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Ensayos

SOBRE LO HEROICO, LO SAPIENCIAL Y SOBRE LA TRADICION OCCIDENTAL, por Julius Evola

SOBRE LO HEROICO, LO SAPIENCIAL Y SOBRE LA TRADICION OCCIDENTAL, por Julius Evola

Biblioteca Julius Evola.- Con inmensa satisfacción por su contenido esclarecedor y contundente, publicamos este artículo traducido hace diez años por E.R., el cual nos lo ha remitido. Originariamente, el texto fue publicado bajo el seudónico "Ea" en el número de la revista "Ur" correspondiente a noviembre-diciembre de 1928, es decir, en su primera fase. Posteriormente ha sido reeditado por Renato del Ponte en el número 1 de la colección "Occidente" de las Ediciones de la Osa Menor (Génova 1979) y en la recopilación "Evola y el grupo de Ur", Ediciones Arché, Milán 1982. En lengua castellana fue publicado inicialmente en el número VI de la revista Hiperbórea "Traditio Europae".

 

SOBRE LO HEROICO, LO SAPIENCIAL Y SOBRE LA TRADICIÓN OCCIDENTAL.

 

Esotéricamente, cuando se habla de “tradición”, se entiende la transmisión (traditio) a través de las generaciones de un único estado de carácter “transcendente”. Como de “llama en llama”, una cadena de individuos se convierte en la portadora de una continuidad de contacto realizado con la “realidad metafísica”.

Esta transmisión puede darse secretamente en una élite que se mantiene como algo oculto dentro de las grandes fuerzas étnicas y sociales. Pero puede también acontecer que lo oculto se descubra y domine: o sea que todas las actividades de una raza, en una época dada, se organicen entorno a esta élite, que se convierte en el centro manifiesto, el eje entorno al cual todo extrae su sentido y su carácter. Entonces, como ya hemos dado a entender (Ur, 1928, nº1-2) se tiene una tradición en sentido grande, universal.

Pero aquí se está ya sobre una plano en el que interviene la ley de la diferenciación. Al aparecer, en el espíritu de una época dada y en una raza dada, la identidad metafísica se cualifica. En su adaptación más inmediata emplea dos troncos diferentes, y da lugar a dos formas primordiales.

Los dos troncos son: acción y contemplación.

Las dos formas correspondientes son: iniciación heroica e iniciación sapiencial, de donde salen dos tipos primordiales de tradiciones: tradición guerrero-mágica y tradición sacra o brahamânica.

Las dos tradiciones.

La vida mortal tiene como ley el “fluir”. Tiene fuera de sí tanto su principio, como su fin, no posee el ser y, conformada por varias vivencias, se mueve inquieta en el mundo de las cosas particulares y de intereses temporales. Más veces, aquí, hemos indicado esta ley.

Por el contrario, en su estado trascendente la vida ES. Se convierte en base, razón y valor en sí misma. Tiene el propio principio en sí. Conquista estabilidad, idéntica a la de lo incorruptible y lo eterno, esta ley puede realizarse bien mediante la acción, bien mediante la contemplación.

La acción la realiza, en cuanto sea PURA, quien actúa no estando condicionado por los frutos o por las intenciones; poniendo en el mismo lugar el vencer y el perder, el placer y el dolor, el bien y el mal; no mirando ni el “yo”, ni el “tú”, ni el amor ni el odio, ni a ninguna otra pareja de contrarios, en definitiva se dirige más allá de la condición individual. En la seguridad supranatural de una intensidad-límite, la “vida” se convierte en “más que vida”: se consigue un contacto con un estado de luz y de poder que sobrepasa, doma y transporta todo lo que es humano y físico, abriendo vías a cosas, animaciones y visiones de otro modo imposibles. Estado heroico y, en la forma superior: estado mágico. Por adaptación: casta guerrera, tradiciones guerrero-mágicas y guerreras; en definitiva: tradición imperial.

Para la contemplación, el estado metafísico en vez de por medio de la afirmación de la acción, se consigue por medio de la liberación de la acción. Predomina un fuego intelectual. La individualización se disuelve en el conocimiento de la universalidad, en la visión de la especie eterna. Es impulso hacia el “Uno”. Es vía hacia la realización identificativa, hierática y simbólica, cuya dirección es opuesta a la que va hacia la forma y hacia la diferenciación. Estado ascético (en amplio sentido) y sacerdotal. Por adaptación: casta sacerdotal —tradiciones hierático-sapienciales y, también, religioso-pontificales[1].

Estas dos formas de tradición proceden analógicamente de la dualidad que la enseñanza arcaica señala en el fondo de toda realidad y de toda vida; ser y potencia, fijeza y devenir, luz y fuego, purusha y prakriti[2]. Distingibles estas dos cualidades del Uno, no son sin embargo separables. Se encuentran unidas en una síntesis indisoluble, en la cual, no obstante, la una puede predominar sobre la otra.

Correspondientemente las dos formas de tradición deben considerarse como distantes e inconfundibles, no por centrarse cada una en un término del que la otra se priva, sino sobre todo por poseer ambos, pero en un opuesto orden jerárquico. El estado heroico implica un aspecto “ascético”, pero lo subordina a la acción, lo realiza como un modo de ser de la acción. El estado sapiencial, en cuanto que es realización, implica el elemento “actividad”, pero lo subordina al interés por el puro conocimiento, por la universalidad, por la contemplación sacra. Correlativamente, sobre el plano práctico una tradición guerrera puede admitir castas sacerdotales, pero las subordina a las guerreras e imperiales, o bien se apoya sobre una síntesis de lo sacro y lo real, que toma su carácter de lo prevaleciente del aspecto activo y heroico de la realeza. Lo inverso se entiende en el otro caso.

Tales son los aspectos generales, para precisar algunos rasgos de las “verdades” que proceden de cada uno de los dos tipos de realización, pasamos a hacer algunas consideraciones entorno al espíritu de la tradición occidental.

El “mundo moderno” y el cristianismo.

Aquí, por otro lado, es necesario prevenirse firmemente de cualquier prejuicio.

Debe dejarse claro ante todo que no es posible hablar de “tradición” en Occidente, mientras se identifique Occidente con el “mundo moderno”, es decir con lo que Occidente ha dado lugar a partir del naturalismo del Renacimiento y, más concluyentemente, de la Revolución francesa.

Tal mundo, de hecho, ha destruido sistemáticamente aquello que es presupuesto mismo de cualquier tradición: el contacto con la realidad metafísica, por medio de una élite, en torno a lo cual el resto está jerarquizado y naturalmente organizado[3]. El “mundo moderno”, está caracterizado por un desarrollo en sentido puramente material, práctico e industrial, del que no se encuentra análogo en la historia, pero no sólo eso, el mismo también viene caracterizado por el hecho de que esas fuerzas espirituales que primero estaban vueltas a la transcendencia, a lo que en el hombre va más allá del hombre (y así hacían de contrapeso y mensuraban a la masa de los intereses puramente humanos y temporales), hoy han pasado a exaltar, a incitar, a glorificar lo que es práctico, humano, pasional, temporal, político. Es lo que J. Benda ha definido como trahison des clers. De tal modo desaparece todo punto de referencia superior. No es tanto el ser un cuerpo sin espíritu, como el ser un cuerpo que ha reducido el espíritu a un instrumento suyo, lo que separa al mundo moderno de cualquier orden racional de cosas, lo que le hace no poseer la unidad de una tradición y que de él se esfume cualquier vía de salida, avivándose así una crisis, sobre cuya gravedad no hace falta hacerse ilusiones.

El segundo prejuicio está igualmente claro, aun cuando conocemos las razones por las cuales no puede aparecer como tal a muchos. En realidad se trata de no reconocer en la religión dominante en Occidente ni siquiera el carácter de auténtica “tradición”, ni por lo tanto el de “tradición occidental”. Pietro Negri, en los estudios publicados en Ur, 1928, nº 1-2, 3-4, ya ha dado varios elementos en apoyo de esta tesis; a los cuales por otro lado se refiere con suficiente amplitud una publicación reciente[4].

Insistimos ante todo en el sentido integral y esotérico que damos al término “tradición”. Sin duda el cristianismo, y todavía más el catolicismo, ha tenido la potencia de organizar durante siglos razas diversas bajo un único cuerpo de doctrinas y de creencias. Pero nosotros contestamos, y enérgicamente, que dicho cuerpo tenga un carácter metafísico, de modo que la organización que los encabeza pueda justificarse desde el punto de vista superior, del cual hablamos.

Hay que distinguir –y muy netamente– lo que es mera religiosidad en sentido popular, devocional y psiquico-humano, de lo que es espiritualidad, como relación metafísica de la iniciación. La fe, la esperanza, la caridad, la “necesidad de alma”, el “temor de Dios”, con la restante carga de sentimientos de este tipo, se sabe que no han llevado nunca a dar un paso hacia delante de lo que simplemente es humano, ni han tenido nunca nada que ver con la “espiritualidad”, con la “espiritualidad” tanto de tradición heroica, como de tradición sapiencial.

Pero es precisamente un complejo de elementos de este género los que están en el centro de la pseudo-tradición cristiana, en la que se confunde con la “espiritualidad”, con el resultado de una concomitante humanización de lo divino, típica en el culto de un “dios-hombre” Jesús, en el lugar de una divinización de lo humano, preconizada en el culto opuesto de los “hombres dioses” de los “héroes” del mundo antiguo y mistérico.

Esto a pesar de que en ritos y símbolos que por adaptación ha cogido de tradiciones preexistentes y efectivas, y de los cuales ha perdido el significado, la tradición católico-cristiana conserva todavía hoy restos de una enseñanza metafísica –lo que resulta una carga demasiado mísera para su “ortodoxia”– real y operativa, se entiende, y no formal. El plano humano-devocional o, a lo más, de astractismo teológico, en el cual trazas sapienciales se transponen y conservan en el cuadro del cristianismo, es incompatible con el plano en el cual podrían valorarizarse. Y la prueba la da el mismo catolicismo, con la aversión que siempre ha nutrido oficialmente hacia cualquier tentativa de integración en sentido iniciático de esas doctrinas, desde las escuelas gnóstico-alejandrinas, pasando por los templarios, y siguiendo, hasta hoy en día.

Por esto nosotros creemos que si la búsqueda de una tradición en Occidente, en sentido integral y universal, se detuviese bien en el “mundo moderno”, bien en el “mundo cristiano”, la misma sólo sería engañosa.

La tradición mediterráneo-occidental como tradición heroica[5].

No es así, sin embargo, si retrocedemos aún más, hasta alcanzar a lo que es el substrato del mundo mediterráneo precristiano, y que por su última manifestación tuvo la tradición imperial de Roma. Aun cuando todo esto, respecto a formas todavía más antiguas, tenía valor casi de traza residual, no obstante se divisa aún la influencia precisa, visible y constante de una tradición, de la cual, por otra parte, lejanos ecos son indelebles en el Occidente de hoy.

Y esta tradición tiene un carácter heroico. En su base –y sólo en ella– Occidente constituye algo distinto, no confundible, en el mismo plano del “espíritu” donde otras tradiciones, marcadamente la oriental, pueden justificarse.

De hecho si desde el principio –ya indicado– que define una tradición guerrera, deducimos a lo que ella da lugar en planos relativos, nos encontramos con formas que son características a la civilización y al espíritu mediterráneo-occidental.

En primer lugar, las leyes de acción se traducen en el “estilo” de una tradición de navegantes, conquistadores, de colonizadores, en el mundo épico y solar romano, homérico y odiseico; un mundo heroico, libre y liberado, privado de medias luces, privado de “infinito”, constituido por fuerzas simples y de pureza elemental. El estilo dórico y micénico, la virtus romana, los imperios solares mediterráneos.

En segundo lugar, la acción no puede orientarse en el vacío: quiere objetivos, límites y términos; implica la forma, la diferencia, la individuación. Mientras en los cuadros de una tradición sacerdotal la forma es símbolo, oscurecimiento de una espiritualidad sin forma, transcendente e infinita, en la opuesta tradición la forma adquiere un significado de realidad, de valor. Aquí lo físico y lo metafísico, lo material y lo inmaterial, lo corpóreo y lo incorpóreo, coinciden en el equilibrio de dos términos, el uno ni superior, ni inferior, al otro, en tipos distintos e intensamente individuales. Y aquí, de hecho, el culto clásico de la forma, de la belleza de la perfección corpórea y de la potencia como expresión de la espiritualidad; aquí, correlativamente, la doctrina antirromántica y antioriental donde en todo lo que es “infinito” se ve el mal, lo imperfecto, la abstracta “potencialidad”; y en lo finito se entiende, por el contrario, el bien, reconociendo el límite de una potencia que ha alcanzado a darse forma, ley, individualidad hecha a sí misma.

Quien observa la forma y el límite (péras), ve también la armonía y el número. De ahí el florecer, desde las más antiguas civilizaciones del Mediterráneo oriental, y después en el pitagorismo, en Grecia y en Roma, de ciencias sacras basadas precisamente sobre la armonía y sobre el número. Si respecto a ésas el método cuantitativo de las ciencias exactas modernas (desarrolladas exclusivamente por Occidente) representa una desviación degenerativa, se trata sin embargo de una degeneración que parte del mismo tronco. Lo mismo se puede decir para el intelectualismo occidental, cuya madre fue la Hélade; la pasión por el concepto, en el sentido de noción precisa, definida, distinta, que quiere decir esto y no lo otro –en el sentido de noción que mide (mens puede venir de mensurare; y una análoga derivación su puede referir a ratio) es algo específicamente occidental, que denota también la ley de la acción, cuyo afirmarse lleva el límite, la diferencia.

Cuando prima sobre la contemplación, la acción se mueve en un mundo finito e individualizado, regido por una ley de diferencia, por lo tanto de pluralidad: muchas fuerzas, muchas consciencias, muchos tipos, distintos y no confundibles, símiles a “mundos en el mundo”, ya que cada uno contiene y resuelve en su propio ser la amorfa posibilidad universal.

Este punto de vista se puede definir más de cerca, entendiendo por “universal” lo que un ser tiene en común con otros seres, y por “individual”, lo que por el contrario le es propio y que lo distingue de cualquier otro. Así pues una tradición de carácter guerrero estará siempre caracterizada por un interés por lo individual. Lo que hay de “universal” en un ser será considerado como lo de menos, como aquello que en él hay de menos real, de más abstracto, de incompleto (stéresis = privación del propio ser según Aristóteles); en lo “individual” se entenderá por el contrario que tiene valor, lo que es querido, lo que es más real, la perfección o fin (télos), de un ser.

Pero, como es sabido, es exactamente éste el punto de vista de uno de los principales exponentes del mundo mediterráneo más reciente, de Aristóteles, el cual, frente a Platón, quien afirmaba que las cosas tienen realidad y valor en cuanto a participantes de la universalidad de los “géneros” y de las “ideas”, sostiene por el contrario que los “géneros” y de las “ideas” tienen realidad y valor, en tanto se encarnan y se actualizan en los individuos. Este punto de vista general antimístico y antiuniversalista, que caracteriza propiamente al espíritu del mundo occidental en oposición al oriental, no expresa más que la oposición que sobre este plano viene determinado por la doble referencia a una “verdad guerrera” y una “verdad sapiencial”.

Para ello sí hay un modo de penetrar en el sentido verdadero del politeísmo mediterráneo –en especial greco-romano– el cual es muy distinto del oriental. El politeísmo mediterráneo, más que no admitir la “unidad”, no la tiene en cuenta, la sitúa en un fondo sobre el que no le presta atención, poniendo por el contrario en relieve las formas concretas e individuales de las potencias divinas en acto entre las cosas, entre los héroes, entre los tipos realizados como vivientes obras de arte en el seno de ese cosmos armonioso y claro del que los poetas cantaban la belleza y del que los iniciados conocían las leyes escondidas y las secretas analogías.

No basta. Si por “Dios” se entiende la pura universalidad, procede de este punto de vista la idea-límite de que el individuo sea uno “más” respecto a “Dios”, en el sentido que Dios estaría con él en la relación de la potencialidad a la actualidad, de las posibilidades informes y realidades distintas, de la “materia” a la “forma”. Existe un grupo de mitos mediterráneos –restos, ellos mismos, de una tradición aún más antigua– que se refieren más o menos manifiestamente a un significado similar: son los mitos titánicos, ciclópeos, prometeicos; los mitos de la caída, los mitos de los ídolos crucificados, despedazados, devorados; de los hijos más grandes que sus padres, poseedores de las madres o reconquistadores del reino del padre asesinado. Todas las alusiones al proceso de individualización en el que “Dios muere”, y le substituye el mundo de la acción, obligado a asumir la herencia, en plena conformidad con lo que puede ser la “verdad” de una tradición mágico-guerrera que, en lugar de una derivación análoga a la propia del método matemático y al intelectualismo moderno, se traducirá en la “voluntad del mundo” propia al mundo occidental. La interpretación de las fases finales de tales mitos como “restitución”, “retorno”, “rescate de la caída”, debe explicarse con una interferencia de instancias propias a la tradición religiosa opuesta, la cual ha alterado su sentido primordial, de “advenimiento de una nueva raza”. Este sentido, por otra parte, se reencuentra en otro ciclo de mitos, no mediterráneos, sino de una tradición igualmente guerrera. Los nórdicos y germánicos sobre el “crepúsculo de los dioses”, a la era de los cuales substituye la de los hombres y de los héroes.

