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Biblioteca Evoliana

Revuelta contra el Mundo Moderno

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 21. Declive de las Razas Superiores

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 21. Declive de las Razas Superiores

Biblioteca Julius Evola.- La decadencia y no el progreso, es la ley que rige las acciones de los hombres. La decadencia es la compañera inseparable de lo humano que contribuye a explicar el porqué las civilizaciones degeneran y con ellas las razas que las sostienen. Evola anticipa algunas de las tesis que desarrollará en la segunda parte de su obra. La metafísica de la historia implica necesariamente considerar a la historia como decadencia sometida a leyes cíclicas. Frente a la historia como progreso, el concepto de historia cíclica enseña que la humanidad está sometida a periódicas fases de ascenso y descenso.

 

21

DECLIVE DE LAS RAZAS SUPERIORES

El mundo moderno está lejos de verse amenazado por una  disminución de la natalidad y un aumento de la mortalidad. El  grito de alarma que habían lanzado algunos jefes políticos,  exhumando incluso la fórmula absurda de "el número hace la  potencia", esta desprovista de fundamento. El verdadero riesgo  es precisamiente lo contrario: es el de una multiplicación  incesante, desenfrenada y grotesca de las poblaciones sobre el  plano de la cantidad pura. El declive se manifiesta únicamente en las capas que conviene considerar como portadoras de fuerzas,  superiores al puro demos y al mundo de las masas, y que condicionan toda verdadera grandeza humana. Criticando el punto de vista racista, ya hemos hablado de esta fuerza oculta que, cuando está presente, de forma viva y activa, es el principio de una generación en el sentido superior y reacciona sobre el mundo de la cantidad imprimiéndole una forma y una cualidad. A este respecto, se puede decir que las razas superiores occidentales han entrado, desde hace siglos ya, en agonía, y que el desarrollo creciente de las poblaciones de la tierra puede compararse a la proliferación vermicular que se constata en la descomposición de los organismos y en la evolución de un cáncer: este último corresponde precisamente a la hipertrofia desenfrenada de un plasma que, sustrayéndose a la ley reguladora del organismo, devora las estructuras normales y diferenciadas. Tal es el papel que nos ofrece el mundo moderno: a la regresión y al declive de las fuerzas fecundadoras, en el sentido superior del término, es decir a las fuerzas portadoras de la forma, corresponde la  proliferación ilimitada de la "materia", de lo sin‑forma, del  hombre‑masa.

Este fenómeno no es ajeno a lo que hemos expuesto, en el capítulo  precedente, respecto al sexo y a las relaciones actuales entre  hombre y mujer, pues afectan al problema de la procreación y a su significado. Si bien es cierto que el mundo moderno parece destinado a ignorar lo que son la mujer y el hombre absolutos y si la sexualización de los seres es incompleta ‑incompleta en nombre del espíritu, es decir limitada al plano corporal‑ no es sorprendente que se hayan perdido las dimensiones superiores e incluso trascendentes del sexo que el mundo de la Tradición reconoció bajo formas múltiples; es natural que esto influya sobre el régimen de las uniones sexuales y las posibilidades que ofrecen, sea como pura experiencia erótica, sea ‑y es este segundo aspecto entra precisamente en lo que nos interesa‑ en vistas a una procreación que no se agote en el simple y opaco hecho biológico.

El mundo de la Tradición conoció efectivamente un sacrum sexual y una magia del sexo. A través innumerables símbolos y costumbres  esparcidas en las más diversas regiones del mundo, se transluce constantemente el reconocimiento del sexo como fuerza creativa primordial que supera al individuo. En la mujer, se evocaban las potencias abisales de ardor y luz o de peligro y desintegración([1]). En ella vivía la fuerza telúrica, la Tierra y en el hombre, el Cielo. Orgánica y conscientemente estaba asumido todo lo que, en el hombre vulgar, y hoy más que nunca, es vivido bajo la forma de sensaciones periféricas, impulsos pasionales y carnales. La procreación era decretada([2]) y el producto de esta procreación querido ante todo, así como hemos dicho, como el "hijo del deber", como aquel que debe recuperar y alimentar el elemento sobrenatural del linaje, la liberación del ancestro, que debe recibir y transmitir "la fuerza, la vida, la estabilidad". Con el mundo moderno, todo esto se ha convertido en un sueño insípido: los hombres, en lugar de poseer el sexo, están poseidos por él y se abaten aquí y allí como hebrios, incapaces de saber lo que se alumbra en sus abrazos, ni ver el demonio que se burla miserablemente de ellos a través de su búsqueda de "placer" o de sus impulsos romántico‑pasionales. De forma que, sin que sepan nada, fuera de su voluntad y amenudo contra ella, un nuevo ser nace de tanto en tanto al azar de una de sus noches, frecuentemente como un intruso, sin continuidad espiritual, y en las últimas generaciones, sin ni siquiera este residuo que representaban los lazos afectivos de tipo burgués.

Cuando las cosas han llegado a este punto, no hay que extrañarse  que las razas superiores mueran. La lógica inevitable del  individualismo tiende también hacia este resultado, sobre todo en  las "clases" pretendidamente "superiores" de hoy, en las que  disminuye el interés hacia la procreación; sin hablar de todos  los demás factores de degeneración inherentes a una vida social  mecanizada y urbanizada y, sobre todo, a una civilización que no  conoce los límites saludables y creadores constituidos por las  castas y las tradiciones de la sangre. La fecundidad se  concentra entonces en los estratos sociales más bajos y en las  razas inferiores, donde el impulso animal prevalece sobre todo  cálculo y consideración racional. Se produce inevitablemente una  selección al revés, el ascenso y la invasión de los elementos  inferiores, contra los cuales la "raza" de las clases y de los  pueblos superiores, agotada y derrotada, no puede nada o casi  nada, como elemento espiritualmente dominador.

Si, cada vez se habla más, hoy, de un "control de los  nacimientos", ante los efectos catastróficos del fenómeno  demográfico que hemos comparado a un cáncer, no por ello  se  aborda el problema esencial, sino que no se sigue ningún criterio  cualitativo, diferenciado. Pero la tontería es aun más grave  entre los que se alzan contra este control invocando ideas  tradicionalistas y moralizantes convertidas, ahora, en simples  prejuicios. Si es la grandeza y la potencia de una raza lo que   importa, es inútil preocuparse de la cualidad material de la  paternidad, cuando no se acompaña de  cualidad espiritual, en el  sentido de intereses superiores, de justa relación entre lo sexos  y sobre todo de la virilidad en el sentido verdadero del término,  diferente del que reviste sobre el plano de la naturaleza inferior.

Hemos analizado el proceso de la decadencia de la mujer moderna, pero es preciso no olvidar que el hombre es el primer responsable. Al igual que la plebe no habría podido jamás irrumpir en todos los dominios de la vida social y de la civiliación, si hubiera tenido verdaderos reyes y verdaderos aristócratas, así mismo, en una sociedad regida por hombres verdaderos, la mujer jamás habría querido ni podido comprometerse sobre la vía que sigue hoy. Los períodos en que la mujer ha conocido la autonomía y la preeminencia, han coincidido casi siempre con la decadencia de las civilizaciones antiguas. No es contra la mujer  que debería ser dirigida la verdadera reacción contra el feminismo y otras desviaciones femeninas, sino contra el hombre. No se puede pedir a la mujer volver a ser mujer, hasta  restablecer las condiciones interiores y exteriores necesarias  para la reintegración de una raza superior, mientras que el  hombre no conozca sino un simulacro de virilidad.

Si no se consigue despertar el significado espiritual del sexo,  si, en particular, no se separa de nuevo, duramente, de la  sustancia espiritual convertirda en amorfa y mezclada, la forma  viril, todo es inútil. La virilidad física, fálica, animal y  muscular es inerte, no contiene ningún germen creador en el  sentido superior: incluso cuando el hombre fálico tiene la  ilusión de poseer, en realidad es pasivo, sufre siempre la fuerza  más sutil propia a la mujer y al principio femenino([3]). No es  más que en el espíritu que el sexo es verdadero y absoluto.

El hombre, en toda tradición de tipo superior, ha sido siempre  considerado como el portador del elemento uránico‑solar de un  linaje. Este elemento trasciende el simple principio de la  "sangre" y se pierde inmediatamente cuando se transmite por la línea femenina, aunque su desarrollo sea favorecido por el terreno que representa la pureza de una mujer de casta. Permanece siempre, en todo caso, el principio cualificador, aquel que da forma, y ordena la sustancia generadora femenina([4]). Este principio está en relación con el elemento sobrenatural, con la fuerza que puede hacer "discurrir la corriente hacia lo alto" y de la cual la "victoria", la "fortuna" y la prosperidad de un linaje, son normalmente las consecuencias. Por ello la asociación simbólica, propia a las antiguas formas tradicionales, del órgano viril con ideas de resurrección y ascesis y con energías que confieren la cúspide de los poderes, tienen un significado que, lejos de ser obsceno, es real y profundo([5]). Como un eco de estos significados superiores, se encuentra, de la forma más neta, incluso en muchos pueblos salvajes, el principio según el cual solo el iniciado es verdaderamente masculino, y es la iniciación la que marca eminentemente el tránsito a la virilidad; antes de la iniciación, los individuos son semejantes a los animales, "no se han hecho hombres": aun siendo ancianos, se identifican con los niños y con las mujeres, permaneciendo privados de todos los privilegios reservados a las élites viriles de los clanes([6]). Cuando se olvida que  el elemento suprabiológico es  el centro y la medida de la virilidad verdadera, aunque se  continúe reivindicando el nombre de hombre, no se es, en  realidad, más que un eunuco, y la paternidaad no tiene otro  significado que una paternidad de animales que, engañados por el  placer, procrean ciegamente otros animales, fantasmas de  existencia como ellos mismos.

Ante tal situación, se puede intentar revivir el cadáver, se  puede tratar a los hombres como conejos, sementales,  racionalizando sus uniones ‑por que no merecen otra cosa‑ pero no hay que engañarse: o bien se llegará a una cultura de animales de trabajo muy bellos, o bien, si la tendencia individualista y  utilitaria prevalece, una ley más fuerte arrastrará a las razas  hacia la regresión o la extinción con la misma inflexibilidad que  la ley física de la entropía y de la degradación de la energía. Y este será una de los múltiples aspectos, convertidos en  materialmente visibles hoy, de la decadencia de occidente.

                              * * *

Antes de pasar a la segunda parte de esta obra, haremos, a título  de transición, una última observación, que alude  directamente a lo que ya hemos dicho en relación a las relaciones  entre la virilidad espiritual y la religiosidad devocional.

De estas consideraciones se desprende que lo que se tiene por  costumbre en Occidente llamar "religión", corresponde a una  actitud del espíritu esencialmente "femenina". La relación con lo sobrenatural es concebida como una hipóstasis teista, y vivida  como entrega, devoción, renuncia íntima a su propia voluntad,  poseyendo ‑sobre su plano‑ las mismas características que la vía  en la cual una naturaleza femenina puede realizarse.

Por otra parte, si el elemento femenino corresponde, en general, al elemento naturalista, puede entenderse que en el mundo de la tradición las castas y las razas inferiores ‑donde el factor naturalista era más activo que en las otras, regidas por el poder de los ritos aristocráticos y la herencia divina‑ se beneficiasen  de la participación en un orden más elevado, precisamente a través de las relaciones de tipo "religioso". Incluso la "religión" podía pues tener un lugar y una función en el conjunto  jerárquico, aunque estas fueran relativas y subordinadas en  relación a las formas mas altas de realización espiritual de las  que ya hemos hablado: iniciación y variedades de la alta ascesis.

Con la destrucción de las castas y de las estructuras sociales  similares, con la llegada al poder de las capas y las razas  inferiores, era inevitable que, también en este terreno, el  espíritu que les era propio triunfara; que toda relación con lo  sobrenatural fuera concebia exclusivamente bajo forma de  "religión"; que toda otra forma de nivel más elevado fuera  considerada con desconfianza cuando no  estigmatizada como  sacrílega y demoníaca. Es esta feminización de la  espiritualidad, cuyo origen se remonta a una época antigua, que  determina la primera alteración de la tradición primordial en las  raza donde prevaleció.

Seguir el proceso de decadencia el mismo tiempo que todos los que  han desembocado en el hundimiento de la humanidad viril y solar  de los orígenes, al será el objeto de las consideraciones que  desarrolaremos en la segunda parte de esta obra y a través de las  cuales aparecerán la génesis y el rostro del "mundo moderno"

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 



([1])Cf. EVOLA, Metafísica del Sexo, cit., especialmente cap. V y  VI.

 

([2])Fórmulas upanishadicas para la unión sexual: "Con mi  virilidad, con mi esplendor, te confiero el esplendor" ‑ "Yo soy  él y tú eres ella, tu eres ella y yo soy él. Yo soy el Cielo, tu  la Tierra. Al igual que la Tierra contiene en su seno al dios Indra, así como los puntos cardinales están llenos de viento, así deposito en tí el embrión de [aquí el nombre de nuestro hijo]"  (Brhadaranyaka‑upanishad, VI, iv, 8; VI, iv, 20‑22; cf. Atharva‑Veda, XIV, 2, 71).

 

([3])Cf. EVOLA, Metafísica del Sexo, cit.

 

([4])Cf. Manâvadharmashastra, IX, 35‑36: "Si se comparan el poder procreador macho al poder femenino, el macho es declarado superior, porque la progenie de todos los seres está marcada por la característica del poder masculino... Cualquiera que sea la especie de semilla que se lanza a un campo reparado en la estación que conviene, este grano se desarrolla en una planta de la misma especie dotada de cualidades particulares evidentes". Es por esta razón que el sistema de castas conoció la hipergamia: el hombre de casta superior podía tener, además de las mujeres de su  casta, mujeres de casta inferior, y esto tanto más cuanto más elevada era la casta del hombre (cf. Parikshita, I, 4,  Mânavadharmashastra, III, 13). Subsiste, incluso entre los  pueblos salvajes, la idea de la dualidad entre el mogya, o sangre y el ntoro o espíritu, que se propaga exclusvamente por línea masculina (cf. LAVY‑BRUHL, Ame primit., cit., pag. 243).

 

([5])En la tadición hindú, la semilla masculina es llamada  frecuentemente virya, término que, en los textos técnicos de los ascetas ‑en particular de los budistas‑ es también empleado por la fuerza "a contracorriente" que puede renovar sbrenaturalmente todas las facultades humanas. Los ascetas y los yogi shivaitas llevan el phalo como un especie de signo distintivo. En Lidia, Frigia, Etruria y en otros lugares, se colocaban falos sobre las tumbas o estatuillas de forma itifálica (cf. A. DRIETRICH, Mutter  Erde, Leipzig, 1925, pag. 104), lo que expresa precisamente la asociación entre la fuerza viril y la fuerza de las  resurrecciones. En Egipto, el Osiris itifálico fue el símbolo "solar" de la resurrección. Así, en el Libro de los Muertos (XVIII) se leen estas invocaciones del muerto: "O divinidades brotadas del principio viril (lit. del falo), tendedme los brazos... O falo de Osiris tu que surjes para el exterminio de los rebeldes, por tu virtud soy fuerte entre los fuertes, poderoso entre los poderosso". Así mismo, en el heenismo, Hermes en su forma de Hermes itifálico es considerado como el símbolo del hombre primordial resucitado "que se mantiene, se mantuvo y se mantendrá en pie" a través de las diversas fases de la  manifestación (cf. HIPOLITO, pHILOS. v, 8, 14). Un eco  supersticioso de esta concepción se encuentra en la Roma antigua donde se alude al falo (virilidad mágica) para romper las fascinaciones y alejar las influencias nefastas.

 

([6])Cf. WEBSTER, Primitive Secret Societies, cit., pag. 31‑34.

 

 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 20. Hombre y Mujer

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 20. Hombre y Mujer

Biblioteca Julius Evola.- El papel de la sexualidad en las civilizaciones tradicionales, está también volcada hacia lo alto. Evola analiza esta relación en este capítulo que luego tendrá ocasión de desarrollar ampliamente en una de sus mejores obras, "Metafísica del Sexo". También en el ámbito de la sexualidad existe la posibilidad de practicar un ascesis tradicional. Los amantes, identificados con el principio masculino y con el principio femenino, reproducen en la cópula el acto de la creación. Es la tercera dimensión de la sexualidad: después de servir para el placer, después de servir para la reproducción, el sexo sirve también como método de acceso a la trascendencia.

 

20.

HOMBRE Y MUJER

Para completar estas perspectivas de la vida tradicional  hablaremos brevemente del mundo del sexo.

Aquí también existen correspondencias, en la concepción  tradicional, entre realidad y símbolos, entre acciones y ritos,  correspondencias de las que se han desprendido los principios  necesarios para comprender los sexos y definir las relaciones  que, en toda civilización normal, deben establecerse entre el  hombre y la mujer.

Según el simbolismo tradicional, el principio sobrenatural fue  concebido como "masculino" y como "femenino" el de la naturaleza  y del devenir. En térnimos helénicos, es masculino el "uno" que "es en sí mismo", completo y suficiente; es femenina la  díada, el principio de lo diverso y del "diferente que yo", es  decir, del deseo y del movimiento. En términos hindúes (sankhya), el espíritu impasible ‑purusha‑ es masculino y praktri, la matriz activa de toda forma condicionada, femenina. La tradición extremo‑oriental expresa, en la dualidad cósmica del yang y del yin, conceptos equivalentes. Por ello el yang ‑principio masculino‑ se encuentra asociado a la "virtud del Cielo" y el yin, principio femenino, a la de la "Tierra"([1]).

Considerados en sí, los dos principios se encuentran en  oposición. Pero en el orden de esta formación creativa, que,  tal como hemos repetido en ocasiones, es el alma del mundo  tradicional y que veremos desarrollarse también históricamente,  en relación con el conflicto de razas y civilizaciones, estos  principios se convierten en elementos de una síntesis donde cada  uno de ellos guarda, sin embargo, una función distinta. Sería  posible mostrar que tras las diversas representaciones del mito  de la "caida" se esconde amenudo la idea que el principio  masculino se pierde en el principio femenino, hasta el punto de  adoptar su modo de ser. En todo caso, cuando esto sucede, cuando  lo que, por naturaleza, es principio en sí, sucumbe, abriéndose a las fuerzas del "deseo", a la ley de lo que no tiene en sí mismo su propio principio, es precisamente de una caida de lo que hay que hablar. Y precisamente sobre esto, en el plano de la  realidad humana, se funda la actitud de desconfianza y renuncia que atestiguan muchas tradiciones en relación a la mujer, a menudo considerada como un principio de "pecado", impureza y mal, una tentación y un peligro para aquel que se vuelve hacia lo sobrenatural.

A la "caida" se puede sin embargo oponer otra posibilidad, la de  la relación justa. Esta se establece cuando el principio  femenino, cuya naturaleza consiste es referirse al otro, se gira, no hacia lo que es fluido, sino hacia una firmeza "masculina". Existe entonces un límite. La "estabilidad" es compartida, hasta el punto de transfigurar íntimamente todas las posibilidades femeninas. Se encuentra así ante una síntesis, en el sentido positivo del término. Es preciso pues una "conversión" del principio femenino, que le llama a no existir más que para el  principio opuesto; y es preciso, sobre todo, que éste sea  absolutamente, íntegramente él mismo. Entonces ‑según el  simbolismo metafísico‑ la mujer se convierte en "esposa" que es  también "potencia", fuerza instrumental generadora receptora del principio del movimiento y de la forma del macho inmóvil, según la doctrina ya expuesta de la Shakti, que se puede encontrar, expresada de forma diferente, en el aristotelismo y el neoplatonismo. Hemos hecho alusión a las representaciones simbólicas tántrico‑tibetanas, muy significativas a este respecto, donde el macho "portador del cetro" está inmóvil, es frío y luminoso, mientras que la shakti que lo abraza y de la que es eje, tiene por sustancia llamas móviles([2]).

Bajo esta forma particular, los diversos significados que hemos indicado, en varias ocasiones, sirven de base a la norma tradicional de los sexos sobre el plano concreto. Esta norma  obedece al mismo principio del régimen de castas y se refiere  pues a los dos puntales del dharma y de la bhakti, o fides: la  naturaleza propia y la entrega activa.

Si el nacimiento no es un azar, tampoco es azar ‑en la especie‑  despertar en un cuerpo de hombre o de mujer. Aquí también la diferencia física debe ser referida a una diferencia espiritual: se es físicamente hombre o mujer por que se lo es trascendentalmente, y la caracerística del sexo, lejos de carecer de importancia en relación al espíritu es el signo indicador de una vía, de un dharma distinto. Se sabe que la voluntad de orden y de "forma" constituye la base de toda civilización tradicional; que la verdad tradicional no mueve hacia lo no‑cualificado, lo idéntico, lo indefinido, ‑hacia aquello en que las varias partes del todo se vuelven promiscuas o atómicamente similares‑ sino que exige, al contrario, que estas partes sean siempre ellas mismas, expresando de una forma más perfecta su propia naturaleza. En lo que concierne más particularmente a los sexos, el hombre y la mujer aparecen como dos tipos; aquel que nace hombre debe realizarse como hombre, aquel que nace mujer, como mujer, totalmente, excluyendo toda mezcla, cualquier promiscuidad; e incluso en lo que concierne a la dirección sobrenatural, el hombre y la mujer deben tener cada uno su propia vía, que no puede ser modificada sin caer en un modo de ser contradictorio e inorgánico.

El modo de ser que corresponde eminantemente al hombre ha sido ya examinado, así como los dos principales formas de aproximarse del  "ser en sí": la Acción y la Contemplación. El Guerrero (el Héroe) y  el Asceta son pues los dos tipos fundamentales de la virilidad pura. Simétricamente, existen dos para la naturaleza femenina. La mujer se realiza en tanto que tal, se eleva al mismo nivel que el hombre "Guerrero" o "Asceta", en la medida en que es Amante y Madre. Productos de la bipartición de un mismo tronco ideal, al igual que hay un heroismo activo, hay también un heroismo negativo; hay el heroismo de la afirmación  absoluta y el de la entrega absoluta, y uno puede ser tan luminoso, tan fructuoso como el otro, sobre el plano de la superación y de la liberación, cuando se vive con pureza, en un espíritu de ofrenda "sacrificial". Es precisamente esta diferenciación en el tronco heroico el que determina el carácter distintivo de las vías de realización para el hombre y para la mujer en tanto que tipos. Al gesto del Guerrero y del Asceta que, uno por medio de la acción pura y el otro mediante el puro distanciamiento, se afirman en una vida que está más allá de la vida, corresponde en la mujer el gesto de entregarse a otro ser, de darse entera para otro ser, sea para el hombre amado (tipo de la Amante, mujer afrodítica), sea al hijo (tipo de la Madre, mujer demetríaca), y de encontrar en esto el sentido de su vida, su alegría, y su justificación. Tal es la bhakti o fides que constituye la vía normal y natural de participación para la mujer tradicional, en el dominio de la "forma" e incluso, cuando es vivida absoluta y supra‑individualmente, más allá de la "forma". Realizarse de  forma cada vez mas precisa según estas dos direcciones distintas y que no pueden ser confundidas, reduciendo en la mujer todo lo que es masculino y en el hombre todo lo que es femenino, tendiendo hacia el "hombre absoluto" y la "mujer  absoluta", tal es la ley tradicional de los sexos, según los diferentes planos de vida([3]).

Así, tradicionalmente, no era más que mediatamente, a través de  sus relaciones con el otro ‑con el hombre‑ como la mujer podía  entrar en el orden jerárquico sagrado. En la India, las mujeres,  incluso de casta superior, no tenían iniciación propia;  pertenecían a la comunidad sagrada de los nobles ‑arya‑ por su padre antes del matrimonio y despues, por su esposo, que era también el jefe místico de la familia([4]). En la Hélade  dórica, la mujer, durante toda su vida, no tenía ningún derecho; a la edad nubil su              era el padre([5]). En Roma, conforme a una concepción espiritual análoga, la mujer, lejos de ser "igual" al hombre, estaba jurídicamente asimilada a una hija de su marido ‑filiae loco‑ y a una hermana de sus propios hijos ‑sorosis loco‑; el hijo, estaba bajo la potestas del padre,  jefe y sacerdota de su gens; la esposa, estaba, en el matrimonio  ordinario, según una ruda expresión, in manum viri. Estos  estatutos tradicionales de la dependencia de la mujer, se reencuentra también en otras partes([6]) y no eran, como los "libres espíritus" modernos les gustaría creerlo, una manifestación de injusticia y de tiranía, sino que servían para definir los límites y el lazo natural de la vía espiritual conforme a la pura naturaleza femenina.

Se puede mencionar igualmente, a este propósito, algunas  concepciones antiguas donde el tipo puro de la mujer tradicional,  capaz de una ofrenda que está en el límite de lo humano y de lo  más que humano, encuentra una expresión distinta. Tras haber  recordado la tradición azteco‑nahua, según la cual solo las  madres muertas al dar a luz participan en el privilegio de la  inmortalidad celeste propio de la aritocracia guerrera([7]), por  que se veía en ello un sacrificio similar al del guerrero que cae sobre el campo de batalla, se puede mencionar, a título de ejemplo, el tipo de la mujer hindú, mujer hasta en sus fibras más íntimas, hasta las extremas posibilidades de la sensualidad, pero viviendo sin embargo en una fides invisible y votiva, que se manifestaba ya en el don erótico del cuerpo, de la persona y de la voluntad, culminando con el otro don ‑muy diferente y más allá de los sentidos‑ por el cual la esposa arrojaba su vida en las llamas de la pira funeraria aria para seguir en el mas allá al hombre al cual se había entregado. Este sacrificio tradicional ‑pura "barbarie" a los ojos de los europeos y de los europeizados‑ donde la viuda ardía con el cuerpo de su esposo muerto, es llamado sati en  sáncrito, de la raíz as y del radical sat, ser, del que procede  también stya, lo verdadero, y significa igualmente don, fidelidad, amor([8]). Este sacrificio era concebido como la culminación suprema de la relación entre dos seres de sexo diferente, relación sobre el plano absoluto, es decir, sobre el plano de la verdad y de lo supra‑humano. Aquí el hombre se alzaba a la altura para conseguir un apoyo para una bhakti liberadora y el amor se convertía en  una vía y una puerta. Se decía, en efecto, en la enseñanza tradicional, que la mujer que seguía a su esposo sobre la pira alcanzaba el "cielo"; se transmutaba en la misma substancia de su esposo([9]), participaba a través del "fuego", en la transfiguración del cuerpo y de la carne en un cuerpo divino de luz, del cual la cremación ritual del cadáver era, en las civilizaciones arias, el símbolo([10]). Con un espíritu análogo las mujeres germánicas renunciaban frecuentemente a la vida cuando el esposo o el amante caía en la guerra.

Ya hemos indicado que la esencia de la bhakti, en general, es la  indiferencia por el objeto o la materia de la acción, es decir,  el acto puro, la disposición pura. Esto puede ayudar a hacer  comprender como, en una civilización tradicional como la hindú,  el sacrificio ritual de la viuda ‑sati‑ podía estar  institucionalizado. En verdad, cuando una mujer se entrega y se  sacrifica solamente porque está ligada a otro ser por una pasión  humana particularmente fuerte y compartida, estamos en el marco  de simples asuntos románticos privados. Solo cuando la entrega  puede sostenerse y desarrollarse sin ningún apoyo, participa en  un valor trascendente.

En el Islam se expresaron concepciones análogas en la institución  del harén. En la Europa cristiana, para que una mujer renuncie a  la vida exterior y se retire a un claustro, es precisa la idea  de Dios, y, además,  no ha sido jamás más que una  excepción. En el Islam bastaba la de un hombre, y la clausura del harem era algo natural que ninguna mujer bien nacida soñaba con discutir ni a la cual iba a renunciar: parecía natural que una mujer concentrase toda su vida sobre un hombre, amado de una forma  suficientemente amplia y desindividualizada para admitir que  otras mujeres participasen también en el mismo sentimiento y   estuvieran unidas por el mismo lazo y la misma entrega. Esto esclarece el carácter de "pureza"  considerado como esencial en esta vía. El amor que pone condiciones y pide en contrapartida el amor y la entrega del hombre, es de un orden inferior. Un hombre puramente hombre no puede conocer este género de amor más que feminizándose, es decir, desprendiéndose precisamente de esta "suficiencia en sí mismo" interior, que permite a la mujer encontrar en él un apoyo, algo que exalte su impulso a entregarse. Según el mito, Shiva, concebido como el gran asceta de las alturas, redujo a cenizas con una sola mirada a Kama, el dios del amor, cuando este intentó despertar en él la pasión hacia su esposa Parviti. Un sentido profundo se refiere, así mismo, en la leyenda relativa al Kalki‑avatara, en donde se habla de una mujer que nadie podía poseer, porque los hombres que la deseaban se encontraban, por ello mismo, transformados en mujeres. En  la mujer, existe verdadera grandeza en ella, cuando hay un don sin contrapartida, una llama que se alimenta de sí misma, un amor tanto más grande en tanto que el objeto de este amor no se ata, no desciende, crea la distancia de quien es Señor antes que simplemente, esposo o amante. En el espíritu del harem, encontramos mucho de todo esto: la superación de los celos, es decir, del egoismo pasional y de la idea de posesión por parte de la mujer, a la cual se pedía sin embargo la entrega claustral desde que se despertaba a la vida de joven hasta la decadencia, y la fidelidad a un hombre que podía tener en torno de él otras mujeres y poseerlas todas sin "darse" a ninguna. Es precisamente en esta situación "inhumana" que aparecía un ascetismo, casi se puede decir sagrado([11]). En esta forma de transformarse aparentenemente en "cosa", arde una verdadera posesión, una superación e incluso una liberación, ya que ante una fides tan incondicionada, el hombre, bajo su aspecto humano, no es más que un medio capaz de despertár las posibilidades sobre un plano no ya terrestre. Al igual que la regla del harem imitaba la de los  conventos, así mismo la ley islámica situaba a la mujer, según  las posibilidades de su naturaleza, la vida de los sentidos no  estaba excluida sino incluida e incluso exasperada, sobre el  plano mismo de la ascesis monacal([12]). Además, en menor grado, se presuponía una actitud análoga, de forma natural, en las civilizaciones donde la institución del concubinato presentó, a su manera, un carácter regular y fue legalmente reconocido en tanto que complemento del matrimonio monogámico, como en el caso de Grecia, Roma y en otras partes. El exclusivismo sexual se encontraba igualmente superado.

