El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXV. El Grial, los cátaros y los "Fieles de Amor"
Biblioteca Julius Evola.- Para quien lo hubiera dudado o lo desconociera, no existe absolutamente ninguna relación entre la temática del Grial y el catarismo, muy a pesar de lo que han dicho algunos estudiosos o seudoestudiosos del tema. Evola, que se carteó con el principal defensor de esta corriente, Otto Rhan, intentando disuadirle de lo insensato de sus puntos de vista, niega cualquier relación entre el catarismo y el grial, pero reconoce, en cambio, que el movimiento de los "Fieles de Amor" gibelinos, una de las muchas ramas en las que siguió insertado el espíritu del templarismo, si engloba parte de la temática griálica.
XXV. EL GRIAL, LOS CÁTAROS Y LOS «FIELES DE AMOR»
La leyenda del Grial tiene relaciones históricas con la que suele llamarse la «literatura trovadoresca» y más particularmente con los «Fieles de Amor»; hasta el punto de que algunos la han considerado parte de esa literatura, a la que antes únicamente se le solía atribuir valor de poesía y romanticismo medieval. En realidad, incluso la literatura trovadoresca tenía en cierta medida una dimensión esotérica y tendencias secretas, cosa que, por lo demás, en Italia, una vez reanudados por Luigi Valli los estudios iniciados por Rosetti y Aroux, más de uno admite ya. Tras haber aludido a este esoterismo, indicaremos aquí los aspectos en que estas corrientes reflejan influencias análogas a las que dieron forma al ciclo del Grial.
Ante todo, es indudable que la corriente de los «Fieles de Amor» tuvo a menudo un evidente colorido gibelino y anticatólico, cuando no incluso herético. Ya Aroux había puesto de relieve que la gaya ciencia se había desarrollado principalmente en las ciudades y castillos de Provenza, que fueron también centros de herejía, sobre todo de la herejía cátara. Partiendo de estas premisas, realizó estudios sobre el posible contenido secreto y sectario de la poesía trovadoresca. Rahn se inclina más bien a ver en la historia de Wolfram von Eschenbach una especie de transcripción de un relato provenzal estrechamente relacionado con las vicisitudes de los cátaros y sobre todo con su castillo de Montsegur. Por nuestra parte, creemos oportuno distinguir entre «Fieles de Amor» y cátaros, y opinamos que, sobre todo el espíritu del catarismo, tuvo muy pocos puntos en común con el del templarismo del Grial.
También los cátaros pretendían ser custodios de un saber superior y de una espiritualidad más pura que la católica. No reconocían la autoridad suprema de la Iglesia y consideraban algo ultrajante para la naturaleza divina de Cristo la adoración de la Cruz, llevando esta su repulsión hasta el extremo de decir: «Que jamás me salve yo en este signo». Poseían misterios, que se resumían en los ritos de la manisola y del consolamentum spiritus sancti, destinados a elevar a los miembros de la comunidad al grado de los llamados «perfectos».
