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Biblioteca Evoliana

El fascismo visto desde la derecha (VII) Sobre las instituciones fascistas

El fascismo visto desde la derecha (VII)  Sobre las instituciones fascistas

Biblioteca Evoliana.- Para Evola el fascismo presenta algunos aspectos erróneos en relación a la doctrina tradicional del Estado, especialmente en lo que se refiere a las instituciones. La idea general es que hay que huir de todo "democratismo" y, en segundo lugar, donde Evola percibe aspectos excepcionalmente negativos en el Estado Fascista es en la segunda etapa, posterior al "ventennio", la República Social Italiana en donde el fascismo acentuó la idea de "Estado del Trabajo". Evola ve en todas estas tendencias un aspecto preocupante y que figura entre los más negativos del fascismo.

 

CAPITULO VIII

SOBRE LAS INSTITUCIONES FASCISTAS

La crisis a la cual el fascismo debió hacer frente durante el período de la secesión "aventiniana" (1) fue una ocasión favorable para la superación de la solución de compromiso representada por el primer gobierno de coalición.El fascismo se encontró rápidamente obligado a resolver completamente el problema institucional en lo que respecta al sistema de representaciones y al principio del gobierno. Aquí tampoco la doctrina precedió a la práctica;hicieron falta diferentes desarrollos para que la reforma parlamentaria se afirmase y estableciese bajo la forma del nuevo parlamento corporativo.

"La cámara de los diputados es ahora anacrónica hasta en su nombre mismo, declara Mussolini en 1933. Es una institución que hemos encontrado ajena a nuestra mentalidad". "Supone un mundo que hemos demolido; supone la pluralidad de los partidos y a menudo y gustosamente, el ataque a la diligencia. Desde el día en que hemos anulado esta pluralidad, la Cámara de los Diputados ha perdido la excusa esencial de su razón de ser", Mussolini estimaba que el parlamentarismo "reproduce un cierto movimiento de ideas, en tanto que sistema de representación es una institución que ahora ha agotado su ciclo histórico". Ligado de forma inseparable a la democracia, el parlamentarismo, visto el nivel al cual había descendido en Italia ‑pero también en otros Estados, particularmente en Francia, donde el politicastro reemplazó al hombre político, en donde se afirmaba un sistema que reposaba sobre la incompetencia, la corrupción y la irresponsabilidad, donde ninguna estabilidad gubernamental era asumida dado el carácter propio a un "Estado vacío", es decir, privado de un centro de gravedad sustraido a las contingencias ‑ este parlamentarismo, a los ojos de Mussolini, simbolizaba la absurdidad del sistema.

A decir verdad, el problema tenía un triple aspecto: el del principio electoral en general, el del principio de la representación y en fin el principio político de la jerarquía. La solución fascista fue una solución parcial.Pero, desde nuestro punto de vista, puede decirse que la dirección tomada fue positiva.

Sobre el principio de la representación y la concepción misma del parlamento, hoy se está habituado a asociarlas exclusivamente al sistema democrático absoluto que reposa sobre el sufragio universal directo. Lo cual es absurdo y se resiente ante todo del individualismo que, combinado con el simple criterio cuantitativo, define a la democracia moderna. Decimos individualismo en un sentido peyorativo, pues se trata quizás aquí del individuo en tanto que unidad abstracta, y atómica, teniendo un estado civil y no de "persona". La cualidad expresada por esta última palabra ‑es decir la persona en tanto que ser provisto de una dignidad específica y rasgos diferenciados‑ está por el contrario, con toda evidencia negado y ofendido, en el sistema donde todos los votos valen igual, el voto de un gran pensador, de un príncipe de la Iglesia, de un jurista, o de un sociólogo eminente, de un jefe militar y el voto de un analfabeto, de un semi‑idiota, del hombre de la calle que se deja sugestionar en las reuniones públicas o que vota por quien la paga. Que pueda hablarse de "progresivo" y de "progreso" refiriéndose a una sociedad donde se ha llegado a encontrar todo esto normal, es uno de los numerosos absurdos que, en tiempos mejores quizás, serían un motivo de extrañeza y diversión.

