El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXIV. El Grial y los Templarios
Biblioteca Julius Evola.- Llegamos al capítulo de conclusiones titulado "La Herencia del Grial", posiblemente, uno de los capítulos más inspirados de toda la obra evoliana. Empieza Evola atribuyendo a los templarios la naturaleza de verdaderos caballeros del Grial. Rememora lo que dice la leyenda sobre la orden de aballeros custodios del Grial -los "templeissen"- y sus similitudes con la verdadera e histórica Orden del Temple. Es evidente que los redactores de la leyenda tomaron como modelo a la caballería templaria.
LA HERENCIA DEL GRIAL
XXIV. EL GRIAL Y LOS TEMPLARIOS
Por lo que se refiere a la cúspide jerárquica, es difícil decir a través de qué representantes del Sacro Imperio Romano se estableció algún invisible lazo con el centro del «Señor Universal». Fuera del ciclo del Grial, hemos referido ya leyendas que aluden a la sensación de un mandato misterioso que habían recibido los Hohenstaufen, que éstos unas veces asumieron y otras veces no comprendieron o perdieron. De todos modos, no en vano la imaginación popular se vio llevada a revivir a través de sus figuras el mito del emperador que finalmente deberá despertar y vencer. La profecía según la cual el «Árbol Seco» rebrotará cuando se encuentre «Federico» con el preste Juan es otra forma de la esperanza en el contacto que durante la fase ascendente del gibelinismo hubiera podido producir la verdadera restauración. Por lo general, hasta un Maximiliano I, significativamente llamado «el último caballero», que fue emparentado simbólicamente con el propio rey Arturo y que al parecer se había propuesto sustituir la misma función pontifical, se refleja en los representantes del Sacro Imperio Romano algo del crisma de la realeza trascendente, de esa superior «religión regia según Melquisedec», a la que a veces se refirió significativamente la misma ideología política al reivindicar el superior derecho de los soberanos, que para ella no eran «laicos», sino «ungidos por Dios». Precisamente frente a ello, la Iglesia se vio llevada a evocar finalmente confusas imágenes apocalípticas y a recurrir a la historia de la venida del Anticristo. Sobre todo a finales de la Edad Media, es bien visible la tentativa de la Iglesia de transferir a reyes de la dinastía francesa, amiga de la Curia de Roma, los rasgos positivos de la figura del futuro emperador victorioso y de asociar la idea del Anticristo a los elementos de la saga que, en cambio, podían referirse a los principios teutónicos gibelinos. Por lo que no faltó quien creyera reconocer al Anticristo en los mismos rasgos del Veltro dantesco.
De todos modos, la Iglesia no pudo nunca con el vértice imperial, y la gran lucha entre los dos poderes, degenerada en amplia medida en forma de un antagonismo entre intereses y ambiciones temporales, había de desembocar en un colapso de ambos, además de con la desviación luterana, fatal tanto para la autoridad de la Iglesia como para la idea integral y sagrada del Imperio. En cambio, con la que puede llamarse la milicia del Sacro Imperio Romano, o sea con la caballería, las cosas fueron de otro modo, con casos de verdadera represión y destrucción.
Está fuera de duda que, entre las varias órdenes caballerescas, la Orden de los templarios fue la que más sobrepasó la doble limitación que constituía, por una parte, el simple ideal guerrero de la caballería laica y, por otra, el ideal simplemente ascético del cristianismo y de sus órdenes monásticas: se aproximaba así sensiblemente al tipo de la «caballería espiritual del Grial». Además, su «doctrina interna» tenía carácter iniciático. Por eso fue acosada especialmente y eliminada y, a decir verdad, precisamente a través de la coalición de los representantes de ambos principios por ella idealmente superados: del Papa, aliado a un soberano de tipo laico, secularizado y despótico, enemigo de la aristocracia, Felipe el Hermoso, a lo que podría hacerse corresponder el símbolo dantesco del «Gigante» en connubio con la «Prostituta». Fueran cuales fueren los móviles «reales» de la destrucción de los templarios, aquí cuentan poco. En este tipo de casos, tales móviles son siempre ocasionales: sólo valen para poner en marcha las fuerzas necesitadas para realizar un propósito cuya inteligencia rectora se encuentra en un plano bastante más profundo. Debido a la propia naturaleza del ideal templario, la Orden debía ser destruida violentamente.