El influjo de tal espíritu se puede constatar también en materia estrictamente iniciática. Nos limitamos a indicar el simbolismo del construir, por ejemplo, que es desconocido en las tradiciones orientales; así también el impulso aristotélico opera en la tradición hermético-alquímica, donde la “materia prima” se entiende como un caos, sobre el cual el Arte debía actuar en el sentido de crear una perfección no preexistente, y superior a cualquier preexistencia: y precisamente se habla de un Arte más que de una Sabiduría; y la fórmula: “corporizar el espíritu, espiritualizar el cuerpo”, reconfirma el ideal pagano, clásico, antimístico y antiestático.

Por lo tanto hemos indicado un grupo de características del espíritu occidental, las cuales no hablan y no asumen valor más que desde el punto de vista de una tradición guerrera, de los principios de la cual se deducen lógicamente. Lo propio de una tal tradición –como ya dijimos– no está en excluir la casta sacerdotal y la “verdad” que la preceden, sino en subordinarlas a ella, como el menos al más. Esto lo recordamos porque también Oriente posee tipos de sabiduría guerrera: el Sâmkhya, el Bhagavad-Gita, en ciertos aspectos el mismo budismo –aunque la corriente dominante en Oriente fue aquélla que sobre la acción pone la contemplación, que sobre el guerrero pone al brahâmana, y que concibe como pervertimiento todo vuelco de tales relaciones; aquélla donde el valor y el interés por la identidad, la universalidad, la liberación y el conocimiento tienen mayor peso que el valor y el interés por la pluralidad, la individualidad, la diferencia, la realeza y la libertad.

El cristianismo, cuyo espíritu es asiático, es una imitación de una tradición tipo sacerdotal, la cual se ha impuesto a una tradición de tipo heroico, como la dominante en el arcaico mundo mediterráneo. Pero esta imposición le ha sido posible al cristianismo, solamente en cuanto adaptó para sí formas de una tradición no-sacerdotal, extraídas especialmente de la romanidad. Así fue en el medioevo feudal y caballeresco católico cuando éste tuvo su período de oro; pero incluso en sus formas bastardas el aporte activo y conquistador se traiciona, en el instinto proselitista, intolerante, misionero que el cristianismo llevó de sus orígenes hasta el calvinismo y el protestantismo americano. Por eso mismo queda en la pseudo-tradición surgida del evento de Palestina el carácter de cosa ambigua, de compromiso, contradictoria. Pero a esta contrariedad el cristianismo debe su fuerza; solamente ésta le ha permitido mantenerse sobre el tronco de una raza congénitamente inspirada en una tradición guerrera, y que siempre ha permanecido sustancialmente como tal porque, teóricamente convertido a la moral cristiana, prácticamente el Occidente ha permanecido pagano, y sólo practicando los principios opuestos a los que su “religión” originariamente le había impuesto, ha llegado a crearse el puesto en el mundo que ahora tiene.

Si el cristianismo es la falsificación de una posible tradición de tipo sacro, el “mundo moderno” –que va día a día socavando los residuos de la “religiosidad” occidental– es a su vez una falsificación teratológica de una posible tradición de orden guerrero.

Pero lo que, de algún modo, hace que en Occidente sea aún posible reconstruir una “tradición”, puede venir a través del impulso de élites de carácter heroico-inciático; y podemos decir, con reserva del significado especial que nosotros damos al término mágico.

Cualquier tentativa de restauración tradicional en Occidente en otro sentido, está inevitablemente destinada al fracaso, porque falta un punto de partida. Si este cuerpo de grandiosidad bárbara que el Occidente moderno ha constituido reacciona contra cualquier ánima, esta reacción no irá más allá si tiene una referencia particular hacia algún alma opuesta a la de las razas guerreras, dóricas y mágicas, de las cuales es heredero degenerado.

La crisis de Occidente según René Guénon.

Se ha expresado por parte de alguien el deseo de conocer nuestra actitud acerca de una obra reciente, en la cual un autor por nosotros mismos muy apreciado, y a menudo citado –René Guénon– ha tomado posiciones ante la crisis del mundo moderno[6]. Por cuanto aquí no puede haber lugar para una discusión exhaustiva del asunto, sin embargo en lo que precede pensamos haber dado un preciso punto de referencia.

Anteponemos que desde el punto de vista puramente metafísico de una “ascesis integral”, no podemos más que estar de acuerdo con Guénon. La divergencia surge sobre un plano más relativo; y procede del hecho que Guénon coge el punto de referencia de una tradición de carácter sapiencial, lo que le lleva a varios juicios que, naturalmente, no pueden estar compartidos por quienes –como nosotros– no crea, o no quiera, asumir ese mismo punto de vista: especialmente en lo referente a Occidente.

La divergencia no existe entre quien comprende tanto la tradición donde la acción tiene supremacía sobre la contemplación, como la otra, en la que por el contrario la contemplación tiene la supremacía sobre la acción, como dos vías igualmente posibles y equivalentes para alcanzar algo que está más allá tanto de la acción como de la contemplación, independiente, como es, de todo. Éste se abstiene de juzgar las dos tradiciones; se limita a comprenderlas y a explicarse qué “verdad”, qué evidencias y valoración deben imponerse, una vez que se adhiera a una tradición o a la otra.

Oposición por el contrario existe, entre éste, y quien por el contrario insiste en la primacía de una de estas tradiciones, y condene la otra como error y perversión. Algunas declaraciones de Guénon a este propósito son bastante explícitas; su sistema de referencia es el vedantino, y en general, el oriental en la que lo brahamánico se tiene por una casta superior al guerrero (kshastriya); no duda, que el valor de tal punto de vista, en vez de absoluto, sea interno a lo que es sólo una de las tradiciones posibles. En cuanto a nosotros, comprendemos el punto en el que Guénon se sitúa, y cuanto él “debe” decir respecto a ciertas cuestiones; no decimos ni que tal actitud sea legítima, ni que no lo sea, pero ni queriendo podríamos asumirla. Afirmamos sólo que ésa no es ciertamente la más oportuna respecto a una tentativa de restauración de Occidente, que parta de Occidente y que respete el espíritu antiguo.

En cuanto nosotros, asumimos por el contrario el punto de vista de la tradición guerrero-mágica occidental, si estamos de acuerdo con Guénon acerca de la crítica del “mundo moderno”, no nos engañamos sobre la diversidad de las razones que nos conducen a este punto común. Conforme a la verdad de la tradición sapiencial, que no ve bien todo lo que es acción e individuo, Guénon retiene por ejemplo que una de las causas principales de la decadencia espiritual europea sea la exaltación de la acción y de la individualidad. Nosotros decimos todo lo contrario, o sea que tal causa reside en el hecho de que los modernos, en su desordenado agitarse, en su mecanización, en las leyes de la cantidad, de la sociabilidad, del oro, del saber impersonal y del ciego “devenir”, no saben en absoluto qué es la acción, qué es certeramente individualidad; y que cuando de verdad sean de nuevo activos e individuos en el sentido primordial, entonces será el principio.

Para Guénon decir “individual”, es casi como decir “humano”. Él sitúa sobre el hombre el plano de la universalidad y de los principios metafísicos trascendentes, por haber perdido contacto con los mismos el mundo moderno se encuentra donde se encuentra. Aquí nuestra divergencia no se basa solamente en el uso diverso de los mismos términos. Una tradición de origen guerrero será siempre individualista; pero ser individuo, para nosotros, quiere decir simplemente sentirse afirmativo, central, presente; sea en el mando, sea en la obediencia. Tal sentido puede pararse en el estado humano de existencia; pero puede también pasar más allá, y aplicarse a experiencias y estados que se pueden llamar “supra-individuales” y “trascendentes” solamente en sentido relativo; o bien cuando no se haya llevado a cabo la realización, pues ésta, transformando la conciencia, lleva a la identidad, y por lo tanto a la inmanencia.

Consecuentemente lo supra-individual, para nosotros se resuelve en un estado superior a la individualidad obtenido con la eliminación de un cierto grupo de condiciones; es lo que Guénon, con término no precisado, llama “principio”, toma el sentido de un modo de ser, cuyo “conocimiento” corresponde exactamente a la realización de sí en un cierto grado en la jerarquía de las posibilidades esotéricas. Guénon nos ha concedido que el “conocimiento”, del que habla, es, precisamente y esencialmente, realización. Ocurre que él da alguna vez a los términos “principios”, “supra-individual”, etc., un significado sensiblemente diferente del que nosotros precisamos; lo que le conduce a comprender las nociones de “jerarquía” y de “autoridad” no sólo sobre la base de los varios grados de la realización de las fuerzas individuales, como debe entenderse al interno de una tradición heroica, sino por el contrario sobre la base de la legislación de los “principios trascendentes”, entendidos entonces en sentido impersonal, universalístico y sacerdotal.

La misma reserva debe hacerse respecto a lo que puede superar las acciones extrovertidas, privadas de centro, agitadas, que constituyen la “religión” de los modernos. La doctrina de Guénon sobre los “motores inmóviles”, señores del movimiento, es también la nuestra. Pero cuando él hace entrar los “motores inmóviles” en relación con la “contemplación” y la “inmutabilidad de los principios supraindividuales”, vuelve a nosotros la sospecha. Vuelve, porque para nosotros “motor inmóvil” no es, el mismo, más que un “motor de ser”, llevado por individualidades superiores, las cuales se hacen conducir por fuerzas visibles e invisibles. Es el estado de autotrascenderse de la vida en esa calma, en ese sentido absoluto de visión y dominio, surgido del más alto vértigo –que hemos ya referido a la experiencia heroico-mágica. Por el contrario Guénon da alguna vez a todo esto un significado más “sapiencial” e intelectualístico, por no decir directamente racionalístico[7].

Hemos visto cómo, situándose en el punto de referencia de la “verdad” guerrera, se descubre un residuo de significado metafísico en las formas modernas de la cantidad (ciencias exactas), del pluralismo, de la misma racionalidad. Quien, como Guénon, se sitúa en el punto de vista opuesto, aquí no puede por el contrario ver más que espesa oscuridad, es decir una realidad a negar, antes que a integrar con la transposición en otro plano de los mismos significados.

Finalmente existe un punto más grave, cuando Guénon afirma que la tradición en Occidente debería tener forma religiosa: y como tal –añade– estaría representada por el catolicismo. Declaramos que el porqué de este “debería” se nos escapa totalmente[8]. Más bien a nosotros aquí nos parece que únicamente hay que reconocer el punto de vista de una tradición sacerdotal y oriental, el cual en un mundo formado en una tradición guerrera (como es el Occidente), no sabría reconocer y valorar lo que, aunque sea simplemente en un reflejo contaminado, se le asemeje; llamando por lo tanto antitradicional a lo que es tradicional, pero según una vía diversa. Comprendemos por lo tanto por qué Guénon dice que no se puede ser antirreligioso sin ser antitradicional, pero realmente no podemos seguirle. Afirmamos pues lo contrario, o sea que cuando antes los occidentales se desembaracen de la “religiosidad”, tanto mejor será para ellos, y tanto más próxima, posiblemente, estará la solución de salvación dentro de su propia línea. Frente a la “tradición”, arbitrariamente identificada con un ligamen de carácter religioso, los occidentales deberían preferir estar “sin tradición”; pero precisamente si en ese estar “sin tradición” construyesen una importada del carácter libre, guerrero, nórdico-mediterráneo, una vez que se produzca el necesario contacto con aquello que en el hombre va más allá de sí mismo.

Es una cosa a discutir, si originariamente la tradición judeo-cristiana, tradición todo lo contrario que pura y “metafísica”, fue depositaria de la “tradición primordial”, como quiere Guénon; pero de todos modos es absolutamente cierto que a tal propósito, títulos por lo menos equivalentes los tienen otras tradiciones más occidentales y menos “religiosas” como la hermética, de los alquimistas llegada incluso hasta el límite del mundo moderno, y la etrusco-latina, espíritu invisible de la realización romana. Esto convierte en arbitraria la opinión de Guénon, de que una restauración de la tradición en el mundo moderno no puede partir más que del catolicismo, por la vivificación, con la ayuda de Oriente, del contenido sapiencial que podría tener “en estado latente”. Hemos dicho ya que de ningún modo podemos seguir a Guénon en esta dirección, que nos representa un auténtico y verdadero atentado al espíritu de la occidentalidad. Repetimos, en cualquier caso, que no hace falta hacerse ilusiones, en el doble sentido que Occidente se dice cristiano y católico, pues, de serlo, está más lejos que nunca, precisamente por su raíces guerreras; todavía hoy, en la práctica, está incluso más próximo a una restauración en sentido romano y pagano que no en sentido religioso-cristiano; en segundo lugar, en el sentido que, por relativo que sea, el triunfo del catolicismo en Occidente, no se basa sobre su contenido sapiencial (en la incomprensión de los católicos por él, ya decimos que se demuestra claramente su actitud “antitradicional”, sea respecto a las precedentes tradiciones paganas, sea respecto a cualquier escuela esotérica[9], sea respecto al propio Oriente, del cual veremos cuándo los católicos consentirán, según un sabio consejo de Guénon, dejarse dar lecciones); se basa por el contrario en primer lugar en la sugestión y la atracción que su aspecto simplemente humano no podría –como “religión– dejar de ejercer sobre las masas; en segundo lugar sobre una fuerza de orden y de jerarquía, que no le es propia, sino más bien contradictoria, y que éste arrebató a la tradición romana.

Para el primero de estos puntos, la base del catolicismo es tal, que tanto vale crearse una nueva de la nada. Para el segundo, está clara la oportunidad de ser todavía más radical, y esto es referirse precisamente a la fuerza de la tradición imperial romana y de la más basta, paleomediterránea, de la que procede; volviéndose hacia ella nos reafirmamos en lo que a un occidental puede atraer del catolicismo, pero que todavía en el catolicismo va más allá del catolicismo; a un espíritu del cual, si se está aún a tiempo, puede brotar la reorganización del mundo moderno sobre la unidad de una tradición verdaderamente occidental. La formulación simbólica y doctrinal, que a tal hombre se le impone, deberá ser la propia del punto de vista guerrero y mágico; partiendo del cual no faltarían puntos de apoyo en las raíces profundas y no degeneradas de muchas de las realidades degeneradas de la más moderna civilización [10].

Para finalizar diremos de nuevo que estas consideraciones no se refieren al punto de vista absolutamente metafísico, el cual no puede ser más que uno, ni oriental ni occidental, ni sacro ni heroico. La divergencia con Guénon procede del único hecho que él, cuando desciende a los problemas como el de Oriente y Occidente, permuta tal punto de vista absoluto por el sapiencial y brahmânico, el cual es por el contrario ya relativo, y respecto al cual hay una posibilidad ni inferior, ni superior, el “heroico” y “mágico”. Así, él frente a ciertas “verdades” y realidades que sí enlazan a este segundo punto de vista, incluso también a la civilización nuestra occidental, no mantiene suficiente compresión e imparcialidad, y su negación va más allá de donde, en nuestra opinión, debería llegar.



[1] Cfr. Ur, 1927, pp. 148-150.

[2] Pietro Negri ha expresado el punto de vista de una partición ternaria, más que binaria de las tradiciones: heroica, sacra y jurídica, en correspondencia a la trinidad metafísica. Pero así como la trinidad es un aspecto sucesivo respecto a la dualidad, sí nos mantenemos firmes en insistir sobre la bipartición, refiriéndonos a una distinción más primordial, a la cual la otra puede reconducirse. De hecho la función jurídica puede considerarse que aparece en un momento de estabilización obtenido bien por una tradición guerrera, bien por otra sacerdotal.

Pierto Neri era el pseudónimo, en el ámbito del Grupo de Ur (en el que colaboró en el período de enero 1927-septiembre 1928), del conocido esoterista pitagórico y masónico Arturo Reghini.

[3] Esto no excluye que todavía existan en Occidente centros, que conserven o que hayan conservado la enseñanza esotérica. Pero aquí se habla de tradición en el sentido más amplio, refiriéndonos a una influencia directa de tales centros sobre una época y una raza, de la que tengan manifiestamente la dirección.

[4] J.Evola, Imperialismo Pagano. Ed Atanor, Roma 1928.

[5] Aquí Evola se refiere a la tradición mediterránea como un todo. Posteriormente rectificaría su posición y establecería un doble origen para las formas religioso-espirituales del Mediterráneo anterior al cristianismo. Una telúrico-materna –Luz del Sur– que se manifiesta en la religión etrusca y pelasga, y otra ario-uránica-solar –Luz del Norte– que se manifiesta en las formas espirituales latinas y helenas, propiamente arias. Ambas formas serían antitéticas y estarían en constante enfrentamiento (N. del T.).

