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Biblioteca Evoliana

La Tradición Hermética

La Tradición Hermética (08) . 7. La Mujer. El Agua. El Mercurio. El Veneno

La Tradición Hermética (08) . 7. La Mujer. El Agua. El Mercurio. El Veneno

 

Biblioteca Julius Evola.- Evola en este capítulo prosigue su análisis pormenorizado del simbolismo hermético. Parte del análisis de lo que supone el concepto de Caos en el hermetismo. Y acto seguido aborda el papel simbólico de la mujer, asimilada herméticamente al agua y a una forma de Mercurio. En realidad, buena parte de la Obra Hermética gira en torno a los conceptos de la mujer y, especialmente, del mercurio, del que, en los próximos capítulos se verá que tiene dos acepciones y dos simbolismos diferentes.

 

 

7. La Mujer. El Agua. El Mercurio. El Veneno

Hemos hablado del «en to pan». Hay que determinar ante todo el aspecto «caos» o «todo» del «uno». En sentido estricto, el caos es la materia prima: la posibilidad indiferenciada, principio de toda generación. El simbolismo que lo designa en el hermetis­mo es bastante diverso en cuanto que recupera los símbolos uti­lizados en muchas antiguas civilizaciones. Es la Noche, el Abismo, la Matriz; luego el Árbol, y como hemos visto, también la Mujer ‑la Madre, la «Señora de los Filósofos», la «diosa de belleza su­blime»‑.[1] Pero los símbolos técnicos y específicos de los textos hermético‑alquímicos son, sobre todo, el Agua y el Mercurio.

«Sin el Agua divina nada existe», dice Zósirno[2]: «ella realiza cada operación en el compuesto (o sea, en lo que forma con ella). Agua del abismo, Agua Misteriosa, Agua divina, Agua permanente, Agua viva (o Agua de Vida), Agua eterna, Agua‑Pla­ta, Océano, Mate Nostrum, Mate Magnum Philosophorum, Acqua­ Spirito, Fons perennis, Acqua celeste, etcétera, son expresiones que se encuentran por doquier en los textos. Por otra parte, entre los símbolos del principio femenino y el de las Aguas‑‑‑entre Tie­rra Madre, Aguas, Madre de las Aguas, Piedra, Caverna, Casa de la Madre, Noche, Casa de la Profundidad o de la Fuerza o de la Sabiduría‑ existe una conexión que se remonta a los primeros tiempos[3]. Y el hermetismo la recupera.

Al propio tiempo las Aguas, lo «Húmedo radical», la «Seño­ra de los Filósofos», el Caos, el «misterio buscado por todos y finalmente encontrado», etc., son, alquímicamente, el Mercurio. Todo está compuesto de Mercurio (o de agua mercurial), dicen los textos: es lo que constituye, a su decir, la materia, el princi­pio y el fin de la Obra.

Ya hemos mencionado otra asociación: la existente con la Ser­piente o el Dragón. Se trata de la Serpiente universal o cósmica, que, según la expresión gnóstica, «se mueve en el interior de to­das las cosas»[4]. Su relación con el principio del caos ‑«nuestro Caos o Espíritu es un dragón de fuego que a todo vence»[5]y con el principio de la disolución ‑el Dragón Uroboros es la disolu­ción‑ de los cuerpos[6], se remonta a mitos antiquísimos.

Sin embargo, el hermetismo utiliza los símbolos más particu­lares del Veneno, Víbora, Disolvente universal, Vinagre universal para designar el aspecto de la potencia de lo indiferenciado, en cuyo contacto todo lo diferenciado no puede menos que ser destrui­do. Pero, al propio tiempo, para designar el mismo principio en­contramos el término Menstruo y, como tal ‑o sea, como la sangre de la simbólica «Señora» que alimenta la generación‑, asume tam­bién el significado opuesto de Espíritu de Vida, de «Fuente de Agua Víva», la «Vida en los cuerpos, lo que atrae, la Luz de las Luces»[7].

El principio en cuestión tiene pues un «doble sentido», es Muerte y Vida, tiene el doble poder del «solve» y del «coagula»: «Basilisco, Filosófico», como un rayo quema a todo «metal im­perfecto» (Crollío); «Fuente Terrible», a la que si se deja des­bordarse, todo lo devasta, pero que confiere la victoria sobre cual­quier cosa al «Rey» que consiga bañarse en ella (Bernardo Trevi­sano); el Ruach, el Espíritu o Hálito, «principio indeterminado de todos los indíviduos»; 8 es el «Plomo negro», y también la «Magne­sía», la «Quíntaesencia», lo que puede todo en todo, y que a quien sabe y comprende su uso proporciona Oro y Plata.[8]

En realidad, por la propia naturaleza, absolutamente indife­renciada, de lo que ello quiere signíficar, el simbolismo usado por los textos a este propósito es desmesurado: los autores herméticos dicen explícitamente que lo que es el todo puede ser designado con todo ‑incluso con las cosas más extravagantes‑, con el fin de desorientar al ignorante.

Lo que interesa, sin embargo, es relacionar estos símbolos con un estado del espíritu, con el encubrimiento de una experiencia: puesto que para el hermetismo hay que considerar válido aquello que Aristóteles dice acerca de los Misterios, o sea que no se iba a ellos a aprender, sino para realizar a través de una experiencia vivida una profunda impresión[9]. En ese sentido hay que en­tender las expresiones relativas al mismo principio, que encontra­mos en las corrientes afines al hermetismo: «Agua que produce temblores»[10]; «Las Tinieblas son un Agua terrible»[11]; «Potencia entera de la agitación violenta, semejante al agua en movímiento», la que trae «aquello que permanece, libera lo que anda, destruye lo que crece», y a cuya imagen fueron hechos Cefeo, Prometeo y Japeto»[12]. Böhme añade: «El ser se libera de la muerte con una agonía, que se realiza en la gran angustia de la impresión, que es la vida mercurial... Este estremecimiento procede del Mercurio, o angustia de la muerte». Se trata del contacto con el veneno, con la fuerza disolvente que como muerte rompe las esencias fi­nitas.

Así, el Mercurio hermético, «Basilisco Filosófico», que actúa como un rayo (recuérdese el rayo que abatió a los titanes), se co­n­rresponde con el prána la fuerza de vida que en la tradición hin­dú se llama también «causa suprema de estremecimiento», y «rayo blandido», que sin embargo «hace inmortal a quien lo conoce»[13]. En la mitología asiría el dios Merodak tiene rayos en ambas ma­nos cuando combate contra el monstruo del caos, Tiamat. Este combate simbólico nos conduce a la fase siguiente, la de la sepa­ración.



[1] Esta última, en B. VALENTINO (Aurea Occultam Philosophorum, en Manget, 11, 3.' clave) es ofrecida como la «Mujer del Mar», y al mismo tiem. po hay una referencia al «centro del Árbol que hay en el centro del Paraíso», que «los Filósofos han buscado tan afanosamente».

 

[2] CAG, 11, 144.

 

[3] CI. H. WIRTH, Der Aufgang der Menscbheit, Jena, 1928 y J. J. BACHOFEN, Urreligion und antike Symbole, Leipzig, 1926.

[4] Apud HIPÓLITO, PBILOS., V. 9. CI, V, 16, donde la Serpiente es asimilada, como el Mercurio hermético en Basilio VaIentino, a la corriente que nace en el centro del Edén; en segundo lugar al Logos de Juan, aquel por medio del cual todas las cosas se hacen (asimilación que también en­contramos en el hermetismo): para BÖHME el Mercurio es el Sueño, el Verbo, la «Palabra de Dios, manifestación del Abismo eterno» (Morgenróte, IV, § 13‑14, De Signatura Rerum, VIII, § 56).

[5] FILALETES, Introitus, etc., c. II.

[6] Textos Pseudodemocriteos, CAG, 111, 22.

[7] PERNETY, Dict., p. 141.

[8] Cfr. CAG, 11, 91, 94‑96, 99, 144.

 

[9] Gran Papiro Mágico de París, texto en Intr. alla Magia, vol. I, P‑ 144 y ss.

 

[10] Apud HIPOLITO, Philo. S., V, 19.

 

[11] Ibid, 5, 34

 

[12] Böheme, De Signatura Rerum, III, 19, 20

 

[13] Khata Upanishad, II, 4, 2.

 

La Tradición Hermética (07) 6. La creación y el mito

La Tradición Hermética (07) 6. La creación y el mito

Biblioteca Julius Evola.- Evola introduce al lector en una temática apasionante, la doctrina de los elementos cósmicos que tienen su correspondencia en el ser humano. Además alude a que una de las formas posibles de la expresión hermética es el "mito". El mito, lejos de ser un relato novelado o moralizador, expresa el conocimiento hermético. Pero solamente puede ser entendido en su justa medida por aquel que ha pasado por la experiencia hermética. Todos los elementos que entrar en el contexto de los relatos míticos son susceptibles de una interpreación hermética.

 

 

6. La creación y el mito

Queremos llamar la atención todavía sobre un último aspecto de la analogía: según la concepción hermética, como los elemen­tos del cosmos se corresponden con los del hombre, así el proceso de la creación y aquel con el cual el hombre, a través del Arte, se reintegra en sí mismo, siguen una misma vía y tienen el mismo significado. La relación analógica entre el Arte alquímico y la ac­ción demiúrgica aparece ya en los primeros textos griegos: Pela­gio, Comario, Zósimo. En las diversas fases de la realización her­mética se reconocerían las fases de la creación: la experiencia íni­ciática proporcionaría la clave de la cosmogonía, y viceversa: toda cosmogonía tradicional, y también toda mitología, según la exége­sis hermética, tendría, entre otros significados, el de una exposi­ción figurada y velada mediante enigmas de las diversas operacio­nes y transformaciones del Arte[1].

Para hacerse una idea cabal de esta enseñanza es evidentemen­te necesario superar la idea de la creación como un hecho histó­rico agotado en el pasado, espacial y temporal; hay que conce­birla en función de un estado «creativo», metafísico por su pro­pia naturaleza, y por ello supraespacial y supratemporal, fuera tan­to del pasado como del futuro, que es más o menos el mismo con­cepto que algunos místicos designaron con el término creación eterna. En tal sentido, la creación es un hecho siempre presente y la conciencia puede recuperarla actualizándose en estados, que ‑según el «principio de inmanencia»‑ constituyen posibilidades de su naturaleza profunda ‑‑de su «caos»‑, mientras que en el mito cosmogónico se nos presentan bajo la forma de símbolos, dioses y figuras y acciones primordiales[2]. Y puesto que la meta del «ambula ab intra», de la «vía interior» hermética que des­cíende al «interior de la tierra», es precisamente esa «naturaleza profunda», queda esclarecido también este aspecto de la enseñan­za hermética, y cómo los alquimistas no s4lo toman como para­digma las diversas fases de la creación esiodea e incluso bíblica, sino que incluso a veces amplían también la analogía a los mis­mos episodios de las empresas heracleas y jasónicas, las cuales para ellos tampoco tienen valor ni como «hechos históricos» ni como «fábulas», sino como alusiones a estados y actos espiritua­les extra temporales.

