Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 26.- La sociedad. La crisis del sentimiento de patria
Vayamos ahora al dominio social propiamente dicho. Es inevitable aquí también extraer las consecuencias del hecho de que todas las unidades orgánicas se han disuelto o están en vías de hacerlo: casta, linaje, nación, patria, incluso la familia. Allí en donde estas unidades no han, casi abiertamente, cesado de existir, su fundamento no es una fuerza viva ligada a un significado, sino la mera inercia. Ya lo hemos visto en relación a la persona: lo que hoy existe es esencialmente la masa inestable de "individuos aislados" , privados de lazos orgánicos, masa contenida por estructuras exteriores o movida por corrientes colectivas amorfas y cambiantes. Las diferencias que existen hoy en día ya no son verdaderas diferencias. Las clases no son más que clases económicas fluctuantes. Aquí todavía las palabras de Zaratustra siguen siendo de actualidad: "¡Plebe de arriba y plebe de abajo!. ¿Qué significa todavía "rico" o "pobre" hoy?. He renunciado a distinguir entre unos y otros". Las únicas jerarquías reales son de orden técnico, la de especialistas al servicio de la utilidad material, de las necesidades (en gran parte artificiales) y de las "distracciones" del animal humano: jerarquía en la cual ya no tiene ningún lugar lo que es el rango y superioridad espiritual.
En el lugar de las unidades tradicionales —de los cuerpos particulares, de las órdenes, de las castas o clases funcionales, de las corporaciones— articulaciones con las que cada cual se sentía ligado en función de un principio supraindividual que conformaba su vida entera dándole un sentido y una orientación específicos, se tienen hoy en día asociaciones exclusivamente dominadas por los intereses materiales de los individuos que únicamente se unen en función de esta base: sindicatos, organizaciones profesionales, partidos. El estado informe de los pueblos, transformados en simples masas, es tal que no hay un orden posible que no tenga un carácter necesariamente centralizador y coercitivo. Y las inevitables estructuras centralistas e hipertróficas de los Estados modernos, al multiplicar las intervenciones y las restricciones, incluso cuando se proclaman las libertades democráticas, si bien impiden un desorden total, tienden en cambio, a destruir todo lo que pueda subsistir de lazos y de unidades orgánicas; el límite de esta nivelación social es alcanzado con las formas abiertamente totalitarias.
Por otra parte, lo absurdo propio del sistema de la vida moderna queda crudamente en evidencia en los aspectos económicos que ya lo determinan ahora de una manera absoluta y regresiva. Por un lado, hemos pasado decididamente de una economía de lo necesario, a una economía de lo superfluo, una de cuyas causas es la superproducción y el progreso de la técnica industrial. La superproducción exige, por la cantidad de manufacturados, que se alimenten o susciten en las masas un volumen máximo de necesidades: necesidades a las cuales corresponden, en la medida en que se vuelven "normales", unos condicionamientos crecientes del individuo. Aquí el primer factor es, pues, la naturaleza misma del proceso productivo que, disociado, se ha acelerado y casi ha desbordado al hombre moderno, como un "gigante desencadenado" incapaz de frenarse, lo que justifica la fórmula de Werner Sombart (26): Ifiat productio, pereat horno!. Y si bien en el régimen capitalista los factores que actúan en este sentido no son solamente la búsqueda ávida de dividendos y beneficios, sino también la necesidad objetiva de reinvertir los capitales para impedir que un estrangulamiento paralice todo el sistema, otra causa más general del aumento insensato de la producción en el sentido de una economía de lo superfluo reside en la necesidad de emplear la mano de obra para luchar contra el paro: tanto es así que el principio de superproducción a ultranza, de necesidad interna del capitalismo se ha vuelto, en muchos estados, una directiva precisa de la política social planificada. Así se cierra un círculo vicioso, en un sentido opuesto al de un sistema equilibrado, de procesos bien contenidos dentro de límites razonables.