[6] R.Guénon, La crisis del mundo moderno, París 1927.

[7] En Ur, se ha indicado con precisión el sentido, que conforme al uso filosófico moderno, damos al término “racionalismo”; el que –esperamos– obviará una cierta sorpresa ya manifiesta por Guénon (cfr. la revista L´idealismo realistico, 1926, n. 9-10) respecto a los juicios de este género. En su Erreur Spirite (París 1923) afirma repetidamente que el criterio de lo imposible para él es el lógicamente absurdo (y no viceversa), y que no es a la experiencia, es decir a la realidad del hecho, sino a la deducción a priori de un conjunto de “principios”, a donde se debe (remitir, preguntar) el verdadero criterio. En ello hay incluso más que suficiente para justificar la acusación de “racionalismo”.

[8] A este propósito Guénon nos ha escrito: “Ce que je veux dire, c´est que la forme réligieuse est plus particulierement adaptée aux conditions du monde occidental en raison de l´élément sentimental qu´elle implique, et cela parce que, en Occident, l´élément prédominant est assimilable aux kshastriyas, dans la nature desquels prédomine la tendence “rajasique”. Du reste, dans l´Inde même la voie de bhakti est consdérée comme convenant plus spécialment aux kshastriyas, et cette voie, sans s´identifier aucunement avec la forme réligieuse au sens occidental, est cependant ce qui en est certainement le plus proche, ayant en commun avec elle l´utilisation de “supports” d´orde sentimental”. A todo esto nosotros continuamos oponiendo una pregunta: dónde está escrito que en el mundo occidental precristiano predomine el elemento sentimental, tanto como para considerar oportuna la forma religiosa cristiana, la cual es, por el contrario, la que ha introducido la sentimentalidad (en el peor sentido del término) en ese mundo. El elemento dominante en el guerrero es el heroísmo, que es diferente al sentimentalismo, cuanto pudiera serlo del erotismo; y si eso puede implicar bhakti –es decir devoción (notamos por otro lado que esta vía esta bien lejana de ser la única conocida en Oriente para el khastriya)– no pude implicarlo más que en el sentido guerrero, viril, caballeresco, y para nada en el sentido religioso y pietístico cristiano. Sobre la base “rajásica” indicada por Guénon, se entendería que los misterios de Mithra hubieran dominado Occidente, pero no el cristianismo: que es una contaminación semítica a la que continuamos negando el carácter de una “tradición” en el sentido superior del término.

[9] Para justificar la actitud hostil del catolicismo hacia cualquier forma de esoterismo, Guénon se refiere al caso en que está bien oponerse a una divulgación del conocimiento iniciático, o al caso en que se hace por razones de oportunidad política (como con los templarios). Para el que observa el segundo punto, dar, bajo una especie de “herejía” o algo peor aún, pretextos para acciones de tal género, nos parecería muy clara señal, en relación a una organización que fuese realmente iniciática, de escasísima dignidad. Para el primer punto, eso es demasiado poco controlable; no es sostenible, de ningún modo, cuando antes no se tengan pruebas precisas de una jerarquía autoconscientemente iniciática en el centro de la iglesia; suposición que por nuestro lado nada, en el propio catolicismo, nos autoriza a admitir.

[10] Como Guénon reconoce, la utilidad de un eventual acercamiento de la iglesia al contenido sapiencial conservado de forma más pura en Oriente, así nosotros podemos retener contactos útiles, a nuestro entender, con doctrinas orientales: pero no sólo con las que pueden referirse a las castas brahamánicas, sino a las guerreras: la doctrina del Bhagavad-gitâ, por ejemplo, o del Sâmkhya, o de algunas formas tántricas, budistas o lamaico-prebudistas mágicas.

 

LA TRADICIÓN NÓRDICO-ARIA. Julius Evola

LA TRADICIÓN NÓRDICO-ARIA. Julius Evola

Biblioteca Julius Evola.- El artículo "La Tradición Nórdico-Aria" fue publicado por Evola en la revista "Bibliografía Fascista", correspondiente al año 1939. En realidad, es algo más, mucho más que un artículo, es un verdadero ensayo sobre la tradición nórdico-aria, elaborado con una documentación extremadamente sólida que figura al final del texto. Ciertamente estas ideas serán recuperadas luego en "Revuelta" y en otros muchos ensayos y artículos, algunos de los cuales ya hemos publicado en este blog. Lo importante es no confundir "nórdico-ario" con "nórdico-germánico". Penetrar en el fondo de este ensayo supone recuperar la memoria de los orígenes.

 

 
LA TRADICIÓN NÓRDICO-ARIA.

El problema de la raza, en su aspecto más serio y creativo, es inseparable del problema del origen. Incluso por los racistas más extremistas se admite de hecho, que el mundo actual muestra tal mezcla de elementos étnicos, que, en el mismo, hablar de "raza pura" en el sentido absoluto del término, sentido análogo al de los "elementos" o "cuerpos simples indivisibles" de la alquimia, es extremadamente azaroso. Retrocediendo hacia los orígenes se tiene sin embargo el modo de reconocer lo que, sucesivamente, ha entrado en formas varias, más o menos estables, de composición: formas, las cuales corresponden el concepto de raza en su sentido práctico, no absoluto, propio de las asunciones concretas en el plano político o social. Y es de esto de lo que se trata esencialmente, cuando se habla de "raza alemana", o de "raza italiana", etc.

La exploración racista de los orígenes no tiene valor sólo teórico histórico retrospectivo. Al individuar las varias fuerzas que actuaron originariamente, por así decirlo, en estado puro, se tiene también el modo de reconocer aquéllas que poseen una especial dignidad y que en los conjuntos en los cuales han podido entrar (en las "razas" en el sentido no absoluto), fueron a constituir el elemento válido, la herencia más preciosa, a menudo latente, a vivificar y elevar hasta el grado de elemento central directivo de cualquier proceso de reconstrucción.

Ahora, si en Italia, en la actual orientación racista del fascismo, se ha declarado que la raza italiana es esencialmente nórdico-aria hay que entender esta afirmación precisamente en el sentido de que en el compuesto étnico que forma la gente italiana, el nórdico-ario es al que hay que reconocerle una dignidad superior, y que hay que poner en relieve en un ulterior potenciamiento de la conciencia fascista-nacional, ésta es la idea racista nuestra a la que, esencialmente, nos referimos.

Una tarea esencial, en este sentido, es por lo tanto individuar este elemento nórdico-ario en el mundo de los orígenes, en la historia itálica primordial. Con intención hemos dicho, ahora, "elemento". De hecho una búsqueda de este tipo no puede ser eficazmente conducida sobre la base de la idea de "raza", entendida de forma naturalista. Sería necesario más bien partir de la idea de "tradición", concibiendo en ésta el alma interna de la raza, su núcleo formador, respecto al cual todo lo que sólo étnico o biológico no es sino el aspecto externo, no la causa, sino el efecto, el símbolo, el indicio.

En otros términos, en el ámbito, del que ahora se trata, sería necesario concebir la raza y aquí, en particular, la raza nórdico-aria, como una "categoría", como una forma apriorística, en sí universal y súper étnica, por cuanto tiene numerosas manifestaciones étnicas e históricas. Los llamados tiempos prehistóricos, para la tradición nórdico-aria, son los que, lejos de representar un período de animalidad y de primitivismo, nos muestran máximamente una transparencia, en la cual el nórdico-ario, entendido en sentido espiritual y metafísico, y el entendido en sentido étnico, histórico y propiamente racista, coinciden. Este es el caso de lo que, en nuestros trabajos, hemos llamado el “ciclo hiperbóreo”- todavía en una consideración más general, que ya se refiere a tiempos dominados por 1a contingencia y el devenir, en tiempos en los cuales ya se produjeron  las grandes migraciones de pueblos, la distinción entre nórdico-ario  como raza y nórdico-ario como tipo de civilización y como característica visión del mundo debe valernos como una imprescindible premisa metodológica. Si primero no se define el nórdico-ario como categoría, es decir como forma típica de espiritualidad, y no se pasa sólo sucesivamente a estudiar las manifestaciones condicionadas por el tiempo, por el ambiente y por la sangre, nuestra búsqueda tendrá siempre un carácter empírico, contingente, a menudo unilateral y tendencioso. Ni siquiera podríamos hablar con rigor, de una nordicidad y arianidad no sólo de Roma o de la Hélade, sino del propio Egipto, o de otras civilizaciones tradicionales, surgidas, en sus elementos primordiales, del gran tronco hiperbóreo. Lo que aparece por el contrario legítimo y posible si nos situamos en el plano indicado, que puede llamarse el de la raza como elemento metafísico y como

"categoría".

Entonces, en este sentido, ¿qué debe entenderse como propiamente "nórdico-ario"? Aquí podemos indicar algunas características generales, remitiendo, para su justificación, a las obras que citaremos al final, y sobre todo a nuestra Rivolta contra il Mondo moderno. La espiritualidad nórdico-aria tiene dos aspectos esenciales, olímpico uno, heroico el otro.

Las búsquedas, a las que aludimos, han puesto ante todo en claro el carácter solar de la tradición nórdico-aria y han determinado el significado político, social y cultural de tal carácter: El mito hiperbóreo, nos da preciosos testimonios en este sentido: solaridad, fuego solar, luz, claridad, gloria son motivos recurrentes dondequiera que permanezca, en varios pueblos, el recuerdo de la sede primordial de la raza aria, es decir el Airyanem-Váejó (literalmente: "sede de la raza aria") que el Zend-Avesta, concordando, en eso, con testimonios de muchísimas otras tradiciones, sitúa en el extremo septentrión. Así en la tradición helénica la tierra de los hiperbóreos, aquélla de la que sus estirpes, como la dinastía de los Boreadi, trajeron su dignidad al mismo tiempo real y sacerdotal, es la tierra solar de Apolo.

Relativo a Thule, la isla ártica, que en cierta medida es una imagen diversa de la misma sede, aunque no exacta, es todavía significativa esta etimología "solar": Thule a sole nomen habens. En el recuerdo de los Edda, es decir de la antigua tradición germánico-escandinava, Asgard o Mitgard, es considerado como sede originaria de los "héroes divinos" o "Asen", que las familias reales góticas debían reivindicar para sus jefes de estirpe, comporta de modo muy evidente símbolos de claridad y de solaridad. En la tradición iránica, el ya mencionado Airyanem-Váejó es concebido, además de como "sede de la raza aria", como sede del Hvarenó, es decir de la "gloria" entendida como un "fuego divino", propio al Sol y de otras simbólicas naturalezas celestes y centralizado sobre todo en los dominadores arios: y a esta misma sede se liga la figura legendaria de Yima, llamado "el resplandeciente, el glorioso, aquél, entre los hombres, que es igual al Sol".

Pasamos a los recuerdos indo-arios. Aquí tenemos el recuerdo de la Cveta-dvipa, es decir, literalmente, la "isla blanca", la "isla de la luz". La misma es situada en el extremo septentrión; "hijos de los dioses" son todos sus habitantes, o bien seres provenientes del "cielo de Indra", es decir, según la mitología y la terminología de tal tradición, guerreros sacarles o, todavía, ascetas trascendentes: maháyogin. Éstos veneraban a Hari Vishnu bajo la forma del sol, es decir aquél "rubio" o "aureo" (hari) Vishnu, que entre sus símbolos tiene también la "cruz gamada". En esta isla blanca  primordial hay un trono, "luciente como el sol y resplandeciente como el fuego". Éste es asociado al León, el animal solar que hasta nuestro Medioevo gibelino servirá como símbolo para la autoridad trascendente del Imperio. Podemos continuar fácilmente con testimonios del este tipo: incluso las tradiciones de América precolombina tiene el recuerdo de un Tlalocán o Tulla, que etimológicamente recuerda la ya citada Thule de los helenos, y también la Tulla americana es concebida como "Tierra del Sol".

Ahora, ¿cómo se debe entender este simbolismo solar, tan recurrente en relación a la tradición nórdico-aria primordial? Ya de lo señalado se anuncia la explicación. Elemento nórdico-ario es aquél que, en el campo del espíritu, y después de la raza y de los varios elementos de una organización social, encarna análogamente el significado mismo que el Sol tiene en la naturaleza. Este significado es doble: olímpico y heroico.

Acerca del primero, si ya en el mundo clásico la idea del día ártico sin noche, referido a la tierra hiperbórea, hizo nacer una confusa asociación precisamente con las figuras divinas del ciclo originario, de la leyenda de la Edad de Oro, se nos habla de la idea de una luz inmutable, de una luz que no tiene ni nacimiento ni ocaso. Y Apolo, el dios hiperbóreo, tiene exactamente este carácter en el culto de los conquistadores nórdico-arios de la Hélade (dorios y aqueos): no es, como Helios, el sol en ley de ascensión y descenso, sino el Sol en abstracto, como fuerza dominadora e inmutable de la luz pura. A eso nosotros lo llamamos elemento "olímpico" de la solaridad: una especie de sobrenaturalidad natural, si es lícito expresarse así, una espiritualidad calma y dominadora, cuyo poder, por así decirlo, se manifiesta inmediatamente por su presencia, irresistible, se impone sin lucha. Ahora, vale la pena recordar la correspondencia de este concepto con la idea que toda forma más elevada de civilización se formó acerca del extremo ápice jerárquico, acerca del dominador o el rey: en el cual, en las civilizaciones antigua tradicionales, siempre se refleja algo de trascendente y de sobrenatural. Por otro lado, esta dignidad "olímpica" del elemento nórdico-ario se va a testimoniar en las élites dominadoras de todo un ciclo de civilización: incluida la romana.

De aquí, procede un punto fundamental. Este elemento olímpico-solar expresa algo de superior y de anterior a toda separación u oposición de los dos poderes, entre el real y el sacerdotal, entre sacralidad y virilidad. Es evidente que donde en el dominador se reconoce una especie de manifestación viviente y poderosamente personificada del supramundo en el mundo, el rey no podía tener en frente, y todavía menos encima de él, una casta sacerdotal, y a él, eminentemente, se debía referir el jus sacrum. Precisamente esto tenemos en el ciclo de la civilización y de las tradiciones nórdico-arias o indo-arias, el dominador era también el señor del "rito" y del "sacrificio", Y él, a su vez, era tal, en virtud de la misteriosa, simbólica fuerza "solar" de la cual, a diferencia de cualquier otro, estaba compenetrado o casi sustancializado. Por tal vía, estos jefes de las tradiciones nórdico-arias primordial no tenían nada de semejante con los sacerdotes postrados en plegaria ante la divinidad. Ellos eran libres. Nos aparecen como "reyes" también en sentido trascendente. Son olímpicos y, al mismo tiempo, en una temible naturaleza, un fuego divino arde en ellos. La casta suprema de los aryá, de los arios, identificada con la de los dvîja, es decir los que más allá de su nacimiento natural han tenido otro sobrenatural, dicha casta señora del rito, era concebida como dominadora no sólo de hombres, sino también de los dioses. El símbolo permanece hasta los patres, los padres romanos: los patres son señores de la lanza y del sacrificio. En el primer testimonio griego que se tiene en Roma, se dice que los embajadores griegos mientras se creían que en el Senado romano iban a encontrarse con una reunión de bárbaros, se encontraron -literalmente- como "en un concilio de reyes". Éste es el límite supremo de la espiritualidad nórdico-aria.

Ahora podemos pasar al segundo aspecto, el heroico, del simbolismo solar. Se refiere analógicamente al sol, en cuanto es luz que resurge cada día, casi como una perenne victoria sobre las tinieblas de la noche, y después también, y esencialmente, sobre las tinieblas del invierno en el solsticio de invierno. Este solsticio ha tenido en los ritos y en las tradiciones de origen nórdico-ario una impronta fundamental: pero aquí no podemos detenernos. Diremos sólo que, en relación, entra en cuestión el misterio de la "reintegración" o "restauración". La espiritualidad heroica es aquélla que, a través de una lucha y de una victoria, reactualiza formas de espiritualidad "olímpica", perdidas o degradadas.