Por lo demás, el instinto de la Iglesia contra la caballería, usando pretextos varios, no dejó de manifestarse también con respecto a otras Órdenes. En 1258, Gregorio IX atacó a la Orden de San Juan por abusos y presuntas traiciones, pero aludiendo también a la presencia, en ella, de elementos «heréticos». En 1307 los Caballeros Teutónicos fueron igualmente acusados de herejía por el arzobispo de Riga, y su jefe tuvo grandes dificultades para salvar la Orden. Pero el objetivo principal del ataque fueron precisamente los templarios. La destrucción de esta Orden coincide con la interrupción de la tensión metafísica del Medievo gibelino; con ella se rompen de nuevo los contactos. Es el punto inicial de la ruptura, del «ocaso de Occidente».
A la lucha contra la Orden de los Templarios, con mayor motivo que a la lucha contra los cátaros, se la puede llamar cruzada contra el Grial. La analogía entre los caballeros del Grial y los templarios parece delatarse en Wolfram por el nombre mismo: en Wolfram, aunque no se hable de ningún templo, los custodios del Grial son llamados Templeisen, o sea templarios. En el Perlesvaus los guardianes del Grial en la «Isla» son figuras a un tiempo ascéticas y guerreras que, como los templarios, ostentan una cruz roja sobre una túnica blanca. José de Arimatea dio a Evelach, antepasado de Galahad, héroe del Grial y del rey Arturo, un escudo blanco con cruz bermeja, la misma enseña dada exclusivamente a los templarios, en 1147, por el papa Eugenio III. Y una nave con esta misma enseña templaria, con cruz roja sobre vela blanca, es la que acude por último a recoger a Parsifal para conducirlo a la sede desconocida adonde había sido llevado el Grial y de donde Parsifal ya no volverá. Los mismos temas se encuentran en la saga Som de Nansai, ya que también aquí termina siendo custodiado el Grial por monjes guerreros, que habitan una isla de la que de vez en cuando parten aquellos que revestirán en otras tierras la dignidad de rey.
Ahora bien, la caballería templaria fue típicamente una Orden en la que el combate, y sobre todo la «guerra santa», equivalían a una vía de ascesis y de liberación. Asumía exteriormente el cristianismo, pero en su más alto misterio, aunque reservado, como cabe suponer, a un círculo interno, lo superaba, rechazando su cristolatría y sus principales limitaciones de orden devocional; tendiendo poco a poco a trasladar el principio de la autoridad espiritual suprema a un centro distinto del de Roma, centro al que, más que la designación de Iglesia, convenía la designación, más augusta y universal, de Templo.
Esto aparece con suficiente claridad de las actas y resultandos del proceso de los templarios. Por mucho que esos resultandos estuviesen deformados y coloreados de tintas blasfemas, por incomprensión o con motivo, la mirada experta percibe fácilmente su verdadero alcance. Por supuesto, no se trata de idealizar a toda la Orden templaria en su concreción histórica, especialmente cuando adquiere grandes dimensiones (tuvo hasta nueve mil centros) y consiguió riqueza y poder temporal. Entre sus miembros hubo ciertamente hombres que no estaban a la altura de la idea y carecían de capacidad, incluso en el caso de un Gran Maestre, como Gerardo de Ridfort (1184-1189). Lo que diremos a continuación no se puede aplicar a la gran masa de los templarios en su última época, sino a una jerarquía que, como suele suceder en tales casos, no coincidía necesariamente con la oficial y visible.
Pero ello basta para caracterizar la Orden.