Hay que añadir a todo esto que esta «vivencia del míto» no tiene, en el hermetismo, un alcance vagamente «místico». De todo lo expuesto anteriormente se desprende que «vívir el mito» sig­nifica acceder a través de los símbolos a una percepción de orden suprahistórico, en la cual la naturaleza y el propio hombre, por así decir, se hallan en un estado de creación y que, entre otras cosas, contiene por ello el secreto de las energías que actúan en el interior y por detrás de las cosas visibles y de la propia cor­poreidad humana. Como veremos, éste es el presupuesto de todas las operaciones alquímicas en sentido estricto, o sea en el no pura­mente iniciático.

Nos limitaremos por ahora a señalar la relación de tales ideas con el significado más profundo de las antiguas tradiciones según las cuales dioses, demonios o héroes serían los introductores en la «física», o sea, en el conocimiento vivo de los misterios de la naturaleza: herméticamente «conocer» un dios es realizar un «es­tado creativo» que al propio tiempo es un significado metafísico, el «alma desconocida» y el poder oculto de un determinado pro­ceso de la naturaleza.

Las distintas referencias de los textos a «genios», númenes, etcétera, que en visión o en sueño habrían revelado a los «Hijos de Hermes» los secretos del Arte, adquieren sentido cuando se relacionan con esta concepción.



[1] Cf. CAG, 11, 213‑14. Esta idea es explícita en CRASSELLAME, Oda Alchemica (texto en 0. WIRTH, El Simbolismo Hermético, París, 1909, p. 161): «Nuestra Gran Obra muestra claramente que Dios ha hecho el todo de la misma manera que ha producido el elixir físico». MORIENO, Colloquio, etc. BPC, 11, 88: «Contíene en sí los cuatro elementos y se asemeja al mundo y a la composición del mundo». Cf. DELLA RIVIERA, Il Mondo Magico, etc. cit., 46, 98‑99. FILALETES, Introitus apertus ad oc­clusum Regis palatium, c. V. PERNETY, Fables cit., 1, 25: ORTULANO, COMM. alla Tabula Smaragdina: «Nuestra piedra se hace de la misma manera que fue creado el mundo» (BPC, 1, § 11), etc.

[2] En el hermetismo se reafirma por lo demás la idea tradicional de la unidad interna de todos los mitos, expresada también por J. M. RAGON (De la Majonnerie occulte et de VInitiation hermétique, París, 1926, p. 44): «Al reconocer la verdad de la alianza de los dos sistemas, el simbólico y el filosófico, en las alegorías de los monumentos de todas las épocas, en los escritos simbólicos de todos los sacerdotes de todas las naciones, en los rituales de las sociedades mistéricas, obtendríamos una serie constante, un sistema invariable de principios que proceden de un conjunto amplio, im­ponente y verdadero, únicamente en el cual pueden coordinarse debida­mente». Acerca del contenido simbólico del mito, nos limitaremos a re­producir este único testimonio: BRACCESCO, Espositione, cit., ff. 77 b, 42 a: «Los Antiguos ocultaron bajo las fábulas poéticas esta ciencia, y hablaron por semejanzas... Aquel que no tenga conocimiento de esta ciencia, no podrá conocer la intención de los Antiguos, de lo que quisieron indicar tras los nombres de tantos dioses y diosas, y mediante sus generaciones, sus enamoramientos y mutaciones; y no penséis que en esas leyendas se ocultan cosas morales».

La Tradición Hermética (06) 5. La "presencia" hermética

La Tradición Hermética (06) 5. La "presencia" hermética

Biblioteca Julius Evola.- Evola en este capítulo aborda el tema esencial de lo que significa la realizacion hermética. Recuerda, a través del repaso de los textos, que se trata de una percepción diferente del mundo y de la vida, un estado de "metanoia", esto es, de cambio radical de conciancia, difícil de explicar con palabras y con conceptos racionales, como si se tratara de una brusca iluminación, de un fogonazo iluminador, a partir del cual cambia completamente el sentido de la existencia y la percepción que se tiene del mundo.

 

5. La «presencia» hermética

Ahora bien, cuando la coincidencia de lo corporal y lo espi­ritual de que se habla se entiende como debe ser entendida, es decir, no en la referencia a dos principios que, aunque uno de ellos se llame «espiritual», son pensados como partes de un todo en cualquier caso exterior a la conciencia, sino de un modo vivo, como dato de una experiencia real, entonces llegamos a otra de las enseñanzas herméticas fundamentales: la de la inmanencia, de la presencia en el hombre de la «cosa maravillosa», del «caos vivo», en el cual queda comprendida toda posibilidad. Por ello en los textos herméticos hay un continuo pasar con los mismos tér­minos de un significado cósmico‑natural a un significado interior humano: Piedra, Agua, Mina, Matriz, lluevo, Caos, Dragón, Plo­mo, Materia Prima, Árbol, Espíritu, Telesma, Quintaesencia, Mu­jer, Cielo, Semilla, Tierra, etc., son símbolos que en el lenguaje cifrado hermético son objeto continuo de esta transposición, inclu­so dentro de un mismo período, provocando inmensas dificultades para el lector inexperto.

Los textos son también claros acerca de] principio de inma­nencia: El ya citado «Telesma, el Padre de todas las cosas, está aquí», de la Tabla Esmeraldina, se complementa con la terrible revelación del Corpus Hermeticum[1]: «Eres todo en todo, com­puesto de todos los poderes». Morieno, en respuesta al rey Kalid, revelará: «Oh, rey, yo os confieso la verdad: Dios, para su pla­cer, ha creado en vos esta cosa admirabilísima[2], y en cualquier lu­gar donde os halléis, estará en vos, y no podréis ser despojado de ella... Vos sois la Mina, por ella está en vos y, a decir verdad, vos mismo sois quien la recoge y quien la recibe. Y quien busque otra piedra en el Magisterio quedará defraudado en su trabajo»[3]. Las expresiones de Ostano en el texto árabe de Kitab El‑Foçul son las mismas. «Nada hay en el mundo tan común como esta cosa misteriosa: se halla en el rico y en el pobre, junto al que viaja y junto a quien se queda»[4]. Y añade: «¡Por Dios! Si la designara por su nombre verdadero, los ignorantes gritarían: ¡Mentira!, y los inteligentes quedarían perplejos». Y también: «Esta piedra os habla y no la escucháis. Os llama y no le respondéis. ¡Oh asom­bro! ¡Qué sordera cierra vuestros oídos! ¡Qué embeleso oprime vuestro corazón!»[5]. El Cosmopolita: «Vuestro interés se halla ante vuestros ojos; nadie puede vivir sin él, todas las criaturas se sir­ven de él, pero pocos lo distinguen; y nadie lo posee»[6] Y en los Siete Capítulos de Hermes: «He aquí que os declaro lo que es desconocido: la Obra está con vosotros y en vosotros: si la ha­lláis en vosotros, donde está continuamente, la poseeréis también siempre, allí donde vosotros estéis»[7]

La expresión «cielo», de la que evangélicamente se dijo «el reino de los cielos está en vosotros», también se utiliza para el Principio en la tradición hermético‑alquímica, pero para él es aún más frecuente y más típico ‑como ya hemos adelantado y como veremos‑ otro símbolo: el Agua. El hermetismo místico böh­miano habla así de ella: «Esta agua subsiste por toda la eternidad... Se extiende a todos los puntos de este mundo y es Agua de Vida que penetra más allá de la muerte... En ningún lugar es aprehen­sible ni perceptible ("difícil de contemplar", había dicho Zósimo).

Pero lo llena todo igualmente. Se halla también en el cuerpo del hombre y cuando éste tiene sed de esta Agua y bebe de ella, en­tonces se enciende en él la Luz de Vida»[8]. Y acaba afirmando de­cididamente que «el hombre es el centro donde todo tiene fin: encierra la quintaesencia de todo el universo. Participa de las virtudes y de las propiedades de todos los individuos»[9].

Al ser el cuerpo la concreción de la entidad humana; aquello que en el hermetismo viene a designar con los mismos símbolos cósmicos el misterio de la corporeidad, comenzamos a entender mejor lo que es esa «cosa más próxima que cualquier otra», que *todos tienen ante los ojos y bajo las manos», considerada vil por los ignorantes y tenida por los sabios como la más preciosa de todas. El dicho budista: «En este cuerpo de ocho palmos de al­tura está comprendido el mundo, la génesis del mundo, la resolu­ción del mundo y el sendero que conduce a la resolución del mun­do», se complementa rigurosamente con el de la Tabla Esmeral­dina: «Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para hacer la maravilla de una cosa Única», y que ya había sido formulado en los textos griegos: «Todo aquello que contiene el macrocosmos también el hombre lo contiene»[10], y luego repetido por Böheme así: «El cuer­po terrestre que lleváis es todo uno con la totalidad del cuerpo inflamado (es decir, del cuerpo vivido en el estado especial de "fuego" del espíritu) de este mundo»[11].

Este principio fundamental del hermetismo, como veremos, da lugar a varias formas de correspondencias: reales, analógicas y «mágicas». Algunas estructuras de la realidad, algunas metalidades ‑concebidas como silenciosas fecundaciones astrales en el gre­mium matris terrae‑, algunas naturalezas del mundo urano‑plane­tario, están concebidas como mineralizaciones de fuerzas, que re­velan su secreto en los correspondientes estados del espíritu que duermen en el seno de la corporeidad.

En Oriente se enseñaba que siguiendo las huellas dejadas en nosotros por el átmá, por su intermedio se consigue el conocimien­to del universo[12] y Agrippa, parafraseando a Geber, expone la misma enseñanza de un modo igualmente claro: «Nadie puede so­bresalir en el arte alquímico sin conocer los principios en sí mismo; y cuanto mayor será el conocimiento de sí mismo, mayor será el poder de atracción adquirido, y se realizarán más cosas gran­des y maravillosas*.[13] «Ambula ab intra», es una sentencia del De Pharmaco Catholico.

