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Biblioteca Evoliana

El mistero del Grial

El Misterio del Grial - Epílogo. XXIX. Inversión del gibelinismo. Consideraciones finales.

El Misterio del Grial - Epílogo. XXIX. Inversión del gibelinismo. Consideraciones finales.

Biblioteca Julius Evola.- En este capítulo final de "El Misterio del Grial", Evola incide en uno de los puntos que le separan de René Guénon: el papel de la masonería en la restauración de un orden tradicional y el sentido mismo de la masonería. Para Evola no hay la menor duda -y lo demuestra con un abundante material dificilmente cuestionable en tanto emanado de la propia masonería- que esta institución no es sino una "inversión del gibelinismo" y que no existe absolutamente ninguna relación doctrinal ni línea de continuidad entre el templarismo y la masonería, salvo una imitación muy exotérica, por lo demás, del templarismo por parte de la masonería especulativa. Era el remate final a una obra densa y esclarecedora.

 

EPÍLOGO

XXIX. INVERSIÓN DEL GIBELINISMO CONSIDERACIONES FINALES

Como nuestra investigación ha considerado también las interferencias entre organizaciones iniciáticas y corrientes históricas, será oportuno decir algo - a modo de conclusión - sobre las relaciones existentes entre lo que hemos llamado la «herencia del Grial», o sea el alto gibelinismo, y las sociedades secretas de los tiempos modernos, particularmente las que a partir de la Ilustración se han definido en forma de masonería. Naturalmente, tendremos que limitarnos aquí a lo esencial. Ya en la llamada secta de los Iluminados de Baviera tenemos un ejemplo típico de la inversión de tendencias a la que hace poco hemos aludido. Ello resulta ya del cambio experimentado por el propio término «Iluminismo» [“Ilustración”] que en su origen estaba relacionado con la idea de una iluminación espiritual suprarracional, pero que posteriormente, por el contrario, se fue haciendo sinónimo de racionalismo, de teorías de las «luces naturales», y de antitradición. A este respecto, se puede hablar de un uso falseado y «subversivo» del derecho propio del iniciado, del adepto. El iniciado, si es verdaderamente un iniciado, puede situarse más allá de las formas históricas contingentes de una tradición particular; puede señalar - cuando reciba el mandato para ello – sus limitaciones y ponerse por encima de sus autoridades; puede rechazar el dogma, porque posee algo más, el conocimiento trascendente, y, en un orden de ideas bien distintas, sabe de la inviolabilidad de este conocimiento; finalmente, puede reivindicar para sí la dignidad de un ser libre, porque se ha desligado de los vínculos de la naturaleza inferior, humana.

Del mismo modo, los «libres» son también los «pares», y su comunidad puede ser concebida como una «confraternidad». Pues bien, basta materializar, laicizar y democratizar estos aspectos del derecho iniciático y traducirlos en sentido individualista, para tener inmediatamente los principios-base de las ideologías subversivas y revolucionarias modernas. La luz de la mera razón humana sustituye a la «iluminación» y da origen a las destrucciones del «libre examen» y de la crítica profana. Lo sobrenatural queda arrinconado o se confunde con lo natural. La libertad, la igualdad y la paridad se convierten en las nociones prevaricadoramente reivindicadas por el individuo «consciente de su dignidad» - pero no consciente de su esclavitud frente a sí mismo -, para levantarse contra toda forma de autoridad y constituirse ilusoriamente en razón última de sí mismo, y decimos ilusoriamente porque, en la inexorable concatenación de las distintas fases de la decadencia moderna, el individualismo ha tenido la duración de un breve espejismo y de una falaz embriaguez, y el elemento colectivo e irracional, en la época de las masas y de la técnica, no ha tardado en absorber al individuo «emancipado», o sea, desarraigado y sin tradición.

Ahora bien, a partir del siglo XVIII surgen grupos que favorecen las llamadas sociétés de pensée, grupos que ostentan carácter iniciático mientras que se entregan más o menos directamente a esa obra revolucionaria y «reformista» de «iluminismo» y de racionalismo. Algunos de esos grupos eran efectivamente la continuación de organizaciones anteriores de tipo regular y tradicional. Así, hay que pensar a este respecto en un proceso de involución impulsado hasta un punto en que, al retirarse el principio animador originario de estas organizaciones, pudo realizarse una verdadera inversión de polaridades: influencias de un orden completamente distinto fueron a insertarse y a actuar en organismos que, más o menos, representaban el cadáver o la supervivencia automática  de lo que anteriormente habían sido, utilizando y dirigiendo sus fuerzas en sentido opuesto al que precisamente había sido el suyo normal y tradicionalmente. El prólogo, que no sólo es pura fantasía (ya que utiliza datos tomados del proceso a este personaje), del Joseph Balsamo, de A. Dumas, donde un jefe, que se presenta como Gran Maestre Rosacruz, da como consigna - en una reunión secreta de «iniciados» procedentes de todas las naciones - las iniciales L. D. P. (lilia destrue pedibus, o sea, destruye y pisotea a la Casa de Francia), puede servirnos como reflejo del clima propio de las logias y de las asambleas de los iluminados y de grupos afines, que promovieron la «revolución intelectual» que finalmente acabaría desencadenando la oleada de las revoluciones políticas, del 89 al 48.

Pero la contradictoria duplicidad de los dos motivos - o sea, por una parte supervivencias del ritualismo jerárquico simbólico e iniciático, y por otra la profesión de ideologías completamente opuestas a las que se podrían deducir de cualquier auténtica doctrina iniciática - queda clara sobre todo en la masonería moderna. Parece ser que esta masonería se organizó positivamente en el período de los rumores rosacruces y de la posterior partida de Europa de los verdaderos Rosacruces. Elias Ashmole, del que se dice que desempeñó un importante papel en la organización de la primera masonería inglesa, vivió entre 1617 y 1692. No obstante, casi todo el mundo está de acuerdo en que la masonería, en su forma actual de asociación semisecreta militante, no se remonta más allá del 1704, y en 1717 fue cuando se fundó la Gran Logia de Londres. Como antecedentes positivos no fantasiosos, la masonería adoptó sobre todo las tradiciones de determinados gremios medievales, en las que los elementos principales del arte de construir, de edificar, se adoptaban simultáneamente conforme a un significado alegórico e iniciático. Así, la construcción del Templo podía convertirse en sinónimo de la misma «Gran Obra» iniciática; el desbaste de la piedra tosca para convertirla en piedra escuadrada podía aludir al cometido preliminar de formación interna, etc. Podemos admitir que hasta principios del siglo XVIII la masonería conservó este carácter iniciático y tradicional por el que, con referencia al cometido de una acción interior, fue llamada «operativa». En 1717, con la ya citada fundación de la Gran Logia de Londres y el establecimiento de la llamada «masonería especulativa» continental, se llevó a cabo la suplantación y la inversión de esas polaridades de las que ya hemos hablado. Como «especulación» se empleó de hecho la  ideología ilustrada, enciclopedista y racionalista, en conexión con la correspondiente interpretación desviada de los símbolos, y la actividad de la organización se concentró resueltamente en el plano político-social, si bien empleando preponderantemente la táctica de la acción indirecta y maniobrando con influencias y sugestiones cuyo primer origen resultaba difícil localizar.

Se afirma que esta transformación se efectuó sólo en algunas logias, mientras que otras conservaban su carácter iniciático y operativo incluso después de 1717. En efecto,  tal carácter puede detectarse en los ambientes masónicos a los que pertenecieron un Martinez de Pasqually, un Claude de St. Martin y el propio Joseph de Maistre. Mas, por otra parte, hay que considerar la posibilidad de que esta masonería entrase por sí sola en una fase de degeneración, que no pudiese nada contra el fortalecimiento de la otra y que prácticamente fuese finalmente arrastrada por ésta. Tampoco se desarrolló ninguna acción, por parte de la masonería - que se supone que seguía siendo iniciática -, para desaprobar y reprobar a la otra, para condenar su actividad político-social y para impedir que en todas partes se la considerase propia y oficialmente masonería.

Refiriéndonos, pues, a la masonería «especulativa», en ella los vestigios iniciáticos quedaron limitados a una supraestructura ritual que, especialmente en la masonería de rito escocés, tuvo carácter inorgánico y sincretista, a causa de los muchos grados que seguían a los tres primeros (Ios únicos que tienen alguna conexión efectiva con las anteriores tradiciones gremiales), y se tomaron símbolos de las tradiciones iniciáticas más variadas, visiblemente para dar la impresión de haber recogido las herencias de todas. Así, en esta masonería encontramos también varios elementos de la iniciación caballeresca, del hermetismo y de la Rosacruz. Figuran entre ellos «dignidades» como las de «Caballero de Oriente y de la Espada», «Caballero del Sol», «Caballero de las dos Águilas», «Príncipe Adepto», «Dignatario del Sacro Imperio», «Caballero Kadosh» (es decir, en hebreo, «Caballero Santo»), equivalente a «Caballero Templario», y «Príncipe Rosacruz».

En general - y este punto tiene para nosotros especial significado - se observa una ambición particular, por parte de la masonería de rito escocés, en remitirse precisamente a la tradición templaria. De esta forma se pretende que, al menos siete de sus doce grados, son de origen templario, además del 30°, que lleva explícitamente la designación de Caballero Templario en gran número de logias. Una de las joyas del grado supremo de toda la jerarquía (el 33°) - una cruz teutónica - lleva las siglas J. M. B., que se explican mayoritariamente como iniciales de Jacopus Burgundus Molay, que fue el último Gran Maestre de la Orden del Temple, y «De Molay» se encuentra también como «palabra de tránsito» de este grado, casi como si los que en él son iniciados fuesen a tomar de nuevo su dignidad y función de manos del jefe de la destruida Orden gibelina. Por lo demás, la masonería escocesa pretende haber recibido muchos de sus elementos de una organización más antigua, llamada del «Rito de Heredom». Esta expresión la traducen varios autores masónicos como «rito de los herederos», entendidos precisamente como herederos de los templarios. Según la correspondiente leyenda, los escasos templarios supervivientes se retiraron a Escocia, donde se pusieron bajo la protección de Robert Bruce, que los agregó a una preexistente organización iniciática de origen gremial, que entonces adoptó el nombre de «Gran Logia real de Heredom».

Cualquiera puede ver el alcance de estas referencias por lo que se refiere específicamente a lo que hemos llamado «la herencia del Grial», si tuviesen un fundamento real: proporcionarían a la masonería nada menos que un título de ortodoxia tradicional. Pero la realidad es que las cosas son muy distintas. Se trata aquí de una usurpación; lo que se constata no es una continuación, sino una inversión de la tradición anterior. Ello resulta de modo característico si consideramos en su propio conjunto el citado grado 30° del rito escocés, que en algunas logias tiene por consigna: «El desquite de los templarios». La «leyenda» que se refiere en él recoge el motivo al que hemos aludido: los templarios, que encuentran refugio en ciertas organizaciones secretas inglesas, crean en ellas este grado, en un intento de reorganizar su Orden y llevar a cabo su venganza. Ahora bien, la ya citada inversión del gibelinismo no podría encontrar una expresión más clara que en esta elucidación del ritual: «La venganza templaria no se abatió sobre Clemente V el día en que sus huesos fueron entregados al fuego por los calvinistas de Provenza, sino el día en que Lutero levantó a media Europa contra el Papado en nombre de los derechos de la conciencia. y la venganza no se abatió sobre Felipe el Hermoso el día en que sus restos fueron arrojados entre los desechos de Saint Denis por una plebe delirante, ni tampoco el día en que su último descendiente, revestido del poder absoluto, salió del Templo, convertido en prisión del Estado, para subir al patíbulo, sino el día en que la Asamblea Constituyente francesa proclamó, frente a los tronos, los derechos del hombre y del ciudadano». Que posteriormente el nivel del plano del individuo - el «hombre» y el «ciudadano» - acabe por descender hasta el de las masas anónimas, y de sus dirigentes disfrazados, resulta de una historia relacionada con el ritual de los distintos grados (en el Rito Escocés del Supremo Consejo de Alemania, figuraba la misma en el 4° grado, llamado del «Maestro secreto»). Se trata de la historia de Hiram, el constructor del Templo de Jerusalén, que, frente al sagrado rey Salornón, demuestra tener sobre las masas un poder tan prodigioso, que «el rey, que tenía fama de ser uno de los más grandes sabios, descubrió que más allá del suyo hay un poder, un poder que, en el futuro, conocerá su propia fuerza, ejercerá una soberanía más grande que la suya (o sea, de Salomón). Este poder es el pueblo (das Volk)», y se añade: «Nosotros, los masones de rito escocés, vemos en Hiram la personificación de la humanidad.» Pues bien, el rito, al hacerlos «Maestros secretos», se supone que confiere a los iniciandos masones la misma naturaleza de Hiram, o sea, debe hacerlos copartícipes de ese misterioso poder de mover la humanidad como pueblo, como masa, poder que se supone superior al del propio sagrado rey simbólico.

En cuanto al grado específicamente templario (el 30°), conviene notar además, en su rito, la confirmación de la asociación del elemento iniciático con el elemento subversivo antitradicional, lo cual dará al primero necesariamente los caracteres de una contrainiciación efectiva allí donde el propio rito no se reduzca a una ceremonia vacía, sino que ponga en movimiento fuerzas sutiles. En el grado en cuestión, el iniciado que derriba las columnas del Templo y pisotea la cruz, al ser admitido tras ello en el Misterio de la escalera ascendente y descendente de siete escalones, es el que debe jurar venganza y concretar ritualmente ese juramento arremetiendo con un puñal contra la Corona y la Tiara, o sea los símbolos del doble poder tradicional, de la autoridad real y de la pontificia, expresando con ello el sentido de cuanto la masonería, como fuerza oculta de la subversión mundial, ha propiciado en el mundo moderno empezando por la preparación de la Revolución francesa y de la constitución de la democracia americana, pasando por los movimientos del 48 para llegar hasta la Primera Guerra Mundial, la revolución turca, la revolución de España y otros acontecimientos análogos. Allí donde, en el ciclo del Grial, como hemos visto, la realización iniciática se concibe de tal forma que va ligada al compromiso de hacer resurgir al rey, en el indicado rito tenemos exactamente lo opuesto, o sea, el falseamiento de una iniciación ligada al juramento (a veces, con la fórmula: «Victoria o muerte»), de atacar o subvertir toda autoridad de lo alto.

De todos modos, para lo que aquí nos interesa, el lado esencial de estas consideraciones consiste en indicar el punto en que se detiene la «herencia del Grial» y tradiciones iniciáticas análogas y en el que, aparte de posibles pervivencias de nombres y símbolos, no puede comprobarse ya ninguna filiación legítima de estas tradiciones. En el caso específico de la masonería moderna, por un lado su confuso sincretismo, el carácter artificial de la jerarquía de la inmensa mayoría de sus grados - carácter evidente incluso para un profano -, la trivialidad de las exégesis corrientes, moralistas, sociales y racionalistas, aplicadas a varios elementos no originales, que encierran en sí un contenido efectivamente esotérico..., todo eso nos llevará a ver en ella un ejemplo típico de organización pseudoiniciática. Pero considerando por otra parte la «dirección de eficacia» de la organización que nos ocupa con referencia a los elementos puestos de relieve anteriormente y a su actividad revolucionaria, se tiene la sensación precisa de estar ante una fuerza que, en el campo del espíritu, actúa precisamente contra el espíritu, una fuerza oscura de antitradición y de contrainiciación. Y entonces es muy posible que sus ritos sean menos inofensivos de lo que pueda creerse, y que en muchos casos tales ritos, sin que se den cuenta los que participan en ellos, establezcan precisamente contacto con esa fuerza, que no capta la conciencia ordinaria.

Una última alusión. En la leyenda del 32° grado del rito escocés («Sublime Príncipe del Secreto real») se alude a menudo a la organización y la inspección de fuerzas (que se reclutan en varios «campamentos» ) que, una vez conquistada «Jerusalén», deberán construir en ella el «Tercer Templo», que se identifica con el «Sacro Imperio», como «Imperio del mundo» . Pues bien, se ha discutido mucho sobre los llamados Protocolos de los Sabios de Sión, que contienen el mito de un detallado plan de conjura contra el mundo tradicional europeo. Y decimos «mito» deliberadamente, tratando con ello de dejar abierta la cuestión de la veracidad o falsedad de ese documento, explotado a menudo por un vulgar antisemitismo. Lo cierto es que este documento, como otros varios semejantes, aparecidos aquí y allí, tiene valor sintomático, ya que los principales acontecimientos de la historia contemporánea producidos tras su publicación han presentado una impresionante concordancia con el plan en él descrito. Por lo general, tales escritos reflejan la oscura sensación de que existe una «inteligencia» rectora tras los hechos más característicos de la subversión moderna.

En consecuencia, y sea cual fuere la finalidad práctica de su divulgación o - si son falsos o inventados - de su compilación, han recogido «algo que flotaba en el aire» y que la historia va confirmando paso a paso. Mas precisamente en los Protocolos vemos reaparecer también la idea de un futuro imperio universal y de organizaciones que trabajan subterráneamente para su advenimiento, si bien con una falsificación que podemos llamar satánica, ya que lo que se halla efectivamente en primer plano es la destrucción y la erradicación de todo cuanto es tradición, valores de la personalidad y verdadera espiritualidad. El presunto Imperio es sólo la suprema concreción de la religión del hombre terrenalizado, que se ha convertido en última razón de sí mismo y que tiene a Dios por enemigo. Es el tema con el que nos parece que deben concluirse el spengleriano «ocaso de Occidente» y la Edad oscura -kali-yuga- de la antigua tradición hindú.

* … * … *

Para terminar, será oportuno que nos refiramos a la razón de ser del presente libro. Evidentemente, nuestro fin no ha sido el de incrementar con otra contribución la numerosa serie de ensayos crítico-literarios sobre los temas aquí tratados. En este campo, nuestro libro, como máximo, podrá tener un valor en la medida en que demuestra la fecundidad del método que, opuesto al de las corrientes investigaciones académicas, hemos llamado «tradicional».

Una intención más esencial ha sido especificar la naturaleza del contenido espiritual de la materia examinada. En este aspecto, el presente libro entronca con las demás obras que hemos escrito con intención de señalar las deformaciones sufridas por las doctrinas y los símbolos tradicionales por obra de autores y corrientes de los tiempos modernos. En el curso de nuestra exposición nos hemos referido, por ejemplo - en lo concerniente al ciclo del Grial -, a la falsificación que de su espíritu y de sus temas hizo Richard Wagner. Se ha llegado al punto de que si el gran público sabe algo del Grial, de Parsifal y todo lo demás, lo sabe únicamente en relación con el modo arbitrario, diluido y misticizante con el que la ópera musical de Wagner ha presentado la saga, a partir de una incomprensión fundamental: incomprensión que además mostró también en la utilización de muchos temas de la antigua mitología nórdico-germánica para su «Anillo de los Nibelungos». Lo mismo debe decirse sobre las interpretaciones de cierto espiritualismo que, a menudo influido también por el wagnerismo y carente de todo conocimiento serio y directo de las fuentes, ha tomado diletantemente el ciclo del Grial como si fuese un presunto «esoterismo cristiano», entretejido con fantasías de todo tipo, en grupitos y conventículos.

Hemos mostrado que, por el contrario, los temas fundamentales del Grial no son cristianos sino precristianos, y hemos visto que tienen que ver con un orden tradicional de ideas marcadas por la espiritualidad regia y heroica. En el ciclo en cuestión, los elementos cristianos son sólo secundarios y para protegerse; derivan de un intento de adaptación que nunca logró terminarse, como demuestra la sustancial heterogeneidad de inspiración. Como en otros casos, también aquí ha de considerarse carente de todo fundamento el esfuerzo por fabricar un inexistente «esoterismo cristiano».

Presentado como presunto Misterio cristiano, el del Grial carece, además, de la especial y esencial relación con un cometido y con un ideal que, como hemos visto, van más allá del puro plano iniciático y se proponen también en Occidente en el interior de un determinado ciclo histórico.

Con ello se muestra otra finalidad del presente estudio, finalidad que debe de habérsele hecho bastante visible al lector gracias a las últimas consideraciones que hemos expuesto a propósito de la involución del gibelinismo. Hoy se ha llegado tan bajo en este sentido, que la palabra «gibelinismo» se ha empleado, en las polémicas políticas, para designar la defensa del derecho de un Estado «laico», «moderno» y aconfesional, contra las injerencias de la Iglesia católica y de partidos clericales en el campo político, social y cultural. Esperamos que el conjunto de nuestra exposición haya mostrado claramente que éste es uno de los casos más lamentables de la pérdida del significado originario de un término. En su esencia, el gibelinismo ha sido sólo una forma de reaparición del ideal sagrado y espiritual - más aún, en las fuentes indicadas por nosotros, incluso iniciático – de la autoridad propia del jefe de una organización política de carácter tradicional, y, por tanto, exactamente opuesto a todo lo que es «laico» y, en el sentido degradado moderno, político y estatal.

