Biblioteca Evoliana.- En los años 30, Evola estaba interesado por elaborar una "doctrina de la raza". De ahí que cuando el gobierno fascista, por seguidismo hacia la Alemania nacional-socialista, adoptó algunos de los temas propios de esta y que estaban completamente ausentes en los primeros años del régimen mussoliniano. Evola analiza en este capítulo la naturaleza de estas medidas y concluye que se trató de iniciativas superficiales, con poco contenido y frecuentemente erróneas que no duda en criticar con una lucidez poco frecuente al abordar estos temas.
CAPITULO XI
EL RACISMO FASCISTA Y EL "ORDEN NUEVO"
Incluso entre los que critican hoy en Italia al régimen democrático y no nieguen el valor de ciertos aspectos del fascismo, el "racismo" es juzgado, en general, como uno de los aspectos oscuros del régimen, sobre el cual es mejor callarse, y en cualquier caso, como una especie de "cuerpo extraño" injertado en el sistema. A este respecto, el fascismo habría sido víctima e imitador del hitlerismo durante el último período de la alianza‑germana, el eje Berlín‑Roma.
El equívoco consistente en hacer del "racismo" un simple sinónimo de antisemitismo y de persecución brutal contra el judío, juega frecuentemente un papel importante en esta forma de pensar. Es así como ha podido leerse en una revista abiertamente "neo‑ fascista", el dar relieve a diferentes datos recopilados por autores judíos a fin de intentar demostrar que Mussolini, en realidad, no era "racista", por que el fascismo, durante la guerra y en el período más crítico de control alemán sobre Italia, no solo no habría perseguido a los judíos sino que incluso, a menudo, les habría protegido. Es evidente que aquí existe una confusión entre lo que pudo ser imputable a un sentimiento de humanidad y de aversión por ciertos métodos lamentables empleados por los alemanes y una cuestión de principios.
Una breve precisión sobre esta cuestión se impone como necesaria. Puede hablarse de tres factores que, en 1938, condujeron a Mussolini a estudiar la cuestión racial. El 5 de agosto de 1938 en una nota oficial se declaró que el "clima ya está maduro para un racismo italiano", en vistas a lo cual el Gran Consejo, dos meses más tarde, trazó las perspectivas fundamentales, las primeras pedidas legales para "la defensa de la raza italiana" fueron promulgadas al mes siguiente. De los tres factores, el que concierne a la cuestión judía era el más contingente. En los primeros escritos de Mussolini no se encuentra referencia a alguna a esta cuestión. Se puede citar solamente un viejo artículo con una alusión a un tema conocido, a saber que el judío, sujetado y privado de medios normales para luchar directamente, ha debido recurrir en el mundo moderno a los medios indirectos representados por el dinero, la finanza y la inteligencia (en un sentido profano del término) para ejercer dominación y afirmarse. Además, en un artículo de 1919, Mussolini se había preguntado si el bolchevismo, apoyado en sus orígenes por banqueros judíos de Londres y Nueva York y contando (entonces) con numerosos judíos entre sus dirigentes no era una "revancha de Israel contra la raza aria".
De otra parte, no es necesario recordar que el antisemitismo no ha nacido con el nazismo, que en toda la historia, a partir de la Roma antigua, el judío ha sido objeto de aversión y persecuciones, frecuentemente sancionadas, bajo la era cristiana, por soberanos, papas y concilios. Se debe, sin embargo, reconocer que en Italia, la cuestión judía jamás ha tenido particular importancia y que la postura de Mussolini en 1939 tuvo un carácter más político que ideológico. En efecto, las relaciones diplomáticas y las informaciones se multiplicaban dando cuenta de la creciente hostilidad antifascista militantes demostrada por los judíos en el extranjero, en América particularmente: ello estaba en relación con la alianza germano‑italiana. es por ello que Mussolini estuvo finalmente obligado a reaccionar; mientras los judíos italianos que, aparte de algunas excepciones, no habían alimentado nunca sentimientos particularmente antifascistas (hubo incluso judíos entre los escuadristas), comenzaron a sufrir las consecuencias de la actitud de sus correligionarios no‑italianos, en razón de medidas que, sin embargo, no pueden de ninguna manera ser comparadas a las alemanas y que, muy a menudo, permanecieron como letra muerta. Ya que tratamos aquí de la doctrina, no debemos pues ocuparnos de este aspecto del "racismo" fascista; un estudio de la cuestión judía en toda su complejidad entra dentro de un marco diferente.