Es evidente que no estamos contemplando lo que frecuentemente se  han reducido los harenes y otras instituciones análogas.  Consideramos lo que les correspondía en la pura idea tradicional,  a saber, la posibilidad superior siempre susceptible de  realizarse, en principio, a través de las instituciones de este  tipo. Es misión de la tradición ‑repetimos‑ cavar lechos  sólidos, para que los ríos caóticos de la vida discurran en la  dirección justa. Son libres quienes, siguiendo esta dirección  tradicional, no la experimenten como impuesta, sino que se  desarrollan expontáneamente, reconociéndose, hasta el punto de  actuar por un movimiento interior la posibilidad más alta,  "tradicional", de su naturaleza. Los otros, aquellos que  siguiendo  materialmente las instituciones, obedeciendo, pero sin  comprenderlas y vivirlas, son los "sostenidos"; aunque privados  de la luz, su obediencia les lleva virtualmente más allà de los  límites de su individualidad, los sitúa sobre la misma dirección  que los primeros. Pero para aquellos que no siguen ni en el  espíritu, ni en la forma, el cauce tradicional, no existe más que  el caos. Son los perdidos, los caidos.

Tal es el caso de los modernos, incluso en lo que concierne a la  mujer. En verdad, no era posible que un mundo que ha "superado"  las castas restituyendo a cada ser humano ‑para expresarse en la  jerga jacobina‑ su "dignidad" y sus "derechos", pueda conservar  el sentido  de las justas relaciones entre ambos sexos. La  emancipación de la mujer debía fatalmente seguir a la  emancipación del esclavo y la glorificación del sin‑clase y del  sin‑tradicion, es decir, del paria. En una sociedad que no conoce  ni el Ascesis, ni el Guerrero, en una sociedad donde las manos de  los últimos aristocratas parecen hechas más para las  raquetas de tenis o los shakers de cocktails  que para la  espada y el cetro, en una sociedad donde el tipo de hombre viril,  cuando no se identifica con la larva parlanchina del  "intelectual" y del "profesor", el fantoche narcisista del  "artista" o  la maquinita ocupada y  repelente del banquero y  del político, es representado por el boxeador o el actor de cine,  en una sociedad así, era natural que incluso la mujer se alzara y  reivindicara para ella también una "personalidad" y una libertad  en el sentido anárquico e individualista de la época actual. Y  mientras  la ética tradicional pedía al hombre y a la mujer ser siempre,  cada vez más, ellos mismos, expresar con rasgos cada vez más  decididos lo que hace de un hombre, un hombre y de aquella una mujer, la nueva civilización tiende a la nivelación, a lo informe, a un estado que en realidad no está más allá, sino más acá de la individuación y de la diferencia de los sexos.

Se ha tomado una abdicación por una conquista. Tras siglos de  "esclavitud" la mujer ha querido ser libre, ser ella misma. Pero  el "feminismo" no ha sabido concebir para la mujer una  personalidad que no fuera una imitación de la del varón, aunque  sus "reivindicaciones" enmascaren una falta fundamental de  confianza de la mujer nueva en relación a sí misma, su impotencia  en ser lo que es y en contar para lo que es: una mujer y no un  hombre. Por una fatal incomprensión, la mujer moderna ha  experimentado el sentimiento de una inferioridad completamente  imaginaria en no ser más que mujer y casi ha considerado como una  ofensa ser tratada "solamente como mujer". Tal ha sido el origen  de una falsa vocación frustrada: y es precisamente por ello que la  mujerse ha querido tomar una revancha, reivindicar su "dignidad", mostrar su "Valor", llegando a medirse con el hombre. No se trataba solo, sin embargo, del hombre verdadero, sino del hombre‑construcción, del hombre‑fantoche de una civilización  estandarizada, racionalizada, que no implicaba casi nada verdaderamente diferenciado y cualitativo. En tal civilización, no puede evidentemente tratarse de un privilegio legítimo cualquiera, y las mujeres, incapaces de reconocer su vocación natural y defenderla, fue en el plano más bajo (porque ninguna mujer sexualmente feliz experimenta ninguna la necesidad de imitar y envidiar al hombre), como pudieron fácilmente demostrar que poseían virtualmente, también, las facultades y los talentos ‑materiales e intelectuales‑ del otro sexo, que son, en general, necesarios y apreciados en una sociedad de tipo moderno. El hombre, en verdad irresponsable, ha dejado hacer, incluso ha ayudado, ha llevado a la mujer a las calles, a las oficinas, las escuelas, las fábricas, a todos los ámbitos contaminadores de la sociedad y de la cultura modernas. Es así como ha sido dado el ultimo empujón nivelador.

Y allí donde la emasculación espiritual del hombre moderno  materializado no ha restaurado la primacía, propia de las antiguas comunidades ginecocráticas, de la mujer hetaira, árbitro de hombres embrutecidos por los sentidos y trabajando para ella, el resultado ha sido la degeneración del tipo femenino hasta en sus características somáticas, la atrofia de sus posibilidades  naturales, el ahogo de su interioridad específica. De aquí el  tipo garçonne, la joven vacía, a la moda, incapaz de todo impulso  más allá de sí misma, incapaz incluso, a fin de cuentas de  sensualidad y de pecado, pues, para la mujer moderna, incluso las  promesas de amor físico presentan amenudo menos interés que el  culto narcisista de su propio cuerpo, el exhibirse vestida o lo  menos vestida posible, el"training", la danza, el deporte, el dinero, etc... Apenas queda en Europa nada de la pureza de la ofrenda, la fidelidad que da todo y no pide nada, el amor que es bastante fuerte como para no tener necesidad de ser exclusivo. A parte de una fidelidad puramente conformista y burguesa, el amor que Europa había elevado era aquel que no permitía al amado no amar. Cuando la mujer, para consagrarse a él, pretende que el hombre le pertenezca en alma y cuerpo, no solo ya ha "humanizado" y empobrecido su ofrenda, sino, sobre todo, ha comenzado a traicionar la esencia pura de la feminidad para adoptar, aquí también, un modo de ser propio a la naturaleza masculina y de la especia más baja: la posesión, el derecho sobre el otro, y el orgullo del Yo. Lo demás ha seguido, como en toda caida, una ley de aceleración. En efecto, la mujer que pretende guardar un hombre para ella sola, termina por desear poseer a mas de uno. En una fase ulterior, su egocentrismo aumenta, no serán los hombres los que le interesarán, sino solo lo que puedan darle para satisfacer su placer o su vanidad. Como epílogo, la corrupción y la superficialidad, o bien una vida práctica y exteriorizada de tipo masculino que desnaturaliza a la mujer y la lanza en la fosa masculina del trabajo, del beneficio, de la actividad práctica paroxística e incluso de la política.

Tales son los resultados de la "emancipación" occidental, que  está, por lo demás, en trance de contaminar el mundo entero más  rápidamente que una peste. La mujer tradicional, la mujer  absoluta, entregándose, no viviendo para sí, queriendo darse  íntegramente para otro, con simplicidad y pureza, realizándose, se pertenece, con su heroismo y, en el fondo, se convierte en  superior al hombre ordinario. La mujer moderna, queriendo ser  ella misma se ha destruido. La "personalidad" deseada le ha  restado toda personalidad.

Y es fácil preveer lo que se convertirán, en estas condiciones,  las relaciones entre los dos sexos, incluso desde el punto de  vista material. Aquí, como en el magnetismo, contra más fuerte es la polaridad, más el hombre es verdaderamete hombre y la mujer  verdaderamente mujer y más alta y viva es la chispa creadora.  ¿Qué puede existir, al contrario, entre estos seres mixtos,  privados de toda relación con las fuerzas de su naturaleza más  profunda?  ¿entre estos seres en los que el sexo empieza y termina en el mero plano fisiológico, suponiendo incluso inclinaciones anormales que no se hayan manifestado?  ¿entre estos seres que, en su alma, no son ni hombre ni mujer, o que, siendo mujer, parecen hombre y siendo hombre, son mujer y alardean como un "más allá" del sexo, de todo lo que efectivamente  está "más acá"? Toda relación no podrá tener más que un carácter equívoco y falso: promiscuidad de una seudo‑camaradería, simpatías "intelectuales" morbidas, banalidad del nuevo realismo comunista o bien sufrirá de todos los complejos neuróticos sobre los cuales Freud ha edificado una "ciencia" que es un verdadero signo de los tiempos. El mundo de la mujer "emancipada" no comporta otras posibilidades y las vanguardias de este mundo, Rusia y América del Norte, están ya allí para facilitar, a este respecto, testimonios particularmente significativos([13]), sin hablar del fenómeno del tercer sexo.

Todo esto no puede tener repercusiones sobre un orden de cosas  del que los modernos, en su ligereza, están lejos de sospechar el alcance.



([1])El lector encontrará otras refencias en nuestra obra  Metafísica del Sexo, cit.,  cap. IV, 31. Se enseñaba, en  particular entre los filósofos de la dinastía Sin, que el Cielo  "produce" a los hombres, la Tierra a las mujeres, y que por esta  razón la mujer debe estar sometida al hombre como la Tierra lo  está al Cielo (cf. PLATH, Religion der alten Chinesen, I, pag.  37).

 

([2])En el simbolismo erótico de estas tradiciones, el mismo  sentido se reencuentra en la representación de la unión de la  pareja divina en viparita‑maithuna, es decir, en un abrazo en el  que el macho permanece inmóvil, y donde es la shakti quien  desarrolla el movimiento.

 

([3])A este respecto, se puede mencionar, como particularmente  significativo, el hábito de las poblaciones salvajes de separar  los grupos de hombres solo en casas llamadas "casas de hombres",  a título de fase preliminar de una diferenciación viril que se  completa luego mediante los ritos de iniciación, de los que las  mujeres son excluidas, ritos que vuelven al individuo  definitivamente independiente de la tutela femenina, lo  introducen en nuevas formas de vida y lo sitúan bajo nuevas  leyes. Cf. H. WEBSTER, Primitive Secret Societies ‑ A Study in  early Politicis and Religion, trad. it. Bolonia, 1929, pag. 2 y  sigs. 28, 30‑31.

 

([4])Cf. SENART, Les castes dan l'Inde, cit., pag. 68; Mânava-dharmashastra, IX, 166; V, 148; cf. V, 155: "No hay  sacrificio, culto o ascesis que se refiera particularmente a la mujer. La esposa que ama y venera a su esposo, será honrada por el Cielo". No se puede estudiar aquí el sentido del sacerdocio femenino y decir porque no contradice la idea anteriormente expuesta. Tradicionalmente, este sacerdocio tuvo un carácter lunar; lejos de corresponden a una vía diferente, expresaba un reforzamiento del dharma en tanto que supresión absoluta de todo principio personal, en vistas, por ejemplo, de dar libre curso a la voz del oráculo y del dios. Hablaremos más adelante, de la  alteración propia a las civilizaciones decadentes, donde el  elemento femenino‑lunar usurpa la cúspide jerárquica. Conviene examinar separadamente la utilización sagrada e iniciática de la mujer en la "vía del sexo" (cf. a este respecto J. EVOLA, Metafísica del Sexo, cit.).

 

([5])Cf, Handbuch der Klass. Altertumswissensch., v. IV, pag. 17.

 

([6])Así, por lo que se refiere a la China antigua se lee en Niu‑kie‑tsi‑pien (V): "Cuando una mujer pasa de la casa paterna a la del esposo, pierde todo, hasta su nombre. No tiene nada en propiedad: lo que lleva, lo que es, su persona, todo pertenece a aquel a quien se la entrega como esposa", y en el Niu‑huien‑shu se subraya que una mujer debe estar en la casa "como una sombra y un simple eco" (cit apud S. TROVATELLI, Le civiltà et le legislazioni dell'antico Oriente, Bolonia, 1890, pag. 157 y sigs.).

 

([7])Cf. REVILLE, Relig. du Mexique, cit., pag. 190.

 

([8])Cf. G. de LORENZO, Oriente et Occidente, Bari, 1931, pag. 72. Costumbres análogas se encuentran también en otros troncos de la raza aria: entre los tracios, los griegos, los escitas, y los eslavos (cf. C. CLEMEN, Religions-geschichte Europas, Heidelberg, 1926, v. I, pag. 218). En la civilización inca, el suicidio de las viudas para seguir al marido, si bien no estaba establecido por la ley, era sin embargo habitual y las mujeres que no tenían el valor de realizarlo o creían tener motivos para dispensarse de él, eran despreciadas (cf. REVILLE, op. cit., pag. 364).

 

([9])Cf. Mânavadharmashastra, IX, 29: "La que no traiciona a su  esposo y cuyos pensamientos, palabras y cuerpos son puros,  alcanza tras la muerte la misma morada que su esposo".

 

([10])Cf. Brhadaranyaka‑upan., VI, ii, 14; PROCLO, In Tim., V 331  b; II, 65 b.

 

([11])En el Mânavadharmashastra no solo se prescribe que la mujer  no debe jamás tener una iniciativa personal y debe, según su condición, pertenecer al padre, al esposo y al hijo (V, 147‑8; IX, 3), sino que se dice también (V, 154): "Incluso si la conducta del esposo no es recta, incluso si se entrega a otros amores y no tiene cualidades, la mujer debe sin embargo venerarle como a un dios".

 

([12])La ofrenda sagrada del cuerpo e incluso de la virginidad, se encuentra reglamentada de forma rigurosa en una institución que es otro motivo de escándalo para los modernos: la prostituciòn sagrada, practicada en los antiguos templos siríacos, licios, lidios, tebanos, etc... La mujer no debía hacer la primera ofrenda de sí misma en un movimiento pasional orientado hacia un hombre dado, sino que debía, en el espíritu de un sacrificio sagrado, ofrecerlo a la diosa, entregándose al primer hombre que,  en el recinto sagrado, le lanzaba una moneda de cualquier valor. No es más que tras esta ofrenda ritual de su cuerpo que la mujer podía casarse. HERODOTO (I, 90) refiere como un hecho significativo "que una vez de regreso a su casa, se le puede ofrecer (a esta niña convertida en mujer) cualquier suma de dinero: no se obtendrá nada de ella", lo cual basta para mostrar lo poco que había de "corrupción" y de "prostitución" en todo esto. Otro aspecto de esta institución es revelado por MEREJKOWSKI Les Mystres de l'Orient, París, 1927, pag. 358): "Todo ser humano debe, por lo menos una vez en su vida, liberarse de la cadena del nacimiento y de la muerte; una vez al menos en su vida todo hombre debe unirse a una mujer y toda mujer a un hombre, no para engendrar hijos, sino para morir. Cuando el hombre dice [arrojando la moneda]: "Yo llamo a la diosa Milita",  la mujer es para él Milita misma". Cf. J. EVOLA, Metafísica del Sexo, cit., para el desarrollo de estas ideas.

 

([13])Según las estadísticas de 1950, elaboradas sobre bases  médicas (C. FREED y W.S. KROGER) el 75% de las jóvenes  norteamericanas estarían "sexualmente anestesiadas" y su "líbido" (por emplear el término freudiano), se centraría principlamente en el marcisismo exhibicionista. Entre las mujeres anglo‑sajonas en general, la inhibición neurótica de la vida sexual auténticamente femenina, es característica y procede de que son víctimas de un falso ideal de "dignidad" al mismo tiempo que de prejuicios del moralismo puritano.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 19. El Espacio, el Tiempo, la Tierra

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 19. El Espacio, el Tiempo, la Tierra

Biblioteca Julius Evola.- Cuando esta primera parte ya se aproxima al final de la Primera Parte de su obra, Evola toca temas que enlazarán con la Segunda Parte dedicada a presentar una morfología de las civilizaciones. Sin duda, la más básica es explicar la diferencia entre el "tiempo metafísico" y el "tiempo moderno. Si para las civilizaciones modernas, el tiempo es una nocion lineal, para las civilizaciones tradicionales, tiene, como, por lo demás el espacio, un aspecto cualificado.

 

19

EL ESPACIO ‑ EL TIEMPO ‑ LA TIERRA

En las  páginas que preceden, hemos llamado la atención sobre el  hecho que el hombre tradicional y el hombre moderno no se  diferencian solo por su mentalidad y su tipo de civilización. La  diferencia afecta igualmente a las posibilidades mismas de la  experiencia, a la forma de vivirla en el mundo de la naturaleza, es decir, a las categorías de  percepción y a la relación fundamental entre el Yo y el no‑Yo. El espacio, el tiempo, la causalidad, han tenido, para el hombre tradicional, un carácter muy diferente del que corresponde a la experiencia del hombre de épocas más recientes. El error de lo que se llama gnoseología (teoría del conocimiento), a partir de Kant, es suponer que estas formas fundamentales de la experiencia humana han sido siempre las mismas y, en particular, las que son familiares al hombre actual. En realidad se puede constatar, a este respecto también, una transformación profunda, conforme al proceso general de involución. Nos limitaremos aquí a examinar la diferencia en cuestión en lo que respecta al espacio y al tiempo.

En lo que concierne al tiempo, el punto fundamental ya ha sido  indicado en la introducción: El tiempo de la civilización tradicional no es un tiempo "histórico" lineal. El tiempo, el devenir, están inmediatamente relacionados con lo que es superior al tiempo, de forma que la percepción se encuentra espiritualmente transformada.

Para aclarar este punto, es útil precisar lo que el tiempo  significa hoy. Es el orden simple e irreversible de acontecimientos sucesivos. Sus partes son homogéneas unas en  relación a las otras y, por ello, mesurables como una cantidad.  Además, comporta la diferenciación del "antes" y del "despues"  (pasado y futuro) en relación a un punto de referencia  completamente relativo (el presente). Pero el hecho de ser pasado  o futuro, en un momento o en otro del tiempo, no confiere  ninguna cualidad particular a un acontecimiento dado: lo  relaciona con una fecha y es todo. Existe, en suma, una especie  de indiferencia recíproca entre el tiempo y sus contenidos. La  temporalidad de estos contenidos significa simplemente que son  llevados por una corriente continua que no vuelve atrás nunca y  de la que, en el fondo, cada punto, aunque sea siempre diferente,  es, sin embargo, siempre igual a no importa qué otro. En las  concepciones científicas más recientes ‑como las de Minkowski o  Einstein‑ el tiempo pierde su carácter. Se habla en efecto de la  relatividad del tiempo, del tiempo como "cuarta dimensión del  espacio", y así sucesivamente, lo que significa que el tiempo se  convierte en un orden matemático, absolutamente indiferente a los  acontecimientos, que pueden encontrarse en un "antes", antes que  en un "despues", únicamente en función del sistema de referencia  elegido.

La experiencia tradicional del tiempo es de naturaleza diferente.  El tiempo no es una cantidad, sino una cualidad; no una serie,  sino un ritmo. No discurre uniforme e indefinidamente, sino que  se fracciona en ciclos, períodos, de los que cada momento tiene un significado y por ello un valor específico en relación a todos los demás, una individualidad viviente y una función. Estos ciclos o períodos ‑el "gran año" caldeo y helénico, el saeculum etrusco‑latino, el eón iranio, los "soles" aztecas, los kalpa hindúes, etc...‑ representan cada uno un desarrollo completo, formando unidades cerradas y perfectas, es decir, idénticas,  repitiéndose, no cambian y no se multipican, sino que se suceden,  según una feliz expresión, como "una serie de eternidades"([1]).

Tratándose de un conjunto no cuantitativo, sino orgánico, la  duración cronológica del saeculum podía también ser flexible.  Duraciones cualitativamente desiguales podían ser consideradas  como iguales desde el momento en que cada una de ellas contenía y reproducía todos los momentos típicos de un ciclo. Por esto  tradicionalmente se repiten los números fijos ‑por ejemplo, el  siete, el nueve, el doce, el mil‑ que no expresan cantidades,  sino estructuras típicas del ritmo, permitiendo ordenar las  duraciones materialmente diferentes, pero simbólicamente  equivalentes.

El mundo tradicional conoció, en lugar de la secuencia  cronológica indefinida, una jerarquía fundada sobre las  correspondencias analógicas entre los grandes y los pequeñas ciclos, que desembocan, a decir verdad, en una especie de  reducción de la multiplicidad temporal a la unidad supratemporal([2]). El pequeño ciclo reproduciendo analógicamente el gran ciclo, se disponía virtualmente también de un medio de participar en órdenes más vastos, en duraciones cada vez más libres de todo residuo de materia o de contingencia, hasta el punto de alcanzar, por así decir, una especie de espacio-tiempo, una estructura inmutable a través de la cual se transparentan significados eternos([3]). Ordenando el tiempo de lo alto, de manera que cada duración se distribuya en períodos cíclicos que reflejan esta estructura, asociando a momentos determinados de estos ciclos las celebraciones, ritos o fiestas destinadas a despertar o a hacer presentir los significados correspondientes, el mundo tradicional, a este respecto también, actuó en el sentido de una liberación y una transfiguración; ha detenido el flujo confuso de las aguas; ha creado esta transparencia a través de la corriente del devenir, que permite la visión de la inmóvil profundidad. No hay que extrañarse que el calendario, base de la medida del tiempo, haya tenido en otro tiempo un carácter sagrado y haya sido confiado a la ciencia de la casta sacerdotal, ni que algunas horas del día, algunos días a la semana, y algunos días al año, hayan sido consagrados a algunas divinidades o relacionadas con ciertos destinos. Una huella de esto permanece en el catolicismo, que conocía un año constelado de fiestas religiosas y de días, más o menos, marcados por santos, mártires o acontecimientos sagrados, donde se conserva aun como un eco de esta antigua concepción del tiempo, ritmado por el rito, transfigurado por el símbolo, formado a imagen de una "historia sagrada".

El hecho que para fijar las unidades de ritmo, se adopte  tradicionalmente las estrellas, los períodos estelares y, sobre  todo, los puntos del recorrido solar, está lejos de   apoyar las interpretaciones llamadas "naturalistas": el mundo  tradicional, en efecto, no "diviniza" nunca los elementos de la  naturaleza y del cielo, sino que, a la inversa, se sirve de ellos  como  soportes para expresar analógicamente significados divinos,  significados percibidos directamente por civilizaciones que "no  consideraban el cielo superficialmente ni como bestias de  pastoreo"([4]). Se puede incluso admitir que el recorrido anual  del sol fue primordialmente el centro y el origen de un sistema  unitario (cuyo calendario no era más que un aspecto) que  establecía constantes interferencias y correspondencias simbólicas y mágicas entre el hombre, el cosmos y la realidad sobrenatural([5]). Las dos curvas de descenso y ascenso de la luz solar en el año aparecen, de hecho, como la realidad perceptible más inmediata para expresar el sentido sacrificial de la muerte y del renacimiento, el ciclo constituido por la vía oscura descendente y por la vía luminosa ascendente.

Tendremos que referirnos, a continuación, a la tradición según la  cual la región que hoy corresponde al Artico fue la sede original  de los linajes que crearon las principales civilizaciones indo‑europeas. Se puede pensar que cuando se producía la glaciación  ártica, la división del "año" en una sola noche y un solo día  haya dramatizado fuertemente la experiencia del recorrido solar, hasta el punto de hacer de él uno de los mejores soportes para expresar los lazos metafísicos indicados, sustituyéndolos a lo que, como puro simbolismo "polar", y no aun solar, se referia a períodos más lejanos.

Las constelaciones zodiacales se prestan de forma natural a la  fijación de los "momentos" de este desarrollo, articulaciones del  "dios‑año", el número doce es una de las "siglas del ritmo" que  se repiten más frecuentemente a propósito de todo lo que tiene el  sentido de una realización "solar" y representa también por todas  partes donde se constituye un centro que, de una forma o  de otra, haya encarnado o intentado encarnar la tradición urano‑  solar, por todas partes donde el mito o la leyenda han expresado bajo la forma de representaciones o personificaciones  simbólicas, un tipo de regencia análoga([6]).

Pero en el recorrido duodecimal del sol a través de los doce  signos zodiacales, existe un momento crítico que tiene un significado  particular: el que corresponde al punto más bajo de la  eclíptica, el solsticio de invierno, fin del descenso, principio  del ascenso, separación del período oscuro y del   luminoso. Según representaciones que se remontan a la alta  prehistoria, el "dios‑año" aparece aquí como el "hacha" o "dios‑  hacha", que corta en dos partes el signo circular del año o de  otros símbolos equivalentes: espiritualmente, es el momento  típicamente "triunfal" de la solaridad (presentado en diferentes  mitos como el resultado victorioso de la lucha de un héroe solar  contra criaturas representantes del principio tenebroso, a menudo  con una referencia al signo zodiacal en el cual se encuentra,  según las edades, el solsticio de invierno). Esta "separación",  que es una resurrección, es también  iniciación en una "vida  nueva", en un nuevo ciclo: natalis dii solis invicti.

Las fechas corresponden a situaciones estelares susceptibles ‑como la solsticial‑ de expresar, en términos de  simbolismo cósmico, verdades superiores, se conservan, por  otra parte, prácticamente inmutables cuando la tradición cambia de  forma y se transmite a otros pueblos. Un estudio comparado  permite revelar fácilmente la correspondencia y  uniformidad de  las fiestas y los ritos fundamentales del calendario, gracias a  los cuales lo sagrado se introducía en la trama del tiempo a fin  de fraccionar la duración en otras tantas imágenes cíclicas de  una historia eterna, que los fenómenos de la naturaleza  recordaban y ritmaban.

El tiempo presentaba, además, en la concepción tradicional, un  aspecto mágico. Cada punto de un ciclo teniendo ‑en virtud de la  ley de las correspondencias analógicas‑ su individualidad propia, la duración desarrollaba la sucesión periódica de manifestaciones típicas de influencias y poderes determinados y comportaba, por tanto, tiempos propicios y no propicios, fastos y nefastos. Este aspecto cualitativo del tiempo constituía un elemento esencial de  la ciencia del rito: las "partes" del tiempo no podían ser  consideradas como indiferentes, en relación a las acciones a  realizar, sino que presentaban, por el contrario, un carácter activo, que debía tenerse en cuenta([7]). Cada rito tenía pues su  "tiempo", debía ser ejecutado en un momento determinado, fuera  del cual su virtud se encontraba aminorada o paralizada, o  incluso orientada hacia un efecto opuesto. En algunos aspectos,  se puede estar de acuerdo con quien ve en el antiguo calendario el orden de periodicidad de un sistema de ritos([8]). De forma más general, se conocieron disciplinas ‑como las ciencias augurales‑ cuyo objeto consistía en buscar si tal momento o tal período era o no propicio para la realización de una acción determinada. Ya hemos hecho alusión al lugar que tenía este tipo de preocupación, incluso en el arte militar romano.

Conviene señalar que todo esto no corresponde de ninguna manera a un "fatalismo", sino que expresa, ante todo, la intención  permanente del hombre tradicional de prolongar y completar su  propia fuerza con una fuerza no humana, descubriendo los momentos  en que dos ritmos ‑el ritmo humano y el de las potencias  naturales‑ pueden, por una ley de sintonía, de acción concordante  y de correspodencia entre la física y la metafísica, convertirse  en una sola cosa, hasta el punto de arrastrar a la acción a los  poderes invisibles([9]). Así se encuentra de nuevo confirmada la  concepción cualitativa del tiempo viviente, donde cada hora y cada instante tiene su rostro y su "virtud" y donde, sobre el plano más elevado, el plano simbólico‑sagrado([10]) existen leyes  cíclicas que desarrollan idénticamente una "cadena ininterrumpida  de eternidades".

De lo anterior se desprende una consecuencia que no carece de interés. Si, tradicionalmente, el tiempo empírico fue ritmado y medido por un tiempo transcendente, no conteniendo hechos sino significados y si es en este tiempo esencialmete suprahistórico donde viven y "actúan" los mitos, los héroes y los dioses tradicionales, se debe sin embargo concebir un tránsito en sentido inverso, de lo bajo hacia lo alto. En otros términos, puede suceder que algunos hechos o personajes, históricamente reales, hayan repetido y dramatizado un mito, encarnado ‑parcial o completamente, conscientemente o no‑estructuras y símbolos suprahistóricos. Por ello mismo, estos hechos o estos seres pasan entonces de un tiempo a otro, deviniendo expresiones nuevas de realidades preexistentes. Pertenecen simultáneamente a los dos tiempos, son personages y hechos a la vez reales y simbólicos, y pueden ser así transportados de un período a otro, antes o despues de su existencia real, cuando se considera el elemento suprahistórico que representan; por ello algunas investigaciones de los sabios modernos respecto de la historicidad de diversos acontecimientos o personajes del mundo tradicional, su cuidado por separar el elemento histórico y del elemento mítico o legendario, su extrañeza ante cronologías tradicionales "infantiles", algunas de sus ideas, en fin, relativas a lo que se llama "evhemerizaciones", no reposan más que sobre el vacío. En el caso  en cuestión ‑ya lo hemos dicho‑ son precisamente el mito y la anti‑historia quienes conducen al conocimiento más completo de "la historia".

Además, más o menos en el mismo orden de ideas, hay que   buscar el verdadero sentido de las leyendas relativas a personajes secuestrados en lo "invisible" y sin embargo "jamás muertos", destinados a "despertarse" o manifestarse de nuevo durante cierto tiempo (correspondencia cíclica), como por ejemplo Alejandro Magno, el Rey Arturo, "Federico", Sebastian, encarnaciones diversas de un tema único, transposiciones de la realidad a la suprarealidad. Es así, en fin, como se debe comprender la doctrina hindú de los avatara o encarnaciones divinas periódicas, bajo el aspecto de figuras diferentes, pero que expresan una función idéntica.