Y esta «vía ínterior», esta «vía,sacra» que parte de la «pie­dra negra hierática», de esta «piedra que no es píedra» sino «ima­gen del cosmos», de «nuestro plomo negro» (símbolos todos, des­de este punto de vista, del cuerpo humano), y a lo largo de la cual surgirán Héroes y Dioses, cielos y planetas, hombres ele­mentales, metálicos y sidéreós[14], está enigmáticamente contenida en las siglas V.I.T.R.I.0.L., explicadas así por Basílio Valentino: «Visita Interiora Terrae, Rectilicando Invenies Occultum Lapi­dem» (recorre las entrañas de la Tierra (del Cuerpo), y rectífican­do encontrarás la piedra oculta). A lo largo de esa vía el conoci­miento de sí y el conocimiento del mundo se intercondicionan hasta hacerse una sola y la misma cosa maravillosa, verdadero ob­jetivo de la Obra Magna: como aquí, fuera (como arriba así aba­jo, como en el espíritu en la naturaleza), así en el organismo hu­mano se hallan. presentes los Tres, los Cuatro, los Siete, los Doce; Azufre, Mercurio, Sal; Tierra, Agua, Aire, Fuego; los Planetas; el Zodíaco. El horno es único ‑dicen enigmáticamente los Hi­jos de Hermes‑, único el camino y única también la Obra.»[15] «Hay una sola Naturaleza y un solo Arte... La operación es única, y fuera de elli no hay ni existen, otras ‑verdaderas.»[16]

En el Triunfo Hermétíco se dice que «nuestra[17] Piedra» existe, pero que se oculta basta que el «artista» no ayude a la naturale­za[18]. Arte hermético es iluminar de nuevo el sentido de las ana­logías restableciendo la realidad de los contactos: autosuficiente y no necesitada de nada como autosuficiente y no necesitada de nada es la «cosa única»[19], «técnica divina y operativa»; ella, «medíante la afinidad de las naturalezas fascina las naturalezas consustanciales»[20], por lo que se puede decir, de la manera más rigurosa, que «la Obra es un tercer mundo porque es semejante a los otros dos mundos y porque las fuerzas del macrocosmos y del microcosmos están reunidas en él».[21]

 



[1] Corpus Herm., XIII, 2.

 

[2] 2. Este tema teísta‑creacionista, y varios otros semejantes, en los textos medievales, no son sino una concesión a las ideas religiosas exoté­ricas dominantes.

 

[3] Colloquio, etc., cit., BPQ 11, 86, 87, 88.

 

[4] Texto en CMA, 111, 124.

 

[5] Texto en CMA, 111, 117, 124. CI. Commentatio de Pharmaco Catho­lico, Arnsterdam, 1666, IV, § 8.

 

[6] De Sulphure, Venecia, 1644, p. 208; BPQ 111, 273, 279.

 

[7] Texto de la BPQ § 1.

 

[8] J.Böheme, Morgenrotte, XXV-38.

 

[9] Pernety, Fables, I, 72

 

[10] Olimpodoro, Texto en CAG, II, 10

 

[11] Branarandhyaka-Upanishad, I, IV, 7

[12] Op. Cit., 24, 67

 

[13] AGRIPPA, De Occ. Phil., III, § 36.

 

[14] 14. Conviene recordar que los romanos pusieron una piedra negra ‑4apis miger‑ al comienzo de la vía sacra. La obra hermética en los textos griegos se denomina a veces «misterio de Mitra», y Mitra fue concebido como un dios, o Héroe, nacido de piedra, que subyugará al Sol. Sobre «esta piedra» ‑evangélicamente‑ se edificará el «templo»; y «señores del templo», corno ya hemos dicho, se denominaron los maestros herméticos. Podríamos llegar bastante lejos con asociaciones igualmente significativas.

 

[15] Cfr.  BÓHME, Morgenróte, XXV, 83: «Para conocer la generación de las estrellas, hay que conocer la generación de la vída, y cómo la vida se genera en el cuerpo, porque en todo sólo hay una cola clase de generación.»

 

[16] Textos Pseudodemocriteos, CAG. 111, 37.

 

[17] Novum Lumen Chemicc4m, Venecia, 1644, p. 62.

 

[18] Texto en BPC, 111, 272.

 

[19] A esta idea se deben referir, según uno de sus significados prin­cipales, las muy numerosas expresiones herméticas, según las cuales no debe añadirse nada a las simbólicas «materias»; que ellas se bastan para darse su perfección, y que por nada exterior a ellas se le podría conferir; que ellas tienen en sí mismas los principios de todas las operaciones. Cite­mos a MORIENO, por todos (Colloquio, BPC, 11 62): «Aquellos que tienen en sí mismos todo lo que (los maestros herméticos) necesitan, no tienen necesidad de la ayuda de nadie».

 

[20] CAG, 11, 209.

 

[21] Libro delta Misericordia, texto en CMA, 111, 179.

 

La Tradición Hermética (06) 4. El conocimiento hermético

La Tradición Hermética (06) 4. El conocimiento hermético

Biblioteca Julius Evola.-  El primer principio que todo sincero investigador en la ciencia hermética debe ser éste que enuncia Evola en el capítulo 4 de su "Tradiciión Hermética". El "Todo en Uno" es el principio de la unidad del cosmos, representada por el símbolo hermético del "Uróboros", el dragón que se muerde la cola. A partir de aquí el hermetista deberá poder distinguir entre el "caos" y el "orden". De hecho, todo el trabajo hermético consiste en llevar el orden allí en donde hasta ese momento solamente ha existido el caos.  

 

4. «Uno el Todo». El dragón Uroboros

Pero cuando se ha realizado el retorno a una sensación animada y «simbólica» de eso que para los hombres modernos se ha petrificado en términos de naturaleza muerta y de conceptos abs­tractos por encima de ella, entonces, de esa misma realización, se deriva al propio tiempo el primer principio de la propia enseñanza hermética.

Este principio es la Unidad. La fórmula que expresa ese prin­cipio la encontramos ya en la Crisopea de Cleopatra:[1] «Uno el Todo», que debemos asimilar a «el Telesma, el Padre de todas las cosas, está aquí», de la Tabla Esmeraldina. No se trata, por supuesto, en este caso, de una teoría filosófica, sino de un estado concreto, debido a una cierta supresión de la ley de dualidad entre Yo y no‑Yo y entre «dentro» y «fuera», que salvo raros instantes domina la común y más reciente percepción de la realidad. Este estado es el secreto de lo que en los textos recibe el nombre de «Materia de Obra» o «Materia prima de los Sabios», ya que sólo partiendo de este estado es posible «extraer» y «formar», «según el rito» y «el arte», todo aquello que tanto en términos espirituales como en términos de aplicación operativa («en términos mágicos»), promete la tradición.

El ideograma alquímico de «Uno el Todo» es O, el círculo, línea o movimiento que se encierra en sí mismo y que en sí mismo tiene principio y fin. Pero este símbolo, en el hermetismo expresa el Universo y, al propio tiempo, la Gran Obra.[2] En la Crisopea toma también la forma de una serpiente ‑uroboros‑ que se muerde la cola, conteniendo en el espacio central del círculo así formado, el «en to pan». En el mismo palimpsesto se halla otro pantáculo formado por dos anillos, el más interior de los cuales lleva la inscripción: «Una es la serpiente, la que tiene el veneno, según el doble signo»; mientras que en el círculo externo se lee: «Uno es el todo, por medio de él el todo, y para con él el todo: si el todo no contuviera el todo, el todo no sería nada».[3]

Este «todo» ha sido llamado también caos («nuestro» caos), y huevo, porque contiene indistintamente las potencialidades de todo desarrollo o generación: duerme en lo profundo de cada ser y como mito sensible, para usar la expresión de Olimpiodoro, se despliega en la multiplicidad caótica de las cosas y de las formas dispersas aquí abajo, en el espacio y en el tiempo. Por otra parte, el círculo O del Uroboros comprende también otro significado: alude al principio de la clausura o «sello hermético» que metafísicamente expresa el hecho de ser extraña a esta tradición la idea de una trascendencia unilateralmente concebida. Aquí la trascendencia está concebida como un modo de ser comprendido en la «cosa una», la cual «tiene un doble signo»: en sí misma y al propio tiempo es la superación de sí misma; es idéntica y al propio tiempo veneno, es decir capacidad de alteración y de disolución; es a un tiempo principio dominante (macho) y principio dominado (hembra), y de aquí el andrógino. Uno de los más antiguos testimonios hermético‑alquímicos es la sentencia que Ostano habría dado como clave de los libros del «Arte» dejados al Pseudo‑Demócrito: «La Naturaleza se re‑crea en la Naturaleza, la naturaleza vence a la naturaleza, la naturaleza domina a la naturaleza».[4] Pero Zósimo, dice del mismo modo: «La naturaleza fascina, vence y domina a la naturalez” y añade: «Los sulfúreos dominan y retienen a los sulfúreos»,[5] principio que se hará recurrente en los desarrollos ulteriores de la tradición, desde la Turba Pb¡losophorum en adelante. De todo esto se derivan toda una serie de expresiones simbólicas, dirigidas a indicar la absoluta autosuficiencia del mismo principio en cualquier «operación»: «padre y madre para mismo,[6] de sí mismo es hijo, por sí se disuelve, por sí se mata y por sí mismo se da nueva vida». «Cosa única que contiene en sí los cuatro elementos y domina sobre ellos» la «materia de los Sabios», llamada también la «Piedra», «contiene en sí cualquier cosa de la que tengamos necesidad. Se mata por sí y luego por sí se resucita. Se casa consigo misma, se impregna a sí misma y se resuelve por sí misma en su propia . sangre»[7].

Por lo demás, debemos tener siempre presente lo que ya hemos dicho: no estamos ante un concepto filosófico, sino ante el símbolo de una asunción de la naturaleza sub specie interioritatis, que por ello lleva en la antítesis entre material y espiritual, entre mundo y supermundo. Por ello Zacarías podrá decir: «Si declaramos espiritual nuestra materia, es verdad; si la declaramos corporal, no mentimos. Si la llamamos celeste, es su verdadero nombre. Si la denominamos terrestre, hablamos con propiedad»[8]. El huevo, que es la imagen del mundo, en los textos alquímicos helenísticos recibe el nombre de «lízon ton u lízon»[9] y Braccesco aclara: «Esto es piedra (o sea, forma, corporeidad, tangibilidad), y no es piedra, se halla en cualquier lugar, es vil y preciosa, oculta y conocida por todos»[10]. «Es un caos o espíritu bajo forma de cuerpo (el cosmos, la naturaleza sensible) y sin embargo no es cuerpo». En una sugestiva síntesis, estas palabras enigmáticas y al propio tiempo iluminadas de Zósimo proporcionan finalmente el conocimiento de esa cosa maravillosa, por el doble conducto y por el doble aspecto que, incluso en sentido evangélico, es la Piedra de los hermetistas «Déspotas del Templo», «dominadores del espíritu».