Ante todo, se desprende con gran uniformidad, no sólo de confesiones arrancadas con tortura, sino también de declaraciones espontáneas, que los templarios poseían un rito secreto de carácter auténticamente iniciático. Como condición para ser admitidos en ese rito, o como fase introductoria, había que abjurar de la cristolatría. El caballero aspirante a las jerarquías internas de la Orden debía pisotear y ultrajar el crucifijo. Se les ordenaba «no creer en el crucifijo, sino en el Señor que está en el Paraíso»; se les enseñaba que Jesús había sido un falso profeta, no una figura divina sacrificada para redimir los pecados de los hombres, sino un hombre cualquiera muerto por sus propios errores. El texto de la acusación se formula así: Et post crux portaretur el ibi diceretur sibi quod crucifixus non est Christus, sed quidam falsus propheta, depetatus per iudaeos ad mortem propter delicta sua. A este respecto, sin embargo, hay que pensar que no se trata de una verdadera abjuración, y menos aún de blasfemia, sino de una especie de prueba: había que demostrar la facultad de superar una forma exotérica, simplemente religioso-devocional, de culto. El rito en cuestión, al parecer, se celebraba sobre todo el viernes santo s: pero el viernes santo es también el día que a menudo corresponde a la celebración del misterio del Grial o a la llegada del héroe al inaccesible castillo del Grial.
Otra acusación es la de que los templarios despreciaban los sacramentos, sobre todo la confesión y la penitencia, o sea aquellos sacramentos que se resienten mayormente del pathos del «pecado» y de la «expiación». y que los templarios no reconocían la suprema autoridad del Papa y de la Iglesia, y seguían sólo aparentemente los preceptos cristianos. Todo ello pudiera ser la contrapartida del rito anticristolátrico, o sea, la superación del exoterismo cristiano y de la pretensión prevaricadora, por parte de una organización simplemente dogmático-religiosa - casi en absoluto consciente ya sea de la justificación pragmática de sus limitaciones, ya sea de los elementos tradicionales presentes en estado latente en sus doctrinas y en sus símbolos - de encarnar la suprema autoridad espiritual.
Además se acusaba a los templarios de tener acuerdos secretos con los musulmanes y de estar más cerca de la fe islámica que de la cristiana. Probablemente esta alusión ha de entenderse a partir del hecho de que también al islamismo lo caracteriza la anticristolatría. En cuanto a los «convenios secretos», se refieren a un punto de vista menos sectario, más universal, y por ello más esotérico que el del cristianismo militante. Las Cruzadas, en las que los templarios y en general la caballería gibelina tuvieron un papel fundamental en varios aspectos, crearon pese a todo un puente supratradicional entre Occidente y Oriente. La caballería cruzada acabó encontrándose frente a una especie de reproducción exacta de sí misma, o sea frente a guerreros que tenían la misma ética, las mismas costumbres caballerescas, los mismos ideales de «guerra santa» y, además, las correspondientes vertientes iniciáticas.