Si el hombre tradicional tenía del tiempo una experiencia  esencialmente diferente de la del hombre moderno, consideraciones  análogas son igualmente válidas en lo que concierne al espacio.

Hoy el espacio es considerado como el mero "contenedor" de los  cuerpos y de los movimientos, indiferentes en sí a los y otros. Es homogéneo: cualquiera de sus regiones equivale objetivamente a otra y el hecho de que algo se encuentre ‑o que un acontecimiento se desarrolle‑ en un punto del espacio antes que en otro, no confiene ninguna cualidad particular a la naturaleza íntima de esta cosa o de este acontecimiento. Nos referimos aquí a lo que representa el espacio en la experiencia inmediata del hombre moderno y no a algunas recientes concepciones físico‑matemáticas del espacio como espacio curvo y espacio no homogéneo pluridimensional. Por otra parte, se trata solo de esquemas matemáticas, cuyo valor es puramente pragmático y a los que no corresponde ninguna experiencia; los diferentes valores que presentan los lazos de cada uno de estos espacios considerados como "campos intensivos", no se refieren más que a la materia, la energía y la gravitación, y de ninguna manera a algo extra‑físico o cualitativo.

En la experiencia del hombre tradicional, por el contrario, e  incluso en las huellas residuales de estas experiencia que se  encuentra en algunas poblaciones salvajes, el espacio es algo  vivo, y saturado de todo tipo de cualidades e intensidades. La idea tradicional del espacio se confunde muy amenudo con la del "eter vital" ‑el akasha, el "mana"‑sustancia‑ energía mística que lo penetra todo, más inmaterial que material, más psíquico que físico, a menudo concebido como "luz", distribuido según saturaciones diversas en las diferentes regiones, de las que cada una parece poseer virtudes particulares y participar esencialmente en los poderes que residen, hasta el punto de hacer, por así decir, de cada lugar un lugar fatídico, con su  intensidad y su individualidad ocultas([11]). La expresión pauliana bien conocida: "Estamos en Dios, en El vivimos y morimos", puede aplicarse, a condición de reemplazar la palabra Dios por el término "divino", "sacrum" o "numinoso", a lo que correspondía, para el hombre tradicional, al espacio de los modernos, "lugar" abstracto e impersonal de los objetos y movimientos.

No es posible examinar aquí todo lo que se fundaba, en el mundo  tradicional, sobre tal sensación del espacio. Nos limitaremos a  algunos ejemplos que afectan a dos órdenes distintos a los  cuales ya hemos aludido, el orden mágico y el simbólico.

En lo que concierne al segundo, se constata que el espacio ha  servido constantemente de base, en la antigüedad, a las  expresiones más características de la metafísica. La región  celeste y la región terrestre, lo alto y lo bajo, tanto como lo  vertical y lo horizontal, la derecha y la izquierda y así  sucesivamente, facilitaron la materia de un simbolismo típico,  expresivo y universal, una de cuyas formas más conocidas es el  simbolismo de la cruz. Puede establecerse también una relación  entre la cruz de dos dimensiones y los cuatro puntos cardinales,  entre la cruz de tres dimensiones y el esquema obtenido añadiendo  a estos puntos las direcciones de lo alto y lo bajo, sin que esto  justifique las interpretaciones naturalistas (geo‑astronómicas) de los símbolos antiguos. Conviene en efecto repetir aquí lo que ya se ha dicho a propósito del aspecto astronómico de los calendarios, a saber, que el hecho de reencontrar la cruz en la naturaleza significa simplemente "que el verdadero simbolismo, lejos de ser inventado artificialmente por el hombre, se encuentra en la naturaleza o incluso, para expresarnos mejor, que la naturaleza entera no es más que un símbolo de las realidades transcendentes"([12]).

Sobre el plano mágico, a cada dirección del espacio también   correspondieron antiguamente "influencias" determinadas,  presentadas a menudo bajo forma de entidades, genios, etc...; el  conocimiento de estas correspondencias no sirvió solo de base  para aspectos importantes de la ciencia augural y de la geomancia  (el desarrollo de esta disciplina en Extremo‑Oriente ha sido  particularmente característica), sino también para la doctina de las  orientaciones sagradas en el rito y en la disposición de los  templos (las catedrales se "orientaban" en Europa hasta la  Edad Media) conforme a la ley de las analogías y a la posibilidad  que comporta prolongar lo humano y lo visible en lo cósmico y  lo invisible. Al igual que un momento del tiempo tradicional  equivale a otro si se trata de una acción ‑sobre todo  ritual‑ a realizar, e incluso, de una forma más general, ningún  punto, región o lugar del espacio tradicional  equivalía a  otro, y esto se aplicaba a un orden de ideas mucho más vastas que  aquel al que se refería, por ejemplo, la elección de lugares  subterráneos o cavernas para algunos ritos, de altas montañas  para  otros y así sucesivamente. Ha existido en efecto, tradicionalmente, una verdadera geografía sagrada, que no era arbitraria, sino conforme a transposiciones físicas de elementos metafísicos. A ella se refiere la teoría de las tierras y de las ciudades "santas", de los centros tradicionales de influencias espirituales sobre la tierra, y de ambientes consagrados en vistas de "vitalizar" particularmente toda acción que se desarrolle, hacia lo trascendente. En general, los lugares donde se fundaron templos, así como numerosas ciudades en el mundo de la Tradición, no fueron elegidos al azar, o según simples criterios de oportunidad y la costrucción, además de estar precedida de ritos  determinados, obedecía a leyes especiales de ritmo y analogía.  No tendríamos dificultades de elección para reunir ejemplos que  mostrasen como el espacio en el cual se desarrollaban en general  los ritos tradicionales, no es el espacio de los modernos, sino un  espacio efectivamente metafísico, viviente, fatídico, magnético, donde cada gesto tiene su valor, donde cada signo trazado, cada palabra pronunciada, cada operación realizada, adquiere un sentido de ineluctabilidad y eternidad y se transforma en una suerte de decreto de lo invisible. En el espacio del rito es preciso ver un estadio más intenso de la misma sensación general del espacio que experimentaba el hombre tradicional.

Completaremos este orden de consideraciones con unas breves notas  sobre los "mitos" que el hombre antiguo, si hemos de creer a  nuestros contemporáneos, habría fantásticamente bordado sobre los  diversos elementos y aspectos de la naturaleza. La verdad es que una vez más encontramos, aquí, esta oposición entre suprarealismo y humanismo, que distingue lo que es tradicional de lo que es moderno.

El "sentimiento de la naturaleza", tal como lo entienden los  los modernos, es decir, como el pathos lírico‑subjetivo despertado en la sentimentalidad del individuo por el aspecto de las cosas, era desconocido para el hombre tradicional. Ante las cimas de las montañas, los silencios de los bosques, el curso de los arroyos, el misterio de las cavernas, y así sucesivamente, no experimentaba las impresiones poéticas subjetivas de un alma romántica, sino sensaciones reales ‑aun cuando a menudo eran confusas‑ de lo suprasensible, es decir, poderes ‑numina‑ que impregnaban estos lugares; tales sensaciones se traducían en imágenes variadas ‑genios y dioses de los elementos, fuentes, bosques, etc...‑ que, si bien estaban determinadas por la fantasía, no lo eran arbitrariamente y subjetivamente, sino  según un proceso necesario. Es preciso, en otros términos,  recordar que la facultad imaginativa, en el hombre tradicional,  no producía solo imágenes materiales correspondientes a los datos  sensibles, o imágenes arbitrarias subjetivas como en el caso de  los sueños o espejismos del hombre moderno. En él, por el  contrario, la facultad imaginativa era, en  cierta medida,  independiente del yugo de los sentidos físicos como sucede  en nuestros días en el estado de sueño o bajo el efecto de drogas, sino orientada de manera que pudiera, amenudo, recibir y  traducir en formas plásticas impresiones más sutiles, pero no  arbitrarias y subjetivas, emanandas del medio. Cuando, en el  estado de sueño, una impresion física,como el peso de las sábanas, por ejemplo, se dramatiza a través de la imagen de una roca que cae, se trata, ciertamente, de un producto de la imagnación, pero  que no es, sin embargo arbitrario: la imagen ha nacido en virtud de una necesidad, independientemente del Yo, como un símbolo al cual corresponde efectivamente una percepción.  De la misma forma deben interpretarse estas imágenes fabulosas que el hombre tradicional introducía en la naturaleza. Junto a la percepción física, poseía una percepción "psíquica", o sutil, de las cosas y los lugares,‑correspondiente en las "presencias"  igualmente distribuidas‑ la cual, recogida por una facultad  imaginativa independiente, en grados diversos, de los sentidos físicos, determinaba en ella las dramatizaciones simbólicas correspondientes: dioses, demonios y genios de los lugares, de los fenómenos y elementos. Si la variedad de imaginaciones dramatizantes de diversas razas y, en ocasiones también, de los individuos, ha tenido a menudo como resultado personificaciones diferentes, tras ellas, el ojo experto encuentra fácilmente la  unidad, como si una persona que despertase constara pronto la  unidad de la impresión confusa que la fantasía onírica de varias  personas puede haber traducido mediante imágenes simbólicas  diferentes, pero completamente equivalentes, sin embargo,  referidas a una causa objetiva comun, distintamente percibida.

Lejos de ser fábulas poéticas tejidas sobre la naturaleza, es decir sobre las imágenes materiales que son las únicas que  percibe el hombre moderno, los mitos antiguos, sus  representaciones fabulosas fundamentales, representaron pues, en  el origen, una integración de la experiencia objetiva de la  naturaleza, algo que se introducía expontáneamente en la trama de los datos sensibles, completándolos mediante símbolos vivientes, en ocasiones incluso visibles, del elemento sutil, "demoníaco" o sagrado, del espacio y de la naturaleza.

Estas consideraciones, relativas a los mitos tradicionales que se refieren particularmente al sentido de la naturaleza, deben  naturalmente ser extendidas ‑como hemos dicho‑ al conjunto de los  mitos tradicionales. Es preciso admitir que estos nacen de un  proceso necesario en relación a la conciencia individual; el  origen de este proceso reside en relaciones reales ‑aunque puedan  ser inconscientes y oscuros‑ con la suprarrealidad, relaciones que la fantasía imaginativa dramatiza bajo formas variadas. Así ‑para volver otra vez al punto señalado más alto‑ ni los mitos naturalistas o "teológicos", ni incluso los mitos históricos, deben ser considerados como añadidos arbitrarios, desprovistos del valor objetivo, en relación a los hechos y a las personas, sino de integración de los mismos, producida no por casualidad, sino a través de las causas ocasionales más diversas, en el sentido de  completar la sensibilización del contenido suprahistórico que en estos hechos o individuos históricos, puede ser producida, más o menos, potencial e imperfectamente. La eventual ausencia de correspondencia entre el elemento histórico y un mito demuestra pues la no‑verdad de la historia antes que la del mito, como presiente Hegel cuando habla de la "impotencia ‑Ohnmacht‑ de la naturaleza".

Los desarrollos que preceden hacen aparecer como natural, en el  mundo de la Tradición, la actitud existencial particular que  paracterizaba la relación fundamental entre el Yo y el no‑Yo. Tal  relación solamente en los últimos tiempos ha sido caracteriza por  una separación neta y rígida. Originalmente, las fronteras entre Yo y no‑Yo eran, por el contrario, potencialmente fluidas e inestables, hasta el punto de poder ser, en algunos casos, parcialmente suprimidas, con el resultado de una doble  posibilidad: la de una irrupción del no‑Yo (es decir de la "naturaleza", en el sentido de las fuerzas elementales y de su psiquismo) en el Yo, o de una irrupción del Yo en el no‑Yo. La primera permite comprender lo que se han llamado‑ en estudios consagrados en algunas costumbres que se han conservado como residuos fosilizados de los estados en cuestión‑ los "peligros del alma", perils of the soul. Esta expresión corresponde a la idea de que la unidad y la autonomía de la persona pueden verse amenazadas y alcanzadas por procesos de obsesión y de ansiedad; de donde derivan delitos e instituciones diversas cuya finalidad es la defensa espiritual del individuo o de la colectividad, la confirmación de la interpedendencia y de la soberanía del Yo y de sus estructuras([13]).

La segunda posibilidad, ‑supresión de las fronteras por irrupciones en el sentido opuesto, es decir, del Yo en el no‑Yo‑  condicionaba la eficacia de una categoría de procedimientos  mágicos, en el sentido estricto del término. Las dos posibilidades reposan sobre una base común, las ventajas de la segunda tenían como contrapartida los riesgos existenciales desprendidos de la primera.

Se debe pensar que en la época actual, al convertirse  progresivamente el "Yo" en algo cada vez más "físico", ambas posibilidades han desaparecido. La posibilidad activa y positiva  (magia) desapareció ciertamente, salvo bajo la forma de residuos esporádicos, marginales e insignificantes. En cuanto a los "peligros del alma", el hombre moderno, que alardea de ser  finalmente libre e iluminado y que se mofa de todo lo que, en la antiguedad tradicional, derivaba de esta relación diferente  existente entre Yo y no‑Yo, se engaña  mucho si se cree verdaderamente al abrigo. Estos peligros solo han revestido una forma diferente, que impide reconocerlos por lo que son: el hombre moderno está abierto a los complejos del "inconsciente colectivo", a corrientes emotivas e irracionales, a sugestiones de masa y a ideologías, y las consecuencias que derivan de ello son mucho más catastróficas que las constatadas en otras épocas y que se debían a otras influencias.

Para volver a lo que ha sido expuesto antes, diremos algunas  palabras, para terminar, respecto al significado antiguo de  la tierra y de la propiedad de la tierra.

Tradicionalmente, entre el hombre y su tierra, entre la sangre y la tierra, existía una relación íntima, que tenía un carácter  psíquico y viviente. Una región determinada tenía, además de  su individualidad geográfica, su individualidad psíquica y el ser  que nacía podía, desde cierto punto de vita, depender de ella.  Sobre el plano de la doctrina, hay que distinguir  dos aspectos de esta dependencia, uno natural, otro sobrenatural, que corresponden a la distinción, ya indicada, entre el totemismo  y la tradición de una sangre patricia purificada por un elemento  de lo alto.

El primer aspecto concierne a seres que nada ha llevado más allá de  la vida inmediata. En estos seres domina lo colectivo,  sea como ley de la sangre y del linaje, sea como ley del suelo.  Aunque se manifieste en ellos el sentido místico de la región a la  cual pertenecen, este sentido no supera el nivel delmero  telurismo; aunque conocen una tradición ritual, sus ritos no  pueden  tener más que un carácter "demónico‑totémico" y tienden, antes  que a superar y suprimir, a reforzar por el contrario y a  renovar, la ley que priva al individuo de una verdadera vida  personal y la destina a disolverse en el estrato subpersonal de su  sangre. Un tal estadio puede acompañarse de un régimen casi  comunista, en ocasiones matriarcal, en el interior del clan o de  la tribu. Implica la existencia de lo que, en  el hombre moderno, se ha convertido en una  retórica nacionalista o romántica: el sentido orgánico, vivientes de su propia tierra, desprendiendo directamente de la experiencia cualitativa del espacio en general.

Muy diferente es el segundo aspecto de la relación tradicional  entre el hombre y la tierra. Aquí entra en juego la idea de una verdadera acción sobrenatural que relaciona un territorio determinado con una influencia superior, separando el elemento demoníaco‑telúrico del suelo, imponiéndole un sello "triunfal", hasta reducirla al papel de simple sustrato de fuerzas que lo trascienden. Ya hemos encontrado una expresión de esta idea en la convicción de los antiguos iranios según la cual la "gloria", el fuego celeste, viviente y "triunfal", eminentemente propio de los reyes, impregna y domina hasta las tierras que la raza aria ha conquistado y que posee y defiende contra los "infieles",   fuerzas al servicio de los dioses tenebrosos. Por otra parte,  incluso en una época más reciente, el hecho que,  tradicionalmente, haya existido un lazo viviente entre la lanza y el arado, entre la nobleza y las poblaciones agrícolas que viven sobre sus tierras comporta, fuera de su aspecto empírico, una relación más íntima. Es significativo, igualmente, que divinidades arias, como por ejemplo Marte o Donnar‑Thor, sean  simultáneamente divinidades de la guerra y de la victoria (sobre  las "naturalezas elementales": Thor) y divinidades del cultivo de la tierra. Ya hemos indicado las transposiciones simbólicas e incluso iniciáticas a las cuales, tradicionalmente, da a menudo lugar el acto de "cultivar", hasta el punto de que aun en nuestros días se ha conservado el recuerdo en la palabra "cultura".

Esta concepción se expresa igualmente de una forma característica  en el hecho de que la propiedad del suelo, en tanto que propiedad  privada, fue muy amenudo un privilegio aristocrático‑sagrado en  las tradiciones de forma superior: solo tienen derecho a la  tierra los que poseen ritos ‑en el sentido específicamente  patricio ya expuesto‑, es decir, los que son portadores vivientes de  un elemento "divino"; en Roma, los patres, los señores de la  lanza y del fuego sacrificial; en Egipto, los guerreros y los  sacerdotes y así sucesivamente. Los esclavos, los sin‑nombre y  sin‑tradición, no están habilitados, por esta razón,para  poseer la tierra. O bien, como en la antigua civilización azteco‑  nahua, dos tipos distintos e incluso opuestos de la propiedad  coexisten, una aristocrático, hereditaria y diferenciada, se  trasmite con el cargo, el otro popular y plebeyo, y cuyo caracter  de promiscuidad recuerda el mir eslavo([14]): oposición que se  encuentra en  otras civilizaciones, relacionada  con la existente entre el culto uranio y el culto telúrico. En  la nobleza tradicional se establecía una relación misteriosa ‑partiendo del templo mismo o del altar situado en el centro de la tierra poseida‑ entre los dioses o héroes de la gens, y esta misma tierra: es a través de sus dioses, y poniendo netamente el  énfasis sobre la noción (no solo material, en el origen) de  posesión, de señorío, que la gens se relacionaba con su tierra,  hasta el punto que, por una transposición simbólica y quizás  incluso mágica, los límites de esta ‑el herctum greco‑romano‑  aparecían como sagrados, fatídicos, inviolables, protegidos por  dioses uranios del orden, tales como Zeus y Júpiter, como una  equivalencia, sobre otro plano, de los límites interiores de la  casta y de la familia noble([15]). Se puede decir que, a este  nivel, los límites de la tierra, al igual que los límites  espirituales de las castas, no eran límites serviles; sino  límites que preservaban y liberaban. Y se puede comprender porque  el exilio correspondía a un castigo cuya severidad es  difícilmente concebible hoy: era casi como una muerte en relación  a la gens a la cual se pertenecía.

Al mismo orden de ideas se relaciona el hecho que el  establecimiento sobre una tierra nueva, desconocida y salvaje y su toma de posesión, fueron considerados, en diversas civilizaciones del mundo de la Tradición, como un acto de creación, como una imagen del acto primordial mediante el cual el caos fue transformado en cosmos: no como un simple acto humano y profano, sino como una acción ritual e incluso, en cierta medida, "mágica" que, se pensaba, daba a una tierra y a un espacio una "forma", haciéndoles participar en lo sagrado, volviéndoles eminentemente vivos y reales. Existen ejemplos de rituales de toma de posesión de tierras y conquistas territoriales, como el landnâma de la antigua Islandia o la validación aria de la ocupación de un territorio por la creación de un altar del fuego([16]).

Es interesante señalar que en Extremo‑oreinte la investidura de un feudo, que hacia del simple patricio un príncipe ‑tshu‑heu‑,  implicaba, entre otros, el deber de mantener un rito sacrificial  para sus propios ancestros divinos, convertidos en protectores  del territorio, y para el dios de esta tierra, "creada" por el  príncipe mismo([17]). Si, por otra parte, en el antiguo derecho  ario, el primogénito heredaba los bienes, a menudo gravados con  una clausula de inalienabilidad, la tierra le pertenecía  esencialmente en virtud de su cualidad de continuador del rito  familiar, de pontifex y de su gens, que recuperaba y no deja extinguirse el fuego sagrado, cuerpo‑vida del ancestro  divino. La herencia del rito y el de la tierra formaban así un  todo indivisible y cargado de sentido. Conviene mencionar una vez  más, a este respecto, el odel, el mundium de los hombres libres  nórdico‑arios, para quienes la idea de posesión de la tierra, de  nobleza, de sangre guerrera y de culto divino no aparecían más que como aspectos diferentes de una síntesis indisociable. En la toma de posesión de la tierra ancestral, existía tradicionalmente un compromiso tácito o expreso en relación a ella, casi como una  contrapartida del mismo deber hacia la herencia divina y  aristocrática transmitida por la sangre que solo, en el origen,  había abierto el derecho a la propiedad.  Las últimas huellas de estas concepciones, se encuentran, en la época de la Europa  feudal.

Si el derecho de propiedad no pertenece a un tipo de aristócrata  de ascendencia sagrada y libre, teniendo a iguales o inferiores en torno suyo, como en las formas tradicionales de los orígenes, que se puede encontrar, por otra parte, en la constitución más antigua de los germanos mismos; si se desciende un grado, y si es  una aristocracia guerrera quien se vuelve principal detentadora del derecho a la tierra, se requiere siempre, como contrapartida de tal derecho, una capacidad de entrega, sino sagrada propiamente hablando, si al menos supra‑individual: a partir de los francos, la investidura del feudo implica el compromiso de fidelidad del feudatario hacia su señor, es decir esta fides, que, tal como hemos visto, tenía, además de un valor político‑militar, un valor heroico‑religioso (sacramentum fidelitatis) porque significaba también una prontitud para la muerte y el sacrificio, es decir una relación a un orden superior, relación mediata, en ocasiones sin luz, no directa como en la aristocracia sagrada, sino implicando siempre, junto a una superioridad viril en relación al elemento inferior e individualista, todo lo que deriva de la ética del honor. Así, aquel que no considera el aspecto contingente e histórico de las instituciones, sino el significado de la que son susceptibles en un plano superior, puede volver a encontrar en el régimen feudal medieval, y en la base del "derecho eminente", huellas de la idea tradicional del privilegio aristocrático‑sagrado de la posesión de la tierra, la idea según la cual, poseer, ser el señor de una tierra -derecho inherente a las castas superiores-, es un título y un deber, no solo político, sino también espiritual. Conviene observar, en fin, que esta interdependencia feudal entre el estado de las personas y el estado de las tierras, tuvo un significado especial. En el origen, fue el estado de las personas quien determinó el de las propiedades territoriales: según fuera un hombre, más o menos libre o  poderoso, la tierra que ocupaba tomaba tal o cual carácter, marcado, por ejemplo, cor los diferentes títulos de nobleza. El estado de las tierras reflejaba así el estado de las personas. Por lo demás, el lazo, nacido de esta concepción, entre la idea del señorío y la de la tierra, se  tornó, a menudo tan íntima, que apareció casi como la causa de que el estado de las personas fue no solo indicado, sino  determinado, por el de las tierras y la condición social, las  diversas dignidades jerárquicas y aristocráticas se encontraron,  por así decir, incorporada al suelo([18]).

Fustel de Coulanges expresa una idea perfectamente justa cuando  dice que la aparición del "testamento", implicaba, para aquel que  posee, una libertad "individualista" de fraccionar su propiedad,  desintegrarla de alguna manera, y separarla de la herencia de  la sangre y de las normas rigurosas del derecho paterno y de la  primogenitura, una de las manifestaciones características de la degeneración del espíritu tradicional. De una forma más general, es preciso decir que cuando el derecho de propiedad cesa de ser el privilegio de las castas superiores y pasa a las dos castas inferiores ‑las del mercader y del siervo‑ se produce virtualmente  una regresión naturalística, se restablece la dependencia del hombre respecto de estos "espíritus de la tierra" que, en otro caso ‑en el marco de la tradicionalidad solar de los señores del suelo‑ se encontraban transformados por "presencias" superiores en zonas de influencias propicias, en "límites creadores" y preservadores. La tierra que puede también pertenecer a un "mercader", vaisha ‑los propietarios de la era burgués‑capitalista puden ser considerados como equivalentes modernos de la antigua casta de los mercaderes‑ o a un siervo (el proletario moderno), es una tierra profanada: tal es pues el caso de la tierra que ‑conforme a los intereses propios de las castas inferiores, que han conseguido arrancarla definitivamente a la antigua casta de los "señores"‑ no cuenta más que como un factor "económico" a explotar a ultranza, bajo todos sus aspectos con ayuda de máquinas y otras invenciones modernas. Pero una vez alcanzado este estadio, es natural que se manifiesten los otros síntomas característicos de tal descenso: la prioridad tiende  a pasar del dominio  individual al dominio colectivo. Paralelamente a la desaparición del derecho aristocrático sobre las tierras y a la soberanía que ejerce sobre ella lo "económico", aparece primero el nacionalismo, luego el socialismo y, finalmente, el bolchevismo comunista. El Ser tiene lo propio de un retorno del imperio de lo colectivo sobre lo individual, inherente al totemismo, con el cual se reafirma también la concepción colectivista e híbrida de la propiedad, propia de las razas inferiores, concepción presentada, bajo la forma de la estatización, socialización y "proletarización" de los bienes y de las tierras, como una "superación" de la propiedad privada.



([1])HUBERT‑MAUSS, Mel. His. Rel., cit., pag. 207. Según los  caldeos, la eternidad del universo se divide en una serie de "grandes años" en los cuales los mismos acontecimiento se reproducirían al igual que el verano y el invierno se repiten siempre en el pequeño año. Si algunos períodos de tiempo estuvieron en ocasiones personificados por divinidades o órganos de divinidades, se debe ver en ello otra expresión de la idea del ciclo contemplado como un todo orgánico.

 

([2])Cf. HUBERT‑MAUSS, Op. cit., pag. 202: "La duración [del  tiempo tradicional] puede ser comparada a los números, que son  considerados a su vez como la enumeración de unidades inferiores  o como conjuntos capaces de servir de unidad para la composición  de números superiores. La continuidad les es dada por la  operación mental que hace la síntesis de sus elementos".

 

([3])Esta idea se refleja en la concepción hindú según la cual un año de los mortales corresponde a un día de un cierto orden de dioses y un año de estos a un día de una jerarquía superior (cf. Salmos, 89, 4: "Mil años son como un día a los ojos del Señor") hasta alcanzar los días y las noches del Brahman, que expresan el curso cìclico de la manifes-tación cósmica (cf. Mânavadharmashastra, I, 64‑74). En el mismo texto se dice (I, 80) que estos ciclos son repetidos por juegos ‑lila‑ lo que es una forma de expresar la insignificancia y la anti‑historicidad de la repetición en relación al elemento inmutable y eterno que se manifiesta y que permanece siempre igual a sí mismo. Tras lo dicho precedentmente, es preciso considerar como significativos  igualmente las designacions del año como "cuerpo del sol" y del "caballo sacrificial" (Brhadaranyaka‑upanishad, I, 1, 1, 8) o como "testimonio fiel" del "Señor Viviente, Rey de la eternidad" (Sepher Yetsirah, VI).

 

([4])JULIANO EMP., Helios, 148, c.

 

([5])Tradicionalmente, hay verosimilitud en la hipótesis de H.  WIRTH (Aufgang der Menscheit, cit.) relativa a una serie sagrada deducida, en los tiempos primordiales, momentos astrales del sol como "dios año"; serie que habría servido simultáneamente de base a la noción del tiempo, a los signos y a las raices de una única lengua prehistórica y a significados culturales.

 

([6])Es así que el doce zodiacal, que corresponde a los Aditya  hindús, aparecía en el número de divisiones de las Leyes de Manú (cf. en Roma la Ley de las Doce Tablas); en los doce grandes Namsham del consejo circular del Dalai‑Lama; en los doce discípulos de Lao‑tsé (dos, que iniciaron a los otros diez); en el número de sacerdotes de numerosos colegios romanos (p. ej. los arvales y los salios) así como en el número de los ancilia establecidos por Numa, con ocasión del signo, recibido por él, de la protección celeste (doce es también el número de los halcones, que da a Rómulo, contra Remo, el derecho a dar su nombre a la ciudad, y doce es el número de líctores instituidos por Rómulo) y de los altares de Jano; en los doce discípulos de Cristo y en las doce puertas de la Jerusalen celestial; en los doce grandes dioses olímpicos helénicos y, luego, en los dioses romanos; en los doce jueces del "Libro de los Muertos" egipcio;  en las doce torres de jaspe de a montaña sagrada taoista Kuen‑  Lun; en los doce principales Ases con las residencias respectivas o tronos de la tradición nórdica; en los doce trabajos de Hércules, en los doce días de la travesía de Siegfried y en los doce reyes que este héroe tiene por vasallos; en los doce principales caballeros de la Tabla Redonda del Rey Arturo y del Graal y en los doce palatinos de Carlomagno; y no tendríamos ninguna dificultad si quisiéramos seguir multiplicando ejemplos de este género.

Tradicionalmente, el número siete se refiere ante todo a los ritmos de desarrollo, formación o realización en el hombre, en el cosmos y en el espíritu (para este último aspecto, cf. las siete pruebas de numerosas iniciaciones, las siete empresas de Rostan, los siete días bajo el "árbol de la iluminación" y los siete ciclos de siete días necesarios por la posesión integral de la doctrina según algunas tradiciones budistas, etc.) Si los días de  la "Creación" bíblica son siete, a estos días corresponden en las tradiciones irano‑caldeas otros tantos "milenios", es decir, ciclos, considerado el último como la "consumación", es decir, de realización y de resolución en sentido solar (relación del séptimo milenio con Apolo y con la edad de oro) o bien de destrucción (cf. F. CUMONT, La fin du monde selon les mages occidentaux. Rev. Hist. Rel., 1931, 1‑2‑3, pag. 48‑55, 61; R. GUENON, Le symbolisme de la Croix, cit., pag. 41. A la semana corresponde pues la gran semana de la edad del mundo, como al año solar corresponde el "gran año" cósmico. Las referencias no faltan tamoco en lo que concierne al desarrollo y la duración de algunas civili-zaciones, como por ejemplo los seis saecula previstos para la romanidad, el séptimo correspondía a su fin; el  número siete de los primeros reyes de Roma, eras de los primeros Manú del presente ciclo según la tradición hindú, y así sucesivamente. Para algunas correspondencias particulares cf. W.H. ROSCHER, Die Ippokratische Schrift von der Siebenzahl, Paderborn, 1913; CENSORIO, XIV, 9 y sigs.