Pero si se hace abstracción de los casos manifiestamente inferiores, es evidente que en razón de la naturaleza misma del principio democrático de la representación, es imposible asegurar la primacía del interés general, especialmente si se da a este interés un cierto contenido trascendente "político", en un sentido opuesto a lo que es "social", sentido ahora ya conocido por nuestros lectores. El individuo, en efecto, no puede tener más que intereses particulares, en medio de intereses de categoría. Además, dado el materialismo creciente de las sociedades modernas, estos intereses tienen un carácter cada vez más economicista, físico. Es pues evidente que aquel que quiere asegurarse una "mayoría" es decir, el número, bastará con tener en cuenta el condicionamiento y deberá pues contemplar únicamente la protección, aunque sea equívoca, de estos intereses inferiores en su programa electoral, personal o de partido.

A esto se añade, en el sistema parlamentario democrático, la "politización" que en el marco del régimen de partidos, golpea numerosos intereses individuales o sociales, los cuales, en sí mismos, no deberían ser políticos. Los partidos del sistema democrático no son simples representaciones de categorías de intereses; tácticamente, se presentan en una especie de concurso o competición para la mejor defensa de los intereses de tal o cual grupo de electores, pero en realidad tienen cada uno una dimensión política, cada uno una ideología; no conocen ni intereses ni exigencias que los superen, actúan en el "Estado vacío", y tienden cada uno a la conquista del poder: de ahí deriva una situación que no puede ser sino caótica e inorgánica.

Esta plusvalía política de los partidos es evidente en la tesis demo‑liberal según la cual la pluralidad de los partidos constituiría una garantía para la "libertad"; las numerosas opiniones en oposición, los múltiples puntos de vista, la "discusión" permitirían escoger sin equivocación la dirección más justa. Todo esto naturalmente carece de sentido, ya que en el Parlamento o, mejor, en la "Cámara de los Diputados" el criterio numérico del voto directo está igualmente en vigor, si bien los diputados son iguales en el voto individual, al igual que los ciudadanos electores; en consecuencia, tras la "discusión", es siempre el número el que se impone de hecho y siempre habrá una minoría que sufrirá la violencia puramente númerica de la mayoría. Pero es preciso también considerar que la pluralidad de los partidos y de los puntos de vista no puede ser fecunda más que en un marco de consulta y colaboración, lo que supone una unidad de principio y de intenciones; y no cuando cada partido tiene, precisamente, una plusvalía política y una ideología, y no tiende, del todo a jugar su papel en un sistema orgánico y disciplinado, sino a "atacar la diligencia", es decir a conquistar el Estado, a tomar el poder. En efecto, es de "lucha política" que se habla siempre hoy, sin términos medios: una lucha en donde, precisamente en la democracia, todos los principios son buenos.

El hecho es que debería distinguirse entre sistema representativo en general y sistema representativo igualitario, nivelador, con base puramente numérica. Incluso el Estado que llamamos tradicional conoció el principio representativo, pero en un marco orgánico. Se trata de una representación, no de individuos, sino de "cuerpos", los individuos no existen más que en la medida en que formaban parte de unidades diferenciadas teniendo cada una, una cualidad y un peso diferente. Como representación de cuerpos, el parlamento y cualquier otra institución análoga tenía un valor incontestable, abrazada los intereses de la nación en toda su riqueza y en toda su diversidad. Es así como junto al principio representativo, el principio de jerarquía podía afirmarse por que no era la simple fuerza numérica de los grupos, de los cuerpos o de las unidades parciales con sus propios representantes en el parlamento, lo que era considerado, sino su función y dignidad. El clima y los valores de un Estado tradicional, siendo además diferentes, excluían automáticamente la preponderancia automáticamente impuesta por el número, intereses de orden inferior: lo que, por el contrario, sucederá siempre en las democracias absolutas modernas, por que son los partidos de masas quienes prevalecen necesariamente. Los Estados Generales, el parlamento tal como existía en Hungría y Austria, con el esquema del STANDESTAAT, designación características para el sistema de una unidad representativa cualitativa, articulada y graduada, eran semejantes a la estructura de la cual hemos hablado. Las corporaciones, la nobleza, el clero, el ejército, etc. estaban representados como cuerpos correspondientes a la nación cualitativamente diferenciada, para trabajar de concierto con los intereses nacionales y generales (2).