Así, en el Islam, la Orden árabe de los Ismaelitas, que se consideraban igualmente «guardianes de Tierra Santa», correspondía exactamente a la de los templarios (también en sentido esotérico y simbólico) y tenían una doble jerarquía, una oficial y otra secreta, y dicha Orden, con igual doble carácter, guerrero y religioso, corrió peligro de tener un final parecido al de los templarios por un motivo análogo: por su fondo iniciático y por la afirmación de un esoterismo que menospreciaba la interpretación literal de los textos sagrados. Es también interesante que en el esoterismo ismaelita reaparezca el mismo tema de la saga imperial gibelina: el dogma islámico de la «resurrección» (quiama) se interpreta aquí como la nueva manifestación del Jefe supremo (Imam) que permanece invisible en el llamado período de la «ausencia» (ghaiba): pues el imam había desaparecido en un momento dado sustrayéndose a la muerte, pero subsistiendo para sus seguidores la obligación de jurarle fidelidad y vasallaje como al propio Allah. En estos términos pudo establecerse gradualmente un reconocimiento inter pares al margen de todo espíritu partidista y de toda contingencia histórica, una especie de acuerdo supratradicional, como supratradicional era el propio símbolo del «Templo». Por lo demás, siendo el exclusivismo y el sectarismo otras características del exoterismo, o sea de los aspectos exteriores y profanos de una tradición, se reafirma aquí la actitud de «superación» destacada ya en los templarios. En referencia a las Cruzadas, resulta, por lo demás, de la historia, que ese «acuerdo secreto» nunca correspondió a ninguna traición militar, pues los templarios figuraban entre las tropas más valientes, fieles y combativas en aquellas empresas. Lo que sí pudo corresponder al acuerdo fue probablemente el librar la «guerra santa» de su aspecto materialista y exterior de guerra contra el «infiel» y de morir por la «verdadera» fe, fue devolver la guerra santa a su significado más puro, metafísico, por el cual la cuestión no era una profesión de fe particular, sino únicamente la capacidad de hacer de la guerra una preparación ascética para realizar la inmortalidad. y tampoco por parte islámica era otro el sentido último de la «guerra santa», del jihad.
Ahora bien, en el ciclo del Grial tenemos algo semejante a los «acuerdos» tomados en ese sentido de comprensión supratradicional: en la forma de mezcolanza de elementos árabes, paganos y cristianos. Wolfram - como hemos visto - acaba atribuyendo a una fuente «pagana» el relato del Grial hallado por Kyot. Igualmente, hemos visto que el padre de Parsifal, aunque cristiano, no siente ninguna repugnancia a combatir a las órdenes de príncipes sarracenos; que del propio José de Arimatea se nos dice que goza del Grial incluso antes de ser bautizado; que lucharon por el Grial caballeros no sólo cristianos, sino también paganos, que el pagano Firefiz estuvo incluso a punto de mostrarse, a través de la prueba de las armas, superior a su hermano cristiano y, en todo caso, ya antes del bautismo entró a formar parte de los caballeros del rey Arturo. En cambio, Baruch nos es presentado como Califa, o sea, de nuevo, como no cristiano. La dinastía del preste Juan, con la que, como es sabido, entronca la del Grial, comprende paganos y cristianos, incluso, según algunos, una mayoría de príncipes paganos. En definitiva, aparte de algunos textos tardíos astutamente cristianizados, en muchas partes la literatura del Grial muestra el mismo espíritu antisectario y supratradicional, con el que hay que relacionar el sentido de la acusación de «acuerdo secreto» lanzada contra los templarios; acuerdos que probablemente debieron de reducirse a la capacidad de reconocer la tradición única incluso en formas distintas de la cristiana.
En cuanto al rito central de la iniciación templaria, se mantuvo en extremo secreto. De una de las actas del proceso, resulta que un caballero que había querido pasarlo volvió de él pálido como un muerto y con expresión de extrema turbación, diciendo que, de allí en adelante, en el resto de su vida ya no podría tener alegría en lo más profundo del corazón: hasta el punto de que cayó en un estado de indecible depresión y murió al cabo de poco.
Estos efectos recuerdan marcadamente los que hemos visto en algunas pruebas del Grial, pruebas que «ponen blancos los cabellos» y suscitan en quien fracasa un profundo disgusto por toda cosa terrena, una profunda e incurable infelicidad. Lo que causa tal terror que impide comprender en qué lugar se está y que empuja a huir - según otro testimonio de los templarios - es la visión de un «ídolo» descrito en formas harto diferentes que, tal como están referidas en las actas, se prestan poco a una interpretación precisa (una majestuosa imagen dorada, una imagen de virgen, un anciano coronado, una figura bifronte o andrógina, una aparición de testa animal, como un carnero, y así sucesivamente).
Probablemente se trata de experiencias dramatizadas de la conciencia iniciática, en las que un contenido dado de la imaginación individual puede haber tenido un papel determinante. Sin embargo, podemos obtener alguna orientación a través de testimonios, como el de que el ídolo es un «demonio» que (alegóricamente) «da sabiduría y riqueza», virtudes que hemos visto ya atribuidas al mismo Grial; y también a través del nombre más frecuente del ídolo misterioso: Bafomet.