«Este es el misterio divino y grande, el objeto buscado. Esto es el todo. De él el todo y por él el todo. Dos naturalezas, una sola esencia: porque una atrae a la otra y una domina a la otra. Esta es el Agua luminosa (lit.: de plata), lo que siempre huye, lo que es atraído por sus propios elementos. Es el Agua divina, que fue ignorada por todos, cuya naturaleza es difícil de contemplar: porque no es un metal, ni el agua perpetuamente móvil, ni una corporeidad. Ella es indómita. Todo en todo, posee un conducto y un espíritu, y el poder de la destrucción.»

 



[1] 1. Códice Marciano, Ms. 2325, f. 188 b.; y Ms. 2327, f. 196.

 

[2] AGATHODAIMON, Cit. por Olimpiodoro, CAG, 11, 80; 111, 27.

 

[3] Cod. Marc., Ms. 2325, f. 188 b.

 

[4] CAG, 11, 43.

 

[5]  Se juega con el término «Zeíon», que en griego tanto quiere decir azufre como divino. Se trata de los «fuegos», de los poderes internos de las cosas. Estas expresiones, como las siguientes, tienen un sentido simultá­neamente microcósmico y macrocósmico.

 

[6] En MANGET (Biblioteca química curiosa, Génova, 1702, t. 1, 449); cl. Rosimo (Ad Sarratantam Episcopum, en‑Artis Aurijerae quam Chemiam vocant, Basilea, 1572, t. 1, 288), etc.

 

[7] 7. Corpus Hermeticum, IV, 5, 8. CI. en HiPóLITO, Philos., VI, 17.

 

[8] 8. MORIENO, COllOqUi0 col Re Kalid, BPQ 11, 86.

 

[9] 9. Trionfo Ermetico, BPC, 111, 196. CI. Rosimo, loc. cit., 325; BRAC­CESCo, La espositione di Geber Philosopbo, Venecia, 1551, f. 25a; Turba Nilos., BPQ 11, 17, etc.

 

[10] 10. De la Pbilos. nat. des Mét., BPQ 11, 523.

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La Tradición Hermética (05) 3. El conocimiento hermético

La Tradición Hermética (05) 3. El conocimiento hermético

Biblioteca Evoliana.- El fin de la tradicion hermética en el aspecto que Evola trata en su libro, es decir hermético-alquímico, es una forma de gnosis, esto es de obtener el conocimiento. Evola en este capítulo aclara qué se entiende por este "conocimiento", una percepción objetiva, real y directa de la realidad última de la naturaleza, del ser humano y del cosmos.  Para este fin, Evola maneja un material documental excepcionalmente abundante compuesto por las obras clásicas de la alquimia. Manejando esas referencias, el lector podrá dirigirse luego a esas obras, casi completamente situadas on line en Internet.

 

3. El conocimiento hermético

 

Sobre esta base hay que entender todo el sentido de la ciencia hermético‑alquímica: en cierto sentido, podríamos llamarla también una «ciencia natural», pero prescindiendo por entero de todo aquello que este término puede evocar en nuestras mentes por su significado actual. Ya la denominación medieval de filosofía natural expresa, por el contrario, la síntesis de dos elementos, que hoy se hallan en dos planos separados, uno de íntelectualidad irreal (filosofía) y el otro de conocimiento material (ciencia). Pero, dado el carácter de unidad orgánica, de cosmos, que para el hombre tradicional presentaba el universo, en este conocimiento «natural» estaba implícita también una fuerza anagógica, es decir, la posibilidad de elevarse también a un plano trascendente, metafísico. Sobre esta base se comprende las expresiones de «ciencia hierática», de «arte divino» y «dogmático», de «Misterio de Mitra», de «obra divina», que aparecen en los orígenes de la alquimia, y que se conservan en toda la tradición ‑«ciencia divina y sobrenatural», dirá Zacarías[1]. Y cuando la sensibilidad psíquica hacia las fuerzas profundas de la naturaleza comenzó a debilitarse en las épocas más tardías, entonces, para prevenir el equívoco, en las expresiones de la tradición hermética se hizo común la distinción entre los «elementos vulgares» y «muertos», y los «vivos», los cuales son los «elementos nuestros» («nuestro» se refería a aquellos que habían conservado el estado espiritual al que correspondía la tradición): «nuestra» Agua, «nuestro» Fuego, «nuestro» Mercurio, etc. ‑no los del vulgo, los cornunes‑; era toda tina jerga para significar que se trata de elementns (físicamente) invisibles, ocultos, mágicos, conocidos sólo por los «Sabios» ya que todos los «tenemos escondidos»; que se trata de los «elementantes» que debemos conocer en nosotros y no de los «elementados»[2], sensibles, terrestres, impuros, que son modificación de la materia física. Los cuatro Elementos de los que todas las cosas participan ‑‑dice Flamel‑[3] «no son aparentes a la vista, sino que se conocen por sus efectos». El Aire y el Fuego, de los que se habla en Bernardo Trevísano, son «tenues y espirítuales» y «no pueden ser vistos con los ojos corporales»; su Azufre, Arsénico y Mercurio «no son los que piensa el vulgo» y que los farmacéutícos venden», «sino que son los espíritus de los filósofos».[4] Así pues, «Filosofía Alquímica es la que enseña a investigar, no según la apariencia, sino según la verdad concreta, las formas latentes (es decir, aristotélicamente, los ocultos principios forma­dores) de las cosas»[5]; idea confirmada por Razzi en el Lumen Luminum: «Este Arte trata de Filosofía Oculta. Para conseguirlo hay que conocer las naturalezas internas y desconocidas. Se habla en ella de la elevación (estado incorpóreo) y de la caída (estado visible) de los elementos y de sus compuestos».[6] Los verdaderos elementos son «como el aíma de los míxtos», los otros «no son más que el cuerpo», explica Pernety.[7]

Y en el caso de que, espontáneamente, la presencia o ausencia de la necesaria sensibilidad metafísica determinase por sí misma la separación entre aquellos que están iniciados, y a los cuales únicamente hablan los textos, y cuyas acciones dan frutos de potencia, y aquellos otros que no lo son, y para los cuales se ha escrito que no hay que arrojar perlas a los cerdos[8] aun para estos últimos quedaba la posibilidad de alcanzar el estado necesario mediante una dura ascesis, si faltase el milagro de una iluminación transformadora. En su momento hablaremos sobre esta ascesis, pero ahora nos limitaremos a destacar que, en el marco del hermetismo, ésta no tiene una justificación moral o religiosa, sino simplemente técnica: se dirige a proporcionar el tipo de experiencia posible que no se detiene en el aspecto «muerto» y «vulgar» de los Elementos (como sucede en la experiencia sobre la cual se asientan las ciencias profanas modernas), sino que entretejido con él aprehende un elemento «sutil», incorpóreo, espiritual, tal como se enseña en la expresión de Paracelso: «Ella (la naturaleza) me conoce, y yo la conozco. Yo he contemplado la luz que hay en ella, y la he comprobado en el microcosmos y la he vuelto a encontrar en el macrocosmos».[9]

Como dice el llamado Triunlo Hermético,[10] «conocer interior y exteriormente las propiedades de todas las cosas» y penetrar en el fondo de las operaciones de la naturaleza» es la condición que se impone a quien aspira a poseer esta ciencia. Y así podrá decirse que «quien no comprende por sí mismo, nunca nadie podrá hacérselo comprender, hiciere lo que hiciere».[11]

Esta ciencia no se adquiere con los libros y con razonamientos ‑afirman otros‑ «sino con un movimiento, con una impetuosidad del espíritu». «Por eso declaro que ni los filósofos que me han precedido, ni yo mismo, hemos escrito nunca sino para nosotros» ‑nisi solis nobis scripsimus‑, y para los filósofos, «nuestros sucesores, y para nadie más»[12].

 



[1] 1. Q., por ejemplo, CAG, 11, 209, 124, 145; 188, 114.

 

[2] ZACAMAS, De la Philosopbie Naturelle des Métaux, § 1.

 

[3] N. FLAMEL, Le Désir désiré, § VI.

 

[4] B. TREVISANO, La Parole Delaissée (ed. en SALMON, Bibliothéque des Nilosophes chimiques, París, 1741, que en adelante indicaremos como BPQ t. II, pp. 401, 416. CI. UEsPAGNET, Arcanum Herm. Pbilosophiae Opus, § 44: «Quien diga que la Luna o el Mercurio de los Filósofos es el Mercurio vulgar, o quiere engañar o se engaña a sí mismo». FILALETES, Epist. de Ripley, § LXI: «Son esos ignorantes que tratan de encontrar nuestro secreto en las materias vulgares, y que, sin embargo, esperan encontrar oro».

 

[5] G. DORN, Clavis Pbilosopbiae Chemisticae, citado en Manget, 1, p.210.

 

[6] En BERTHELOT, La Chimie au Moyen‑Age, París, 1893, t. 1, p. 312.

 

 

[7] PERNETY, Fables, cit., t. 1, p. 75.

 

[8] CI. C. AGRIPPA, De Occulta Philos., 111, 65; DoRN, op. cit., 1, 244. Este tema procede de los alquimistas griegos (CAG, 11, 62, 63), quienes declaraban hablar para aquellos que han sido iniciados y tienen el espíritu adiestrado ‑«para quien posee ínteligencia», dirían luego los autores árabes (CAIA, 111, 64)‑‑‑ «Todo cuanto decimos se dirige únicamente al Sabio, no al Ignorante» (Libro del Fuego de la Piedra, CMA, 111, 220)

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[9] Thesaurus Thesaurorum Alchimistorum, citado en A. POISSON, Cinq Traités d'Alchimie, París, 1890, p. 86.

 

[10] Colloquio di Eudosso e Pirolilo sul Trionfo Ermetico, BPQ III, 225.

 

[11] B. TREVISANO, De la pbil. Nat. des Mét., BPQ 11, 398.