En cuanto a la "raza", Mussolini tuvo ocasión de hablar con frecuencia. En un período en el que no pueden sospecharse influencias hitlerianas, en abril de 1921, durante un discurso pronunciado en Bolonia, Mussolini situó el nacimiento del fascismo en relación con "una profunda y constante exigencia de nuestra raza mediterránea que, en un momento dado, se ha sentido amenazada en los fundamentos mismos de su existencia". La afirmación según la cual "es con la raza que se hace la historia" es del mismo año, la frase siguiente es de 1927: "es preciso velar seriamente por el destino de la raza; es preciso cuidar a la raza". Podrían citarse numerosas referencias más del mismo género. En 1938, durante el congreso del partido Fascista, Mussolini recordó estos antecedentes precisos para contestar a la acusación según la cual el fascismo imitaba simplemente a los alemanes, añadiendo incluso que todas las veces que había hablado de linaje había querido "referirse a la raza". Pero mientras que en la primera cita el término "ario" puede tener un contenido propiamente racista, en las demás se habla de la raza en general y se encuentra incluso ante la evidente confusión entre el concepto de raza y el de nación. Esta confusión se mantiene en el MANIFIESTO DE LA RAZA (documento muy cerrado y superficial), sonde se habla de "raza italiana", y en el empleo de esta expresión en la legislación "racista" del fascismo en 1938. Naturalmente, en esto existe un absurdo. Ninguna nación histórica es una "raza". Abstracción hecha de ciertas exigencias subjetivas de carácter eugenésico, hablar de "defensa de la raza" en estos términos llevaba a dar una vaga coloración biologizante y étnica a la posición nacionalista; lo que podía contemplarse era, a lo más, una "etnia histórica", no una verdadera raza. Pero hay más. es preciso señalar que identificando raza y nación, exaltando lo que debía encontrar una expresión típica en el concepto nacional‑ socialista colectivizante de la VOLKSGEMEINSCHAFT (es decir, de la unidad o comunidad nacional‑racial, del pueblo‑raza), en el fondo se golpeaba y vaciaba, democratizándola, la noción misma de raza. Así como apunta precisamente K.A.Rohan, había algo que la democracia no pudo destruir: la raza precisamente, en el sentido aristocrático del término. Pues solo es "de raza" y de una "raza" la élite, mientras que el pueblo no es más que pueblo, masa. Si la raza se identifica y mezcla con la nación hasta el punto de hablarse de "raza italiana", "raza alemana", etc., incluso esa muralla será destruida. Se podía y se debía, pues tomar postura contra ese "racismo" asumiendo un punto de vista aristocrático y jerárquico.
De todas formas, el segundo factor que impulsó el giro racista del fascismo debe ser referido sobre todo al concepto de una especie de conciencia "racial" de la nación. Estuvo ligado igualmente a una circunstancia contingente, a la conquista de Etiopía y a la creación del Imperio africano. A este respecto, el "racismo" fascista tuvo el mismo carácter práctico y no ideológico que la actitud común a numerosas naciones coloniales europeas, Inglaterra en primera línea, las cuales quisieron proteger mediante ciertas medidas adecuadas, que alimentaran un sentimiento de "raza", el prestigio de los blancos frente a los pueblos de color para prevenir mezclas y mestizages. El sentido de un decreto promulgado por el gobierno fascista en 1937 no fue diferente. Mussolini se contentó pues con seguir lo que había sido cursado antes, es decir, que la ideología democrática, con el principio de la "autodeterminación de los pueblos", enarbolado por los blancos, no se volviera contra ellos, provocando la revuelta, las reivindicaciones y la sublevación de los pueblos de color, hasta que los europeos fueran ellos mismos presa de psicosis anticolonialistas.