 

 

([7])Cf. p. ej. las expresiones características de MACROBIO,  Saturn., I, 15.

 

([8])HUBERT‑MAUSS, Melanges, cit., pag. 195‑6.

 

([9])Cf. Introduz. alla Magia, v. II, pag. 80 y sigs.

 

([10])Es preciso no confundir tal plano con el plano mágico en  sentido estricto aunque este, en último análisis, presupone un orden de conocimientos derivados del primero, más o menos directamente. Así mismo estos ritos y estas conme-moraciones ‑a las cuales se ha hecho ya alusión hablando de los victoriae‑ constituyen una clase aparte. Aun reclamándose de leyes cíclicas, no tienen correspondencia verdaderas en la naturaleza, sino que extrayen su origen de acontecimientos ligados al destino particular de una raza dada.

 

([11])Cf. LEVY‑BRUHL, Ment. Prim. cit., pag. 91‑92.

 

([12])R. GUENON, Symbol. de la Croix, cit., pag. 36. Sobre el  simbolismo de la Cruz cf., además de esta obra EVOLA, La  tradición hermética, cit., pag. 51 y sigs.

 

([13])Esto concierne esencialmente a las civilizaciones de tipo  superior; mencionaremos más adelante una orientación opuesta en  las relaciones de carácter primitivo entre el hombre y la tierra.

 

([14])Cf. REVILLE, op. cit., pag. 31.

 

([15])Cf. FUSTEL de COULANGES, Cit. Ant., pag. 64 y sigs.

 

([16])M. ELIADE, Traité d'Histoire des Religions, París, 1949,  pag. 345; Le Mythe de l'eternel retour, París, 1949, pag. 26‑29.  El autor observa, justamente, que en la época de las conquistas  de los pueblos cristianizados la elevación o erección de una cruz  (allí donde en nuestros días se alza solo una bandera)  sobre  toda nueva tierra ocupada, ha sido un último reflejo de las  concepciones indicadas anteriormente.

 

([17])Cf. MASPERO, Chine Ant., cit., pag. 132‑142.

 

([18])Cf. M. GUIZOT, Essais sur l'Hist. de France, París, 1868,  pag. 75. De donde deriva, entre la nobleza, la costumbre de  relacionar su nombre al de una tierra o un lugar.

 

 

 

 

 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 18. Juegos y victoria

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 18. Juegos y victoria

Biblioteca Julius Evola.- La via de la acción tiene dos desembocaduras, los juegos y la guerra santa. Evola, en este primer capítulo, alude a dos conceptos fundamentales: el concepto de "victoria" y su origen, como concepto metafísico y manifiestación de una fuerza no-humana alcanzada tras el seguimiento de una disciplina de ascesis y, de otro lado los "juegos" que, como los Olímpicos, suponían la hipostatización de esa fuerza superior y no-humana en determinados atletas y en la figura del vencedor. 

 

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JUEGOS Y VICTORIA

Los juegos, ‑ludi, en razón del carácter sagrado que revestían en la antigüedad clásica, representaban otras formas de expresión características de la tradición de la acción.

"Ludorum primum initium procurandis religionibus datum" afirma  Tito Livio. Hubiera sido peligroso olvidar los sacra certamina,  que podían simplificarse si las arcas del Estado estaban vacías,  pero jamás suprimirse. La constitución de Urso obligó a  diunviros y ediles a celebrar juegos en honor de los dioses. Vitrubio quiere que cada ciudad tenga su teatro, deorum immortalium diebus festis ludorum spectationibus([1]); y el presidente de los juegos del Gran Circo era también, en los orígenes, sacerdote de Ceres, de Liber y Libera. En todo caso, los juegos estuvieron siempre presididos, en Roma, por un representante de la religión oficial patricia, y de los colegios sacerdotales especiales (por ejemplo los Salii agonali) algunos incluso fueron creados para los juegos. Los ludi estaban tan estrechamente ligados a algunos templos que los Emperadores cristianos se vieron obligados a conservarlos, pues su abolición hubiera entrañado la de los juegos: estos, en realidad, se prolongaron, como pocas instituciones de la Roma antigua, tanto como duró el imperio([2]). Un ágape, al cual los demonios estaban invitados ‑invitatione daemonum‑ los clausuraba, con el significado  manifiesto de rito de participación en la fuerza mística que les  estaba relacionada([3]). "Ludi scenici... inter res divinas a doctissimis conscribuntur", refiere San Agustín([4]).

Res divinae, tal era el carácter de lo que se puede hacer  corresponder al deporte y al embotamiento deportivo plebeyo de  nuestros días. En la tradición helénica, la institución de los  juegos más importantes estuvo estrechamente ligado a la idea de  la lucha de las fuerzas olímpicas, heroicas y solares, contra las  fuerzas naturales y elementales. Los juegos píticos de Delfos  recordaban el triunfo de Apolo sobre Pitón, y la victoria del  dios hiperbóreo en su competición con los otros dioses. Los  juegos nemeos recordaban la victoria de Hércules sobre el león  de Nemea. Los juegos olímpicos se referían igualmente a la idea  del triunfo de la raza celeste sobre la raza titánica([5]).  Hércules, el semi‑dios aliado de los Olímpicos contra los  gigantes en las empresas a las cuales se relaciona principalmente  su tránsito a la inmortalidad, habrían creado los juegos  olímpicos([6]) tomando simbólicamente en la tierra de los  Hiperbóreos el olivo con el cual se coronaba a los vencedores([7]). Estos juegos tenían un crácter rigurosamente viril. Les era absolutamente prohibido asistir a las mujeres. Además, no era casualidad que números y símbolos sagrados aparecieran en  los círcos romanos: el tres, en los ternae summitates metarum y  en los tres arae trinis Diis magnis potentibus valentibus que  Tertuliano([8]) relaciona con la gran Triada de Samotracia; el  cinco, en los cinco spatia de los circuitos domicianos; el doce zodiacal en el número de las puertas por donde entraban los carros, al principio del Imperio; los siete en el número de los juegos anuales en los tiempos de la república, en el número de los altares de los dioses planetarios, coronados por la pirámide del sol del Gran Circo([9]), en el número total de las vueltas de las que se componían las carreras completas, e incluso en el número de los "huevos" y los "delfines" o "tritones" que se encontraban en cada uno de estos siete curricula([10]). Pero ‑como ha revelado Bachofen‑ el huevo y el tritón aludían simbólicamente, a su vez, a la dualidad fundamental de las fuerzas del mundo: el "huevo" representa la materia generadora, encierran toda potencialidad, mientras que el "triton" o "caballo marino", consagrado a Poseidón‑Neptuno, frecuente representación de la ola, expresaba la potencia fecundadora fálico‑telurica, al igual que, según una tradición referida por Plutarco, la corriente de las aguas del Nilo era la imagen de la fuerza fecundadora del macho primordial regando a Isis, símbolo de la tierra de Egipto. Esta dualidad se refleja en el emplazamiento mismo de los juegos y de los equiria:  en el valle situado entre el Aventino y el Palatino y consagrado a Murcia ‑una de las divinidades femeninas ctónicas‑ donde Tarquino hizo construir su circo; y las pistas de los equiria partían de la corriente del Tíber y tenían por metae espadas clavadas en el Campo de Marte([11]). Símbolos heroicos y viriles se encontraban pues al final, al          , mientras que en el inicio y en los alrededores figuraban el elemento femenino y material de la generación: el agua fluyente y el suelo consagrado a las divinidades ctónicas.

La acción se inscribía así en un marco de símbolos materiales de  un significado elevado, adecuados para conferir una mayor  eficacia al "método y a la técnica mágica" ocultos en los juegos([12]); estos se iniciaban siempre por sacrificios y fueron a menudo celebrados para invocar a las fuerzas divinas en los momentos de peligro nacional. El ímpetu de los caballos, el vértigo de la carrera tendida hacia la victoria por siete circuitos, y comparada, por otra parte, a la carrera del sol al cual se había consagrado([13]), evocaba de nuevo el misterio de la corriente cósmica lanzada en el "ciclo de la generación" según la jerarquía planetaria. La muerte ritual del caballo vencedor, consagrado a Marte, se refiere al sentido general del sacrificio. Parece que los romanos utilizaron sobre todo la fuerza así liberada para favorecer ocultamente la recolección, ad frugum eventum. Este sacrificio, pudo por otra parte, ser considerado como la réplica del ashvamedha indo‑ario, que era originalmente un rito mágico propiciatorio del poder, celebrado en ocasiones extraordinarias, por ejemplo, en el momento del inicio de una guerra y tras la victoria. Los dos caballeros, que entraban en la arena, una por la puerta de oriente y otra por la de occidente para iniciar un combate mortal, con los colores originales de  las dos facciones, que eran las mismas del huevo cósmico órfico, el blanco simbolizando el invierno y el rojo el  verano, o, mejor aun, uno la potencia telúrico‑lunar, la otra la  potencia urano‑solar([14]), evocaban igualmente la lucha de las dos grandes fuerzas elementales. Cada poste de llegada en la arena, meta sudans, era considerada como "viviente",  ,            y el altar constuido por el dios Consus ‑un demonio telúrico a la espera de la sangre vertida en los juegos sangrientos‑ en la proximidad de la meta de llegada, altar que no era descubierto más que con ocasión de los juegos, aparecía como el punto de irrupción de las fuerzas infernales al igual que el "puteal" etrusto al cual, visiblemente, correspondía([15]). A lo alto, se alzaban las estatuas de las divinidades triunfales que evocaban de nuevo el principio uránico opuesto, de forma que el circo, desde cierto punto de vista, se transformaba en un concilio de divinidades ‑daemonum concilium([16])‑ cuya presencia invisible era, por lo demás, ritualmente atestiguada por asientos vacíos([17]). Lo que aparecía, de un lado, como el desarrollo de la acción atlética o escénica, se situaba, de otro lado, sobre el plano de una evocación mágica que comportaba un riesgo efectivo en un orden de realidades mucho más amplio que el de la vida de los que participaban en los certamina y cuyo éxito renovaba y reanimaba en el individuo y en la colectividad la victoria delas fuerzas uranias sobre las infernales, hasta el punto de transformarse en un principio de "fortuna". Los juegos apolineos, por ejemplo, fueron instituidos con ocasión de las guerras púnicas, para defenderse contra el peligro profetizado por el oráculo. Fueron repetidos para conjurar una peste, tras lo cual fueron objeto de celebraciones periódicas. Igualmente, durante la llamada "pompa", ceremonia que preludiaba los juegos, se llevaban solemnemente del Capitolio hasta el circo, en carros consagrados ‑tensae‑ los atributos ‑exuviae‑ de los mismos dioses capitolinos, protectores de la romanidad y principalmente los exuviae Jovis Optimi Maximi, que eran también signos de la potencia real, de la vitoria y del  triunfo: el rayo, el cetro rematado con el águila, la corona de  oro, como si el poder oculto de la soberanía romana misma debiera  asistir a los que le eran consagrados ‑ludi romani‑ o participar  en ellos. El magistrado elegido para presidir los juegos conducía el cortejo que aportaba los símbolos divinos bajo el aspecto de un triunfador, rodeado de su gens, un esclavo público le mantenía  sobre la cabeza una corona de roble, ornada de oro y de diamantes. Por lo demás, es verosimil que en el origen, la cuádriga, en los juegos, no fuera más que el atributo de Júpiter y al mismo tiempo una insígnea de la realeza triunfal: una cuádriga antigua de origen etrusco conservada en un templo capitolino era considerado por los Romanos como  garantía de su prosperidad futura([18]).

Se comprende entonces porque se pensaba que si los juegos eran  ejecutados de una forma no conforme a la tradición, era como si  un rito sagrado hubiera sido alterado: si la representación se  enturbiada por un accidente resultaba interrumpida por  cualquiera razón, si los ritos que se le relacionaban eran violados, se veía en ello una fuente de maldición y de desgracia y se debía repetir los juegos para "apaciguar" las fuerzas divinas([19]). Por el contrario, se conoce la leyenda según la cual el pueblo que, durante un ataque por sorpresa del enemigo, había abandonado los  juegos para tomar las armas, encontró  al adversario huir impulsado por una fuerza sobrenatural que se atribuyó al rito del juego dedicado al Apolo salvador, juego que, no había sido interrumpido([20]). Y si los juegos estaban a menudo consagrados a "victorias" consideradas como personificaciones de la fuerza triunfal, su fin era, exactamente, renovar la vida y la presencia de esta fuerza, alimentarla con nuevas energías, despiertas y formadas según la misma orientación. Se comprende, también, si se alude específicamente a los certamina y a los munera, que el vencedor pareciese revestido de un carácter divino e incluso, en ocasiones, se le considerase como la encarnación temporal de una divinidad. En Olimpia, en el momento del triunfo, se reconocía precisamente en el vencedor a la encarnación del Zeus local y la aclamación dirigida al gladiador se trasmitió incluso en la liturgia cristiana antigua([21]).

En realidad, es preciso tener en cuenta también el valor que el  acontecimiento podía tener, interiormente, para el individuo,  fuera del valor ritual y mágico que presentaba para la comunidad.  A este respecto, habría que repetir más o menos lo que se ha  dicho a propósito de la guerra santa: la embriaguez heroica de la competición y de la victoria, ritualmente orientada, se convertía en una imitación de este impulso más alto y más puro, que permite al iniciado vencer a la muerte. Así se explican las muy frecuentes referencias a las luchas, a los juegos del circo y a las figuras de los vencedores, que se encuentra en el arte funerario clásico: estas referencias fijaban analógicamente la melior spes del muerto, eran la expresión sensible del tipo de acto que podía vencer mejor al Hades y obtener, de forma conforme a la vía de la acción, la gloria de una vida eterna. Así sobre toda una serie de sarcófagos, urnas y  bajo‑relieves clásicos, se encuentran siempre imágenes de una "muerte triunfal": Victorias aladas abren las puertas de la región del más allá, o sostienen el medallón del difunto, o la coronación con el semper virens que ciñe la cabeza de los iniciados([22]). En Grecia, durante la celebración pindárica de la divinidad, los luchadores triunfantes, los Enagogos y los Promakis fueron representados como divinidades místicas que conducen a las almas a la inmortalidad. E inversamente, toda victoria, niké, se convierte en el orfismo, en el símbolo de la victoria del alma sobre el cuerpo y se llama "héroes" a  quienes han obtenido la iniciación, héroes de una lucha dramática y sin tregua. Lo que, en el mito, expresa la vida heroica, está presentado como modelo de la vida órfica: por ello Herakles, Theseo, los Dióscuros, Aquiles, etc., están designados, en las imágenes funerarias, como iniciados órficos y la tropa de los iniciados es llamada               militia, y al hierofante del misterio. La luz, la victoria y la iniciación están representados en su conjunto, en Grecia, sobre numerosos monumento simbólicos. Helios, en tanto que sol naciente, o Aurora, es Niké y tiene un carro triunfal: y Niké es Teleto, Mystis y otras divinidades o personificaciones del renacimiento trascendente([23]). Si se pasa del aspecto simbólico y esotérico al aspecto mágico, conviene señalar que las  competiciones y las danzas guerreras que se celebraban en Grecia  a la muerte de los héroes (y a los cuales correspondían en Roma  los juegos que acompañaban los funerales de los grandes), tenían  como fin despertar una fuerza mística salvadora capaz de  acompañarlos y fortificarlos durante la crisis de la muerte. Y  se rendía, a menudo, un culto a los héroes repitiendo  periódicamente las competiciones que habían seguido a sus  funerales([24]).

Todos estos ejemplos pueden ser considerados como característicos de la civilización tradicional contemplada según el polo de la  acción y no de la conteplación: de la acción como espíritu y del  espíritu como acción. En lo que concierne a Grecia, hemos  recordado que en Olimpia, la acción bajo forma de "juegos" cumple  una función unificadora más allá de los particularismos de los  Estados y las ciudades, parecida a las que hemos visto  manifestarse bajo la forma de la acción como "guerra santa", por  ejemplo, en el fenómeno supranacional de las Cruzadas o, en el  Islam, durante el período del primer Califato.

No faltan elementos para recoger el aspecto más interior de estas  tradiciones. Se ha señalado que en la antigüedd las  nociones de alma, de doble o demonio, luego de Furia o de Erinia,  enfin de diosa de la muerte y de diosa de la victoria, se  confundían a menudo en una noción única, hasta el punto de dar  nacimiento a la idea de una divinidad que es al mismo tiempo una  diosa de las batallas y un elemento trascendente del alma humana([25]).

Esto también es cierto, por ejemplo, para la fylgja (nórdica) y de la fravashi (irania). La fylgja ‑que significa literalmente "la  acompañante"‑ fue concebida como una entidad espiritual residente en cada hombre y que puede incluso ser vista en algunas circunstancias excepcionales, por ejemplo, en el momento de la  muerte o de un peligro mortal. Se confunde con el hugir, que  equivale, no solo al alma, sino que es al mismo tiempo una fuerza  sobrenatural ‑fylgjukema‑, espíritu del individuo tanto como de su linaje (como kynfylgja). La fylgja corresponde a la walkiria, en tanto que entidad del "destino", que conduce al individuo a la victoria y a la muerte heroica([26]). Es, poco más o menos, lo mismo que las fravashi de la antigua tradición irania: son terribles diosas de la guerra, que dan fortuna y victoria([27]); aparecen tanto como el "poder interno de cada ser, aquel que le sostiene y hace que nazca y subsista"  y "como el alma permanente y divinizada del muerto", en relación con la fuerza mística del linaje, como en la noción hindú de los pitr y la noción latina de los manes([28]).

Ya hemos hablado de esta forma de la vida, de potencia profunda de la vida que se mantiene tras el cuerpo y las manifestaciones de la conciencia finita. Es preciso solo observar aquí que el demonio o doble, trasciende cada una de las formas personales y particulares en las cuales se manifiesta; por ello el paso brusco del estado ordinario de conciencia individuada al de demonio en tanto que tal, significaría generalmente una crisis destructora, crisis y destrucción que se verifican efectivamente con la muerte. Si se concibe que, en circunstancias especiales, el doble pueda, por decirlo así, hacer irrupción en el Yo y hacerse completamente sentir según su trascendencia destructora, el sentido de la primera asimilación aparece de él mismo: el doble, o demonio del hombre, se identifica con la divinidad de la muerte que se manifiesta, por ejemplo como walkiria, en el momento de la muerte o de un peligro mortal. En el ascesis del tipo religioso y místico, la "mortificación", la renuncia al Yo, el impulso de la sumisión a dios son los medios preferidos para provocar la crisis de la que hemos hablado y superarla. Pero sabemos que, según otra vía, el medio de conseguirlo es la exaltación activa, el despertar del elemento "acción" en estado puro. En las formas inferiores, la danza fue utilizada como un método sagrado destinado a atraer y a hacer manifestarse, a través del éxtasis del alma, a las divinidades y los poderes invisibles. Es el tema chamánico, báquico, menádico o coribántico. Incluso en Roma, se conocían danzas sagradas sacerdotales con las lupercas y los arvales; el himno de los arvales decía: "¡Ayudános, Marte, danza, danza!" mostrando bien la relación que existe entre la danza y la guerra, consagrada a Marte([29]). Sobre la vida del individuo, se injertaba otra vida, desencadenada por el ritmo, emergiendo de la raíz abisal de la primera: los lares, lares ludentes o curetes([30]), furias y  Erinias, las entidades espirituales salvajes cuyos atributos parecidos a los de Zagreo, “Gran‑cazador‑que‑lleva‑todas‑las‑cosas" suponen dramatizaciones. Son pues formas de aparición del demonio en su temible y activa trascendencia. En el grado superior corresponden precisamente a los juegos públicos como munera, los juegos sagrados, y más allá, a la guerra. El vértigo lúcido del peligro y el impulso heroico que nacen de la lucha, de la tensión para vencer (en los juegos, pero sobre todo en la guerra) eran ya considerados, como la sede de una experiencia análoga: parece, por lo demás, que la etimología de ludere([31]) implica la idea de desligar, que hay que comparar, esotéricamente, con la virtud que poseen expeciencias de esta guerra de disolver los lazos individuales y desnudar a las fuerzas más profundas. De aquí la segunda posibilidad, la que identifica el doble y la diosa de la muerte no solo con las Furias y Erinias, sino también con las diosas de la guerra, las walkirias, tempestuosas vírgenes de las batallas, que inspiran mágicamente al "enemigo un terrible pánico ‑herfjöturr‑ y a las fravashi las terribles, todopoderosas, que atacan impetuosamente".

Finalmente estas se transforman en figuras como la Victoria o  Niké, en lar victor, o lar martis et pacis triunphalis, lares que  eran considerados en Roma como los "semi‑dioses que han fundado  la ciudad y constituido el imperio"([32]). Esta nueva  transformación corresponde al feliz desenlace de estas  experiencias. De la misma forma que el doble significa el poder profundo que se encuentra en estado latente en relación a la conciencia exterior, igualmente la diosa de la muerte dramatiza la sensación provocada por la manifestación de este poder, principio de crisis para la esencia misma del Yo finito; así mismo las Furias o Erinias o los lares ludentes reflejan las modalidades de uno de sus desencadenamientos particulares y de su irrupción, al igual que la diosa de la Vitoria y el lar victor expresan el triunfo sobre él, el "devenir uno de los dos", el tránsito triunfal al estado que se encuentra más allá del peligro de los éxtasis y las disoluciones sin forma, propias a la fase frenética y pandémica de la acción.

Por otra parte, allí donde los actos del espíritu se desarrollan  ‑a diferencia de lo que tiene lugar en el terreno del ascesis  contemplativa‑ en el cuerpo de acciones y de hechos reales, un  puede establecerse un paralelismo entre lo físico y lo metafísico, entre lo visible y lo invisble, y estos actos puede aparecer como la contrapartida oculta de combates o competiciones con una victoria verdadera como coronación. La victoria material se convierte entonces en la manifestación visible del hecho espiritual correspondiente que lo ha determinado a lo largo de  las vías, aún abiertas, seguidas por las energías que relacionan lo interior con lo exterior: aparece como el signo real de una iniciación y de una epifanía mística que se han producido en el mismo instante. Las Furias y la Muerte materialmente afrontadas por el guerrero y por el jefe, las reencontraban simultáneamente en el interior en el espíritu, bajo la forma de peligrosas emergencias de poderes de naturaleza abisal. Triunfando, traen la victoria([33]). Es por ello que, según las tradiciones clásicas, toda victoria adquiría un sentido sagrado; y en el emperador, en el héroe, en el jefe victorioso aclamado sobre un campo de batalla ‑como también en el vencedor de los juegos sagrados‑ sentía manifestar brúscamente una fuerza mística que los transformaba y los "transhumanizaba". Una de las costumbres guerreras romanas, susceptible de comportar un sentido esotérico, consistía en alzar al vencedor sobre escudos. El escudo, en efecto, estuvo asimilado por Ennio a la bóveda celeste ‑altisonum coeli clupeum‑ y era consagrado en el templo  del Júpiter Olímpico. En el siglo tercero, el título de  "imperator" se confundía, de hecho, en Roma, con el de "vencedor"  y la ceremonia del "triunfo" era, más que un espectáculo militar,  una ceremonia sagrada en el honor del supremo dios capitolino. El  triunfador aparecía como una imagen viviente de Júpiter, que iba  a depositar entre las manos de este dios el laurel triunfal de su victoria; el carro triunfal era un símbolo de la cuádriga cósmica de Júpiter y las insíngeas del jefe correspondían a las del dios([34]). El simbolismo de las "Victorias", walkirias o entidades análogas, que conducen en los "cielos" a las almas de los guerreros caidos, o de un héroe triunfante que, como  Hércules, recibe de Niké la corona de los que participan en la  indestructibilidad olímpica, se aclara, y completa lo que ha sido dicho a propósito de la guerra santa: se encuentra precisamente aquí  un orden de tradiciones en que la victoria adquiere un sentido de inmortalización parecido al de la iniciación y se presenta como la mediadora, sea de una participación en lo trascendente, sea de su manifestación en un cuerpo de potencia. La idea islámica, según la cual los guerreros caidos en la "guerra santa" ‑jihâd‑ no estarían jamás verdaderamente muertos([35]) se refiere al mismo principio.

Un último punto. La victoria de un jefe fue a menudo considerada  por los romanos como una divinidad ‑numen‑ independiente, cuya  vida misteriosa se convertía en el centro de un culto especial.   Fiestas, juegos sagrados, ritos y sacrificios eran destinados a  reavivar su presencia. La Victoria Caesaris es el ejemplo más  conocido([36]). Toda vitoria equivalía a una acción  iniciadora o "sacrificial", que daba nacimiento ‑según se pensaba‑ a una  entidad separada del destino y de la individualidad particular  del hombre mortal que la había engendrado, entidad que podía  establecer un linaje de influencias espirituales especiales, al  igual que la victoria de los ancestros divinos, de la que ya  hemos hablado ampliamente. Como en el caso del culto rendido a los ancestros divinos, estas influencias debían ser sin embargo confirmadas y desarrolladas por ritos que actuaban según leyes de simpatía y analogía. También era, sobre todo, con juegos y competiciones como periódicamente se celebraban las victoriae, en tanto que numina. La regularidad de este culto agonal, establecido por la ley, podía estabilizar una "presencia", dispuesta a unirse ocultamente con las fuerzas de la raza para conducirlas hacia un desnudamiento de "fortuna", para hacer nuevas victorias por medio de revelación y reforzamiento de la energía de la victoria original. Así, en Roma, la celebración del César muerto se confundía con la de su victoria y se consagraban juegos regulares a la Victoria Caesaris, pudiéndose ver en él a un "perpetuo vencedor"([37]).

De forma más general, se puede ver en el culto de la Victoria, ‑que se remonta al período prehistórico‑([38]), el alma secreta de la grandeza y de la fides romanas. Desde el tiempo de Augusto, la estatua de la diosa Victoria se situaba sobre el altar del Senado romano y era costumbre que cada senador, al dirigirse a  su lugar, se aproximara a ella para quemar granos de incienso. Así esta fuerza parecía presidir invisiblemente las deliberaciones de la curia: las manos se tendían hacia su imagen, durante el advenimiento de un nuevo príncipe, se le juraba fidelidad, y cada año, el 3 de enero, se hacían los votos solemnes para la salud del Emperador y la prosperidad del Imperio. Fue el culto romano más tenaz, el que resistió el mayor tiempo al cristianismo([39]).

Se puede decir, en efecto, que entre los romanos ninguna creencia fue tan viva como la que atribuía a las fuerzas divinas la grandeza de Roma y habrían sostenido su aeternitas([40]); en consecuencia una guerra, para poder ser ganada materialmente, debía ser ganada ‑o al menos favorecida‑ místicamente. Tras la batalla de Trasimeno, Fabio dijo a sus soldados: "Vuestra falta es haber olvidado los sacrifios y haber desconocido las advertencias de los Augures, más que carecer de valor o habilidad"([41]). También era artículo de fé, que una ciudad no podía ser coquistada, si no se conseguía que su dios tutelar la abandonara([42]). Ninguna guerra empezaba sin sacrificios, y un colegio especial de sacerdotes ‑los fetiales‑ estaban encargados de los ritos relativos a la guerra. La base del arte miliar romano consistía en no estar obligados a combatir si los dioses eran contrarios([43]). Temístocles había dicho: "No somos nosotros, sino los dioses y los héroes quienes han realizado estas empresas"([44]). Así, el verdadero centro se encontraba, una vez más, en lo sagrado. Las acciones sobrenaturales eran llamadas para sostener las acciones humanas y transmutar el poder místico de la Victoria([45]).

Tras haber hablado de la acción y del heroismo en tanto que  valores tradicionales, era necesario subrayar la diferencia que  les separa de las formas, que salvo en raras excepciones,  revisten en nuestros días. La diferencia consiste, una vez más, en el hecho de que a estos últimos les falta la dimensión de la trascendencia; consiste pues en una orientación que, incluso cuando no está determinada por el puro instinto y un impulso ciego, no conduce a ninguna "apertura" y engendra incluso cualidades que refuerzan el "Yo físico" en un oscuro y trágico esplendor. Los valores ascéticos propiamente dichos testimonian  una aminoración análoga ‑que priva el ascesis de todo elemento iluminador‑ en su paso del concepto de ascetismo al de ética, sobre todo cuando se trata de doctrinas morales, como es el caso de la ética kantiana y, en parte, de la ética estoica. Toda moral ‑cuando se trata de una de sus formas superiores, es decir de lo que se llama "moral autónoma"‑ no es más que un ascesis secularizada. Pero no es más que un fragmento superviviente y aparece desprovisto de todo verdadero fundamento. Es así que la crítica de los "libres espíritus" modernos, hasta Nietzsche, ha hecho un juego fácil en lo que concierne a los valores y los imperativos de la moral llamada, impropiamente, tradicional (impropiamente, pues, en una  civilización tradicional, no existía una moral en tanto que dominio autónomo). Era pues fatal que se descendiera a un nivel aun más bajo, que se pasase de la moral "autónoma", categóricamente imperativa, a una moral con base utilitaria y "social", marcada, como tal, por una relatividad y una contingencia fundamentales.