Bafomet, con gran probabilidad, está relacionado la idea de un «bautismo de la sabiduría», de una gnosis en sentido superior: nombre de un rito que muy probablemente fue transferido al ídolo. La visión del ídolo parece que se producía en un momento determinado de la misa, como misterio supraordinado a ella. Esto sólo puede hacernos pensar en las ceremonias que nos describen los textos más cristianizados del Grial: una especie de misa que tuviera el Grial como principal punto de referencia, con el sentido de un misterio que es peligroso sondar, so pena de ser herido por espada o perder la vista. Sin embargo, la «sabiduría» es aquello que en Wolfram consigue finalmente Parsifal, «alma de acero»: según otros, la «sabiduría» - Philosophine - es la «madre» del propio Parsifal, concebida como portadora originaria del Grial. “La «sabiduría» está simbolizada frecuentemente en los escritos gnósticos por una virgen o mujer - la Virgen Sofía - y si eso tal vez pudiera llevarnos a la explicación según la cual Bafomet, centro del bautismo templario de la sabiduría, era «una virgen», por otra parte recuerda ese simbolismo de la mujer que vemos que tiene un papel tan importante en los relatos caballerescos y en general
en el ciclo heroico. Cabe destacar, además, que Bernardo de Claraval, que fuera considerado una especie de padre espiritual de los templarios, también fue llamado «el Caballero de la Virgen». En otro testimonio -es importante destacar que es nórdico, inglés el misterio templario parece haber tenido relación, como el del Grial, con una piedra sagrada: los templarios, en los momentos más difíciles, parece que se dirigían a una piedra contenida en su altar.
Una designación de la «piedra» en el hermetismo medieval fue Rebis, la «cosa doble». Ello podría establecer también una relación con el símbolo de Bafomet en su forma de «andrógino». Quien se ha unido con la «mujer», quien la ha resorbido en sí mismo en la obra de reintegración iniciática a menudo era concebido, incluso en Oriente, como señor de las dos naturalezas, como andrógino.
Es característica la deformación en la que se basa la acusación de que los templarios solían quemar ante su ídolo los niños pecaminosamente engendrados por ellos. Todo ello debía reducirse, simplemente, a un «bautismo del fuego», o sea a una iniciación heroico solar impartida a los neófitos que, según una terminología común a todas las tradiciones, aparecían como «hijos» de los Maestros, como «recién nacidos» en el segundo nacimiento.
En la lengua cifrada de la misma mitología griega encontramos el símbolo de una diosa Deméter, que pone al niño en el fuego para asegurarle la inmortalidad. Este renacer tenía probablemente por insignia el cinto, que había que llevar noche y día, que cada caballero recibía y que había que poner en contacto con el ídolo para que se impregnase de un especial influjo. El cinto o cordón era ya en los Misterios clásicos el signo de los iniciados, así como en el Oriente indo-ario señalaba a las castas superiores de los «nacidos dos veces» y especialmente la brahmánica. Al propio tiempo, el cordón también es símbolo de la cadena inmaterial, del lazo que une invisiblemente «conforme a la esencia» a todos aquellos que han recibido la misma iniciación haciéndose así portadores de una misma influencia invisible.
El «doble fuego» es una imagen que, en cierta medida, equivale a la de la «doble espada»: en Oriente se le atribuyó la doctrina del doble nacimiento de Agni, y en el mundo clásico, la del doble fuego, telúrico y uránico. Ahora bien, uno de los símbolos principales de los templarios, la «doble llama», nos remite probablemente a la misma idea y, en todo caso, se acompaña de un cáliz que, como ha observado alguien, representa precisamente el papel de «una especie de Grial».
Las dos llamas, por lo demás, aparecían ya en el simbolismo mitríaco, en relación con una iniciación abierta sobre todo al elemento guerrero.