Podemos preguntarnos si el hecho de sacar a la luz este contenido del gibelinismo, del reino del Grial y del templarismo puede tener hoy otro sentido aparte del de restablecer la verdad frente a las citadas incomprensiones y falsificaciones. La respuesta a esa pregunta debe permanecer indeterminada. Ya en el mero campo de las ideas, el carácter de la cultura hoy dominante es tal que la mayoría no puede ni siquiera concebir de qué se trata. Por lo demás, sólo una exigua minoría podría comprender que, así como las órdenes ascéticomonásticas desempeñaron un cometido fundamental en el caos material y moral que provocó la caída del Imperio Romano, así también una Orden, en el sentido de un nuevo Templarismo, sería de importancia decisiva en un mundo que, como el actual, presenta formas mucho más claras de disolución y desmoronamiento que aquel período. El Grial mantiene el valor de un símbolo en el que se supera la antítesis entre «guerrero» y «sacerdote» e incluso el equivalente moderno de esa antítesis, o sea las formas materializadas, y en este caso muy bien podríamos decir luciferinas, telúricas o titánicas, de la voluntad de poder por una parte, y, por otra, las formas «lunares» de la superviviente religión de fondo devocional y de confusos impulsos místicos y neoespiritualistas hacia lo sobrenatural y lo ultramundano.

Si nos limitamos a considerar al individuo y a algunos individuos, el símbolo sigue manteniendo un valor intrínseco, indicativo para un determinado tipo de formación interior. Pero sería muy aventurado pasar de ello al concepto de una Orden, de un moderno Templarismo, y creer que, aun cuando pudiese tomar forma, estaría en condiciones de influir directa y sensiblemente en las fuerzas históricas generales hoy dominantes y en procesos irreversibles. Ya los rosacruces - los rosacruces auténticos - juzgaron vano, en el siglo XVIII, un intento de este tipo. Por tanto, incluso el que hubiese recibido la «espada» debería esperar, para empuñarla: el momento justo sólo puede ser aquel en el que unas fuerzas que todavía no han encontrado freno, encuentren límite debido a un deterrninismo intrínseco y se cierre un ciclo; o aquel en el que incluso, frente a situaciones existenciales extremas, un instinto desesperado de defensa surgido de lo más Profundo (estamos por decir de la mémoire de sang) llegado el caso puede revivificar y dar fuerza a ideas y mitos ligados al acervo de tiempos mejores. Consideramos que antes de esto, un posible Templarismo puede revestir sólo un carácter defensivo interno en relación con el cometido de mantener inaccesible la simbólica - aunque no sólo simbólica - «fortaleza solar».

Ello aclarará el significado último y no peregrino que puede tener un estudio serio y comprometido de los testimonios y motivos de la saga templaria y del alto gibelinismo. En efecto, comprender y vivir tales motivos significa penetrar en un campo de realidades suprahistóricas y, por eso mismo, alcanzar gradualmente incluso la certeza de que el Centro invisible e inviolable, el soberano que debe despertarse, el propio héroe vengador y restaurador, no son fantasías de un pasado muerto, más o menos romántico, sino la verdad de aquellos que hoy son los únicos que con toda legitimidad pueden llamarse vivientes.

 

El Misterio del Grial - Capítulo III - La herencia del Grial - XXVIII. El Grial y los Rosacruces

El Misterio del Grial - Capítulo III - La herencia del Grial - XXVIII. El Grial y los Rosacruces

Biblioteca Julius Evola.- Para Evola el fenómeno rosacruciano que irrumpió a principios del siglo XVII es la última aparición de una corriente tradicional sobre el territorio europeo. Evola entiende que el rosacrucianismo es el producto de algunos linajes de movimientos surgidos del templarismo, como los Fieles de Amor y otras corriente gibelinas. A partir de ahí, Evola analiza las propuestas del movimiento rosacruz (incluso sus propuestas políticas) y percibe su coincidencia con la corriente griálica que había irrumpido cinco siglos antes. 

 

XXVIII. EL GRIAL Y LOS ROSACRUCES

Resulta difícil aislar el rosacrucismo del hermetismo, al menos en el sentido de que, si bien el hermetismo en sus aspectos esenciales puede considerarse independientemente del rosacrucismo, no es cierto lo inverso, pues lo que sabemos del rosacrucismo nos lo muestra profundamente influido por elementos y símbolos del hermetismo.

Desde el punto de vista histórico, el rosacrucismo ha de considerarse como una de las corrientes secretas que siguieron a la destrucción de la Orden de los Templarios, algunas ya existentes en germen antes de este acontecimiento, pero que se definieron y organizaron sobre todo después, como continuadoras subterráneas de la misma tendencia.

Ello marca una diferencia respecto al hermetismo, que como ya hemos dicho, parece haber existido en formas inmutadas antes y después de las vicisitudes del esfuerzo medieval de reconstrucción tradicional. Un segundo carácter distintivo lo tenemos en el hecho de que

el rosacrucismo, aunque sea como punto de partida para una interpretación esotérica, adopta muchos elementos del cristianismo, así como de la literatura de los Fieles de Amor y de las tradiciones trovadorescas románticas, donde la rosa se había convertido en un símbolo de particular importancia. Ya de por sí revela estas conexiones el término que designa la corriente: Rosa+Cruz, por lo cual el movimiento presenta en el fondo un carácter menos originario que el del Grial - donde la vena esencial está constituida por un núcleo nórdico precristiano - y que el hermético, donde la vena esencial está constituida por un núcleo mediterráneo pagano.

Desde el punto de vista espiritual, «Rosacruz» - exactamente igual que «Buda», «preste Juan» o «Caballero de las dos Espadas» - es esencialmente un título que distingue un determinado grado de realización interior. El término se explica a partir de un simbolismo universal, más que específicamente cristiano. En este simbolismo, la cruz representa el encuentro de la dirección hacia lo alto, expresada por la vertical, con el estado terrestre, expresado por la horizontal - . Este encuentro se produce casi siempre en el sentido de una parada, de una neutralización, de una caída (la «crucifixión del hombre trascendente en la materia», como se expresaban los gnósticos y maniqueos). Por el contrario, en el iniciado se resuelve en una plena posesión de las posibilidades de la condición humana, que resulta transformada a causa de ello, y precisamente hay un desarrollo de este tipo, concebido como un abrirse, un expandirse y un florecer, indicado por la rosa, que en el símbolo rosacruz se abre hacia el centro de la cruz, o sea hacia el punto de intersección de la dirección vertical con la horizontal. Como verdaderos rosacruces deben considerarse personalidades unidas entre sí a través de la identidad de tal realización. La organización de la que formaron parte se considera algo derivado y contingente.

Parece ser que la actividad de los rosacruces se inició en la segunda mitad del siglo XIV, y que el nacimiento del legendario fundador y reorganizador de la Orden, Christian Rosenkreuz, en 1378, es sólo un símbolo de la primera organización de la corriente. Carácter igualmente simbólico parecen tener también los distintos tratados de la vida de Rosenkreuz, que pasa doce años en un convento y luego hace algunos viajes a Oriente, donde será iniciado en la verdadera sabiduría. Ya hemos visto que Federico II aludió a una misteriosa procedencia oriental de su «Rosa». De ahí que pudiera tratarse de un complemento de la enseñanza ascética cristiana (Rosenkreuz en el convento) mediante un saber superior, del que todavía eran depositarias algunas organizaciones secretas orientales (árabo-persas). De nuevo en Occidente, Christian Rosenkreuz fue expulsado de la España superlativamente católica, como sospechoso de herejía; se estableció luego en Alemania, su patria, y es interesante al respecto esta referencia: la tierra natal de Rosenkreuz se halla en Alemania, «sin embargo, no se encuentra en los mapas». No transmitió su saber más que a un grupo muy reducido.

Retirado a una cueva, que luego se convirtió en su tumba, quiso que ésta fuese ignorada por todos hasta que llegase la hora, o sea, 120 años después de su muerte. Dado que Rosenkreuz morirá en 1484, el descubrimiento de la cueva y de la tumba se producirá en 1604, o sea, poco más o menos en el período en que la corriente de los rosacruces empieza a dar que hablar y aflora, en cierto modo, en la historia, «como si literalmente hubiese salido de bajo tierra». El período intermedio, en este relato simbólico, tal vez aluda a una época de reorganización subterránea, mientras que en el período transcurrido entre 1604 y 1648 -fecha hacia la cual, según la tradición, los rosacruces abandonan definitivamente Europa- se puede ver un intento de ejercer una determinada influencia sobre el clima histórico de Occidente despertando la sensación de determinadas «presencias» y re evocando también el símbolo del Reino invisible. Es realmente asombroso el número de escritos que en ese período aparecen sobre los rosacruces. Por una especie de sugestión colectiva, pese a no saberse nada preciso sobre ellos, los rosacruces se convirtieron en un mito y dieron origen a la literatura más variada, en pro y en contra, hasta que en cierto momento aquel interés antaño tan vivo se desvaneció con la misma rapidez con que se había despertado: poco más o menos como había ocurrido con la literatura del Grial hacia finales del siglo XII y principios del XIII.

Para toda referencia, los documentos más importantes son la ya citada Allgemeine Reformation, con su complemento Confessio fraternitatis Rosae Crucis, ad eruditos Europae (Cassel, 1615) y los llamados Manifiestos de los rosacruces, aparecidos uno en Frankfurt y dos en París en el período comprendido entre 1613 y 1623. Los puntos esenciales que se pueden extraer de escritos de este tipo, una vez separadas las partes espurias y de adorno, son poco más o menos los siguientes:

1) Existe una «Confraternidad» de seres que hacen «estancia visible e invisible» en las ciudades de los hombres. «Dios los ha cubierto con una nube para protegerlos de la maldad de sus enemigos.» De ahí que los llamasen alumbrados e «invisibles», primero en España, y luego también en Francia, lo cual ha de referirse al ser trascendente de tan enigmáticas personalidades, a aquel por razón del cual son propiamente «Rosacruces». Nadie puede comunicarse con ellos si lo mueve sólo la mera curiosidad. En cambio, la relación se establece automáticamente y se queda inscrito en realidad y de hecho «en el registro de nuestra Confraternidad» a través de «la intención unida a la voluntad real del lector», que según los manifiestos rosacruces es el único medio «para darnos a conocer a él, y él, a nosotros». Por revelación - como en la Orden del Grial -, los rosacruces conocen a los que son dignos de formar parte de su Orden y que, al quedar inscritos en ella, pueden ser también rosacruces sin saberlo siquiera.

2) Como ya hemos dicho, «Rosacruz» representa, esencialmente, un grado iniciático y una función, no la persona como tal. Así, se dice que el «Rosacruz» no está sometido a las contingencias de la Naturaleza, a las necesidades de ésta, a las enfermedades ni a la vejez; que vive en todo tiempo como vivió al principio del mundo y como vivirá al fin de los siglos. La Orden ha preexistido a sus fundadores y organizadores: Rosenkreuz y – según algunos - Salornón. Prácticamente, el «Rosacruz», cuando quiere morir - o sea salir de la condición humana -, escoge a una persona capaz de sucederle, o sea de asumir su función, que de ese modo permanece sin inmutación. Esa persona adopta el mismo nombre que su antecesor. La Orden tiene por jefe a un misterioso Imperator, cuyo nombre y sede han de permanecer desconocidos. Un escrito publicado en 1618, Clipeum Veritatis, da la secuencia de los Imperatores rosacruces. Entre otros, figuran los nombres de Set - del que ya conocemos la parte simbólica que tiene también en el ciclo del Grial -, Enoc y Elías, o sea, de los profetas «que nunca murieron», a veces presentados incluso en función de iniciadores misteriosos.

3) Los Rosacruces tienen que usar las indumentarias de los países por los que viajan o en los que residen. Esto quiere decir que deben escoger un aspecto exterior adaptado al lugar y al ambiente en que tratan de actuar. Sin libros ni signos, pueden hablar y enseñar la lengua de todas las tierras donde quieran estar presentes para sacar a los hombres del error y de la muerte. Mediante alegorías se alude aquí al llamado «don de las lenguas», a la capacidad de traducir y «hablar», desde el punto de vista de cada una de las tradiciones, la doctrina primordial única. En efecto, el poder poseído por los rosacruces no se considera nuevo: es el saber de los orígenes, «la luz que recibió Adán antes de caer». De ahí que ese saber no pueda contraponerse ni compararse con ninguna opinión de los hombres (Confessio fratemitatis). Los rosacruces ayudan ininterrumpidamente al mundo, pero de manera invisible e imponderable (Menapius).

4) La restauración del Rey, motivo fundamental del Grial y del hermetismo, es también el tema central del texto Chemische Hochzeit Christiani Rosenkreuz anno 1459 (Estrasburgo, 1616), donde varias aventuras, distribuidas en siete días, alegorizan los siete grados o estadios de la iniciación, En el último día, los elegidos son consagrados «Caballeros de la Piedra de Oro» (eques aurei lapidis). En este libro se describe, entre otras cosas, un viaje hasta la residencia del Rey; sigue a ello el misterio de la resurrección del soberano, misterio que se transforma, significativamente, en la comprobación de que el Rey vive ya y está despierto: «Muchos encuentran extraño que haya resucitado, pues están persuadidos de que era destino de ellos despertarlo».

Tenemos aquí una alusión a la idea de que el principio de la realeza, en su esencia metafísica, existe siempre y no se ha de confundir con una mera creación humana ni con la acción de quien puede propiciar su manifestación en la historia. Junto al Rey resucitado, Rosenkreuz, que deberá reconocer en él a «su padre», lleva la misma insignia que los templarios y la nave de Parsifal: un estandarte blanco, con una cruz roja. No falta tampoco el ave del Grial: la paloma. Los Caballeros de la Piedra de Oro juran fidelidad al Rey resucitado, o sea, que se les manifiesta nuevamente. La fórmula, dada en otro texto, mediante la cual se pide la participación en el misterio de la Rosacruz, corresponde exactamente al lema de los templarios: «No a nosotros, sino a Tu nombre, a Ti solo, Dios, oh Supremo, damos la gloria, de eternidad en eternidad».

5) Las imágenes de la sede de los Rosacruces y de su Emperador corresponden de nuevo a las del «Centro»: es la «ciudadela solar», la «montaña en el centro del mundo», a la vez «lejana y cercana»; el «Palacio del Espíritu en el fin del mundo, en la cumbre de una alta montaña, rodeado de nubes», reproducción casi exacta del Montsalvatsche. Damos aquí algunas referencias contenidas en los textos rosacruces: la correspondencia entre las dos tradiciones es lo suficientemente visible, como visible es que la búsqueda de dicho Centro misterioso va ligada, como en la leyenda del Grial, a pruebas y experiencias iniciáticas de características «heroicas».

Según la Lettre de F. G. Menapius 15 juillet 1617, los Rosacruces viven en un castillo construido sobre roca, envuelto de nubes en su parte alta y rodeado por las aguas en su parte baja, y en cuyo centro hay un cetro de oro y una fuente de la que mana el Agua de Vida. Para alcanzar ese castillo hay que pasar primero por una torre, llamada la «torre incierta», y luego por otra, denominada «la torre peligrosa», para escalar, a continuación, la roca y tocar el centro. Entonces aparecerá una Virgen, que guiará al caballero. Desaparecen las nubes, el castillo se hace visible, y el elegido es hecho copartícipe del señorío «celestial y terrenal».

Podemos referirnos también al escrito Gründlicher Bericht von dem Vorhaben, Gelegenheit und Inhalt der lobl. Bruderschaft des R+C (Frankfurt, 1617), donde se lee: «En medio del mundo» se yergue un monte, «lejano y cercano, con los más grandes tesoros y la malicia del demonio. El camino que conduce a él puede encontrarse sólo con el propio esfuerzo. Rogad y preguntad por ese camino, seguid al guía, que no es un ser terreno y que se encuentra en vosotros, aunque no lo conozcáis. Él os conducirá a la meta hacia la medianoche (cf. el «Sol de medianoche» de los Misterios clásicos). Necesitaréis un valor de héroe... En cuanto tengáis la visión del castillo, soplará un viento impetuoso que hará temblar las rocas. Os asaltarán tigres y dragones. Un terremoto abatirá todo lo que el viento haya respetado, y un gran fuego consumirá toda materia terrestre (cf. las pruebas en el castillo de Orguelluse). Con el alba volverá la calma y veréis el tesoro». Este tesoro, como la «Piedra» de los hermetistas, tiene el poder de transformar en «oro», o sea, volver a despertar en el hombre el estado «solar» originario. Ella devuelve la salud. «Sin embargo, nadie en el mundo debe saber que la poseéis.» Tras haber descubierto el tesoro, «deberéis volveros y encontraréis a alguien, que os agregará a la Confraternidad y que en toda ocasión os servirá de guía».

6) Los rosacruces no titubeaban en condenar a «los blasfemos de Oriente y Occidente», aludiendo visiblemente con ello a los islámicos y a los católicos; y añadían  que tenían intenciones de «hacer polvo la triple diadema del Papa», reivindicando para sí mismos una más elevada «ortodoxia» y autoridad espiritual. La referencia a la triple corona papal no carece aquí de significado especial, ya que esa diadema figura entre los símbolos que se refieren propiamente al «Rey del Mundo» y a su función, función que por tanto -para los rosacruces- había usurpado el jefe de la Iglesia católica, y cuyo verdadero representante es su Imperator: Estas enigmáticas personalidades anunciaban que Europa estaba preñada y había de parir un poderoso hijo; además, hablaban de un Imperator «romano», «Señor del Cuarto Imperio», que decían que podía proporcionar inagotables tesoros. Del texto rosacruz ya citado, Allgemeine Reformation der gantzen weiten Welt, así como de la Fama fraternitatis, se desprende la idea fundamental de que los rosacruces tienen la misión de llevar a cabo, antes de que llegue el «fin del mundo», un restablecimiento general, precisamente en el signo de su misterioso Imperator.

Sin embargo, tras aparecer en París los dos últimos manifiestos rosacruces, una vez estallada la Guerra de los Treinta Años y acabada ésta con el Tratado de Westfalia, que dio el golpe de gracia a la autoridad efectiva de lo que quedaba del Sacro Romano Imperio, parece que los últimos rosacruces abandonaron Europa, para trasladarse a una «India» que probablemente ha de interpretarse como aquella misma India simbólica que se asimilaba al reino del preste Juan, a la que, como veremos más adelante, se trasladaron el Montsalvatsche, el Grial y sus caballeros. El «fin del mundo» del que hablaban los rosacruces tan sólo aludía probablemente al fin de un mundo, o sea, de un ciclo de civilización, del mismo modo que la visión apocalíptica del desencadenamiento de las gentes de Gog y Magog - que aparece en la saga imperial - era sólo la prefiguración de aquella «locura de las masas» que en los tiempos modernos, tras la Revolución francesa y la caída de las mayores tradiciones dinásticas europeas, adquiriría proporciones cada vez más impresionantes.

En cuanto a la misión de los verdaderos rosacruces en el citado período del siglo XVIII, debió de limitarse a producir, no sin intención «experimental» precisa, y por vía indirecta, «inspirando» a distintos autores, cierto rumor, cierta agitación en el ambiente, sin ninguna iniciativa militante propiamente dicha. En efecto, todo permite pensar que los rosacruces no constituyeron nunca una organización material «comprometida» en el plano político y por tanto susceptible de ser localizada y herida, y que permanecieron efectivamente invisibles, más allá del mito que se hizo de ellos (por lo demás, una de las designaciones de su grupo fue precisamente el de «La Junta de los Invisibles»). Parece ser que los rosacruces sacaron de su experimento una respuesta negativa, lo cual los indujo a «partir». No se excluye que contribuyera a ello el hecho de comprobar la deformación que ciertas ideas iban a sufrir de inmediato a causa del ambiente, hasta el punto de producir efectos opuestos a los deseados. En la maraña que presentan las obras de un Valentin Andreae, así como en las de otros autores que imitan a los rosacruces, es clara, por ejemplo, una notable tendencia a utilizar en sentido protestante e ilustrado la aversión rosacruz por la Iglesia católica, determinando así uno de los más graves equívocos y una de las más peligrosas desviaciones, la misma desviación que llevó a los príncipes teutónicos a traicionar la sagrada idea del Imperio en el punto mismo en que se emanciparon luteranamente de Roma; a aquella misma involución mediante la cual, en vez de superar la imperfecta espiritualidad «lunar» representada por la Iglesia con una forma más alta, más próxima a la realeza trascendente del Grial, en los tiempos modernos sólo se supo emanciparse de ella pasando al frente del racionalismo ilustrado, del liberalismo y de la cultura laica, lo cual representa un vuelco casi demoníaco del gibelinismo. En efecto, en la época moderna no es raro encontrar casi un uso invertido del «misterio». Éste, que en su sede propia y en los tiempos anteriores había sido siempre privilegio aristocrático y base para una autoridad absoluta y legítima procedente de lo alto, se transforma en arma de herejes, de fuerzas degradadas que se alzan esencialmente de lo inferior contra las jerarquías supervivientes, contra la autoridad de la Iglesia y posteriormente contra la de los representantes de organizaciones políticas tradicionales. Pero sobre esto trataremos en el capítulo siguiente.

