do bajo forma de presencias sensibles (de "fenómenos") sin significado o de significaciones (de ideas pensadas) sin una presencia sensible (sin base intuitiva real) y solamente subjetivas, la "profundización fenomenológica" las hace coincidir en los planos de una objetividad superior. De esta forma, la fenomenología no se presenta como un irra-cionalismo o un positivismo, sino como una "eidética" (como un conocimiento de las esencias intelectuales). Se tiende a una transparencia "intelectual" de lo real, comportando, naturalmente, grados muy diferentes.

Cuando en la Edad Media se hablaba de intuitio intelectualis (intuición intelectual), es a esto a lo que se hacía referencia. En el con-junto, limitándonos estrictamente a los puntos esenciales que hemos despejado hasta aquí y bajo la forma como los hemos puesto de relieve, parecería que las exigencias de la fenomenología corresponden ampliamente a las que hemos formulado poco antes. Pero esta correspondencia no es más que formal e ilusoria, tanto como la correspondencia que parece existir entre los temas "fenomenológicos" y las enseñanzas tradicionales, aunque sea de naturaleza a hacer pensar, como hemos dicho, en un plagio puro y simple. En efecto, a pesar de todo, en la escuela fenomenológica de Husserl y sus discípulos, no se trata más que de filosofía; es como la parodia de las cosas que pertenecen a un mundo totalmente diferente. Creación, también, de "pensadores modernos", de especialistas universitarios, toda la "fenomenología" tiene por única base el nivel existencial del hombre moderno para quien las "aperturas" del fenómeno, es decir, la pluridimensionali­dad concreta, viviente de lo real, llevado a su desnudez (Nietzsche diría "a su inocencia") son y no pueden ser más que puras fantasías. En efecto, todo esto lleva a libros más o menos embrollados en los que se encuentran las vanas y habituales críticas a los diversos sistemas de la historia de la filosofía profana, análisis lógicos, el fetichismo usual por la "filosofía"; sin hablar de las numerosas naciones sospechosas mezcladas en los temas que hemos aislado aquí y que son válidas: cite­mos a título ilustrativo la importancia atribuida al tiempo, a la historia y al devenir, donde este nombre equívoco de Lebenswelt (mundo de la vida), al mundo de la experiencia pura, o este otro equívoco relativo a la concepción de la "intencionalidad" de la que hemos hablado, o estos puntos de vista inconsistentes sobre un mundo de la "armonía" y de la "racionalidad" , etc. Pero no entra en nuestro propósito entre­garnos aquí a un análisis crítico más detallado pues nos hemos apli­cado ya a la "fenomenología" de la misma forma que al existencialis­mo: como un simple punto de apoyo accidental.

Sea como fuera, hemos indicado una dirección, la única direc­ción posible cuando se ha reconocido el carácter ilusorio y la insignifi­cancia espiritual de todo lo que en nuestros días, al final de un ciclo, pasa por "conocimiento". Repitámoslo, esta dirección fue bien cono­cida en el mundo tradicional y cualquiera que tenga la posibilidad de referirse directamente a este puede perfectamente prescindir de Hus­serl y de todos los demás y, desde el principio, evitar el error consisten­te, según la fórmula extremo-oriental en "tomar por la luna el dedo que la señala" . Rigurosamente hablando, la "destrucción fenomeno­lógica" no debería exceptuar a la fenomenología misma y puede de­cirse de este movimiento intelectual de moda desde hace algún tiem­po, como todos los demás movimientos actuales: "Visto, oido, en­terrado".

En la enseñanza tradicional, el símbolo del ojo frontal, cuya mirada quema todas las apariencias, corresponde exactamente a la idea de la "destrucción fenomenológica" . Del mismo modo, la "doctrina interna" tradicional relativa a los estados múltiples del ser ha admitido siempre una "esencia" o "ser" que no es la contraparti­da hipotética de los fenómenos, el simple producto del pensamiento o de la creencia, sino el objeto de una experiencia "intelectual" tan di­recta como la experiencia ordinaria y sensible. Es también ella quien ha hablado, no de "otra realidad", sino de otras dimensiones de la realidad única, dimensiones que pueden ser experimentadas. La con­cepción simbólica del cosmos tenía por otra parte el mismo sentido: a saber, la pluridimensionalidad de los grados de significación que puede ofrecer la realidad en una experiencia diferenciada, pluridi­mensionalidad condicionada, evidentemente por lo que es el que prueba esta experiencia (y, en el límite, puede ser aquello a lo que Husserl ha hecho alusión con el "Yo trascendental"). La dimensión límite en cuanto a la materia de la experiencia en cuestión, podría corresponder al punto de vista del Zen del que ya hemos hablado: la realidad pura que adquiere un sentido absolutamente conforme a lo que es, cuando no conoce una meta, cuando no se le atribuyen inten­ciones, cuando no tiene necesidad ni de justificaciones ni de de­mostraciones y manifiesta la trascendencia como inmanencia.