Naturalmente encontramos un factor todavía más relevante en la génesis de lo absurdo de la existencia moderna, es el crecimiento desenfrenado de la población, que va conjuntamente con el régimen de las masas y se encuentra favorecido por la democracia, las "conquistas de la ciencia" y un sistema de asistencia indiscriminado. La pandemia o demonismo procreadora es efectivamente la fuerza principal que aumenta sin cesar y sostiene todo el sistema de la economía moderna, con su engranaje en el cual se encuentra cada vez más el individuo. He aquí, entre otras, una prueba evidente del carácter irrisorio de los sueños de poder que alimenta el hombre actual: este creador de máquinas, este amo de la naturaleza, este iniciador de la era atómica se sitúa casi al mismo nivel que el animal o el salvaje en lo que se refiere al sexo: es incapaz de poner el mínimo freno a las formas más primitivas del impulso sexual y de todo lo relacionado con él. Así, como si obedeciera a un destino ciego, él aumenta sin cesar, sin tener conciencia de su responsabilidad, la informe masa humana y provee la más importante de las fuerzas motrices a todo el sistema de la vida económica paroxística, artificial, cada vez más condicionada, de la sociedad moderna, creando innumerables focos de desestabilización y de tensión social e internacional, al mismo tiempo. El círculo se cierra, por lo tanto, también desde otro punto de vista: las masas, potencial de mano de obra excedente, alimentan la superproducción, que a su vez busca, cada vez más, mercados más amplios y masas cada vez mayores que absorban sus productos. Tampoco hay que despreciar el hecho que el índice de crecimiento demográfico es tanto más elevado cuanto más se desciende en la escala social, lo que constituye un factor suplementario de regresión.
Constataciones de este género son evidentes hasta el punto de ser banales y podrían ser fácilmente desarrolladas y corroboradas por análisis particulares. Sin embargo es suficiente extraer de forma sumaria los puntos esenciales para justificar el principio del distanciamiento interior, no solamente en relación al mundo político actual, sino también en relación a la sociedad en general: el hombre diferenciado no puede ser miembro de una "sociedad" que, como la nuestra, es amorfa y no solamente ha bajado al nivel de los valores puramente materiales, económicos, "físicos" , sino que también vive y se desarrolla en este mismo nivel en una carrera loca bajo el signo de lo absurdo. La apoliteia implica también, pues, una toma de postura de las más firmes contra todo mito social. No se trata solamente aquí de las formas más extremas, abiertamente colectivistas de este mito, de las ideologías que sólo conceden un sentido y proclaman, como en la zona marxista-soviética, que no existe ninguna felicidad ni destino distintos o fuera de lo "colectivo" , que el individuo no tiene ninguna existencia propia fuera de la sociedad. Hay que rechazar igualmente el ideal más general y más atenuado de lo "social" que tan a menudo es la consigna de hoy en día, incluso en el mundo llamado "libre", después de la desaparición del ideal del Estado verdadero. El ideal del hombre diferenciado del cual nos ocupamos, se siente completamente fuera de la sociedad, no reconoce ninguna justificación moral a la pretensión de incluirlo en un sistema absurdo y puede comprender no solamente a quien esté fuera de la sociedad, sino incluso a quien está contra la sociedad —contra esta sociedad—. Prescindiendo del hecho de que todo esto no le concierne directamente (porque su vía no coincide con la de sus contemporáneos), sería el último en reconocer la legitimidad de las medidas mediante las cuales se querría normalizar y "recuperar" para la sociedad a los elementos que acaban por hartarse de este juego y que son estigmatizados como "asociales" e "inadaptados" , tales son los terroríficos anatemas lanzados por la sociedad democrática. Tal como ya hemos tenido ocasión de decirlo, el sentido profundo de estas medidas es narcotizar a los que han sabido reconocer el carácter absurdo y nihilista de la vida colectiva actual tras todas las máscaras "sociales" y la mitología laica correspondiente.
Partiendo de estas consideraciones generales, podemos pasar al examen de las crisis que están sufriendo algunos ideales e instituciones particulares del período precedente, para precisar la actitud que conviene adoptar al respecto.
Examinemos primeramente las nociones de patria y de nación: Estas nociones padecen, en particular desde la segunda guerra mundial, una crisis evidente, debida en gran parte a la consecuencia de procesos objetivos: las grandes fuerzas económicas y políticas en movimiento vuelven las fronteras, cada vez más relativas, y restringen el principio de la soberanía nacional. Se tiende, cada vez más, a pensar en términos de grandes espacios y de conjuntos o de bloques supranacionales, lo que, teniendo en cuenta la uniformización creciente de las costumbres y de las maneras de vivir, de la transformación de los pueblos en masas, del desarrollo y de la facilidad de las comunicaciones, todo lo que no es más que "nacional" toma un carácter casi provinciano y se vuelve una curiosidad local.
Por otro lado, la crisis afecta incluso a la misma manera de sentir y se relaciona con el declive de los mitos y de los ideales del ayer, en los cuales los hombres crean cada vez menos desde los trastornos y hundimientos de los últimos tiempos, siendo cada vez menos capaces de despertar el entusiasmo en las colectividades actuales.