En tiempos más recientes, el hermetismo y el rosacrucismo inspiraron a varias sectas ya distintos autores, que se presentaban como representantes de esas tradiciones, más o menos.en conexión con el teosofismo, el «ocultismo», la antroposofía y análogos productos de la desviación pseudoespiritualista contemporánea; hasta el punto de que el gran público, al ignorar hasta los principios de este tipo de cosas, se ve fatalmente llevado a pensar en una u otra de estas sectas tan pronto como oye pronunciar los términos «hermético» o «rosacruz». Lo cual no obsta para que la verdad sea muy otra, es decir, que las sectas en cuestión no tienen nada que ver con las tradiciones cuyo nombre e incluso símbolos han usurpado a veces y cuyos auténticos representantes no parecen tener ya, en efecto, desde hace tiempo, ninguna residencia visible en Occidente. La relación entre unas y otras es más o menos la misma que existe entre ese Grial y ese Parsifal cocinados por Wagner en salsa místico-cristiana y romántico-musical, y la verdadera tradición de los «Señores del Templo».

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXVII. El Grial y la Tradición Hermética

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXVII. El Grial y la Tradición Hermética

Biblioteca Julius Evola.- Evola, estudioso impenitente de la Tradición Hermética a la que consagró una de sus mejores obras, consideradas como referencia por los especialistas en la materia y traducida a todos los idiomas europeos, observó que las virtudes atribuidas por la leyenda gibelina al Grial, coincidían exactamente con las cualidades atribuidas por los textos herméticos y alquímicos a la piedra de transmutación, de lo cual pudo deducir, sin gran dificultad, que ambas corrientes eran hijas de la misma tradición primordial.

 

XXVII. EL GRIAL Y LA TRADICIÓN HERMÉTICA

Ya hemos dedicado una obra especial a la tradición hermética, en la que tratamos de demostrar el carácter esencialmente simbólico de gran parte de lo que en una literatura excesivamente compleja y abstrusa se presentó, en su forma exterior, como alquimia y como procedimientos alquímicos para la producción de oro y de la piedra de los filósofos. Remitimos a esa obra a cuantos deseen profundizar las doctrinas hermético-alquímicas. Nos limitaremos a indicar aquí algunos de sus temas que con otra forma reproducen los del misterio del Grial y de la realeza iniciática.

Por lo que respecta a su aspecto histórico, la tradición hermético-alquímica, si bien en Occidente apareció en el período de las Cruzadas, alcanzó su máximo desarrollo entre los siglos XIII y XVI, y continuó durante todo el XVIII, interfiriendo, en estos sus últimos desarrollos, con el rosacrucismo, pero tiene raíces mucho más remotas. Entre los siglos VII y XII queda atestiguada entre los árabes, que también en este aspecto hicieron de mediadores de la recuperación, por parte del Occidente medieval, de un legado más antiguo de la sabiduría precristiana. En efecto, los textos hermético-alquímicos árabes y sirios se remiten a su vez a textos del período alejandrino y bizantino y de una época entre los siglos III y V; textos que, si bien representan los más antiguos testimonios desde el punto de vista positivo de la historia de la ciencia, deben, sin embargo, de haber recogido y transmitido tradiciones anteriores anteriormente conservadas sólo en formas orales de estricta transmisión iniciática.

Los textos helenísticos, en efecto, remiten ya a toda clase de autores reales o imaginarios de la antigüedad precristiana, con escasísima base positiva pero con lo que tiene de significativo el síntoma, como confusa sensación de una verdad. A este respecto, y para nuestros propósitos, bastará poner aquí de relieve los siguientes puntos: Ante todo, la tradición se declara depositaria de un saber secreto, real y sacerdotal, de un misterio que, según Pebechio y Olimpiodoro, estaba reservado a las castas superiores, a los reyes, los sabios y los sacerdotes. El término predominante fue precisamente el de Ars Regia, Arte Regia.  No sin relación con ello, aunque sea a través de referencias imaginarias ya veces extravagantes, la tradición del Arte Regia se hace remontar sobre todo a la tradición egipcia (bajo velos clásico-paganos, a Hermes, considerado como el jefe de estirpe o el maestro de los reyes egipcios) y a la irania. Según los Textos democriteos y Sinesío, es precisamente la ciencia ya poseída por los reyes egipcios y por los videntes persas. Se alude no sólo a Zarathustra, sino también a Mitra, que, junto con Osiris, marcará ciertas fases de la «obra divina».

Ahora bien, precisamente en el Egipto y el Irán antiguos se afirmó, de maneras típicas, la tradición de la «realeza solar». Los textos alquímicos helenísticos hablan de una estirpe de los siglos antiguos, inmaterial, libre y sin rey. Un texto medieval afirma que la «alquimia» era conocida en la época antediluviana. Otro autor antiguo la remite al «primero de los ángeles», que se une con «Isis».

Así entró Isis en posesión de la Ciencia, que reveló a Horus. De esta forma, al tema de la «mujer divina» y del tipo de un restaurador (Horus, vengador y restaurador de Osiris, muerto y destrozado) se asocian aquí, de manera confusa pero significativa, reminiscencias bíblicas referentes a los ángeles que bajaron a la Tierra y a su estirpe, que, según la tradición, en la época antediluviana fue una estirpe de «seres gloriosos» o «famosos». Cabe, pues, pensar en elementos de la tradición primordial que se conservaron en el ciclo ascendente, «solar» o «heroico», de civilizaciones como la egipcia o la irania, y que pasaron luego a la forma mistérica, mezclados con otros elementos, y finalmente adoptaron la forma enmascarada hermético-alquímica, junto con un amplio uso de un simbolismo tomado de la mitología y de la astrología clásica.

En sí mucho más antigua que el cristianismo y ajena al espíritu cristiano, la doctrina hermética, precisamente gracias a la impenetrabilidad de su disfraz metalúrgico, pudo proseguir en los períodos históricos dominados por el islamismo y el catolicismo sin verse obligada a adoptar de estas religiones materiales de cobertura y sin sufrir, por esa razón, deformaciones relevantes. Las referencias al cristianismo en esos mismos textos medievales occidentales resultan extrínsecas incluso al examen más superficial, mucho más que los del mismo tipo que pueden encontrarse en el ciclo de Grial. El elemento clásico-pagano permanece bien visible en las mismas formas exteriores. Sólo en el período más tardío la interferencia con el rosacrucismo llevó a una mezcla de los símbolos herméticos con los de una especie de esoterismo cristiano que tiene algunos rasgos comunes con la tradición de los «Fieles de Amor».

Si de estas consideraciones resulta que la tradición hermética - en sus mismas documentaciones positivas occidentales - abarcó históricamente un período mucho más vasto que el ciclo iniciático caballeresco ya considerado, aquí sin embargo nos interesa considerarla en la fase en que históricamente se nos presenta como un filón que, surgido en Occidente en el mismo período del ciclo del Grial y de los Fieles de Amor, siguió cuando se agotaron estos ciclos, hasta el punto de establecer, de hecho, una continuidad definida por la correspondencia de algunos símbolos fundamentales, que examinaremos aquí brevemente:

1) El misterio del Arte Regia guarda estrecha relación con el de la reintegración «heroica». Ello resulta de forma incluso declarada, por ejemplo, de un texto de Della Riviera, donde, como tema central, tenemos la identificación de los «Héroes» con aquellos que llegan a conquistar el «segundo Árbol de la Vida» ya instaurar un segundo «paraíso terrenal», o sea, una imagen del centro primordial que, como el castillo del Grial, «no se muestra a los espíritus miopes e impuros, sino que permanece igualmente oculto en las altas calígines de la luz inaccesible del Sol celestial. Se muestra sólo al “feliz” héroe mágico, y es gloriosamente poseído por él, gozando y disfrutando del salutífero Madero de la Vida, colocado en el centro de este universo». El mismo tema encontramos en Basilio Valentín: la búsqueda del centro del Árbol que está en medio del «paraíso terrenal», búsqueda que se inicia con la de la «materia» de la Obra y que implica una lucha atroz. Ya hemos visto que el acceso al castillo del Grial - donde, según el Titurel, figura el Árbol de oro - se conquista con las armas en la mano. La «materia» buscada en la tradición hermética se identifíca a menudo con la «piedra» (en Wolfrarn y otros autores, la «piedra» es el Grial); y la segunda operación descrita por Basilio Valentín tiene por objeto encontrar en esta materia, junto con las cenizas del Águila, la sangre del León, dos símbolos de claro significado - después de cuanto hemos dicho – y característicos también en el ciclo gibelino-caballeresco.

2) En los textos medievales y post medievales herméticos, el simbolismo regio tiene una parte fundamental, en estrecha relación con el del Oro. Es una relación que entronca con la antigua tradición egipcia.  Uno de los antiguos títulos faraónicos era el de «Horus hecho de oro», y si, en cuanto Horus, el rey aparecía como encarnación del dios solar restaurador, su ser hecho de oro expresaba su inmortalidad e incorruptibilidad, mientras que también alude, supratradicionalmente, al estado primordial, a la época que para algunos pueblos quedó marcada precisamente por dicho metal. Así, también en el hermetismo, los términos Oro, Sol y Rey aparecen como sinónimos y se usan continuamente el uno en lugar del otro. Aparte de eso, el desarrollo del Opus Hermeticum suele presentarse en forma de rey enfermo que sana, de rey o caballero tendido en un ataúd o encerrado en una tumba, y que resucita; de viejo decrépito que adquiere nuevamente vigor y juventud; de rey u otro personaje que es herido, sacrificado o muerto y que luego adquiere más alta vida y poder superior al de cualquier otro que lo haya precedido. Son motivos como los del misterio del Grial.

3) Los textos herméticos medievales abundan en referencias a Saturno, que, como Osiris, es el rey de la Edad de oro, Edad que, como se sabe, está relacionada con la tradición primordial. Ya es significativo este título de una obrita de Gino da Barma: El reinado de Saturno, transmutado en Edad del Oro. El tema de un estado primordial que hay que despertar nuevamente toma en el hermetismo la forma de producir oro mediante la transformación del metal de Saturno, o sea, del plomo, en el que está contenido. En un jeroglífico de Basilio Valentín se ve a Saturno, coronado, en la cúspide de un símbolo complejo, que representa la obra hermética en su conjunto. Bajo Saturno tenemos el signo del Azufre, signo que, a su vez, contiene el símbolo de la resurrección, o sea el Ave Fénix.

Según Filaleteo, el elemento que necesitan lo encuentran los Sabios en la «raza de Saturno», una vez le han añadido el Azufre que le faltaba. Aquí tenemos la clave del doble sentido del término griego Oelov, que significa tanto Azufre como «el divino». Además, el Azufre suele equivaler al Fuego, que en el hermetismo es el principio activo y vivificador. En los textos helenísticos se encuentra el motivo de la sagrada piedra negra, cuyo poder es más fuerte que todo encantamiento, pero que para ser verdaderamente «nuestro Oro», «o sea Mitra», y poder producir «el gran misterio mitríaco», debe poseer el justo poder o el «fármaco de la justa acción».

Es otro modo de expresar el misterio del despertar y de la reintegración. Tenemos otro paralelismo con los temas del Grial: símbolos de una realeza primordial y de una «piedra» que esperan un poder viril y divino (Azufre = el divino) para poder manifestarse como «oro» y como la «piedra filosofal», que tiene el poder de destruir «toda enfermedad». 4) Partiendo de esta base sería posible interpretar el misterioso término lapsit exillis - usado por Wolfrarn para el Grial - incluso como lapis elixir; reconociendo una correspondencia entre el Grial y la «piedra divina» o «celestial» del hermetismo, que ha tenido también el valor de un elixir, de un principio que renueva, que da vida perenne, salud y victoria. Como ya hemos dicho, ésta es la tesis de Palgen, y podría desarrollarse más. Cuando, en un texto que nos ha llegado del Kitâb-el-Foçul, se lee: «Esta piedra os habla, y vosotros no la oís; os llama y no le respondéis. ¡Oh, maravilla!. ¡Qué sordera cierra vuestros oídos!. ¡Qué embriaguez sofoca vuestros corazones!», se piensa en la «pregunta» ínsita en el Grial, que el héroe no entiende al principio, pero finalmente la hace y realiza así su cometido. Los filósofos herméticos buscan su «Piedra» exactamente como los caballeros buscan el Grial, piedra celestial. Cuando Zaccaria escribe: «Nuestro cuerpo, que es nuestra piedra oculta, no puede conocerse ni verse sin inspiración..., y sin ese cuerpo, nuestra ciencia es vana», reproduce, con tantos otros autores, el tema de que el Grial no puede verse ni encontrarse y de que está reservado a los que están llamados o que, por feliz casualidad o por una inspiración, son conducidos a él. Por lo demás, el tema de que «la piedra no es piedra» y de que este conocimiento ha de tomarse «en sentido místico y no físico», se remonta al período helenístico, se encuentra en muchos textos herméticos y evoca la naturaleza inmaterial del Grial, que, según autores ya citados, no es ni de oro, ni de asta, ni de piedra, ni de otra sustancia. En un texto hermético árabe, la búsqueda de la piedra se une a los temas del monte (Montsalvatsche), de la mujer y de la virilidad, del modo más significativo. En efecto, «la piedra que no es piedra ni tiene naturaleza de piedra» se puede encontrar en la cumbre de la más alta montaña. De ella puede obtenerse el Arsénico, o sea la virilidad (a causa del doble sentido de un término griego, el Arsénico se ha empleado a menudo en la tradición hermética como un símbolo del principio viril, sinónimo de ese Azufre activo que hay que añadir a Saturno y del que nos habla Filaleteo). Bajo el Arsénico se encuentra su «esposa», o Mercurio, a la que él se une. Más adelante volveremos sobre esto.

Por ahora diremos tan sólo, para terminar, que, según uno de sus motivos más frecuentes, el Arte Regia de los herméticos se centra en una «piedra», identificada a menudo con Saturno, que contiene el Ave Fénix, el elixir; el oro o «nuestro rey» en estado latente, y que «el misterio extraño y terrible transmitido a los discípulos del rey Hermetes» y a los «Héroes» que tratan de abrirse camino hacia el «paraíso terrenal» con «una lucha atroz», consiste en destruir este estado de latencia, llamado a menudo «muerte», «enfermedad», «impureza» o «imperfección», mediante operaciones de carácter iniciático.

5) Aludamos, finalmente, al mysterium coniunctionis. Ya conforme a la enseñanza de los textos helenísticos la unión del «macho» con la «hembra» es parte esencial de la Obra hermética. El «macho» es el Sol, el Azufre, el Fuego, el Arsénico. Ese principio debe convertirse, de pasivo, en «viviente y activo», y de vez en cuando se une al principio femenino, llamado la «Mujer de los filósofos herméticos», su «Fuente» o «Agua divina» (en el simbolismo metalúrgico: con el Mercurio). Y aquí se hace más explícito el sentido oculto que tiene la Mujer en muchas partes de la literatura caballeresca e incluso de los «Fieles de Amor». Según las palabras de Della Riviera, es la «Ebe nostra», unida al «segundo Madero de Vida», que proporciona a los Héroes la «bienaventuranza natural [olímpica] del ánimo y la inmortalidad del cuerpo», A menudo equivale al «Agua de Vida».

Además, el hermetismo nos indica su lado peligroso, que actúa de modo destructivo, como el Grial, como la lanza o la segunda espada, para quien se una a ella sin ser capaz de hacer que su propio «Oro» o «Fuego» - o sea, el principio de la personalidad y la fuerza «heroica» - supere su límite natural. Las bodas, o sea, la unión con la Mujer, acarrean daño si no van precedidas por una «purificación» completa. El Mercurio, o Mujer de los filósofos, a la vez que es el Agua de Vida, tiene también carácter de «rayo», de «veneno ígneo que disuelve todas las cosas», que «todo lo quema y lo mata», mientras que al «Fuego de los filósofos», al que lleva a la acción, se le aplica un simbolismo usado también en el ciclo del Grial: la Espada, la Lanza, el Hacha, todo cuanto destroza y hiere.

En este contexto son interesantes las alegorías contenidas en una obra herméticorosacruz de Andreae. Podemos poner aquí de relieve dos puntos. Ante todo ciertas pruebas - sobre las que se advierte: «Es mejor huir que hacer frente a lo que supera a las propias fuerzas» -, que son vencidas sólo por guerreros y por aquellos que, al creer que no podían nada, se han mostrado exentos de orgullo. En segundo lugar se habla de una Fuente, junto a la que hay un León que, de pronto, coge una Espada desnuda y la rompe, y que sólo se calma cuando una paloma le entrega un ramo de olivo, que el león devora. El león, la espada y la paloma pertenecen también al simbolismo del ciclo del Grial.

La espada, o sea, la fuerza solamente guerrera, es rota por el poder desatado que se encuentra en relación con la «Fuente». La crisis puede superarse únicamente con la mediación de la paloma, que es asimismo un ave consagrada a Diana (Diana es también uno de los nombres herméticos con que se designa a la «Mujer de los filósofos»), mientras que en las novelas del Grial se halla asociada a veces al misterio de la renovación de la fuerza del propio Grial. Una vez más tenemos aquí la alusión a una realización más allá de la común virilidad y de la «crisis de contacto».

No es éste el lugar adecuado para tratar de las distintas fases de la obra hermética (para las cuales remitimos a nuestra obra, ya citada). Sólo interesa indicar dos símbolos esenciales, que marcan el cumplimiento último de la obra, o sea el «adeptado». El primero es el Rebis, o sea, el Andrógino, que se basa en el simbolismo erótico y en el de las «bodas ocultas»; ya lo hemos encontrado al hablar de los templarios y de los Fieles de Amor. El segundo es el color rojo, color real (se habla incluso de la «púrpura tiria» del Imperator), supraordinado al color blanco, usado para señalar una fase preliminar, estática -y podemos decir que incluso «Iunar» - de la Obra (en ella - se dice -, la que domina es la Mujer): fase por superar. El rojo corresponde a la realeza iniciática. Un símbolo paralelo para la Obra en su conjunto, que aparece en Filaleteo, es el «acceso al palacio cerrado del rey», casi contrapartida del acceso al castillo de Montsalvatsche, de la misma forma que la virtud curadora de la Piedra y del elixir hermético-alquímico es casi un paralelo de la curación o del despertar del decaído rey del Grial y de otros símbolos correspondientes.

Tras este cotejo global cabe preguntar cuál fue el significado de la tradición hermética en Occidente. Hay que repetir lo ya apuntado. El Ars Regia, el arte regio, testimonia una vena secreta de iniciación cuyo carácter viril, «heroico» y solar, está fuera de toda duda. Pero, a diferencia de todo cuanto en el ciclo del Grial y en la saga imperial refleja el mismo espíritu (aparte de tener conexiones con la tradición primordial), le falta el carácter «comprometido». Queremos decir que no cabe suponer ninguna conexión precisa de los adeptos herméticos con organizaciones militantes, como la caballería gibelina y los propios Fieles de Amor. Por tanto, falta incluso cualquier intento de intervención directa en el juego de las fuerzas históricas para restablecer el contacto entre un determinado poder político y el «Centro» invisible; de concretar, a través del Misterio, la dignidad trascendente que el gibelinismo reivindicó para un soberano; de determinar nuevamente la unión de los «dos poderes». Así, el testimonio propio de la tradición que nos ocupa se refiere sólo a la especial dignidad interior a la que siguió aspirando una serie de individualidades que, por esa razón, custodiaron un antiguo legado incluso después del ocaso de la civilización medieval y del Sacrum Imperium, más allá de la disgregación humanista de la tradición de los Fieles de Amor, de las contaminaciones del naturalismo, del humanismo y del laicismo propias de los tiempos posteriores. De ahí que «nuestro Oro», el Muerto que hay que resucitar, el Señor solar del doble poder, etc. apareciesen esencialmente como símbolos de la obra interior: invisible, como el «Centro» y el «segundo paraíso» hasta el cual trataban de abrirse camino los «Héroes» de Della Riviera.