 

[12] GEBER, Summa Perlectionis Magisterii, Manget, 1, 383.€

 

 

La Tradición Hermética (04) 2. La naturaleza viviente

La Tradición Hermética (04) 2. La naturaleza viviente

Biblioteca Evoliana.- La percepción que tiene el hermetista sobre la naturaleza, no es la misma que el que se tiene habitualmente. Para el hermetista cada lugar de la naturaleza (una fuente, un árbol, una montaña) es visto y considerado como la residencia de alguna potencia susceptible de ser aprovechada para la realización del trabajo hermético. Evola en este parágrafo de "La Tradición Hermética", insiste en este punto y ofrece algunos ejemplos extraídos de los textos herméticos más famosos para confirmar su tesis. Evola tenía conocimiento de esos textos desde que en 1929 su estudio fue abordado por los miembros del Grupo de Ur

 

2. La naturaleza viviente

El punto fundamental se refiere a la experiencia humana de la naturaleza. La relación del hombre moderno medio con la naturaleza no es la predominante en el «ciclo» premoderno al que, junto a muchas otras, pertenece la tradición hermético‑alquímica. La naturaleza se agota hoy en un conjunto de leyes puramente pensadas acerca de diversos fenómenos ‑luz, electricidad, calor, etcétera‑ que desfilan ante nosotros, carentes de todo significado espiritual, fijadas únicamente por relaciones matemáticas. Por el contrario, en el mundo tradicional, la naturaleza era no pensada, sino vivida como un gran cuerpo animado y sagrado, «expresión visible de lo invisible». Los conocimientos acerca de ella venían dados por inspiraciones, intuiciones y visiones, y se transmitían «iniciáticamente» como misterios vivos, se referían a cosas que hoy, que se ha perdido su sentido, pueden parecer triviales y de dominio común ‑como, por ejemplo, el arte de construir, la medicina, el cultivo del suelo, etc. El mito entonces no era una ideación arbitraria y fantástica: procedía de un proceso necesario, en el que las mismas fuerzas que constituyen las cosas actuaban sobre la facultad plástica de la imaginación, parcialmente difuminada por los sentidos corpóreos, hasta el punto de dramatizarse en imágenes y figuras que se insinuaban entre la trama de la experiencia sensorial y la completaban con un toque de «significado».[1]

«Universo, atiende a mi plegaria. Tierra, ábrete. Que la masa de las Aguas se me ábra. Árboles, no tembléis. ¡Que el cielo se abra y los vientos callen! ¡Que todas las facultades celebren en mí al Todo y al Uno!» Son expresiones del himno que los «hijos de Hermes» recitaban al comenzar sus sagradas operacio­nes[2] tal era el estado al que eran capaces de elevarse y que resuena de manera aún más impresionante en esta otra fórmula: “Las puertas del Cielo están abiertas; Las puertas de la Tierra están abiertas; La vía de la Corriente está abierta; Mí espíritu ha sido escuchado por todos los dioses y genios; Por el espíritu del Cielo ‑ de la Tierra ‑ del Mar ‑ de las Corrientes?”

Y tal es la enseñanza del Corpus Hermeticum: «Elévate por encima de toda altura; desciende más allá de toda profundidad; concentra en ti todas las sensaciones de las cosas creadas: del Agua, del Fuego, de lo Seco y de lo Húmedo. Piensa hallarte si­multáneamente por todas partes, en tierra, mar y cielo; piensa no haber nacido nunca, ser todavía embrión: joven y viejo, muerto y más allá de la muerte. Comprende todo al mismo tiempo: los tiempos, los lugares, las cosas, las cualidades y las cantidades»[3].

Estas posibilidades de percepción y de comunicación, esta aptitud para los contactos, a pesar de lo que hoy pueda creerse, no eran «lirismos», énfasis de excitaciones supersticiosas y fantásticas. Por el contrario, formaban parte de una experiencia tan real, como la de las cosas físicas. Más concretamente: la constitución espiritual del hombre de las «civilizaciones» tradicionales era tal que toda percepción física tenía simultáneamente una componente psíquica, que la «animaba», añadiendo a la imagen desnuda un «signíficado» y al propio tiempo un especial y poderoso tono emotívo.[4] Así es como la antigua «física» podía al mismo tiempo ser tina teología y una psicología trascendental: por los destellos que, a través y por debajo de la materia proporcionada por los sentidos corporales, llegaba de las esencias metafísicas y, en general, del mundo suprasensible. La ciencia natural era simultáneamente una ciencia espiritual y los muchos sentidos de los símbolos reflejaban los diversos aspectos de un conocimiento único.




[1] 1. F. W. SCHELLING, Einteitung ¡m die Philosophie der Mytologie, S. W., Il Abt. t. I, pp. 192, 215‑217, 222; Introducción a la Magia, vol. 111, p. 66.

[2] 2. Corpus Hermeticum, XIII, 18.

[3] 3. Papiro V de Leiden (M. BERTHELOT, Introducción al estudio de la química de los antiguos, París, 1889).

[4] En las investigaciones de las Ramadas «escuelas sociológicas» (DuRKHEM, LÉvy‑BRuHL, etc.) ha resultado hoy algo muy semejante en las formas de percepción de los pueblos llamados «primitivos»; los cuales, en realidad, no son «primitivos», sino residuos degenerescentes de ciclos de civílizaciones de carácter pre‑moderno.

 

La Tradición Hermética (03) 1. Pluralidad y dualidad de las civilizaciones

La Tradición Hermética (03) 1. Pluralidad y dualidad de las civilizaciones

Biblioteca Evoliana.- Este es, sin dudo, uno de los temas más característicos del pensamiento evoliano: la diferenciación de las civilizaciones en dos modelos: las civilizaciones tradicionales, o premodernas, y las civilizaciones modernas. El sentido que este capítulo adquiere en una obra como "La Tradición Hermética" es fundamental: las civilizaciones tradicionales han desarrollado "ciencias tradicionales", el hermetismo y la alquimia, una de ellas. Para entender el sentido de estas "ciencias" es preciso situarse en la mentalidad propia de las civilizaciones tradicionales.

 

1. Pluralidad y dualidad de las civilizaciones

En los últimos tiempos, y contra la concepción progresista según la cual la historia representaría el desarrollo evolutivo más o menos continuo de la humanidad colectivamente considerada, se ha afirmado la idea de la pluralidad y de la relativa incomunicabilidad de las formas de civilización. Según esta segunda y nueva visión de la historia, ésta se fracciona en épocas y ciclos distintos. En un momento dado y en una raza determinada se afirma una específica concepción del mundo y de la vida, de la que se deriva luego un determinado sistema de verdades, de principios, de co­nocimientos y de realizaciones. Es una civilización que surge, que poco a poco alcanza un punto culminante y que luego decae, se oscurece y a veces, sin más, desaparece. Se ha cerrado un ciclo. Surgirá otra civilización, quizás, en otra parte. Quizás asuma temas de civilizaciones precedentes, pero las correspondencias entre una y las otras serán sólo analógicas. El paso de ciclo de civilización a otro ‑así como toda comprensión efectiva de uno por parte del otro‑ implica un salto, la superación de eso que en matemáticas se denomina solución de continuidad. (1)

Aunque esta concepción ha significado un saludable reactivo contra la superstición historicista‑progresista puesta de moda más o menos al mismo tiempo que el materialismo y el cientificismo occidental (2), sin embargo tampoco ella está libre de sospecha y debe someterse a cuarentena, ya que por encima del pluralismo de las civilizaciones habría que reconocer ‑sobre todo si nos limitamos a los tiempos que podemos abarcar con relativa seguridad y a las estructuras esenciales‑ una dualidad de las civilizaciones. Se trara de la civilización moderna por un lado, y por otro del conjunto de todas las civilizaciones que la han precedido (para Occidente, pongamos hasta final de la Edad Media). En este caso la ruptura es completa. Más allá de la variedad múltiple de sus formas, la civilización premoderna, o como también podemos denominarla, tradicional (3), significa algo específicamente distinto. Se trata de dos mundos, uno de los cuales se ha diferenciado hasta el punto de no conservar apenas ningún punto de contacto con el anterior. Con lo cual, para la gran mayoría de los modernos también quedan cerradas las vías de una comprensión efectiva de este último. Esta premisa era necesaria para nuestro tema. La tradición hermético‑alquímica forma parte del ciclo de la civilización premoderna, tradicional. Para comprender su espíritu hay que trasladarse interiormente de un mundo a otro. Quien emprenda su estudio sin haberse situado en posición de poder superar la mentalidad moderna y de despertarse en una nueva sensibilidad que lo ponga en contacto con el tronco espiritual general que ha dado vida a tal tradición, sólo conseguirá llenarse la cabeza de palabras, signos y alegorías extravagantes. Por otro lado, no se trata sólo de una simple condición intelectual. Hay que tener en cuenta que el hombre antiguo no sólo tenía un modo diferente de pensar y de sentir, sino también un modo distinto de percibir y de conocer. La base de la materia de la cual nos ocuparemos, como comprensión y como realización es evocar, merced a una cierta transformación de la conciencia, esta diferente modalidad. Y sólo entonces surgirá en ciertas expresiones una luz inesperada, ciertos símbolos se convertirán en medios para un despertar interior, se admitirán nuevos vértices de realización humana, y se comprenderá cómo es posible que determinados «ritos» puedan adquirir un poder «mágico» y operativo y constituirse en una ciencia que, por lo demás, no tiene nada que ver con lo que hoy corre bajo este nombre.

 

1. El exponente más conocido de esta concepción es 0. SPENGLER (Der Untergang des Abendlandes, Viena y Lcipzig, 1919). A partir de DF GOBINNEAU esta teoría ha tenido otros desarrollos en conexión con la doc­trina de la raza.

2. En efecto, la extravagante idea de una evolución continua sólo ha podido nacer de la contemplación exclusiva de los aspectos materiales y técnicos de la civilización, olvidando por entero los elementos espirituales y cualitativos de la misma.

3. La definición del concepto concreto de «civilización tradicional», por oposición a la moderna, se debe a R. GUÉNON (La crise du monde mo­derne, París, 1927).

 

 

La Tradición Hermética (02) I Parte. Los símbolos y la doctrina. Introducción

La Tradición Hermética (02) I Parte. Los símbolos y la doctrina. Introducción

 

Biblioeca Evoliana.- La primera parte de "La Tradición Hermética" está dedicada a los símbolos y a la doctrina. Los distintos símbolos de los que parte Evola tienen todos el mismo común denominador: nos hablan de una empresa titánica, un intento de "tomar el cielo por asalto" que aparece en distintas tradiciones y en las que el protagonista -héroe o titán- aspira a vivir una experiencia de trascendencia mediante la lucha heroica, la prueba y la conquista. No siempre triunfa (el titán), pero en caso de que lo logré, conseguirá haber transmutado su naturaleza de plomo opaco en oro resplandeciente.

