Biblioteca Julius Evola.- Cuando esta primera parte ya se aproxima al final de la Primera Parte de su obra, Evola toca temas que enlazarán con la Segunda Parte dedicada a presentar una morfología de las civilizaciones. Sin duda, la más básica es explicar la diferencia entre el "tiempo metafísico" y el "tiempo moderno. Si para las civilizaciones modernas, el tiempo es una nocion lineal, para las civilizaciones tradicionales, tiene, como, por lo demás el espacio, un aspecto cualificado.
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EL ESPACIO ‑ EL TIEMPO ‑ LA TIERRA
En las páginas que preceden, hemos llamado la atención sobre el hecho que el hombre tradicional y el hombre moderno no se diferencian solo por su mentalidad y su tipo de civilización. La diferencia afecta igualmente a las posibilidades mismas de la experiencia, a la forma de vivirla en el mundo de la naturaleza, es decir, a las categorías de percepción y a la relación fundamental entre el Yo y el no‑Yo. El espacio, el tiempo, la causalidad, han tenido, para el hombre tradicional, un carácter muy diferente del que corresponde a la experiencia del hombre de épocas más recientes. El error de lo que se llama gnoseología (teoría del conocimiento), a partir de Kant, es suponer que estas formas fundamentales de la experiencia humana han sido siempre las mismas y, en particular, las que son familiares al hombre actual. En realidad se puede constatar, a este respecto también, una transformación profunda, conforme al proceso general de involución. Nos limitaremos aquí a examinar la diferencia en cuestión en lo que respecta al espacio y al tiempo.
En lo que concierne al tiempo, el punto fundamental ya ha sido indicado en la introducción: El tiempo de la civilización tradicional no es un tiempo "histórico" lineal. El tiempo, el devenir, están inmediatamente relacionados con lo que es superior al tiempo, de forma que la percepción se encuentra espiritualmente transformada.
Para aclarar este punto, es útil precisar lo que el tiempo significa hoy. Es el orden simple e irreversible de acontecimientos sucesivos. Sus partes son homogéneas unas en relación a las otras y, por ello, mesurables como una cantidad. Además, comporta la diferenciación del "antes" y del "despues" (pasado y futuro) en relación a un punto de referencia completamente relativo (el presente). Pero el hecho de ser pasado o futuro, en un momento o en otro del tiempo, no confiere ninguna cualidad particular a un acontecimiento dado: lo relaciona con una fecha y es todo. Existe, en suma, una especie de indiferencia recíproca entre el tiempo y sus contenidos. La temporalidad de estos contenidos significa simplemente que son llevados por una corriente continua que no vuelve atrás nunca y de la que, en el fondo, cada punto, aunque sea siempre diferente, es, sin embargo, siempre igual a no importa qué otro. En las concepciones científicas más recientes ‑como las de Minkowski o Einstein‑ el tiempo pierde su carácter. Se habla en efecto de la relatividad del tiempo, del tiempo como "cuarta dimensión del espacio", y así sucesivamente, lo que significa que el tiempo se convierte en un orden matemático, absolutamente indiferente a los acontecimientos, que pueden encontrarse en un "antes", antes que en un "despues", únicamente en función del sistema de referencia elegido.
La experiencia tradicional del tiempo es de naturaleza diferente. El tiempo no es una cantidad, sino una cualidad; no una serie, sino un ritmo. No discurre uniforme e indefinidamente, sino que se fracciona en ciclos, períodos, de los que cada momento tiene un significado y por ello un valor específico en relación a todos los demás, una individualidad viviente y una función. Estos ciclos o períodos ‑el "gran año" caldeo y helénico, el saeculum etrusco‑latino, el eón iranio, los "soles" aztecas, los kalpa hindúes, etc...‑ representan cada uno un desarrollo completo, formando unidades cerradas y perfectas, es decir, idénticas, repitiéndose, no cambian y no se multipican, sino que se suceden, según una feliz expresión, como "una serie de eternidades".
Tratándose de un conjunto no cuantitativo, sino orgánico, la duración cronológica del saeculum podía también ser flexible. Duraciones cualitativamente desiguales podían ser consideradas como iguales desde el momento en que cada una de ellas contenía y reproducía todos los momentos típicos de un ciclo. Por esto tradicionalmente se repiten los números fijos ‑por ejemplo, el siete, el nueve, el doce, el mil‑ que no expresan cantidades, sino estructuras típicas del ritmo, permitiendo ordenar las duraciones materialmente diferentes, pero simbólicamente equivalentes.
El mundo tradicional conoció, en lugar de la secuencia cronológica indefinida, una jerarquía fundada sobre las correspondencias analógicas entre los grandes y los pequeñas ciclos, que desembocan, a decir verdad, en una especie de reducción de la multiplicidad temporal a la unidad supratemporal. El pequeño ciclo reproduciendo analógicamente el gran ciclo, se disponía virtualmente también de un medio de participar en órdenes más vastos, en duraciones cada vez más libres de todo residuo de materia o de contingencia, hasta el punto de alcanzar, por así decir, una especie de espacio-tiempo, una estructura inmutable a través de la cual se transparentan significados eternos. Ordenando el tiempo de lo alto, de manera que cada duración se distribuya en períodos cíclicos que reflejan esta estructura, asociando a momentos determinados de estos ciclos las celebraciones, ritos o fiestas destinadas a despertar o a hacer presentir los significados correspondientes, el mundo tradicional, a este respecto también, actuó en el sentido de una liberación y una transfiguración; ha detenido el flujo confuso de las aguas; ha creado esta transparencia a través de la corriente del devenir, que permite la visión de la inmóvil profundidad. No hay que extrañarse que el calendario, base de la medida del tiempo, haya tenido en otro tiempo un carácter sagrado y haya sido confiado a la ciencia de la casta sacerdotal, ni que algunas horas del día, algunos días a la semana, y algunos días al año, hayan sido consagrados a algunas divinidades o relacionadas con ciertos destinos. Una huella de esto permanece en el catolicismo, que conocía un año constelado de fiestas religiosas y de días, más o menos, marcados por santos, mártires o acontecimientos sagrados, donde se conserva aun como un eco de esta antigua concepción del tiempo, ritmado por el rito, transfigurado por el símbolo, formado a imagen de una "historia sagrada".