Hemos dicho ya que Inocencio III acusó a los templarios de cultivar la «doctrina de los demonios», lo que simplemente equivale a las ciencias sobrenaturales. Sobre los templarios corrían rumores de magia y nigromancia. Según algunos, es probable que practicasen la alquimia, y si bien probablemente no se trataba de eso, lo que sí es un hecho es que algunas esculturas de los monumentos y de las tumbas de los templarios tienen signos astrológico-alquímicos, por ejemplo el pentagrama junto a varios signos de los planetas y de los metales. En el ciclo del Grial ya hemos encontrado elementos de este tipo.
Las referencias astrológicas abundan en Wolfram von Eschenbach. Kyot, para descifrar los textos que contienen los misterios del Grial «leídos en las estrellas», tuvo que aprender los caracteres mágicos. Al «rey pescador» se lo describe a veces como mago que puede adoptar a placer muchas formas. La contrapartida del propio Arturo es el mago Merlín. En la Morte Darthur; se piensa que, con ayuda de una fuerza mágica, Merlín permitió a Sir Balin superar la prueba de la espada. Por último, recordemos la tradición según la cual al mismo Grial lo habían traído a la tierra y custodiado los «ángeles caídos», sinónimo de aquellos «demonios» a los que Inocencio III atribuye la doctrina de los templarios, o de los demonios a quienes los textos cristianizados célticos asimilaron con los Tuatha dé Danann, la raza de lo alto o de Avalón, detentadora de ciencias divinas. El pentagrama, que aparece en una tumba templaria, es un signo tradicional de la soberanía sobrenatural; en un texto inglés del Grial - Sir Gawain and the green Knight - precisamente el héroe del Grial lo recibe como insignia, y en otros textos del mismo ciclo consagra la Espada del Grial para que no se destroce y su virtud permanezca entera.
Señalemos, por último, que los adversarios de los templarios, mientras por una parte insistían tendenciosamente sobre su misoginia, por otra acusaban a los iniciados de traicionar el voto de castidad de la Orden y de entregarse a acoplamientos contra natura. Pureza y castidad a veces (no siempre) figuran también en el ciclo del Grial como dotes requeridas en el héroe predestinado. Pero ya hemos indicado la posibilidad de dar a tales conceptos también un significado más alto que el sexual y moralista. La renuncia a la mujer terrena, como hemos visto, alude esencialmente a la superación del «deseo». Lo que lleva a la caída a Amfortas no es unirse a la mujer del Grial, sino entregarse a Orgeluse. En todo caso, dado que, según Wolfram, a los reyes del Grial les era concedida una mujer – der küner sol haben eine - ze rehte ein konen reine - mientras que los simples caballeros debían renunciar a ella, igualmente cabe pensar que, cuando los simples templarios practicaban la castidad material ascética, los iniciados de la orden tal vez practicasen una castidad trascendente, y si fuese legítimo remitirse, con respecto al templarismo iniciático, a los conceptos de magia sexual que hemos señalado al hablar de Amfortas, no sería en suma difícil comprender de qué se trataba probablemente allí donde algunos se vieron llevados a pensar en «acoplamientos contra natura».