Por otra parte, tras el Renacimiento y la Reforma, los dominadores visibles se presentaron cada vez más como jefes sólo temporales, privados de todo crisma superior y de toda autoridad trascendente, de toda capacidad de representar la que en el gibelinismo se llamó «la religión regia de Melquisedec», y no sólo decaen las monarquías y ya no existe una «caballería espiritual», sino que decae la propia caballería, y los caballeros se transforman en soldados y oficiales al servicio de las naciones y de las ambiciones políticas de éstas. En un período tal parecía convenir al máximo, para transmitir la tradición, precisamente la forma «hermética» en el sentido corriente del término, que alude a todo cuanto es impenetrable y sibilino. Como ya hemos dicho, esta forma utilizó esencialmente la jerga metalúrgica y química, con sus extravagantes y desconcertantes combinaciones de símbolos, signos, operaciones y referencias mitológicas. En virtud de ello, la «cobertura» fue perfecta; y comoquiera que, por otra parte, el hermetismo se remitía, sobre todo, a tradiciones precristianas autónomas, por ambas razones no chocó con el catolicismo ortodoxo, aun teniendo que ver mucho menos con éste que con el esoterismo de un Dante o de los Fieles de Amor.

Sólo en las formas más tardías de un hermetismo preponderantemente rosacruz se presentaron las cosas en cierta medida de otra manera, y se produjo incluso una especie de momentánea reaparición de la tradición secreta en la historia, reaparición a la que, sin embargo, seguiría su desaparición definitiva.

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXVI. Dante y los "Fieles de Amor" como milicia gibelina

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXVI. Dante y los "Fieles de Amor" como milicia gibelina

Biblioteca Julius Evola.- Evola insiste en este capítulo en el Grial como misterio gibelino, ligado a la concepción imperial y, en especial, a los Hohenstauffen. Dentro de los partidarios del gibelinismo en la península italiana, la cofradía de los "Fieles de Amor" a los que perteneció Dante Alighiere, fueron sin duda la rama más combativa y adoctrinada del panorama de la época. La misma palabra AMOR no es solamente la inversión de ROMA (tenida como capital del papado), sino como A-MOR, literalmente, "no-muerte", la virtud central del Grial.

 

XXVI. DANTE Y LOS «FIELES DE AMOR» COMO MILICIA GIBELINA

De la misma forma que el grito de guerra de los templarios era el de «¡Viva Dios Santo Amor!», así también en Jacques de Bisieux el sire del «feudo de Amor» se llama Santo Amor y forma un todo con la misma divinidad; el feudo de Amor se identifica con el «feudo celestial» inalienable, opuesto a los terrenos, contingentes y revocables. Al propio tiempo, los Fieles de Amor presentan los caracteres de una milicia combativa, con sus armas y sus acuerdos secretos. Tras haber dicho que «no deben desvelar los secretos de Amor, sino guardarlos del mejor modo posible, de forma que no se les escape ni una sola palabra», se añade que «deben poner de acuerdo voluntad, palabras y obras». En Da Barberino, la «Corte de Amof» está representada como una curia celestial de los Elegidos, jerárquicamente ordenada, con ángeles que corresponden a cada grado. Y después de lo que hemos dicho sobre el ave como símbolo, esta representación, que recuerda el castillo del Grial como «palacio espiritual» y «castillo de las almas», no tiene un sentido distinto de la de la Corte de Amor, compuesta totalmente por aves, que allí hablan cada vez. Por otra parte, Da Barberino fue soldado, un ferviente partidario del gibelinismo que se alistó en las filas de Enrique VII. Los poetas de amor italianos más característicos son gibelinos y ultragibelinos, sospechosos algunos de herejía, claramente heréticos otros, y mientras exaltan a la mujer y hablan de amor, «son hombres de acción, de lucha, de guerra, de partido». Trovadores como Guillermo Figueira y Guillermo Anelier, que lograron escapar de la cruzada contra los cátaros, tomaron enérgicamente el partido del emperador, encarnizándose con vehemencia contra la Iglesia. El mismo tratado de Andrés el Capellán - aquel en el que reaparece la imagen del «Centro» y donde máximas como «Quien no sabe ocultar no sabe amar», «El amor raramente dura cuando es divulgado» reflejan incluso la conducta que se impone al miembro de una organización secreta-, en 1277 fue objeto de solemne condena por parte de la Iglesia, pese a la visible insuficiencia de los motivos moralistas esgrimidos para justificarla. Tenemos el hecho de que Dante -que en la Comedia usó como símbolo central el mismo que aparece en el sello del Gran Maestre de los templarios: Águila y Cruz- se trasladó a París precisamente en el período de la gran tragedia de los templarios, sin decirlo nunca a nadie y sin que nadie supiese bien qué había ido a hacer allí. Estos elementos, y muchos otros parecidos, permiten suponer que los Fieles de Amor, además de constituir una cadena iniciática, tenían una organización propia qué sostenía la causa del Imperio y era adversaria de la Iglesia. No sólo eran custodios de una doctrina secreta, irreductible a la enseñanza católica más exterior, sino que eran también elementos militantes en lucha contra las pretensiones hegemonistas de la Curia de Roma. Esta es la tesis formulada por Rossetti y Aroux, recogida por Valli, y en cierta medida también por Ricolfi, y más recientemente, aunque poniendo el acento sólo en lo político, por Alessandrini. Partiendo de esta base, podría darse otra interpretación al simbolismo al que nos hemos referido anteriormente. A la misma organización, como poseedora de la doctrina, debe aplicársele el símbolo de la mujer usado para ella. Leyes de amor como, por ejemplo, la de que «la mujer que haya recibido y aceptado del perfecto amante los dones de Massenia, o sea, los guantes y el cordón místico, está obligada a dársele, so pena de ser considerada una prostituta», resultan fórmulas de fidelidad o solidaridad militante, etc. La mujer que para Dante usurpa el lugar de Beatriz, o sea, de la Sabiduría Santa, obligándola a marchar al exilio, será la Iglesia católica en su exoterismo, que ha suplantado violentamente a la «veraz doctrina»: no significa otra cosa la «piedra que petrifica» y que encierra a la mujer viva Petra. Pero aún más significativas son a este respecto las ilustraciones de Da Barberino. En efecto, en las ilustraciones compuestas por las catorce figuras que, por parejas, forman siete grados jerárquicos, vemos que los grados más bajos están constituidos por el «religioso», al que corresponde un «muerto», lo cual reproduce el concepto dantesco de la piedra como sinónimo de muerte. Los representantes de la jerarquía eclesiástica, frente a la de los Fieles de Amor, aparecen, pues, como profanos, se hallan lejos de poseer el conocimiento vivificante, la mujer verdadera, la «Viuda» correspondiente a los grados superiores, al «caballero merecido», que tiene la «rosa» y la «vida», mientras que ellos conocen sólo «la muerte». Podemos suponer que estos grados superiores constituían el mismo misterio suprarreligioso al que eran admitidos los templarios sólo tras haber rechazado la Cruz y que en el ciclo de la Mesa Redonda está representado por el mismo Grial como misterio supra y extraeucarístico.

En cuanto a los Fieles de Amor como milicia y organización gibelina, la literatura en cuestíón nos ofrece asimismo probables referencias a los hechos históricos. Uno de los documentos más significativos lo tenemos en otra ilustración de Da Barberino, donde se representa la trágica victoria de la Muerte sobre el Amor. La Muerte asaetea a una mujer, que aparece herida y en el momento de caer. Cerca de ella está el Amor, dividido en dos partes, entera la de la izquierda, rota la de la derecha. Creemos que tal vez pueda valer aquí, sin más, la interpretación de Valli, para quien la Muerte es la Iglesia, y la Mujer herida es la organización de los «Fieles de Amor». En cuanto a la figura, bipartida, de Amor, en su parte rota equivaldrá entonces a la misma Mujer herida, o sea, al lado externo, destruido, de la organización, mientras que su lado izquierdo, su otra mitad, será el lado invisible, que, pese a todo, siguió existiendo. En la simbología tradicional, el lado de la izquierda se ha relacionado a menudo con lo que está oculto y no manifiesto.

Pasemos tras esto a considerar brevemente el significado último y general de la corriente de los «Fieles de Amor» respecto al espíritu del ciclo del Grial y de las demás tradiciones que hemos visto que están relacionadas con él.

Puede admitirse cierta continuidad o interferencia en el plano de la doctrina secreta, iniciática, y en el de la orientación militante gibelina de una organización. Pero, como ya hemos dicho, en lo tocante a los Fieles de Amor se puede hablar de una forma ya disociada, y por doble motivo. Allí donde, entre ellos, hubiese acción, se trataba siempre de acción militante, no de la acción como base de una realización espiritual o iniciática, como ocurre según la vía caballeresca y «heroica» en general o según la orientación ideal del propio templarismo. Por lo que respecta al lado iniciático, ya hemos puesto de relieve que los miembros de la corriente y la organización en cuestión deben de haber seguido, por el contrario, la «vía del amor».

En segundo lugar, y por lo que respecta al fondo de su propia iniciación, en los Fieles de Amor la «mujer», al mostrarse con el aspecto de «Sabiduría Santa», de «Nuestra Señora Inteligencia» y en general, como han observado Valli y otros, de gnosis, hace pensar en un plano esencialmente sapiencial y contemplativo, no separado de un elemento estático, de lo cual tenemos una confirmación incluso en el horizonte intelectual de Dante.

De esta forma, podemos pensar que si bien en esos ambientes iban más allá de la actitud religiosa de los que simplemente «creen», con todo permanecían todavía en la esfera de una especie de iniciación platónica, no se orientaban en el sentido de una iniciación «regia» que incluyera en una unidad el elemento guerrero y el sagrado, como en el símbolo del Señor de las Dos Espadas y de la resurrección del Imperator y del rey del Grial. Ello equivale a decir que el gibelinismo de los Fieles de Amor carecía de una contrapartida espiritual verdaderamente adecuada, por lo cual hemos empleado los términos “forma ya disociada”, aunque en algunos sentidos la tradición anterior o paralela continuó como organización secreta.

Esta consideración nos lleva también al plano histórico, y podemos preguntarnos si el carácter antieclesiástico de la corriente en cuestión no sería, en el fondo, tan sólo contingente y no ligado a que estuviese verdaderamente por encima del catolicismo. En efecto, en los marcos del catolicismo ortodoxo también había lugar para una realización de tipo contemplativo más o menos platónico, y muchos dogmas y símbolos de la tradición apostólica eran susceptibles de ser vivificantes sobre la base de esa realización. Por otra parte, más de un punto hace pensar en que los Fieles de Amor no querían nada que fuese inconciliable -en principio- con un catolicismo purificado y dignificado, que la piedra de Dante no tenía nada del Grial, sino que era, simplemente, la Iglesia católica, cuya piedra de fundamento es Petrus: y al decir que esa piedra, antaño blanca, se había vuelto negra («de su color completamente alejada»), aludirá sólo a la corrupción por la cual piensa que la Iglesia se había convertido en una especie de tumba de la doctrina viva de Cristo, de la que por el contrario hubiera tenido que ser la pura guardiana. Por tanto, los Fieles de Amor no serían adversarios de la Iglesia por el hecho de ser exponentes de una tradición esencialmente distinta, sino porque para ellos la Iglesia no estaba - o había dejado de estar - a la altura de la pura doctrina cristiana. Si ello es cierto, a Dante y los Fieles de Amor no se los podría situar en la misma línea que a los caballeros del Grial. La «Viuda», de la que hablan, no sería la tradición solar del Imperio, sino una tradición ya alterada y aminorada, «lunar»; por tanto, no del todo inconciliable con las premisas de un catolicismo purificado.

Una prueba indirecta de esto la tenemos en la concepción dantesca de las relaciones entre la Iglesia y el Imperio. Como ya hemos dicho, se mueve en torno a un dualismo limitador, sobre una polaridad entre vida contemplativa y vida activa. Ahora bien, si, apoyándose en los caracteres de ese dualismo, Dante arremete violentamente contra la Iglesia al considerar todos esos aspectos en que no se limita a la pura vida contemplativa sino que siente avidez de bienes y poderes terrenales, desconociendo así el supremo derecho del Imperio en el orden de la vida activa y tratando de usurpar sus prerrogativas, es lógico que, partiendo de las mismas premisas, Dante hubiera tenido que cultivar también una misma aversión por la tendencia opuesta, o sea, por todo intento del Imperio que pretendiese afirmar íntegramente su propia dignidad en el mismo ámbito supramundano en que la Iglesia exigía su propio y exclusivo derecho, derecho que, por otra parte, le reconoce Dante. O sea, Dante, en la misma medida que contra el güelfismo, hubiera debido alinearse contra un gibelinismo integral, contra la concepción trascendente del Imperium; y ello debido a una teórica inicial, que tiene caracteres «heterodoxos» no tanto frente a un catolicismo purificado, como frente a la tradición primordial de la espiritualidad «regia». Por eso, contra la tendencia de algunos a sobrevalorar el «esoterismo» de Dante, y pese a la presencia efectiva de este esoterismo en muchas de sus concepciones, en el terreno en que aquí nos movemos.

Dante destaca mucho más como poeta y como combatiente que como el afirmador de una doctrina carente de compromisos. Demuestra excesiva pasionalidad y demasiado espíritu partidista cuando es militante, mientras que se revela demasiado cristiano y contemplativo cuando pasa al ámbito espiritual. De ahí las distintas confusiones y oscilaciones, por ejemplo, un Federico II confinado en los infiernos y una defensa de los templarios contra Felipe el Hermoso. En general, todo parece decirnos que, pese a todo, Dante había tenido como punto de partida la tradición católica, que se esforzó por elevar a un plano relativamente iniciático (suprarreligioso), en vez de estar directamente ligado con representantes de tradiciones superiores y anteriores al cristianismo y al catolicismo, como, a nuestro parecer, ocurre en lo tocante a las fuentes esenciales de inspiración del ciclo del Grial y, como veremos, también de la literatura hermética.

De ahí que, considerando en su conjunto la corriente de los Fieles de Amor, veamos en ella a un grupo gibelino de carácter iniciático y, como tal, en posesión de un saber más elevado que la doctrina ortodoxa de la Iglesia, pero cerca de una concepción ya diluida y de compromiso de la idea imperial. Así, el aspecto más positivo de la corriente es aquel por el que la Corte de Amor adopta los caracteres de un reino o feudo inmaterial, y los «fieles» son personalidades individuales que se consagran a una realización suprarracional estática, sobre todo constituyendo una cadena en nombre de ella. En determinado aspecto, eso corresponde idealmente a la conclusión pesimista de la saga del Grial, al Grial que se hace invisible de nuevo, a Parsifal, que pasa de rey a hacerse asceta. Y, sobre todo, de esta forma se conservará la tradición en el período siguiente, abandonando cada vez más el aspecto militante y revivificando en cierta forma filones más profundos y originarios.

En cuanto a la corriente de los Fieles de Amor, al parecer continuó en Italia hasta Boccaccio y Petrarca, si bien adoptando caracteres cada vez más humanistas, hasta que acabó por prevalecer resueltamente el aspecto «arte» sobre el esotérico. Los símbolos se transmutaron entonces en meras alegorías, cuyo significado no comprendían ni siquiera quienes seguían usándolos en sus poesías. A inicios del XVII, parece que el principio vital de la tradición quedó completamente agotado no sólo en su conjunto, sino también en cada uno de los autores. Para la continuación correspondiente es preciso referirse a otros grupos, a otras corrientes.

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXV. El Grial, los cátaros y los "Fieles de Amor"

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXV. El Grial, los cátaros y los "Fieles de Amor"

Biblioteca Julius Evola.- Para quien lo hubiera dudado o lo desconociera, no existe absolutamente ninguna relación entre la temática del Grial y el catarismo, muy a pesar de lo que han dicho algunos estudiosos o seudoestudiosos del tema. Evola, que se carteó con el principal defensor de esta corriente, Otto Rhan, intentando disuadirle de lo insensato de sus puntos de vista, niega cualquier relación entre el catarismo y el grial, pero reconoce, en cambio, que el movimiento de los "Fieles de Amor" gibelinos, una de las muchas ramas en las que siguió insertado el espíritu del templarismo, si engloba parte de la temática griálica.

 

XXV. EL GRIAL, LOS CÁTAROS Y LOS «FIELES DE AMOR»

La leyenda del Grial tiene relaciones históricas con la que suele llamarse la «literatura trovadoresca» y más particularmente con los «Fieles de Amor»; hasta el punto de que algunos la han considerado parte de esa literatura, a la que antes únicamente se le solía atribuir valor de poesía y romanticismo medieval. En realidad, incluso la literatura trovadoresca tenía en cierta medida una dimensión esotérica y tendencias secretas, cosa que, por lo demás, en Italia, una vez reanudados por Luigi Valli los estudios iniciados por Rosetti y Aroux, más de uno admite ya. Tras haber aludido a este esoterismo, indicaremos aquí los aspectos en que estas corrientes reflejan influencias análogas a las que dieron forma al ciclo del Grial.

Ante todo, es indudable que la corriente de los «Fieles de Amor» tuvo a menudo un evidente colorido gibelino y anticatólico, cuando no incluso herético. Ya Aroux había puesto de relieve que la gaya ciencia se había desarrollado principalmente en las ciudades y castillos de Provenza, que fueron también centros de herejía, sobre todo de la herejía cátara. Partiendo de estas premisas, realizó estudios sobre el posible contenido secreto y sectario de la poesía trovadoresca. Rahn se inclina más bien a ver en la historia de Wolfram von Eschenbach una especie de transcripción de un relato provenzal estrechamente relacionado con las vicisitudes de los cátaros y sobre todo con su castillo de Montsegur. Por nuestra parte, creemos oportuno distinguir entre «Fieles de Amor» y cátaros, y opinamos que, sobre todo el espíritu del catarismo, tuvo muy pocos puntos en común con el del templarismo del Grial.

También los cátaros pretendían ser custodios de un saber superior y de una espiritualidad más pura que la católica. No reconocían la autoridad suprema de la Iglesia y consideraban algo ultrajante para la naturaleza divina de Cristo la adoración de la Cruz, llevando esta su repulsión hasta el extremo de decir: «Que jamás me salve yo en este signo». Poseían misterios, que se resumían en los ritos de la manisola y del consolamentum spiritus sancti, destinados a elevar a los miembros de la comunidad al grado de los llamados «perfectos».

Sin embargo, su corriente se presenta en conjunto como una mezcla muy sospechosa de cristianismo en sus orígenes, de maniqueísmo y de budismo degenerado.  Se caracteriza por una exasperación del evasionismo cristiano: el dualismo, la negación pesimista del mundo, la intensificación del pathos del amor y de la renuncia, el impulso a una informe liberación, y un ascetismo de tipo entre «lunar» y exaltado (hasta el punto de que algunos cátaros ayunaban hasta morir, pensando que así se liberaban del mundo, imaginado como malvada creación del Antidiós y lugar de exilio) nos muestran que esta corriente estaba bastante alejada de cuanto pueda referirse a una tradición de espiritualidad «heroica» e incluso, en el fondo, de estricta iniciación. Pero ello no quitaba que el catarismo pudiera aportar una contribución al gibelinismo, aunque fuese de manera indirecta, por razones históricas y contingentes, no por verdadera afinidad con el espíritu del mito imperial. Provenza, centro del catarismo, puede considerarse como uno de los principales lugares en los que, por medio de las Cruzadas, se llevó a cabo la transmisión de los distintos temas y símbolos tradicionales, desde el Oriente árabo-persa hasta el Occidente cristiano. Pero allí donde, en el ciclo del Grial, junto a una coyuntura de este tipo, resurge el aspecto positivo y viril de un antiguo patrimonio nórdico-céltico precristiano, en el catarismo, por el contrario, parece haber emergido de nuevo el aspecto negativo, femenino y ginecocrático, de un legado precristiano distinto, que en otro lugar hemos definido de atlántico-meridional y que ha de considerarse una alteración de la tradición primordial en el sentido de «ciclo de la Madre». Si, tal como parece, los cátaros tomaron del maniqueísmo y del budismo el símbolo de la mani, piedra brillante que ilumina el mundo y borra todo deseo terrenal, sólo exteriormente hay en ello una correspondencia con el Grial, ya que el símbolo cátaro tiene simplemente los caracteres lunares y religosos de «joya de la compasión» y del «amor divino». La aversión cátara hacia la Iglesia se basó en el hecho de que se vio en Roma una especie de continuación del mosaísmo (para los cátaros, lo mismo que para ciertas sectas gnósticas y para Marción, el Dios del mosaísmo representaba, entre otras cosas, el dios de la tierra, opuesto al del «amor»). En resumidas cuentas, la Iglesia era demasiado «romana» para ser la Iglesia cátara del amor. De ahí que la cruzada contra los cátaros tuviese un sentido profundamente distinto del de la dirigida contra los templarios. Cuando Peyrat ve en aquella cruzada la lucha entre la teocracia autoritaria romana, aliada con la Francia gálica, feudal y monárquica del Norte, y la Aquitania ibérica democrática, federativa y municipal, cuna de una caballería deseosa de emanciparse de Roma y de la Francia nórdica, muestra una apreciación justa, aparte de su personal visión del hecho. Sin embargo, eso no quita que el golpe dado por la Iglesia -aliada con el «Gigante» - contra los cátaros, a diferencia del asestado a los templarios, se realizara en última instancia contra un elemento inseparable del pathos originario del verdadero cristianismo, o sea, contra algo que, tal vez más que el catolicismo romano, podía llamarse auténticamente cristiano.