El hecho que para fijar las unidades de ritmo, se adopte tradicionalmente las estrellas, los períodos estelares y, sobre todo, los puntos del recorrido solar, está lejos de apoyar las interpretaciones llamadas "naturalistas": el mundo tradicional, en efecto, no "diviniza" nunca los elementos de la naturaleza y del cielo, sino que, a la inversa, se sirve de ellos como soportes para expresar analógicamente significados divinos, significados percibidos directamente por civilizaciones que "no consideraban el cielo superficialmente ni como bestias de pastoreo". Se puede incluso admitir que el recorrido anual del sol fue primordialmente el centro y el origen de un sistema unitario (cuyo calendario no era más que un aspecto) que establecía constantes interferencias y correspondencias simbólicas y mágicas entre el hombre, el cosmos y la realidad sobrenatural. Las dos curvas de descenso y ascenso de la luz solar en el año aparecen, de hecho, como la realidad perceptible más inmediata para expresar el sentido sacrificial de la muerte y del renacimiento, el ciclo constituido por la vía oscura descendente y por la vía luminosa ascendente.
Tendremos que referirnos, a continuación, a la tradición según la cual la región que hoy corresponde al Artico fue la sede original de los linajes que crearon las principales civilizaciones indo‑europeas. Se puede pensar que cuando se producía la glaciación ártica, la división del "año" en una sola noche y un solo día haya dramatizado fuertemente la experiencia del recorrido solar, hasta el punto de hacer de él uno de los mejores soportes para expresar los lazos metafísicos indicados, sustituyéndolos a lo que, como puro simbolismo "polar", y no aun solar, se referia a períodos más lejanos.
Las constelaciones zodiacales se prestan de forma natural a la fijación de los "momentos" de este desarrollo, articulaciones del "dios‑año", el número doce es una de las "siglas del ritmo" que se repiten más frecuentemente a propósito de todo lo que tiene el sentido de una realización "solar" y representa también por todas partes donde se constituye un centro que, de una forma o de otra, haya encarnado o intentado encarnar la tradición urano‑ solar, por todas partes donde el mito o la leyenda han expresado bajo la forma de representaciones o personificaciones simbólicas, un tipo de regencia análoga.
Pero en el recorrido duodecimal del sol a través de los doce signos zodiacales, existe un momento crítico que tiene un significado particular: el que corresponde al punto más bajo de la eclíptica, el solsticio de invierno, fin del descenso, principio del ascenso, separación del período oscuro y del luminoso. Según representaciones que se remontan a la alta prehistoria, el "dios‑año" aparece aquí como el "hacha" o "dios‑ hacha", que corta en dos partes el signo circular del año o de otros símbolos equivalentes: espiritualmente, es el momento típicamente "triunfal" de la solaridad (presentado en diferentes mitos como el resultado victorioso de la lucha de un héroe solar contra criaturas representantes del principio tenebroso, a menudo con una referencia al signo zodiacal en el cual se encuentra, según las edades, el solsticio de invierno). Esta "separación", que es una resurrección, es también iniciación en una "vida nueva", en un nuevo ciclo: natalis dii solis invicti.
Las fechas corresponden a situaciones estelares susceptibles ‑como la solsticial‑ de expresar, en términos de simbolismo cósmico, verdades superiores, se conservan, por otra parte, prácticamente inmutables cuando la tradición cambia de forma y se transmite a otros pueblos. Un estudio comparado permite revelar fácilmente la correspondencia y uniformidad de las fiestas y los ritos fundamentales del calendario, gracias a los cuales lo sagrado se introducía en la trama del tiempo a fin de fraccionar la duración en otras tantas imágenes cíclicas de una historia eterna, que los fenómenos de la naturaleza recordaban y ritmaban.
El tiempo presentaba, además, en la concepción tradicional, un aspecto mágico. Cada punto de un ciclo teniendo ‑en virtud de la ley de las correspondencias analógicas‑ su individualidad propia, la duración desarrollaba la sucesión periódica de manifestaciones típicas de influencias y poderes determinados y comportaba, por tanto, tiempos propicios y no propicios, fastos y nefastos. Este aspecto cualitativo del tiempo constituía un elemento esencial de la ciencia del rito: las "partes" del tiempo no podían ser consideradas como indiferentes, en relación a las acciones a realizar, sino que presentaban, por el contrario, un carácter activo, que debía tenerse en cuenta. Cada rito tenía pues su "tiempo", debía ser ejecutado en un momento determinado, fuera del cual su virtud se encontraba aminorada o paralizada, o incluso orientada hacia un efecto opuesto. En algunos aspectos, se puede estar de acuerdo con quien ve en el antiguo calendario el orden de periodicidad de un sistema de ritos. De forma más general, se conocieron disciplinas ‑como las ciencias augurales‑ cuyo objeto consistía en buscar si tal momento o tal período era o no propicio para la realización de una acción determinada. Ya hemos hecho alusión al lugar que tenía este tipo de preocupación, incluso en el arte militar romano.
Conviene señalar que todo esto no corresponde de ninguna manera a un "fatalismo", sino que expresa, ante todo, la intención permanente del hombre tradicional de prolongar y completar su propia fuerza con una fuerza no humana, descubriendo los momentos en que dos ritmos ‑el ritmo humano y el de las potencias naturales‑ pueden, por una ley de sintonía, de acción concordante y de correspodencia entre la física y la metafísica, convertirse en una sola cosa, hasta el punto de arrastrar a la acción a los poderes invisibles. Así se encuentra de nuevo confirmada la concepción cualitativa del tiempo viviente, donde cada hora y cada instante tiene su rostro y su "virtud" y donde, sobre el plano más elevado, el plano simbólico‑sagrado existen leyes cíclicas que desarrollan idénticamente una "cadena ininterrumpida de eternidades".