Sin embargo, su corriente se presenta en conjunto como una mezcla muy sospechosa de cristianismo en sus orígenes, de maniqueísmo y de budismo degenerado. Se caracteriza por una exasperación del evasionismo cristiano: el dualismo, la negación pesimista del mundo, la intensificación del pathos del amor y de la renuncia, el impulso a una informe liberación, y un ascetismo de tipo entre «lunar» y exaltado (hasta el punto de que algunos cátaros ayunaban hasta morir, pensando que así se liberaban del mundo, imaginado como malvada creación del Antidiós y lugar de exilio) nos muestran que esta corriente estaba bastante alejada de cuanto pueda referirse a una tradición de espiritualidad «heroica» e incluso, en el fondo, de estricta iniciación. Pero ello no quitaba que el catarismo pudiera aportar una contribución al gibelinismo, aunque fuese de manera indirecta, por razones históricas y contingentes, no por verdadera afinidad con el espíritu del mito imperial. Provenza, centro del catarismo, puede considerarse como uno de los principales lugares en los que, por medio de las Cruzadas, se llevó a cabo la transmisión de los distintos temas y símbolos tradicionales, desde el Oriente árabo-persa hasta el Occidente cristiano. Pero allí donde, en el ciclo del Grial, junto a una coyuntura de este tipo, resurge el aspecto positivo y viril de un antiguo patrimonio nórdico-céltico precristiano, en el catarismo, por el contrario, parece haber emergido de nuevo el aspecto negativo, femenino y ginecocrático, de un legado precristiano distinto, que en otro lugar hemos definido de atlántico-meridional y que ha de considerarse una alteración de la tradición primordial en el sentido de «ciclo de la Madre». Si, tal como parece, los cátaros tomaron del maniqueísmo y del budismo el símbolo de la mani, piedra brillante que ilumina el mundo y borra todo deseo terrenal, sólo exteriormente hay en ello una correspondencia con el Grial, ya que el símbolo cátaro tiene simplemente los caracteres lunares y religosos de «joya de la compasión» y del «amor divino». La aversión cátara hacia la Iglesia se basó en el hecho de que se vio en Roma una especie de continuación del mosaísmo (para los cátaros, lo mismo que para ciertas sectas gnósticas y para Marción, el Dios del mosaísmo representaba, entre otras cosas, el dios de la tierra, opuesto al del «amor»). En resumidas cuentas, la Iglesia era demasiado «romana» para ser la Iglesia cátara del amor. De ahí que la cruzada contra los cátaros tuviese un sentido profundamente distinto del de la dirigida contra los templarios. Cuando Peyrat ve en aquella cruzada la lucha entre la teocracia autoritaria romana, aliada con la Francia gálica, feudal y monárquica del Norte, y la Aquitania ibérica democrática, federativa y municipal, cuna de una caballería deseosa de emanciparse de Roma y de la Francia nórdica, muestra una apreciación justa, aparte de su personal visión del hecho. Sin embargo, eso no quita que el golpe dado por la Iglesia -aliada con el «Gigante» - contra los cátaros, a diferencia del asestado a los templarios, se realizara en última instancia contra un elemento inseparable del pathos originario del verdadero cristianismo, o sea, contra algo que, tal vez más que el catolicismo romano, podía llamarse auténticamente cristiano.
Como decimos, sobre todo la corriente de los «Fieles de Amor» no se puede poner en una relación unilateral con los cátaros. Presenta a menudo un carácter mayormente iniciático y gibelino, aunque no hasta el extremo de no aparecer, en comparación con el espíritu del ciclo del Grial, como forma ya disociada.
Según la tradición, las «Ieys d'amors» trovadorescas las halló originariamente un caballero bretón en la rama de oro de una encina en la que se había posado el halcón del rey Arturo, simbolismo que ya conocíamos, igual que el del anillo de oro que el trovador recibía de su dama en el acto de jurarle eterna fidelidad. Por otra parte, para consagrar este rito, en Provenza se invocaba a la Virgen, y en Alemania a esa «Frau Saelde» que ya hemos visto presentarse también como protectora del reino de Arturo y como la que favorece y sostiene la conquista del Grial.
En este tipo de literatura, «mujer» y «amor» tienen un carácter simbólico todavía más notable y claro que entre las distintas mujeres y reinas de los textos del Grial y de la literatura propiamente caballeresca, y se convierten en el centro de todo lo que sucede. Sólo que en este caso el simbolismo no excluiría un aspecto también concreto, relacionado con una especial y divergente vía de realización espiritual en la que los sentimientos, la exaltación y el deseo suscitados por una mujer real, concebida y vivida, sin embargo – a través de una especie de proceso evocador - como encarnación de una fuerza vivificadora y transfigurante, que trascendía a su persona, podían desempeñar un papel como base o punto de partida.