Una aclaración sobre este punto se puede tener refiriéndose al saber conservado por de Hesíodo, enseñanza que encuentra exacta correspondencia en el de muchas tradiciones arias. Hesíodo nos habla de una "Edad de los Héroes", aparecida cerca de la "Edad del Bronce" con el sentido de una especie de resurrección guerrera de la espiritualidad propia de la Edad Primordial, llamada "de Oro". Esta edad -tal es el resultado de adecuadas búsquedas comparativas hace una con el ciclo solar nórdico primordial, o ciclo hiperbóreo; no es un mito, sino la trascripción mítica de una realidad histórica remota. La Edad sucesiva, la de Plata -continuamos asumiendo los resultados de las anteriores búsquedas- expresa una "feminización" de tal civilización, debida a la influencia de razas no arias, donde predominaba el culto panteístico de la Madre y de las Diosas de la naturaleza, el derecho matriarcal, la promiscuidad mágica con las potencias de la tierra y del agua (civilización ctónica o "telúrica"; en sus aspectos superiores, civilización demetérica). Esta decadencia, bajo un cierto aspecto, se acompaña con el paso de una espiritualidad de tipo "real" a una de tipo sacerdotal. La época demetérica es esencialmente materno-sacerdotal, éste es el efecto de una mezcla de la sangre nórdico aria con la de razas diversas, meridionales, y de aquí surge una separación y una antítesis antes desconocida. Frente a una espiritualidad feminizada, surge una virilidad salvaje, materializada, secularizada. Eso significa también: secularización de la casta guerrera, renuncia del principio propio de la misma y, en el plano mitológico, que siempre constituye una especie de barómetro de profundos revolvimientos racial-espirituales, revuelta titánica, tentativo prometeico de usurpar el fuego olímpico. Todo lo que caracteriza la tercera Era, la Edad del Bronce de Hesíodo, que en una cierta medida corresponde a la "Edad del Lobo", no sólo en la Hélade, sino también entre los celtas y en las razas nórdicas, ha tenido un doble significado. La similitud, tanto inconsistente etimológicamente, como interesante en tanto que señal, entre lobo, y luké, luz, ya hace referir al lobo al principio luminoso y también a Apolo, el dios hiperbóreo. Por otra parte, el lobo expresa una naturaleza feroz, salvaje, "inferior". En tal sentido, en la Edda la época del Lobo se relaciona con el Ragna-Rokk, es decir al período en el cual el poder de los "Asen", de los héroes divinos, declina (por lo que Wagner ha romantizado el término traduciéndolo por "Crepúsculo de los Dioses"). Frente a desencadenamiento de las fuerzas elementales, de los Elementarwasen. El paso del Lobo del significado (luminoso) a otro (inferior) expresa por lo tanto la involución, por la que un principio, que ya fue luminosidad, y real virilidad en el ciclo primordial nórdico-ario, o "Edad de Oro", se convirtió en las formas oscuras, salvajes o titánicas de la "Edad del Bronce". Los símbolos aluden, de nuevo, a la profunda dinámica de las fuerzas profundas de la raza que ascienden, caen, se unen o chocan en visicitudes prehistóricas.

Aquí se manifiesta una tentativa de restauración, y es aquí donde se encuentra su lugar tipológico lo que Hesíodo llama "generación de los héroes" o ciclo heroico. La espiritualidad "heroica", en relación a ello, es aquélla llamada a superar ya sea a la de la Madre ya sea a la del Titán. Madre y Titán son dos opuestos peligrosos, que debe evitar un ser al que lo sobrenatural, es decir el principio solar, no es propio por naturaleza, sino que se ha convertido en una tarea, una mitad, una posibilidad. Aquí el tipo mitológico más expresivo nos lo da el Hércules dorio. Hércules tiene por adversaria permanente a Hera, que era una de las prefiguraciones del tipo pre-ario de la "Mujer divina". Hércules es aliado de Zeus, es decir el principio olímpico, contra los titanes y los gigantes, y esta figura realiza las hazañas, por mérito de las cuales Hércules habría conquistado la inmortalidad olímpica. Lo que significa que el desdeño por una espiritualidad feminizada y panteística y la fidelidad al principio olímpico de la acción "heróica" purificada, trasfigurada, es el camino para la reconquista de los estados espirituales primordiales. Y de hecho no es otro el sentido del mito, según el cual Hércules es también aquél que encuentra la misteriosa vía que conduce a la tierra de los hiperbóreos y de allí la trae el laurel, con el que se consagra los héroes victoriosos: o bien aquél del mito más general, por el cual los héroes son sustraídos de la muerte, convertida en destino de la gran parte de los hombres, en una isla, en la cual la vida es un reflejo de la vida olímpica y que es descrita con rasgos simbólicos, los cuales nos la hacen a menudo aparecer como un facsímil del mismo centro primordial de la tradición nórdico-aria.

Por lo demás, si tuviésemos que precisar el tan maltratado término "ario" sobre la base de rigurosas referencias históricas, seríamos llevados a horizontes de este tipo. El término ario -aryá- aparece de hecho, en vía positiva e incontestable, sólo entre los  indogermanos de la India y de Irán, donde designa una casta: esta casta era definida bien por el nacimiento, bien por una acción espiritual, por la "iniciación", que determina este segundo nacimiento, o "nacimiento supranatural", al que ya nos hemos referido. Ambas cosas eran necesarias. Es decir, ario se nace, no se deviene, la arianidad es un privilegio de la sangre, y una herencia insustituible. Pero, al mismo tiempo, se da la iniciación, la cual a su vez es un privilegio del aryá: a través de la misma, el ario se convierte realmente en tal, "renaciendo", pasa a formar parte efectivamente y definitivamente parte de la gran Familia aria. Esto no se puede interpretar más que de un solo modo: la sangre aria contiene algo de "trascendente", pero de modo "virtual": algo que es actualizado, despertado, "renaciendo". Es algo similar a la "restauración" del ciclo heroico.

Hablando, generalmente, de "nórdico-ario", debemos por lo tanto entender razas que o conservan en forma todavía relativamente pura, elementos de la espiritualidad "olímpica" primordial, o bien supieron reconquistarlos por la vía "heroica", en el sentido técnico, ya definido con la referencia hesiodea, de tal (término. El conflicto entre tales formas de espiritualidad y de cultos, las creencias, os símbolos, los conceptos jurídicos y sociales de los estratos aborígenes pre-arios es; el hilo conductor para comprender la historia interna, la génesis, la grandeza y la decadencia de un ciclo de grandes civilizaciones, comprendidas en un periodo que, desde el Paleolítico (civilización de Cro-magnon) va hasta el umbral de los tiempos que se ha convenido en llamar históricos. A tal respecto, los llamados documentos positivos pueden decirnos bien poco. Puede hablarse en parte de la arqueología, pero son sobre todo los mitos y las leyendas y la épica tradicional lo que constituye el material más precioso.

A este respecto, podrá interesar una rápida indicación sobre dos símbolos hoy han reaflorado enigmáticamente en el centro de las dos principales corrientes anticomunistas occidentales: es decir el fascismo y el nazismo. Se trata del hacha y de la cruz gamada (Hakenkreuz o swástica).

Acerca de esta última es singular que en la propia Alemania se sepa bien poco de su significado más profundo. Se la ha visto como un símbolo del fuego, del sol sobre todo del movimiento. Algo exacto, pero incompleto. La cruz gamada no es un símbolo de simple movimiento, sino de un movimiento rotatorio entorno a un centro o eje inmutable; siendo el punto fijo, más que el movimiento, el elemento esencial del símbolo (Guénon). Y si es también símbolo solar, está siempre en relación con esta idea, o sea no se trata de una simple "revolución" del sol, sino del principio solar reconducido a un elemento central dominador, a un elemento "olímpico" inmutable. Este elemento refleja el movimiento primordial de la tradición nórdico-aria, conectándose todavía integrativamente con un elemento heroico, de orden y de conquista, cuando se recuerda que el símbolo de la rueda tuvo relación ya sea con el llamado "dominador universal" -cakravarti- ya sea con la noción aria de rta- que significa orden. Ley, cosmos victorioso sobre le caos. Como rueda turbinosa que todo arrolla son reconocidos, en las más antiguas tradiciones arias, bien el orden bien el dominador universal. Pero tal movimiento, en el simbolismo total de la cruz gamada, lleva con sí un calmo, inmóvil, elemento, un centro inmutable.

Y éste no es el significado completo de la cruza gamada, sino que es también el significado que tuvo la aparición de razas y de civilizaciones de carácter solar y heroico en la historia, su irrumpir en corrientes, sobre sus estelas encontramos precisamente símbolos fragmentados del signo solar: swástikas, ruedas con cruces y otras variantes o derivados de la cruz gamada o "cruz ártica". Nosotros mismos hemos tenido ocasión de estudiar todos estos símbolos en sus diferentes apariciones prehistóricas mediterráneas, testimoniando las ramificaciones de una única tradición de tipo solar, conectada ciertamente con venas de sangre nórdico-aria más o menos incorrupta.

En cuanto al hacha, es un símbolo hiperbóreo, que como hacha de sílice meteórico forma parte de más antiguos hallazgos prehistóricos y ha tenido un significado sobre todo ritual. En hachas y otros objetos de sílice incluso se han reencontrado trazados, que tenían la intención de reproducir la imagen del sol. Pero el hacha se conecta sobretodo al ciclo de la civilización de tipo "heroico", siempre en el sentido especial de este término, en su afirmarse como superación de una civilizaciones salvajemente guerreras o "titánicas". Nos limitaremos a dos ejemplos: la doble hacha hiperbórea y su equivalente del doble martillo Mjólnir, que es el arma simbólica con la que la divinidad nórdica Thor (Tarann) golpea a los gigantes y a los seres elementales en las visicitudes de los Edda ya mencionada. Con la doble hacha el héroe divino ario Rama extermina a los kshasiriya, es decir a la casta guerrera rebelde, cuando los antepasados de los conquistadores arios de la India habitaban todavía en una zona nórdica. En el ciclo mediterráneo la figura de Zeus Labrandeus nos muestra la asociación entre el hacha y el rayo: y el rayo es el atributo de las divinidades uranias arias, es el arma con la que Zeus extermina a los titanes.

El hacha, por el contrario, la encontramos despedazada, ofrecida a la divinidad, o bien usurpada por divinidades femeninas o amazónicas, en los más antiguos rasgos de la civilización pelasga. Siendo ésta la civilización en la cual domina la figura de la Diosa, en la que las mujeres tiene un papel predominante en el culto, en la que las figuras del dios de las aguas se mezcla con caóticas figuraciones demoníacas y con los dioses telúricos del suelo y de la fecundidad. El mismo Zeus deja aquí de ser un ente olímpico celeste, se convierte en una naturaleza sujeta a la muerte, que tiene una tumba, que retorna a la tierra. Todo esto nos reconduce al ciclo semítico-oriental, al dionisismo, al afroditismo, manifestaciones o reemergencias varias del espíritu no-ario. Es un ciclo que nunca ha conocido, o que no  puede conocer más, ni el ideal hiperbóreo, ni el heroico; es un ciclo que tiene por centro la "pasión" de divinidades que se convierten, sufren, mueren y resucitan perennemente (los llamados "dioses de la vegetación") en una vida vana, frente a la inmovilidad y la eternidad de la gran Madre telúricolunar de la Vida. En Babilonia, se celebraba cada año el misterio antiario por excelencia; cada año el rey deponía las insignias reales, se vestía de esclavo, confesaba sus pecados, y sólo cuando, precedido del sacerdote, representante de la divinidad, las lágrimas le brotaban, era reconfirmado en su función. Ninguna idea de inmortalidad solar se encuentra en el ciclo hebreo original. El que quiere comer del árbol de la sabiduría no es la figura heroica del un héroe como Hércules, sino la de un rebelde y un maldito como Adán. El Cheol oscuro y mudo espera, según la antigua tradición hebrea, todas las almas, sin excluir la de grandes héroes como David; es una especie de Hades, frente al cual no existe ningún "mundo de los héroes". En el ciclo asirio, también semítico, no son más que transposiciones mitológicas de tipos salvajemente guerreros. Las fiestas más características para los misterios siriacos tenían lugar en el equinoccio de primavera, en el momento antisolar y antiolímpico por excelencia, allí donde -según el Emperador Juliano- el sol parecía sustraerse para siempre de su órbita y perderse en lo ilimitado: y estas fiestas tenían como centro la diosa y como característica la promiscuidad, el exceso, el salvaje ímpetu de una evasión antiviril. En el punto culminante de algunas de estas fiestas, los participantes, ya castrados en el espíritu, por un éxtasis disoludor, se castraban finalmente en sus carnes, para volverse similares a la diosa.

Todo esto nos testimonia un núcleo mediterráneo de civilización antisolares y antiaria, cuyos orígenes retroceden a los orígenes de los tiempos, siendo posiblemente las últimas resonancias de aquella legendaria civilización absolutamente arcaica del Sur (antártica), llamada por algunos "lemúrica". Es más o menos conocido que tal fuese, en cualquier caso, el substrato prehistórico, triunfando sobre el cual se construyó, con los aqueos y los dorios, la Hélade "aria", que a nosotros nos puede parece como valor. Pero ésta no es más que una culminación relativamente reciente. Con el ocaso del antiguo régimen aristocrático-sacral, con el aparecer del humanismo, del esteticismo, del afroditismo, del pensamiento naturalista, crítico y filosófico, y después del impuro misticismo de raíz siraico-plebeya, la antigua Hélade olímpica y heroica muere.

El mismo ciclo se repite en Egipto. Las dinastías primordiales, que se alababan de proceder de un dios solar Horus, concebido como jefe de una raza suprehumana llegada a Egipto desde Occidente, encarnaba efectivamente otra forma de tipo solar de espiritualidad, de cultura y de Estado. El título de Hor ahar, es decir de "Horus combatiente", referido a los reyes, expresa característicamente la idea del dominio como manifestación triunfal y combativa del principio solar, pero esta tensión metafísica declina poco a poco. Ya con la construcción de la dinastía tebana, al rey se le opone el sacerdote. Más tarde, con el advenimiento de estratos sociales y de elementos raciales inferiores, el dios solar Osiris se transforma en un demonio lunar y en dios de la ebriedad dionisiaca, en primer plano aparece la idea de Isis, concebida como señora universal y única dadora de vida. Allí donde prima el ideal de la virilidad espiritual se manifestaba en un modo extremo, tanto que el señor del rito podía obligar y amenazar de destrucción incluso a los más altos dioses, más tarde irrumpe un misticismo popular, en el que resuenan ya los temas semitas de la culpa, la expiación, de la salvación o de la anhelante plegaria.

Sería necesario llevar, ahora, nuestra mirada hacia la antigua Italia. Su prehistoria, desde el punto de vista estrictamente racista, es incierta. Es indudable que la misma comporta trazas de razas de civilización nórdico-aria, pero probablemente ya entradas en decadencia o bien alteradas por cruces con elementos heterogéneos. Dionisio de Halicarnaso nos habla de bárbaros muy antiguos autóctonos, llamados sículos, que habrían sido los que primero ocuparon la región donde hoy se alza Roma. Estos sículos junto a otras estirpes itálicas, con gran probabilidad son ramificaciones de la civilización mediterránea prearia; a la cual, en el orden de nuestras búsquedas, a las que aquí nos referimos, se tiende a reportar el propio ciclo etrusco. El ciclo ligur, también éste antiquísimo, nos presenta carácter diverso. En Liguria recientísimamente se han hecho descubrimientos que testimonian el paso de una tradición de la misma edad y del mismo tipo de la paleolítica, nórdico-atlántica y nórdico-aria, de los llamados y ya citados Cro-magnon (civilización de Altamira). La tradición se refiere además a los ligures y a los tirrenos el símbolo del hacha; que sólo en un segundo momento debió pasar a los etruscos, perdiendo su valor originario en esta civilización de tipo oscuramente sacerdotal, pesimistas y predominantemente ctónico. Pero todavía más significativo es el hecho de que la leyenda haga figurar entre los ligures un símbolo nórdico-ario fundamental: el del cisne. El cisne es le animal simbólico de Apolo hiperbóreo. El cisne es el emblema de la "nave solar" e históricamente de las naves de los conquistadores nórdico occidentales, conservándose en incisiones rupestres prehistóricas de Fossum (Suecia) hasta los emblemas vikingos. El cisne reaparece en la tradición indo-aria, simbolizando el fuego y el sol, su nombre hamsah designa al mismo tiempo el "yo trascendente" (âtmâ), como a una raza primordial, anterior a cualquier modificación sucesiva. Y bien, después de todo esto es sin duda elocuente el hecho que en la forma de cisne, según la tradición itálica, Apolo, el dios hiperbóreo, habría hecho inmortal a un rey de los ligures, concebido como amigo y pariente del Sol. El cisne se vuelve a encontrar en las armaduras de los guerreros sacros de la prehistoria itálica septentrional, en las trazas de las inmigraciones célticas se asocia, en Italia, al símbolo del hacha y en el hachas, que llevan inciso el signo de la cruz gamada, se han encontrado en el Piamonte.