Así el ascesis en general, el heroismo y la acción, si no tienden a llevar a la personalidad a su verdaero centro, no tienen nada en común con lo que fue glorificado en el mundo de la Tradición, no son más que una "construcción" que empieza y termina en el hombre y no tiene, por ello, ningún sentido ni  valor, fuera del dominio de la sensación, de la exaltación y del frenesí impulsivo. Tal es, casi sin excepción, el caso del culto moderno de la acción. Aun cuando todo no se reduzca a una cultura de "reflejos", a un control casi deportivo de reacciones elementales, como en la mecanización a ultranza de las variedades modernas de la acción,‑comprendida, en primer lugar, la guerra misma‑ es prácticamente inevitable, por todas partes donde se realicen experiencias existencialmente "en el límite", que  sea siempre más el hombre quien reaparecerse inevitablemente;  el plano se desplaza a menudo hacia fuerzas colectivas subpersonales, cuya encarnación se encuentra favorecida por los "extasis" ligados al heroismo, al deporte y a la acción.

El mito heroico de base individualista, "voluntarista" y  "sobrehumanista" representa, en la época moderna, una peligrosa desviación. En virtud de este mito, el individuo, "cortándose toda posibilidad de desarrollo extra‑individual y extra‑humano, asume, mediante una construcción diabólica, el principio de su pequeña voluntad física como punto de referencia absoluto, y ataque al fantasma exterior oponiéndole la exacervación del  fantasma de su Yo. No deja de irónico que, ante esta demencia contaminadora, quien percibe el juego de estos pobres hombres más o menos heroicos, piense de nuevo en los consejos de Confucio, según los cuales todo hombre razonable "tiene el deber de conservar la vida en vistas a desarrollar las unicas posibilidades que hacen al hombre verdaderamente digno de llevar  este nombre"([46]). Pero el hecho es que el hombre moderno tiene  necesidad, como de una especie de estupefaciente, de estas formas  degradadas o profanadas de acción: tiene necesidad para escapar al sentimiento del vacío interio, para sentirse él mismo, para  encontrar, en sensaciones exasperadas, el sucedáneo de una  verdadero significado de la vida. Una de las características de  la "edad sombría" occidental es esta especie de agitación  titánica que supera todos los límites, que va de fiebre en fiebre  y despierta siempre nuevas fuentes de embriaguez y aturdimiento.

Mencionaremos aun, antes de ir más lejos, un aspecto del espíritu  tradicional que interfiere con el dominio del derecho y se  refiere, en parte, a los puntos de vista que acaban de exponerse.  Se trata de las ordalias y los  "juicios de Dios".

Sucede amenudo que se busca en la experiencia que constituye una  acción decisiva ‑experimentum crucis‑ la prueba de la verdad, del  derecho, de la justicia y de la inocencia. Al igual que se  reconoció tradicionalmente al derecho un origen divino, así la  injusticia se consideró como la infracción de ese derecho  susceptible de ser constatada gracias al signo que constituía  el resultado de una acción humana convenientemente orientada. Una  costumbre germánica consistía en sondear, por la prueba de las  armas, la voluntad divina, por medio de un oráculo sui generis  donde la acción servía de mediadora. Una idea análoga sirvió de fundamento al duelo. Partiendo del principio de coelo est fortitudo (Annales Fuldenses), esta costumbre se extendió incluso a los Estados y a las naciones en lucha. La batalla de Fontenoy, en el año 841, fue considerada como un "juicio de Dios" llamado a decidir el buen derecho de dos hermanos que reivindicaban cada uno para sí la herencia del reino de Carlomagno. Cuando se libraba una batalla con este espíritu, obedecía a normas especiales: se prohibía, por ejemplo, al vencedor, tomar botín o explotar estratégica y territorialmente el éxito, además, los dos bandos debían cuidar igualmente a los heridos y los muertos. Por lo demás, según la concepción general que ha prevalecido hasta el fin del período franco‑carolingio, incluso fuera de la idea consciente de una prueba, la victoria o la derrota fueron consideradas como signos de lo alto, revelando la justicia o la injusticia, la verdad o la falta([47]). A través de la leyenda del combate de Rolando y de Ferragus y temas análogos de la literatura caballeresca, se constata que la Edad Media llegó hasta hacer depender de la prueba de las armas el criterio de la fe más verdadera.    

En otros casos, la prueba de la acción consistió en provocar un fenómeno extranormal. Esto se practicaba ya en la antigüedad  clásica. Se conoce, por ejemplo, la tradición romana relativa a una vestal sospechosa de sacrilegio, que demostró su inocencia  llevando, agua del Tíber en un tamiz. No es solo patrimonio de las formas degeneradas que han sobrevivido en los salvajes la  costumbre de desafiar al culpable, que niega el acto del que se  le acusa, siendo considerada como justificada el avalar por ejemplo con un veneno o un fuerte vomitivo la acusación, si la  sustancia producía los efectos habituales. En la Edad Media  europea, era preciso afrontar voluntariamente ordalias análogas ‑no ser herido por hierros al rojo o por agua hirviente‑ no solo en el dominio de la justicia temporal sino sobre  el mismo plano sagrado: los monjes, y también los obispos, aceptaron este criterio como prueba de la verdad de sus afirmaciones en materia de doctrina([48]). La tortura misma, concebida como un medio de inquisición, tuvo, en el origen, relaciones con la idea del "juicio de Dios": se pensaba que un poder casi mágico estaba relacionado con la verdad; se estaba convencido que ninguna tortura podía hundir la fuerza interior de un inocente y de  quien afirmaba la verdad.

La relación que todo esto tuvo con el carácter místico,  tradicionalmente reconocido, a la "victoria", es manifiesto. En  estas pruebas, comprendida la de las armas, se pensaba "llamar a Dios" a prestar testimonio, obteniendo de él un signo sobrenatural que sirviera de juicio. Representaciones teistas ingenuas de este tipo, se pueden remontar a la forma más pura de la idea tradicional, según la cual, el derecho y la justicia aparecían, en último análisis, como manifestaciones de un orden metafísico concebido como realidad, que el estado de verdad y de justicia en el hombre tiene el poder de evocar objetivamente. La idea del supramundo como realidad en sentido eminente, es decir superior a las leyes naturales, y siempre susceptible de manifestarse aquí abajo cada vez que el individuo le abre la vía, ante todo remitiéndose a ella de una forma absoluta y desindividualizada, según el puro espíritu de verdad, luego entrando en estados psiquicos determinados (tales que el estado ya descrito de competición heroica que "desliga", o bien la extrema tensión de la prueba y del peligro afrontada) que sirven ‑por así decirlo‑ para abrir los circuitos humanos cerrados a circuitos más amplios, comportando la posibilidad de efectos insólitos y aparentemente milagrosos, esta idea decimos, sirve para explicar y dar su justo sentido a las tradiciones y a las costumbres que hemos referido: sobre su plano, la verdad y la realidad, el poder y el derecho, la victoria y la justicia, no eran más que una sola y misma cosa, cuyo verdadero centro de gravedad, una vez más, se encontraba en lo sobrenatural.

Estos puntos de vista no pueden, por el contrario, aparecer más que como superstición pura en todas partes donde el "progreso" ha privado sistemáticamente a la virtud humana de toda posibilidad de relacionarse instintivamente con un orden superior. La fuerza del hombre estaba concebida de la misma forma que la de un animal, es decir, como un facultad de acciones mecánicas en un ser que no está unido por nada a lo que le trasciende en tanto que individuo, la prueba de la fuerza no puede evidentemente sigificar nada y la salida de toda competición se convierte en contingente, sin relación posible con un orden de "valores". La transformación de la idea de verdad, del derecho y de la justicia de las abstracciones o de las convenciones sociales, el olvido de esta sensación que permitiera decir, en la India aria, que "es sobre la verdad que la tierra se funda" ‑satyena uttabhita bhumih‑, la destrucción de toda percepción de los "valores" como apariciones objetivas, casi físicas, digamos, del mundo de la supra‑realidad en la trama de la contingencia, hacen que sea natural que se pregunte como la verdad, el derecho y la justicia han podido influir sobre el determinismo de fenómenos y hechos que la ciencia, al menos hasta ayer, ha declarado como no susceptible de modificaciones([49]). Es por el contrario a los discursos sonoros y confusos de los legisladores, a las laboriosas destilaciones de los códigos, a los artículos de leyes "iguales para todos", que los Estados secularizados y las plebes coronadas se han vuelto todo‑poderosos, es a todos estos que, por el contrario, se remite el decidir la verdad y la justicia, de la inocencia y la falta. La soberbia seguridad, intrépida y supra‑individual, con la cual el hombre de la tradición, armado de fe y de hierro, se dirigía contra el injusto, la inquebrantable firmeza espiritual que afirmaba a priori y absolutamente en una fuerza sobrenatural inaccesible al poder de los elementos, sensaciones e incluso leyes naturales, es, al contrario, "superstición.

A la disolución de los valores tradicionales ha seguido luego, también aquí, su inversión. Es así como el mundo moderno hace profesión de "realismo" y parece recuperar la idea de la identidad de la victoria y del derecho con el principio: "fuerza hace derecho"; pero se trata de fuerza en el sentido más material, e incluso, referida al plano de la guerra en sus formas mas recientes, en el sentido directamente arimánico, porque el potencial técnico e industrial ha devenido el factor absolutamente determinante; hablar actualmente de "Valores" y de derecho es pura retórica. Pero precisamente tal retórica se mobiliza, con grandes frases e hipócritas proclamaciones de principios, como medio suplementario al servicio de una brutal voluntad de poder. Se trata aquí de un aspecto particular del trastorno general de la época moderna, del que hablaremos, por lo demás, llegado el momento.



([1])Referencia de A. PIGANIOL, Recherches sur les Jeux romains,  Estrasburgo, 1923, pags. 124 y sigs.

 

([2])Cf. G. BOISSIER, La fin du paganisme, París, 1891, v. I, pag.  95‑96; v. II, pag. 97 y sigs.

 

([3])DION CASIO, LI, 1.

 

([4])SAN AGUSTIN, Civ. Dei., Iv, 26.

 

 

([5])Cf. PAUSANIAS, V, 7, 4; L. PRELLER, Griechische Mythologie,  Berlín, 1872, v. I, pag. 49.

 

([6])Cf. PINDARO, Ol., III, sigs.; X, 42 y sigs.; DIODORO, iv, 14.

 

([7])Cf. PINDARO, Ol., III, 13 y sigs.; PLINIO, Hist. Nat., XVI,  240.

 

([8])TERTUIANO, De Spect., VIII.

 

([9])LIDIO, De Mensibus, I, 4; I, 12.

 

([10])L. FRIEDLAENDR, Die Spiele, en apéndice a MARQUARDT, ct. v.  II. pág. 248, 283, 286‑9; J.J. BACHOFEN, Urreligion und antike  Symbole, Leipzig. 1926, v. I, pag. 343, 329‑347. El simbolismo  innegable de los diferentes detalles de construcción de los  circos romanos es una de las huellas de la presencia de  conocimierntos "sagrados" en el arte antiguo de los  constructores.

 

([11])Cf. BACHOFEN, op. cit., v. I, pag. 340‑2.

 

([12])PIGANIOL, Op. cit., pag. 143. En otro tiempo el dios Sol  tenía su templo en medio del estadio y sobre todo las carreras cíclicas se consagraban a este dios, representado  como conductor del carro solar. En Olimpia tenía doce filas ‑dodekagnamptos (cf. PINDADO, Ol., II, 50)‑ relacionadas con el sol en el Zodíaco y CASIODORO (Var. Ep., III, 51) que representaban el curso de las estaciones.

 

([13])PIGANIOL, op. cit., p. 143. En otro tiempo el dios Sol tenía su templo en medio del estadio, y eran sobre todo las carreras cíclicas las que estában consagradas a este dios, representado como conductor del carro solar. En Olimpia tenía doce líneas -dodekagnamptos (cf. PINDARO, Ol., II, 50)- lo cual estaba en relación con el sol en el Zodiaco, y CASIODORO (Var. Ep., III, 51) dice que el circo romano representaba el curso de las estaciones.

([14])Cf. PIGANIOL, op. cit., pag. 141, 136; BACHOFEN, Urreligio.,  cit., v. I, pag. 474. Se ha señalado con razón que estos juegos  romanos corresponden a tradiciones análogas de diferentes linajes  arios. En la fiesta del Mahavrata, celebrada en la India antigua  durante el solsticio de invierno, un representante de la casta  blanca arya, combatía con un representante de la casta empleo  oscura de los shudra por la posesión de un objeto simbólico, que  representaba el sol (cf. von SCHORODER, Arische Religion, v. II,  pag. 137; WEBER, Indisch. Stud., v. X, pag. 5). La lucha  periódica de dos caballeros, uno sobre un caballo blanco, el otro  sobre un caballo negro, en torno a un árbol simbólico, sirve de  tema a una antigua saga nórdica. (cf. GRIMM, Deutsche Myth.,  cit., v. II, pag. 802).

 

([15])Cf. BACHOFEN, Urreligion, v. I, pag. 343, sigs.; PIGANIOL,  Op. cit., pag. 1‑14.

 

([16])TERTULIANO, De Spect., VIII.

 

([17])PIGANIOL, Op. cit., pag. 139.

 

([18])Cf. PRELLER, Röm. Myth., cit., pag. 128‑9, 197 y sigs.

 

([19])Cf. FRIEDLAENDER, op. cit., pag. 251.

 

([20])MACROBIIO, I, 17, 25. Es Platón quien ha dicho: "La victoria  que [los vencedores en los juegos olímpicos] ganan es la  salvación de toda la ciudad" (Rep., 465 d).

 

([21])TERTULIANO, De Spect., XXV.

 

([22])Cf. PIGANIOL, Op. cit., pag. 118‑119; RODHE, Psych, v. I,  pag. 218.

 

([23])BACHOFEN, Urreligion, v. I, pag. 171‑2, 263, 474, 509;  Versuch übr die Grabersymbolik der Alten, Basel, 1925, passim.

 

([24])Cf. RODHE, Psyché, v. I, pag. 18‑20, 153.

 

([25])Cf. PIGANIOL, Op. cit., pag. 118‑117.

 

([26])Cf. GOLTHER, Germ. Myth., cit, pag. 98‑99, 109, 111.

 

([27])Yasht, XIII, 23‑24, 66‑67.

 

([28])Cf. S. DARMESTETER, Avesta, in Sacred Books of the East,  Yasht, pag. 179.

 

([29])Se hace derivar habitualmente de salire o de saltare el  nombre de otro colegio sacerdotal, el de los Salios. Cf. la  expresión de Djelaleddin El‑Rumi (apud RODHE, v. II, pag. 27):  "Aquel que conoce la fuerza de la danza habita en Dios, pues sabe  como es el amor que mata".

 

([30])Cf. SAGLIO, Dict. Ant. v. VI, pag. 947. Los Curetes ,  danzarines armados orgiásticos ‑arkesteres aspidephoroi‑ eran  considerados como seres semidivinos y profetas con poderes de  iniciación y de "alimentadores del niño" ‑pandotrophoi‑ (cf. J.E.  HARRISON, Themis, Cambridge, 1912, pag. 23‑27) es decir, del  nuevo príncipe que nace a la vida a través de estas experiencias.

 

([31])Cf. BRUGMAN, Indogerman. Forschungen, XVIII, 433.

 

([32])SAGLIO, Dict. Ant., v. VI, pag. 944.

 

([33])La concepción nórdica según la cual son las walkirias quien  hacen ganar las batallas ‑ratha sigri (cf. GRIMM, Deutsche  Mythologie, I, pag. 349)‑ expresa la idea de que son precisamente estos poderes quienes deciden la lucha y no las fuerzas humanas en sentido estricto e individualita del término. La idea de la manifestación de un poder trascendente ‑como en ocasiones la voz del dios Fauno oida súbitamente en el momento de la batalla y capaz de aterrorizar al enemigo‑ se encuentra amenudo en la  romanidad (cf. PRELLER, Röm. Myth., pag. 337), al igual que la idea según la cual el sacrificio de un jefe es en ocasiones necesario para actualizar enteramente este poder, según el sentido general de las muertes rituales (cf. Introduzione alla magia, v. III, pag. 246 y sigs.): es el rito de la devotio, el holocausto del jefe con la intención de desencadenar las fuerzas inferiores y el genio del espanto contra el enemigo; cuando sucumbe (por ejemplo en el caso del consul Decio), se manifiesta el terror infundido correspondiente al poder libre fuera del cuerpo (cf. PRELLER, op. cit., pag. 466‑670), a comparar con el herfjöturr, terror infundido mágicamente al enemigo por las walkirias desencadenados (cf. GOLTHER, op. cit., pag. 111). Un último eco de significados de este tipo se encuentra en los kamikaze japoneses utilizados durante la última guerra mundial: se sabe que el nombre de estos pilotos‑suicida lanzados contra el enemigo significa "el viento divino" y se refiere, en principio, a un orden de ideas análogo.

 

([34])Cf. PRELLER, op. cit., pag. 202‑5.

 

([35])Un enigmático testimonio del Corán (II, 149, cf. III, 163)  afirma precisamente: "No llameis muertos a quienes han muerto en la vía de Dios; están vivos por el contrario aún cuando no lo percibais". Esto corresponde por lo demás a la enseñanza de PLATON (Rep. 468 e) según el cual algunos muertos en la guerra, forman un solo cuerpo con la raza de oro que, según Hesiodo, jamás ha muerto, sino que subsiste y vela, invisible.

 

([36])Cf. PIGANIOL, Jeux Rom., cit. pag. 124, 147 y 118.

 

([37])Cf. DION CASIO, XLV, 7

 

([38])Cf. DIONISIO ALIC., 1, 32, 5.

 

([39])Cf. BOISSIER, La fin du paganisme, cit., v. II, pag. 302 y  sigs.

 

([40])Cf. CICERON, De nat. deur., II, 3, 8. PLUTARCO, Rom., 1, 8.

 

([41])TITO LIVIO, XVII, 9; cf. XXXI, 5; XXXVI, 2; PLUTARCO (Marc.,  IV) refiere que los romanos "no permitían olvidar los auspicios  ni siquiera al precio de grandes ventajas, porque estimaban más  importante para la salvación de la ciudad, que los cónsules  venerasen las cosas sagradas que el vencer al enemigo.

 

([42])Cf. MACROBIO, III, 9, 2; Ad. Aen., II, 244; MARQUARDT, v. I,  pag. 25‑26.

 

([43])FUSTEL DE COULANGES, Cit. Ant., cit. pag. 192. Para los  nórdico‑arios cf. GOLTHER, op. cit., pag. 551.

 

([44])HERODOTO, viii, 109, 19.

 

([45])Entre los pueblos salvajes subsisten a menudo huellas  características de estos aspectos que, considerados en su justo jugar y en su justo sentido, no se reducen a una "superstición". Para ellos, la guerra, en último análisis, es una guerra de magos contra magos: la victoria pertenece a aquel que tiene la "medicina de guerra" más poderosa, cualquier otro factor aparente, comprendido el valor mismo de los guerreros, no era más que una consecuencia (cf. LEVY‑BRUHL, Ment. primit., cit., pag. 37, 378).

 

([46])DE GIORGIO ("Zero") en La Contemplazione e l'Azione (revista  "La Torre") nº 7, 1930.

 

([47])Cf. "Der Vertrag von Verdun", editado por T. MAYER, Leipzig,  1943, pag. 153‑156.

 

([48])Así, a propósito de la prueba del fuego, se refiere, por  ejemplo, que hacia el año 506, bajo el emperador Atanasio, un obispo católico de Oriente propuso a un obispo arriano "probar por este medio cual de las dos fes era la verdadera. El arrianismo rechazó hacerlo, mientras el ortodoxo, entró en el fuego y salió indemne". Por lo demás, este poder ‑según PLINIO (VII, 2), era propio de los sacerdotes de Apolo: super ambustam ligni struem ambulantes, non aduri tradebantur. La misma idea se encuentra también en un  plano superio: según la antigua idea irania, en el "fin del  mundo" un río de fuego que todos los hombres deberán atravesar: los justos se distinguirán por que no sufrirán ningún daño, mientras que los malvados serán arrastrados (Bundahesh,  XXX, 18).

 

([49])Decimos "hasta ayer", por que las investigaciones metafísicas modernas han terminado por reconocer en el hombre posibilidades extranormales latentes, capaces de manifestarse objetivamente y modificar la trama de los fenómenos físico‑químicos. Además sería inverosímil que el empleo de pruebas como las de la ordalia haya podido mantenerse durante tanto tiempo sin que ningún fenómeno  extraordinario se haya producido y que se haya visto regularmente  sucumbir a los que lo afrontaban, las constataciones metafísicas  deberían bastar para reflexionar sobre los juicios habituales relativos al carácter "supersticioso" de estas variantes de la "prueba de Dios".

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 16. Bipartición del espíritu tradicional. El ascesis

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 16. Bipartición del espíritu tradicional. El ascesis

Biblioteca Julius Evola.- Este interesante capítulo aborda dos temas interrelacionados: de una parte el concepto de ascesis, como método de acceso a la realidad metafísica. De otro las existencia de dos vías mediante las cuales se manifiesta el espíritu tradicional y cristaliza la voluntad de realización de un ascesos: la vía de la contemplación propia de la casta sacerdotal y la vía de la acción propia de la casta guerrera. Evola, por carácter e, incluso, cabría decir, por casta, se siente más predispuesto a la acción que a la contemplación.

 

16.

BIPARTICION DEL ESPIRITU TRADICIONAL. EL ASCESIS

Tras haber explicado el significado de las castas, es preciso  hablar de una vía que se sitúa, de alguna forma, por encima de  las mismas y responde a un impulso hacia la realización directa de la trascendencia, según normas análogas a las de la alta  iniciación, pero fuera de las estructuras específicas y rigurosas  de esta última. Mientras que el paria es el "sub‑casta", el "caído", aquel que se sustrae a la "forma" en tanto que era impotente frente a ella y se encuentra constreñido, por ello, a volver al mundo "de lo bajo", el asceta es por el contrario el "supra‑casta", aquel que se separa de la forma porque renuncia al centro ilusorio de la individualidad humana y tiende hacia el principio del que procede cada "forma", no a través de la fidelidad a su propia naturaleza y a la participación jerárquica, sino de una acción directa. Así, en la India aria, la repulsión de todas las castas hacia el paria tenía como equivalente la  veneración general que inspiraba el "supra‑casta", a quien ‑según  una imagen budista‑ no se pide obediencia a un dharma humano,al igual que el hombre que pretende encender fuego no debe preocuparse del tipo de madera susceptible de producir de igual  manera la llama y la luz.

El "ascesis" se sitúa pues en un lugar ideal intermedio entre el plano de la superioridad directa, olímpica, real e iniciática y  el del rito y del dharma. Presenta además dos aspectos que se  pueden considerar como los del espíritu tradicional en general: el primero es la acción, en tanto que acción "heroica"; la  segunda es la ascesis propiamente dicha, referida, sobre todo, a la vía de la contemplación. Fuera de las estructuras  tradicionales completas, se han desarrollado civilizaciones más o menos orientadas hacia uno u otro de estos dos polos. Y se verá, llegado el momento, el papel que han jugado siempre estas dos orientaciones en el dinamismo de las fuerzas históricas, incluso sobre un plano donde intervienen el factor étnico y racial.

Para comprender el espíritu de una tradición ascética en estado  puro, es necesario hacer abstracción de todo lo que se encuentra  asociado en el mundo de la religiosidad occidental moderna, con el término mismo de "ascesis". Acción y  conocimiento son dos  facultades fundamental del hombre: es posible una integración  que supere, en sus dominios respetivos, el límite humano. El  ascesis de la contemplación consiste en la integración de la  virtud cognoscitiva obtenida por el distanciamiento de la realidad sensible, la neutralización de las facultades individuales de razonamiento, el desnudamiento progresivo del núcleo de la conciencia, que se "descondiciona", se sustrae al límite y a la necesidad de toda determinación, real o virtual. Eliminadas todas las escorias y obstrucciones ‑opues  remotionis‑, la participación en el supramundo se realiza bajo la forma de visiones o de iluminaciones. Cumbre de la aproximación ascética, este punto representa al mismo tiempo el principio de un ascesis verdaderamente consciente, progresivo y realizador, de los estados superiores del ser a la condición humana. Lo universal como conocimiento y el conocimiento como liberación, tales son los ideales esenciales de la vida ascética.

El distanciamiento ascético propio a la vida contemplativa  implicaba la "renuncia". Conviene, a este respecto, disipar el  equívoco creado por algunas formas inferiores de ascesis, precisando el sentido diferente que se atribuye a la renuncia, en la alta ascesis antigua y oriental y, de otro, en numerosas formas de ascesis religiosa, en el ascesis cristiano en particular. En el segundo caso, la renuncia ha presentado a menudo el carácter de una inhibición y de una "mortificación"; no es por que no se desee, sino para "mortificarse" y "sustraerse a la tentación" que el asceta cristiano se distancia de los objetos del deseo. En el primer caso, la renuncia procede, por el contrario, de un disgusto natural por los objetos que, habitualmente atraen y provocan el deseo; procede, en otros términos, del desear directamente ‑o, por decirlo mejor, querer‑ algo que el mundo de la existencia condicionada no puede dar. Es una nobleza natural del deseo lo que conduce a la renuncia y no una intervención interior tendende a frenar, mortificar e inhibir la facultad del deseo de una naturaleza vulgar. Por lo demás, el elemento afectivo, incluso en sus formas más nobles y puras, no interviene más que en los primeros estadios de la alta ascesis.  Es consumado luego por el fuego intelectual y por el esplendor  árido de la contemplación pura.

Se puede citar como ejemplo típico de ascesis contemplativa el  budismo de los orígenes, no solo porque está desprovisto de  elementos "religiosos" y organizado en un puro sistema de  técnicas, sino también en razón del espíritu del que es  penetrado, espíritu muy alejado de todo lo que evoca, hoy, el  término ascetismo. Por lo que se refiere al primer punto, se  sabe que el budismo no conoce  "dios" en el sentido religioso  de la palabra: los dioses era considerados como potencias que tenían  las mismas necesidades de liberación, si bien el "Despertado" no  es solamente superior a los hombres sino también superior a los dioses. El asceta, como se dice en el canon, se libera no solo del lazo humano, sino también del lazo divino. En segundo lugar, en las formas originales del budismo  no aparecían normas morales más que a título de instrumento al servicio de la realización objetiva de estados supra‑individuales. Todo lo que pertenece al mundo de la "creencia", la "fe" y se relaciona con la afectividad, es separado. El príncipio fundamental del método es el "conocimiento"; hacer del conocimiento de la no‑identidad del Yo con no importa que "otro" ‑este "otro" sería incluso el todo o el mundo de Brahma (el dios teista)‑ un fuego que destruye  progresivamente todas las identificaciones irracionales con lo  que es condicionado. El punto de culminación, además de su  designación negativa (nirvana = cese de la agitación), se  expresa, conforme a la vía, en términos de "conocimiento", bhodi,  que es conocimiento en sentido eminente, iluminación supra‑  racional, conocimiento que libera, como al producirse un  "despertar" tras el sueño,de un desvanecimiento, de una alucinación. Nos parece superfluo señalar que esto no equivale de ninguna manera a la desaparición de la fuerza, a algo parecido a una disolución. Disolver lazos no es solo disolver, sino liberar. La imagen de aquel que, libre de todo yugo, divino o humano, es supremamente autónomo y puede ir donde quiera, remite  y se acompaña en el canon budista de todo tipo de símbolos viriles y guerreros, así como de constantes y explícitas  referencias, no al no‑ser, sino a algo superior tanto al ser como  al no‑ser. El Buda, como se sabe, pertenecía a un linage de la  antigua nobleza guerrera aria y su doctrina ‑que se presenta como  la "doctrina de los nobles, inaccesible al vulgar"‑ está  extremadamente alejada  de toda evasión mística, y penetrada, por  el contrario, de un sentimiento de superioridad, claridad e "indomabilidad" espiritual. "Libre", "conocedor", "soberbio", de quien "ni los dioses, ni los espíritus, ni los  hombres conocen la vía", la "cúspide, el héroe, el gran profeta  victorioso, el impasible, el Señor del renacimiento" tales son,  en los textos originales, los calificativos del "Despierto"([1]). La renuncia budista es de tipo viril y aristocrática: dictada por la fuerza, no impuesta por la necesidad sino querida para dominar la necesidad y reintegrar una vida perfecta. Es comprensible que los  modernos, que conocen solo esta vida mezclada, con la no‑vida y  presentando, en su agitación, la irracionalidad de una verdadera  "manía", no puedan pensar más que en la nada cuando oyen hablar,  a propósito del estado del "Despierto", del nirvana, es decir de  una extinción de la manía, idéntica en un "mas que vivir", a una  "supra‑vida": para un maniaco, hablar de no‑manía (nir‑vana) no puede significar más que no‑vida, nada. Es pues natural que el espíritu moderno, desde hace largo tiempo, haya relegado los valores de toda ascesis pura al nivel de las cosas "superadas".

Como ejemplo occidental de ascesis contemplativa pura, se puede  citar en primer lugar el neoplatonismo. Plotino formuló en estos términos, un aspecto fundamental de toda ascesis aristocrática:

"No soy yo quien debo ir hacia los dioses, sino los dioses  quienes deben de venir a mí"([2]). Resueltamente  franqueó las fronteras de la moral corriente con la máxima: "es  preciso volverse similar a los dioses, y no a los hombres  de bien; el fin no consiste en estar exento de toda falta, sino  en convertirse en un dios"([3]). Es él quien ha reconocido en la simplificación interior un método para ser  absolutamente uno mismo en una simplicidad metafísica de donde  brota la visión([4]) y a través de la cual ‑"como un centro que se une  a un centro"‑ se realiza la participación en esta realidad  inteligible frente a la cual cualquier otra realidad debe ser  considerada como "no‑vida mas que vida"([5]), las impresiones  sensibles aparecen como imágenes de sueño([6]), el mundo de los  cuerpos como el lugar de la "impotencia absoluta", "de la  incapacidad de ser"([7]).