Como decimos, sobre todo la corriente de los «Fieles de Amor» no se puede poner en una relación unilateral con los cátaros. Presenta a menudo un carácter mayormente iniciático y gibelino, aunque no hasta el extremo de no aparecer, en comparación con el espíritu del ciclo del Grial, como forma ya disociada.

Según la tradición, las «Ieys d'amors» trovadorescas las halló originariamente un caballero bretón en la rama de oro de una encina en la que se había posado el halcón del rey Arturo, simbolismo que ya conocíamos, igual que el del anillo de oro que el trovador recibía de su dama en el acto de jurarle eterna fidelidad. Por otra parte, para consagrar este rito, en Provenza se invocaba a la Virgen, y en Alemania a esa «Frau Saelde» que ya hemos visto presentarse también como protectora del reino de Arturo y como la que favorece y sostiene la conquista del Grial.

En este tipo de literatura, «mujer» y «amor» tienen un carácter simbólico todavía más notable y claro que entre las distintas mujeres y reinas de los textos del Grial y de la literatura propiamente caballeresca, y se convierten en el centro de todo lo que sucede. Sólo que en este caso el simbolismo no excluiría un aspecto también concreto, relacionado con una especial y divergente vía de realización espiritual en la que los sentimientos, la exaltación y el deseo suscitados por una mujer real, concebida y vivida, sin embargo – a través de una especie de proceso evocador - como encarnación de una fuerza vivificadora y transfigurante, que trascendía a su persona, podían desempeñar un papel como base o punto de partida.

Sobre todo esto, no obstante, debemos remitir al lector a otra obra nuestra: Metafísica de sexo. Sólo pondremos aquí de relieve que la finalidad de esa vía especial era también, en general, la de toda iniciación. Lo manifiesta explícitamente un Fiel de Amor provenzal, Jacques de Baisieux, cuando identifica el Amor con la destrucción de la muerte, al decir: «A senefie en sa patie sans, et mor senefie mort; - or l´asemblons, s'aurons sans mort. O sea, que para él los «amantes», los que han obtenido el «amor», son «los que no mueren», los que «vivirán en otro siglo de gozo y de gloria». Está bien claro que la «literatura de amor», en este sentido, tenía un contenido secreto, lo cual se confirma por más de una alusión de los mismos autores. Por ejemplo, Francesco da Barberino aconseja «temere della gente grossa» (o sea, ignorantes), y escribe: «Digo y declaro que todas las obras hechas por mí y referentes al Amor, las entiendo en un sentido espiritual, pero no todas pueden ser glosadas por todos». Sus Documenti d'Amore llevan por imagen la elocuente figura de un guerrero con la espada en la mano, de cuya boca salen estas palabras, más que significativas: «yo soy vigor y miro si viniese - alguno que el libro abriese, - y si resultase no ser como había dicho que era, - esta espada le clavaría en el pecho». Advertencia, pues, al profano; defensa de una doctrina secreta que no puede por menos de hacemos pensar en un aspecto de la misma defensa del Grial.

Valli ha puesto de relieve que las «mujeres» de los «Fieles de Amor», sea cual fuere el nombre que tengan, ya se llamen Rosa o Beatrice, Giovanna o Selvaggia, etc, partiendo de Dante, Cavalcanti, Dino Compagni y los poetas de la Corte de Sicilia, incluido Federico II, son todas una sola mujer, que para este estudioso representa precisamente la doctrina secreta, custodiada por un grupo unido invisiblemente, así como por una intención militante, en larga medida adversa a la Iglesia. Ese, desde luego, es un aspecto del simbolismo en cuestión. Veamos algunos ejemplos: en cierto momento, el amor de Dante se revela como el amor por la «Sabiduría Santa». Su «dama», Beatriz, le confiere la libertad iniciática - no sólo por su mediación el alma de Dante es «separada del cuerpo», sino que, en el Paraíso, el «sol de ella» oscurece al «sol de Cristo»-. Dino Compagni escribe: «Nuestra Señora la amorosa Inteligencia - que establece en el alma su residencia - que con su belleza me ha enamorado.» Y: «¡Oh vosotros que tenéis sutil conocimiento! - amad a la suma Inteligencia - la que libra al alma de guerra, - la que junto a Dios hace residencia... - Ella es soberana mujer de valor, que al alma alimenta y pace al corazón - y el que es servidor suyo deja por siempre de ser errante.» Cavalcanti relaciona «una mujer tan bella, que la mente no puede comprender», con la declaración: «Tu salvación ha aparecido.» Guido Guinizelli revela que siente amor por una mujer que debería «dar la verdad - como la Inteligencia del cielo».

En el Jugement d'Amour, donde figura precisamente aquella Blancheflor que ya hemos visto aparecer como una de las «mujeres» de Parsifal, se habla de «misterios de amor» que está prohibido comunicar «a los viles, a los indiscretos ya las personas vulgares», y que están reservados «a los clérigos y los caballeros». Finalmente, Amaut Daniel, llamado por Petrarca «Gran Maestro de Amor», afirma que «si obtuviese a su mujer, la amaría mil veces más que el ermitaño o el monje amó a Dios». Todo esto permite presentir el tema que caracterizó secretamente esta literatura y al que hay que referirse incluso allá donde resulta menos visible y más velado por las expresiones poéticas y patéticas. Al propio tiempo, como ya hemos dicho, hay que considerar el otro aspecto, más concreto, precisamente como una especial «vía del sexo», en la que el arrebato y la exaltación del eros tienen una parte técnica como apoyo para la realización iniciática. De ahí una diferencia no sólo respecto a las realizaciones de base intelectual y ascética, sino también de aquellas cuya base es la acción heroica (como en la caballería y en la «vía del guerrero»).

Igual que en el ciclo del Grial, en los «Fieles de Amor» encontramos también el tema de la mujer como «viuda». Da Barberino habla precisamente de una viuda misteriosa -«te digo, y claramente, que hubo y hay cierta viuda que no era viuda» - a la que dice haber conocido y gracias a la cual puede volver a encontrar su «fortaleza». Es la Veve Dame, que es también la madre de Parsifal y que, en una versión de la leyenda, es la propia portadora del Grial (su nombre, Philosophine, puede hacerla corresponder también, en un aspecto, a «Nuestra Señora Inteligencia»). Es también la viuda o reina solitaria que tan a menudo hemos visto ser liberada y desposada por algunos caballeros del Grial. Así, también, el «fiel de Amor» busca esa sabiduría o tradición que no tiene - o ha dejado de tener - un hombre (la viuda) y que es la única en dar la «fortaleza».

Volviendo al aspecto iniciático, los Fieles de Amor consideraban varios grados. Un Nicolò de Rossi dispone «los grados y la virtud del verdadero amor» según una escala que va desde la liquefatio al languor, al zelus y, finalmente, al extasim que «dicitur excessus mentis», o sea a una experiencia suprarracional. En Da Barberino se encuentra una figura de Amor con rosas, flechas y caballo blanco, junto a doce figuras durmientes, que representan a doce virtudes o grados en una jerarquía que «introducit in Amoris curiam» (penúltimo grado) y, finalmente, en la «eternidad». Por tanto, también aquí reaparece el simbolismo del caballo, referido al principio que es «no-muerte (a-mor)». En cuanto a los dardos y las rosas, corresponden evidentemente al doble poder de matar o traspasar y de resucitar («hacer florecer») que figuran asimismo entre los atribuidos al Grial o a la lanza del Grial. Por otra parte, Dante emplea la «rosa sempiterna» para simbolizar sin disfraces la visión del supramundo, enseñándonos así más o menos qué hay que pensar de las mujeres que llevan insistentemente el nombre de «Rosa», tan celebradas, casi hasta la monotonía, sobre todo en la literatura cultivada por ambientes gibelinos, como los de la Corte de Federico II, a partir de este mismo emperador.

En cuanto al otro aspecto - opuesto - del principio «amor», en virtud del cual puede éste actuar de manera destructiva, es interesante que encontremos aquí el mismo tema del ciclo del Grial, o sea, un ser herido, y no sólo por dardos, sino también por lanza. En Jacques de Baisieux se lee: «El Amor, que no es lento en conocer a sus fieles, va volando hacia aquel por quien suspira la dama, lo hiere con su lanza y le da tal golpe que le saca el corazón del pecho y se lo lleva a su dama». Según el mismo autor, que no vacila en declarar que los primeros y más altos Fieles de Amor fueron los caballeros del rey Arturo y del Grial, el Amor quiere que estos sus fieles «estén armados para luchar, porque quiere destrozar y abatir la arrogancia de los orgullosos, de los que son hostiles para con él»; ya «orgullosos» de este tipo los traspasará él con la lanza como fue traspasado Amfortas por haberse convertido en amante de Orgeluse. De Amor en general se dice, en Cavalcanti, que despierta «la mente que duerme» - o sea, que provoca el despertar iniciático -, pero que también mata el corazón y hace temblar el alma, de la misma forma que Dante, frente a la visión de la mujer, dice: «me esforcé por no caer», y: «el corazón que estaba vivo, quedó muerto», expresiones todas que, junto con otras muchas análogas, referidas a menudo al efecto de un enigmático «saludo» de la mujer, hacen pensar en los efectos de experiencias trascendentes, semejantes a la del ya recordado testimonio templario, más que mostrarse como transposiciones retóricas de emociones amorosas.

En cuanto al rito iniciático y, al propio tiempo, a la jerarquía conjunta de los Fieles de Amor, el documento más importante es una ilustración de Da Barberino en la que se ven trece figuras, las cuales, considerando que la central es doble, andrógina, han de tomarse, según observa Valli, en simetría respecto a la propia figura central, de modo que se obtienen siete parejas, que corresponden claramente a los grados de una jerarquía y al «viaje celestial», tradicionalmente relacionado simbólicamente con los siete cielos planetarios. Los grados inferiores, hasta el hombre y la mujer que constituyen la cuarta pareja, corresponden a figuras más o menos gravemente heridas y derribadas por las flechas de Amor. A la quinta pareja, aunque también herida, pero de un solo dardo, corresponden estas palabras: «De esta muerte seguirá vida.» La sexta pareja comprende la «Viuda», que tiene frente a sí al «Caballero merecido», alusión más que clara a una toma de contacto con la fuerza o tradición «que ha quedado sola» y que preludia la posesión efectiva, representada por el grado siguiente, ya que tras la sexta figura, no herida ya por los dardos y que lleva las rosas de la resurrección, viene la última figura, la andrógina central, con las palabras: «Marido y mujer.» Encima de esa figura emprende el vuelo, en un caballo alado, el dios Amor, el destructor de la muerte.

Ahora bien, es muy interesante que en uno de los primeros y más difundidos textos de esa literatura, en el Liber de Arte Amandi, de Andrés el Capellán, la sede de Amor tenga exactamente los caracteres de la «sede polar», o «Tierra del Centro»: el palatium Amoris se halla «in medio mundi constructum»; por tanto, tiene el mismo carácter de «centro» que presenta el castillo o la isla del Grial. Más aún: en Dante, el Amor, imaginado como «Señor de la Nobleza», vuelve a tener el carácter de centro: «Ego tanquam centrum circuli cui simili modo se habent circumferentiae partes», y él dice a quien «ama infelizmente», o sea, que no ha obtenido el Amor y la «mujer»: «tu autem non sic». Con ello, y refiriéndonos a la centralidad, respecto a sí, del ser reintegrado, del iniciado, se tiene el reflejo subjetivo del carácter metafísico del propio Centro, lo cual puede propiciar la conexión de cada uno con él. Por otra parte, en Jacques de Baisieux, la asignación de los «feudos de Amor» por parte de Amor, representado como un rey barbudo de corona de oro - y, por tanto, poco evocador de su imagen clásica, y que recuerda mucho más las citadas formas en que aparecía el Bafomet templario -, evoca, ya los «mandatos» asignados por el «Rey del Mundo», ya la asignación de la función de rey para esta o aquella tierra, decidida por el Grial para algunos de sus caballeros.

También el «monte» figura en el simbolismo de los Fieles de Amor y con él la «piedra», unida a la idea de una misteriosa muerte y una esperada resurrección. En un soneto, Cino da Pistoia se representa a sí mismo «en el blanco y en el bienaventurado monte», llorando sobre una piedra que contiene a su dama. También en un soneto atribuido a Dante se habla de la «dolorosa piedra» que «tiene muerta a mi mujer», la cual también lleva el nombre de Petra; y se lee: «Ábrete, piedra, para que yo a Petra vea - que en medio de ti, que cruel eres, yace - pues me dice el corazón que todavía está viva». En el tratado Reggimento e costumi delle Donne, la piedra es una piedra preciosa, y ésta, como la mujer que la lleva, es un claro símbolo de la Inteligencia soberana. ¿Podemos, pues, considerar que la mujer viva, Petra, encerrada y obligada por la piedra a estar como muerta, es un símbolo equivalente al del Grial imaginado como piedra, cuya virtud «vive y no vive», al Grial como elemento en manos de un rey paralítico, o vivo sólo aparentemente?. Si tal asimilación no carezca tal vez de razón de ser, no conviene, sin embargo, olvidar el hecho de que en Dante son de odio todas las canciones en que figura la piedra, y que aquí destaca un tema de luto y duelo mucho más que cualquiera de los aspectos positivos de la «Piedra de la Luz».

Efectivamente, parece entrar aquí en juego el otro aspecto, no ya sólo iniciático, sino también militante y gibelino, de la corriente de los Fieles de Amor, sobre el que hemos de detenemos brevemente.

 

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXIV. El Grial y los Templarios

El Misterio del Grial - Capítulo II - La herencia del Grial - XXIV. El Grial y los Templarios

Biblioteca Julius Evola.- Llegamos al capítulo de conclusiones titulado "La Herencia del Grial", posiblemente, uno de los capítulos más inspirados de toda la obra evoliana. Empieza Evola atribuyendo a los templarios la naturaleza de verdaderos caballeros del Grial. Rememora lo que dice la leyenda sobre la orden de aballeros custodios del Grial -los "templeissen"- y sus similitudes con la verdadera e histórica Orden del Temple. Es evidente que los redactores de la leyenda tomaron como modelo a la caballería templaria.

 

LA HERENCIA DEL GRIAL

XXIV. EL GRIAL Y LOS TEMPLARIOS

Por lo que se refiere a la cúspide jerárquica, es difícil decir a través de qué representantes del Sacro Imperio Romano se estableció algún invisible lazo con el centro del «Señor Universal». Fuera del ciclo del Grial, hemos referido ya leyendas que aluden a la sensación de un mandato misterioso que habían recibido los Hohenstaufen, que éstos unas veces asumieron y otras veces no comprendieron o perdieron. De todos modos, no en vano la imaginación popular se vio llevada a revivir a través de sus figuras el mito del emperador que finalmente deberá despertar y vencer. La profecía según la cual el «Árbol Seco» rebrotará cuando se encuentre «Federico» con el preste Juan es otra forma de la esperanza en el contacto que durante la fase ascendente del gibelinismo hubiera podido producir la verdadera restauración. Por lo general, hasta un Maximiliano I, significativamente llamado «el último caballero», que fue emparentado simbólicamente con el propio rey Arturo y que al parecer se había propuesto sustituir la misma función pontifical, se refleja en los representantes del Sacro Imperio Romano algo del crisma de la realeza trascendente, de esa superior «religión regia según Melquisedec», a la que a veces se refirió significativamente la misma ideología política al reivindicar el superior derecho de los soberanos, que para ella no eran «laicos», sino «ungidos por Dios». Precisamente frente a ello, la Iglesia se vio llevada a evocar finalmente confusas imágenes apocalípticas y a recurrir a la historia de la venida del Anticristo. Sobre todo a finales de la Edad Media, es bien visible la tentativa de la Iglesia de transferir a reyes de la dinastía francesa, amiga de la Curia de Roma, los rasgos positivos de la figura del futuro emperador victorioso y de asociar la idea del Anticristo a los elementos de la saga que, en cambio, podían referirse a los principios teutónicos gibelinos. Por lo que no faltó quien creyera reconocer al Anticristo en los mismos rasgos del Veltro dantesco.

De todos modos, la Iglesia no pudo nunca con el vértice imperial, y la gran lucha entre los dos poderes, degenerada en amplia medida en forma de un antagonismo entre intereses y ambiciones temporales, había de desembocar en un colapso de ambos, además de con la desviación luterana, fatal tanto para la autoridad de la Iglesia como para la idea integral y sagrada del Imperio. En cambio, con la que puede llamarse la milicia del Sacro Imperio Romano, o sea con la caballería, las cosas fueron de otro modo, con casos de verdadera represión y destrucción.

Está fuera de duda que, entre las varias órdenes caballerescas, la Orden de los templarios fue la que más sobrepasó la doble limitación que constituía, por una parte, el simple ideal guerrero de la caballería laica y, por otra, el ideal simplemente ascético del cristianismo y de sus órdenes monásticas: se aproximaba así sensiblemente al tipo de la «caballería espiritual del Grial». Además, su «doctrina interna» tenía carácter iniciático. Por eso fue acosada especialmente y eliminada y, a decir verdad, precisamente a través de la coalición de los representantes de ambos principios por ella idealmente superados: del Papa, aliado a un soberano de tipo laico, secularizado y despótico, enemigo de la aristocracia, Felipe el Hermoso, a lo que podría hacerse corresponder el símbolo dantesco del «Gigante» en connubio con la «Prostituta». Fueran cuales fueren los móviles «reales» de la destrucción de los templarios, aquí cuentan poco. En este tipo de casos, tales móviles son siempre ocasionales: sólo valen para poner en marcha las fuerzas necesitadas para realizar un propósito cuya inteligencia rectora se encuentra en un plano bastante más profundo. Debido a la propia naturaleza del ideal templario, la Orden debía ser destruida violentamente.

Por lo demás, el instinto de la Iglesia contra la caballería, usando pretextos varios, no dejó de manifestarse también con respecto a otras Órdenes. En 1258, Gregorio IX atacó a la Orden de San Juan por abusos y presuntas traiciones, pero aludiendo también a la presencia, en ella, de elementos «heréticos». En 1307 los Caballeros Teutónicos fueron igualmente acusados de herejía por el arzobispo de Riga, y su jefe tuvo grandes dificultades para salvar la Orden. Pero el objetivo principal del ataque fueron precisamente los templarios. La destrucción de esta Orden coincide con la interrupción de la tensión metafísica del Medievo gibelino; con ella se rompen de nuevo los contactos. Es el punto inicial de la ruptura, del «ocaso de Occidente».

A la lucha contra la Orden de los Templarios, con mayor motivo que a la lucha contra los cátaros, se la puede llamar cruzada contra el Grial. La analogía entre los caballeros del Grial y los templarios parece delatarse en Wolfram por el nombre mismo: en Wolfram, aunque no se hable de ningún templo, los custodios del Grial son llamados Templeisen, o sea templarios. En el Perlesvaus los guardianes del Grial en la «Isla» son figuras a un tiempo ascéticas y guerreras que, como los templarios, ostentan una cruz roja sobre una túnica blanca. José de Arimatea dio a Evelach, antepasado de Galahad, héroe del Grial y del rey Arturo, un escudo blanco con cruz bermeja, la misma enseña dada exclusivamente a los templarios, en 1147, por el papa Eugenio III. Y una nave con esta misma enseña templaria, con cruz roja sobre vela blanca, es la que acude por último a recoger a Parsifal para conducirlo a la sede desconocida adonde había sido llevado el Grial y de donde Parsifal ya no volverá. Los mismos temas se encuentran en la saga Som de Nansai, ya que también aquí termina siendo custodiado el Grial por monjes guerreros, que habitan una isla de la que de vez en cuando parten aquellos que revestirán en otras tierras la dignidad de rey.