Estas consideraciones de principio, a las cuales hemos dado cierta amplitud son necesarias a fin de que, regresando sobre este punto, el lector pueda tener elementos para juzgar de forma adecuada lo que el intento de reforma fascista de las representaciones comporta de positivo, reforma que puede calificarse, según el punto de vista, de contra‑revolucionaria o revolucionaria (contra‑revolucionario, si se considera que el sistema parlamentario reposaba sobre una base inorgánica y cuantitativa derivada directamente de las ideologías revolucionarias de 1789 y 1848). La Cámara fascista de las Corporaciones significa, en principio, el regreso al sistema representativo por "cuerpos". La dirección tomada puede pues ser juzgada como esencialmente positiva.

Pero había una diferencia, a causa de la acentuación del aspecto de una representación de las "competencias" bajo formas sobre todo técnicas, correspondientes a la época: cosa que servía sin embargo para eliminar categóricamente lo que hemos llamado la plusvalía política o ideológica de las representaciones; pero esta restricción del dominio y del concepto de los "cuerpos", sustituidos a los partidos, permitía superar el absurdo sistema electoralista democrático, sistema que puede conducir al parlamento a politicastros incompetentes, los cuales, gracias a ciertas combinaciones o maniobras de pasillo, podrían incluso formar parte de un gabinete en tanto que ministros o subsecretarios de estado para sectores de la actividad nacional para los cuales están privados de toda preparación, de formación serie y de experiencia directa. La designación de inspiración corporativa y sindical de la representación parlamentaria evita esta incoherencia. Este sistema hace que no sea la masa electoral informe y agitada quien elija a su representante, sino el medio específico el que escoje a una persona cualificada para esta función según su competencia en ese terreno concreto.

Pero el fascismo contempla además un sistema mixto, en el cual la designación por nominación de lo alto, se añadía a la elección: la elección o designación por el "cuerpo" no concernía solo a una persona, sino a varias, entre las cuales el gobierno hacia la elección; se podía así hacer valer otros criterios igualmente políticos, sin perjudicar el principio fundamental de las competencias. Considerada bajo esta perspectiva la reforma fascista presenta pues un carácter racional y plausible. Lo que ha seguido, la práctica efectiva en el régimen fascista, es aquí otra cuestión que afecta, como ya hemos señalado, a un terreno que está alejado de nuestras competencias y de nuestro objeto de estudio.

La Cámara Corporativa no debía presentarse como un lugar de "discusiones", sino de trabajo coordinado donde la crítica, admitida sobre el plano técnico y objetivo, no lo era sobre el plano político. Sin embargo, esta delimitación del dominio inherente a la representación de las competencias, con el inevitable relieve dado también a la esfera de la producción económica, habría reclamado una definición adecuada e institucional del principio jerárquico, en el sentido de una exigencia superior ligada al dominio de los objetivos finales. Siendo eliminados los partidos, y despolitizadas las representaciones, el puro principio político habría debido ser concentrado y hecho actuar sobre un plano distinto y supraordenado.

El Estado de tipo tradicional frecuentemente representa el modelo o el esquema de todo esto, con el sistema de las Dos Cámaras, la Cámara Baja y Cámara Alta. El ejemplo más próximo fue la doble existencia, en Inglaterra, de la Cámara de los Comunes y de la Cámara de los Lores, bajo su forma originaria. Una dualidad de este género parece tanto más necesaria en razón del carácter cada vez más técnico y corporativo del parlamento y a causa de la inexistencia, en las sociedades modernas, de "cuerpo" organizados que sean los representantes de los valores de la tradición. El fascismo había encontrado en Italia la dualidad de la Cámara de los Diputados y del Senado. La reforma fascista respeta esta dualidad pero no provoca una revisión adecuada y enérgica de la "Cámara Alta", el Senado, que guardó en general, durante el Ventennio su precedente característica de superestructura decorativa e ineficaz. Un Senado, con miembros exclusivamente designados desde lo alto, escogidos, sobre todo, en función de su cualidad política, cualidad de representantes de la dimensión transcendente de Estado, es decir, de factores espirituales, meta‑económicos y supranacionales, habrían podido realizar una instancia jerárquica más elevada en relación a la Cámara Corporativa. En todas partes donde esto se habría mostrado necesario habría debido hacerse prevalecer el "orden de los fines", comprendidos en su sentido más alto, sobre el "orden de los medios" y, en consecuencia, establecer y actualizar la jerarquía natural de los valores y de los intereses.