De todos estos elementos resulta de modo harto evidente un lazo analógico entre el modelo ideal de la caballería del Grial y la dimensión interior del templarismo histórico. Por otra parte, el citado agotamiento de la fuente de inspiración de los romances del Grial en vísperas de la tragedia de los templarios y del pleno desencadenamiento de la Inquisición, indica una especie de oculta sintonía también en un plano más concreto. Con la destrucción de la orden de los Templarios y con el colapso de la tensión que ya había conducido a la grandeza al Imperio gibelino en tiempos de un Federico I y de un Otón el Grande, lo que estaba a punto de manifestarse volvió a hacerse invisible, la historia se alejó de nuevo de lo que es superior a la historia. Quedó así el mito del emperador que no ha muerto, pero cuya vida es letárgica, cuya sede es un monte inaccesible. Es decir, que tenemos una repetición, en un sentido nuevo y pesimista, del antiguo tema de la espera, y el ciclo del Grial, que había adoptado preponderantemente este tema supratradicional en términos positivos, haciendo intervenir al héroe restaurador y vindicador, acaba también reflejando ese pesimismo. Así, mientras los temas del Diu Crône se resienten todavía del espíritu afirmativo del período de alta tensión, porque la desaparición del anciano rey y de su Corte con el Grial marca el deber realizado, el advenimiento del héroe que ha logrado su misión, que pasa a reinar teniendo en propiedad la espada invencible, otros textos muestran un espíritu bien diverso: que además es el espíritu de las redacciones de la saga imperial en las que el resultado de la «última batalla» es negativo para el rey despertado de su sueño: no sabe hacer frente a las fuerzas desencadenadas contra las que sale a combatir, y el colgar su escudo del Árbol Seco ya no tiene - como ocurría en el relato antes recordado – el sentido de una participación en el poder del imperio universal, sino el de un ceder el regnum y pasar al cielo. Así, el epílogo del texto de Manessier es que Parsifal lleva a cabo realmente la venganza, pero que luego renuncia a la dignidad real y, tomando consigo el Grial, la espada y la lanza, se retira a llevar vida ascética, o sea, a la misma vida a la que, renunciando a la espada, se había entregado, en Wolfram, el hermano herido del rey del Grial para tratar de remediar, por una vía distinta de la heroica, su dolor y decadencia en el período de interregno y de espera. Muere Parsifal, y tras su muerte nadie sabe ya nada de los tres objetos: espada, copa y lanza. De la misma forma, en el Perceval li Gallois, Parsifal y los suyos se retiran a llevar vida ascética, si bien a un lugar en el que deja ya de manifestarse el Grial. Para conducirlos hasta su lugar de retiro aparece la nave de los templarios, o sea la nave con cruz roja sobre vela blanca, y desde entonces no se supo ya nada más de Parsifal ni del Grial.
Encontramos el mismo tema en Queste du Graal: una mano celestial toma el Grial y la lanza, que jamás se volvieron a ver, y Parsifal se retira en la soledad y muere. En el Titurel, el Grial es trasladado a la India, al simbólico reino del preste Juan. Los pueblos en torno a Salvaterre y Montsalvatsche se entregan a una vida licenciosa que no pueden evitar, pese a todos sus esfuerzos, los caballeros de Montsalvatsche. En consecuencia, el Grial no puede permanecer allí; debe ser trasladado al lugar donde surge la luz: una nave, tras un fantástico y simbólico viaje, lo transporta a la India, al reino del preste Juan, que se halla «cerca del Paraíso». Hasta aquí llegan los templarios y, de pronto, he aquí que también es transportado milagrosamente el castillo de Montsalvatsche, ya que no había de quedar nada entre los pueblos culpables. El propio Parsifal adopta la función de «preste Juan», imagen del invisible «Rey del Mundo». Finalmente, en la Morte Darthur; en el sentido de una especie de retranscripción del tema de Arturo herido de muerte que se retira a Avalón, tenemos aquí a un Galahad que en su prisión es alimentado por el Grial, y una vez conseguida la visión total de éste, no trata de reafirmarse y hacerse de nuevo con el reino, sino que pide abandonar la Tierra. y cumpliendo sus deseos, vienen los ángeles a llevarse su alma al cielo. Una mano celestial coge el vaso y la lanza, «y desde entonces no puede haber nadie tan temerario como para afirmar que ha visto el Sancgreal».
A partir del punto culminante de la Edad Media, pues, la tradición se hace de nuevo subterránea. Se cierra un ciclo. La corriente del devenir lleva cada vez más lejos de las «Tierras Inmóviles», de la «Isla», a las fuerzas de los hombres y de las naciones, que ahora entran ya sin freno alguno en la fase crítica de lo que tradicionalmente recibe el nombre de «edad oscura», kali-yuga.
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