De lo anterior se desprende una consecuencia que no carece de interés. Si, tradicionalmente, el tiempo empírico fue ritmado y medido por un tiempo transcendente, no conteniendo hechos sino significados y si es en este tiempo esencialmete suprahistórico donde viven y "actúan" los mitos, los héroes y los dioses tradicionales, se debe sin embargo concebir un tránsito en sentido inverso, de lo bajo hacia lo alto. En otros términos, puede suceder que algunos hechos o personajes, históricamente reales, hayan repetido y dramatizado un mito, encarnado ‑parcial o completamente, conscientemente o no‑estructuras y símbolos suprahistóricos. Por ello mismo, estos hechos o estos seres pasan entonces de un tiempo a otro, deviniendo expresiones nuevas de realidades preexistentes. Pertenecen simultáneamente a los dos tiempos, son personages y hechos a la vez reales y simbólicos, y pueden ser así transportados de un período a otro, antes o despues de su existencia real, cuando se considera el elemento suprahistórico que representan; por ello algunas investigaciones de los sabios modernos respecto de la historicidad de diversos acontecimientos o personajes del mundo tradicional, su cuidado por separar el elemento histórico y del elemento mítico o legendario, su extrañeza ante cronologías tradicionales "infantiles", algunas de sus ideas, en fin, relativas a lo que se llama "evhemerizaciones", no reposan más que sobre el vacío. En el caso en cuestión ‑ya lo hemos dicho‑ son precisamente el mito y la anti‑historia quienes conducen al conocimiento más completo de "la historia".
Además, más o menos en el mismo orden de ideas, hay que buscar el verdadero sentido de las leyendas relativas a personajes secuestrados en lo "invisible" y sin embargo "jamás muertos", destinados a "despertarse" o manifestarse de nuevo durante cierto tiempo (correspondencia cíclica), como por ejemplo Alejandro Magno, el Rey Arturo, "Federico", Sebastian, encarnaciones diversas de un tema único, transposiciones de la realidad a la suprarealidad. Es así, en fin, como se debe comprender la doctrina hindú de los avatara o encarnaciones divinas periódicas, bajo el aspecto de figuras diferentes, pero que expresan una función idéntica.
Si el hombre tradicional tenía del tiempo una experiencia esencialmente diferente de la del hombre moderno, consideraciones análogas son igualmente válidas en lo que concierne al espacio.
Hoy el espacio es considerado como el mero "contenedor" de los cuerpos y de los movimientos, indiferentes en sí a los y otros. Es homogéneo: cualquiera de sus regiones equivale objetivamente a otra y el hecho de que algo se encuentre ‑o que un acontecimiento se desarrolle‑ en un punto del espacio antes que en otro, no confiene ninguna cualidad particular a la naturaleza íntima de esta cosa o de este acontecimiento. Nos referimos aquí a lo que representa el espacio en la experiencia inmediata del hombre moderno y no a algunas recientes concepciones físico‑matemáticas del espacio como espacio curvo y espacio no homogéneo pluridimensional. Por otra parte, se trata solo de esquemas matemáticas, cuyo valor es puramente pragmático y a los que no corresponde ninguna experiencia; los diferentes valores que presentan los lazos de cada uno de estos espacios considerados como "campos intensivos", no se refieren más que a la materia, la energía y la gravitación, y de ninguna manera a algo extra‑físico o cualitativo.
En la experiencia del hombre tradicional, por el contrario, e incluso en las huellas residuales de estas experiencia que se encuentra en algunas poblaciones salvajes, el espacio es algo vivo, y saturado de todo tipo de cualidades e intensidades. La idea tradicional del espacio se confunde muy amenudo con la del "eter vital" ‑el akasha, el "mana"‑sustancia‑ energía mística que lo penetra todo, más inmaterial que material, más psíquico que físico, a menudo concebido como "luz", distribuido según saturaciones diversas en las diferentes regiones, de las que cada una parece poseer virtudes particulares y participar esencialmente en los poderes que residen, hasta el punto de hacer, por así decir, de cada lugar un lugar fatídico, con su intensidad y su individualidad ocultas. La expresión pauliana bien conocida: "Estamos en Dios, en El vivimos y morimos", puede aplicarse, a condición de reemplazar la palabra Dios por el término "divino", "sacrum" o "numinoso", a lo que correspondía, para el hombre tradicional, al espacio de los modernos, "lugar" abstracto e impersonal de los objetos y movimientos.
No es posible examinar aquí todo lo que se fundaba, en el mundo tradicional, sobre tal sensación del espacio. Nos limitaremos a algunos ejemplos que afectan a dos órdenes distintos a los cuales ya hemos aludido, el orden mágico y el simbólico.
En lo que concierne al segundo, se constata que el espacio ha servido constantemente de base, en la antigüedad, a las expresiones más características de la metafísica. La región celeste y la región terrestre, lo alto y lo bajo, tanto como lo vertical y lo horizontal, la derecha y la izquierda y así sucesivamente, facilitaron la materia de un simbolismo típico, expresivo y universal, una de cuyas formas más conocidas es el simbolismo de la cruz. Puede establecerse también una relación entre la cruz de dos dimensiones y los cuatro puntos cardinales, entre la cruz de tres dimensiones y el esquema obtenido añadiendo a estos puntos las direcciones de lo alto y lo bajo, sin que esto justifique las interpretaciones naturalistas (geo‑astronómicas) de los símbolos antiguos. Conviene en efecto repetir aquí lo que ya se ha dicho a propósito del aspecto astronómico de los calendarios, a saber, que el hecho de reencontrar la cruz en la naturaleza significa simplemente "que el verdadero simbolismo, lejos de ser inventado artificialmente por el hombre, se encuentra en la naturaleza o incluso, para expresarnos mejor, que la naturaleza entera no es más que un símbolo de las realidades transcendentes".