Sobre todo esto, no obstante, debemos remitir al lector a otra obra nuestra: Metafísica de sexo. Sólo pondremos aquí de relieve que la finalidad de esa vía especial era también, en general, la de toda iniciación. Lo manifiesta explícitamente un Fiel de Amor provenzal, Jacques de Baisieux, cuando identifica el Amor con la destrucción de la muerte, al decir: «A senefie en sa patie sans, et mor senefie mort; - or l´asemblons, s'aurons sans mort. O sea, que para él los «amantes», los que han obtenido el «amor», son «los que no mueren», los que «vivirán en otro siglo de gozo y de gloria». Está bien claro que la «literatura de amor», en este sentido, tenía un contenido secreto, lo cual se confirma por más de una alusión de los mismos autores. Por ejemplo, Francesco da Barberino aconseja «temere della gente grossa» (o sea, ignorantes), y escribe: «Digo y declaro que todas las obras hechas por mí y referentes al Amor, las entiendo en un sentido espiritual, pero no todas pueden ser glosadas por todos». Sus Documenti d'Amore llevan por imagen la elocuente figura de un guerrero con la espada en la mano, de cuya boca salen estas palabras, más que significativas: «yo soy vigor y miro si viniese - alguno que el libro abriese, - y si resultase no ser como había dicho que era, - esta espada le clavaría en el pecho». Advertencia, pues, al profano; defensa de una doctrina secreta que no puede por menos de hacemos pensar en un aspecto de la misma defensa del Grial.
Valli ha puesto de relieve que las «mujeres» de los «Fieles de Amor», sea cual fuere el nombre que tengan, ya se llamen Rosa o Beatrice, Giovanna o Selvaggia, etc, partiendo de Dante, Cavalcanti, Dino Compagni y los poetas de la Corte de Sicilia, incluido Federico II, son todas una sola mujer, que para este estudioso representa precisamente la doctrina secreta, custodiada por un grupo unido invisiblemente, así como por una intención militante, en larga medida adversa a la Iglesia. Ese, desde luego, es un aspecto del simbolismo en cuestión. Veamos algunos ejemplos: en cierto momento, el amor de Dante se revela como el amor por la «Sabiduría Santa». Su «dama», Beatriz, le confiere la libertad iniciática - no sólo por su mediación el alma de Dante es «separada del cuerpo», sino que, en el Paraíso, el «sol de ella» oscurece al «sol de Cristo»-. Dino Compagni escribe: «Nuestra Señora la amorosa Inteligencia - que establece en el alma su residencia - que con su belleza me ha enamorado.» Y: «¡Oh vosotros que tenéis sutil conocimiento! - amad a la suma Inteligencia - la que libra al alma de guerra, - la que junto a Dios hace residencia... - Ella es soberana mujer de valor, que al alma alimenta y pace al corazón - y el que es servidor suyo deja por siempre de ser errante.» Cavalcanti relaciona «una mujer tan bella, que la mente no puede comprender», con la declaración: «Tu salvación ha aparecido.» Guido Guinizelli revela que siente amor por una mujer que debería «dar la verdad - como la Inteligencia del cielo».
En el Jugement d'Amour, donde figura precisamente aquella Blancheflor que ya hemos visto aparecer como una de las «mujeres» de Parsifal, se habla de «misterios de amor» que está prohibido comunicar «a los viles, a los indiscretos ya las personas vulgares», y que están reservados «a los clérigos y los caballeros». Finalmente, Amaut Daniel, llamado por Petrarca «Gran Maestro de Amor», afirma que «si obtuviese a su mujer, la amaría mil veces más que el ermitaño o el monje amó a Dios». Todo esto permite presentir el tema que caracterizó secretamente esta literatura y al que hay que referirse incluso allá donde resulta menos visible y más velado por las expresiones poéticas y patéticas. Al propio tiempo, como ya hemos dicho, hay que considerar el otro aspecto, más concreto, precisamente como una especial «vía del sexo», en la que el arrebato y la exaltación del eros tienen una parte técnica como apoyo para la realización iniciática. De ahí una diferencia no sólo respecto a las realizaciones de base intelectual y ascética, sino también de aquellas cuya base es la acción heroica (como en la caballería y en la «vía del guerrero»).