Hemos dicho ya que se encuentra algo de estos puntos de vista en Nietzsche y Jaspers cuando hablan sobre el "lenguaje de lo real" . Pero es bueno precisar una vez más que si ha sido preciso hablar de es­tas perspectivas es para prevenir equívocos y establecer antítesis, y que no se nos ocurre presentar todo esto como una posibilidad actual, no sólo para nuestros contemporáneos en general, sino incluso para el ti­po de hombre que nos interesa aquí. No podemos olvidar todo lo que el "progreso" y la "cultura" moderna han creado y ahora es parte in­tegrante de la situación del hombre moderno, neutralizando en una amplia medida todas las facultades necesarias para una "apertura" efectiva de la experiencia de las cosas y de los seres, apertura que no tiene nada que ver con los ejercicios "fenomenológicos" de hoy.

Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 19. Los procesos de la ciencia moderna

Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 19. Los procesos de la ciencia moderna

Uno de los principales títulos invocados en el siglo pasado por la civilización occidental para justificar su pretensión de ser la civilización por excelencia es, desde luego, su ciencia de la naturaleza. Según los criterios del mito de esta ciencia, las civilizaciones precedentes han sido consideradas oscurantistas e infantiles; repletas de "supersticiones" y de quimeras metafísicas y religiosas; a excepción de algunos descubrimientos debidos al azar, habrían ignorado el camino verdadero del conocimiento, que no puede ser alcanzado más que gracias a los métodos positivos, matemático-experimentales elaborados en la época moderna. Ciencia y conocimiento se han convertido en sinónimos de "ciencia positiva" y cualquier otra orientación del saber ha sido anatematizada sin apelación, considerándola pre-científica.

El apogeo del mito de la ciencia física ha coincidido con el de la era burguesa y la ola de cientifismo positivista y materialista. Luego se ha empezado a hablar de una crisis de la ciencia y se ha constituido una crítica interna de ésta hasta el momento en que se ha entrado en una nueva fase, inaugurada por la teoría de Einstein. Al margen de ella el mito cientifista ha recobrado recientemente su vigor con la valorización del saber científico que en ciertos casos ha seguido curiosos desarrollos: se ha pretendido que la ciencia moderna ha superado actualmente la fase del materialismo y que tras haberse desembarazado de las viejas especulaciones inoperantes converge con la metafísica en sus conclusiones sobre la naturaleza del universo y ofrece temas y perspectivas que coinciden con las certidumbres de la filosofía e, incluso, con las de la religión. Aparte de los artículos de vulgarización al estilo del Reader's Digest, algunos sabios como Eddington, Planck e incluso el mismo Einstein, han hecho singulares declaraciones de este orden. Una especie de euforia ha nacido, reforzada por las perspectivas de la era atómica y de la "segunda revolución industrial" , cuyo punto de partida se encuentra precisamente en los descubrimientos más recien­tes de la física.

No se trata más que del desarrollo de una de las grandes ilu­siones del mundo moderno, de uno de los espejismos de una época en la que, en realidad, los procesos de disolución han invadido directa­mente el dominio mismo del conocimiento. Basta, para darse cuenta de ello, penetrar al otro lado de la fachada. Y cuando no se trata de vulgarizadores, sino de los mismos sabios, cuando no tiene razón de ser ver en ello algo comparable a la sutil sonrisa de los augures mixtifi­cadores mencionados por Cicerón, se encuentra el testimonio de una ingenuidad que resulta sólo explicable por una limitación sin prece­dentes de los horizontes intelectuales (13).