Sobre el plano mágico, a cada dirección del espacio también correspondieron antiguamente "influencias" determinadas, presentadas a menudo bajo forma de entidades, genios, etc...; el conocimiento de estas correspondencias no sirvió solo de base para aspectos importantes de la ciencia augural y de la geomancia (el desarrollo de esta disciplina en Extremo‑Oriente ha sido particularmente característica), sino también para la doctina de las orientaciones sagradas en el rito y en la disposición de los templos (las catedrales se "orientaban" en Europa hasta la Edad Media) conforme a la ley de las analogías y a la posibilidad que comporta prolongar lo humano y lo visible en lo cósmico y lo invisible. Al igual que un momento del tiempo tradicional equivale a otro si se trata de una acción ‑sobre todo ritual‑ a realizar, e incluso, de una forma más general, ningún punto, región o lugar del espacio tradicional equivalía a otro, y esto se aplicaba a un orden de ideas mucho más vastas que aquel al que se refería, por ejemplo, la elección de lugares subterráneos o cavernas para algunos ritos, de altas montañas para otros y así sucesivamente. Ha existido en efecto, tradicionalmente, una verdadera geografía sagrada, que no era arbitraria, sino conforme a transposiciones físicas de elementos metafísicos. A ella se refiere la teoría de las tierras y de las ciudades "santas", de los centros tradicionales de influencias espirituales sobre la tierra, y de ambientes consagrados en vistas de "vitalizar" particularmente toda acción que se desarrolle, hacia lo trascendente. En general, los lugares donde se fundaron templos, así como numerosas ciudades en el mundo de la Tradición, no fueron elegidos al azar, o según simples criterios de oportunidad y la costrucción, además de estar precedida de ritos determinados, obedecía a leyes especiales de ritmo y analogía. No tendríamos dificultades de elección para reunir ejemplos que mostrasen como el espacio en el cual se desarrollaban en general los ritos tradicionales, no es el espacio de los modernos, sino un espacio efectivamente metafísico, viviente, fatídico, magnético, donde cada gesto tiene su valor, donde cada signo trazado, cada palabra pronunciada, cada operación realizada, adquiere un sentido de ineluctabilidad y eternidad y se transforma en una suerte de decreto de lo invisible. En el espacio del rito es preciso ver un estadio más intenso de la misma sensación general del espacio que experimentaba el hombre tradicional.
Completaremos este orden de consideraciones con unas breves notas sobre los "mitos" que el hombre antiguo, si hemos de creer a nuestros contemporáneos, habría fantásticamente bordado sobre los diversos elementos y aspectos de la naturaleza. La verdad es que una vez más encontramos, aquí, esta oposición entre suprarealismo y humanismo, que distingue lo que es tradicional de lo que es moderno.
El "sentimiento de la naturaleza", tal como lo entienden los los modernos, es decir, como el pathos lírico‑subjetivo despertado en la sentimentalidad del individuo por el aspecto de las cosas, era desconocido para el hombre tradicional. Ante las cimas de las montañas, los silencios de los bosques, el curso de los arroyos, el misterio de las cavernas, y así sucesivamente, no experimentaba las impresiones poéticas subjetivas de un alma romántica, sino sensaciones reales ‑aun cuando a menudo eran confusas‑ de lo suprasensible, es decir, poderes ‑numina‑ que impregnaban estos lugares; tales sensaciones se traducían en imágenes variadas ‑genios y dioses de los elementos, fuentes, bosques, etc...‑ que, si bien estaban determinadas por la fantasía, no lo eran arbitrariamente y subjetivamente, sino según un proceso necesario. Es preciso, en otros términos, recordar que la facultad imaginativa, en el hombre tradicional, no producía solo imágenes materiales correspondientes a los datos sensibles, o imágenes arbitrarias subjetivas como en el caso de los sueños o espejismos del hombre moderno. En él, por el contrario, la facultad imaginativa era, en cierta medida, independiente del yugo de los sentidos físicos como sucede en nuestros días en el estado de sueño o bajo el efecto de drogas, sino orientada de manera que pudiera, amenudo, recibir y traducir en formas plásticas impresiones más sutiles, pero no arbitrarias y subjetivas, emanandas del medio. Cuando, en el estado de sueño, una impresion física,como el peso de las sábanas, por ejemplo, se dramatiza a través de la imagen de una roca que cae, se trata, ciertamente, de un producto de la imagnación, pero que no es, sin embargo arbitrario: la imagen ha nacido en virtud de una necesidad, independientemente del Yo, como un símbolo al cual corresponde efectivamente una percepción. De la misma forma deben interpretarse estas imágenes fabulosas que el hombre tradicional introducía en la naturaleza. Junto a la percepción física, poseía una percepción "psíquica", o sutil, de las cosas y los lugares,‑correspondiente en las "presencias" igualmente distribuidas‑ la cual, recogida por una facultad imaginativa independiente, en grados diversos, de los sentidos físicos, determinaba en ella las dramatizaciones simbólicas correspondientes: dioses, demonios y genios de los lugares, de los fenómenos y elementos. Si la variedad de imaginaciones dramatizantes de diversas razas y, en ocasiones también, de los individuos, ha tenido a menudo como resultado personificaciones diferentes, tras ellas, el ojo experto encuentra fácilmente la unidad, como si una persona que despertase constara pronto la unidad de la impresión confusa que la fantasía onírica de varias personas puede haber traducido mediante imágenes simbólicas diferentes, pero completamente equivalentes, sin embargo, referidas a una causa objetiva comun, distintamente percibida.