Otro ejemplo del mismo orden nos es facilitado por la mística  alemana, que supo alcanzar, por encima del teismo cristiano, cumbres metafísicas. Al concepto plotiniano y a la destrucción del elemento "devenir", o elemento samsarico,‑destrucción considerada por el budismo como condición del "despertar"‑  corresponde el "Entwerdung" de Tauler. La concepción  aristocrática del ascesis contemplativo se vuelve a encotrar en  la doctina de Meister Eckhart. Como Buda, Eckhart se dirige al  hombre noble y al "alma noble"([8]) cuya dignidad metafísica está  astestiguada por la presencia en ella de  "firmeza", de  "luz" y "fuego", de un elemento frente al cual la divinidad  misma, teisticamente concebida como "persona", se convierte en  algo exterior([9]). El método es esencialmente el del  distanciamiento ‑Adgeschiedenheit‑ virtud que, para Eckhart, es  más alta que el amor, la caridad, la humildad o la compasión([10]). Se afirma el principio de la "centralidad espiritual": el verdadero Yo es Dios, Dios es nuestro verdadero centro y nosotros somos solamente exteriores en relación a nosotros mismos. Ni la esperanza, ni el miedo, ni la angustia, ni el gozo, ni el dolor, "nada que pueda hacernos salir de nosotros mismos", debe penetrar en nosotros([11]). La acción determinada por el deseo, su objeto  aun siendo el reino de los cielos, la beatitud y la vida eterna, debe  ser rechazada([12]). La vía procede del exterior hacia el  interior, más allá de todo lo que es "imagen", más allá de las  cosas y de lo que tiene la cualidad de cosa (Dingheit), más allá  de las formas y de la cualidad de la forma (Förmlichkeit), más  allá de las esencias y de la esencialidad. De la extinción  progresiva de toda imagen y de toda forma, después del pensamiento, del querer y del saber, nace un conocimiento transformado, llevado más allá  de la forma (überformt) y sobrenatural. Se alcanza así una cumbre en relación a la cual "Dios" mismo (siempre contemplado según la concepción teista), aparece como algo transitorio, en relación a esta raíz trascendente e "increada" del Yo, cuya negación tendría como consecuencia que "Dios" no existiera tampoco([13]). Todas las imágenes propias a la conciencia religiosa son devoradas por una realidad que es una posesión absoluta y desnuda y que, en su simplicidad, tiene, para todo ser finito, un carácter espantoso. De nuevo aparece el símbolo solar: frente a esta sustancia desnuda y absoluta, "Dios" aparece como la luna frente al sol: la irradiación de esta realidad hace palidecer la luz divina, como la del sol sofoca la luz de la luna([14]).

Tras estas breves indicaciones sobre el sentido del ascesis  contemplativa, conviene decir algunas palabras en relación a la  otra vía, la vía de la acción. Mientras que en el ascesis  contemplativa se trata sobre todo de un proceso interior, en el  primer plano del cual se encuentra el tema del distanciamiento y la orientación directa hacia la trascendencia, en el segundo  caso, se trata de un proceso inmanente, tendiente a despertar  fuerzas más profundas de la entidad humana y a llevarlas a  superarse a sí mismas, a obtener que, en una intensidad‑límite,  la cúspide de la vida superior se supere en el "más que vida".  Tal es la vía heroica según el sentido sagrado que tuvo  frecuentemente en la antigüedad tradicional de Oriente y  Occidente. La naturaleza de tal realización comporta  simultáneamente un aspecto exterior y un aspecto interior, un  aspecto visible y un aspecto invisible, mientras que el ascesis  contemplativo puro, puede situarse enteramente en un dominio,  que no está relacionado con el mundo exterior por nada tangible.  Cuando los dos polos de la aproximación ascética no están separados convirtiéndose, uno u otro, en "la  dominante" de un tipo distinto y particular de civilización, sino cuando están presentes ambos y solidarios, puede decirse que el elemento ascético alimenta invisiblemente las fuerzas de "centralidad" y de "estabilidad" de un organismo tradicional; mientras el elemento heroico tiene mayor relación con el dinamismo, con la fuerza animadora de sus estructuras.

A propósito de la vía de la acción, hablaremos primeramente de la  doctrina de la guerra santa y luego de los juegos. Si nos  proponemos desarrollar algo este tema, es en razón del interés  particular que puede tener para el hombre occidental, llevado, por naturaleza, más a la acción que a la contemplación.

 



([1])Cf. p. ej. Mânavadharmashastra, IV, 9; X, 8; y de una forma  más general, nuestra obra La dottrina del risveglio (Ensayo sobre  el ascesis budista), cit.

 

([2])En PORFIRIO, Vita Plot., 10.

 

([3])PLOTINO, Enéadas, I, ii, 7; I, ii, 6.

 

([4])Ibid., I, vi, 9, V, iii, 7; V. v. 7.

 

([5])Ibid., I, iv, 3; VI, ix, 10.

 

([6])Ibid., III, vi, 6.

 

([7])Ibid., VI, iii, 8; IX, 8.

 

([8])MEISTER ECKHART, Schriften und Predigten, ed. Bûttner, Jena,  1923, vol. II, pag. 89 y sigs.

 

([9])Ibid., v. II, pag. 127‑128.

 

([10])Ibid., v. I, pag. 57 y sigs. Cf. TAULER, Inst. div. c.  XXXVIII.

 

([11])Ibid., v. I, pag. 138, 128 y sigs.

 

([12])Ibid., pag. 127.

 

([13])Ibid., v. I, pag. 78‑79, 81. Brhama presenta también el  mismo carácter de caducidad frente al Despierto, en el  Majihimanikayo, V, 9.

 

([14])MEISTER ECKHARD, ed. Pfeiffer (Deutsche Mystiker, 1875),  pag. 50.

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 14. La doctrina de las castas

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) . 14. La doctrina de las castas

Biblioteca Julius Evola.- Schuon decía que la raza era la forma y la casta el espíritu. Evola realiza en este capítulo una introducción general al estudio del sistema de castas propio de todo el universo indo-ario. Apunta también el origen de las castas y las razones por las que estas civilizaciones atribuían a la casta una función superior. El complemento ideal de este capítulo es, desde luego la lectura del libro "Castras y Razas" de F. Schuon y "Autoridad Espiritual y Poder Temporal" de René Guénon.

 

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LA DOCTRINA DE LAS CASTAS

La organización tradicional, en tanto que "forma" victoriosa  sobre el caos y encarnación de la idea metafísica de estabilidad y justicia, ha encontrado una de sus principales expresiones en el sistema de castas. La distribución de los individuos en castas, o grupos similares, en función de su naturaleza y del rango jerárquico de su actividad en relación a la espiritualidad pura, se encuentra con rasgos constantes en todas las formas mas elevadas de civilización tradicional y constituye la esencia de la legislación primordial y del orden según la justicia. Adecuarse a la casta pareció a la humanidad tradicional, como el primero de los deberes.

Bajo su aspecto más completo ‑tal como se presentó especialmente  en el antiguo sistema indo‑ario‑ la jerarquía de las castas  corresponde visiblemente a la de las diversas funciones propias a todo organismo regido por el espíritu. En el límite inferior, se encuentran, en este organismo, energías aun indiferenciadas e impersonales de la materia y de la simple vitalidad: pero estas  sufren ya la acción reguladora de las funciones de intercambio y de economía orgánica en general, que a su vez, encuentran en la voluntad la fuerza que mueve y dirige el cuerpo como un todo en el espacio y en el tiempo. El alma, en fin, es centro, poder  soberano y luz de todo el organismo. Otro tanto ocurre en las  castas: las actividades de los siervos o trabajadores, shudra,  luego de la burguesía, vaisha, más arriba, de la nobleza guerrera, khsatriya y finalmente, los representantes de la autoridad y del poder espiritual (los brahamana, en el sentido original y los jefes en tanto que pontifices), constituían una jerarquía equivalente a la de todo organismo de tipo superior.

Tal era la estructura indo‑aria, a la cual se emparentaba estrechamente la organización irania, articulada en torno a los  cuatro pishtra: Señores del fuego ‑athreva‑, guerreros ‑  rathaestha‑, jefes de familia ‑vastriya‑fshuyant‑ y servidores  destinados al trabajo manual ‑huti‑. Un esquema análogo se vuelve  a encontrar en otras civilizaciones, comprendida la Edad Media  europea, que conoció la distribución en siervos, burgueses,  nobleza y clero. En la concepción platónica, las castas  corresponden a poderes del alma y a virtudes determinadas: a los  dominadores, a los guerreros y a los trabajadores, corresponden el espíritu y la cabeza, el animus, y el torso, la facultad  del deseo y la parte inferior del cuerpo: sexo y nutrición. El orden y la jerarquía exteriores corresponden, en justicia, a un orden y a una jerarquía interiores([1]). La idea de la correspondencia orgánica se encuentra también en la imagen védica bien conocida según la cual las diferentes castas proceden de las partes distintas del cuerpo del "hombre primordial"([2]).

Las castas, antes de definir grupos sociales, definían funciones  y modos típicos de ser y de actuar. La correspondencia existente  en las posibilidades naturales fundamentales del individuo y una  u otra de estas funciones determinaba su pertenencia a la casta  correspondiente: aunque podía encontrar en los deberes propios a  su casta, en todo lo que esta era tradicionalmente llamado a  realizar, la explicación normal de su propia naturaleza([3]) y,  además la posibilidade de desarrollarse, su consagración en el  conjunto del orden "de lo alto". Por ello el régimen de las castas, reinó y apareció al mundo tradicional como una apacible institución natural, fundada sobre algo que resultaba evidente a los ojos de todos y no sobre la tiranía, la violencia o, por emplear la jerga de los tiempos modernos, sobre una "injusticia social". Reconociendo su naturaleza, el hombre tradicional reconocía también su "lugar", su función y las justas relaciones de superioridad e inferioridad: sucedía que si el vaisha no  reconocía la autoridad de un khsatriya o si este no mantenía  firmemente su superioridad respecto del vaisha o el shudra,  esto se consideraba, menos una falta que una manifestación de ignorancia. En la jerarquía, no se trataba de voluntad humana, sino de una ley natural: tan impersonal como la que quiere que el lugar de un líquido más ligero no pueda estar por encima de un líquido más denso, a menos que intervengan causas perturbadoras. Se consideraba como un principio inquebrantable que "si los hombres se dan una regla de acción no conforme a su naturaleza, esta no debe ser considerada como una regla de acción"([4]).

Lo que choca con la mentalidad de los modernos en el régimen de  castas, es la ley de la herencia y de su "cierre". Parece  "injusto" que el nacimiento debe determinar como una fatalidad la  posición social y el género de actividad a la cual el hombre  deberá consagrarse y que no deberá abandonar, para una forma de  actividad inferior, ni siquiera superior, bajo pena de convertirse en un "fuera de casta", un paria, que todo el mundo evitaría.

Pero si se alude a la visión tradicional general de la vida,  estas objeciones desaparecen.

La estanqueidad de las castas se asentaba sobre dos principios  fundamentales. El primero deriva del hecho que el hombre  tradicional, tal como hemos dicho, no consideraba todo lo que es  visible y terrestre más que como el efecto de causas de un orden  superior. Por ello el hecho de nacer en tal o cual condición, hombre o mujer, en una casta o en otra, en una raza o en otra, tener algunos dones o algunas disposiciones determinadas, etc., no era considerado como un "azar", como una circunstancia puramente accidental que no debía prejuzgar nada. Para el hombre tradicional, por el contrario, todo esto se explicaba, sin embargo, como una correspondencia con la naturaleza de lo que  el principio convertido en "Yo" humano quiso o fue  trascendentalmente, en el acto de proceder hacia un nacimiento  terrestre. Es este uno de los aspectos de la doctrina hindú del karma, aunque no corresponde a lo que se entiende vulgarmente por reencarnación([5]), implica sin embargo, la idea general de una pre‑existencia de causas y el principio segun el cual "los seres son herederos de sus acciones: del ser nace el re‑ser y así fue la acción, así será el nuevo ser". Doctrinas de este tipo no aparecieron solo en Oriente. Se enseñaba en Grecia, que "el alma ha escogido  primeramente su demonio y su vida", y que "el cuerpo ha  sido formado a imagen del alma que encierra"([6]). Según algunos puntos de vista ario‑iranios que se transmitieron a Grecia y luego a Roma, la doctrina de la realeza sagrada se relacionaba con la concepción según la cual las almas se orientaban por afinidad hacia un planeta determinado; a este planeta corresponderían las cualidades predominantes y el rango del nacimiento humano; el rey era considerado como domus natus,  precisamente por que había recorrido la línea de las influencias  solares([7]). Para los que aman las justificaciones  "filosóficas", se puede recordar que la teoría de Kant y de  Schopenhauer relativa a lo que se llama el "carácter inteligible"  ‑carácter "nouménico" anterior al mundo de los fenómenos‑ y se emparenta con el mismo orden de ideas.

Dadas estas premisas, si se excluye pues la idea de un nacimiento debido al azar, la doctrina de las castas se presenta bajo una luz distinta. Según Plotino, "el plan general es uno: pero se  subdivide en partes desiguales, de tal suerte que el conjunto  comporta diferentes regiones, unas mejores, las otras menos  agradables y las almas, desiguales también, residen en lugares  diferentes que convienen a sus propias diferencias. Así todo se  armoniza y la diferencia de situaciones corresponde a la  desigualdad de las almas"([8]). Se puede pues decir que no es el  nacimiento el que determina la naturaleza, sino la naturaleza  quien determina el nacimiento; más precisamente, se posee un  espíritu determinado porque se ha nacido en una casta  determinada, pero al mismo tiempo se nace en una casta determinada por que ‑trascendentalmente‑ se poseee ya un espíritu  determinado. De ahí resulta que la desigualdad reglamentada de las  castas, lejos de ser artificial, injusta y arbitraria, no era más que el reflejo y la institucionalización de una desigualdad preexistente, más profunda y más íntima, una aplicación superior del principio: suum cuique.

Las castas, en el orden de una tradición viviente, representaban  por decirlo así, el "lugar" natural, aquí abajo, de voluntades o vocaciones afines; y la transmisión hereditaria, regular y  cerrada, prepara a un grupo homogéneo de inclinaciones orgánico‑  vitales e incluso psíquicas propicias al desarrollo regular por  los individuos, sobre el plano de la existencia humana, de estas  determinaciones o disposiciones prenatales. El individuo no  "recibía" su naturaleza de la casta: esta le daba el medio de reconocer o "recordar" su propia naturaleza y  voluntad, ofreciéndole al mismo tiempo una forma de patrimonio oculto ligado a la sangre para ayudarlo a realizarlo armoniosamente. En cuanto a las atribuciones, funciones y deberes de la casta, servían de marco para el desarrollo regular de sus posibilidades en el conjunto social. En las castas superiores, la iniciación completaba este proceso, despertando y suscita

 

rsonal y una  incomparable habilidad; no solo las disposiciones desarrolladas  por el ejercicio de un oficio, registrada en el organismo, se  transmitían con la sangre bajo forma de actitudes innatas y  profundas... además existía también la transmisión, sino de una  iniciación propiamente dicha, si al menos de una tradición  interna del arte, guardada como algo sagrado y secreto ‑arcanum  magisterium‑ aunque se delate por los numerosos detalles y   reglas, ricas en elementos simbólicos y religiosos, que  caracterizan las producciones artesanales tradicionales,  orientales, mexicanas, árabes, romanas, medievales y demás([9]).  La introducción en los secretos de un arte, no tenía nada en  común con la enseñanza empírica o racionalizada de los modernos.  Incluso en este terreno se atribuían algunos conocimientos de  origen no humano, tal como lo atestiguan, bajo una forma  simbólica, las tradiciones relativas a dioses, demonios o héroes ‑Baldr, Hermes, Vulcano, Prometeo, etc.‑ que habrían iniciado en el origen a los hombres en una de las artes. Es significativo, por otra parte, que el dios de los Collegia Fabrorum en Roma, fuera Jano, al mismo tiempo dios de la iniciación. Se puede hacer entrar en el mismo contexto a las misteriosas hermandades de forjadores que, venidas de Oriente a Europa, habrían llevado una nueva civilización: casi siempre, en los lugares donde surgieron los más antiguos templos de Hera, Cypris, Afrodia‑Venus, Heracles‑Hercules y Eneas, se encontraron  huellas  arqueológicas del trabajo del cobre y del bronce; finalmente,  hay que recordar que los misterios órficos y dionisíacos  utilizaron temas  extraidos del arte de la hilatura y del tejido([10]). Estas  concepciones recibieron su más alta consagración práctica en los  casos, frecuentes sobre todo en Extremo‑Oriente, en que la  obtención del dominio efectivo de un arte determinado tuvo el  valor de símbolo, reflejo, o signo, considerado  como la contrapartida y la consecuencia de la culminación de una  realización interior paralela.

Hay que señalar que incluso allí donde el régimen de castas no  tuvo este carácter de rigor y precisión que conoció en la India  aria, por ejemplo, se alcanzó expontáneamente algo similar  incluso en lo que respecta a las actividades inferiores. Tal es  el caso de las antiguas corporaciones o hermandades artesanales  que se encuentran en casi todo el mundo tradicional, comprendido  México. En Roma, se remontan a los tiempos prehistóricos y  reproducían, en su plano, la constitución propia a la gens y a  la familia patricia. El lazo y el orden que se desprendían, en las castas superiores, de la tradición aristocrática de la sangre y del rito, son reemplazados aquí por los que se derivan del  arte y de la actividad común. El collegium y la corporación no  estaban desprovistos por tanto de un carácter religioso y de una  constitución de tipo viril y casi militar. En Esparta, el  culto a un "héroe" servía de lazo ideal entre los miembros  de una profesión, incluso de tipo inferior([11]). En cada ciudad y  en cada gens, toda corporación ‑constituida originalmente por  hombre libres- tenía, en Roma, su demonio o dios lar; le era consagrado un tiempo y practicaba un culto común a los difuntos que  creaba una unidad en la vida y en la muerte; tenía sus ritos  sacrificiales que el magister realizada para la comunidad de los  soldes o collegae y este, gracias a las fiestas, ágapes y juegos,  confería un carácter místico a algunos acontecimientos o  aniversarios. El hecho que el aniversario del collegium o  corporaciones ‑natalis collegi‑ se confundíera con el de su dios  tutelar ‑natalis dei‑ y el de la "inauguración" o consagración  del templo ‑natalis templi‑ demuestra que a los ojos de los  sodales el elemento sagrado jugaba un papel central y era la  fuente de vida interior de la corporación([12]).

La corporación romana nos facilita un ejemplo del aspecto viril y  orgánico que acompaña amenudo al elemento sagrado en las  instituciones verdaderamente tradicionales; jerárquicamente  constituida, ad exemplum republicae, estaba animado por un  espíritu militar. El conjunto de los sodales se llamaba populus u  ordo y, al igual que el ejército y el pueblo, estaban organizados,  en las asambleas solemnes, en centurias y decurias. Cada centuria  tenía su jefe, o centurión y un teniente, optio, como las  legiones. Distintos de los maestres,los  otros miembros llevaban el nombre  de plebs y corporati pero también de caligati o milites caligati  como simples soldados. Y el magister era, no solo el maestro del  arte, el sacerdote de la corporación, cerca de su "fuego", sino  también el administrador de la justicia y el guardián de las  costumbres del grupo([13]).

Las comunidades profesionales medievales, sobre todo en los  paises germánicos, presentaron carácteres análogos: al mismo  tiempo que la comunidad del arte,  un elemento ético‑religioso  servía de cimiento a los guías y a los Zünften. En estas  organizaciones corporativas, los miembros estaban unidos "por la  vida", como en un rito común, antes que en función de intereses  económicos y fines exclusivamente orientados hacia la producción;  y todas las formas de la existencia cotidiana se encontraban  penetradas por los efectos de esta íntima solidaridad que se  apropiaba del hombre entero y no solo de su aspecto particular de artesano. Al igual que los colegios profesionales romanos tenían su dios lar o demonio, las guildas alemanas, constituidas también como imágenes en reducción de la ciudad, tenían no solo su "santo protector" o su "patrón", sino también su altar, su culto funerario común, sus enseñas simbólicas, sus conmemoraciones  rituales, sus reglas éticas y sus jefes ‑Vollgenossen‑ llamados también a dirigir el ejercicio del oficio más que a hacer respetar las normas generales y los deberes de los miembros de la corporación. Para ser admitido en las guildas, hacía falta un nombre sin tacha y un nacimiento honorable: se descartaba a los hombres que no eran libres y en ocasiones, a los que pertenecían a razas extranjeras([14]). Estas asociaciones profesionales se caracterizan por el sentido del honor, la pureza y la impersonalidad en el trabajo, cualidades bastante próximas de los principios arios de la bhakti y del nishkama‑karma: cada uno se ocupaba silenciosamente de su propio trabajo, haciendo  abstracción de su persona, pero permaneciendo activo y libre, y  era este un aspecto del gran anonimato propio a la Edad Media, al igual que a cualquier otra civilización tradicional. Además, se separaba todo lo que podía engendrar una concurrencia ilícita o un monopolio y todo lo que de una forma o de otra, podía  alterar, por consideraciones económicas, la pureza del "arte":  el honor de la guilda y el orgullo que inspiraba su actividad  constituían las bases sólidas, inmateriales de estas  organizaciones([15]) que, aun no siendo institucionalmente  hereditarios, amenudo se convertían en tales, demostrando así la  fuerza y el carácter natural del principio generador de las  castas([16]).

Así se reflejaba, incluso en el orden de las actividades inferiores ligadas a la materia y a las condiciones materiales de  la vida, el modo de ser de una acción purificada y libre,  teniendo su fides, su alma viviente, que la liberaba de los lazos  del egoismo y del interés vulgar. Además, se establecía un lazo natural en las corporaciones, entre la casta de los vaishas ‑que en términos modernos, equivaldría a los empleadores‑ y la casta de los shudra, que correspondería a la clase obrera. El espíritu de solidaridad casi miliar, sentida y querida, que, en una empresa común, hacía aparecer el vaisha como el jefe y el shudra como el simple soldado, excluían la antítesis marxista entre el capital y el trabajo, entre empleadores y empleados. Cada uno realizaba su función y ocupaba su justo lugar. En las guildas alemanas, a la fidelidad del inferior correspondía el orgullo que extraía el superior de un personal dedicado con celo a su tarea. Aquí también, la anarquía de los "derechos" y las "reivindicaciones" no apareció más que cuando la orientación espiritual íntima declinó, y la acción realizada por sí misma, fue sustituida por los  intereses materiales e individualistas, la fiebre multiforme y  vana engendrada por el espíritu moderno y por una civilización  que ha hecho de la economía un "demonio" y un destino.

Por otra parte, cuando la fuerza íntima de una fides cesa de  estar presente, cada actividad pasa a definirse según su aspecto  puramente material, mientras que la diversidad de las vías unidas por una misma dignidad, es sustituida por una diferenciación real según el tipo de actividad. Esto explica el carácter de las  formas intermedias que revisten algunas organizaciones sociales,  como por ejemplo, la esclavitud antigua. Por paradójico que esto pueda parecer a los ojos de algunos, en el marco de las civilizaciones donde la esclavitud fue más ampliamente practicada, era el trabajo lo que definía la condición de esclavo y no lo contrario. Cuando la actividad en los estratos más bajos  de la jerarquía social, no fue dirigida  por un significado espiritual, cuando en lugar de acción existió solamente trabajo, el criterio material no podía dejar de tomar la iniciativa y estas actividades, en tanto que ligadas a la materia y unidas a las necesidades materiales de la vida, debían  aparecer como  degradantes e indignas para un hombre libre. El "trabajo  podía ser, en consecuencia solo un asunto de esclavos, casi un castigo y, recíprocamente, no se podía contemplar para un esclavo otro dharma que el trabajo. El mundo antiguo no despreció el trabajo porque conoció la esclavitud y porque fueran los esclavos quienes trabajaban, sino al contrario, es por despreciar al trabajo, que desprecia al esclavo; ya que aquel que "trabaja" no puede ser más que esclavo, este mundo quiso esclavos y distinguió, constituyó y estableció una clase social cerrada  para la masa de aquellos cuya forma de existencia no podía expresarse más que mediante el trabajo([17]). Al trabajo como pena oscura relacionada con las necesidades de la carne, se oponía la acción: uno, polo material, pesado, animal, el otro, polo espiritual libre, separado de la necesidad, de las posibilidades humanas. En los hombres libres y entre los esclavos, en el fondo, no se encuentra sino la cristalización social de las dos maneras de vivir una acción ‑según su materia o bien ritualmente‑ de la que ya hemos hablado: es aquí donde hay que buscar la base ‑reflejando ciertamente algunos valores tradicionales‑ del desprecio al trabajo y del concepto de jerarquía propias a las constituciones de tipo intermedio de los que se trata aquí y que se encuentran sobre todo en el mundo clásico, donde fueron la actividad especulativa, el ascesis, la contemplación ‑el "juego" en ocasiones y la guerra‑ quienes expresan el polo de la acción frente al polo servil del trabajo.

 

Esotéricamente, los límites impuestos por el estado de esclavitud  a las posibilidades del individuo que nacía en este  estado, corresponden a un "destino" determinado, del que el nacimiento  debe ser considerado como una consecuencia. Sobre el plano de las  transposiciones mitológicas, la tradición hebraica no está muy  alejada de una concepción similar, cuando considera el trabajo  como la consecuencia de la "caida" de Adán y, al mismo tiempo,  como la "expiación" de esta falta transcendental en el estado  humano de existencia. En cuanto al catolicismo, busca, sobre esta  base, hacer del trabajo un instrumento de purificación, lo que  corresponde en parte a la noción de ofrenda ritual de la acción  conforme a la naturaleza de cada ser (en este caso, a la naturaleza de un  "caido" según el aspecto de la visión hebraico‑cristiana de la  vida), ofrenda concebida como vía de liberación.

 

En la antigüedad, frecuentemente eran los vencidos quienes debían  asumir las funciones de los esclavos. ¿Se debió a un puro  materialismo de costumbres bárbaras? Si y no. Una vez más, no  hay que olvidar esta verdad que impregnaba el mundo de la Tradición: nada sucede aquí abajo, que no sea un símbolo y un efecto concordante de acontecimientos espirituales; entre el espíritu y la realidad (y también la potencia) hay una íntima relación. Como consecuencia particular de esta verdad, ya hemos indicado que la victoria o la derrota no fueron nunca considerados como un mero azar. La victoria, tradicionalmente,  implicaba siempre un significado superior. Entre las poblaciones  salvajes subsiste aun, y con un relieve particular, la idea  antigua que el desgraciado es siempre un culpable([18]): los  desenlaces de cada lucha y también cada guerra, son siempre  signos místicos, resultados, por así decir, de un "juicio  divino", capaces de revelar o realizar, un destino humano.  Partiendo de aquí, si se quiere, se puede ir más lejos, y ver  una convergencia trascendental de sentidos entre la noción del  "vencido" y la noción hebraica del "culpable", de la que acabamos  de hablar, uno y otro ligados al destino que conviene al dharma del esclavo, el trabajo. Esta convergencia se evidencia también  en que la "falta" de Adán puede referirse a la "derrota" sufrida por él en una aventura simbólica (intento de apropiarse del fruto del "Arbol") que habría podido tener un desenlace victorioso. Existen, en efecto, mitos donde la conquista de los frutos del "arbol", o cosas simbólicamente equivalentes (por ejemplo la  "mujer", el "toison de oro", etc...) se consigue y conduce a  otros héroes (por ejempo Heracles, Jason, Siegfried), no a la maldición, como en el mito hebraico‑cristiano, sino a la inmortalidad o a la sabiduría trascendente([19]).

En el mundo moderno, se ha denunciado la "injusticia" del régimen de  castas, se han estigmatizado aun más las civilizaciones antiguas que conocieron la esclavitud, y se ha considerado como un mérito de los tiempos nuevos haber afirmado el principio de la "dignidad humana". Pero se trata, aquí también, de pura retórica. Se olvida que los europeos mismos reintrodujeron y mantuvieron hasta el siglo XIX, en los territorios de ultra‑mar, una forma de esclavitud a menudo odiosa, que el mundo antiguo casi nunca conoció ([20]). Lo que es  preciso poner de relieve, es que jamás una civilización practicó la esclavitud en tan gran escala,como la civilización moderna. Ninguna civilización tradicional tuvo jamás masas tan numerosas condenadas a un trabajo oscuro, sin alma, automático, a una esclavitud que no tiene siquiera en contrapartida la alta estatura y la realidad tangible de figuras de señores y dominadores, sino que se encuentra impuesta de una forma anodina por la tiranía del factor económico y las estructuras absurdas de una sociedad más o menos colectivizada. Y el hecho es que la visión moderna de la vida, en su materialismo, ha restado al individuo toda posibilidad de introducir en su destino un elemento de transfiguración, un signo y un símbolo, y la esclavitud de hoy es la más lúgrube y  desesperada  que jamás se haya conocido. No es pues sorprendente que las fuerzas oscuras de la subversión mundial hayan encontrado en las masas de esclavos modernos un instrumento dócil, adaptado para la consecución de los fines: aquí donde han triunfado los inmensos "campos de trabajo", se quiere practicar metódica, satánicamente, la servidumbre física y moral del hombre en vistas a la colectivización y al desarraigo de todos los valores de la personalidad.