Ahora bien, la caballería templaria fue típicamente una Orden en la que el combate, y sobre todo la «guerra santa», equivalían a una vía de ascesis y de liberación. Asumía exteriormente el cristianismo, pero en su más alto misterio, aunque reservado, como cabe suponer, a un círculo interno, lo superaba, rechazando su cristolatría y sus principales limitaciones de orden devocional; tendiendo poco a poco a trasladar el principio de la autoridad espiritual suprema a un centro distinto del de Roma, centro al que, más que la designación de Iglesia, convenía la designación, más augusta y universal, de Templo.

Esto aparece con suficiente claridad de las actas y resultandos del proceso de los templarios. Por mucho que esos resultandos estuviesen deformados y coloreados de tintas blasfemas, por incomprensión o con motivo, la mirada experta percibe fácilmente su verdadero alcance. Por supuesto, no se trata de idealizar a toda la Orden templaria en su concreción histórica, especialmente cuando adquiere grandes dimensiones (tuvo hasta nueve mil centros) y consiguió riqueza y poder temporal. Entre sus miembros hubo ciertamente hombres que no estaban a la altura de la idea y carecían de capacidad, incluso en el caso de un Gran Maestre, como Gerardo de Ridfort (1184-1189). Lo que diremos a continuación no se puede aplicar a la gran masa de los templarios en su última época, sino a una jerarquía que, como suele suceder en tales casos, no coincidía necesariamente con la oficial y visible.

Pero ello basta para caracterizar la Orden.

Ante todo, se desprende con gran uniformidad, no sólo de confesiones arrancadas con tortura, sino también de declaraciones espontáneas, que los templarios poseían un rito secreto de carácter auténticamente iniciático. Como condición para ser admitidos en ese rito, o como fase introductoria, había que abjurar de la cristolatría. El caballero aspirante a las jerarquías internas de la Orden debía pisotear y ultrajar el crucifijo. Se les ordenaba «no creer en el crucifijo, sino en el Señor que está en el Paraíso»; se les enseñaba que Jesús había sido un falso profeta, no una figura divina sacrificada para redimir los pecados de los hombres, sino un hombre cualquiera muerto por sus propios errores. El texto de la acusación se formula así: Et post crux portaretur el ibi diceretur sibi quod crucifixus non est Christus, sed quidam falsus propheta, depetatus per iudaeos ad mortem propter delicta sua. A este respecto, sin embargo, hay que pensar que no se trata de una verdadera abjuración, y menos aún de blasfemia, sino de una especie de prueba: había que demostrar la facultad de superar una forma exotérica, simplemente religioso-devocional, de culto. El rito en cuestión, al parecer, se celebraba sobre todo el viernes santo s: pero el viernes santo es también el día que a menudo corresponde a la celebración del misterio del Grial o a la llegada del héroe al inaccesible castillo del Grial.

Otra acusación es la de que los templarios despreciaban los sacramentos, sobre todo la confesión y la penitencia, o sea aquellos sacramentos que se resienten mayormente del pathos del «pecado» y de la «expiación». y que los templarios no reconocían la suprema autoridad del Papa y de la Iglesia, y seguían sólo aparentemente los preceptos cristianos. Todo ello pudiera ser la contrapartida del rito anticristolátrico, o sea, la superación del exoterismo cristiano y de la pretensión prevaricadora, por parte de una organización simplemente dogmático-religiosa - casi en absoluto consciente ya sea de la justificación pragmática de sus limitaciones, ya sea de los elementos tradicionales presentes en estado latente en sus doctrinas y en sus símbolos - de encarnar la suprema autoridad espiritual.

Además se acusaba a los templarios de tener acuerdos secretos con los musulmanes y de estar más cerca de la fe islámica que de la cristiana. Probablemente esta alusión ha de entenderse a partir del hecho de que también al islamismo lo caracteriza la anticristolatría. En cuanto a los «convenios secretos», se refieren a un punto de vista menos sectario, más universal, y por ello más esotérico que el del cristianismo militante. Las Cruzadas, en las que los templarios y en general la caballería gibelina tuvieron un papel fundamental en varios aspectos, crearon pese a todo un puente supratradicional entre Occidente y Oriente. La caballería cruzada acabó encontrándose frente a una especie de reproducción exacta de sí misma, o sea frente a guerreros que tenían la misma ética, las mismas costumbres caballerescas, los mismos ideales de «guerra santa» y, además, las correspondientes vertientes iniciáticas.

Así, en el Islam, la Orden árabe de los Ismaelitas, que se consideraban igualmente «guardianes de Tierra Santa», correspondía exactamente a la de los templarios (también en sentido esotérico y simbólico) y tenían una doble jerarquía, una oficial y otra secreta, y dicha Orden, con igual doble carácter, guerrero y religioso, corrió peligro de tener un final parecido al de los templarios por un motivo análogo: por su fondo iniciático y por la afirmación de un esoterismo que menospreciaba la interpretación literal de los textos sagrados. Es también interesante que en el esoterismo ismaelita reaparezca el mismo tema de la saga imperial gibelina: el dogma islámico de la «resurrección» (quiama) se interpreta aquí como la nueva manifestación del Jefe supremo (Imam) que permanece invisible en el llamado período de la «ausencia» (ghaiba): pues el imam había desaparecido en un momento dado sustrayéndose a la muerte, pero subsistiendo para sus seguidores la obligación de jurarle fidelidad y vasallaje como al propio Allah. En estos términos pudo establecerse gradualmente un reconocimiento inter pares al margen de todo espíritu partidista y de toda contingencia histórica, una especie de acuerdo supratradicional, como supratradicional era el propio símbolo del «Templo». Por lo demás, siendo el exclusivismo y el sectarismo otras características del exoterismo, o sea de los aspectos exteriores y profanos de una tradición, se reafirma aquí la actitud de «superación» destacada ya en los templarios. En referencia a las Cruzadas, resulta, por lo demás, de la historia, que ese «acuerdo secreto» nunca correspondió a ninguna traición militar, pues los templarios figuraban entre las tropas más valientes, fieles y combativas en aquellas empresas. Lo que sí pudo corresponder al acuerdo fue probablemente el librar la «guerra santa» de su aspecto materialista y exterior de guerra contra el «infiel» y de morir por la «verdadera» fe, fue devolver la guerra santa a su significado más puro, metafísico, por el cual la cuestión no era una profesión de fe particular, sino únicamente la capacidad de hacer de la guerra una preparación ascética para realizar la inmortalidad. y tampoco por parte islámica era otro el sentido último de la «guerra santa», del jihad.

Ahora bien, en el ciclo del Grial tenemos algo semejante a los «acuerdos» tomados en ese sentido de comprensión supratradicional: en la forma de mezcolanza de elementos árabes, paganos y cristianos. Wolfram - como hemos visto - acaba atribuyendo a una fuente «pagana» el relato del Grial hallado por Kyot. Igualmente, hemos visto que el padre de Parsifal, aunque cristiano, no siente ninguna repugnancia a combatir a las órdenes de príncipes sarracenos; que del propio José de Arimatea se nos dice que goza del Grial incluso antes de ser bautizado; que lucharon por el Grial caballeros no sólo cristianos, sino también paganos, que el pagano Firefiz estuvo incluso a punto de mostrarse, a través de la prueba de las armas, superior a su hermano cristiano y, en todo caso, ya antes del bautismo entró a formar parte de los caballeros del rey Arturo. En cambio, Baruch nos es presentado como Califa, o sea, de nuevo, como no cristiano. La dinastía del preste Juan, con la que, como es sabido, entronca la del Grial, comprende paganos y cristianos, incluso, según algunos, una mayoría de príncipes paganos. En definitiva, aparte de algunos textos tardíos astutamente cristianizados, en muchas partes la literatura del Grial muestra el mismo espíritu antisectario y supratradicional, con el que hay que relacionar el sentido de la acusación de «acuerdo secreto» lanzada contra los templarios; acuerdos que probablemente debieron de reducirse a la capacidad de reconocer la tradición única incluso en formas distintas de la cristiana.

En cuanto al rito central de la iniciación templaria, se mantuvo en extremo secreto. De una de las actas del proceso, resulta que un caballero que había querido pasarlo volvió de él pálido como un muerto y con expresión de extrema turbación, diciendo que, de allí en adelante, en el resto de su vida ya no podría tener alegría en lo más profundo del corazón: hasta el punto de que cayó en un estado de indecible depresión y murió al cabo de poco.

Estos efectos recuerdan marcadamente los que hemos visto en algunas pruebas del Grial, pruebas que «ponen blancos los cabellos» y suscitan en quien fracasa un profundo disgusto por toda cosa terrena, una profunda e incurable infelicidad. Lo que causa tal terror que impide comprender en qué lugar se está y que empuja a huir - según otro testimonio de los templarios - es la visión de un «ídolo» descrito en formas harto diferentes que, tal como están referidas en las actas, se prestan poco a una interpretación precisa (una majestuosa imagen dorada, una imagen de virgen, un anciano coronado, una figura bifronte o andrógina, una aparición de testa animal, como un carnero, y así sucesivamente).

Probablemente se trata de experiencias dramatizadas de la conciencia iniciática, en las que un contenido dado de la imaginación individual puede haber tenido un papel determinante. Sin embargo, podemos obtener alguna orientación a través de testimonios, como el de que el ídolo es un «demonio» que (alegóricamente) «da sabiduría y riqueza», virtudes que hemos visto ya atribuidas al mismo Grial; y también a través del nombre más frecuente del ídolo misterioso: Bafomet.

Bafomet, con gran probabilidad, está relacionado la idea de un «bautismo de la sabiduría», de una gnosis en sentido superior: nombre de un rito que muy probablemente fue transferido al ídolo. La visión del ídolo parece que se producía en un momento determinado de la misa, como misterio supraordinado a ella. Esto sólo puede hacernos pensar en las ceremonias que nos describen los textos más cristianizados del Grial: una especie de misa que tuviera el Grial como principal punto de referencia, con el sentido de un misterio que es peligroso sondar, so pena de ser herido por espada o perder la vista. Sin embargo, la «sabiduría» es aquello que en Wolfram consigue finalmente Parsifal, «alma de acero»: según otros, la «sabiduría» - Philosophine - es la «madre» del propio Parsifal, concebida como portadora originaria del Grial. “La «sabiduría» está simbolizada frecuentemente en los escritos gnósticos por una virgen o mujer - la Virgen Sofía - y si eso tal vez pudiera llevarnos a la explicación según la cual Bafomet, centro del bautismo templario de la sabiduría, era «una virgen», por otra parte recuerda ese simbolismo de la mujer que vemos que tiene un papel tan importante en los relatos caballerescos y en general

en el ciclo heroico. Cabe destacar, además, que Bernardo de Claraval, que fuera considerado una especie de padre espiritual de los templarios, también fue llamado «el Caballero de la Virgen». En otro testimonio -es importante destacar que es nórdico, inglés el misterio templario parece haber tenido relación, como el del Grial, con una piedra sagrada: los templarios, en los momentos más difíciles, parece que se dirigían a una piedra contenida en su altar.

Una designación de la «piedra» en el hermetismo medieval fue Rebis, la «cosa doble». Ello podría establecer también una relación con el símbolo de Bafomet en su forma de «andrógino». Quien se ha unido con la «mujer», quien la ha resorbido en sí mismo en la obra de reintegración iniciática a menudo era concebido, incluso en Oriente, como señor de las dos naturalezas, como andrógino.

Es característica la deformación en la que se basa la acusación de que los templarios solían quemar ante su ídolo los niños pecaminosamente engendrados por ellos. Todo ello debía reducirse, simplemente, a un «bautismo del fuego», o sea a una iniciación heroico solar impartida a los neófitos que, según una terminología común a todas las tradiciones, aparecían como «hijos» de los Maestros, como «recién nacidos» en el segundo nacimiento.

En la lengua cifrada de la misma mitología griega encontramos el símbolo de una diosa Deméter, que pone al niño en el fuego para asegurarle la inmortalidad. Este renacer tenía probablemente por insignia el cinto, que había que llevar noche y día, que cada caballero recibía y que había que poner en contacto con el ídolo para que se impregnase de un especial influjo. El cinto o cordón era ya en los Misterios clásicos el signo de los iniciados, así como en el Oriente indo-ario señalaba a las castas superiores de los «nacidos dos veces» y especialmente la brahmánica. Al propio tiempo, el cordón también es símbolo de la cadena inmaterial, del lazo que une invisiblemente «conforme a la esencia» a todos aquellos que han recibido la misma iniciación haciéndose así portadores de una misma influencia invisible.

El «doble fuego» es una imagen que, en cierta medida, equivale a la de la «doble espada»: en Oriente se le atribuyó la doctrina del doble nacimiento de Agni, y en el mundo clásico, la del doble fuego, telúrico y uránico. Ahora bien, uno de los símbolos principales de los templarios, la «doble llama», nos remite probablemente a la misma idea y, en todo caso, se acompaña de un cáliz que, como ha observado alguien, representa precisamente el papel de «una especie de Grial».

Las dos llamas, por lo demás, aparecían ya en el simbolismo mitríaco, en relación con una iniciación abierta sobre todo al elemento guerrero.

Hemos dicho ya que Inocencio III acusó a los templarios de cultivar la «doctrina de los demonios», lo que simplemente equivale a las ciencias sobrenaturales. Sobre los templarios corrían rumores de magia y nigromancia. Según algunos, es probable que practicasen la alquimia, y si bien probablemente no se trataba de eso, lo que sí es un hecho es que algunas esculturas de los monumentos y de las tumbas de los templarios tienen signos astrológico-alquímicos, por ejemplo el pentagrama junto a varios signos de los planetas y de los metales. En el ciclo del Grial ya hemos encontrado elementos de este tipo.

Las referencias astrológicas abundan en Wolfram von Eschenbach. Kyot, para descifrar los textos que contienen los misterios del Grial «leídos en las estrellas», tuvo que aprender los caracteres mágicos. Al «rey pescador» se lo describe a veces como mago que puede adoptar a placer muchas formas. La contrapartida del propio Arturo es el mago Merlín. En la Morte Darthur; se piensa que, con ayuda de una fuerza mágica, Merlín permitió a Sir Balin superar la prueba de la espada. Por último, recordemos la tradición según la cual al mismo Grial lo habían traído a la tierra y custodiado los «ángeles caídos», sinónimo de aquellos «demonios» a los que Inocencio III atribuye la doctrina de los templarios, o de los demonios a quienes los textos cristianizados célticos asimilaron con los Tuatha dé Danann, la raza de lo alto o de Avalón, detentadora de ciencias divinas. El pentagrama, que aparece en una tumba templaria, es un signo tradicional de la soberanía sobrenatural; en un texto inglés del Grial - Sir Gawain and the green Knight - precisamente el héroe del Grial lo recibe como insignia, y en otros textos del mismo ciclo consagra la Espada del Grial para que no se destroce y su virtud permanezca entera.

Señalemos, por último, que los adversarios de los templarios, mientras por una parte insistían tendenciosamente sobre su misoginia, por otra acusaban a los iniciados de traicionar el voto de castidad de la Orden y de entregarse a acoplamientos contra natura. Pureza y castidad a veces (no siempre) figuran también en el ciclo del Grial como dotes requeridas en el héroe predestinado. Pero ya hemos indicado la posibilidad de dar a tales conceptos también un significado más alto que el sexual y moralista. La renuncia a la mujer terrena, como hemos visto, alude esencialmente a la superación del «deseo». Lo que lleva a la caída a Amfortas no es unirse a la mujer del Grial, sino entregarse a Orgeluse. En todo caso, dado que, según Wolfram, a los reyes del Grial les era concedida una mujer – der küner sol haben eine - ze rehte ein konen reine - mientras que los simples caballeros debían renunciar a ella, igualmente cabe pensar que, cuando los simples templarios practicaban la castidad material ascética, los iniciados de la orden tal vez practicasen una castidad trascendente, y si fuese legítimo remitirse, con respecto al templarismo iniciático, a los conceptos de magia sexual que hemos señalado al hablar de Amfortas, no sería en suma difícil comprender de qué se trataba probablemente allí donde algunos se vieron llevados a pensar en «acoplamientos contra natura».

De todos estos elementos resulta de modo harto evidente un lazo analógico entre el modelo ideal de la caballería del Grial y la dimensión interior del templarismo histórico. Por otra parte, el citado agotamiento de la fuente de inspiración de los romances del Grial en vísperas de la tragedia de los templarios y del pleno desencadenamiento de la Inquisición, indica una especie de oculta sintonía también en un plano más concreto. Con la destrucción de la orden de los Templarios y con el colapso de la tensión que ya había conducido a la grandeza al Imperio gibelino en tiempos de un Federico I y de un Otón el Grande, lo que estaba a punto de manifestarse volvió a hacerse invisible, la historia se alejó de nuevo de lo que es superior a la historia. Quedó así el mito del emperador que no ha muerto, pero cuya vida es letárgica, cuya sede es un monte inaccesible. Es decir, que tenemos una repetición, en un sentido nuevo y pesimista, del antiguo tema de la espera, y el ciclo del Grial, que había adoptado preponderantemente este tema supratradicional en términos positivos, haciendo intervenir al héroe restaurador y vindicador, acaba también reflejando ese pesimismo. Así, mientras los temas del Diu Crône se resienten todavía del espíritu afirmativo del período de alta tensión, porque la desaparición del anciano rey y de su Corte con el Grial marca el deber realizado, el advenimiento del héroe que ha logrado su misión, que pasa a reinar teniendo en propiedad la espada invencible, otros textos muestran un espíritu bien diverso: que además es el espíritu de las redacciones de la saga imperial en las que el resultado de la «última batalla» es negativo para el rey despertado de su sueño: no sabe hacer frente a las fuerzas desencadenadas contra las que sale a combatir, y el colgar su escudo del Árbol Seco ya no tiene - como ocurría en el relato antes recordado – el sentido de una participación en el poder del imperio universal, sino el de un ceder el regnum y pasar al cielo. Así, el epílogo del texto de Manessier es que Parsifal lleva a cabo realmente la venganza, pero que luego renuncia a la dignidad real y, tomando consigo el Grial, la espada y la lanza, se retira a llevar vida ascética, o sea, a la misma vida a la que, renunciando a la espada, se había entregado, en Wolfram, el hermano herido del rey del Grial para tratar de remediar, por una vía distinta de la heroica, su dolor y decadencia en el período de interregno y de espera. Muere Parsifal, y tras su muerte nadie sabe ya nada de los tres objetos: espada, copa y lanza. De la misma forma, en el Perceval li Gallois, Parsifal y los suyos se retiran a llevar vida ascética, si bien a un lugar en el que deja ya de manifestarse el Grial. Para conducirlos hasta su lugar de retiro aparece la nave de los templarios, o sea la nave con cruz roja sobre vela blanca, y desde entonces no se supo ya nada más de Parsifal ni del Grial.

Encontramos el mismo tema en Queste du Graal: una mano celestial toma el Grial y la lanza, que jamás se volvieron a ver, y Parsifal se retira en la soledad y muere. En el Titurel, el Grial es trasladado a la India, al simbólico reino del preste Juan. Los pueblos en torno a Salvaterre y Montsalvatsche se entregan a una vida licenciosa que no pueden evitar, pese a todos sus esfuerzos, los caballeros de Montsalvatsche. En consecuencia, el Grial no puede permanecer allí; debe ser trasladado al lugar donde surge la luz: una nave, tras un fantástico y simbólico viaje, lo transporta a la India, al reino del preste Juan, que se halla «cerca del Paraíso». Hasta aquí llegan los templarios y, de pronto, he aquí que también es transportado milagrosamente el castillo de Montsalvatsche, ya que no había de quedar nada entre los pueblos culpables. El propio Parsifal adopta la función de «preste Juan», imagen del invisible «Rey del Mundo». Finalmente, en la Morte Darthur; en el sentido de una especie de retranscripción del tema de Arturo herido de muerte que se retira a Avalón, tenemos aquí a un Galahad que en su prisión es alimentado por el Grial, y una vez conseguida la visión total de éste, no trata de reafirmarse y hacerse de nuevo con el reino, sino que pide abandonar la Tierra. y cumpliendo sus deseos, vienen los ángeles a llevarse su alma al cielo. Una mano celestial coge el vaso y la lanza, «y desde entonces no puede haber nadie tan temerario como para afirmar que ha visto el Sancgreal».