Lejos de ser fábulas poéticas tejidas sobre la naturaleza, es decir sobre las imágenes materiales que son las únicas que percibe el hombre moderno, los mitos antiguos, sus representaciones fabulosas fundamentales, representaron pues, en el origen, una integración de la experiencia objetiva de la naturaleza, algo que se introducía expontáneamente en la trama de los datos sensibles, completándolos mediante símbolos vivientes, en ocasiones incluso visibles, del elemento sutil, "demoníaco" o sagrado, del espacio y de la naturaleza.
Estas consideraciones, relativas a los mitos tradicionales que se refieren particularmente al sentido de la naturaleza, deben naturalmente ser extendidas ‑como hemos dicho‑ al conjunto de los mitos tradicionales. Es preciso admitir que estos nacen de un proceso necesario en relación a la conciencia individual; el origen de este proceso reside en relaciones reales ‑aunque puedan ser inconscientes y oscuros‑ con la suprarrealidad, relaciones que la fantasía imaginativa dramatiza bajo formas variadas. Así ‑para volver otra vez al punto señalado más alto‑ ni los mitos naturalistas o "teológicos", ni incluso los mitos históricos, deben ser considerados como añadidos arbitrarios, desprovistos del valor objetivo, en relación a los hechos y a las personas, sino de integración de los mismos, producida no por casualidad, sino a través de las causas ocasionales más diversas, en el sentido de completar la sensibilización del contenido suprahistórico que en estos hechos o individuos históricos, puede ser producida, más o menos, potencial e imperfectamente. La eventual ausencia de correspondencia entre el elemento histórico y un mito demuestra pues la no‑verdad de la historia antes que la del mito, como presiente Hegel cuando habla de la "impotencia ‑Ohnmacht‑ de la naturaleza".
Los desarrollos que preceden hacen aparecer como natural, en el mundo de la Tradición, la actitud existencial particular que paracterizaba la relación fundamental entre el Yo y el no‑Yo. Tal relación solamente en los últimos tiempos ha sido caracteriza por una separación neta y rígida. Originalmente, las fronteras entre Yo y no‑Yo eran, por el contrario, potencialmente fluidas e inestables, hasta el punto de poder ser, en algunos casos, parcialmente suprimidas, con el resultado de una doble posibilidad: la de una irrupción del no‑Yo (es decir de la "naturaleza", en el sentido de las fuerzas elementales y de su psiquismo) en el Yo, o de una irrupción del Yo en el no‑Yo. La primera permite comprender lo que se han llamado‑ en estudios consagrados en algunas costumbres que se han conservado como residuos fosilizados de los estados en cuestión‑ los "peligros del alma", perils of the soul. Esta expresión corresponde a la idea de que la unidad y la autonomía de la persona pueden verse amenazadas y alcanzadas por procesos de obsesión y de ansiedad; de donde derivan delitos e instituciones diversas cuya finalidad es la defensa espiritual del individuo o de la colectividad, la confirmación de la interpedendencia y de la soberanía del Yo y de sus estructuras.
La segunda posibilidad, ‑supresión de las fronteras por irrupciones en el sentido opuesto, es decir, del Yo en el no‑Yo‑ condicionaba la eficacia de una categoría de procedimientos mágicos, en el sentido estricto del término. Las dos posibilidades reposan sobre una base común, las ventajas de la segunda tenían como contrapartida los riesgos existenciales desprendidos de la primera.
Se debe pensar que en la época actual, al convertirse progresivamente el "Yo" en algo cada vez más "físico", ambas posibilidades han desaparecido. La posibilidad activa y positiva (magia) desapareció ciertamente, salvo bajo la forma de residuos esporádicos, marginales e insignificantes. En cuanto a los "peligros del alma", el hombre moderno, que alardea de ser finalmente libre e iluminado y que se mofa de todo lo que, en la antiguedad tradicional, derivaba de esta relación diferente existente entre Yo y no‑Yo, se engaña mucho si se cree verdaderamente al abrigo. Estos peligros solo han revestido una forma diferente, que impide reconocerlos por lo que son: el hombre moderno está abierto a los complejos del "inconsciente colectivo", a corrientes emotivas e irracionales, a sugestiones de masa y a ideologías, y las consecuencias que derivan de ello son mucho más catastróficas que las constatadas en otras épocas y que se debían a otras influencias.
Para volver a lo que ha sido expuesto antes, diremos algunas palabras, para terminar, respecto al significado antiguo de la tierra y de la propiedad de la tierra.
Tradicionalmente, entre el hombre y su tierra, entre la sangre y la tierra, existía una relación íntima, que tenía un carácter psíquico y viviente. Una región determinada tenía, además de su individualidad geográfica, su individualidad psíquica y el ser que nacía podía, desde cierto punto de vita, depender de ella. Sobre el plano de la doctrina, hay que distinguir dos aspectos de esta dependencia, uno natural, otro sobrenatural, que corresponden a la distinción, ya indicada, entre el totemismo y la tradición de una sangre patricia purificada por un elemento de lo alto.
El primer aspecto concierne a seres que nada ha llevado más allá de la vida inmediata. En estos seres domina lo colectivo, sea como ley de la sangre y del linaje, sea como ley del suelo. Aunque se manifieste en ellos el sentido místico de la región a la cual pertenecen, este sentido no supera el nivel delmero telurismo; aunque conocen una tradición ritual, sus ritos no pueden tener más que un carácter "demónico‑totémico" y tienden, antes que a superar y suprimir, a reforzar por el contrario y a renovar, la ley que priva al individuo de una verdadera vida personal y la destina a disolverse en el estrato subpersonal de su sangre. Un tal estadio puede acompañarse de un régimen casi comunista, en ocasiones matriarcal, en el interior del clan o de la tribu. Implica la existencia de lo que, en el hombre moderno, se ha convertido en una retórica nacionalista o romántica: el sentido orgánico, vivientes de su propia tierra, desprendiendo directamente de la experiencia cualitativa del espacio en general.