Para terminar, añadiremos a nuestras consideraciones anteriores  sobre el trabajo contemplado en tanto que arte, en el mundo de la Tradición, algunas breves indicaciones sobre la cualidad orgánica y funcional de los objetos producidos. Gracias a esta cualidad constante, lo bello aparecía no como algo separado o limitado a una categoría privilegiada de objetos artísticos, y nada presentaba un carácter puramente utilitario y mercantil. Todo objeto tenía una belleza propia y un valor cualitativo, al igual que tenía su función en tanto que objeto útil. Mientras que, de un lado, se verificaba "el prodigio de la unificación de los contrarios", "las más absoluta sumisión a la regla consagrada, en la cual parecería deber morir, ahogado, todo impulso personal, conciliándose con la más franca manifestación de la espiritualidad, tan duramente comprimida, en una auténtica  creación personal", de otro lado se ha podido justamente decir:  "Todo objeto no lleva ciertamente la impronta de una personalidad  artística individual, como ocurre hoy con los "objetos  artísticos", sino que revela sin embargo un gusto "coral" que hace  del objeto una de las innumerables expresiones similares, imprimiéndoles el sello de una autenticidad espiritual que impide llamarlo copia([21]). Tales productos atestiguaban una  personalidad estilística única desarrollada durante siglos  enteros; incluso cuando se ha podido conocer un nombre, real, o bien ficticio y simbólico, esto carecía de importancia: el anonimato no desaparecía([22]), sino que albergaba un carácter no sub‑personal sino supra‑personal. Tal era el terreno sobre el cual podían nacer y proliferar, en todos los dominios de la vida,  creaciones artesanales tan alejadas del triste "utilitarismo" plebeyo como de la belleza "artística" extrínseca y afuncional,  escisión que refleja el carácter inorgánico de la civilización  moderna.

 



([1])Cf. También Rep., 580‑1, 444, a, b.

 

([2])Rg‑Veda ‑ X, 90, 11‑12. La cuatripartición fue reemplazada  por la tripartición en el caso en que la nobleza fue concebida como reuniendo en sí tanto el elemento guerrero como el elemento espiritual y allí donde subsistieron, a título residual, restos materializados de esta situación original. Otro tanto ocurrió verosimilmente con la tripartición nórdica en jarls, karls y traells  y la tripartición helénica en eupatrides, geomores y demiurges,  donde la primera casta puede corresponder a los geleontes según el sentido antiguo de "espléndidos" y "resplande-cientes", de esta palabra.

 

([3])Cf. Bhagavad‑gita, XVIII, 41: "Los deberes de los brahamana,  guerreros, burgueses y sirvientes son distribuidos según su  naturaleza".

 

([4])Tshung‑yung, XIII, I. Es en términos idénticos que PLATON  (Rep., 433 d, 434 c) definió el concepto de "justicia".

 

([5])La idea según la cual un mismo principio personal ha vivido  otras existencias humanas y vivirá otras tras la muerte, está  sujeta a caución. Sobre este punto, cf. R. GUENON, L'Erreur  Spirite, París 1923, passim y EVOLA, La dottina del risveglio,  cit., pag. 41 y 129. Históricamente, la idea de la reencarnación  no aparece más que en relación a la visión de la vida propia al  sustrato de algunas razas pre‑arias y con la influencia que ha  ejercido; desde el punto de vista de la doctrina, no es más que  un simple mito al uso de las masas. No solo no se trata de un  saber esotérico, sino que exactamente es lo contrario. Cf. tomo  II, cap. 8 y 9 a. La idea de la reencarnación, era, por ejemplo,  completamente ajena a los Vedas.

([6])PLOTINO, Enn., III, iv, 5; i, II. Cf. PLATON, Rep., X, 617 a.  "No es un demonio quien os elegirá, sino que vosotros mismos  elegireis vuestro demonio. Sois vosotros mismos quien elegireis  el destino de esta vida, en el cual os encontrareis acosados por  la necesidad".

 

([7])Cf. F. CUMONT, Myst de Mithra, cit., pag. 102‑3; PLATON,  Fedro, X, 15‑16; 146‑148b; JULIANO EMP., Helios, 131b. A esta indicación general es reciso añadir que la naturaleza de los elementos que determina un nacimiento dado es complejo, como lo es el de los elementos de los que se compone el ser humano, frecuentmente procedentes de herencias divrsas, si es contemplado en su integralidad. A este respecto, cf. EVOLA, La dottirna del risveglio, cit. pag. 124 y sigs.

 

([8])PLOTINO, Enn., III, iii, 17. No podemos detenernos en estas  enseñanzas; señalaremos solo que Plotino dice que las almas toman como residencia los lugares que les corresponden y no los que escojen arbitrariament según su gusto; en la mayor parte de los casos la fuerza de las "correspondencias" actúa en los estados incorpóreos de forma tan impersonal como, en los estados corpóreos, la ley relativa a las valencias químicas.

 

([9])BOUGLE, Rég. des Cast., cit., pag. 43, 47, 226; DE CASTRO,  Frat. Segr., cit. pag. 370 y sigs. Los "rasgos" medievales que  nos han llegado hablan frecuentemente de prácticas misteriosas  que se refieren a la obra de construcción; diversas leyendas se  refieren a maestros del arte muertos por haber faltado al  juramento del secreto. Cf. DE CASTRO, Frat. Segr., cit., pag.  275‑6.

 

([10])Cf. P. PERALI, La logica del lavoro nell'antichità, Ginebra,  1933, pag. 18, 28. Se puede también recordar el papel que jugó en  la masonería la figura enigmática de Tubalcain, que se refiere al  arte del trabajo de los metales.

 

([11])HERODOTO, VI, 60.

 

([12])Cf. J.P. WALTZING. Les corporations professionnelles chez  les Romains. Lovaina, 1895, v. I, pag. 62, 196, 208, sigs. 231, 256. Según la tradición, Numa, instituyendo los colegios, habría querido que "cada oficio celebrase el culto divino que le conviniera" (PLUTARCO,Numa, XVII y sigs.). En India también a cada uno de los oficios que reaizaban las castas inferiores correspondía frecuentemente un culto especial rendido a los patronnes divinos o legendarias (cf. SENART, Las castes dans l'Inde, cit., pag. 70). Otro tanto ocurrió en Grecia, entre los pueblos nórdicos, en los aztecas, en el Islam, etc.

 

([13])WALTZING, op. cit., v. I, pag. 257, sigs.

 

([14])O. GIERKE, Rechtsgeschichte der deutschen Genossenschaften,  cit., v. I, pag. 220, 226, 228, 362‑5, 284.

 

([15])GIERKE, Op. cit., v. I, pag. 262‑5, 390‑1.

 

([16])En Roma los colegios profesionales se convirtieron en  hereditarios en el curso del siglo III a. J.C. Cada miembro  transmitió entonces a sus herederos, con la sangre, su profesión  y sus bienes, condicionados por el ejercicio de esta profesión. Cf. WALTZING, op. cit., v. II, pag. 4‑5, 260‑265. Pero esto fue realizado por vía de la autoridad, por medio de leyes centralizadas impuestas por el Estado romano y no se puede decir que las castas, así constituidas, hayan sido verdaderamente conformes al esíritu tradicional.

 

([17])ARISTOTELES (Pol., I, iv, y sigs.) fundaba la esclavitud  sobre el postulado de que hay hombres aptos solo para el trabajo  psíquico y que deben ser dominados y dirigidos por los otros. Según él, esta relación era la del "bárbaro" frente al "Heleno". Así mismo, la casta hindú de los shudra (los siervos) correspondía en el origen a la raza negra aborigen ‑o "raza enemiga" dominada por los arya‑ a la cual no se reconocía otra posibilidad mejor que la de servir a las castas de "los dos veces nacidos".

 

([18])Cf. LEVY‑BRUHL, La mentalité primitive, cit., pag. 316‑331.

 

([19])Cf. EVOLA, La Tradición hermética, cit. introd.

 

([20])Es preciso señalar, por lo demás, que en América la  verdadera miseria de los Negros empezó cuando fueron  liberados y  se encontraron en la situación de proletarios sin raices en el  seno de una sociedad industrializada. Como "esclavos", bajo un  régimen paternalista, gozaron en general de una mayor seguridad  económica y de una mayor protección. Es por ello que algunos  estiman que la condición de los trabajadores blancos "libres", en  Europa, fue, en la época, peor que la suya. (Cf. p. ej. R.  BASTIDE, Les religions africaines au Brésil, passim.

 

([21])G. VILLA, La filosofia del mito secundo G. B. Vico, Milán,  1949, pag. 98‑99.

 

([22])Cf. Ibid., pag. 102.

 

 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 13. El alma de la Caballería

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 13. El alma de la Caballería

Biblioteca Julius Evola.- Evola reconoe en la ordenación caballeresca una renovación de la antigua "vía heróica" del mundo clásico greco-latino. En este capítulo, Evola realiza una profundo estudio sobre la caballería y su naturaleza más profunda que le lleva a introducir un elemento interesante, el de la contemplación de la mujer como aspecto femenino del cosmos. Evola resume en este capítulo lo esencial de su obra "El Misterio del Grial": la defensa del caballero del honor y de la imagen de su dama, suponen una traslación expontánea de la doctrina del tantrismo hindú sobre las relaciones entre el principio masculino y el femenino.

 

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EL ALMA DE LA CABALLERIA

Ya hemos dicho que en el origen fue un elemento espiritual el que  definió no solo la realeza, sino también la nobleza tradicional.  Como para la realeza, se puede contemplar el caso en que este  elemento no es innato en la nobleza, sino por el contrario  adquirido. Así encontraremos una diferencia análoga a la que existe entre iniciación e investidura. A la investidura  corresponde, en Occidente, la ordenación caballeresca y, por otra  parte, la iniciación ritual propia a la casta guerrera; a la  iniciación ‑realización de una naturaleza más interior, directa e individual‑ corresponde la acción heroica en el sentido  tradicional, es decir, sagrado, ligado a doctrinas como la de la  "guerra santa" y la mors triunphalis.

Examinaremos separadamente esta segunda posibilidad y trataremos  solo aquí, como ejemplo de la primera, del espíritu y el secreto  de la caballería medieval.

Es preciso, ante todo, señalar la diferencia que existía, en la Edad Media europea, entre la aristocracia feudal y la aristocracia caballeresca. La primera estaba ligada a una tierra y a la fidelidad ‑fides‑ a un príncipe dado. La caballería aparece, por el contrario, como una comunidad supraterritorial y supranacional cuyos miembros, habiéndose consagrado al sacerdocio militar, no tenían patria y debían ser fieles, no a una persona, sino, a una ética cuyos valores fundamentales son el honor, la verdad, el corage y la lealtad([1]) y, por otra parte, a una autoridad espiritual de tipo universal, que era esencialmente la del Imperio. En el universo cristiano, la caballería y las grandes órdenes caballerescas entraban, por esencia, en el marco del Imperio, donde representaban la contrapartida de lo que el clero  y el monacato eran en el orden de la Iglesia. La caballería no tenía un carácter necesariamente hereditario: era posible convertirse en caballero. Para esto el aspirante debía realizar empresas que demostraran a la vez su desprecio heroico por la vida y la doble fidelidad que acabamos de mencionar. En las formas más antiguas de la ordenación caballeresca, el caballero ordenaba al caballero, sin la intervención de sacerdotes, casi como si existiera en el guerrero una fuerza "parecida a un fluido", capaz de hacer surgir nuevos caballeros por transmisión directa: este uso se encuentra igualmente en la tradición indo‑aria: "guerreros que consagran a guerreros"([2]). Solo con posterioridad se recurrió a un rito especial para la ordenación caballeresca([3]).

Pero esto no es todo. Se puede descubrir, en efecto, en la  caballería europea, un aspecto más profundo y secreto, al cual se refiere exteriormente el hecho de que los caballeros ofrecían a una dama sus empresas heroicas y que el culto de la mujer en  general revestía, en ocasiones en la caballería europea, formas  susceptibles de parecer absurdas y aberrantes, tomadas al pie de la letra. El juramento de fidelidad incondicional a una "dama" fue uno de los temas más constantes en las cortes caballerescas y no había ninguna duda, según la teología de los castillos, de que el caballero muerto por su "dama" participaba en el mismo destino de bienaventurada inmortalidad que el Cruzado que moría por la liberación del "Templo". En realidad, la fidelidad a Dios y la fidelidad a la "dama" parecían amenudo equivalentes. Se puede también notar que la "dama" del caballero neófito debía, según algunos rituales, desvestirlo y conducirlo al baño, para que se purificase antes de recibir la ordenación([4]). Por otra parte, los héroes de aventuras, en ocasiones escabrosas, en las que figura la "dama", como Tristan (sir Tristem) y Lancelot, son al mismo tiempo caballeros del Rey Arturo volcados a la búsqueda del Graal, miembros de la Orden, incluso "caballeros celestes" a la cual pertenece el hiperbóreo "caballero del cisne".

En todo esto se escondían amenudo, en realidad, significados

esotéricos que no estaban destinados ni a los jueces de la  Inquisición, ni a las gentes comunes; por ello se expresaban bajo la cobertura de costumbres extrañas y cuentos eróticos. En algunos casos, lo que se dice a propósito de la "dama" de la caballería se aplica también a la "dama" de los "Fieles de Amor" gibelinos y se refiere, por otra parte, a un simbolismo tradicional uniforme y preciso. La dama a la cual el caballero jura una fidelidad incondicional y a la que se entrega a menudo también el Cruzado, la dama que conduce a la purificación, que el caballero considera como su recompensa y que lo volverá inmortal cuando muera por ella, es esencialmente, ‑como ha aparecido tras nuevas investigaciones, en el caso de los "Fieles de Amor"([5])‑ una representación de la "Santa Sabiduría", una encarnación, más o menos precisa, de la "mujer trascendente" o  "divina", del poder, de una espiritualidad transfigurante y de  una vida que no está mezclada con la muerte. El tema se incluye por otra parte en un conjunto tradicional bien caracterizado, pues existe un amplio ciclo de leyendas  y de mitos, en los que  la "mujer" tiene este mismo valor simbólico. Desde Hebe, la eterna juventud, que se convierte en la esposa del héroe Hércules en la residencia olímpica, ó Idun (que significa renovación, rejuvenecimiento) y Gunnlöd, detentadora del brevage mágico Odrerir, a Freya, diosa de la luz, codiciada constantemente por los "seres elementales" que buscan en vano obtenerla, a Sigrdrifa‑Brunhilde, destinada por Wotan a ser la esposa terrestre del héroe que franqueará la barrera del "fuego"([6]); de la dama de la "Tierra de los Vivientes" y del "Victorioso" (Boagad) que atrae al héroe gaélico Condla Cain, a las mujeres egipcias que aportan, con la "llave de la vida", el loto de la resurrección y al azteca Teoyamiqui que guía a los guerreros caidos hacia la "Casa del Sol"; de la "hija fuerte y hermosa" que conduce a los espíritus, sobre el punto celeste Kinvad([7]), al Ardvi Sura Anâhita, "fuerte y santo, procedente del dios de la luz", a la cual se pide "la gloria perteneciente a la raza aria y al santo Zarathustra", es decir, la sabiduría y la victoria([8]); de la "esposa" de Guesar, el héroe tibetano, emanación de "Dolma la conquistadora", relacionada con el doble sentido significativo de la palabra sáncrita shakti que quiere decir tanto "esposa" como "potencia", a las fravashi, mujeres divinas que son (como las walkyrias) las partes trascendentales del alma humana y "dan la victoria a quien las invoca, favores a aquel que las ama, la salud a los enfermos"([9]), por todas partes se refleja el mismo tema.

Este tema pude hacernos penetrar en la dimensión esotérica de una  parte de la literatura caballeresca relativa a la "dama" y a su  culto. En la tradición indo‑aria, se dice: "No es por amor a la  cualidad de guerrero [en el sentido material] que es querido el  estado de guerrero, sino es por amor del atma [del principio "todo  luz, todo inmortalidad" del Yo] que es querido el estado de  guerrero... Aquel que cree que la dignidad de guerrero procede de otra cosa que el atma será abandonado por la casta de los guerreros"([10]). Esta idea puede servir de trasfondo al aspecto de la caballería que consideramos aquí. Conviene sin embargo llamar la atención sobre el hecho que, en algun caso, el  simbolismo de la "dama" puede revestir un carácter negativo ‑"ginecocrático"‑ del que hablaremos más adelante (II, 6),  diferente del que se refiere a la veta central de la caballería,  en donde corresponde, por el contrario, al ideal de "virilidad  espiritual" que ya hemos mencionado hablando de las relaciones  entre el clero y la realeza. El empleo constante, insistente, de  representaciones femeninas, propia de los ciclos de tipo heroico  no quiere decir otra cosa sino esto: frente a la fuerza que  puede iluminarlo y conducirlo a algo más que humano, el ideal del  héroe y del caballero supone la actitud activa y afirmativa que, en toda civilización normal, caracteriza al hombre frente a la mujer. Tal es el "misterio" que, bajo una forma más o menos  latente y encubierto, ha inspirado una parte de la literatura  caballeresca medieval y no ha sido ajena a las "Cortes de Amor",  dando por ejemplo un significado profundo a la cuesión, tan  amenudo debatida, de saber si la "dama" debe dar preferencia a  un "clérigo" o a un caballero([11]). Las singulares declaraciones  de algunos códigos de caballería, relativos al derecho del  caballero, considerado como investido de una dignidad casi  sacerdotal o incluso como "caballero celeste", de hacer suyas las  mujeres de otros, comprendida la de su soberano, a condición de que sepa mostrarse más fuerte, la posesiónde la "dama" deriva automáticamente de su victoria([12]), pueden tener un sentido esotérico próximo al que hemos ya mencionado hablando de la leyenda del Rey de los Bosques de Nemi (pág. 44 y sigs.)

Entramos aquí en un terreno de experiencias vividas, que nos impide pensar que se trata solo de símbolos abstractos e inoperantes. En particular, el lector encontrará expuesto, en nuestra obra "Metafísica del Sexo", el caso en que la "mujer iniciática" o la "mujer secreta" puede ser evocada en una mujer real y donde el héroe, el amor y el sexo fueron conocidos y  utilizados en función de sus posibilidades reales de  transcendencia, posibilidades señaladas por numerosas enseñanzas  tradicionales, hasta el punto de contemplar una vía especial permitiendo separar, en un éxtasis fulminante, las fronteras del Yo y participar en formas superiores del ser. Existencialmente, la naturaleza misma del guerrero, podía cualificarlo particularmente para esta vía. No podemos, detenernos más tiempo sobre este punto.

Por otra parte, es posible, aquí como en otra parte, que en  algunos casos y en algunas representaciones se conserven  fragmentos materializados y esparcidos de un antiguo simbolismo:  que el hecho de cabalgar confiera un prestigio especial; que el  caballero parezca, en ocasiones, unido al caballo hasta el punto de compartir con él los peligros y la gloria y ser ritualmente  degradado cuando es derribado de su montura, esto puede tener un  alcance que trasciende el mero plano material y corresponde a  prolongaciones del antiguo simbolismo del caballo([13]). En  efecto, es como una naturaleza alada que se eleva hacia los cielos y  que los héroes divinos debían mostrar a titulo de prueba, que el caballo aparece en los mitos de Perseo y Belerofonte. El simbolismo se hace más transparente aun en el mito platónico, en donde la lucha entre el caballo blanco y  el caballo negro, con el alma como auriga, decide el destino  trascendental de esta última([14]); otro tanto ocurre en el mito  de Faetón, conducido a la perdición por el impulso de su auriga que quiere alcanzar a Helios. En sus relaciones tradicionales con  Poseidón, dios del elemento líquido, el caballo aparece en  realidad como un símbolo de la fuerza elemental de la vida; en  sus relacioes con Marte ‑el otro dios equestre de la antigüedad  clásica‑ el caballo fue la expresión de la misma fuerza,asumida  aquí en función del principio guerrero. Esto aclara igualmente el sentido de dos representaciones que tienen, en este contexto, una particular importancia. Primeramente, en algunas representaciones clásicas, el alma "heroizizada" es decir, transfigurada, fue presentada como un caballero acompañado de un caballo([15]). Se trata también del Kalki‑avatara; según una  tradición indo‑aria, bajo la forma de un caballo blanco se  encarnará la fuerza que pondrá fin a la "edad oscura",  destruyendo a los malvados y, en particular los mlecchas, que no  son otros que guerreros degradados y separados de lo sagrado([16]); la llegada del Kalki‑avatara se traduce por la restauración de la espiritualidad primordial. Quizás podría seguirse el filón de estos temas simbólicos a través de la romanidad y, poco a poco, hasta la Edad Media caballeresca.

Sobre un plano más relativo e histórico, el elemento sagrado de  la aristocracia caballeresca europea recibió un estatuto formal  en el rito de la ordenación, tal como fue definido hacia el siglo  XII. Tras un doble período septenal de servicio a un príncipe,  que se prolongaba de siete a catorce años y de catorce a  ventiuno, y en el curso del cual se debían dar pruebas de lealtad, fidelidad y valor, tenía lugar este rito, en una fecha, preferentemente en Pascuas o Pentecostés([17]), y evocaba ya la idea de una resurrección o de un "descenso del Espíritu". Comportaba ante todo un período de ayuno y "penitencia" cuyo sentido es bastante próximo al del período inicial de recogimiento y aislamiento previsto en la iniciación real de  Eleusis y al rito de la entronización imperial que, hasta hace  poco, se celebraba, sin cambios, en el Japón (en este rito se permanecía en vela nocturna y durante un período purificador preparando el contacto con los "dioses del sol"). Una purificación simbólica intervenía luego bajo la forma de un baño, a fin ‑dice Redi‑ que "estos caballeros... adopten una nueva vida y nuevas costumbres".  La "vela de las armas" seguía ‑o en ocasiones precedía‑ a este rito purificador: el futuro caballero pasaba la noche en la iglesia, en pié o de rodillas, sin sentarse un solo instante, rogando para que la divinidad favoreciera la obtención de lo que faltaba para su cualificación. Tras el baño, revestía un vestido blanco similar al de los antiguos neófitos de los Misterios, símbolo de su naturaleza renovada y purificada([18]), en ocasiones también un chaleco negro, para recordar la disolución de la naturaleza mortal, y otro vestido rojo, alusión a las tareas por las cuales, si era preciso, debía estar dispuesto a verter su sangre([19]). Finalmente, tenía lugar la consagración sacerdotal de las armas colocadas sobre el altar, con lo cual el rito terminaba, y cuyo objeto era atraer una influencia espiritual determinada para sostener la "nueva vida" del guerrero elevado a la dignidad caballeresca y convertido en miembro de la orden ecuménica que representaba la caballería([20]). En la Edad Media, florecieron por otra parte numerosos tratados donde cada arma y cada objeto utilizados por el caballero eran presentados como símbolos de cualidades espirituales o éticas, símbolos destinados a recordarle de una forma sensible estas virtudes y también a relacionar toda acción caballeresca con una acción interior. Sería fácil encontrar un simbolismo comparable en la mística de las armas de otras civilizaciones tradicionales. Nos limitaremos a recordar el ejemplo de la nobleza guerrera japonesa, que considera el sable de guerra como algo sagrado. Su fabricación estaba sometida a reglas inviolables: los armeros debían revestir hábitos rituales y purificar la forja. La técnica del templado de las armas era absolutamente secreta, trasmitida solo de maestro a discípulo. La hoja del sable era el símbolo del alma del Samurai([21]) y el uso del arma comportaba reglas precisas; incluso, el  entrenamiento con el sable y otras armas (tales como el arco)  podía alcanzar una dimensión iniciática, en relación,  especialmente, con el Zen.

En la lista de las virtudes caballerescas enumeradas por Redi, la primera es la "sabiduría"; y en segundo lugar son mencionadas la "fidelidad, la generosidad, el valor, etc..."([22]). Así mismo, según la leyenda, Rolando aparece también como un campeón de la ciencia teologal que se entrena en esta ciencia, antes del combate, con su adversario Ferragus. Godefredo de Bouillon fue llamado por algunos de sus contemporáneos lux monachorum y Hugo de Tabaria, en su Orden de Caballería, hace del caballero un "sacerdote armado" que, en virtud de su doble cualidad, tiene el derecho de entrar en la iglesia y mantener el orden con su espada santa([23]). Y es precisamente en el dominio de la sabiduría donde se ve ‑en la tradición indo‑aria‑ a miembros de la aristocracia guerrera rivalizar victoriosamente con brahamana, es decir, con los representantes de la casta sacerdotal (p. ej.: Ajatashatru con Gargya Balaki, Pravahana Jaivali con Aruni, Sanatkumana con  Narada, etc...) y convertirse en brahamanes, o ser ya, en tanto que tales, "los que guardan la llama sagrada"([24]). Esto confirma  de nuevo el aspecto interior de la caballería y, más  generalmente, de la casta guerrera, en el mundo de la Tradición.

Con el declive de la caballería, la nobleza, en Europa, termina  por perder también el elemento espiritual como punto de  referencia de su más alta "fidelidad" incorporándose a simples  organismos políticos, como fue el caso de las aristocracias de  los Estados nacionales que sucedieron a la civilizaicón ecuménica  de la Edad Media. Los príncipios de honor y fidelidad  subsisten, incluso cuando el noble sea solo un "empleado del  rey"; pero la  fidelidad es vana, esteril, privada de luz, cuando se refiere más o menos de una forma mediata, a algo que no se sitúa más alláde lo humano. Por ello las cualidades conservadas, por vía hereditaria, en la nobleza europea, que no eran renovados por nada en su espíritu original, debían sufrir una degeneración fatal: al declive de la espiritualidad real no podía suceder sino el de la nobleza misma y la aparición de fuerzas pertenecientes a un nivel más bajo.

Tal como hemos dicho, la caballería, tanto por su espíritu como  por su ethos, entra orgánicamente en el marco del Imperio, más  que en el de la Iglesia. Es cierto que el caballero incluía casi  siempre en sus votos la defensa de la fé. Pero debe verse en esta expresión, más bien una facultad genérica de subordinación heroica a algo supra‑individual que una profesión de fé consciente con un sentido específico y teologal. Y por poco que se vaya más allá de la superficie, es evidente que las ramas más lujuriosas de la floración caballeresca extrajeron su sabia de Ordenes y movimientos sospechosos de "herejía" por la Iglesia, hasta el punto de ser perseguidos y en ocasiones incluso destruidos por ella. Las doctrinas albigenses no pueden ser considerados, de ninguna manera, conformes al punto de vista tradicional; sin embargo es incontestable, especialmente a propósito de Federico II y de los Aragoneses, que existió un lazo con los albigenses y una corriente de la caballería que defendió la idea imperial contra las pretensiones de la curia de Roma, avanzando con los cruzados, intencionadamente, hacia Jerusalén, como centro de una espritualidad más alta que la que encarnaba la Roma papal([25]). El caso más típico es sin embargo el de los Templarios, estos ascetas guerreros que habían renunciado a todos los placeres del mundo y de la carne por una disciplina que no se ejercía en los monasterios, sino en los campos de batalla, y cuya fé se encontraba consagrada primeramente por la sangre y la victoria antes que por las oraciones. Los Templarios poseían su iniciación secreta, cuyas particularidades, coloreados con un tinte blasfeno por los acusadores son muy significativas. Entre otras, los candidatos a la iniciación templaria debían, en un grado preliminar del rito, rechazar el símbolo de la cruz, reconocer que el Cristo es un falso profeta y que su doctrina no conduce a la salvación. Además se acusaba a los templarios de compromisos secretos con los "infieles", celebrar ritos infames, en el curso de los cuales, especialmente, se habría quemado a recién nacidos. Todo esto, tal como fue continua, pero inútilmente, declarado en el proceso, eran solo símbolos. Igualmente el hecho de quemar un recién nacido correspondía verosímilmente al "bautismo del fuego" del re‑generado, mientras el hecho de rechazar la cruz, suponía, con toda seguridad, reconocer el caracter inferior de la tradición exotérica propia del cristianismo devocional, rechazo era necesario para poder elevarse luego a una forma de espiritualidad más alta. En general, como alguién ha señalado con justicia, el mero nombre de "Templario" hace pensar en una superación: "El Templo es una denominación más augusta, más vasta, más completa que la de Iglesia. El Templo domina a la Iglesia...  Las Iglesias se hunden, el Templo permanece, como un símbolo del parentesco de las religiones y de la perpetuidad de su espíritu"([26]).

Otro punto de referencia característico de la caballería europea,  fue el Graal([27]). La leyenda del Graal es una de las que reflejan mejor la aspiración secreta de la caballería gibelina. Pero esta leyenda se relaciona igualmente con vetas ocultas, que no pueden converger ni con la Iglesia, ni, de forma general, con el cristianismo. No sola la tradición católica, en tanto que tal, no conocía el Graal, sino que los elementos esenciales de la leyenda se referían a tradiciones pre‑cristianas e incluso nórdico‑ hiperbóreas, como las de los Tuatha, raza "dominadora de la vida y de sus manifestaciones". El Graal mismo, en las formas más significativas de la leyenda, aparecía, no como un cáliz místico, sino como una piedra, piedra de luz y piedra luciferina; las aventuras que se refieren a él, tienen, casi sin excepción, un carácter, frecuementemente, mas heroico e iniciático que cristiano y eucarístico; Wolfram von Eschembach  emplea para designar a los caballeros del Graal la palabra "Templeisen" y la enseña templaria ‑cruz roja sobre campo blanco‑ se encuentra en los hábitos de algunos caballeros del Graal y sobre la vela de la nave sobre la que Perlesvaux (Parsifal) parte para no volver; puntos todos estos que pueden multiplicarse y que debemos contentarnos con señalar aquí. Interesa recordar que, incluso en las formas mas cristianizadas de la leyenda, subsiste el aspecto extraclerical y suprasacerdotal. Se quiere que el Graal, cáliz luminoso cuya presencia provoca una animación mágica, presentimiento y anticipación de una vida no humana, haya sido transportada al cielo por los ángeles tras la última cena y la muerte de Jesús, y no habría descendido más que cuando apareció sobre la tierra un linaje de héroes capaces de guardarla. El jefe de este linaje constituyó, para este fin, una orden de "caballeros perfectos" o "celestes". Encontrar el Graal en su nueva morada terrestre y formar parte de esta Orden ‑que se confunde a menudo con la caballería del Rey Arturo‑ fue el "mito" y el ideal más elevado de la caballería medieval. El hecho que la Iglesia católica se perpetuase directamente y sin interrupción desde el cristianismo de los orígenes, mientras  que el Graal cristianizado desapareció hasta la constitución de una orden no sacerdotal, sino precisamente caballeresca, atestigua evidentemente el desarrollo de una tradición diferente de la católica y apostólica. Pero hay más: en casi todos los textos del Graal se va más allá del símbolo, en el fondo aun sacerdotal, del "Templo" y se le sustituye por el símbolo más claro de una Corte o de un castillo real para designar el lugar misterioso, difícilmente accesible y defendido, donde está guardado el Graal. Y en el "misterio" del Graal, además de la prueba consistente en volver a soldar una espada rota, el tema central es ua restauración real: se espera a un caballero que hará florecer un reino caido, que vengará o curará a un rey herido, o paralizado, o que no vive más que en apariencia. Relaciones trasversales unen pues estos temas con el mito imperial en general como con la idea misma del centro supremo, invisible, solar y "polar" del mundo. Esta claro que a través de todo esto, a través de este ciclo que tuvo tan profundas resonancias en el mundo caballeresco medieval, actúa una tradición que tiene muy poca relación con la religión dominante, aun cuando para expresarse ‑y también para ocultarse‑ adopte, aquí y allí, elementos del cristianismo. El Graal, en realidad, es un mito de la "religión real", confirmando lo que ha sido dicho a propósito del alma secreta de la caballería.