Mussolini había reconocido "la desigualdad irremediable, fecunda y benéfica, de los hombres" y su línea de conducta fue pues, a este respecto, coherente; desde nuestro punto de vista puede ser aprobada. Las distancias debían ser mantenidas. Un paso adelante fue franqueado cuando en el discurso del 18 de septiembre de 1938, Mussolini habló de la necesidad de despertar en los italianos "una clara y severa conciencia racial que no establezca solamente diferencias, sino también superioridad muy netas". Pero es preciso también recordar que en un precedente discurso, pronunciado ante estudiantes orientales, Mussolini había tomado posición contra el colonialismo inferior y el materialismo, condenando la actitud de los que consideran los territorios coloniales como simples "fuentes de materias primas y de mercados para los productos manufacturados". Se aproxima así el punto de vista esencial. Más allá de todo prejuicio y afrontar la cuestión de la legitimidad del derecho a la dominación por parte de un pueblo y de una civilización correspondiente. No puede ocultarse toda la gravedad del problema. En efecto, si consideramos el período del colonialismo propiamente dicho, sería preciso reconocer que esta legitimidad era inexistente en amplia medida, desde el momento en que no se trataba solamente de salvajes, de negros y de otras razas inferiores, sino también de pueblos que habían tenido ya una vieja civilización y una tradición como, por ejemplo, en el caso de los Hindúes. Comparados a ellos, los "blancos" no podían poner delante más que su civilización técnica y su superioridad material y organizadora. En primer lugar con el cristianismo y su extraña pretensión de ser la única religión verdadera o, al menos, la religión más elevada. De aquí las pesadas implicaciones del principio jerárquico y de la "conciencia racial" (de la nación‑raza) invocada en la medida en que debía incluir no solo un sentimiento de diferencias, sino también un sentimiento de superioridad real. Es evidente que los problemas de los "pueblos sin espacio", eventualmente agravados por una "campaña demográfica", no pueden entrar en consideración de ninguna manera: la pretensión del número no puede revestir el sentido de un derecho cualquiera según el significado superior, ético o espiritual del término, y el famoso apóstrofe de Mussolini en el momento de la campaña de Etiopía: "Italia proletaria y fascista ¡en pie!", es seguramente uno de los más lamentables que jamás hayan sido sugeridos por la componente "populista" de su personalidad. Es de una Italia de trabajadores que se había debido hablar, a lo sumo, sin recuperar la jerga marxista y sin transponer sobre el plano internacional el mito fatal de la lucha de clases (cosa que, además, Corradini había ya empezado a hacer, desde el punto de vista nacionalista).
De otra parte, no puede decirse, visto el estado en el que hoy están reducidos los pueblos occidentales, que los problemas de este género estén privados de sentido. De un lado subsisten hoy formas veladas de colonialismo económico, es decir de condicionamiento de los pueblos de color "sub‑desarrollados" y convertidos finalmente en independientes, por más puestas en marcha de la industria y el capital extranjeros (el "segundo colonialismo", en el cual rivalizan América y la URSS); de otra, hay una renuncia cada vez más precisa a toda independencia verdadera en las nuevas "naciones" no europeas por que se asiste a esta extraña paradoja: abstracción hecha de las etnias primitivas y verdaderamente inferiores una serie de pueblos no europeos no han roto el yugo "colonialista" más que para sufrirlo bajo una forma peor que la simple explotación económica bajo administración extranjera: renunciando cada vez más a sus tradiciones, a menudo seculares, estos pueblos se han occidentalizado, han adoptado la civilización, las ideologías, las formas políticas y los modos de vida de los pueblos blancos, capitulando pues cada vez más ante su seudo‑civilización, no teniendo otra ambición más que "desarrollarse" y afirmarse como facsímiles paródicos de los Estados de pueblos blancos, sin concebir ninguna oposición a estos. Así todo converge hacia la nivelación general, y más que ayer, solo las relaciones de fuerza y las esferas de influencia más brutales pueden ser determinantes.