 

Si existe una directa continuidad entre estos ecos de la tradición nórdico solar en Italia y las fuerzas que han dado nacimiento a Roma, esto es un problema sobre el que no es fácil pronunciarse. Cierto es sin embargo que Roma se sobre el que nos es fácil precipuo de desarrolla según un ciclo, que en su culmen manifiesta el carácter más precipuo de las civilizaciones heroico-solares. En el mundo mediterráneo ya crepuscular, ya por las fuerzas oscuras, que la Hélade simbolizó con el alterado o reconquistado subyugamiento en la victoria del Apolo délfico sobre el demonio Pitón; en tal mundo ya invadido por el fermento de descomposición semítico-oriental, Roma constituyó el último gran tentativo de restauración universal de la una mas alta civilización. Un símbolo nórdico-ario está en su origen: el de la loba. Y la ambigüedad ya indicada en tal principio, que puede significar bien la luz hiperbórea, bien la ferocidad guerrera, se refleja en la propia dualidad de gemelos, alimentados por la loba: Rómulo y Remo. Esta dualidad nos recuerda en una cierta medida a la misma, egipcia, de Osiris y Set, también ellos hermanos. Osiris encarna el principio solar, Set genera los llamados "hijos de la revuelta impotente", y encuentra su fin por obra de otra figura solar, Horus, hijo de Osiris y su vengador v restaurador. Algo de eso parece reflejarse -digámoslo así- en la "superhistoria" de los orígenes humanos. Rómulo es el que traza el contorno de la ciudad sacra en el sentido de un rito sacro y de un simbólico principio del límite, de orden, de leyes,  habiendo recibido el derecho de poner su propio nombre a la ciudad por la aparición de un número solar: los doce buitres. Remo es por el contrario el que ultraja tal límite, y por eso es asesinado. Él es también quien, contra Rómulo, elige por monte el Aventino; el monte que acogerá a la plebe en revuelta, el monte consagrado no a las divinidades viriles del cielo, sino a las femeninas de la tierra y de la luna; el monte en que los esclavos fugitivos podrían también encontrar la inmunidad y asilo y donde, con preponderancia, la plebe celebraba sus fiestas promiscuas, en antítesis con los ritos severos, cerrados y claros del patriciado. Son oposiciones en las cuales, como en tantas otras, anteriormente indicadas, se manifiesta, certeramente, en mayor o en menor conexión con elementos raciales, la antítesis entre la idea aria y la idea anti-aria.

El triunfo de Rómulo, la muerte de Remo es el primer elemento simbólico de una vicisitud dramática, interior y exterior, espiritual y política, en parte desconocida, en parte -más bien en la gran parte- contenida en símbolos todavía mudos, vicisitudes a través de la cual Roma, bajo símbolos nórdico-arios –el hacha, el lobo, el águila- una espiritualidad heroica buscó crearse un cuerpo universal. Roma fue efectivamente nórdico-aria en su origen ético originario, en su derecho gentilicio, en su espíritu guerrero en su culto a la fidelidad, en su mística de la victoria, en su desdén originario, por lo anecdótico, por lo sentimental, por lo promiscuo. También fue nórdico-aria en un elemento generalmente incomprendido por los modernos: en la potencia que en ella tenía el rito, la acción ritual alejada de dogmas, creencias o efusiones devotas, y concebida como privilegio del patriciado. También aún sólo en parte y en una realidad ya debilitada, nórdico-aria fue también el culto solar y la nueva síntesis de los dos poderes en tiempo de los césares, y esta conciencia, que ya Julio César, naturaleza "sidera", hace reivindicar la doble dignidad divina y real -est ergo in genere (mío) et sanctitas regnum, qui plurimun inter Nomines pollent, et caeremonia deorum, quorum ipsi in potestate sunt reges. Al vértice del Impero, cuando, bajo Augusto, una paz triunfal que se extendía hasta los límites del mundo conocido hizo preconizar a un Virgilio el retomo del Dios hiperbóreo, de los héroes y de la Edad Dorada primordial, lo real y lo sacerdotal parecían de nuevo unificarse. Pero todo esto no se corresponde más que a conatos obstaculizados y a menudo desviados o deshechos por fuerzas adversas, a símbolos aparecidos enigmáticamente, a los que a corresponden ninguna conciencia exacta ni ninguna adecuada nobleza espiritual humana. No vale la destrucción política de la civilización etrusca: fragmentos de la misma permanecieron para alterar, junto a elementos de otras razas igualmente no arias, desde el principio. En el tiempo de las guerras púnicas Roma ya acoge la Diosa pelasga, siendo esto uno de los varios efectos de la misteriosa acción ejercida por los Libros Sibilinos. El elemento asiático-meridional poco a poco desde ese momento, inicia un progresivo avance, casi diríamos, pasa, al contraataque. La influencia creciente de la decadencia, literatizada, afrodítica, no más dórica ni aria de la Hélade acelera la descomposición interna. El misticismo plebeyo de las fiestas dionisiacas y de las fiestas sacarles a las Diosas de Siria y de  Egipto prepara una atmósfera, en la cual debía cumplirse la asianización y la desarianización del mundo clásico mediterráneo en correspondencia al más inverosímil caos étnico y a la extinción del último filón de la antigua sangre aristocrática romana.

En tales términos, en síntesis, se presenta el horizonte del antiguo mundo mediterráneo desde el punto de vista de la tradición nórdico-aria, del elemento verdaderamente creador de nuestros orígenes. Fuera de la penumbra de la prehistoria mediterránea, en la perspectiva de los siglos, Roma se nos presenta como una realidad y como un símbolo. Una misteriosa realidad solar penetra ciertamente en ella, casi como avatar de la luz de los orígenes -pero para pasar poco después significado de algo, que espera a los audaces capaces de retomarla  y de llevarla a su más alta cima. Estos audaces, por un momento, parecieron entrar en la historia, en la figura de los grandes emperadores gibelinos medievales, junto con un renacimiento y una síntesis de espíritu romano-germánico. Pero en el ocaso .del  Medioevo ecuménico también esta tensión conoce su derrota, Esto no impide, que el testamento de aquella tradición nórdico-solar, transmitido por Roma por el Águila por el Hacha al ciclo de la civilización de la Edad Media, haya subsistido en la forma de varios símbolos enigmáticos, como por ejemplo la leyenda del Graal: la espera de un héroe, que soldará de nuevo una espada rota, o desenvainará, otra cuya vaina lleve el nombre de "Memoria de la Sangre", y tendrá el valor de efectuar una pregunta, que dará nueva vida a un rey decaído, herido o en letargo, pero capaz de restaurar un reino, el cual, por clara correspondencia de símbolos, no es más que una imagen de la sede hiperbórea, del centro de la tradición nórdico aria primordial.

"Memoria de la Sangre": este misterio de la leyenda medieval, y puede que también de la Edad que viene. De la crisis última del mundo moderno, fuerzas profundas son llamadas a la superficie, y entre ellas viene una enigmática evocación de símbolos primordiales. Aun cuando burdas, y a menudo materialísticas hoy son muchas las asunciones de la idea de raza; siendo signos de un instinto oscuro pero seguro: cuando éstas se afinen, se espiritualicen, ganen en profundidad, y se liguen cada vez más al mito nórdico-ario, los contactos podrán restablecerse, la "Memoria de la Sangre", podrá hablar, y su verbo convertirse, en un nuevo ciclo imperial de nuestra estirpe, en un poder realmente transfigurador y creador.

 

BIBLIOGRAFÍA.

Como indicaciones bibliográficas para este artículo de síntesis sobre la tradición nórdico-aria, indicaremos algunas obras actuales no teniendo en cuenta la fecha de su publicación, sino la cultura italiana que, por voluntad del Duce, hoy se va orientando en esta dirección. Aparte de nuestras obras: Rivolta contra il Mondo moderno (Milán, 1934), Il Misterio del Graal e la tradizione ghibelina dell Impero (Bari, 1937), Il Mito del Sangue (Milán, 1937). Señalamos: J.J. Bachofen, Die Sage von Tanaquil, Heidelberg 1870; Mutterrecht, Basilea, 1897; W. Rideway, The early Age of Greece, Cambridge 1901; J.E. Harrison, Prolegomena to the Study of Greek Religión, Cambridge, 1903; A. Piganiol, Essai sur les Origines de Rome, París 1917; H. F. K. Gunther, Die nordische Rasse bei den Indogermanen Asiens, Munich, 1935; G.B. Tilák, The Artic Home in the Veda (A new key to the interpretation of many Vedic Texts and Legends), Bombay 1903; J. Déchelette, “La Culture du Soleil aus temps préhistoriques" (Revista Archéol, 1909, vol. 1, 305 ss., vol II, 94 ss.); H. Wirth, Der Ay/gang der Menschheit, Leipzig, 1932; Kynast, Apollon and Dionysos, Munich, 1927; S. Kadner, Urhemait and Wege der kulturmenschen, Jena, 1931; G. Colona di Cesarò, Il "Mistero" Belle origine di Roma, Milán 1939; W. Wilser, Herkunf and Vorgeschiste der Arier, Leipzig, 1939.

 

Civilización del Tiempo y Civilizaciones del Espacio. Julius Evola

Civilización del Tiempo y Civilizaciones del Espacio. Julius Evola

Biblioteca Evoliana.- Evola en este ensayo recupera una temática que ya había tocado René Guénon en su obra "El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos": las civilizaciones del espacio contrapuestas a las civilizaciones del tiempo, las primeras devoran el tiempo, las segundas el espacio, las primeras son tradicionales, las segundas modernas. El artículo ha sido publicado en castellano en la web rusa Arctogaia , originariamente fue publicado en la revista "Il Regime Fascista" en 1935 e incluido en 1968 en la recopilación de ensayos de Evola publicada con el nombre de "El Arco y la Maza".

CIVILIZACIONES DEL TIEMPO Y CIVILIZACIONES DEL ESPACIO

Julius Evola

Las huellas que subsisten -tan sólo en piedra la mayoría de los casos- de algunas grandes civilizaciones de los orígenes ocultan a menudo un sentido raramente comprendido. Ante lo que queda del mundo grecorromano más arcaico, y aún más allá, de Egipto, de Persia o de China, hasta los misteriosos y mudos monumentos megalíticos esparcidos por los desiertos, los montes y los bosques, como últimos vestigios visibles e inmóviles de mundos sepultados y desaparecidos -y, como límite, en la dirección opuesta de la historia, hasta ciertas formas de la Edad Media europea-, ante todo ello, uno llega a preguntarse si la milagrosa resistencia al tiempo de estos testimonios, dejando de lado la favorable ayuda de circunstancias externas, no contiene además un significado simbólico.

Esta impresión se acentúa si se piensa en el carácter general de la vida de las civilizaciones a las que pertenecen la mayoría de estos vestigios, es decir, al carácter general de la vida llamada "tradicional". Es una vida que permanece idéntica a través de los siglos y las generaciones, con una fidelidad esencial a los mismos principios, al mismo tipo de instituciones, a la misma visión del mundo; susceptible de adaptarse y de modificarse exteriormente frente a acontecimientos calamitosos, pero inalterable en su núcleo, en su principio animador, en su espíritu.

Un mundo así parece remitirnos sobre todo a oriente. Piénsese en lo que eran, hasta épocas relativamente recientes, China y la India, y el propio Japón hasta hace muy poco. Pero, en general, más nos remontamos en el tiempo, más se resiente el vigor, la universalidad y la potencia de este tipo de civilización, hasta el punto de que oriente acaba por ser considerado como la parte del mundo en que, por circunstancias fortuitas, ésta ha podido subsistir durante más tiempo y desarrollarse mejor. En este tipo de civilización, la ley del tiempo parece estar en parte suspendida. Más que en el tiempo, estas civilizaciones parecen haber vivido en el espacio. Han tenido un carácter "acrónico".

Según la fórmula hoy en día de moda, estas civilizaciones habrían sido "estacionarias", "estáticas" o "inmovilistas". En realidad, son éstas civilizaciones en las que incluso los vestigios materiales parecen destinados a vivir durante más tiempo que todas las creaciones o todos los monumentos del mundo moderno, que, sin excepción, son impotentes para durar más de medio siglo, y a propósito de los cuales los términos "progreso" y "dinamismo" significan solamente una sumisión a la contingencia, al cambio incesante, un rápido ascenso y un declive también rápido y vertiginoso. Se trata de procesos que no obedecen a una verdadera ley interna y orgánica, que no se mantienen en límite alguno, que se tornan autónomos y se yuxtaponen incluso a los factores por los que se han visto favorecidos: he ahí la principal característica de este mundo diferente, en todos los sectores que lo componen. Pero ello no impide que se haga de él una especie de criterio de medida respecto a todo lo que tendría derecho, en el sentido más amplio, a llamarse "civilización" en el marco de una historiografía que hace suyos los juicios de valor arrogantes y despreciativos del genero de aquéllos a los que hemos aludido.

A este respecto, es típico el equívoco de quienes entienden por inmovilidad lo que tenía, en las civilizaciones tradicionales, un sentido muy diferente: un sentido de inmutabilidad. Estas civilizaciones fueron civilizaciones del ser. Su fuerza se manifiesta justamente en su identidad, en la victoria sobre el devenir, sobre la "historia", sobre el cambio, sobre la fluidez informe. Son civilizaciones que descendieron a las profundidades y que establecieron sólidas raíces, más allá de las aguas peligrosas en movimiento.

La oposición entre las civilizaciones modernas y las civilizaciones tradicionales puede expresarse del siguiente modo: las civilizaciones modernas son devoradoras del espacio, mientras que las civilizaciones tradicionales fueron devoradoras del tiempo.

Las primeras dan vértigo por su fiebre de movimiento y de conquista del espacio, generadora de un inagotable arsenal de medios mecánicos capaces de reducir todas las distancias, de acortar todo intervalo, de contener en una sensación de ubicuidad todo lo que está esparcido en la multitud de los lugares. Orgasmo de un deseo de posesión; angustia oscura ante todo lo que está alejado, aislado, lejano, profundo; impulso a la expansión, a la circulación, a la asociación, deseo de encontrarse en todas partes, aunque jamás en uno mismo. La ciencia y la técnica, favorecidas por este impulso existencial irracional, a su vez lo refuerzan, lo alimentan, lo exasperan: intercambios, comunicaciones, velocidad por encima del muro del sonido, radio, televisión, estandarización, cosmopolitismo, internacionalismo, producción ilimitada, espíritu americano, espíritu "moderno". La red se extiende rápidamente, se afirma, se perfecciona. El espacio terrestre ya no ofrece prácticamente ningún misterio. Las vías terrestres, marítimas, aéreas, están abiertas. La mirada humana ha sondeado los cielos más alejados, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Ya no se habla de otras tierras, sino de otros planetas. Una simple orden y se produce la acción, fulminante, allí donde deseamos. Tumulto confuso de mil voces que poco a poco se funden en un ritmo uniforme, atonal, impersonal. Son éstos los últimos efectos de lo que se ha denominado la vocación "fáustica" de occidente, la cual no escapa al mito revolucionario bajo sus diferentes aspectos, incluido el aspecto tecnocrático formulado en el marco de un degradado mesianismo.

A la inversa, las civilizaciones tradicionales dan vértigo por su estabilidad, su identidad, su intangible e inmutable firmeza en medio de la corriente del tiempo y de la historia, si bien fueron capaces de expresarse en formas sensibles y tangibles como un símbolo de la eternidad. Ellas fueron islas, relámpagos en el tiempo; en ellas actuaban fuerzas que consumían el tiempo y la historia. Por ese mismo carácter que les es propio, es inexacto decir que "fueron". Se debería decir, más justa y simplemente, que son. Si parecen alejarse y desvanecerse en las lejanías de un pasado que incluso a veces posee rasgos míticos, ello no es sino efecto de la ilusión a la que necesariamente sucumbe quien se ve transportado por esa corriente irresistible que lo aleja cada vez más de los lugares de la estabilidad espiritual. Por lo demás, esta imagen corresponde exactamente a la imagen de la "doble perspectiva" dada por una antigua enseñanza tradicional: las "tierras inmóviles" huyen y se mueven para aquél que es arrastrado por las aguas; las aguas mudan y huyen para quien está firmemente anclado en las "tierras inmóviles".

Comprender esta imagen, refiriéndola no ya al plano físico sino al plano espiritual, significa percibir también la justa jerarquía de los valores, desde el momento en que la mirada trasciende el horizonte en el cual están encerrados nuestros contemporáneos. Lo que parecía pertenecer al pasado se hace presente, debido a la relación esencial que une las formas históricas (y, como tales, contingentes) a sus contenidos metahistóricos. Lo que se había juzgado "estático" se revela saturado de una vida pletórica. Los vencidos, los descentrados, son los otros. Primacía del devenir, historicismo, evolucionismo, aparecen como los delirios de un náufrago, como verdades apropiadas para quien huye (¿hacia dónde huís, imbéciles?, dijo Bernanos), para quien está privado de consistencia interior e ignora esta consistencia, para quien no conoce la fuente de toda verdadera elevación y de toda conquista efectiva, conquistas que no solamente fueron culminaciones espirituales intangibles y a menudo invisibles, sino que se expresaban igualmente en los hechos, en las epopeyas, en los ciclos de civilización que, precisamente, incluso en sus pétreos vestigios mudos y dispersos, parecen reflejar algo intemporal, eterno. A lo cual se añaden además ciertas creaciones artísticas tradicionales, monolíticas, rudas y potentes, extrañas a todo lo que es subjetivo, casi siempre anónimas, como prolongaciones de las propias fuerzas elementales.