Igual que en el ciclo del Grial, en los «Fieles de Amor» encontramos también el tema de la mujer como «viuda». Da Barberino habla precisamente de una viuda misteriosa -«te digo, y claramente, que hubo y hay cierta viuda que no era viuda» - a la que dice haber conocido y gracias a la cual puede volver a encontrar su «fortaleza». Es la Veve Dame, que es también la madre de Parsifal y que, en una versión de la leyenda, es la propia portadora del Grial (su nombre, Philosophine, puede hacerla corresponder también, en un aspecto, a «Nuestra Señora Inteligencia»). Es también la viuda o reina solitaria que tan a menudo hemos visto ser liberada y desposada por algunos caballeros del Grial. Así, también, el «fiel de Amor» busca esa sabiduría o tradición que no tiene - o ha dejado de tener - un hombre (la viuda) y que es la única en dar la «fortaleza».
Volviendo al aspecto iniciático, los Fieles de Amor consideraban varios grados. Un Nicolò de Rossi dispone «los grados y la virtud del verdadero amor» según una escala que va desde la liquefatio al languor, al zelus y, finalmente, al extasim que «dicitur excessus mentis», o sea a una experiencia suprarracional. En Da Barberino se encuentra una figura de Amor con rosas, flechas y caballo blanco, junto a doce figuras durmientes, que representan a doce virtudes o grados en una jerarquía que «introducit in Amoris curiam» (penúltimo grado) y, finalmente, en la «eternidad». Por tanto, también aquí reaparece el simbolismo del caballo, referido al principio que es «no-muerte (a-mor)». En cuanto a los dardos y las rosas, corresponden evidentemente al doble poder de matar o traspasar y de resucitar («hacer florecer») que figuran asimismo entre los atribuidos al Grial o a la lanza del Grial. Por otra parte, Dante emplea la «rosa sempiterna» para simbolizar sin disfraces la visión del supramundo, enseñándonos así más o menos qué hay que pensar de las mujeres que llevan insistentemente el nombre de «Rosa», tan celebradas, casi hasta la monotonía, sobre todo en la literatura cultivada por ambientes gibelinos, como los de la Corte de Federico II, a partir de este mismo emperador.
En cuanto al otro aspecto - opuesto - del principio «amor», en virtud del cual puede éste actuar de manera destructiva, es interesante que encontremos aquí el mismo tema del ciclo del Grial, o sea, un ser herido, y no sólo por dardos, sino también por lanza. En Jacques de Baisieux se lee: «El Amor, que no es lento en conocer a sus fieles, va volando hacia aquel por quien suspira la dama, lo hiere con su lanza y le da tal golpe que le saca el corazón del pecho y se lo lleva a su dama». Según el mismo autor, que no vacila en declarar que los primeros y más altos Fieles de Amor fueron los caballeros del rey Arturo y del Grial, el Amor quiere que estos sus fieles «estén armados para luchar, porque quiere destrozar y abatir la arrogancia de los orgullosos, de los que son hostiles para con él»; ya «orgullosos» de este tipo los traspasará él con la lanza como fue traspasado Amfortas por haberse convertido en amante de Orgeluse. De Amor en general se dice, en Cavalcanti, que despierta «la mente que duerme» - o sea, que provoca el despertar iniciático -, pero que también mata el corazón y hace temblar el alma, de la misma forma que Dante, frente a la visión de la mujer, dice: «me esforcé por no caer», y: «el corazón que estaba vivo, quedó muerto», expresiones todas que, junto con otras muchas análogas, referidas a menudo al efecto de un enigmático «saludo» de la mujer, hacen pensar en los efectos de experiencias trascendentes, semejantes a la del ya recordado testimonio templario, más que mostrarse como transposiciones retóricas de emociones amorosas.