Para regresar a nuestro problema esencial, es preciso ahora estudiar el tercer y más importante factor del "giro racista" del fascismo. Aquí, seguramente pude hablarse de una continuidad y de una coherencia en relación a ideas que Mussolini profesó siempre. El problema que le interesaba y por el cual creyó que un racismo en el sentido propio, positivo (es decir, separado ya sea del antisemitismo como de la defensa del prestigio del pueblo‑raza ‑ la "raza italiana"‑ frente a los pueblos de color) habría podido aportar una contribución importante, era el de la formación de un nuevo tipo de italiano, que era preciso separar de la sustancia bastante inestable y anáquica, sobre el plano del carácter, de nuestro pueblo (sustancia que presenta estas características precisamente por que está lejos de corresponder a una "raza" homogénea). Mussolini pensaba, no sin razón, que el porvenir del fascismo y de la nación dependían menos de la transmisión de ideas y de instituciones que de una acción formadora capaz de engendrar un "tipo" seleccionado. Crear "un nuevo modo de vida" y "un nuevo tipo de italiano" había sido una exigencia sentida por Mussolini desde el principio del nuevo régimen y, hemos ya visto como esto sucedía en un momento en que no podía hablarse ciertamente de la influencia nazi por que el hitlerismo aún no había llegado al poder; hacia 1929 Mussolini, al informar sobre los pactos de Letrán ante el Parlamento, habló de una acción del estado que, "transformando continuamente la nación" pueda alcanzar hasta "su aspecto físico": esta es una idea que, por lo demás, estaba estrechamente ligada a la doctrina general, ya expuesta por nosotros, de las relaciones entre el Estado y la Nación, como entre "forma" y "materia".
Aquí residía precisamente el aspecto positivo y creador del racismo político. En principio no se trataba de algo quimérico. En materia de razas, tomadas, no como grupos originales dados sino como grupos que se forman con caracteres suficientemente estables en relación a una civilización y a una tradición y se definen, ante todo por una manera de ser, por una "raza interior", la historia nos presenta numerosos ejemplos. Puede precisamente recordarse el caso del pueblo de Israel, que, en sus orígenes estuvo lejos de corresponder a una sola raza pura u homogénea sino que, por el contrario, ha sido un compuesto étnico unido y formado por una tradición religiosa, como luego en los EEUU ha nacido rápidamente un tipo fácilmente reconocible de la mezcla étnica más verosimil bajo el efecto del clima y de cierta civilización, o más bien, de una seudo‑civilización (lo que deja entrever posibilidades más amplias cuando se trate, por el contrario, de una verdadera civilización, de tipo tradicional).
Se podía tender además a un ideal de integralidad humana. Mientras que la referencia a la raza y a la sangre podía valer como exigencia contra todo lo que fuera individualismo, intelectualismo y comportamiento muy exteriorizado, se podrían extraer simples expresiones como "ser de raza", "tener raza", "ETRE RACE" (1), aplicables no solo al ser humano, sino también al animal, con su sentido específico e irreprochable de la raza: se trata de una correspondencia verdadera y máxima con el "tipo" de la especie, cosa que no se verifica en la masa, sino solo en un pequeño número de seres. Todas las protestas de intelectuales o "espiritualistas" no pueden además, nada: si los valores verdaderos eran defendidos por hombres que reproducirían, sobre el plano de la raza física (SOMA) y del carácter (raza del alma), un tipo superior, antes que demostrar una penosa fractura entre el cuerpo y el espíritu, esto sería un bien, un mejor. A este respecto, se puede incluso dejar de lado todo "racismo" moderno y referirse a un ideal clásico, helénico si se quiere.
Nosotros hemos hecho ya alusión al MANIFIESTO DE LA RAZA: publicado por orden del régimen en 1938 como preludio al giro racista por un pequeño grupo formado pro elementos con orientación poco homogénea, rebuscadas aquí y allí, este texto era algo inconsistente, debido a la completa inexistencia, en Italia de estudios preliminares adecuados. Entre otras cosas, se afirmaba en el MANIFIESTO que el concepto de "raza es puramente biológico" y, además el uso de la expresión absurda "raza italiana"; se sostenía que la población "de Italia actual es de sangre aria" y que "su civilización es aria", olvidando precisar qué se debía entender por esto. De hecho, esta arianidad se reducía a algo negativo y problemático, consistía en no ser judío o de una raza de color, sin ninguna contrapartida positiva, sin ninguna definición de un criterio superior para establecer el comportamiento, el estilo de vida, las predisposiciones caractereológicas y espirituales de aquel que podía decirse verdaderamente ario. Además, la influencia extranjera era evidente en este caso, así cuando se precisaba que el racismo fascista debía ser de orientación "nórdico‑aria", era el hitlerismo quien parecía hablar.