A partir del punto culminante de la Edad Media, pues, la tradición se hace de nuevo subterránea. Se cierra un ciclo. La corriente del devenir lleva cada vez más lejos de las  «Tierras Inmóviles», de la «Isla», a las fuerzas de los hombres y de las naciones, que ahora entran ya sin freno alguno en la fase crítica de lo que tradicionalmente recibe el nombre de «edad oscura», kali-yuga.

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXIII. El Grial como misterio gibelino

El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXIII. El Grial como misterio gibelino

Biblioteca Julius Evola.- El concepto que se tiene del gibelinismo es completamente erróneo: no es que a su lado se alinearan los partidarios del poder civil, contra los guelfos, partidarios del papa y, por tanto, del poder espiritual, es que en el gibelinismo permanecía viva la antigua tradición en la que poder espiritual y poder temporal estaban íntimamente unidos y se consideraban inseparables. Era el orden de Melquisedek en lugar del orden de Abraham. El Emperador en la concepción gibelina estaba presente el doble poder espiritual y material

 

XXIII. EL GRIAL COMO MISTERIO GIBELINO

Precisamente en relación con este punto cabe pasar a considerar brevemente el problema particular referente al significado que la idea de la realeza del Grial y de la Orden del Grial pudo tener en el conjunto de las fuerzas, tanto visibles como secretas, que actuaron en el período histórico en que se difundieron dichas sagas.

Hemos dicho ya que el devenir invisible o inaccesible de todo aquello con lo que las tradiciones de varios pueblos han representado y conservado el recuerdo del centro y de la tradición primordial simboliza el pasar de lo manifiesto a lo oculto de un poder que no por ello se considera menos real. Ese reino del Grial - ese centro que, como dice Wolfram von Eschenbach, a formar parte de él están llamados los elegidos de todas las tierras, del cual parten caballeros para lejanos países, en misiones secretas, y que, por último, es «semillero de reyes» -, es la sede desde donde éstos son enviados a varias naciones, cuyos reyes nadie sabrá jamas de «dónde» vienen verdaderamente y cuál es su «raza» y su «nombre»; el signo del Grial inaccesible e inviolable sigue siendo una realidad incluso en la forma en la que no se lo puede relacionar con ningún reino de la historia. Es una patria que nunca podrá ser invadida, a la que se pertenece por un nacimiento distinto del físico, por una dignidad distinta de todas las del mundo y que une en una cadena irrompible a hombres que pueden aparecer dispersos en el mundo, en el espacio y en el tiempo, en las naciones. En nuestros escritos hemos tenido ocasión de volver a menudo sobre esta enseñanza.

En este sentido esotérico, el reino del Grial, así como el reino de Arturo, el reino del  reste Juan, Tule, Avalón, etc, siguen existiendo. El término non vivit de la fórmula sibilina vivit non vivit, desde este punto de vista, no alude a él. En su carácter «polar», este reino es inmóvil, no se traslada más o menos cerca de los diversos puntos de la corriente de la historia, sino que es la corriente de la historia, y son los hombres y los reinos de los hombres los que pueden trasladarse más o menos cerca de él.

Ahora bien, durante cierto período, el medievo gibelino pareció presentar al máximo esa aproximación, pareció ofrecer suficientes condiciones para que el «reino del Grial» pasase de oculto a manifiesto, se afirmase como una realidad simultáneamente interior y exterior, en una unidad de la autoridad espiritual y del poder temporal, como en sus orígenes. Por eso puede decirse que la realeza del Grial constituyó el remate del mito imperial medieval, la extrema profesión de fe del gran gibelinismo, vivo más que nada como clima en un momento dado, expresándose, por tanto, más a través de la saga y la figuración fantástica o «apocalíptica» que a través de la conciencia meditada y la ideología unilateralmente política de aquel tiempo; y eso por igual razón que, a menudo, lo que en el ser individual se mueve de demasiado hondo y peligroso para la conciencia de vigilia, vemos que cobra menos expresión en las formas claras de ésta que en los símbolos del sueño y de la espontaneidad subconsciente.

La comprensión profunda de la Edad Media desde este punto de vista nos obligaría a exponer de nuevo las líneas de esa metafísica general de la historia occidental que hemos trazado ya en otro lugar. Por lo que sólo recordaremos aquí algunos puntos de forma axiomática.

La decadencia interna y, por último, el derrumbamiento político de la antigua Roma constituyó el colapso del intento de formar Occidente de acuerdo con el símbolo imperial. La posterior intervención del cristianismo, debido al tipo particular de dualismo afirmado por él y su carácter de tradición simplemente religiosa, precipitó el proceso de disociación, hasta el punto de que, tras la irrupción de las razas nórdicas, cobró forma la civilización medieval y resurgió el símbolo del imperio. El Sacro Imperio Romano fue restauratio et continuatio, por cuanto su significado último, al margen de cualquier aspecto exterior, de cualquier compromiso con la realidad contingente y, a menudo, del conocimiento limitado y de la diversa dignidad de los exponentes de su idea como individuos, fue una continuación del movimiento romano hacia una síntesis «solaf» ecuménica: continuación que implicaba, lógicamente, la superación del cristianismo y que, por lo tanto, debía entrar en conflicto con la pretendida hegemonía que alegaba cada vez más la Iglesia de Roma. En efecto, la Iglesia de Roma no podía admitir el Imperio como un principio superior al representado por ella: si acaso, en manifiesta contradicción con sus premisas evangélicas, intentó usurpar sus derechos, y así surgió el intento teocrático güelfo.

En su conjunto, la civilización medieval según la concepción corriente, que al menos como punto de partida es también la justa, resultó de tres elementos: nórdico-pagano uno, cristiano el segundo, y romano el último. El primero tuvo un papel decisivo por lo que respecta al modo de vida, la ética y la constitución social. El régimen feudal, la moral caballeresca, la civilización de las cortes, la sustancia originaria que hizo posible el arrojo de los cruzados, son inimaginables sin una referencia a la sangre y al espíritu nórdicopagano. Pero si a las razas llegadas del norte a Roma no se las considera «bárbaras» desde este punto de vista, y más bien nos aparecen aquí portadoras de valores superiores respecto de una civilización ya descompuesta en sus principios y en sus hombres, cabe hablar sin embargo de cierta barbarie, que no significa primitivismo, sino mas bien involución, por cuanto atañe a sus tradiciones propiamente espirituales. Hemos hablado de una tradición nórdico-hiperbórea primordial. De dicha tradición, en los pueblos de los períodos de las invasiones sólo pueden hallarse ecos fragmentarios, oscuros recuerdos que dejan amplio margen a la leyenda popular ya la superstición: tales que lo que aparecería en primer plano, en todo caso, serían formas de una vida ruda, guerrera y toscamente esculpida, más que todo lo que es propiamente espiritual. A este respecto, en las tradiciones nórdicogermánicas de la época, constituidas en gran parte por los Eddas, tenemos casi residuos cuyas posibilidades vitales parecen poco menos que agotadas y en las que bien poco había quedado del vasto aliento y de la tensión metafísica propia de los grandes ciclos de la tradición de los orígenes. Puede hablarse, pues, de un estado de latencia involutiva de la tradición nórdica. Pero tan pronto como se produjo el contacto con el cristianismo y con el símbolo de Roma, entró en juego una condición diferente. Este tipo de contacto actuó de modo vivificador. El cristianismo reavivó, pese a todo, el sentimiento genérico de una trascendencia, de un orden sobrenatural. El símbolo romano ofreció la idea de un regnum universal, de una aeternitas llevada por un poder imperial. Todo ello complementó la sustancia nórdica, dio puntos superiores de referencia a su ethos guerrero, hasta encaminarlo gradualmente hacia uno de esos ciclos de restauración que hemos denominado «heroicos» en un sentido especial. He aquí, pues, que del tipo del simple guerrero surge el tipo del caballero; he aquí que las antiguas tradiciones germánicas de la guerra en función del Walhalla se desarrollan hasta la épica supranacional de la «guerra sagrada» de las cruzadas; he aquí que del tipo del príncipe de una raza particular se pasa al tipo del emperador sagrado y ecuménico que afirma tener, como principio de su poder, un carácter y un origen no menos sobrenatural y trascendente que el de la Iglesia.

Ese verdadero renacimiento, ese grandioso desarrollo y esa maravillosa transmutación de fuerzas, requería, sin embargo, un último punto de referencia, un centro supremo de cristalización más elevado que la idea cristiana incluso romanizada, más alto que la ideología externa, política, del Imperio. Este punto supremo de integración se presentó precisamente en el mito de la realeza del Grial y del reino del Grial, según la estrecha relación que guardaba con muchas variantes de la «saga imperial». El mudo problema del Medievo gibelino se expresó en el tema fundamental de aquel ciclo de leyendas: la necesidad de que un héroe de las «dos espadas», superador de pruebas naturales y sobrenaturales, hiciese la pregunta, plantease la cuestión de sacar a la luz ese algo que venga y cura, que restituye a la realeza su poder, que restaura.

La Edad Media esperaba al héroe del Grial, que el jefe del Sacro Imperio Romano se convirtiese en imagen o manifestación del mismo «Rey del Mundo», y que todas las fuerzas recibiesen una nueva animación, floreciese de nuevo el Árbol seco, surgiese un ímpetu absoluto para vencer toda usurpación, todo antagonismo, todo desgarro, rigiese verdaderamente un orden solar, se manifestase también el emperador invisible, y la «Edad del Medio» - la Edad Media - tuviese también el sentido de una Edad del Centro. No hay quien, siguiendo las aventuras de los héroes del Grial hasta la famosa pregunta, no tenga la sensación clara e inequívoca de que algo, de repente, impide hablar al.autor, y que se da una respuesta trivial por callar la verdadera respuesta, pues no se trata de saber qué cosa son los objetos según el cuentecillo cristianizado o el de antiguas sagas célticas y nórdicas, sino que se trata de sentir la tragedia del rey herido o paralítico y, una vez llegados a esa realización interior cuyo símbolo es la visión del Grial, tomar la iniciativa de la acción absoluta que restaura. El poder milagrosamente redentor atribuido a la pregunta no resulta una extravagancia sino en esa medida. Preguntar equivale a plantear el problema. La indiferencia que, en el héroe del Grial, es culpa, su asistir «sin interrogar» al espectáculo del féretro, del rey superviviente, inane, muerto o que conserva una artificial apariencia de vida, una vez realizadas todas las condiciones de la caballería «terrenal» y de la «espiritual» y se haya conocido el Grial, es la indiferencia por este problema. Como hemos dicho, la del héroe del Grial es una dignidad que compromete. Ese es su carácter específico, predominante y, podemos decir también, antimístico. E, históricamente, el reino del Grial que habría recuperado un nuevo esplendor es el propio Imperio; el héroe del Grial que se habría convertido en «el Señor de todas las criaturas», aquel a quien se transmitió «el poder supremo», es el propio Emperador histórico, «Federicus», si hubiese sido el realizador del misterio del Grial, aquel que, queremos decir, él mismo se convierte en el Grial.

Existen textos en los que tal tema se da de modo aún más inmediato. El caballero elegido que ha llegado al castillo se dirige directamente al rey y casi brutalmente, saltándose todo ceremonial, le pregunta: «¿Dónde está el Grial?». Lo cual significa: «¿Dónde está el poder del que deberíais ser el representante?». De esa pregunta procede el milagro. Y aquí, los fragmentos de remotas tradiciones atlánticas, célticas y nórdicas se mezclan con imágenes confusas de la religión hebraico-cristiana. Avalón, Set, Salomón.

Lucifer, la piedra-rayo, José de Arimatea, la «Isla Blanca», el pez, el «Señor del Centro» y el simbolismo de su sede, el misterio de la venganza y de la redención, los «signos» de los Tuatha dé Danann que a su vez se confunden en la raza que llevó a tierra el Grial: todo un conjunto cuyos elementos, como nos hemos esforzado por demostrar, revelan sin embargo una unidad lógica a quien capte su esencia.

Durante cerca de siglo y medio todo el Occidente caballeresco vivió intensamente el mito de la Corte de Arturo y de sus caballeros que se entregan a la búsqueda del Grial. Fue como el progresivo saturarse de un clima histórico al que pronto siguió una brusca ruptura. Ese despertar de una tradición heroica vinculada a una idea imperial universal debía suscitar fatalmente fuerzas enemigas y conducir finalmente al choque con el catolicismo.

La verdadera razón que hizo de la Iglesia una tenaz antagonista del Imperio fue la sensación instintiva de cuál era la verdadera naturaleza de la fuerza que ganaba terreno detrás de las formas exteriores del espíritu caballeresco y de la idea gibelina. Entre los defensores del Imperio, a causa de compromisos, contradicciones e indecisiones de las que no se libró el propio Dante, sólo parcialmente hubo un entendimiento adecuado, mientras que el instinto de la Iglesia al respecto fue acertado. De ahí el drama del gibelinismo medieval, de la gran caballería, y en particular de la Orden de los templarios.

 

El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXII. Otras aventuras iniciáticas de los caballeros del Grial

El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXII. Otras aventuras iniciáticas de los caballeros del Grial

Biblioteca Julius Evola.- El parágrafo final del Segundo Capítulo, está dedicado a explicar el simbolismo de algunos episodios del tema del Grial que tienen especial relevancia y que no han tenido encaje con el tema tratado hastaahora. Esencialmente todos estos temas tienden a explicar la naturaleza guerrera del mito del Grial y el sentido de la "Vía Heroica". Evola distingue en este capítulo la "Vía Heroica" de la "Vía titánica", condenable, luciferina y considerada como un fracaso. Evola explica también algunos elementos de la ética caballeresca.

 

XXII. OTRAS AVENTURAS INICIÁTICAS DE LOS CABALLEROS DEL GRIAL

En Wolfram se dice: «Todo aquel que quiera conquistar el Grial sólo puede abrirse camino hacia ese objeto precioso con las armas en la mano». Esto resume el espíritu del ciclo entero de las «aventuras» a las que se enfrentan los caballeros de la Tabla Redonda en busca del Grial. Son aventuras de carácter épico y guerrero que tienen realmente un carácter simbólico para expresar esencialmente actos espirituales y no acciones materiales, pero, a nuestro parecer, no hasta el punto de que ese aspecto del simbolismo represente un elemento casual e irrelevante. Queremos decir que ese «abrirse el camino al Grial con las armas en la mano», con todos sus consiguientes duelos, luchas y combates, se refiere seguramente a un camino específico de realización interna en el que precisamente el elemento «activo», guerrero o viril, tiene el papel esencial. La vía que hay que abrir combatiendo sigue siendo, sin embargo, la que conduce de la «caballería terrenal» a la «caballería espiritual»: según las expresiones tradicionales que hemos empleado en otro lugar, no es sólo la «pequeña guerra santa», sino también la «gran guerra santa». En conjunto, en esas aventuras o pruebas pueden distinguirse dos temas y dos grados.

1) Van destinadas a confirmar la cualidad guerrera, haciendo aparecer al predestinado como invencible y como el mejor caballero del mundo. Mas, para ello, además de la fuerza, se requiere «sapiencia» y cierta misteriosa vocación. Sobre el elemento «vocación», recordaremos solamente que, en Perceval li Gallois, en Wolfram y en Chrestien de Troyes, se despierta en Parsifal el deseo de las aventuras caballerescas que le conducirán primero a ser caballero de la Tabla Redonda y después a buscar el Grial cuando, embelesado por el canto de los pájaros, pasa a obedecer a «su naturaleza ya sus deseos más profundos». Es un simbolismo al que sólo podemos aludir. Comparada analógicamente la atmósfera con una condición que ya no es la del elemento «tierra», los seres de la atmósfera, los pájaros, en muchas tradiciones, incluida la cristiana, han simbolizado naturalezas supraterrenales, dioses o ángeles, y la lengua de los pájaros, por consiguiente, ha simbolizado la «lengua de los dioses» comprendida en cierta fase del despertar interior. Para algunas referencias: en la saga nórdico-germánica, Sigfrido entiende dicha lengua tras haber matado al «dragón». En Della Riviera entender «el oculto y variado griterío de los pájaros» es uno de los dones que el «héroe» obtiene del Árbol de la Vida (los pájaros que en él residen son, según el simbolismo evangélico, los «ángeles»). De Salomón, del que hemos visto repetidamente la relación con algunos elementos de la tradición del Grial, y de otros sabios, especialmente en las tradiciones árabes, se dice que comprendían la lengua de los pájaros.

Además, en algunas leyendas célticas suelen aparecer en forma de pájaros los propios Tuatha dé Danann vueltos invisibles, a veces para guiar hasta sus residencias «subterráneas» a los elegidos. A este elemento sobrenatural, como una especie de llamada de lo alto comparable a una misteriosa reminiscencia (y con el que también podría relacionarse lo mencionado de que «nadie conocerá el Grial si no lo ha visto ya en el Cielo»), hay que referir el símbolo de Parsifal despertado a la vocación de caballero del Grial por la voz de los pájaros, no de las naturalezas de la tierra, y por esa razón desprendido también del vínculo de la madre.

Al héroe del Grial se le exige naturalmente la adhesión a los principios de fidelidad, honor y veracidad propios de la ética caballeresca, contra los que no debe atentar en modo alguno el comportamiento posterior. De Trevrizent se dice que liberó a Parsifal de sus culpas en un período de vida ascética, «aunque sin contradecir las leyes de la caballería». Se dice repetidamente que en la orden del rey Arturo no hay lugar para los viles, los falsos y los desleales. Ser capaz de fidelidad, aborrecer la mentira, esa es la primera cualificación en el ciclo del Grial, y en el prólogo de Wolfram esto representa una distinción esencial, casi metafísica u ontológica, entre los seres humanos, lo cual refleja visiblemente el componente nórdico-ario del mundo guerrero y viril medieval: por un lado están quienes conocen el sentido del honor y de la vergüenza; por el otro, quienes son incapaces de tal sentido: y son como dos razas hechas de sustancia distinta, que no tienen nada en común.

2) Pero las cualidades viriles, aun integradas, comprometen de cara a un deber preciso, y en las leyendas en cuestión ese es más bien el punto decisivo. En el contexto que aquí nos interesa, son maldecidas cuando su presencia o adquisición no conduce a «hacer la pregunta», o a algo equivalente. El héroe admitido en el castillo del Grial está obligado a sanear, reafianzar o asumir el regnum. Si permanece indiferente ante el mudo problema, frente al representante herido, paralítico, castrado, degradado o privado de la realeza según el Grial, la virtus demostrada o adquirida resulta en ese ciclo desprovista de sentido, o bien por eso mismo resulta ser incompleta, es ilusoria y casi diríamos «demoníaca», maldita por Dios. Dicho de otro modo: a los iniciados del Grial les incumbe una misión suprapersonal que es la verdadera medida de su cualificación. «Conocer» el Grial y, sin embargo, no preguntar «para qué sirve» es, según los textos ya citados, una prueba de la insuficiencia del héroe. Lo cual equivale a decir que se trata aquí de una espiritualidad «comprometida», de una espiritualidad cuyo ideal no es una trascendencia apartada del mundo.

Las incontables aventuras de los héroes del Grial remiten a pocos motivos, una vez comprendidos los cuales quien lee esos romances no halla finalmente más que una repetición interminable de ellos en las formas más variadas. Como hemos dicho, nos encontramos en una atmósfera fantástica, «surreal», en una compenetración del mundo sobrenatural con el real; faltan los nexos corrientes de la coherencia o de una verdadera trama de obra «literaria». Las aventuras están en gran medida desligadas; pero a menudo precisamente su incoherencia, junto con la intervención de lo prodigioso casi como un hecho natural, dan el sentido de acontecimientos que se producen fuera del tiempo, y las repeticiones hacen resaltar el carácter no episódico, sino típico, simbólico, de los hechos y los actos a que se alude. Señalemos también alguna de las aventuras más características, cuyo sentido puede resultar directamente de cuanto hasta aquí se ha expuesto.

Ante todo se ha mencionado ya el episodio de Mordrain, raptado por el Espíritu Santo a la «isla-torre» en medio del océano. La isla está desierta. Mordrain es exhortado a mantenerse firme en su fe. Rechaza la tentación de una mujer, y resulta que en ella actúa Lucifer. Sigue la prueba de una terrible tempestad, con rayos y truenos, luego la aparición de una especie de fénix (el ave milagrosa de Serpolión) que derriba y hiere a Mordrain, que permanece siete días inconsciente (sueño iniciático) hasta que, superada una nueva tentación luciferina, gracias a la interpretación de un sueño suyo se entera de la dinastía predestinada a proporcionar el héroe del Grial.