La ciencia moderna entera no tiene el menor valor de conoci­miento; se funda incluso en una renuncia formal al conocimiento en el sentido verdadero del término. La fuerza motriz y organizadora del conocimiento no procede del ideal del conocimiento sino exclusiva­mente de la exigencia práctica, podría incluso decirse de la voluntad de poder aplicada a las cosas, a la naturaleza. Que se nos comprenda bien: no hablamos aquí de las aplicaciones técnicas e industriales aun­que es evidente que la ciencia les debe principalmente su prestigio entre las masas, ya que en ellas se ve una prueba perentoria de su vali­dez. Se trata, por el contrario, de la naturaleza misma de los procedi­mientos científicos en la fase que precede a las aplicaciones técnicas, la fase llamada de "investigación pura". En efecto, la noción misma de "verdad" en el sentido tradicional es ajena a la ciencia moderna; esta se interesa únicamente en hipótesis y fórmulas que permitan prever con la mayor exactitud posible el curso de los fenómenos y llevarlos a una cierta unidad. Y como no es cuestión de "verdad", como tampo­co se trata de ver, sino de "tocar"; la noción de certidumbre en la ciencia moderna se reduce a la de la "mayor probabilidad", que todas las certidumbres científicas tengan un carácter exclusivamente "estadístico", los hombres de ciencia lo reconocen abiertamente, y en la física más reciente de las partículas, más categóricamente que nun­ca, el sistema de la ciencia no es más que una pequeña red que se cierra más y más en torno a un quid que, en sí mismo, permanece in­comprensible con el único fin de poder domesticarlo en vista a fines prácticos.

Estos fines prácticos —repitámoslo- no conciernen más que en un segundo tiempo a las aplicaciones técnicas: sirven de criterio en el dominio mismo que debería ser el de conocimiento puro, en este sen­tido, incluso aquí, la tendencia fundamental es a esquematizar, orde­nar la materia de los fenómenos de la forma más simple y manejable. Como se ha explicado muy justamente, un método se forma a partir de la fórmula simplex sigillum ven (14), que confunde la verdad (o el conocimiento) con lo que no satisface más que a una necesidad prácti­ca, exclusivamente humana, del intelecto. En último análisis, el im­pulso del conocer se transforma en un impulso para dominar, y es un sabio, Bertrand Russell, quien ha reconocido que la ciencia, de medio para conocer el mundo, se ha transformado en un simple medio para cambiar el mundo.

No nos extenderemos más sobre estas consideraciones que se han convertido en simples tópicos. La epistemología, es decir, la refle­xión aplicada a los métodos de investigación científica ha reconocido ya honestamente desde hace tiempo todo esto, con un Bergson, un Le­roy, Poincaré, Mayrson, Brunswick, y tantos otros, por no mencionar al mismo Nietzsche que lo había advertido ya, también en este cam­po. Han puesto en evidencia el carácter absolutamente práctico, prag­mático e incluso "pragmatizado" de los métodos científicos. Son "verdaderas" las ideas y las teorías más "cómodas" para la organiza­ción de los datos de la experiencia sensible —y a este respecto, se hace, consciente o instintivamente, una selección entre estos datos, excluyendo sistemáticamente los que no se prestan a un control, todo lo que, en consecuencia, tiene un carácter cualitativo y único, todo lo que no es susceptible de ser "matematizado" .

La "objetividad" científica consiste únicamente en estar dis­puesto en todo momento a abandonar las teorías e hipótesis en vigor, en cuanto se presentan otras susceptibles de controlar mejor la reali­dad y de hacer entrar en el sistema de lo que se había vuelto ya previ­sible y utilizable fenómenos que no habían sido aún estudiados o que parecían irreductibles: y esto en ausencia de todo principio válido de una vez por todas, por sí mismo, en virtud de su naturaleza intrínseca. Igualmente, quien puede utilizar un fusil moderno de largo alcance abandona pronto el fusil de pedernal.

Es partiendo de estas constataciones como es posible poner en evidencia esta forma límite de la disolución del conocimiento a la que corresponde la teoría de la relatividad de Einstein. Sólo un profano puede haber creído, oyendo hablar de la relatividad, que esta nueva teoría había destruido toda certidumbre y casi ratificado una especie de "así es, si así os parece" pirandelliano. De hecho, se trata de algo muy diferente; en cierto sentido, nos aproximamos, por el contrario, mediante esta teoría, a una certidumbre casi absoluta, pero que tiene un carácter puramente formal. Ha sido diseñado un sistema coherente de física que permite descartar toda relatividad, dar cuenta de no im­porta qué cambio y de no importa qué variación de forma absoluta­mente independiente de todo punto de referencia y de todo lo que se relaciona con las observaciones y las evidencias de la experiencia inme­diata, la percepción corriente del espacio, del tiempo, de la velocidad. Nos encontramos ante un sistema que es "absoluto" gracias a la flexi­bilidad que le confiere su naturaleza exclusivamente matemática y al­gebraica, Así, una vez definida la "constante cósmica" (en función de la velocidad de la luz) sirviéndose de "ecuaciones de transformación" para eliminar una "relatividad" dada y para evitar que esta no se en­cuentre confirmada por los hechos de la experiencia, basta introducir un cierto número de parámetros en las fórmulas que deben dar cuenta de los fenómenos.