En el marco de un estudio serio, todo esto habría debido ser excluido y rectificado. El hecho es que podemos testimoniar personalmente que Mussolini era, sin duda, favorable a rectificaciones de este tipo. Antes incluso del giro racista del fascismo, nosotros mismos tuvimos ocasión de tomar posición contra el racismo biológico y cientifista de un lado, colectivizante y fanático de otro, tal como predominaba en Alemania, oponiéndose un "racismo" que, aunque teniendo a la vista el ideal que esta integralidad humana de la que hemos hablado, insistía sobre todo en lo que llamábamos la "raza interior" habría podido ser el punto de partida y de apoyo para la acción formadora que se deseaba. Y si se debía proponer un "tipo" como ideal y centro de esta cristalización, no había lugar en Italia para referirse al tipo nórdico‑ario, copiando a los alemanes. La ciencia de los orígenes había establecido que, a partir de un tronco común originario ("indo‑europeo", "ario"), se habían diferenciado en Europa, de un lado la rama helénica (sobre todo dórica, en Esparta), del otro la rama romana, en fin la rama germánica; algunos rasgos típicos sobre el plano del carácter, la ética, las costumbres, la visión de la vida y de la civilización, siendo comunes a estas tres ramas, atestiguan un origen único y lejano. Podría elegirse pues, para este centro de cristalización, el tipo "ario romano", con sus características; lo cual podía también constituir una integración adecuada de la audaz vocación "romana" del fascismo sobre el plano concreto quedando independiente del racismo "alemán". Estas ideas, al igual que otras, las expusimos en un libro SINTESIS DE LA DOCTRINA DE LA RAZA. Mussolini leyó la obra y, habiéndonos convocado, es significativo que aprobase las tesis de manera incondicional, hasta el punto de permitir que, apoyándose sobre ellas, tomáramos algunas iniciativas importantes que el desarrollo de los acontecimientos y algunas resistencias interiores, impidieron llevar a la práctica.
Concretamente, se trataba de constatar que una nación no es una "raza" y que en el interior de las naciones históricas existen diversas componentes y posibilidades. Un clima adecuado de tensión elevado pudo obrar el que, entre estas posibilidades, algunos tomen las superiores y actúen en favor de una diferenciación que pueda alcanzar progresivamente el nivel mismo del SOMA. Como caso particular, algunos han puesto de relieve la aparición de un tipo nuevo, comprendido también el plano físico, entre los miembros de los cuerpos especiales a los cuales se han confiado tareas particulares difíciles (hoy, por ejemplo, los paracaidistas y otros cuerpos del mismo tipo). Este orden de ideas no tiene evidentemente nada que ver con un racismo inferior, ni con un vulgar antisemitismo (2), pensamos que puede entrar también en el marco de la acción de un estado jerárquico y tradicional.
Los tres factores de los que hemos hablado, una vez reconocidos al igual que las exigencias correspondientes ‑sin olvidar decir que es arbitrario identificar de forma unilateral el racismo con el fanatismo antisemita‑, no debemos pues considerar el lado racista (si decidimos emplear este término) del fascismo como una simple aberración, o una imitación o un "cuerpo extraño".
Podría también introducirse en este contexto una consideración general retrospectiva concerniente a la experiencia fascista en su globalidad. El valor intrínseco de una idea y de un sistema debe ser juzgado en sí, haciendo abstracción de todo lo que entra en el mundo de la contingencia. Sobre el plano práctico e histórico, lo que decide, es sin embargo, la cualidad de los hombres que afirman y defienden esta idea y este sistema. Si esta cualidad es débil, esto no aportará ningún perjuicio al valor intrínseco de los principios y vice‑versa: puede suceder que un sistema defectuoso y criticable sobre el plano teórico funcione de manera satisfactoria, al menos durante un cierto tiempo, cuando es llevado por un grupo de jefes cualificados. De aquí la importancia que revisten los valores de "raza", en sentido amplio, espiritual y caractereológico, y no simplemente biológico, del que hemos hablado anteriormente.