Muy diferente es el segundo aspecto de la relación tradicional entre el hombre y la tierra. Aquí entra en juego la idea de una verdadera acción sobrenatural que relaciona un territorio determinado con una influencia superior, separando el elemento demoníaco‑telúrico del suelo, imponiéndole un sello "triunfal", hasta reducirla al papel de simple sustrato de fuerzas que lo trascienden. Ya hemos encontrado una expresión de esta idea en la convicción de los antiguos iranios según la cual la "gloria", el fuego celeste, viviente y "triunfal", eminentemente propio de los reyes, impregna y domina hasta las tierras que la raza aria ha conquistado y que posee y defiende contra los "infieles", fuerzas al servicio de los dioses tenebrosos. Por otra parte, incluso en una época más reciente, el hecho que, tradicionalmente, haya existido un lazo viviente entre la lanza y el arado, entre la nobleza y las poblaciones agrícolas que viven sobre sus tierras comporta, fuera de su aspecto empírico, una relación más íntima. Es significativo, igualmente, que divinidades arias, como por ejemplo Marte o Donnar‑Thor, sean simultáneamente divinidades de la guerra y de la victoria (sobre las "naturalezas elementales": Thor) y divinidades del cultivo de la tierra. Ya hemos indicado las transposiciones simbólicas e incluso iniciáticas a las cuales, tradicionalmente, da a menudo lugar el acto de "cultivar", hasta el punto de que aun en nuestros días se ha conservado el recuerdo en la palabra "cultura".
Esta concepción se expresa igualmente de una forma característica en el hecho de que la propiedad del suelo, en tanto que propiedad privada, fue muy amenudo un privilegio aristocrático‑sagrado en las tradiciones de forma superior: solo tienen derecho a la tierra los que poseen ritos ‑en el sentido específicamente patricio ya expuesto‑, es decir, los que son portadores vivientes de un elemento "divino"; en Roma, los patres, los señores de la lanza y del fuego sacrificial; en Egipto, los guerreros y los sacerdotes y así sucesivamente. Los esclavos, los sin‑nombre y sin‑tradición, no están habilitados, por esta razón,para poseer la tierra. O bien, como en la antigua civilización azteco‑ nahua, dos tipos distintos e incluso opuestos de la propiedad coexisten, una aristocrático, hereditaria y diferenciada, se trasmite con el cargo, el otro popular y plebeyo, y cuyo caracter de promiscuidad recuerda el mir eslavo: oposición que se encuentra en otras civilizaciones, relacionada con la existente entre el culto uranio y el culto telúrico. En la nobleza tradicional se establecía una relación misteriosa ‑partiendo del templo mismo o del altar situado en el centro de la tierra poseida‑ entre los dioses o héroes de la gens, y esta misma tierra: es a través de sus dioses, y poniendo netamente el énfasis sobre la noción (no solo material, en el origen) de posesión, de señorío, que la gens se relacionaba con su tierra, hasta el punto que, por una transposición simbólica y quizás incluso mágica, los límites de esta ‑el herctum greco‑romano‑ aparecían como sagrados, fatídicos, inviolables, protegidos por dioses uranios del orden, tales como Zeus y Júpiter, como una equivalencia, sobre otro plano, de los límites interiores de la casta y de la familia noble. Se puede decir que, a este nivel, los límites de la tierra, al igual que los límites espirituales de las castas, no eran límites serviles; sino límites que preservaban y liberaban. Y se puede comprender porque el exilio correspondía a un castigo cuya severidad es difícilmente concebible hoy: era casi como una muerte en relación a la gens a la cual se pertenecía.
Al mismo orden de ideas se relaciona el hecho que el establecimiento sobre una tierra nueva, desconocida y salvaje y su toma de posesión, fueron considerados, en diversas civilizaciones del mundo de la Tradición, como un acto de creación, como una imagen del acto primordial mediante el cual el caos fue transformado en cosmos: no como un simple acto humano y profano, sino como una acción ritual e incluso, en cierta medida, "mágica" que, se pensaba, daba a una tierra y a un espacio una "forma", haciéndoles participar en lo sagrado, volviéndoles eminentemente vivos y reales. Existen ejemplos de rituales de toma de posesión de tierras y conquistas territoriales, como el landnâma de la antigua Islandia o la validación aria de la ocupación de un territorio por la creación de un altar del fuego.
Es interesante señalar que en Extremo‑oreinte la investidura de un feudo, que hacia del simple patricio un príncipe ‑tshu‑heu‑, implicaba, entre otros, el deber de mantener un rito sacrificial para sus propios ancestros divinos, convertidos en protectores del territorio, y para el dios de esta tierra, "creada" por el príncipe mismo. Si, por otra parte, en el antiguo derecho ario, el primogénito heredaba los bienes, a menudo gravados con una clausula de inalienabilidad, la tierra le pertenecía esencialmente en virtud de su cualidad de continuador del rito familiar, de pontifex y de su gens, que recuperaba y no deja extinguirse el fuego sagrado, cuerpo‑vida del ancestro divino. La herencia del rito y el de la tierra formaban así un todo indivisible y cargado de sentido. Conviene mencionar una vez más, a este respecto, el odel, el mundium de los hombres libres nórdico‑arios, para quienes la idea de posesión de la tierra, de nobleza, de sangre guerrera y de culto divino no aparecían más que como aspectos diferentes de una síntesis indisociable. En la toma de posesión de la tierra ancestral, existía tradicionalmente un compromiso tácito o expreso en relación a ella, casi como una contrapartida del mismo deber hacia la herencia divina y aristocrática transmitida por la sangre que solo, en el origen, había abierto el derecho a la propiedad. Las últimas huellas de estas concepciones, se encuentran, en la época de la Europa feudal.