Un ejemplo banal aclarará el tipo de "certidumbre" y de co­nocimiento a que conduce la teoría einsteniana; que la tierra se mueva en torno al sol o que el sol se mueva en torno a la tierra, es más o menos la misma cosa desde el punto de vista de Einstein que descan­sa sobre la "constante cósmica" . Ninguna de las dos hipótesis es más "verdadera" que la otra, pero la segunda exigiría la adición de nume­rosos elementos suplementarios en las fórmulas y sería mucho más complicado y menos cómodo para los cálculos. Pero para una persona a la que un sistema más complicado y menos cómodo no moleste, la elección sigue siendo libre; podría preceder a los cálculos relativos a los diversos fenómenos aceptando, sea que la tierra gira en torno al sol, sea lo contrario.

Este ejemplo banal y elemental muestra claramente a qué gé­nero de "certidumbre" y de conocimiento conduce la teoría de Eins­tein; interesa, sin embargo, subrayar que no se trata aquí de nada nuevo y que esta teoría representa sólo la manifestación más reciente y evidente de la orientación que caracteriza a toda la ciencia moderna. Muy alejada del relativismo vulgar o filosófico, la teoría en cuestión es­tá dispuesta a admitir las relatividades más inverosímiles, pero previ­niéndose contra ellas, por así decirlo, desde el principio. Intenta dar certidumbres que hagan abstracción de éstas o las prevengan, ya que éstas, como decimos, son, pues, desde un punto de vista formal, casi absolutas. Y si se constatara una revuelta cualquiera de la realidad, un ajuste adecuado devolvería al sistema su carácter absoluto.

Este género de "saber" y lo que presupone nos lleva a otros co­mentarios. La "constante cósmica" es una noción puramente mate­mática, incluso aunque se hable a propósito de ella de la velocidad de la propagación de la luz, no hay que imaginar ni velocidad, ni luz, ni propagación, sino sólo tener en mente cifras y signos. Si alguien, no contentándose con el símbolo matemático, se dirigiera a los sabios pre­guntándoles qué es la luz, éstos adoptarían un aire extrañado y no comprenderían siquiera la pregunta. Y todo lo que procede de este punto de partida, en la física más reciente, participa rigurosamente de la misma naturaleza. La física está completamente algebraizada. Con la introducción de la noción de "continuum pluridimensional", la úl­tima base sensible e intuitiva que subsistía en la física de ayer y que correspondía a las categorías puras de la geometría espacial, queda también completamente "matematizada". Espacio y tiempo no son

aquí más que una sola cosa expresada igualmente por funciones algebraicas. Al mismo tiempo que la noción corriente e intuitiva que se tenía desaparece también la de "fuerza", de energía, de movimiento. Por ejemplo, para la física de Einstein, el movimiento de un planeta en torno al sol significa solamente que en el campo correspondiente del continuum espacio-temporal hay una cierta "curvatura" —término que no debe hacernos imaginar tampoco nada, pongámonos en guardia, pues se trata de nuevo de puros valores algebraicos. La noción de un movimiento producido por una fuerza se desvanece en la de un movimiento abstracto siguiendo la "línea geodésica" —la más corta— y correspondería aproximadamente en el campo donde nos encontrarnos, al arco de elipse. Como en este esquema algebraico ya no queda nada de la idea concreta de fuerza, hay aún menos lugar para la idea de causa. El "espiritualismo" que alegan los vulgarizado-res de los que hemos hablado debido a que la idea de materia ha desaparecido en la nueva física, así como la concepción de masa ha sido reducida a la de energía, este pretendido "espiritualismo" es un absurdo, porque masa y energía se reducen aquí a valores convertibles de una fórmula abstracta y el único resultado de todo esto es de orden práctico: la aplicación de la fórmula al control de las fuerzas atómicas. Aparte de esto, todo queda consumido por el juego de la abstracción al-gebraica asociada a un experimentalismo radical, es decir al registro de simples fenómenos.