En tales aventuras tenemos ante todo la llegada a la isla, «isla giratoria» o «islatorre », reproducción exacta de Avalón, presentada sin embargo como lugar desierto y peligroso. Tras varias pruebas, aparece la «nave». Esta nave (como el féretro hiperbóreo arrastrado por los cisnes) introduce otro motivo, el de un mandato o deber, porque contiene la espada y la corona de oro, que no carecen de relación con el Árbol de la Vida y con la realeza sagrada (David).

Tema análogo de la Queste du Graal. Parsifal es arrojado a un río por una montura veloz como el viento. Logra llegar a la «isla», donde presta ayuda a un león que lucha contra una serpiente (purificación de la fuerza «león»). Resiste a las tentaciones de una mujer en la que actúa un influjo demoníaco. Aparece después una figura sacerdotal, que lo toma a bordo de una embarcación. El texto de Manessier facilita esta variante: a Parsifal, mientras descansa bajo una encina, se le aparece un caballo diabólico que lo precipita en un río. Parsifal es socorrido por una embarcación, a bordo de la cual va una mujer, que él toma por su esposa, Blancheflour, pero que a su vez es una criatura demoníaca. Aparece la embarcación sacerdotal, que conduce a Parsifal a un hermoso castillo y, poco después, afronta y supera la prueba de soldar la espada rota (integración iniciática del ser). En este texto, como aventura previa, Parsifal, acercándose a un árbol luminoso, ve transformarse este árbol en capilla, donde junto a un altar yace el cadáver de un caballero. Una mano oscura apaga de repente la luz.

Regresa a la capilla, donde pasa la noche (equivalencia con la prueba del sueño en Corbenic) y luego se entera de que en esa mano actuaba el demonio, quien ya había dado muerte a numerosos valerosos caballeros, sepultados después por los alrededores. Es lo que le comunica un ermitaño, o sea una personificación del principio ascético, que le dice también a Parsifal que está bien que alcance gloria, pero que también tiene que pensar en su propia alma. Parsifal es tirado luego por su caballo, no logra alcanzarlo, y cuando descansa bajo la encina encuentra a la susodicha montura demoníaca; siguen las aventuras ya relatadas. En unas y en otras, es evidente que se trata de dos versiones distintas de un mismo motivo. El peligro mortal de la prueba de la capilla es, en efecto, el mismo al que se enfrenta Parsifal al montar, junto a la encina, la cabalgadura demoníaca y al dejarse llevar por ella.

En cuanto a esta historia de la montura, dado el papel anormalmente importante que suele tener la montura en la literatura caballeresca, quizá sea oportuno recordar brevemente lo que ya hemos expuesto en otro lugar sobre el caballo como símbolo. Si el caballero representa el principio espiritual de la personalidad empeñada en las diversas pruebas, el caballo no puede representar sino lo que «porta» tal principio, o sea la fuerza vital, por él más o menos dominada. Así, en el antiguo mito clásico referido por Platón, el principio de la personalidad es representado como un auriga, y su destino depende del modo en que sepa dominar ciertos corceles simbólicos en relación con lo que todavía puede recordar de la visión del supramundo. En la Antigüedad, el caballo era sagrado sobre todo para dos divinidades: para Poseidón y para Marte. Poseidón es también el dios telúrico (el «que sacude la tierra») y el dios del mar, y es por consiguiente el símbolo de una fuerza elemental, lo cual aclara la relación que en las aventuras anteriormente recordadas tiene la cabalgadura demoníaca con las aguas, con la corriente en la que precipita a su jinete.

Referido, además, a Marte, el caballo expresa más bien una orientación guerrera de la fuerza vital que corresponde precisamente al «vehículo» de las aventuras heroicas propias, en general, de la caballería. Eso aclara el significado esotérico de ser tirado del caballo: es el peligro de que predomine lo «elemental», la fuerza desencadenada.

Igualmente manifiesto aparece el sentido de otros episodios: el caballero sepultado, que intenta encerrar a Parsifal en su tumba, trata asimismo de arrebatarle la montura. En la «prueba del orgullo» pasada por Galván, para salvar un río, el héroe, como condición para el trayecto, debe entregar la montura del caballero al que él, antes, debe vencer. Conseguir atar la propia montura a la columna del Mont Orguellous, creada por Merlín, y cuyo significado «polar» es sobradamente visible, constituye la prueba que caracteriza al mejor caballero: prueba a la que suceden el «sagrado misterio», el de la encina transformada en capilla y la «prueba de la capilla». Y así sucesivamente. Todo cuanto hemos mencionado basta para orientar al lector cada vez que en esas aventuras algo de singular y de anormal referente a los caballos de cada caballero lo advierte de la presencia de un significado oculto.

Volviendo a las aventuras anteriormente resumidas, los truenos, las tempestades y los fenómenos análogos que aparecen en ellas tienen una evidente correspondencia con los de la prueba del «asiento peligroso». El tema de la reintegración dada por el Grial junto a la inquebrantabilidad puramente «natural» o guerrera, tema al que aproximadamente corresponde el del embarcarse o de soldar la espada tras la primera prueba, en Robert de Boron adopta la siguiente forma: Parsifal permanece tranquilo e impasible cuando, sentándose en el «asiento peligroso», se abre la tierra y retumba un trueno como si estallase el mundo: pero, al no acompañar esa audacia con el «hacer la pregunta» (de ahí que las «mujeres» le reprendan así: «Tu Señor te odia y es un milagro que la Tierra no se abra bajo tus pies»), debe llevar a cabo una serie de aventuras, y sólo tras haber recibido el Grial se une completamente la piedra de la Tabla Redonda destrozada bajo Parsifal.

Quien tenga familiaridad con la literatura misterosófica reconocerá fácilmente en esas aventuras la alusión a experiencias típicas de carácter iniciático, expresadas mediante símbolos más o menos idénticos por las tradiciones de diversas zonas. Tempestades y truenos, pasar a través de las aguas, desarrollos del tema del Árbol y de la Isla, raptos y muertes aparentes, etc, son por decirlo así «constantes» en los relatos de contenido iniciático tanto de Oriente como de Occidente, por lo que sería trivial pasar aquí a comparaciones, que terminarían por desarrollarse casi indefinidamente. En un Plutarco y en un Juliano Emperador, en los testimonios que nos han llegado de los misterios helénicos, en el De Mysteriis, en el Libro de los muertos tibetano y en el egipcio, en el llamado Ritual Mitraico, en las enseñanzas del Yoga y del taoísmo esotérico, en la más antigua tradición cabalista de la Merkaba, etc, hasta el profano puede notar la correspondencia supratradicional entre símbolo y símbolo, y si no es víctima de la idea de que todo se reduce a creaciones poéticas o a proyecciones fantásticas que hay que interpretar psicoanalíticamente a partir del «inconsciente colectivo», puede presentir etapas conespondientes de un mismo itinerario interior. Por lo demás, podemos remitir, a este respecto, a aquellas de nuestras obras que tratan específicamente del tema, por no ser este el lugar para tratar ex profeso de la fenomenología y la símbología referidas a la destrucción del Yo físico ya la participación en estados trascendentales del ser. Presuponemos en el lector algunos conocimientos al respecto y nos limitamos a subrayar los elementos de más fácil comprensión.

Una de las aventuras más notables es la del Castillo de las Maravillas – Chastel Marveil - del que en Wolfram se dice: «Los combates que hasta aquí habéis afrontado no eran más que juego de niños. Sucesos angustiosos os aguardan ahora». Hemos destacado ya que esta aventura la propone la mensajera del Grial, Cundrie, después que ha acusado a Parsifal (a causa de no haber «hecho la pregunta») con estas palabras: «Las alabanzas desmedidas que de ti se hacen pierden su razón de ser. Tu fama se ha mostrado impura. La Tabla Redonda ha comprometido su gloria acogiendo a Sir Parsifal». La aventura del Chastel Marveil aparece, pues, como una especie de reparación, como una prueba destinada a despertar en Parsifal una fuerza, una conciencia y una vocación de las que todavía carecía. En la Morte Darthur; por una voz celestial oída en una capilla, en la cima de un monte, Galahad se ve impulsado a llevar a cabo esta aventura, aquí propiamente llamada del Castle of Maidens.

En Wolfram, la aventura la lleva a cabo Galván y se desarrolla en los siguientes términos. Entrado en el castillo (en la Morte Darthur lo hace después de la travesía de las aguas y la victoria sobre siete caballeros), Galván ve un lecho semoviente que escapa cuando se le acercan y del que se dice que «quien se acueste en él, verá tomarse blancos sus cabellos». Galván logra alcanzarlo y se siente preso «como en un torbellino». Oye truenos y ruidos espantosos, que cesan en cuanto el caballero se encomienda a Dios, para dar paso a descargas de piedra y de flechas, que no tienen consecuencias mortales a causa del escudo con el que el caballero se protege sobre el lecho, pero que sin embargo lo hieren. Sigue la manifestación de un poder primordial, en forma de león salvaje, que Galván, aunque herido, consigue matar, perdiendo inmediatamente después la conciencia. Al despertar, se encuentra curado por las «mujeres». Pasada esta prueba, Galván se convierte en rey del castillo, y Clinschor pierde todo poder sobre él. Es una prueba que puede equipararse a la peligrosa y mortal «prueba del sueño», de la que ya hemos hablado. En el Diu Crône, por lo demás, Galván se adormece en el lecho, que comienza a girar, las descargas mágicas lo dejan ileso ya la mañana siguiente lo encuentran durmiendo profundamente: a la prueba del terror, superada con una invocación a Dios, sigue un «contacto», y luego la prueba de resistir las descargas de una fuerza trascendental desatada por ese mismo contacto en el ser del iniciando. Dominada esta fuerza (victoria sobre el león salvaje), se consigue la dignidad de rey y queda roto el poder de una magia tenebrosa.

Otra variante de la aventura es la siguiente. En una primera fase, Galván debe conquistar la espada. La obtiene mostrándose capaz de matar a un gigante. Debido a la espada conquistada, es admitido en el castillo del Grial. Ante la visión del Grial, cae en éxtasis, y en tal estado tiene la visión de un sillón donde está sentado un rey traspasado por una lanza. La «pregunta» no se hace. Dejado solo, Galván juega al ajedrez con un adversario invisible que tiene peones de oro, mientras que los suyos son de plata. Galván es derrotado por tres veces seguidas y, tras haber hecho pedazos, rabioso, el tablero, cae presa del sueño, y al día siguiente ya no ve a nadie en el castillo. En este episodio se repite visiblemente el tema de una fuerza (espada) incompleta. La victoria sobre el gigante no impide que Galván se asocie al elemento «plata», destinado a ser vencido por el elemento «oro». Pero, tradicionalmente, la plata simboliza el principio lunar, en tanto que el oro representa el principio solar y regio, para el que Galván, que «no ha hecho la pregunta», aún no está suficientemente cualificado. En Gautier, esta prueba parece corresponder a la «prueba de la mujer», porque, se añade, quien ha vencido al caballero en el ajedrez (aquí es Parsifal, no ya Galván), ha sido la Fée Morghe, o sea el Hada Morgana, una representación de la mujer sobrenatural de Avalón. En esta versión, sólo tras una serie de aventuras alcanza Parsifal el objetivo, condicionado -nueva convergencia de motivos conocidos- a su capacidad de soldar la espada rota.

Por lo demás, a la partida de ajedrez perdida sucede a veces esta otra aventura: al héroe se le aparece una muchacha, de la que se enamora, pero que, para poseerla, es necesario conseguir la cabeza de un ciervo. Parsifal, con la ayuda de un perro perdiguero, consigue procurarse esa cabeza. Pero surge un incidente ligado al tema del «caballero de la tumba». El caballero del Grial encuentra la tumba con el caballero encerrado, que una vez liberado trata de introducir en ella a Parsifal. Mientras Parsifal intenta evitarlo, le roba la cabeza de ciervo y el perdiguero un caballero, hermano del encerrado en la tumba, al que finalmente encuentra y mata. El héroe del Grial es guiado por el perdiguero al castillo del ajedrez, donde, entregada la cabeza del ciervo, consigue a la mujer. En la Morte Darthur, el perdiguero conduce al héroe (que aquí es Lanzarote) a un viejo castillo, en el que encuentra a un caballero muerto ya una muchacha que le pide que cure a su hermano herido, para lo cual es necesario obtener una espada superando la prueba de la chapel perilous.

El sentido del símbolo del ciervo es incierto. En el Grand Saint Graal, Jose de Arimatea y sus caballeros, detenidos por las aguas, son conducidos mágicamente, sin hundirse en ellas, por un ciervo blanco llevado por un grupo de cuatro leones. La explicación dada en este texto fuertemente cristianizado según la cual los cuatro leones son los evangelistas y el ciervo representa a Cristo nos parece que no pasa del nivel alegórico de una estratificación religiosa tardía, por haber tenido ya el ciervo un papel, a menudo importante, en el antiguo simbolismo centroeuropeo y nórdico. De todos modos, en el texto es ya suficiente la referencia al poder de conducir sobre las aguas, símbolo universal, como hemos explicado, de una precisa dignidad iniciática. En cuanto a los dos episodios: hurto de la cabeza del ciervo y tentativa de encerrar a Parsifal en la tumba, dado que los dos caballeros actuantes en uno y otro episodio son «hermanos», nos presentan uno de los casos de la duplicación de un mismo motivo, frecuentísimo en esa literatura.

El Parsifal que está a punto de ser encerrado por sorpresa en la tumba es idéntico al Parsifal al que momentáneamente le es arrebatado el privilegio sobrenatural simbolizado por el ciervo: en función del cual, integrado por la posesión de la mujer, llevará la aventura, en cambio, a un resultado positivo y definitivo, y provocará la resurrección efectiva de la realeza del grial.

La insuficiencia de la mera fuerza heroica, no en el sentido técnico especial ya indicado de este término, sino en el sentido corriente, se expresa también en el motivo de la doble espada. La primera espada, la que Parsifal suele llevar consigo, o ha conquistado en las aventuras preliminares, corresponde a las virtudes puramente guerreras probadas en debida forma. La segunda, en Wolfram, Parsifalla obtiene solo en el castillo del Grial, como aquel de quien todos esperaban que «hiciese la pregunta». Por último, es la misma que en el Diu Crône transmite a Galván el rey aparentemente vivo antes de desaparecer, en el sentido de entregarle su misma función; y es la espada que, en el Grand Saint Graal, Celidoine dice que aprecia tanto como al Grial.

En Wolfram, la primera espada pertenecía originariamente al Caballero Rojo. El tema del Caballero Rojo, en el contexto de la literatura del Grial, tampoco está del todo claro. El Caballero Rojo se identifica, por un lado, con el tipo del caballero decidido a abrirse el camino del Grial con las armas en la mano. Pero ser tal personificación, revestir tal dignidad, es ya resultado de una selección preliminar, casi diríamos natural. Por lo que a veces el Caballero Rojo es, sin más, el héroe que alcanza el Grial, otras es un caballero al que este Último ha vencido, tras lo cual se ha puesto su armadura bermeja y tomado su espada. El paso de una función de una persona a otra a través de la «prueba de las armas» es un motivo que ya hemos explicado en la introducción y que guarda estrecha relación con el ciclo. Por lo demás, cabe recordar aquí una saga del ciclo céltico que repite el mismo tema aunque el Grial no aparece directamente en ella.

Bajo un gran árbol hay una fuente, y si este árbol recuerda «el árbol del centro», la fuente en el simbolismo tradicional alude al punto en que la fuerza vivificante (el agua) brota en su estado elemental. Quien derrama agua de esta fuente provoca un trueno tan terrible que hace temblar cielo y tierra. Se desencadena tal oleada de hielo y granizo que casi no puede soportarse sin morir de ella y que penetra hasta los huesos (equivalencia con las descargas de la prueba en el Chastel Marveil). El árbol se seca entonces, se queda sin hojas. Unos pájaros maravillosos se posan en el árbol y en el momento que se oye su voz y se está a punto de quedar embelesado por ella, surge un caballero negro contra el que hay que combatir.

Muchos caballeros de la corte del rey Arturo, de rango inferior, sucumben, sobre todo por no haber sabido resistir a la ola por ellos desencadenada. En cambio, el caballero Owein pasa la prueba, hiere al caballero negro y, al perseguirlo, llega a un «gran castillo luminoso» donde recibe de una Dama el anillo de la invulnerabilidad y de la invisibilidad: símbolos de poderes y dignidades que ya hemos explicado. El caballero negro, que era el señor del castillo, muere. La Dama era su esposa, la «Dama de la Fuente», que ahora se convierte en la mujer del vencedor de su marido. Owein asume la función del caballero al que ha matado. Los reyes del «gran castillo luminoso» son los custodios y los defensores de la fuente: una vez vencidos, su función pasa al vencedor. Igualmente, Parsifal, tras haber matado al Caballero Rojo, se convierte en el Caballero Rojo, como indica el hecho de que se reviste con su armadura y se hace con su espada.

Por lo que se refiere a la saga ahora resumida, forma parte de los Mabinogion y muestra una interferencia del tema de la «prueba de las armas» con una prueba de tipo visiblemente iniciático que complementa a la primera: e, idealmente, precisamente a la superación de esta prueba iniciática y no ya «natural» puede hacerse corresponder la posesión de la segunda espada. Esa espada que Parsifal recibe en el castillo del Grial. «Si conoces sus virtudes secretas -le dice Sigune-, puedes afrontar sin miedo cualquier combate.» De ella se había servido el rey del Grial antes de ser herido. Puede romperse, y entonces, para soldarla, es necesario recurrir a las aguas de la «Fuente» (fuente Lac). El héroe, que sólo con sus propias fuerzas y con su propio arrojo llega hasta el castillo inaccesible del Grial, por lo general recibe precisamente dicha espada, o se ve obligado a soldarla cuando se rompe. El último objeto de la búsqueda, la «alta gloria» y la suprema dignidad, son alcanzadas cuando el empuñar la espada o el soldarla conducen inmediatamente a «hacer la pregunta».

«Ponerles en la mano la espada equivalía a hacer la pregunta», se dice en Wolfram. Obtenida la espada, o habiendo cumplido cualquiera de las empresas que, en las distintas formas del simbolismo, tal como hemos dicho, corresponden a la misma realización, es necesario sentir la exigencia de conocer la esencia del Grial y así también el misterio de la Lanza y del Rey herido. Obtener la espada o soldarla significa mostrarse virtualmente calificado - o «investido» - para ser admitido a ver el Grial, para adquirir el poder de la «Piedra de la luz» o «Piedra fundamental», por tanto, directamente para hacer resucitar al «rey», para restaurar el reino devastado y desierto. La primera prueba puede fallar, puede romperse la espada, entonces es preciso reconstituirla en la «Fuente», es necesario recorrer un ciclo de aventuras cuyo sentido quizá lo ofrece del mejor modo precisamente el simbolismo de la leyenda céltica, que acabamos de citar, que tiene por clave precisamente la «prueba de la Fuente», en su semejanza con la prueba del Chastel Marveil indicada por Cundrie precisamente a aquellos que han estado en el castillo del Grial sin alcanzar el objetivo supremo.

Por tanto, el héroe al que ya una vez se haya confiado la espada experimenta a partir de ese momento una invencible nostalgia. Parsifal dice: «Esté cerca o lejos la hora en que me será dado ver de nuevo el Grial, hasta entonces no conoceré más gozo. Al Grial van todos mis pensamientos. Nada me apartará de él mientras yo viva». Poco a poco, el héroe se elevará; de la cualidad todavía pasiva y lunar simbolizada por los peones de plata, pasara a la activa y viril en sentido trascendental, ya ella se adecuará. Es un progresivo encaminarse prometeico y olímpico a un tiempo, por la vía donde vencieron un Heracles y un Jacob, señor de ángeles, y donde en cambio cayeron un Lucifer, un Prometeo, un Adán. Es la misma transformación indicada por el Ars Regia hermética con esta formula: «Nuestra obra es la trasmutación de una naturaleza en otra naturaleza, de la debilidad en fuerza, de lo denso en lo sutil, de la corporeidad en espiritualidad». Una vez logrado esto, está definitivamente asegurada la corona regia del Grial, el verdadero señor de las dos espadas está despierto y vivo. Y recordemos aquí un punto fundamental: en la literatura teológico-política, sobre todo gibelina, del período de la lucha de las investiduras, las dos espadas de una imagen evangélica, no significaban sino el doble poder: el político y el espiritual.