Si se quiere considerar un dominio más exterior, el de la visión general de la vida y de la ética, se debe reconocer todo el alcance de la acción formadora y rectificadora que el  cristianismo ha sufrido por parte del mundo caballeresco. El  cristianismo no pudo conciliarse con el ethos caballeresco y  formular la idea misma de "guerra santa" más que faltando a los  principios dictados por la concepción dualista y evasionista de  la espiritualidad, que le da su carácter específico en relación al mundo tradicinal clásico. Debió olvidar las palabras  agustinianas: "Aquel que puede pensar en la guerra y soportarla  sin gran dolor, es que ha perdido verdaderamente el sentido humano"([28]) o las expresiones aun más violentas de Tertuliano([29]) y su advertencia: "El Señor, ordenando a Pedro guardar la espada en su vaina, ha desarmado a los soldados"; así mismo es significativo, el martirio de un San Maximiliano o de un San Teógono, que prefieren la muerte a la milicia y las palabras de San Martín antes de una batalla: "Soy  soldado de Cristo, no me está permitido desenvainar la espada"...  El cristianismo debió también dar al principio caballeresco del honor un lugar bien diferente del que permitía el principio cristiano del amor y debió, a pesar de todo, conformarse con una moral de tipo heroico‑pagano antes que evangélico, capaz de no encontrar nada herético en las expresiones como estas de Juan de Salisbury: "La profesión de las armas, tan digna como necesaria, ha sido instituida por el mismo Dios" y capaz incluso de ver, en la guerra, una vía posible de ascesis y de inmortalización.

Por otra parte, es precisamente en razón de esta desviación de  la Iglesia en relación a los temas preponderantes del  cristianismo de los orígenes, como en más de un aspecto Europa  conoció, en la Edad Media, la última imagen de un mundo de tipo  tradicional.



([1])Cf. HUE LE MAINE: "Quien teme más a la muerte que a la  vergüenza, no tiene derecho al señorío"; AYE D'AVIGNON: "Mejor  vale morir que vivir con vergüenza" (apud L. GAUTIER, La  Chevallerie, París, 1884, pag. 29). A propósito del culto a la  verdad, el juramento de los caballeros era: "Por Dios, que no  miente nunca", lo que remite directamente al culto ario a la  verdad: Mithra era igualmente el dios del juramento y la  tradición irania quiere que la "gloria" mística abandone al rey  Yima en cuanto este hubo mentido. Así mismo, en el  Mânavadharmashastra (IV, 237) se dice que el poder de la acción  sacrificial es destrozado por la mentira.

([2])GAUTIER, op. cit., pag. 257, Shapatha‑brâm, XII, VIII, 3, 19.

([3])Cf. GAUTIER, op. cit., pag. 250 y 255.

([4])Cf. MICHAUD, Hist. des Croisades, París, 1825.

([5])Cf. E. AROUX, Les mysteres de la chevalerie, París, 1858; L.  VALLI, Dante e il linguaggio segreto dei "Fedeli d'Amore, Rom,  1928; A. RICOLFI, Studi sui Fedeli d'Amore, Milán, 1933.

([6])Cf. en el EDDA, Gylfaginning, 26, 42; Havama, 105;  Sigrdrîfumâl, 4‑8. Gunnlöd, al mismo tiempo que la bebida divina, detenta como las Hespérides (entre las que Hércules realiza la empresa que le conferirá la inmortalidad olímpica), la manzada de  oro. Sigrdrifa, frente a Sigurd, que la "Despierta", aparece como la detentadora de la sabiduría que transmite entre otros a los héroes el conocimiento de las runas de la victoria. Recordemos,  finalmente, siempre en la misma tradición, a la "mujer  maravillosa" que espera sobre el "monte" a "aquel que resplancede  como el sol", que vivirá eternamente con ella (Fiösvinsmal, 35‑  36, 42, 48‑50). La barrera de fuego entorno a la "mujer" dormia  recuerda la que, según la teología, prohibe a la mayor parte el acceso al paraíso, tras la caida de Adán.

([7])Vendidad, XIX, 30.

([8])Yashna, X, 7 y sigs.; 42, 85‑86.

([9])Yasht, XII, 23‑24.

([10])Cf. RICOLFI (Studi sui fedeli d'Amore, cit., pag. 30) quien  señala "que en el siglo XIII la inteligencia divina es  habitualmente femenina, no masculina": se la llama Sabiduría,  conocimiento o "nuestra Señora la Inteligencia"; en algunas  representaciones el símbolo de lo que es activo está, por el  contrario, referido al hombre (pags. 50‑51). Esto expresa un  ideal que corresponde precisamnte a la verdad del "guerrero" y no  del "clérigo".

 

 

([11])Cf. RICOLFI (Studi sui Fedeli d'Amore, cit. pág. 30), quien señala "que en el siglo XIII la inteligencia divina es habitualmente femenina, no masculina": se la llama Sabiduría, conocimiento o "nuestra Madona la Inteligencia"; en algunas representaciones el símbolo de lo que es activo es, por el contrario, referido al hombre (pág. 50-51). Esto expresa un ideal que corresponde precisamente a la verdad del "guerrero" y no del "clérigo".

([12])Cf. DELECRUZE, Roland ou la chevalerie, París, 1845, v. I,  pags. 132‑3.

([13])Cf. V.E. MICHELET, Le secret de la chevalerie, París, 1930,  pags. 8‑12.

([14])PLATON, Phéd. 264b.

([15])Así en el bajo‑relieve de Tanagra y de Tirea (cf.  FURTWAENGLER, Sammlung Sabouforff, tabl. XXXIV, Nº 1; I, pag. 28;  SAGLIO, Dict., etc., v. V, pags. 153‑4).

([16])Vishnu‑purana, IV, 24; cf. IV, 3.

([17])Cf. GAUTIER, op. cit., pag. 251. Mucho antes que el  cristianismo, el día de Pascua, no fue escogido de forma  arbiraria, y correspondería ya, en muchos pueblos, a la  celebración del rito del "alumbrado del fuego", elemento cuya  relación con tradiciones de tipo "solar" ya hemos visto. A  propósito de los dos períodos septenales del noviciado  caballeresco, es preciso recordar que en Grecia, la educación  seguía un ritmo idéntico (cf. PLATON, Alcib., I, 121 e; Axiochos,  366 d) y no sin razones profundas, el número siete, según las  enseñanzas tradicionales, presidía los ritmos de desarrollo de  las fuerzas del hombre y de las cosas.

([18])Respecto al simbolismo del baño, ya hemos dicho que, según  algunos rituales, es por medio de a "dama" que el caballero es "desvestido" y conducido a un baño. Una tradición extremo‑oriental relativa al baño real, iba acompañada de esta inscripción: "Renuévate completamente cada día; hazlo de nuevo y nuevamente otra vez, siempre" (Ta‑hio, II, 1),

([19])Estos tres colores, en ocasiones incluso en el simbolismo de  los tres vestidos (p. ej. en Bernardo TREVISANO), aparecen en el  centro del Arte Real hermético, en el sentido preciso de tres  momentos de la palingenesia iniciátca: al "rojo" corresponde el  "Oro" y el "Sol".

([20])Cf. L. GAUTIER, La Chevalerie, cit., pags. 288‑299; G. DE  CASTRO. Fratellanze segrete, cit., pags. 127‑129; C. MENUSTRIER  De la chevalerie ancienne et moderne, París, 1683, c. I, pag. 21  y sigs. La "bofetada" y el "espaldarazo" fueron también usuales y  si la palabra "adoubler" [en francés en el original], para la  ordenación caballeresca, procede del anglo‑sajón dubban, golpear,  corresponde recisamente al golpe violento que el caballero  recibía de su padrino, es preciso comprender esto como una  "mortificación" ritual ‑ recordada, a menudo, en términos de  moralidad cristiana (cf. DELECLUZE, op. cit., v. I, pag. 77‑78)  que la naturaleza humana del caballero debía sufrir antes de  poder participar en la naturaleza superior. En el lenguaje  secreto de los "Fieles de Amor" se dirá, de forma similar, que se  es "herido" o "golpeado como por la muerte" por el "Amor" o por  la visión de la "Dama".

([21])Cf. P. PASCAL, In morte di un Samurai, Roma, 1930, pag. 151.

([22])Cf. DE CASTRO, Fr. segr., cit., ag. 128.

([23])Cf. DELECRUZE, op. cit., v. I, pag. 17, 28, 84‑5. Entre los  doce palatinos figura un sacerdote armado, el obispo Turpin a quien se debe el crito: "Gloria a nuestra nobleza, ¡Montjoie!" Montjoie corresponde al monte del Graal; es una expresión del símbolo de la "altitud" que se aplica, como ya hemos explicado, a los estados trascendentes. Se puede así hacer corresponder el paso legendario del rey Arturo por Montjoie, antes de ser coronado solemnemente en Roma, a la ascensón eleusina del "monte" (cf. DELECRUZE. Op. cit., I, pag. 47) y no es necesario subrayar la importancia del hecho que la etimología de Montjoie es Mons Jovis, el monte olímpico (etimología que nos ha sido señalada  personalmente por R. GUENON).

([24])Vishnu‑purama, IV; IV, 19.

([25])Cf. E. AROUX, Les Mysteres de la Chevalerie, op. cit., pag.  93.

([26])Cf. DE CASTRO, op. cit., pag. 237‑245; L. CIBRARIO,  Descrizione storica degli Ordini cavallereschi, Torino, 1850, v. II, pag. 236 y sigs. Para el ethos de los Templarios, se puede  referir al cap. IV de De Laude nov. militiae de Sn. BERNARDO, que hace visiblemente alusión a ellos: "Viven en una sociedad agradable, pero frugal; sin mujeres, sin hijos, sin tener nada propio, ni siquiera su voluntad... Son habitualmente descuidados en su vestimenta, cubiertos de polvo, el rostro quemado por los ardores del sol y el aspecto fiero y severo. Ante la proximidad del combate, se arman con la fe por dentro y de hierro por fuera, sin ornamentos, ni sobre sus hábitos, ni en sus cabellos. Sus armas son su único bagage y se sirven de ellas con valor en los mayores peligros, sn temer ni el número, ni la fuerza de los bárbaros. Toda su confianza está en el Dios de los ejèrcitos, y combatiendo por El, buscan una victoria cierta o una muerte santa y honorable".

([27])Lo que vamos a decir, respecto al Graal (como lo que acaba  de ser dicho en relación a los templarios) no es más que un  esbozo de lo que hemos expuesto ampliamente en nuestra obra  citada: El misterio del Grial y la idea imperial gibelina.

([28])AGUSTIN, De Civ. Dei, XIX, 7.

([29])TERTULIANO, De corona, XI.


 

 

 

 

 

 

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 12. Universalidad y centralismo

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 12. Universalidad y centralismo

Biblioteca Julius Evola.- Existe una diferencia sustancial entre la universalidad y el centralismo como principios organizadores del Estado. El Imperio no es centralista, sino universal. Solamente exige de las partes que lo constituyen una "fides", una lealtad. La adhesión de las partes al principio metafísico que inspira el Imperio se sitúa por encima de los particularismos de cada unidad que lo integra. Por el contrario, cuando esa unidad se intenta imponer de manera artificial y fuera de los principios metafísicos, entonces se produce un proceso centralizador que Evola denuncia

 

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UNIVERSALIDAD Y CENTRALISMO

El ideal del Sacro Imperio Romano es el que, en contraste, mejor  esclarece la decadencia que sufre el principio del "reino" cuando  pierde su base espiritual. Anticiparemos aquí algunas ideas que  serán desarrolladas en la parte histórica de esta obra.

El ideal gibelino del Sacro Imperio Romano implica, de la forma  más neta, la idea del origen sobrenatural y de la naturaleza suprapolítica y universal del Regnum y de otra parte, que el emperador, en tanto que lex animata in terris y cúspide de la ordinatio ad unum es aliquod unim quiod non est pars (Dante) representa un poder que trasciende la comunidad de la cual tiene la dirección, al igual que el imperio no debe ser confundido con  los reinos y de las naciones que lo componen, pues se trata de algo cualitativamente diferente, anterior y superior, en su principio a cada uno de ellos([1]). No hay que ver una incoherencia ‑como lo hacen alguno historiadores‑([2]) en el contraste que aparece en la Edad Media entre el derecho absoluto, sin consideración por el lugar, la raza y la nación, que hacía  valer el Emperador regularmente investido y consagrado y, por ello, convertido en "ecuménico" y los límites efectivos de su poder material frente a soberanos europeos que le debían obediencia. Por su naturaleza misma, el plano de toda función universal verdaderamente unificadora no es el material y la única forma que puede correspondesponder a su fin es no afirmándose como unidad y como poder exclusivamente materiales, es decir, políticos y militares. No era pues en principio, por un lazo material, político y militarmente consolidado, que los diversos reinos estaban unidos al Imperio, sino por un lazo ideal y espiritual, expresado por el término característico de fides, que, en la lengua medieval, tenía simultáneamente  un sentido religioso y  político‑moral de "fidelidad" o "entrega". La fides, elevada a  la dignidad de sacramento, sacramentum fidelitatis, y  considerado como principio de todo honor, era el cimiento de  las diferentes comunidades feudales: la "fidelidad" unía al  feudatario a su principio o bien al feudatario de un rango más  elevado. Sobre un plano superior, purificado e inmaterial, debía,  sin embargo, relacionar estas unidades parciales ‑singulae  communitates‑ con el centro de gravedad del Imperio, superior a cada una de ellas y los representes de una autoridad y un poder  trascendentes que, en tanto que tales, no tenían necesidad, en  principio de recurrir a las armas para ser reconocidos.

Por esta razón, igualmente, en la Edad Media feudal e  imperial ‑como en cualquier otra civilización de tipo tradicional‑ la unidad y la jerarquía pudieron conciliarse con mucha independencia, libertad y diferenciación.

En general, sobre todo en las civilizaciones propiamente arias,  se constata la existencia de un largo período durante el cual, en  el interior de cada Estado o de cada ciudad, reinaba un  pluralismo libre. Las familias, los linajes, las gentes,  aparecían cada una como otros tantos Estados reducidos, otros tantos poderes ampliamente autónomos, recuperados en una unidad ideal y orgánica poseyendo lo que les era necesario para la vida material y espiritual: un culto, una ley, una tierra, una milicia([3]). La tradición, la comunidad de origen y de raza ‑raza no simplemente física, sino también espiritual‑ constituían la base única de la organización superior susceptible de  desarrollarse hasta la forma de Imperio, sobre todo cuando el  grupo original de fuerza irradiaba en un espacio más amplio para  ordenar y unificar. A este respecto, el primer período franco es  significativo. "Francos" fue sinónimo de seres libres,  portadores, por la raza, de una dignidad que, a sus ojos, les  volvía superiores a todos los demás hombres ‑"Francus liber  dicitud, qui super omnes gentes alias decus et dominatio illi  debetur" (Turpin). Hasta el noveno siglo, fueron la comunidad de  civilización y la pertenencia al mismo tronco francolo que  sirvió de base al Estado, sin que hubiera unidad política  organizada y centralizada coextensiva a un territorio nacional,  según la concepción moderna. Más tarde, al producirse el  desarrollo carolingio y hasta la constitución del Imperio, la  nobleza franca se encontraba dispersa por todas partes y eran  precisamente estas unidades distanciadas, extremadamente  autónomos, pero que conservaban sin embargo un lazo inmaterial con el centro, quienes constituían, como las células del sistemas nervioso en el organismo, el acontecimiento vital unificador en la totalidad del conjunto.

La tradición extremo‑oriental, sobre todo, ha puesto de  relieve la idea según la cual distanciándose del dominio periférico, no  interviniendo directamente, manteniéndose en la inmaterialidad  esencial del centro, parecida a la del cubo de la rueda, que  condiciona el movimiento, se puede alcanzar la "virtud" que  definió el verdadero imperio, conservandolos individuos la  sensación de ser libres y desarrollándose todo ordenadamente, por que, gracias a la compensación recíproca debida a la invisible  dirección, los actos arbitrarios o los desórdenes parciales no  harán más que contribuir al orden total([4]).

Tal es la concepción‑límite de la verdadera unidad y la  verdadera autoridad. Cuando se afirma, por el contrario, la idea  de una autoridad y de una unidad que no dominan la multiplicidad  más que de una forma material, directa y política, interviniendo  por todas partes, aboliendo toda autonomía de los grupos  particulares, nivelando en un espíritu absolutista todos los  derechos y privilegios, desnaturalizando y oprimiendo a los  diferentes estratos étnicos, la imperialidad, en el sentido  verdadero del término, desaparece, y no nos encontramos ya en  presencia de un organismo, sino de un mecanismo. Tal es el tipo de los Estados modernos, nacionales y centralizadores. Y veremos que por todas partes donde un monarca ha caido en tal nivel, donde, renunciando a su función espiritual, ha promovido un absolutismo y una centralización político‑material, emancipándose de todo lazo respecto a la autoridad sagrada, humillando la nobleza feudal, apropiándose de poderes que anterioremente se encontraban en la aristocracia, ha cavado su propia tumba,  provocando una reacción fatal: el absolutismo no es más que un  corto espejismo pues la nivelación prepara la demagogia, el  ascenso del pueblo, del demos, al trono profanado([5]). Tal es el  caso de la tiranía que, en algunas ciudades griegas, sucedió al  régimen aristocrático‑sagrado anterior: tal es también, en cierta  medida, el caso de Roma y Bizancio, en las formas niveladoras de  la decadencia imperial; tal es, en fin, ‑como veremos más adelante‑ el sentido de la historia política europea, desde la caida del ideal espiritual del Sacro Imperio Romano y de la subsiguiente constitución de monarquías nacionales secularizadas hasta el fenómeno final del "totalitarismo".

De estas grandes potencias, nacidas de la hipertrofia del  nacionalismo y de una bárbara voluntad de poder de tipo militar o económico, a los cuales se ha continuado dando el nombre de  imperios, no vale la pena hablar. Un Imperio, repitámoslo, no es  tal más que en virtud de valores superiores a los cuales una raza  determinada se ha elevado, superándose primeramente ella misma,  y superando sus particularidades naturales. Esta raza se convierte entonces en portadora, en el mas alto grado, de un principio que existía igualmente, pero solo bajo una forma potencial, en otros pueblos disponiendo, en cualquier grado, de una organización tradicional. En semejante caso, la acción material de conquista aparece como una acción que derriba las barreras empíricas y eleva las diferentes potencialidades hasta un nivel de actualización única, produciendo así una unificación en el sentido real de la palabra. Si un "mueve y deviene",  como en un ser golpeado por el "rayo de Apolo" (C. Steding), es la  premisa elemental para toda raza que aspire a una misión y a una  dignidad imperiales, encontramos aquí exactamente lo opuesto de  la moral correspondiente a lo que se llama "el egoismo sagrado"  de las naciones. Quedar encerrado en los carácteres nacionales  para dominar, en el nombre de estos,otras gentes y otras tierras, no es posible más que a título de violencia temporal. Un órgano particular no puede pretender, en  tanto que tal, dominar a los otros órganos del mismo cuerpo: solo puede hacerlo, por el contrario, cesando de ser lo que es, convirtiéndose  en un alma, es decir, elevándose a la función inmaterial capaz de  unificar y dirigir la multiplicidad de las funciones corporales  particulares, en tanto que las trasciende a todas. Si los  intentos "imperialistas" de los tiempos modernos han abortado,  precipitando a menudo hacia la ruina a los pueblos que se han  entregado a ellos, o han sido la fuente de calamidades de todo tipo, la  causa es precisamente la ausencia de todo elemento verdaderamente espiritual, es decir, suprapolítico y supranacional y su reemplazo por la violencia de una fuerza más fuerte que la que se intenta sujetar, pero no por una naturaleza diferente. Si un Imperio no es un Imperio sagrado, no es un Imperio, sino una especie de cáncer que afecta al conjunto de las funciones distintas de un organismo viviente.

Asi se analiza la degradación de la idea del "reino" cuando esta,  separada de su base espiritual tradicional, se ha vuelto laica,  exclusivamente temporal y centralizadora. Si pasamos ahora al otro aspecto de la desviación, constatamos que lo propio de toda  autoridad sacerdotal que desconoce la función imperial ‑como fue  la Iglesia de Romadurante la lucha por las  investiduras‑ es tender precisamente a una "desacralización" del  concepto del Estadoy de realeza, hasta el punto de  contribuir ‑a menudo sin advertirlo‑ a la formación de la mentalidad laica y "realista", que debía luego inevitablemente alzarse contra la misma autoridad sacerdotal, y abolir toda ingerencia efectiva de la Iglesia en el cuerpo del Estado. Tras el fanatismo de estos medios cristianos de los orígenes que identificaban la "imperialidad" de los césares a una satanocracia, la grandeza de la aeternitas Romae a la opulencia de la prostituta de Babilonia, las conquistas de las legiones a un  magnum latrocinium; tras el dualismo agustiniano que frente a la  civitas Dei, veía en toda forma de organización del Estado una creación no solo exclusivamente natural, sino también criminal ‑corpus diabuli‑, la tesis gregoriana sostendrá precisamente la doctrina llamada del "derecho natural", en virtud de la cual la autoridad real se encuentra desprovista de todo carácter trascendente y divino, y reducida a un simple poder temporal transmitido al rey por el pueblo, poder cuya utilización implica pues la responsabilidad del rey respecto al pueblo, mientras que toda forma de organización positiva del Estado es declarada contingente y revocable, en relación a este "derecho natural"([6]). En efecto, desde que en el siglo XIII fue definida la doctrina católica de los sacramentos, la unción real cesó de formar parte y ser prácticamente asimilada, como en la concepción precedente, a una ordenación sacerdotal.A continuación, la Compañía de Jesús no duda en intervenir a menudo para acentuar la concepción laica y antitradicional de la realeza (concepción que, en algunos casos, apoya el absolutismo de las monarquías sometidas a la Iglesia y, en otros, llega incluso hasta el regicidio([7]) a fin de hacer prevalecer la idea según la cual la Iglesia es la única en poseer un carácter sagrado y es pues a ella a quien pertenece la primacía. Pero, ‑como ya hemos indicado‑ es exactamente lo contrario lo que se producirá. El espíritu evocado derribará al evocador. Los Estados europeos, transformados verdaderamente en  creadores de la soberanía popular y de los principios de pura economía y de asociación acéfala que la Iglesía había sostenido indirectamente con ocasión de la lucha de las Comunas italianas contra la autoridad imperial, constituyéndose como seres en sí, secularizándose, relegaron todo lo que es "religión" a un plano cada vez más abstracto, personal y secundario, cuando no la transformaron simplemente en un instrumento a su servicio.

Conviene mencionar también la inconsecuencia de la tesis guelfa,  según la cual la función del Estado consistiría en reprimir la  heregía y defender la Iglesia, hacer reinar en el cuerpo social  un orden conforme a los principios mismos de la Iglesia. Esto  presupone claramente, en efecto, una espiritualidad que no es un  poder y un poder que no es espiritualidad. ¿Cómo un principio  verdaderamente espiritual podría tener necesidad de un elemento  exterior para defender y sostener su autoridad? Y ¿qué puede ser  una defensa y una fuerza fundadas sobre un principio que no es  él mismo directamente espíritu, sino una defensa y una fuerza  cuya sustancia es la violencia? Incluso en las civilizaciones  tradicionales donde predomina, en algunos momentos, una casta  sacerdotal distinta de la realeza, no encuentra se nada parecido. Ya  hemos repetido a modo de ejemplo, como los brahmana, en la  India, impusieron directamente su autoridad sin tener necesidad  de nadie para "defenderles" y sin estar siquiera  organizados([8]). Esto se aplica igualmente a otras diversas  civilizaciones, así como a la forma de afirmar la autoridad  sacerdotal en el interior de muchas ciudades griegas antiguas.

La visión guelfa (tomista‑gregoriana) vuelve a atestiguar una  espiritualidad desvirilizada, a laque se añade extrinsecamente un poder temporal en vistas a fortificarla y volverla eficaz en torno a los hombres, en lugar de la síntesis entre espiritualidad y poder, entre suprahumanidad y "centralidad" real, propia a la pura idea tradicional. La concepción tomista buscará, ciertamente, paliar semejante absurdo adminiendo entre el Estado y la Iglesia una cierta continuidad, es decir, viendo en el Estado una institución "providencial", pero que no puede llevar su acción más allá de un límite dado, a partir del cual la Iglesia interviene, a título de institución eminente y directamente sobrenatural, conduciendo al conjunto de la organización a su perfección y realizando el fin que excedit proportionem naturalis facultatis humanae. Aunque tal concepción está menos alejada de la verdad tradicional, se enfrenta sin embargo, en el orden de ideas al cual pertenece, a un dificultad insuperable, en razón de la diferencia esencial ya indicada del tipo de las relaciones con lo divino que caracterizan respectivamente como ya hemos indicado, la realeza y el sacerdocio. Para que pueda existir continuidad y no un hiato, entre el Estado y la Iglesia, es decir, entre los dos grados sucesivos, reconocidos por la escolástica, de una organización única, sería preciso que la Iglesia encarnara en el orden suprasensible el mismo espíritu que el imperium, en el sentido estricto de la palabra, encarna sobre el plano material, es decir, encarna el ideal, ya mencionado, de la "virilidad espiritual". Pero la concepción "religiosa" propia al cristianismo no permitía concebir algo similar; hasta Gelasio I se afirma, por el contrario, que tras la venida de Cristo, nadie puede ser a la vez rey y sacerdote. Cualquiera que sea su pretensión hierocrática, la Iglesia no encarna el polo viril, sino el polo femenino (lunar) del espíritu. La llave puede corresponderle, pero no el cetro. No es la Iglesia, mediadora de un divino teísticamente substancializado y concibiendo la espiritualidad como una "vida contemplativa" esencialmente distinta de la "vida activa" (Dante mismo no ha superado la antítesis), quien pueda pretender integrar todas las organizaciones particulares y aparecer en consecuencia como la cúspide de una gran ordinario ad unum homogénea donde culmina la intención "providencial" que se manifiesta ya, según la concepción anterior, en las unidades políticas orgánicas y  jerárquicas particulares.

Si un cuerpo no es libre más que cuando obedece a su alma, no a  una alma heterogénea, se debe reconocer la profunda verdad de la  afirmación de Federico II, según la cual los Estados que  reconocen la autoridad del Imperio son libres, mientras que los  que se someten a la Iglesia ‑representante de otra  espiritualidad‑ son esclavos([9]).



([1])Cf. DE STEFANO, Idea imper., op. cit., pag. 31, 37, 54; J.  BRYCE, Holy Roman Empire, London, 1873, pag. 110: "El Emperador  tenía derecho a la obediencia de la cristiandad no como jefe  hereditario de un pueblo victorioso, ni como señor feudal de una  parte de la tierra, sino en tanto que era solemnemente investido  en su cargo. No solo superaba en dignidad a los reyes de la  tierra, sino que la naturaleza de su poder era diferente y lejos  de suplantar o rivalizar con ellos, se situaba por encima de  ellos y se convertía en la fuente y la condición necesaria de su  autoridad sobre sus diferentes territorios, el lazo que los unía  en un conjunto armonioso".

([2])Por ejemplo BRYCE, op. cit., pag. 111.

([3])Cf. F. de COULANGES, Cité Ant., op. cit., pag. 124; para los  pueblos nórdicos O. GIERKE, Rechtsgeschichte des deutschen  Genossenschaft, Berlín, 1898, v. I, pag. 13 ‑ GOBINEAU, Inégal.  races, cit., pag. 163 por lo que respecta al odel, unidad nórdica  primordial de sacerdocio, nobleza y propiedad de las familias  libres.

([4])Cf. LAO‑TSE, Tao‑te‑king, passim y III, XIII, LXVI. Es sobre  esta base que ha tomado forma en China y, en parte también, en el  Japón, la concepción del "emperador invisible" que se ha  traducido incluso en un ritual especial.

([5])R. GUENON, Autorité spirituelle et puvoir temporel, cit.,  pags. 112 y sigs.

([6])Sobre el verdadero sentido, positivo y político, de la  primacía del "derecho natural", primacía que pertenece al arsena  ideológico de la subversión, cf. lo qu hemos tenido ocasión de  indicar en nuestra edición de ensayos de J.J. BACHOFEN, Las  Madres y la virilidad olímpica (Milán, 1949).

([7])Cf. R. FÜLLOP‑MILLER, Segreto della Potenza dei Gesuiti,  Milán, 1931, pags. 326‑333.

([8])En el Mânavadharmashastra (XI, 31‑34) se dice categóricamente  que el brahmana no debe recurrir a nadie, príncipe o guerrero,  para ser ayudado.

([9])HUILLARD‑BREHOLLES, Hist. Dipl. Frieder. etc., op. cit., v.  V, pag. 468.