Como en los otros casos, aquí también es necesario identificar precisamente el objeto exacto de esta crisis y valorarlo. Una vez más, no se trata realmente del mundo tradicional, sino de concepciones que han aparecido y se han consolidado esencialmente con la destrucción de este mundo y, sobre todo, con la revuelta del Tercer Estado. Tomados en sentido moderno de mitos y de ideas-fuerza colectivas, la "patria" y la "nación" fueron prácticamente ignoradas por el mundo tradicional. El mundo tradicional conocía solamente "nacionalidad", estirpes étnicas y razas como hechos naturales privados del valor específico que acabaron teniendo en el nacionalismo moderno. Representaban una materia prima diferenciada por las jerarquías y sometida a un principio de soberanía política. En muchos casos este principio superior representaba el elemento primario, la nación el elemento secundario y derivado, pues unidad lingüística, territorio, "fronteras naturales" , relativa homogeneidad étnica superando el encuentro y la mezcla de diferentes sangres, todo ello no existía al principio y frecuentemente sólo provino de un proceso de formación que duró siglos, determinado por un centro político y por lazos de lealtad y feudalidad con él.
Es notorio, además, que las naciones políticas y los estados nacionales han surgido en Europa en el momento del ocaso de la unidad ecuménica medieval, como consecuencia de un proceso de disociación y desvinculación de las unidades particulares de un todo (ya hemos hecho alusión a ello en el capítulo precedente), proceso que ofrece en el plano internacional y continental el mismo aspecto de debía, en el interior de cada Estado, provocar la desvinculación de los individuos, el atomismo social y la disolución del concepto orgánico de Estado.
Por lo demás, en cierta 'medida, los dos procesos han sido paralelos. El primer ejemplo histórico, ofrecido por la Francia de Felipe el Hermoso, nos muestra que el camino hacia el Estado nacional se une a un proceso de nivelación antiaristocrático, una incipiente destrucción de las articulaciones de una sociedad orgánica, provocado por el absolutismo y la constitución de estos "poderes públicos" centralizados que debían ocupar un lugar cada vez más importante en un Estado moderno. Se sabe, además, la relación estrecha que existe entre la disolución correspondiente a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y la idea patriótica, nacionalista y revolucionaria. El mismo término de "patriota" era desconocido antes de la Revolución Francesa; aparece por vez primera entre 1789 y 1793 para designar a aquellos que defendían la revolución contra las monarquías y las aristocracias (27). Del mismo modo los movimientos revolucionarios europeos de 1848 a 1849 el "pueblo", la "nación", la "idea nacional" de un lado, revolución, liberalismo, constitucionalismo, tendencias republicanas y antimonárquicas de otro, estuvieron ligadas y fueron a menudo inseparables.
Es, pues, en este clima, y por lo tanto al margen de la revolución burguesa o del Tercer Estado, como "patria" y "nación" han asumido un significado político primario y este valor de mitos que debían precisarse cada vez más con las ideologías abiertamente nacionalistas que sucedieron. Por tanto, los "sentimientos patrióticos" y "nacionales" quedan ligados a la mitología de la época burguesa, y es sólamente en esta época, es decir, durante un período relativamente breve que se extiende desde la revolución francesa hasta la primera, o incluso la segunda guerra mundial, cuando la idea de nación ha jugado realmente un papel determinante en la historia europea, en estrecha conexión con las ideologías democráticas (es esta misma función, con idénticos presupuestos, es decir con las mismas disoluciones internas antitradicionales y modernizantes, que tienen esta idea entre los pueblos no europeos en vías de descolonización).
Cuando de las formas atenuadas del patriotismo se ha pasado a las formas nacionalistas radicales, el carácter regresivo de estas tendencias se ha vuelto evidente, así como su contribución a la aparición del hombre masa en el mundo moderno: pues lo propio de la ideología nacionalista es considerar la patria y la nación como valores supremos, concebirlas como entidades místicas casi dotadas de una idea propia y teniendo un derecho absoluto sobre el individuo, cuando éstas, en realidad, no son más que realidades disociadas y amorfas porque niegan todo verdadero principio jerárquico y todo símbolo o marco de una autoridad trascendente. En general, el fundamento de las unidades políticas que se han formado en este sentido son la antítesis del que es propio al Estado tradicional. En efecto, como hemos dicho, su aglutinante eran una lealtad y una fidelidad que podían hacer abstracción del hecho naturalista de la nacionalidad; era un principio de orden y soberanía que, debido a que no se fundamentaba sobre este naturalismo, podía también valer para espacios que comprendieran a más de una nacionalidad; eran, finalmente, dignidades, derechos particulares, castas que unían o separaban a los individuos "verticalmente" , más allá del común denominador "horizontal" o básico, representado por la "nación" o la "patria". En una palabra, se trataba de una unificación por lo alto y no por lo bajo.