Si el derecho de propiedad no pertenece a un tipo de aristócrata de ascendencia sagrada y libre, teniendo a iguales o inferiores en torno suyo, como en las formas tradicionales de los orígenes, que se puede encontrar, por otra parte, en la constitución más antigua de los germanos mismos; si se desciende un grado, y si es una aristocracia guerrera quien se vuelve principal detentadora del derecho a la tierra, se requiere siempre, como contrapartida de tal derecho, una capacidad de entrega, sino sagrada propiamente hablando, si al menos supra‑individual: a partir de los francos, la investidura del feudo implica el compromiso de fidelidad del feudatario hacia su señor, es decir esta fides, que, tal como hemos visto, tenía, además de un valor político‑militar, un valor heroico‑religioso (sacramentum fidelitatis) porque significaba también una prontitud para la muerte y el sacrificio, es decir una relación a un orden superior, relación mediata, en ocasiones sin luz, no directa como en la aristocracia sagrada, sino implicando siempre, junto a una superioridad viril en relación al elemento inferior e individualista, todo lo que deriva de la ética del honor. Así, aquel que no considera el aspecto contingente e histórico de las instituciones, sino el significado de la que son susceptibles en un plano superior, puede volver a encontrar en el régimen feudal medieval, y en la base del "derecho eminente", huellas de la idea tradicional del privilegio aristocrático‑sagrado de la posesión de la tierra, la idea según la cual, poseer, ser el señor de una tierra -derecho inherente a las castas superiores-, es un título y un deber, no solo político, sino también espiritual. Conviene observar, en fin, que esta interdependencia feudal entre el estado de las personas y el estado de las tierras, tuvo un significado especial. En el origen, fue el estado de las personas quien determinó el de las propiedades territoriales: según fuera un hombre, más o menos libre o poderoso, la tierra que ocupaba tomaba tal o cual carácter, marcado, por ejemplo, cor los diferentes títulos de nobleza. El estado de las tierras reflejaba así el estado de las personas. Por lo demás, el lazo, nacido de esta concepción, entre la idea del señorío y la de la tierra, se tornó, a menudo tan íntima, que apareció casi como la causa de que el estado de las personas fue no solo indicado, sino determinado, por el de las tierras y la condición social, las diversas dignidades jerárquicas y aristocráticas se encontraron, por así decir, incorporada al suelo.
Fustel de Coulanges expresa una idea perfectamente justa cuando dice que la aparición del "testamento", implicaba, para aquel que posee, una libertad "individualista" de fraccionar su propiedad, desintegrarla de alguna manera, y separarla de la herencia de la sangre y de las normas rigurosas del derecho paterno y de la primogenitura, una de las manifestaciones características de la degeneración del espíritu tradicional. De una forma más general, es preciso decir que cuando el derecho de propiedad cesa de ser el privilegio de las castas superiores y pasa a las dos castas inferiores ‑las del mercader y del siervo‑ se produce virtualmente una regresión naturalística, se restablece la dependencia del hombre respecto de estos "espíritus de la tierra" que, en otro caso ‑en el marco de la tradicionalidad solar de los señores del suelo‑ se encontraban transformados por "presencias" superiores en zonas de influencias propicias, en "límites creadores" y preservadores. La tierra que puede también pertenecer a un "mercader", vaisha ‑los propietarios de la era burgués‑capitalista puden ser considerados como equivalentes modernos de la antigua casta de los mercaderes‑ o a un siervo (el proletario moderno), es una tierra profanada: tal es pues el caso de la tierra que ‑conforme a los intereses propios de las castas inferiores, que han conseguido arrancarla definitivamente a la antigua casta de los "señores"‑ no cuenta más que como un factor "económico" a explotar a ultranza, bajo todos sus aspectos con ayuda de máquinas y otras invenciones modernas. Pero una vez alcanzado este estadio, es natural que se manifiesten los otros síntomas característicos de tal descenso: la prioridad tiende a pasar del dominio individual al dominio colectivo. Paralelamente a la desaparición del derecho aristocrático sobre las tierras y a la soberanía que ejerce sobre ella lo "económico", aparece primero el nacionalismo, luego el socialismo y, finalmente, el bolchevismo comunista. El Ser tiene lo propio de un retorno del imperio de lo colectivo sobre lo individual, inherente al totemismo, con el cual se reafirma también la concepción colectivista e híbrida de la propiedad, propia de las razas inferiores, concepción presentada, bajo la forma de la estatización, socialización y "proletarización" de los bienes y de las tierras, como una "superación" de la propiedad privada.
HUBERT‑MAUSS, Mel. His. Rel., cit., pag. 207. Según los caldeos, la eternidad del universo se divide en una serie de "grandes años" en los cuales los mismos acontecimiento se reproducirían al igual que el verano y el invierno se repiten siempre en el pequeño año. Si algunos períodos de tiempo estuvieron en ocasiones personificados por divinidades o órganos de divinidades, se debe ver en ello otra expresión de la idea del ciclo contemplado como un todo orgánico.
Cf. HUBERT‑MAUSS, Op. cit., pag. 202: "La duración [del tiempo tradicional] puede ser comparada a los números, que son considerados a su vez como la enumeración de unidades inferiores o como conjuntos capaces de servir de unidad para la composición de números superiores. La continuidad les es dada por la operación mental que hace la síntesis de sus elementos".
Esta idea se refleja en la concepción hindú según la cual un año de los mortales corresponde a un día de un cierto orden de dioses y un año de estos a un día de una jerarquía superior (cf. Salmos, 89, 4: "Mil años son como un día a los ojos del Señor") hasta alcanzar los días y las noches del Brahman, que expresan el curso cìclico de la manifes-tación cósmica (cf. Mânavadharmashastra, I, 64‑74). En el mismo texto se dice (I, 80) que estos ciclos son repetidos por juegos ‑lila‑ lo que es una forma de expresar la insignificancia y la anti‑historicidad de la repetición en relación al elemento inmutable y eterno que se manifiesta y que permanece siempre igual a sí mismo. Tras lo dicho precedentmente, es preciso considerar como significativos igualmente las designacions del año como "cuerpo del sol" y del "caballo sacrificial" (Brhadaranyaka‑upanishad, I, 1, 1, 8) o como "testimonio fiel" del "Señor Viviente, Rey de la eternidad" (Sepher Yetsirah, VI).