Con la teoría de los quanta, se tiene la impresión de entrar en un mundo cabalístico (en el sentido popular del término). Del mismo modo que los resultados paradójicos de la experiencia de Michelson-Morlay han estado en el origen de la teoría de Einstein, igualmente otra paradoja, la de la discontinuidad y de la improbabilidad constatadas por la física nuclear después de que el proceso de las radiaciones atómicas haya sido expresado en cantidades numéricas (para el profano: se trata poco más o menos de la constatación de hecho de que esas cantidades no forman una continuidad, como si se dijera que en la su-cesión de los números el tres no fuera seguido naturalmente por el cuatro o el cinco, sino que del tres se saltaría a otro número, sin que intervenga tampoco la ley de las probabilidades), esta nueva paradoja, decimos, ha conducido a una algebraización aún más exasperada con la "mecánica de las matrices" para acabar con ello y además una nueva formulación completamente abstracta de leyes fundamentales, como las de la constancia de la energía, de la acción y de la reacción, etc. Aquí, no sólo se ha renunciado a la ley de la casualidad, sino que ha sido reemplazada por promedios estadísticos debido a que se ha creído encontrarse con el puro azar. Todavía hay más: tras todos estos desarrollos de esta física se ha descubierto otra paradoja: que hay que renunciar a las verificaciones experimentales. Se ha constatado, en efecto, que éstas no daban resultados fijos sino variables. La manera en que se organiza una experiencia tiene como efecto una variación en los resultados ya que ésta influye al objeto de la experiencia, lo altera (se trata de los valores funcionalmente interdependientes de "posición" y de "cantidad de movimiento") y puede oponerse a una descripción dada de los fenómenos concernientes a las partículas otra tan "verdadera" como ella. No es la experimentación cuyos resultados permanecerían indeterminados, sino una pura función algebraica, la "función de la onda" , la que ha parecido la más apta para proveernos de valores seguros en este campo.

Entidades matemáticas que, de una parte, surgieron por arte de magia, en plena irracionalidad, pero, por otra parte, están ordena-das en un sistema enteramente formal de "producción" algebraica, deben, pues, agotar, según esta última teoría que completa la de la relatividad de Einstein, todo lo que, en lo que afecta al fondo de la realidad sensible, puede ser positivamente verificado y controlado en fórmulas. Tales son, intelectualmente, los bastidores de la era atómica que acaba de comenzar junto con la liquidación de todo conocimiento en sentido propio. Uno de los principales representantes de esta r-ciente física, Heisenberg, lo ha admitido de forma explícita en uno de sus libros: se trata de un saber formal, cerrado sobre sí mismo, exacto al más alto grado en sus consecuencias prácticas, pero a propósito del cual no puede hablarse de un conocimiento de lo "real" . Para la ciencia moderna, dice, "el objeto de la investigación ya no es el objeto en sí mismo, sino la naturaleza en función de los problemas que el hombre plantea" , siendo la conclusión lógica que en esta ciencia "el hombre no se encuentra de ahora en adelante más que consigo mismo".

Hay un aspecto por el cual esta ciencia moderna de la naturaleza representa una especie de inversión o de falsificación de la noción de "cátharsis", o purificación, que en el mundo tradicional fue extendida del dominio moral y ritual al dominio intelectual en vistas a una asce­sis intelectual que, superando las percepciones facilitadas por los senti­dos animales y más o menos mezcladas a las reacciones del yo, debían encaminar hacía un conocimiento superior, hacia el verdadero conoci­miento. Hubo, en efecto, algo de este género en la reciente física al­gebraizada. Construyéndose, esta se ha liberado gradualmente de los datos inmediatos de la experiencia sensible y del sentido común y, además, de todo lo que la imaginación podría ofrecer como apoyo. Como ya se ha dicho, todas las nociones corrientes de espacio, de tiempo, de movimiento, de casualidad, caen una detrás de otra. Todo lo que puede sugerir la relación directa y viviente que une el observa­dor a las cosas observadas se convierte en irreal, insignificante y despreciable. Es pues como una cátharsis que consume todos los resi­duos de sensibilidad, pero para llevar, no a un mundo superior, al "mundo de las ideas" como en las antiguas escuelas de sabiduría, sino al reino del puro pensamiento matemático, del número, de la canti­dad indiferente al reino de la cualidad, al reino de la forma significan­te y de las fuerzas vivientes: un mundo espectral y cabalístico, extre­mada exasperación del intelecto abstracto, donde no se trata ni de las cosas ni de los fenómenos, sino casi de sus sombras llevadas a un co­mún denominador gris e indiferente. Se puede hablar, pues, con pro­piedad de una parodia del proceso de elevación del espíritu más allá de la experiencia sensible humana, proceso que, en el mundo tradi­cional, tenía por resultado no la destrucción, sino la integración de las evidencias de esta experiencia y el enriquecimiento de la percepción ordinaria y concreta de los fenómenos de la naturaleza gracias a la de su aspecto simbólico e "inteligible".