Pero, a este respecto, la fuerza institucional revolucionaria y reconstructora del fascismo se detuvo a medio camino. El senado conservó globalmente su fisonomía propia que le había dado la tradición de fines del siglo XX en Italia, quedando así privada de una función verdadera. Sobre este punto igualmente se hace sentir la influencia negativa del pluralismo de las instituciones: las jerarquías del partido; la herencia del institucionalismo monárquico de la Italia precedente, a la cual pertenecía precisamente el senado de tipo antiguo; y se podría añadir, la Academia de Italia, en la medida en que habría debido reunir, en principio, a representantes de los valores superiores, que no había por que confinar en la esfera de una cultura pomposa, sino volverlos, por el contrario, operativos. Todo esto habría debido ser depurado, unificado y revisado, y es evidente que aquí hubiera sido preciso referirse igualmente a lo que hemos dicho respecto de la constitución de una "Orden" que habría debido servir, precisamente, de núcleo esencial de la Cámara Alta. A pesar de todo esto, hágase una comparación pensando en lo que son en Italia la actual Cámara de los Diputados y, sobre todo, el nuevo Senado, al cual se ha extendido en gran parte, el absurdo principio electivo de la democracia absoluta, y no debería dudarse, desde el punto de vista de los principios, si fuera cuestión de pronunciar un juicio.

Ciertamente, en el fascismo, la fórmula aberrante del "Estado del trabajo", además proclamado por la nueva constitución del Estado democrático italiano, apareció un poco por todas partes; ciertamente, además de la concepción del "Estado Etico" (el Estado pedagogo para individuos espiritualmente menores), desembocó, en el aún más lamentable "humanismo del trabajo" (también aquí se trataba de teorías de Gioavanni Gentile). Pero todo esto puede ser referido a las escorias, a las partes no esenciales y no válidas del fascismo.

En efecto, por boca misma de Mussolini, el fascismo afirma explícitamente que las "corporaciones pertenecen al orden de los medios y no al de los fines" (1934). La corporación es la institución por medio de la cual "el mundo de la economía, hasta ahora desordenado y extraño, entra también en el estado", la disciplina política puede así asociarse a la disciplina económica. Pero esta inmicción no debía ser una forma o una cobertura a través de la cual se realizaría la conquista del Estado por la economía, y aun menos significar la degradación y la involución de la idea misma del Estado. Esta habría sido efectivamente la tendencia del "pancorporativismo" expresada por algunos intelectuales inspirados en Gentile, sobre todo después del congreso corporativo que se celebró en Ferrara en 1932. Y sobre esta línea se ve como llegaron a concebir una especie de comunismo corporativo ("la corporación propietaria", más o menos estatizada) y a pedir la disolución del partido institución a favor del puro Estado Sindical y corporativo. Pero todas estas intentonas permanecieron como veleidades ideológicas sin valor.

De otra parte, la distinción entre esfera política y esfera corporativa no fue tampoco abolida en el sentido opuesto, partiendo de lo alto, por un "totalitarismo" estatizante. Pero si Mussolini, en efecto, indica el "Estado Totalitario" (en 1933) como una de las tres condiciones para desarrollar un "corporativismo pleno, completo e integral", las otras dos eran una tensión ideal elevada y la entrada en acción "junto a la disciplina económica, de la disciplina política (...) para que haya, por encima de la oposición de intereses, un lazo que lo una todo", declara también: "La economía corporativa es multiforme y armoniosa. El fascismo no ha pensado jamás en reducirla a un máximo común denominador: es decir, transformar en monopolio de Estado todas las economías de la nación. Las corporaciones los reparten y el Estado no los recupera más que en el sector que interesa para su defensa". De manera muy clara, fue declarado que "el Estado corporativo no es el Estado económico", lo que podía entenderse en dos sentidos: oponerse a una función de la corporación, sea como instrumento de estatización centralizadora, sea como instrumento de conquista del estado por la economía.

 

 

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