 

Primera parte

Los simbolos y la doctrina

Introducción: El Arbol, la Serpiente y los Titanes

Uno de los símbolos que encontramos en las tradiciones más diversas y más alejadas en el tiempo y en el espacio es el del Árbol. Metafísicamente, el árbol expresa la fuerza universal que se despliega en la manifestación del mismo modo que la energía de la planta se despliega desde las raíces invisibles al tronco, a las ramas, a las hojas y al fruto.

Se asocian, además, al árbol, con un alto grado de uniformidad, ideas de inmortalidad y de conocimiento sobrenatural por una parte, y, por otra, figuraciones de fuerzas mortales y destructivas, naturalezas temibles, como dragones, serpientes o demonios. Existe también todo un ciclo de mitos referidos a acontecimientos dramáticos que tienen como centro al árbol, y tras cuya alegoría ocultan significados profundos. Es popularmente conocido, entre otros, el mito bíblico que relata la caída de Adán. Destacaremos el conjunto más amplio al cual pertenece este mito y determinaremos sus variantes, no sin antes hacer referencia a la universalidad de los elementos simbólicos que lo componen.

Ya en el Veda y en los Upanishad hallamos el «árbol del mundo», a veces invertido, para significar que en «lo alto», en los «cielos», reside el origen de su fuerza[i]. Ya en él encontramos la convergencia de varios de los elementos a que antes nos hemos referido, puesto que él segrega la bebida de la inmortalidad (soma o amrta); quien se.acerca a él recibe la inspiración, y una visión que, superando el tiempo, es como un recuerdo de infinitas formas de existencia, y puesto que en el interior de su follaje se oculta Yama, el dios de ultratumba, concebido también, no obstante, como un rey primordial.[ii]

En el Irán encontramos también la tradición de un doble árbol, uno de los cuales comprende, según el Bundabesh, todas las semillas, mientras que el otro es capaz de proporcionar la bebida, de la inmortalidad (haoma) y la ciencia espiritual; [iii] lo que nos lleva a pensar inmediatamente en los dos árboles bíblicos del Paraíso, uno el de la Vida y el otro, precisamente, el de la Ciencia. El primero se convierte luego en Mateo (XIII, 31‑32) en la figura del reino de los cielos que surge de la semilla arrojada por el hombre en su simbólico «campo»; lo encontramos más tarde en el Apocalipsis de Juan (XXII, 2) y sobre todo en la cábala, como «el grande y potente Árbol de la Vida», del que «nos llega la Vida desde lo alto» y con el cual se relaciona una «rociada» en virtud de la cual se produce la resurrección de los «muertos»: equivalencia patente con la fuerza de inmortalidad del amrta védico y del haoma iranio.[iv]

La mitología asirobabilónica conoce también un «Árbol. cósmico» radicado en Eridu, la «Casa de la Profundidad», llamado también «Casa de la Sabiduría». Pero, por encima de todo, lo que nos importa subrayar en estas tradiciones –porque nos valdremos de este elemento inmediatamente‑ es otra asociación de símbolos: el Árbol se nos presenta también como la personificación de una Mujer divina, del tipo general de las grandes diosas asiáticas de la Naturaleza, como Ishtar, Anat, Tammuz, Cibeles, etc. Encontramos, pues, la idea de la naturaleza femenina de la fuerza universal representada en el Árbol. Esta idea no sólo se confirma en la diosa a la ‑que se hallaba consagrada la encina de Donona, que, por lo demás, al ser un lugar de oráculos es también una fuente de ciencia espiritual, sino que incluso eran las Hespérides las encargadas de custodiar el árbol, cuyo fruto tiene el mismo valor simbólico que el Vellocino de Oro, la misma fuerza inmortalizante que aquel otro árbol que en la saga irlandesa de Mag Mell está custodiado también por tina entidad femenina; en el Edda es la diosa ldhunn la encargada de guardar las manzanas de la inmortalidad, mientras que en el árbol cósmico Yggdrassill volvemos a encontrarnos con el símbolo central, va que se levanta ante la fuente de Nlimir (guardándola, lo que confirma y reíntroduce el símbolo del dragón en las raíces del Árbol), la cual, por lo demás, contiene el principio de toda sabiduría.[v] Finalmente, según una saga eslava, en la isla de Bujan hay una encina guardada por un dragón (que has, que asociar con la serpiente bíblica, con los monstruos de la aventura de Jasón, y con el jardín de las Hespérides), que al propio tiempo es el lugar de residencia de un principio femenino, llamado «la Virgen del Alba».

Es también muy, interesante la variante según la cual el Árbol se nos presenta como el árbol del poder y del Imperío universal, tal como lo encontramos en sagas como las de Ogiero y del Preste Juan, de quien ya hemos hablado en otro lugar.[vi] En estas sagas el Árbol se desdobla a veces en un Árbol del Sol y en un Árbol de la Luna.

El hermetismo recupera íntegramente la tradición simbólica primordial y presenta la misma asociación de ideas. El símbolo del árbol en los textos alquímicos es muy frecuente: el árbol cobija la «fuente» de Bernardo Trevisano, en cuyo centro se halla el símbolo del dragón Uroboros, que representa el «Todo»[vii]; personifica el «mercurio», principio primero de la Obra hermética, pero representa al Agua divina o «de la Vida» que da la resurrección a los muertos e ilumina a los hijos de Hermes, o bien a la «señora de los filósofos»; pero además también representa al dragón, o sea a una fuerza disolvente, a un poder que mata. También el Árbol del Sol y el Árbol de la Luna son símbolos herméticos que producen a veces, en lugar de frutos, coronas.

Este rápido recorrido a través de un material simbólico que podríamos multiplicar indefinidamente basta para comprobar la permanencia y universalidad de una tradición de un simbolismo vegetal, que expresa la fuerza universal, preferentemente concebida bajo la forma femenina; con la que se relaciona el depósito de una ciencia sobrenatural, de una fuerza capaz de dar la inmortalidad y de una capacidad de dominio, pero al mismo tiempo la idea de un peligro, cuya naturaleza es diversa y que complica el mito en orden a diversas voluntades, a varias verdades y a diferentes visiones.

Por lo general, el peligro es el mismo que corre quien se lanza a la conquista de la inmortalidad o de la Sabiduría mediante un contacto con la fuerza universal, y cuyo empuje arrollador debe soportar. Pero además conocemos formas del mito en las que son héroes quienes se enfrentan con el árbol, y naturalezas divinas (en la Biblia el propio Dios hipostatizado) las que lo defienden e impiden el acceso. Y el resultado, entonces, es una lucha diversamente interpretada, según las tradiciones.

La posibilidad es doble: por un lado el Árbol se concibe como una tentación, que lleva a la ruina y a la maldición a quien sucumbe a ella; por otro lado, se concibe como el objeto de una conquista posible que, tras vencer a los dragones o a los seres divinos que lo defienden, transforma al audaz en un dios, y a veces, transfiere el atributo de la divinidad y de la inmortalidad de una estirpe a otra estirpe.

Así, la ciencia por la cual se deja tentar Adán[viii], para «hacerse igual a Dios», y que sólo conquista para ser inmediatamente abatido y privado del propio Árbol de la Vida, precisamente por aquel a quien había querido igualarse. Esa misma ciencia sobrenatural, sin embargo, la consigue Buda bajo el Árbol, a pesar de los esfuerzos de Mara, quien, según otra tradición, consiguió robar el fuego al dios Indra[ix].

El propio Indra, a su vez, había robado el amrta a un linaje de seres anteriores, con caracteres a veces divinos, a veces titánicos, los Asuras, quienes con el amrta detentaban el privilegio de la inmortalidad.

El mismo resultado victorioso alcanzan Odín (mediante un autosacrificio junto al árbol), Hércules y Mitra, quien, tras fabricarse un manto simbólico con las hojas del Árbol y comer sus frutos, domina al Sol[x].

Y en el viejo mito itálico del Rev de los Bosques, Nemi, esposo de una Diosa (árbol = mujer), debía mantenerse siempre en guardia porque su poder y su dignidad pasarían a quien lo sorprendiera y matara[xi]. La realización espiritual de la tradición hindú va asociada con el hecho de cortar v abatir el árbol de Brahmán con la poderosa arma de la sabiduría[xii].

Pero Agni, que en forma de gavilán había arrancado una rama del Árbol, es también alcanzada: sus plumas, sembradas en la tierra, producen una planta cuyo jugo es el «soma terrestre»: oscura alusión, quizás, al paso de la herencia de la empresa a otra raza (esta vez terrestre): la misma en cuyo favor realizó Prometeo la misma hazaña, y por la cual cayó y, encadenado, sufrió el tormento del gavilán o del águila que le comía las entrañas. Y si Hércules cuyo prototipo de héroe «olímpico» libera a Prometeo y a Teseo, nueva personificación del tipo heroico, Jasón, por el contrario, de estirpe urania, quien había salido en busca del Vellocino de Oro colgado del árbol, muere al final bajo las ruinas de la nave de Argos, la cual, al estar hecha de la Encina de la Dodona, expresa el mismo poder que había sufrido el robo. La historia se repite para el édico Loki que robó las manzanas de la inmortalidad ¡tinto a la diosa ldhunn que las guardaba[xiii]; y el caldeo Gilgamesh, después de coger el «gran fruto cristalino» en una selva con «árboles semejantes a los de los dioses», encuentra la entrada impedida por las guardianas. El, dios asirio Zu, que aspirando a la dignidad suprema se apoderó de las «tablas del destino» y con ellas del poder del conocimiento profético, es alcanzado por Raal, quien, convertido en pájaro de presa, lo recluye en la cima de una montaña.

El mito nos habla, pues, de un acontecimiento que entraña un riesgo y tina incertidumbre fundamentales. En las teomaquias hesiodeas, y peculiarmente en la levenda del Rey de los Bosques, los dioses o los hombres se muestran como propietarios de un poder que puede transmitirse junto al atributo de la divinidad a quien sea capaz de alcanzarlo. En tal caso la fuerza primordial tiene naturaleza femenina (árbol = mujer divina): y puede sufrir la violencia que, según los propios Evangelios, hay que hacer al «Reíno de los Cielos». Pero entre quienes lo intentan hay quien fuerza el paso y triunfa, y quien cae y lamenta su propia audacia padeciendo los efectos del aspecto letal del mismo poder que trataba de conquistar.