Es preciso en fin recordar cuál fue, en las civilizaciones tradicionales, la concepción del tiempo: no una concepción lineal, irreversible, sino una concepción cíclica, periódica. Del conjunto de costumbres, ritos e instituciones propias ya a las civilizaciones superiores, ya a las huellas de éstas en ciertos pueblos llamados "primitivos" (a este respecto se puede acudir a los materiales recopilados por la historia de las religiones: Hubert, Mauss, Eliade y otros), surge la intención constante de reconducir el tiempo a los orígenes (de donde la idea de ciclo), en el sentido de una destrucción de lo que, en él, es simple devenir, de frenarlo, de hacerle expresar o reflejar estructuras supra-históricas, sagradas o metafísicas, a menudo ligadas al mito. De esta forma, y no como "historia", el tiempo -en tanto que "imagen móvil de la eternidad"- adquiere valor y sentido. Regresar a los orígenes significa renovarse, beber de la fuente de la eterna juventud, afirmar la estabilidad espiritual frente a la temporalidad. Los grandes ciclos de la naturaleza sugerían esta actitud. La "conciencia histórica", inseparable de la situación de las civilizaciones "modernas", no confirma sino la fractura, la caída del hombre en la temporalidad. Y sin embargo es presentada como una conquista del hombre actual, es decir, del hombre crepuscular.

No es extraño que ciertos descubrimientos, en el origen de las concepciones generales destinadas a revolucionar una época, incluso cuando entran en el dominio de una presumible objetividad científica, tengan carácter de síntoma, aunque su aparición en un determinado período, y no en otro, no sea fruto del azar. Para referirnos, por ejemplo, a la ciencia de la naturaleza, es más o menos conocido por todo el mundo que según la última teoría en boga -Einstein y sus continuadores- es indiferente afirmar que la Tierra gire alrededor del Sol, o a la inversa: tan sólo es cuestión de preferir una mayor o menor complicación de los cálculos astrofísicos en la fijación de los sistemas relacionales. Ahora bien, es muy significativo que el "descubrimiento copernicano", con el cual el hecho de que la Tierra sea el centro fijo e inmóvil de las entidades celestes deja de ser "cierto" -mientras que se hace "verdad" lo contrario, que es ella la que se mueve, que su ley consiste en errar en el espacio cósmico como parte insignificante de un sistema disperso o en expansión hacia lo indefinido- se haya producido más o menos en la época del Renacimiento y del humanismo, es decir, en la época de los trastornos más decisivos para el advenimiento de una nueva civilización, en la cual el individuo debía perder poco a poco toda relación con lo que "es", debía alejarse de toda centralidad espiritual hasta hacer suyo el punto de vista del devenir, de la historia, del cambio, de la corriente incoercible e imprevisible de la "vida" (y lo más singular es que, al comienzo de esta revolución, existía por el contrario la pretensión -la ilusión- de haber descubierto finalmente al "hombre", de afirmarlo y glorificarlo, de donde el término "humanismo"; en realidad, fue una reducción a lo "simplemente humano", con un empobrecimiento de la posibilidad de una apertura y de una integración a lo "más que humano").

No es éste el único de los trastornos simbólicos que podrían indicarse a este respecto. En el ejemplo ofrecido -la "revolución copernicana"- debe ser precisado un punto: en el mundo tradicional, ninguna verdad llamada "objetiva" era importante; verdades de este género podían ser igualmente tomadas en consideración, aunque accesoriamente, y ello a causa de su relatividad efectiva, por un lado, y de su valor humano, por otro, teniendo en cuenta criterios de oportunidad con respecto al sentimiento general. Una teoría tradicional de la naturaleza podía ser entonces "errónea" desde el punto de vista de la ciencia moderna (en uno de sus estadios), pero su valor, la razón por la cual había sido adoptada, consistía en su capacidad para servir de medio expresivo a algo cierto sobre un plano diferente y más interesante. Por ejemplo, la teoría geocéntrica captaba en el mundo de las apariencias sensibles un aspecto adecuado para servir de soporte a una verdad de otra especie e inatacable: la verdad concerniente al "ser", la centralidad espiritual, como principio de la verdadera esencia del hombre.

Esto bastará para aclarar morfológicamente la oposición entre civilizaciones del espacio y civilizaciones del tiempo. Sería igualmente fácil deducir de esta oposición la antítesis correspondiente, tipológica y existencial, entre el hombre del primer tipo de civilización y el hombre del segundo. Y si se debiera pasar al problema de la crisis de la presente época, apoyándonos sobre lo que ha sido dicho, la inutilidad de cualquier crítica, de cualquier reacción o cualquier veleidad de acciones rectificadoras aparecería muy claramente, en tanto que, en el hombre mismo o, al menos, en un cierto número de hombres capaces de ejercer una influencia decisiva, no se produzca un cambio interior de polaridad -una metanoia, por retomar el término antiguo, en el sentido de un desplazamiento hacia la dimensión del "ser", de "lo que es", dimensión que se ha perdido y disuelto en el hombre moderno hasta el extremo de que son muy raros los que conocen la estabilidad interior, la centralidad, y, en consecuencia, también la seguridad calma y superior; mientras que, a la inversa, un oculto sentimiento de angustia, de inquietud y de vacío se extiende cada vez más a pesar del empleo sistemático a gran escala y en todos los dominios de los sedantes espirituales recientemente inventados. Del sentido del "ser", de la estabilidad, no podría no provenir de forma natural el sentido del límite, como principio, en un dominio igualmente más exterior, para reafirmarse sobre las fuerzas y los procesos aún más potentes que aquéllos que desconsideradamente los pusieron en movimiento en la temporalidad.

Pero considerando la situación en su conjunto, permanece como algo problemático poder encontrar sólidos puntos de apoyo en una civilización que, como la civilización moderna, es en todo y para todo, en una medida sin precedentes en el pasado, una civilización del tiempo. Por otra parte, es evidente que en tal caso se tendría, más que una rectificación, el fin de una forma y el nacimiento de una nueva forma. Así, razonablemente, y por regla general, no se pueden considerar sino orientaciones diferentes en ciertos dominios particulares y, sobre todo, aquello que pocos hombres diferenciados, como si despertaran, aún pueden proponerse y realizar invisiblemente2.


NB:

1. Civiltà del tempo e civiltà dello spazio, aparecido originalmente en Il Regime Fascista, X, 20/4/1935. Incluido en L'arco e la clava, Milano, Vanni Scheiwiller, 1968, 1971. Trad. francesa: L'Arc et la massue, Puiseaux, Pardes, y París, Guy Trédaniel-La Maisnie, 1983. Incluido en Diorama Filosofico. Problemi dello spirito nell'etica fascista. Antologia della pagina speciale di "Regime Fascista" diretta da Julius Evola. Vol. 1: 1934-1935, Roma, Ed. Europa, 1974. Incluido en I tempi e la storia, Roma, Fondazione Julius Evola, Quaderni di testi evoliani, nº 16, 1982. Trad. alemana: Kultur der Zeit und Kultur des Raums, en Europäische Revue, XII, 7/1936, p. 564. Trad. belga: Warum tijdbeschavingen en ruimbeschavingen een verschillende geschiednis hebben, en Teksten, Kommentaren en studies, nº 57. Trad. francesa: Civilisations du temps et civilisations de l'espace, en Totalité, nº 11, 1980). Traducción: G.E.T.V., 1995.

2. A este tipo diferenciado, definido por la posesión de la dimensión del "ser", se refieren las orientaciones existenciales adaptadas a una época de disolución, como la época actual, ofrecidas en nuestra obra Cavalcare la tigre (trad. cast.: Cabalgar el tigre, Barcelona, Nuevo Arte Thor, 1987).

 

 

La Leyenda del Grial y el "Misterio" del Imperio. Julius Evola

La Leyenda del Grial y el "Misterio" del Imperio. Julius Evola

Biblioteca Evoliana.- El artículo "La Leyenda del Grial y el Misterio del Imperio" ha sido reproducido en infinidad de ocasiones desde finales de los años 60. Forma parte de los trabajos del Grupo de Ur y, como tal, está reunido en la trilogía "Introducción a la Magia". En España fue traducido a principios de los años 70 e incluido en la recopilación de textos publicada en 1988 por Ediciones Alternativa, titulada "Documentos Templarios". El artículo fue el núcleo a partir del cual Evola desarrolló los contenidos de una de sus principales obras "El Misterio del Grial y la Tradición Gibelina del Imperio".

 

 

LA LEYENDA DEL GRIAL
Y EL "MISTERIO" DEL IMPERIO

JULIUS EVOLA

En una o en otra forma, en las tradiciones de los pueblos más variados siempre se encuentra la idea de un poderoso "Señor del Mundo", de un reino misterioso que se encuentra por encima de todo reino visible. De una residencia que tiene, en sentido superior, el significado de un polo, de un eje, de un centro inmutable, representado como una tierra firme en medio del océano de la vida, como una comarca sagrada e intangible, como una tierra de la luz, o tierra solar.

Significados metafísicos, símbolos y oscuros recuerdos se entrelazan aquí innseparablemente. La idea de la realeza olímpica y del "mandato del cielo" constituye un tema central: "Aquel que reina a través de la Virtud (del Cielo)–dice Kong-tze – se asemeja a la estrella polar: él permanece inmóvil, pero todas las cosas se mueven a su alrededor". La idea del "Rey del Mundo" concebido como cakravartî se encuentra por encima de una serie de temas subordinados : el kravarti –Rey de los reyes– hace girar la rueda –la rueda del Regnum, de la "Ley"– permaneciendo él mismo inmóvil. Invisible como la del viento, su acción tiene sin embargo la irresistibilidad de las fuerzas de la naturaleza. En mil formas, y en estrecha conexión con la idea de una tierra nórdico-hiperbórea, irrumpe el simbolismo de la sede del medio, de la sede inmutable: la isla, la altura montañosa, la ciudadela del sol, la tierra defendida, la isla blanca o isla del esplendor, la tierra de los héroes: "Ni por tierra ni por mar se alcanza la tierra sagrada" – se dice en la tradición helénica. "Sólo el vuelo del espíritu os puede conducir allí" –susurra la tradición extremo-oriental. Otras tradiciones hablan de un monte magnético misterioso y del monte, en el cual desaparecen o son raptados aquellos que han obtenido la perfecta iluminación espiritual. Otros hablan aun nuevamente de una tierra solar, desde la cual provienen aquellos que son destinados a asumir la dignidad de reyes legítimos entre pueblos sin príncipes. Ésta es también la isla de Avalón, es decir, la isla de Apolo, del dios solar hiperbóreo, denominado a su vez Aballún por parte de los Celtas. También respecto de legendarias razas "divinas", como los Tuatha dè Danann, que vinieron del Avalón, se dice que vinieron "del cielo". Los Tuatha llevaron consigo desde el Avalón algunos objetos místicos: una piedra que indica a los reyes legítimos, una lanza, una espada, un vaso que provee un alimento permanente, el "don de vida". Son los mismos objetos que figurarán en la leyenda del Grial.

Desde los tiempos primordiales estos temas originarios descienden hasta el Medioevo asumiendo en esta época formas características. De aquí, por ejemplo, las tradiciones relativas al reino del Preste Juan y del Rey Arturo.

"Preste Juan" no es un nombre, sino un título: se habla de una dinastías de "Prestes Juan" la cual, del mismo modo que la estirpe de David, habría revestido a un mismo tiempo la estirpe regia y la sacerdotal. El reino de Juan asume muchas veces los rasgos del "lugar primordial", del "paraíso terrestre". Es allá donde crece el Árbol; un árbol que, en las diversas redacciones de la leyenda, aparece a veces como Árbol de la Vida, otras como un Árbol de la Victoria y del dominio universal. Allí se encuentra también la piedra de la Luz, una piedra que tiene la virtud de resucitar al animal imperial, el Águila. Juan domina a los pueblos de Gog y de Magog – las fuerzas elementales, el demonismo de lo colectivo. Varias leyendas hablan de viajes simbólicos que los más grandes dominadores de la historia habrían hecho hasta el país del preste Juan, o hacia tierras que tenían un significado análogo, para recibir allí una especie de consagración sobrenatural de su poder. Por otro lado, el Preste Juan habría enviado a emperadores, como "Federicus", donaciones simbólicas que tenían el significado de un "mandato divino". Uno de los héroes que habría alcanzado el reino del Preste Juan es Oyero de Dinamarca. Pero en la leyenda de Oyero de Dinamarca el reino del Preste Juan se identifica con el Avalón, es decir con la isla hiperbórea, con la tierra solar, con la "isla blanca".

En Avalón se ha retirado el Rey Arturo. Acontecimientos trágicos, descriptos en formas diferentes de acuerdo a los textos, lo obligan a buscar allí refugio. Este retiro de Arturo no tiene el significado de la conversión de un principio de una función, en algo latente. Arturo, de acuerdo a la saga, no ha muerto nunca. Él vive todavía en el Avalón. Él se volverá a manifestar nuevamente. En la figura del Rey Arturo debe verse una de las múltiples funciones del "dominador polar", del "rey del mundo". El elemento histórico se encuentra aquí revestido por el suprahistórico. Ya la antigua etimología vinculaba el nombre de Arturo con arkthos, es decir, "oso", lo cual, a través del simbolismo astronómico de la constelación polar, remite nuevamente a la idea del "centro". El simbolismo de la "Mesa Redonda", de cuya caballería Rey Arturo es el jefe supremo, es "solar" y "polar". El palacio de Rey Arturo –así como el Mitgard, la residencia luminosa de los Asen, de los "héroes divinos" nórdicos– está construido en el "centro del mundo" – in medio mundi constructum. De acuerdo a algunos textos, el mismo gira alrededor de un punto central: gira, como en la "isla blanca" –çvetadvîp – recordada por los indoeuropeos de Asia, en la tierra hiperbórea cuyo dios es el solar Vishnu, gira la swastika, como "la isla de vidrio" céltico-nórdica –un facsímil del Avalón– gira; como la rueda fatal del cakravartî, del "Rey del Mundo" ariano, gira. Los rasgos sobrenaturales, "mágicos", propios de esta figura se encarnan, por decirlo así, en Myrddhin, es decir, en Merlín, consejero inseparable de Rey Arturo, que es, en el fondo, más un ser diferente de él, la representación personificada de la parte sobrenatural del mismo Arturo. La caballería de Arturo irá a la búsqueda del Grial. La caballería de Arturo, que recluta sus miembros entre todas las patrias, tiene como consigna: "El que es jefe, que sea nuestro puente". De acuerdo a la antigua etimología, pontifex significaba por lo demás el "hacedor de puentes", aquel que establece el lazo entre las dos riberas, entre los dos mundos.

A ello se le agregan oscuros recuerdos históricos y transposiciones geográficas de nociones temporales. La "isla" situada "en la extremidad del mundo", respecto de lo cual, en varias tradiciones, en realidad significa el centro primordial en las lejanías remotas del tiempo. La tierra del sol es, para los Griegos, Thulé – Thule ultima a sole nomen habens – y Thulé equivale al Airyanem-Vaêjô, al país del extremo norte de los antiguos Persas. El Airyanem-Vaêjô ha conocido el reino del solar rey Yima, la "edad del Oro". Pero Hesíodo recuerda: "Cuando esta edad (la edad del Oro) declinó, aquellos hombres divinos continuaron a vivir toí mèn…eisí y se convirtieron, en forma invisible eóra essamenou en los guardianes de los hombres". Ello porque el "sentido de la historia" es la decadencia: a la edad del Oro le sucede la de la Plata – la edad de las Madres; luego la del Bronce – la edad de los Titanes; finalmente la edad del Hierro; "edad oscura", kali-yuga, "crepúsculo de los dioses". ¿Por qué? Muchos mitos parecen querer establecer una relación entre "caída" e hybris, es decir, usurpación prometeica, revuelta titánica. Pero nuevamente, Hesíodo nos recuerda: Zeus, el principio olímpico, ha creado en la edad del Hierro una generación de héroes, que son más que "titanes" y tienen la posibilidad de conquistar una vida similar a la de los dioses, iós te òesí. Un símbolo: el Heracles dórico-aqueo, aliado de los Olímpicos, enemigo de los titanes y de los gigantes.