Dicho esto es preciso preguntarse hasta que punto lo que el fascismo presenta de negativo o lo que existe tras la fachada ideológica del fascismo para revelarse luego en el momento de la prueba, no debe ser referido esencialmente a este factor: el factor humano. No tememos hundir la tesis de un cierto antifascismo, afirmando que no fue el fascismo quien actuó negativamente sobre el pueblo italiano, sobre la "raza italiana", sino lo contrario: fue este pueblo, esta "raza", los que actuaron negativamente sobre el fascismo, o más exactamente sobre el intento fascista, en la medida en que se demostraron incapaces de facilitar un número suficiente de hombres a la altura de ciertas exigencias y de ciertos símbolos, elementos sanos y capaces de promover el desarrollo de las potencialidades positivas que estaban contenidas en el sistema. Esta carencia debe ser contemplado también en función de hombres verdaderamente libres que hubieran podido actuar no fuera del fascismo y contra él, sino en el interior del mismo. Faltaban hombres sin miedo, hombres capaces de decir claramente a Mussolini lo que debía ser dicho, de hacerle conocer lo que era bueno que conociera, en lugar de ilusionarlo en el sentido de sus deseos (un caso particular es que se hiciera creer a Mussolini en las posibilidades industriales y militares efectivas de Italia para la entrada en guerra). Ciertamente, hombres de este temple, existieron durante el Ventennio, pero en número insuficiente. Se habría debido anteponer la vieja máxima romana, según la cual el verdadero jefe no tiene por ambición dirigir a esclavos sino tener junto a él a hombres libres que lo siguieran: y esto para rectificar las disposiciones interiores que casi fatalmente tienden a prevalecer a causa de la debilidad humana, en aquel que detenta el poder y que impulsan la mentalidad del cortesano. De una manera más general, ¿Qué pensar de los fundamentos sobre los cuales el fascismo reposaba en parte, del material que tenía a disposición, cuando se ha visto con que facilidad las masas populares delirantes se han fundido como nieve al sol.¿Cuando el viento sopló?; ¿Qué pensar del número de antiguos fascistas que hoy no dudan en declarar que, durante el período precedente, actuaron de mala fe, actuaron por simple conformismo u oportunismo o bien con el espíritu obtuso? El proceso, creemos, sería preciso pues intentarlo para una buena parte de la "raza italiana" y llegaríamos a la conclusión poco reconfortante de que esta "raza" es refractaria a todo lo que se separa de su "tradición", la cual hace aparecer el fascismo como un sombrío paréntesis y la vuelta a la democracia y a todo lo demás (únicamente debido a la victoria del enemigo) como un "segundo Risorgimento", una ruptura completa con todo lo que podía entrar en el marco de los ideales políticos y estatales de una verdadera Derecha.
Como hemos visto, por nuestra crítica sobre el plano doctrinal, nos hemos referido esencialmente al fascismo del Ventennio. Del segundo fascismo, del fascismo republicano de Saló, creemos que no hay gran cosa a valorar sobre este plano, muchos factores contingentes influyeron sobre lo que este fascismo presentaba como un bosquejo de doctrina estática y político social, para no hablar del hecho de que un período de maduración estática y político social, para no hablar del hecho de que un período de maduración tranquila y serena faltó completamente. El valor del fascismo de saló, por el contrario, existe en su aspecto combatiente y legionario. Como algunos han observado con razón se dió el caso de que, por primera vez quizás en toda la historia de Italia, con el segundo fascismo una masa importante de italianos escogieron conscientemente la vía del combatiente sobre posiciones perdidas, la vía del sacrificio y de la impopularidad para obedecer a los principios de la fidelidad y del honor militar. En este sentido, el fascismo de saló nació de quienes resistieron la prueba ‑queremos subrayarlo claramente‑ desde el punto de vista moral y existencial, que es con el que la "raza italiana" dió en esta coyuntura un testimonio positivo, que es preciso además asociar a todo lo que el simple soldado italiano, en los regimientos regulares o en el seno de los batallones de Camisas Negras, supo dar sobre los campos de batalla.