Ahora bien, la interpretación de tal acontecimiento pone de manifiesto la posibilidad de dos concepciones opuestas: la heroico‑mágica y la religiosa. Según la primera, quien sucumbe en el mito es únicamente un ser cuya fortuna y cuya fuerza no han sido iguales a su audacia. Pero según la otra concepción, la religiosa, el sentido es muy distinto: en este caso la mala fortuna se convierte en culpa, la empresa heroica en un sacrilegio y maldíta, no por no haber acabado victoriosamente, sino en sí misma. Adán no es un ser que ha sucumbido en un intento en el que otros triunfaron, sino que es un pecador, y lo que le ha ocurrido es lo único que podía sucederle. No tiene más remedio que reparar su pecado expiando, y sobre todo renegando del impulso que lo embarcó en aquella empresa: la idea de que el vencido puede pensar en la revancha, o trate de «mantenella y no enmendalla» reivindicando la dignidad que su acto le ha reportado, aparece, desde el punto de vista «religíoso», como el «luciferismo» más reprobable.

Pero el punto de vista religioso no es el único. Como ya hemos apuntado más arriba, este punto de vista se asocia a una variante de la tradición «sacerdotal» (como opuesta a la regia) y con igual derecho a la existencia que el otro ‑el heroico‑, que se impone en la otra antigüedad de Oriente y de Occidente, y cuyo espíritu está reflejado en gran medida en el hermetismo: Una exégesis nos da, de hecho, la «verga de Hermes»[xiv] como símbolo de la unión de un hijo (Zeus) con la madre (Rea, símbolo de la fuerza universal), a la que ha conquistado tras matar al padre y apoderarse de su reino: es el símbolo del «incesto filosofal», que encontraremos en toda la literatura hermética. Hermes es, desde luego, el mensajero de los dioses, pero tambien aquel que consigue quitar a Zeus el cetro, a Venus el ceñidor, a Vulcano, dios del «Fuego de la Tierra», los utensilios de su arte alegórico; y en la tradición egipcia, tal y como nos cuentan los autores más tardíos, Hermes, investido de una triple grandeza ‑Hermes Trismegisto‑, se confunde con la imagen de uno de los reyes y de los maestros de la edad primordial que dieron a los hombres los principios de una civilización superior. El sentido concreto de todo esto no escapará a nadie.

Pero eso no es todo. Una tradición, contada por Tertuliano, y que reaparece en el hermetismo árabe‑sirio, nos lleva de nuevo al mismo punto. Dice Tertuliano[xv] que las obras de la naturale­za, «malditas e inútiles»; los secretos de los metales; las vírtudes de las plantas; las fuerzas de los conjuros mágicos y de «todas aquellas extrañas doctrinas que van hasta la ciencia de los astros» ‑es decir, todo el corpus de las antiguas ciencias mágico‑hermétícas‑ fue revelado a los hombres por los ángeles caídos. Esta idea aparece en el Libro de Enoch, donde se completa en el contexto de esta tradición más antigua, traicionando así la unilateralidad propia de la interpretación religiosa. Entre los Ben Elobim, los ángeles caídos, descendidos ‑sobre el monte Hermón, de los que se habla en Enoch[xvi], y la estirpe de los Veladores y de los Vigilantes ‑«egregoroi»‑ que descendieron a instruir a la humanidad ‑del mismo modo que Prometeo «enseñó a los mortales todas las artes»‑[xvii], de que se nos habla en el Libro de los Jubileos[xviii], como ha puesto de manifiesto Mereslikowskij,[xix] existe una evidente correspondencia. Más aún: en Enoch (LXIX, 6‑7), Azazel, «que sedujo a Eva», habría enseñado a los hombres el uso de las armas que matan, lo que, dejando a un lado la metáfora, significa que habría infundido en los hombres el espíritu guerrero. Ya se sabe, en este sentido, cuál es el mito de la caída: los ángeles se encendieron de deseo por las «mujeres»; ahora bien, ya hemos explicado qué significa la «mujer» en su relación con el árbol, y nuestra interpretación se confirma si examinamos el término sánscrito qakti, que se emplea metafísicamente para referirse a la «mujer del dios», y al mismo tiempo a su potencia.[xx]

Estos ángeles fueron presa del deseo por la potencia, y apareados cayeron ‑descendieron a la tierra‑ sobre un lugar elevado (el monte Hermón): de esta unión nacieron los Nephelin, una poderosa raza (los titanes), alegóricamente descritos como gigantes, pero cuya naturaleza sobrenatural queda al descubierto en el Libro de Enoch (XV, 11): «No necesitan comida, no padecen sed, y escapan a la percepción (material)».

Los Nephelin y los ángeles caídos no son otros que los titanes y «los que vigilan», la estirpe llamada en el Libro de Barucb (111, 26), «gloriosa y guerrera», la misma raza que despertó en los hombres el espíritu de los héroes y de los guerreros, que inventó sus artes, y que les transmitió el misterio de la magia.[xxi] Ahora bien, ¿qué prueba puede ser más decisiva, en lo tocante a la investigación, acerca del espíritu de la tradición hermético-alquímica, que la explícita y continua referencia de los textos precisamente a aquella tradición? Leemos en un texto hermético: «Los libros antiguos y divinos ‑dice Hermes‑ enseñan que ciertos ángeles se encendieron de deseo por las mujeres. Descendieron a la tierra y les enseñaron todas las operaciones de la Naturaleza. Ellos fueron quienes compusieron las obras ‑herméticas y de ellos procede la tradición primordial de este Arte».[xxii] El mismo término chemi, de chema, del que derivan las palabras alquimia y química, aparece por vez primera en un papiro de la XII Dinastía, referido precisamente a una tradición de este género.

Pero ¿cuál es el sentido de este arte, del arte de «los hijos de Hermes», del «Arte Regia»?

Las palabras del dios teístamente concebido en el mito del Árbol son las siguientes: «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros, en virtud de su conocimiento del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y, comiendo de él, viva para siempre» (Gén., 111, 22‑24). Hay que distinguir en esta cita dos puntos: ante todo el reconocimiento de la dignidad divina que Adán, en cualquier caso, ha conquistado; y, además, la referencia implícita a la posibilidad de trasponer esta realización en el orden de la fuerza universal, simbolizada en el árbol de la vida, y de confirmarla en la ínmortalidad. En el desenlace de la aventura de Adán, el Dios hipostatizado, que no ha impedido su primer logro, consigue, sin embargo, detenerlo antes de conseguir la segunda posibilidad: el acceso al árbol de la vida queda cerrado por la espada de fuego del querubín. El mito titánico del orfismo tiene un sentido análogo: el rayo abate y reseca «en una sed que arde y consume» a aquellos que han «devorado» al dios, sed que está simbolizada asimismo en el ave rapaz que muerde a Prometeo. Y en Frigia se lloraba a Atis, «espiga segada aún verde», y su emasculación, es decir, la privación del poder viril que sufre Atis, podría corresponder a la prohibición «del potente árbol del centro del paraíso» y al encadenamiento de Prometeo a la roca.

Pero la llama no se extingue, sino que se transmite y se purifica en la tradición secreta del Arte Regia, que en determinados textos herméticos se identifica explícitamente con la magia y tiende a la construcción de un segundo «Árbol de la Vida» que sustituya al perdido[xxiii]; persigue forzar el acceso «al centro del árbol que se halla en medio del paraíso terrestre», lo cual implica un atroz combate[xxiv]; es ni más ni menos que una reiteración de la antigua temeridad, según el espíritu del Hércules Olímpico, vencedor de los titanes y liberador de Prometeo, de Mitra, subyugador del Sol; en una palabra, de aquella misma personalidad que en el Oriente búdico recibió el nombre de «Señor de los hombres y de los dioses».

Lo que distingue y caracteriza al Arte Regía es su carácter de necesariedad. Berthelot, a propósito de las expresiones anteriormente citadas de Tertuliano, nos dice que: «La ley científica es fatal e indiferente: el conocimiento de la naturaleza y el poder que de ello se deriva lo mismo puede ser aplicado para el bien que para el mal», y que esto es el punto fundamental de contraste con la visión religiosa, la cual lo subordina todo a elementos de dependencia devota, de temor de Dios y de moralidad. Y continúa Berthelot, «algo de esta antinomia en el odio contra las ciencias (herméticas) se deja transparentar ya en el Libro de Enoch y en Tertuliano»[xxv]. Lo cual no‑ puede ser más exacto: aunque la ciencia hermética no es la material, que es la que debería estar en la idea de Berthelot, el carácter amoral y determinante que él reconoce a la última pertenece igualmente a la primera. Una máxima de Ripley, a este respecto, está llena de significado: «Si los principios con los cuales se trabaja son verdaderos y las operaciones son correctas, el efecto debe ser cierto, y no otro es el verdadero secreto de los Filósofos (herméticos)».[xxvi] Agripa, citando a Porfirio, habla del poder determinante de los ritos, en los cuales las divinidades son forzadas por la plegaria, son vencidas y obligadas a descender; añade que las fórmulas mágicas obligan a intervenir a las energías ocultas de las entidades astrales, las cuales no escuchan la plegaria sino que actúan sólo en virtud de un lazo natural de necesidad.[xxvii] No es diferente la idea de Plotino: el hecho en sí de la oración produce el efecto según una relación determinista, y no porque tal entidad preste atención a la plegaria propiamente dicha y deliberadamente.[xxviii] En un comentario a Zósimo, se lee: «La experiencia es la maestra suprema, porque sobre la base de los resultados probados ense­ña a quien comprende lo que mejor le puede conducir al fin».[xxix] El Arte hermético consiste, pues, en un método determinante que se ejerce sobre las fuerzas espirituales, por vía sobrenatural si se quiere (el simbólíco, Fuego hermético es con frecuencia denominado «no natural» o «contranatura»), pero siempre con exclusión de cualquier clase de lazo religioso, moral, final o extraño en cualquier modo a una ley de simple determinismo de causa a efecto. Referida por la tradíción a los «que velan» ‑«egregoroi»‑, a aquellos que consiguieron robar el Árbol y poseer la mujer, refleja un símbolo «heroico» y se aplica en el mundo espiritual para constituir algo que ‑como veremos‑ dice poseer una dignidad superior a todo lo precedente;[xxx] que no se define con el término religioso santo, sino con el guerrero de Rey; siempre un rey, un ser coronado y un color regio, la púrpura, al final de la obra hermético‑alquímica, y con el metal real y solar, el oro, como el centro de todo su simbolismo, como ya hemos dicho.