La doctrina del centro supremo y de las edades del mundo está estrechamente vinculada con la de las leyes cíclicas y de las manifestaciones periódicas. Si se dejase a un lado tales puntos de referencia, muchos mitos y muchos recuerdos tradicionales nos remitirían a unas situación de fragmentos casi incomprensibles. "Ello aconteció una vez – ello acontecerá de nuevo", enseña la tradición. Y también: "Cada vez que el espíritu declina y la impiedad triunfa, yo me manifiesto; para la protección de los justos, para la destrucción de los malvados, para establecer firmemente la ley, de edad en edad yo revisto un cuerpo". En todas las tradiciones, bajo diferentes formas, más o menos completas, recorre siempre la doctrina de las manifestaciones cíclicas de un principio único, subsistente en los períodos intermedios en estado latente. Mesías, Juicio Universal, Regnum, etc.: todo esto no representa otra cosa que una traducción religiosa y fantasiosamente deformada, de este conocimiento; conocimiento que por lo demás se encuentra también en la base de aquellas confusas leyendas, en las que se narra acerca de un dominador que no habría muerto nunca, sino que se habría retirado en una sede inaccesible –idéntica en el fondo, al "Centro"– para volver a manifestarse en el día de la "última batalla"; de un emperador que duerme y que se volverá a despertar; de un príncipe herido, que espera a aquel que lo curará y que conducirá a su reino decaído o devastado hacia un nuevo esplendor. Todos estos muy notorios temas de la leyenda imperial medieval nos remiten sumamente lejos en los tiempos. El mito primordial del Kalki-avatâra contiene ya todas estas ideas en una relación sumamente significativa con otros símbolos ya indicados por nosotros. Kalki-avatâra ha "nacido" en Shambala, que es una de las designaciones del centro hiperbóreo primordial. La enseñanza le ha sido transmitida por parte de Paraçu-Râma, el representante "nunca muerto" de la tradición de los "héroes divinos", el destructor de la casta guerrera en rebelión. Kalki-avatâra combate en contra de la "edad oscura" y sobre todo contra los jefes de las fuerzas demoníacas de la misma, Koka y Vikoca, los cuales, aun etimológicamente remiten a Gog y Magog, a las fuerzas subterráneas que, ya dominadas y subyugadas por el regio Preste Juan, se desencadenarán en la edad oscura y contra las cuales también el emperador vuelto a despertar deberá combatir.

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La leyenda del Grial debe ser referida a tal orden de ideas y sólo sobre la base de estos datos tradicionales y de este simbolismo universal la misma puede ser comprendida sea desde el punto de vista histórico como desde el suprahistórico. Aquel que en la historia del Grial considera tan sólo una leyenda cristiana, o una expresión del "folklore céltico pagano", o la creación de una literatura caballeresca sublimada, no captará de los respectivos textos, sino el aspecto más exterior, accidental e insignificante. De la misma manera sería equivocado también todo intento de deducir los temas del Grial del espíritu de un pueblo en particular. Se puede afirmar, por ejemplo, que el Grial es un "misterio" nórdico; pero tan sólo a condición de entender por "nórdico" a algo sumamente más profundo y más comprensivo que "alemán" o aun "indogermánico", algo que en vez remita a la tradición hiperbórea, la cual hace una misma cosa con la misma tradición primordial del presente ciclo. En realidad, justamente desde esta tradición se pueden deducir todos los temas principales de las leyendas en cuestión.

A tal respecto es sumamente significativo que, según el "Perceval li Gallois", los textos que contienen la historia del Grial habrían sido hallados en la "Isla de Avalón", en donde "está la tumba de Arturo". Además otros textos llaman al país, en el cual José de Arimatea habría llevado el Grial y en donde habitaban ciertos enigmáticos antepasados del mismo José, la "Isla Blanca" e "Insula Avallonis": son, nuevamente, designaciones del centro nórdico primordial. Si Inglaterra en esta literatura aparece muchas veces como una especie de tierra prometida del Grial y como el país en el cual se desarrollan esencialmente las aventuras del Grial, muchos indicios nos dicen que, al respecto, se trata de un país simbólico. Inglaterra fue llamada también "Albión" e "Isla Blanca"; "Albania" fue una parte de la misma; Avalón la localidad de Glastonbury. La antigua toponomástica céltico-británica parece pues haber transpuesto a Inglaterra, por lo menos a una parte de ésta, algunos recuerdos y algunos significados referidos esencialmente al centro nórdico primordial, a Thulé, a la "tierra solar". Éste es el verdadero país del Grial. Y es por esto que el reino del Grial se encuentra en estrecha relación con el reino simbólico de Arturo, con el reino devastado –la terre gaste– con el reino cuyo soberano se encuentra herido, en letargo y decaído. Una isla montañosa, una isla de vidrio, una isla que gira sobre sí misma (the isle of the tournance), una residencia rodeada por las aguas, un lugar inaccesible, una cumbre alpina, un castillo solar, un monte salvaje y un monte de la salvación (Montsalvatsche y Mons Salvationis), una ciudadela invisible, tal de poder ser alcanzada sólo por los elegidos, e incluso por éstos corriendo un peligro mortal, etc. – he aquí las escenas principales sobre las cuales se dirigen las principales aventuras de los héroes del Grial: no son sino tantas representaciones del "Centro", de la residencia simbólica del Rey del Mundo. También el tema de la tierra primordial es recurrente: un texto llama "Edén" a la tierra del Grial. El ciclo de Lohengrin y la Sachsenkronik von Halberstadt refieren: "Arturo se encuentra con sus caballeros, en el Grial, que ya fue el paraíso y que ahora se ha convertido en un lugar de "pecado".

En la literatura caballeresca el Grial es propiamente un objeto sobrenatural, que tiene esencialmente estas virtudes: alimenta ("don de vida"); ilumina (iluminación espiritual); convierte en invencible (quien lo ha visto, n’en court de bataille venchu, según Robert de Boron). En cuanto a los restantes aspectos, hay que señalar dos.

Sobre todo el Grial es una piedra celeste, que no sólo designa a los reyes –como la piedra que los Thuata llevaron consigo al Avalón– sino que indica también a los dominadores destinados a convertirse en "Preste Juan" (de acuerdo al "Triturel").

En segundo lugar, el Grial sería la piedra caída de la corona de Lucifer en el momento de su derrota (de acuerdo al "Wartburgkrieg"). Como tal, el Grial simboliza un poder que Lucifer, al caer, perdiera, y el mismo también en otros textos conserva el carácter de un mysterium tremmendum. Como una fuerza temible, el Grial mata, despedaza, enceguece a los caballeros que se le acercan sin ser dignos del mismo y sin ser los elegidos (según el "Grand St. Graal", "Joseph de Arimathia", etc.). Este aspecto del Grial se encuentra en relación con la prueba del "lugar peligroso". A la Mesa Redonda de Arturo le falta ya alguien, Un lugar se encuentra vacío, el cual, en el fondo, es el del jefe supremo de la Orden. Aquel que lo ocupa sin ser el héroe esperado, es fulminado o es tragado por una súbita vorágine. El Grial puede ser alcanzado tan sólo combatiendo –er nuos erstriten werden – dice Wolfram von Eschenbach.

El misterio del Grial comprende dos temáticas. La primera retoma la idea de un reino simbólico, concebido como una imagen del centro supremo; reino, que debe ser restaurado. El Grial no está más presente allí, o bien ha perdido su virtud. El rey del Grial está enfermo, herido, decrépito, o bien padece un sortilegio, en razón del cual él parece vivir, conserva una apariencia de vida, aun estando muerto desde siglos (según el "Diû Krone"). La otra temática consiste en la llegada de un héroe que, habiendo visto al Grial, debe sentirse llevado hacia una tal restauración; de otro modo él traicionará su misión y su fuerza heroica será maldita (según Wolfram von Eschenbach). Él debe volver a unir una espada partida. Él debe ser el vengador. Él debe "formular la pregunta".

¿De qué pregunta se trata? ¿Y cuál es propiamente la misión de este "elegido"? Parece ser la misma que Hesíodo atribuye a los "héroes", es decir, a aquella misma generación que, nacida en la edad oscura de la decadencia, tiene sin embargo aun la posibilidad de restaurar la "edad del Oro". Y así como el héroe hesiódico debe superar y gobernar el elemento titánico, de la misma manera vemos que el héroe del Grial debe superar el peligro luciférico. No basta que el caballero del Grial se muestre como "el mejor y el más valiente caballero del mundo" y un corazón de acero –"ein stählernes Herz"– en cada tipo de aventuras naturales y sobrenaturales: él debe también "estar libre de orgullo" y debe "conquistar la sabiduría" (según Wolfram y Gautier). Si el Grial ha sido perdido por lucifer, he aquí que algunos textos (Grand St, Graal, Gerbert de Mostreuil, "Morte Darthur") refieren justamente a Lucifer el poder demoníaco que actúa en diferentes pruebas en contra de los caballeros del Grial. Además el viejo rey del Grial se ha hecho impotente e incapaz de reinar en razón de una herida que se le hiciera con una lanza envenenada mientras él se encontraba al servicio de Orguelluse: pero es bastante visible que esta Orguelluse no es sino una personificación femenina del mismo principio del "orgullo". Además otros caballeros del Grial, por ejemplo Gauvain ("Galvano"), son puestos a la prueba en el castillo de esta misma Orguelluse. Pero ellos no sucumben. Vencen, desplazan –"poseen"– a Orguelluse. El sentido de esta prueba es la realización de una fuerza pura, de una virilidad espiritual; es la transposición de la calificación heroica sobre un plano separado de todo lo que es caos y violencia, "La caballería terrestre debe convertirse en caballería celeste" – se dice (Queste du Graal). Ésta es la condición para poder abrirse el camino hasta el Grial, para poder ocupar el "lugar peligroso" sin ser fulminados, así como lo fueron los titanes por parte del Dios olímpico.

Sin embargo como tema fundamental de todo el ciclo del Grial debe ser considerado el siguiente: al héroe de todas estas pruebas se le impone una tarea ulterior y decisiva. Una vez que ha sido admitido en el castillo del Grial, él debe sentir la tragedia del Rey del Grial herido, paralizado o viviente sólo en apariencia y debe tomar la iniciativa de una acción de restauración absoluta. Ello es expresado por los textos en varias formas enigmáticas: el héroe del Grial debe "formular la cuestión". ¿Cuál cuestión? Aquí se diría que los autores han querido callar. Se tiene la impresión de que algo les impide hablar y que una explicación banal esconda la respuesta verdadera. Pero si se sigue la lógica interna del conjunto no es difícil comprender aquello de lo que en verdad se trata: la cuestión a formular es la cuestión del Imperio. No se trata de saber –como según la letra de los textos– lo que significan ciertos objetos del castillo del Grial, sino que se trata de comprender la tragedia de la decadencia y, luego de haber "visto" el Grial, de formular el problema de la restauración. Sólo sobre esta base la virtud milagrosa de esta enigmática pregunta se convierte en comprensible: puesto que el héroe que no ha sido indiferente y que ha "formulado la cuestión", con esta cuestión redime el reino. Entonces aquel que tenía tan sólo una apariencia de vida desaparece; aquel que estaba herido se cura. A veces, el héroe se convierte en el nuevo y verdadero rey del Grial sustituyendo al precedente. Un nuevo ciclo comienza.

Según algunos textos, el caballero muerto, que parece querer recordar al héroe la misión a cumplir y la venganza, aparece en un ataúd transportado sobre el mar por cisnes. Pero el cisne es el animal de Apolo en el país de los Hiperbóreos, en la tierra nórdica primordial. Conducidos por cisnes parten los caballeros del centro supremo, en el cual Arturo es rey: desde el Avalón.

En otros textos, el héroe del Grial es llamado el caballero de las dos espadas. Pero en la literatura teológico-política de la época, sobre todo en la gibelina, las dos espadas significaban nada más que el doble poder, temporal y sobrenatural. Un texto clásico habla del país hiperbóreo como de la tierra de la que vinieron dinastías que, como las de los Heraclidas, encarnaron a un mismo tiempo la dignidad regia y la sacerdotal. En un texto del Grial la espada que será vuelta a unir tiene una custodia cuyo nombre es: memoria de la sangre.

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El reino inaccesible e intangible del Grial es una realidad también en la forma, según la cual el mismo no está vinculado a ningún lugar, a ninguna organización visible y a ningún reino terrestre. El mismo representa una patria, a la cual se pertenece por un nacimiento diferente del corporal, que tiene el sentido de una dignidad espiritual e iniciática. Este reino une en una cadena infrangible a hombres que pueden también aparecer como dispersos por el mundo, por el espacio, por el tiempo, por las naciones, hasta el límite de aparecer como aislados y de no conocerse recíprocamente. En este sentido el reino del Grial –como el de Arturo y del Preste Juan, como Thulé, como Mitgard, Avalón, etc.– está siempre presente. Según su naturaleza "polar", el mismo permanece inmóvil. En consecuencia, no es que el mismo esté a veces más cerca y a veces más lejos de la corriente de la historia, son los hombres y sus reinos los que pueden estarle más o menos cerca.

Ahora bien, en un cierto período, el Medioevo gibelino pareció presentar una mayor aproximación y ofrecer, por decirlo así, una materia histórica y espiritual de tal carácter, que el reino del Grial habría podido convertirse, de oculto, también en sensible, y dar lugar a una realidad al mismo tiempo interior y exterior, como en las civilizaciones tradicionales de los orígenes. Sobre tal base se puede sostener que el Grial fue la coronación y el "misterio" del mito imperial medieval y la suprema profesión de fe del alto gibelinismo. Una tal profesión de fe se manifiesta más en la leyenda y en el mito que en la clara voluntad política de la época, según lo que acontece también en el individuo, en donde lo que hay de más profundo y de más peligroso se expresa menos a través de las formas de su conciencia refleja que a través del simbolismo y de una espontaneidad subconciente.

El Medioevo esperaba al héroe del Grial a fin de que el Árbol Seco del Imperio volviera a florecer, a fin de que toda usurpación, todo contraste, toda oposición fuese destruida y reinara verdaderamente un nuevo orden solar. El reino del Grial, que habría debido resurgir con un nuevo esplendor, era el mismo Sacro Imperio Romano. El héroe del Grial, que habría podido convertirse en el "dominador de todas las criaturas" y aquel al cual "ha sido confiado el poder supremo", es el Emperador histórico –"Federicus"– si él hubiese sido el realizador del misterio del Grial, del misterio hiperbóreo.

Historia y suprahistoria, parecieron pues, por un instante, interferir: resultó de ello un período de alta tensión metafísica, una culminación, una suprema esperanza – luego, nuevamente, derrumbe y dispersión.

Toda la literatura del Grial parece agruparse en un período relativamente breve: ningún texto parecer ser anterior al último cuarto del siglo XII. A partir del primer cuarto del siglo XIII se cesa de golpe, como por una consigna, de hablarse del Grial. Sólo luego de muchos años, y ya bajo un espíritu diferente, se escribirá nuevamente sobre el Grial. Parece pues como si en un cierto momento una corriente subterránea hubiese vuelto a aflorar, para luego volver a ocultarse (Weston). La época de esta repentina desaparición de la primera tradición del Grial coincide aproximadamente con la tragedia de los templarios. Quizás éste es el inicio de la fractura.

En Wolfram von Eschenbach los caballeros del Grial son llamados Templeise –"templarios"– si bien en su relato no figure para nada un templo, sino sólo una corte. En algunos textos los caballeros-monjes de la "isla" misteriosa llevan el signo de los Templarios: una cruz roja sobre un fondo blanco. En otros textos las aventuras del Grial toman una dirección típica de "crepúsculo de los dioses": el héroe del Grial cumple, es cierto, con la "venganza" y restaura el reino, pero una voz celeste le anuncia que él debe retirarse con el Grial en una tierra insular misteriosa. La nave que viene a buscarlo es la nave de los Templarios: tiene una vela blanca con una cruz roja.

Como arterias esparcidas, organizaciones secretas parecen haber custodiado los antiguos símbolos y las tradiciones del Grial aun luego del derrumbe de la civilización imperial ecuménica: "Fieles del Amor" gibelinos, trovadores del período más tardío, hermetistas. Así arribamos hasta los Rosacruces. Entre los Rosacruces se presenta todavía una vez más el mismo mito: la ciudadela solar, el Imperator cual "Señor del Cuarto Imperio" y destructor de toda usurpación, una confraternidad invisible de personalidades trascendentes, unida únicamente a través de su esencia y su intención, finalmente, el extraño misterio de la resurrección del Rey, misterio que se transforma en la constatación de que el Rey a resucitar ya vivía y estaba despierto. El que asiste a este misterio lleva el signo de los Templarios: un estandarte blanco con una cruz roja. También el pájaro del Grial –la paloma– está presente.

Pero una consigna parece haber sido transmitida en este caso. En un determinado momento, se deja súbitamente de hablar de los Rosacruces. De acuerdo a la tradición, los últimos Rosacruces, en el período en el cual el absolutismo, el racionalismo, el individualismo y el iluminismo estaban por preparar el camino a la Revolución Francesa y los tratados de Westfalia iban a sellar la decadencia definitiva de la autonomía del Sacro Romano Imperio, habrían abandonado el Occidente para retirarse en "India".

La "India" es aquí el símbolo. Equivale a la residencia del Preste Juan, del Rey del Mundo. Es Avalón. Es Thulé. Según el "Titurel", tiempos oscuros han arribado para Salvatierra, donde residen los caballeros de Monsalvat. El Grial no puede permanecer más en aquel lugar. Es transportado a la "India", en el reino del Preste Juan, que se encuentra "cerca del paraíso". Una vez que los caballeros del Grial han arribado allí, el mismo Monsalvat y su ciudadela se les aparecen a ellos, son transportados allí mágicamente, porque "nada de todo esto debe permanecer entre pueblos pecadores". El mismo Parcifal revestirá la función de "Preste Juan".

Y aun hoy ascetas tibetanos dicen respecto de Shambala, la ciudad sagrada del Norte, hacia donde conduce la "vía del Septentrión", es decir la "vía de los dioses" –devayâna– : "Ella reside en mi corazón" (1).