JULIANO EMP., Helios, 148, c.
Tradicionalmente, hay verosimilitud en la hipótesis de H. WIRTH (Aufgang der Menscheit, cit.) relativa a una serie sagrada deducida, en los tiempos primordiales, momentos astrales del sol como "dios año"; serie que habría servido simultáneamente de base a la noción del tiempo, a los signos y a las raices de una única lengua prehistórica y a significados culturales.
Es así que el doce zodiacal, que corresponde a los Aditya hindús, aparecía en el número de divisiones de las Leyes de Manú (cf. en Roma la Ley de las Doce Tablas); en los doce grandes Namsham del consejo circular del Dalai‑Lama; en los doce discípulos de Lao‑tsé (dos, que iniciaron a los otros diez); en el número de sacerdotes de numerosos colegios romanos (p. ej. los arvales y los salios) así como en el número de los ancilia establecidos por Numa, con ocasión del signo, recibido por él, de la protección celeste (doce es también el número de los halcones, que da a Rómulo, contra Remo, el derecho a dar su nombre a la ciudad, y doce es el número de líctores instituidos por Rómulo) y de los altares de Jano; en los doce discípulos de Cristo y en las doce puertas de la Jerusalen celestial; en los doce grandes dioses olímpicos helénicos y, luego, en los dioses romanos; en los doce jueces del "Libro de los Muertos" egipcio; en las doce torres de jaspe de a montaña sagrada taoista Kuen‑ Lun; en los doce principales Ases con las residencias respectivas o tronos de la tradición nórdica; en los doce trabajos de Hércules, en los doce días de la travesía de Siegfried y en los doce reyes que este héroe tiene por vasallos; en los doce principales caballeros de la Tabla Redonda del Rey Arturo y del Graal y en los doce palatinos de Carlomagno; y no tendríamos ninguna dificultad si quisiéramos seguir multiplicando ejemplos de este género.
Tradicionalmente, el número siete se refiere ante todo a los ritmos de desarrollo, formación o realización en el hombre, en el cosmos y en el espíritu (para este último aspecto, cf. las siete pruebas de numerosas iniciaciones, las siete empresas de Rostan, los siete días bajo el "árbol de la iluminación" y los siete ciclos de siete días necesarios por la posesión integral de la doctrina según algunas tradiciones budistas, etc.) Si los días de la "Creación" bíblica son siete, a estos días corresponden en las tradiciones irano‑caldeas otros tantos "milenios", es decir, ciclos, considerado el último como la "consumación", es decir, de realización y de resolución en sentido solar (relación del séptimo milenio con Apolo y con la edad de oro) o bien de destrucción (cf. F. CUMONT, La fin du monde selon les mages occidentaux. Rev. Hist. Rel., 1931, 1‑2‑3, pag. 48‑55, 61; R. GUENON, Le symbolisme de la Croix, cit., pag. 41. A la semana corresponde pues la gran semana de la edad del mundo, como al año solar corresponde el "gran año" cósmico. Las referencias no faltan tamoco en lo que concierne al desarrollo y la duración de algunas civili-zaciones, como por ejemplo los seis saecula previstos para la romanidad, el séptimo correspondía a su fin; el número siete de los primeros reyes de Roma, eras de los primeros Manú del presente ciclo según la tradición hindú, y así sucesivamente. Para algunas correspondencias particulares cf. W.H. ROSCHER, Die Ippokratische Schrift von der Siebenzahl, Paderborn, 1913; CENSORIO, XIV, 9 y sigs.
Cf. p. ej. las expresiones características de MACROBIO, Saturn., I, 15.
HUBERT‑MAUSS, Melanges, cit., pag. 195‑6.
Cf. Introduz. alla Magia, v. II, pag. 80 y sigs.
Es preciso no confundir tal plano con el plano mágico en sentido estricto aunque este, en último análisis, presupone un orden de conocimientos derivados del primero, más o menos directamente. Así mismo estos ritos y estas conme-moraciones ‑a las cuales se ha hecho ya alusión hablando de los victoriae‑ constituyen una clase aparte. Aun reclamándose de leyes cíclicas, no tienen correspondencia verdaderas en la naturaleza, sino que extrayen su origen de acontecimientos ligados al destino particular de una raza dada.
Cf. LEVY‑BRUHL, Ment. Prim. cit., pag. 91‑92.
R. GUENON, Symbol. de la Croix, cit., pag. 36. Sobre el simbolismo de la Cruz cf., además de esta obra EVOLA, La tradición hermética, cit., pag. 51 y sigs.
Esto concierne esencialmente a las civilizaciones de tipo superior; mencionaremos más adelante una orientación opuesta en las relaciones de carácter primitivo entre el hombre y la tierra.
Cf. REVILLE, op. cit., pag. 31.
Cf. FUSTEL de COULANGES, Cit. Ant., pag. 64 y sigs.
M. ELIADE, Traité d'Histoire des Religions, París, 1949, pag. 345; Le Mythe de l'eternel retour, París, 1949, pag. 26‑29. El autor observa, justamente, que en la época de las conquistas de los pueblos cristianizados la elevación o erección de una cruz (allí donde en nuestros días se alza solo una bandera) sobre toda nueva tierra ocupada, ha sido un último reflejo de las concepciones indicadas anteriormente.
Cf. MASPERO, Chine Ant., cit., pag. 132‑142.
Cf. M. GUIZOT, Essais sur l'Hist. de France, París, 1868, pag. 75. De donde deriva, entre la nobleza, la costumbre de relacionar su nombre al de una tierra o un lugar.