Una vez reconocido todo ello, está claro que la crisis actual, objetiva e ideal, de los conceptos y del sentimiento de patria y nación se nos presenta bajo una luz particular. Nuevamente podría hablarse de las destrucciones que golpean a algo que ya tenía un carácter negativo y regresivo: por lo tanto estas destrucciones podrían tener el sentido de una liberación posible si no fuera porque la dirección del conjunto no tendiera hacia algo más problemático todavía. Por ello, incluso aunque no quede más que un vacío, no es una razón para que el hombre que nos interesa pueda deplorar esta crisis e interesarse por reacciones, en un "régimen de residuos" daría lugar a lo positivo, sólo si los antiguos principios pudieran actuar de nuevo bajo nuevas formas, reemplazando las unidades de tipo nacionalista en proceso de disolución por unidades de tipo diferente (29); si no fueran ya las patrias y las naciones las que unen y separan, sino las ideas; si no fuera ya una adhesión sentimental e irracional a un mito colectivista quien actuara de manera decisiva, sino un sistema de relaciones de lealtad, libres y fuertemente personalizadas, lo que exigiría naturalmente la presencia de jefes, la calidad de representantes de una autoridad suprema e intangible. En tal línea podrían formarse "frentes" supranacionales, semejantes a los que conocieron diversos ciclos imperiales y de los cuales la Santa Alianza fue la última manifestación. Lo que se esboza hoy en día, después de la crisis de las soberanías nacionales, no es más que una caricatura degradada de todo esto: bloques de poder determinados únicamente por factores materiales y "políticos" en el sentido más negativo de la expresión, desprovistos de toda idea. De aquí la insignificancia, antes indicada, de las antítesis entre las dos principales opciones de este tipo que existen hoy en día: el "Occidente" democrático y el "Oriente" comunista y marxista. Y puesto que falta una idea verdadera para unir y separar, por encima de la patria, de la nación y de la anti-nación, una tercera fuerza, la única perspectiva que permanece es la de una unidad invisible en el mundo, por encima de las fronteras, de estos raros individuos que tienen en común una misma naturaleza, diferente de la del hombre de hoy en día y de una misma ley interior. Es casi en estos mismos términos como Platón habla del verdadero Estado como de una idea, siendo resumido este punto posteriormente por la escuela estoica. Bajo una forma desmaterializada es el mismo tipo de unidad que ha servido de fundamento a la? Ordenes y del cual puede encontrarse un último reflejo deformado hasta ser casi irreconocible en sociedades secretas como la masonería. Si nuevos procesos debieran desarrollarse al agotarse el presente ciclo, es justamente en unidades de este tipo desde donde podría partirse. Es entonces cuando, incluso en el plano de la acción, podría evidenciarse el aspecto positivo de la crisis de la idea de Patria, enfocado como un mito del período romántico-burgués o bien como un hecho naturalista casi sin importancia en relación a una unidad de otro tipo: la pertenencia a una misma patria o a una misma tierra, será reemplazada por la pertenencia o no a una misma causa. La apoliteia, el distanciamiento de hoy en día, contiene una eventual posibilidad de un porvenir. También aquí es preciso marcar bien claras las distancias que separan nuestra actitud de algunos productos últimos de la desintegración política moderna, correspondientes a un cosmopolitismo amorfo y humanitario, a un pacifismo paranoico y a las veleidades de los que, aquí y allá, quisieran no ser más que "ciudadanos del mundo" y "objetores de conciencia".
(26). Véase "El burgués" de Werner Sombart, versión española en Alianza Editorial (N.d.T.).
(27). En su "Tratado sobre la Caballería", Enric el Ceremoniós, explica que un caballero debe estar dispuesto a morir: primero por su Santa Madre Iglesia, segundo por su Señor y, en último lugar, por la tierra que le ha visto nacer. Buena explicación de la jerarquía de valores medievales (N.d.T.).
(28). El vacío sería llenado, lo negativo
(28). Para esta noción cfr. W. Pareto de cuya obra existe en castellano una "Antología de Textos", realizada por el Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 19 (N.d.T.).
(29). Cfr. "Bases estructurales y políticas para una unidad europea", J. Evola. Publicado en España en "Atanor" n° 1, Ed. Alternativa. Barcelona, 1984.
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