En cuanto al rito iniciático y, al propio tiempo, a la jerarquía conjunta de los Fieles de Amor, el documento más importante es una ilustración de Da Barberino en la que se ven trece figuras, las cuales, considerando que la central es doble, andrógina, han de tomarse, según observa Valli, en simetría respecto a la propia figura central, de modo que se obtienen siete parejas, que corresponden claramente a los grados de una jerarquía y al «viaje celestial», tradicionalmente relacionado simbólicamente con los siete cielos planetarios. Los grados inferiores, hasta el hombre y la mujer que constituyen la cuarta pareja, corresponden a figuras más o menos gravemente heridas y derribadas por las flechas de Amor. A la quinta pareja, aunque también herida, pero de un solo dardo, corresponden estas palabras: «De esta muerte seguirá vida.» La sexta pareja comprende la «Viuda», que tiene frente a sí al «Caballero merecido», alusión más que clara a una toma de contacto con la fuerza o tradición «que ha quedado sola» y que preludia la posesión efectiva, representada por el grado siguiente, ya que tras la sexta figura, no herida ya por los dardos y que lleva las rosas de la resurrección, viene la última figura, la andrógina central, con las palabras: «Marido y mujer.» Encima de esa figura emprende el vuelo, en un caballo alado, el dios Amor, el destructor de la muerte.
Ahora bien, es muy interesante que en uno de los primeros y más difundidos textos de esa literatura, en el Liber de Arte Amandi, de Andrés el Capellán, la sede de Amor tenga exactamente los caracteres de la «sede polar», o «Tierra del Centro»: el palatium Amoris se halla «in medio mundi constructum»; por tanto, tiene el mismo carácter de «centro» que presenta el castillo o la isla del Grial. Más aún: en Dante, el Amor, imaginado como «Señor de la Nobleza», vuelve a tener el carácter de centro: «Ego tanquam centrum circuli cui simili modo se habent circumferentiae partes», y él dice a quien «ama infelizmente», o sea, que no ha obtenido el Amor y la «mujer»: «tu autem non sic». Con ello, y refiriéndonos a la centralidad, respecto a sí, del ser reintegrado, del iniciado, se tiene el reflejo subjetivo del carácter metafísico del propio Centro, lo cual puede propiciar la conexión de cada uno con él. Por otra parte, en Jacques de Baisieux, la asignación de los «feudos de Amor» por parte de Amor, representado como un rey barbudo de corona de oro - y, por tanto, poco evocador de su imagen clásica, y que recuerda mucho más las citadas formas en que aparecía el Bafomet templario -, evoca, ya los «mandatos» asignados por el «Rey del Mundo», ya la asignación de la función de rey para esta o aquella tierra, decidida por el Grial para algunos de sus caballeros.
También el «monte» figura en el simbolismo de los Fieles de Amor y con él la «piedra», unida a la idea de una misteriosa muerte y una esperada resurrección. En un soneto, Cino da Pistoia se representa a sí mismo «en el blanco y en el bienaventurado monte», llorando sobre una piedra que contiene a su dama. También en un soneto atribuido a Dante se habla de la «dolorosa piedra» que «tiene muerta a mi mujer», la cual también lleva el nombre de Petra; y se lee: «Ábrete, piedra, para que yo a Petra vea - que en medio de ti, que cruel eres, yace - pues me dice el corazón que todavía está viva». En el tratado Reggimento e costumi delle Donne, la piedra es una piedra preciosa, y ésta, como la mujer que la lleva, es un claro símbolo de la Inteligencia soberana. ¿Podemos, pues, considerar que la mujer viva, Petra, encerrada y obligada por la piedra a estar como muerta, es un símbolo equivalente al del Grial imaginado como piedra, cuya virtud «vive y no vive», al Grial como elemento en manos de un rey paralítico, o vivo sólo aparentemente?. Si tal asimilación no carezca tal vez de razón de ser, no conviene, sin embargo, olvidar el hecho de que en Dante son de odio todas las canciones en que figura la piedra, y que aquí destaca un tema de luto y duelo mucho más que cualquiera de los aspectos positivos de la «Piedra de la Luz».
Efectivamente, parece entrar aquí en juego el otro aspecto, no ya sólo iniciático, sino también militante y gibelino, de la corriente de los Fieles de Amor, sobre el que hemos de detenemos brevemente.
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