Por lo que se refiere a la dignidad de quien ha sido reintegrado por el Arte, las expresiones de los textos son precisas: Zósimo llama a la raza de los filósofos «autónoma, inmaterial y sin rey, y custodios de la sabiduría de los siglos».[xxxi] Es superior al destino.[xxxii] «Superior a los hombres, inmortal», dice Pebechio de su Maestro.[xxxiii] Y la tradición ulterior, hasta Gagliostro, será: «Libre y dueño de la Vida, con poder de señorear sobre las naturalezas angélicas»?[xxxiv] Plotíno había hablado ya de la temeridad de aquellos que han entrado en el mundo, o sea, que han adquirido un cuerpo, cosa que, como veremos más adelante, tiene una relación cierta con uno de los sentidos de la caída, y Agripa 3' habla del terror que sobrecogía al hombre en su estado natural, es decir, antes de que, a causa de su caída[xxxv], en lugar de producir miedo, sucumbiera él mismo al miedo: «Este temor, que es como el signo impreso de Dios en el hombre, hace que todas las cosas le estén sometidas y lo reconozcan como superior», como portador del «carácter, llamado Pahad por los cabalistas, y mano izquierda y espada del Señor».

Pero aún hay más: el dominio de las «dos naturalezas» que encierra el secreto del «árbol del Bien y del Mal». La enseñanza se encuentra en el Corpus Hermeticum: «El hombre no pierde dignidad por poseer una parte mortal, sino muy al contrario, esta mortalidad aumenta su posibilidad y su poder. Sus dobles funciones le son posibles precisamente gracias a su doble naturaleza, porque está constituido de forma que le es posible abrazar a un tiempo lo terrestre y lo divino».' «Así pues, no temamos decir la verdad. El hombre verdadero está por encima de ellos (de los dioses celestes), o por lo menos igual que ellos. Puesto que ningún dios deja su mundo para venir a la tierra, mientras que el hombre sube al cielo y lo mide. Por lo que nos atrevemos a decir que un hombre es un dios mortal y que un dios uranio es un hombre inmortal.»

Tal es la verdad de la «nueva raza» que el Arte Regio de los «hijos de Hermes» construye sobre la tierra, elevando lo que había caído, calmando la «sed», restituyendo la potencia a quien quedó inane, confiriendo mirada fija impasible de «águila» al ojo herido y enceguecido por «el relampagueo del rayo», otorgando dignidad olímpica, pero regia, a quien fue titán. En un texto mistéríco perteneciente al mismo mundo ideal donde la alquimia griega recibió sus primeras expresiones, se dice que la «Vida‑luz», de la que se habla en el evangelio de san Juan, es «la raza misteriosa de los hombres perfectos, desconocida para las generaciones anteriores»; a este texto le sigue una referencia precisamente a Hermes: el texto recuerda que en el templo de Samotracia se erguían las estatuas de dos hombres desnudos con los brazos elevados hacia lo alto y con el miembro erecto, «como en la estatua de Hermes en Cillene», los cuales representaban al hombre prímordial, Adamas, y al hombre renacido, «que es en todo de la misma naturaleza que el primero». Y se agrega: «Antes es la naturaleza beata del Hombre de arriba; luego la naturaleza mortal de aquí abajo; en tercer lugar la raza de los sin rey que procede de allá arriba, donde está Mariam, la buscada». «Este ser bienaventurado e incorruptible ‑aclara Simón el Mago‑, reside en todo ser, se halla escondido; en potencia y no en acto. Precisamente quien se mantiene erguido, quien se mantuvo erguido y quien se mantendrá erguido; quien se mantuvo erguido arriba, en la potencia increada; quien se ha mantenido erguido aquí abajo, al ser engendrado de la imagen (refleja) en la avenida, de las aguas; y quien se mantendrá erguido de nuevo arriba, ante la potencia infinita, cuando se haga perfectamente igual a ella.»

Esta misma enseñanza es la que se repite en los textos de la tradición hermética,' y que encierra todo su significado, como trataremos de ilustrar en sus aspectos principales en las páginas que siguen.



[i]. Q Katba‑Upanishad, VI, 1; Bbagavad‑gitá, XV, 1‑3; X, 26.

[ii] GOBLET WALVIELLA, La Migration des Symboles, París, 1891, pp. 151‑206.

[iii] ]aqna, IX y X.

[iv] Zobar, 1, 226 b; 1, 256 a; 111, 61 a; 111, 128 b; 11, 61 b; 1, 225 k, I, 131a.

[v] Q. UALVIELLA, 10C. Cit.

[vi] EVOLA, Il mistero del Graal e la tradizione ghibelina dall'Impero, Milán, 1964.

[vii] Cf el ex‑libris hermético reproducido por L. CHARBONNEAu‑LASSAY, en Regnabit, n. 3‑4 de 1925. En el espacio central del árbol se halla el Fénix, símbolo de la inmortalidad, que trae el amrta y el haorna.

[viii] Aunque volveremos sobre el tema, dejamos por el momento que el lector intuya el significado profundo del símbolo, según el cual la «tenta­ción» se presenta a través de la «mujer» ‑Eva la «Viviente»‑‑, la cual en el origen formaba parte de Adán.

[ix] CI. WEBER, Indiscbe Studien, t. III, p. 466.

[x] CI. F. CUMONT, Les MyWres de Mithra, Bruselas, 1913, p. 133.

[xi] Este mito es el centro alrededor del cual gira el exhaustivo mate­rial de la conocida obra de G. FRAZER, Tbe Golden Bougb.

[xii] Bhagavad‑Gítá, XV, 3.

[xiii] . Es evidente su correspondencia con las Hespérides. Este texto, incompleto, no excluye una frase ulterior de la aventura (cf. UALVIELLA, p. 190). El texto más conocido de la Epopeya de Gilgamesh ofrece un desen­lace negativo de la aventura; Gilgamesh pierde, durante el sueño, la hierba de la inmortalidad que había conquistado tras llegar, a través de las «aguas de la muerte», a la tierra del rey del «estado primordial».

[xiv] En ATENÁGORAS, XX, 292: encontramos también una interferen­cia con el ciclo heroico de Hércules: aquello con lo que Rea es atada se denomina el «lazo de Hércules».

[xv] TERTULIANO, De Cultu Fem., 1, 2 b.

[xvi] Libro de Enoch, VI, 1‑6; VII, 1.

[xvii] ESQUILO, Prometeo, 506.

[xviii] IV, 15 apud KAUTZSCH, Aprokryphen und Pseudoepigraphen, Tu­binga, 1900, t. II, p. 47.

[xix] D. MERESHKOWSKij, Das Gebeimnis des Westens, Leipzig, 1929, cc. IV‑V.

[xx] FABRE D'OLIVET (Langue Hébraique rest.) en su comentario al pa­saje bíblico (Gén. IV, 2), ve también en las «mujeres» un símbolo de los «poderes generadores». Además tiene especial relación con lo que diremos acerca del carácter vinculante del arte hermético, el simbolismo tibetano en el cual la Sabiduría aparece de nuevo como una «mujer», y quien desempeña el papel de varón en el coito con ella es el «método», el «arte» (cf. Shricakraasmbbara, ed. A. Avalon, Londres‑Calcuta, 1919, p. XIV, 23), DANTE (COM, II, XV, 4) llama a los «Filósofos» los «amantes» de la «mujer», la cual en la simbología de los «Fieles de Amor» representa tam­bién la gnosis, el Conocimiento esotérico.

[xxi] En la concepción más originaria, que encontramos también en Hesiodo, los «vigilantes» se identifican con los seres de la edad primordial, de la Edad del Oro, que no han llegado a morir, sino que únicamente se han hecho invisibles para los hombres de las épocas sucesivas.

[xxii] En la antología de Berthelot, La Chimie au Moyen Age, París 1893.

[xxiii] CESARE DELLA RiVIERA, El mundo mágico de los héroes, Milán, 1605, pp. 4, 5, 49.

[xxiv] BASILIO VALENTINo, Azoth (Manget, 11, p. 214). En S. TRISMOSIN, Aurum Vellus, Rorschah, 1598, en una ilustración llena de sentido se ve a un hombre en actitud de subir al Árbol cuyo tronco está atravesado por la corriente simbólica. Las invocaciones a Hércules, a Jasón y a sus empresu son además explícitas y muy frecuentes en los textos, y en ellos ‑‑cosa aún más significativa‑ suele llamarse Prometeo al alma.

[xxv] BERTHELOT, Les origines de l'Alcbimie, París, 1885, pp. 10, 17‑19.

[xxvi] FILALETFs, Epist. de Ripley, § VIII.

[xxvii] AGRIM, De occulta Nilosoffia, 11, 60, 111, 32.

[xxviii] PLOTINO, Enneadas, IV, 42; 26.

[xxix] Cit. en BERTHELOT, Coll. des Alchimistes Grecques, París, 1887 (que para mayor brevedad indicaremos desde ahora como CAG), t. 11, 284

[xxx] Se debe tener presente que esta superioridad depende de la pers­pectiva específica del punto de vista heroico; por lo cual, en última instancia, es relativa. Se consideran las épocas de oscurecimiento de la tradición prímor­dial, con sus generaciones. Desde el punto de vista puramente metafísico, la esencia de toda auténtica iniciación es siempre la reintegración del hombre al estado «primordial».

[xxxi] Citado en CAG, t. 11, 213.

[xxxii] Citado en CAG, t. 11, 229.

[xxxiii] Citado en CMA, t. 11, 310. Que los alquimistas tenían conciencia de construirse una inmortalidad contraria a la intención de «Dios», se ob­serva, por ejemplo, en GEBER, quien en el Libro de la Misericordia (CMA, t. 111, 173), dice: «Si él (Dios) ha puesto en él (el hombre) elementos divergentes es porque ha querido asegurar el fin del ser creado. Así como Dios no ha querido que los seres subsistieran para siempre, aparte de él, así le infligió al hombre la disparidad de las cuatro naturalezas, que conduce a la muerte del hombre, y a la separación de su alma y su cuerpo». Pero en otro lugar (Libro de los equilibrios, CMA, t. 111, 147,7148) el propio autor se propone equilibrar las naturalezas en el hombre, una vez descompuestas, para darle una nueva existencia, «tal, que no podrá volver a morir», porque «una vez obtenido este equilibrio, los seres no se cambian, ni se alteran ni se modifican jamás».

[xxxiv] Ver este texto en la revista «Ignis»,1925, pp. 277, 305.

[xxxv] Enneadas, V, IX, 14; ci. V, 1, 1. En el Corpus Hermeticum encon­tramos la audacia semejante de «salir de las esferas», en el mismo sentido que Lucifer (BÚHME, De Signatura, XVI, 40) habría salido de la «armonía» del mundo.