 

(1) Una exposición sistemática y documentada de la leyenda del Grial sobre la base de esta interpretación se la encuentra en la obra de J. Evola, Il mistero del Graal e la tradizione ghibellina dell’impero. Ceschina, 2ª Ed. Milano, 1964. Hay traducción española.

(Extractado de "Introduzione alla Magia" T. III, Ed. Mediterranee, Roma, 1985, pg. 77)

 

“Americanismo y bolchevismo”. Por Julius Evola

“Americanismo y bolchevismo”. Por Julius Evola

Biblioteca Evoliana.- El bolchevismo hace casi dos décadas entró en el basurero de la historia, sin embargo, este texto de Evola, escrito en 1929 nos remite otra vez a los primeros tiempos de la ideología soviética y sus concordancias con los valores del americanismo. Se diría que es un texto profético: difícilmente en 1929 podía advertirse de dónde surgiría la ideología globalizadora y el pensamiento único actual. Por eso hemos rescatado del olvido este ensayo publicado por primera vez en la revista "Nuova Antologia" y editado en 1970 y 1982 por las Edizioni di Ar.

 

En 1988 escribimos unas cuantas páginas para la revista DisidenciaS en las que utilizábamos un material precioso que había recopilado por JJ.Colomar en su pasado trotskysta. Colomar y sus compañeros disidentes de la LCR habían recuperado un material escrito por Lenin y otros líderes del a revolución bolchevique, en la que estos expresaban a las claras su intención de que la URSS siguiera el modelo americano. No solamente quedaba demostrado que el “último Lenin”, después del fracaso de la colectivización de las granjas y de la hambruna que siguió, tendió hacia el “realismo”, sino que desde mucho antes ya había tomado como modelo ideal a seguir el americanismo. En 1988 no conocíamos este ensayo de Evola. Aun a pesar de que, por su parte, Evola tampoco conocía los textos de Lenin en los que evidencia su propensión hacia el americanismo, el diagnóstico que traza es impecable.

La diferencia entre el tiempo en el que Evola escribía estas líneas y el nuestro, no consiste solo en los casi setenta años de distancia, ni siquiera en todo lo que ha cambiado en Europa en estos años. Del ascenso de los fascismos a su caída, de la guerra fría a la perestroika, de ahí a la globalización… en realidad, la gran diferencia entre el tiempo en el que fueron escritas estas líneas y el nuestro, reside en el estado psicológico de dos momentos históricos. En 1929, a 10 años de la revolución bolchevique, a ocho del advenimiento del fascismo, todavía se podían albergar esperanzas y encontrar movimientos políticos, valores vivos, y residuos anteriores como para que una respuesta al americanismo y al bolchevismo, pudiera apoyarse con mínimas posibilidades de obtener resultados. Hoy, todo esto queda demasiado lejos y no podemos por menos que ser pesimistas: el americanismo ha quedado como único dueño del tablero de juego, Europa ha asumido casi completamente la “ideología americana”. Y no solo Europa, las naciones que en 1929 todavía seguían apegadas a los valores tradicionales, Japón, China, India, son hoy vanguardias de la tecnología y la modernidad, frecuentemente llegando incluso a superar a Europa y a los mismos EEUU en la encarnación de los valores del americanismo. El cine de Bollyood en la India, la ciudad de la tecnología de Bangalore en donde a partir del años 2000 empezaron a subcontratarse servicios informáticos sistemáticamente, el “Humor amarillo” japonés que nos muestra un país, no solo alejado de sus tradiciones seculares, sino incluso en vanguardia de la estupidez universal, los videojuegos allí diseñados, los rascacielos de Hong-Kong, Singapur y Pekín… todo esto demuestra que aquellos países han viajado a una velocidad vertiginosa por la senda trillada por el americanismo. El mundo, no solo se ha hecho más pequeño, sino que, además, como decía Guénon en “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”, se ha “solidificado”. A causa de esta “solidificación” resulta cada vez más difícil abordar una reacción en sentido tradicional, con garantías de éxito.

El análisis de Evola sobre el americanismo y el bolchevismo nos sitúa en realidad, por lo demás, no ha perdido ni un ápice de su actualidad. Solamente el contexto ha empeorado.

E. Milà.

Americanismo y Bolchevismo

Julius Evola

Ensayo publicado en Nuova Antologia, nº 10, mayo de 1929

Una antigua leyenda que circulaba entre los campesinos rusos mucho antes de la revolución, anunció la llegada de un tiempo, en el cual reinaría una "Bestia sin Nombre"... sin nombre, porque estaría compuesta por una multitud innumerable.

Aquel tiempo, parece que se acerca. Existe una gran sombra que desde las fronteras de oriente y occidente se cierne sobre nuestras razas y sobre nuestras tradiciones y está acompañada del presentimiento confuso de que algo está a punto de acabar; esto se traduce también en distintas imágenes extrañas que aparecen incluso en las mentes equilibradas, y entre las cuales destaca el tema del "Ocaso" de Occidente.

En efecto, algo nuevo está afirmándose en el seno de nuestra cultura y el símbolo que mejor lo define es el de la "Bestia sin Nombre". Dos realidades, precisas e inequívocas, la anuncian en el mundo moderno.

En Oriente, es Rusia.

En Occidente, es América.

Dos formas, dos polos de un peligro que, como las dos pinzas de una única tenaza, empiezan a cerrarse lentamente alrededor del núcleo de nuestra Europa.

Este punto de vista le parecerá extraño a algunos. Lo es, efectivamente, para quien se limita a ver en la Rusia de hoy un fenómeno puramente político, cuando en realidad, se trata bien de algo completamente diferente, con un significado universal que la Rusia soviética trata de realizar en todas las formas, no creando solamente una nueva sociedad, sino además una nueva cultura y una nueva ética.

En cada una de sus manifestaciones, el bolchevismo remite a una transformación efectiva ocurrida en todos los ámbitos, en todos los valores, en todos los sentidos de la existencia, siguiendo un principio central. Este principio, por una especie de reducción al límite, indica la conclusión lógica de procesos en marcha en formas múltiples del mundo contemporáneo, y sobre todo americano.

Rusia, indudablemente, no es América: hay diferencias de raza, de mentalidad, de condiciones de vida, frecuentemente irreductibles. Una lleva la herencia inequívoca de una raza asiática, lo otra una realidad nacida hace poco y que ha producido con un movimiento espontáneo su “standard of living” [nivel de vida, NdT]. Pero si estas diferencias son patentes e incontestables sobre el plano de la realidad política, étnica y sencillamente social, cuando nos remontemos a los principios implícitos en las afirmaciones a las que tienden Rusia o América, el símbolo de una nueva visión de la vida (pues ambos tienen la pretensión de ser presentadoras como nuevos estadios de la cultura mundial); cuando, pues, se parte de este punto de vista, las diferencias se reducen, muestran aquí y allí un mismo motivo que se sitúa sobre los factores étnicos y empíricos, que jamás podrán ocupar el primer plano si atendemos a consideraciones de orden superior.

Por otra parte, ante un "peligro", el mejor punto de vista para la acción consiste en describir lo mejor posible la fisonomía del adversario.

El bolchevismo, considerado como doctrina, presenta una concepción total y radical, y una superación de los ideales precedentes y "burgueses", lo que supone la apertura de una nueva fase de la humanidad. Ante tal concepción, no se trata de simpatías o antipatías políticas o nacionalistas: se trata de decir sí o no íntegramente a nuestra tradición europea y, en particular, a nuestra tradición mediterránea, tomada en bloque, en su sentido más amplio, cultural y universal.

Veremos en que aspectos especiales y en que términos, la visión americana de la vida termina confluyendo con el bolchevismo, hasta el punto de parecer un símbolo, ante el cual todo lo que es preciso realizar y atreverse, va mucho más allá de una simple “defensa de Occidente” que, en sí misma, no puede sino hacernos sonreír.

I

La verdad central del bolchevismo es esta: busca la desintegración del individuo. El nuevo evangelio que proclama es el “hombre colectivo", el “hombre masa", el elemento impersonal de un ente múltiple, titánico, que no "tiene nombre", de la misma forma que carece de jefe.

La potencia y el derecho absoluto corresponden a ese ente: de él será el imperio del futuro. Declarado de "categoría superior", ante él, el individuo asumirá la misma sensación de inutilidad, que puede tener ante las fuerzas fatales de la naturaleza. Y, además, lo deseará todo esto.

Destruir, pues, partiendo de un núcleo negativo, todo lo que en el hombre puede tener algún valor de autonomía e individualidad, todo lo que puede constituir un interés distanciado por esta potencia subpersonal, es la tarea que el bolchevismo asume como misión y que forma parte de un método preciso, radical y lógico, cuya fórmula es: mecanización, desintelectualización y "racionalización" de cada actividad, sobre todos los planos.

Conservando lo que es la conciencia social propia de los primitivos, el pensamiento ruso, a lo largo de toda su historia, siempre fue incapaz de percibir de otro modo la idea de un desarrollo más que en forma de colectividad mística: "pueblo" y "Dios", en el ruso como en el mazziniano, fueron dos términos que se acompañaron mutuamente sobre un fondo mesiánico recurrente. El bolchevismo ha liberado al elemento místico de esta concepción y sólo ha dejado el término "pueblo", restringiendo simultáneamente todo horizonte al de la vida práctica inmediata. A partir de ese momento, la máquina ha tomado el lugar del Dios. En los dibujos "constructivistas" de propaganda soviética de Klinskij, se pueden ver las grúas gigantescas que ocupan el lugar del ostensorio en lo alto de los templos bizantinos cuyos altares se han convertido en engranajes o en los cuales masas de obreros y campesinos han asistido a inmensos mítines.

La idea de que el progreso pueda consistir en una "cultura" en sentido clásico, es decir en la tarea de dignificación, de superación interior, de desarrollo de los seres individuales, es objeto de burlas y rechazada como el más peligroso de los venenos de la era burguesa. Lo que único que puede conducir a un estadio superior, se cree que puede ser, por el contrario, una combinación social externa, mecánica, puramente acumulativo de los seres a través de la organización y del perfeccionamiento técnico de las condiciones de la existencia material.

Cuando se aparta cada valor de la personalidad y de la interioridad, los elementos se transforman en partes, y su unidad tiene que ser propia de un mecanismo. Así mismo, la mecanización es el método a través del cual cada forma de vida puede ser despersonalizada y colectivizada: liberada del "mal" del yo, de la “inútil obstrucción de la espiritualidad", expresiones propias de la ideología bolchevique; cada forma de vida se reducirá a un simple elemento en fatal dependencia con todos los demás según relaciones exteriores colectivas.

El bolchevismo espía lo que está antes de la vida del nuevo ente en aquellas manifestaciones que, en momentos en los que gracias a la uniformidad y simultaneidad, millares de seres se convierten en un único solista, un ser colectivo, elemental y asustadizo: se les llama "estados de masas" con el grito simultáneo de "hurrah!", o entonando el himno, o incluso mostrando su ímpetu en un único movimiento desencadenado por el pánico, el entusiasmo o la exaltación de las masas. En estas formas los ideólogos soviéticos ven solamente la manifestación "primordial" de la vida del “hombre colectivo"; superada en ella todo lo que es caóticamente vital" y "místicamente orgánico", sólo puede dar lugar a una forma gélida de estructura económico-social mecanizada y "racionalizada", de la que se excluirá cualquier forma de espontaneidad y personalidad, de la misma forma que se hará con "cada motivación sobrenatural, extraña a los intereses de clase", según la expresión de Lenin.

Para experimentar todo el dominio de tal concepción de la experiencia bolchevique, hace falta correr el reciente libro de Füllop-Miller. El autor ha pasado un largo período en la Rusia de los Soviets, y ha conocido a los propios bolcheviques; políticos, artistas y estudiantes le han ayudado a recoger todos los elementos necesarios para definir la naturaleza del cambio en la visión del mundo y de la vida, operada por la revolución. El tema de este libro no surge de abstractos esquemas doctrinales, sino de mil formas de la vida concreta y de la cultura de la nueva Rusia: del nuevo teatro a la nueva pintura, del estilo del arte monumental al de las grandes manifestaciones populares, de los métodos de educación y de la formación de una nueva organización del trabajo. De todo esto subyace realmente la sensación de algo nuevo e incomprensible para nosotros, algo que muestra la terrible evidencia de una realidad desconocida antes de la revolución: la llegada del hombre colectivo mecanicizado e indiferenciado, en lugar del individuo humano y de aquella libertad, que fue definida por Lenin como "un prejuicio burgués".

"La completa subordinación de todos los individuos a una colectividad automática en la Rusia soviética pasa textualmente por el bien supremo –escribe textualmente Füllop Miller-. El ideal superpersonal del bolchevismo es concebido como una combinación puramente cuantitativa de individuo-partido-masa en el más amplio y homogéneo conglomerado posible. Mientras la creencia anterior era que la vía hacia una más alta humanidad universal residía en la perfección de la personalidad humana, el bolchevismo enseña que la verdadera vía de la salvación conduce al aniquilamiento del individuo, y a su desembocadura en un "hombre-masa" organizado de manera exterior a él. Por sintonía con esta visión nueva y desconocida, todos los que creen en el bolchevismo han ido, uno a uno, como corderos al matadero, se han ofrecido y han destruido su alma para siempre. Por tanto, no basta con considerar la mera abolición de la propiedad privada si queremos entender a que terrible haraquiri se ha sometido al antiguo ser humano en Rusia. Hace falta conocer la nueva filosofía y la nueva moral de los bolcheviques, escuchar a los poetas soviéticos que son ensalzados por el régimen hoy en día; hace falta tener presentas las ejecuciones de la música orquestal bolchevique y haber visto su teatro geometrizado y sus nuevas pinturas, haber tomado parte en esa alegría desprovista alegría del bolchevismo, antes de poder medir que espantoso e insano gran sacrificio ha hecho Rusia a esa árida idea. En Rusia está surgiendo un mundo sin alegría personal de la vida, con pinturas sin colores, con música sin armonía, con una mirada a una vida vivida sin el soporte interior del espíritu, un mundo mecanizado que no contendrá en el futuro más que a máquinas desanimadas en el futuro”.

Qué la tierra bolchevique no conozca los cielos; qué incluso cada concepción religiosa y cualquier forma de idealismo, y más en general, que cada punto de vista filosófico diferente del materialismo sea considerado por el bolchevismo como un “peligro” y un "veneno burgués" y hecho no tanto objeto de negaciones polémicas, cuánto y más eficazmente de una radical expurgación de cada escuela y universidad eso es bastante conocido, ya, a Europa. La filosofía oficial del bolchevismo es una forma de hegelianismo en que la “Idea” se transforma en “materia” y el juego dialéctico de las oposiciones sirve como inicio de una explicación puramente mecánica del proceso, con respecto al cual cualquier forma de "idealismo" es considerado como mera "superestructura."

Menos notorio es, en cambio, la eficiencia de la concepción central del bolchevismo en las ramas de la cultura y en la vida rusa, que Füllop-Miller sigue estudiando en su esmerado análisis.

En arte, el estilo mecánico futurista está a la orden del día. Por su posibilidad de presentarse directamente a la colectividad y por su carácter público, el arte monumental es tomado en especial consideración. El arquitecto Tatlin declara incompatible con el nuevo espíritu proletario cada motivo heroico, estético o simbólico: él proclama la “imagen mecánica” y el "monumento" a la máquina en arquitectura, como las expresiones mas adecuadas para los tiempos modernos. Tatlin proyectó monumentos con partes móviles, compuestos por materiales variados como los que propuso para la conmemoración de la "Tercera Internacional" y por el Edificio del Trabajo en Moscú. Por una extraño coincidencia, a la mecánico se unió algo primordial e informe, con la intención de que "los accidentes anárquicos del arte individual" fueran desarraigados. Un coloso de hierro que se apoya en una estructura metálica se proyecta como monumento a la revolución comunista. Un montón de plástico cubofuturista recuerda a Bakunin. La imagen de Lenin es grabada de manera sumaria y gigantesca en una roca viva, como los monumentos de las épocas arcaicas. Una especie de monolito sobre bloques escuadrados recuerda a Danton.

El tema de la “imitación de la máquina" dice el Füllop-Miller se está volviendo en Rusia casi en un equivalente de lo que en otras épocas fue la “imitación de Jesús”. Lanzado por una serie de manifiestos "costructivistas" de Grinskij, sin más es asumido en las profundas transformaciones antidecorativas del arte escénico y del teatro soviético de propaganda. Al entusiasmo despertado por los "danza-máquinas" lanzados por Foregger, se une la exigencia, de que el principio de organización penetre en la producción de la nueva poesía proletaria. La "tradición burguesa" de un Puskin, de un Gogol, de un Dostojewskij, es declarada "liquidada", y tres de los poetas promocionados en la nueva Rusia (Bednyi, Maiakowskij y Marienhof) exigen precisamente que a la humanidad colectivizada le corresponda también una poesía colectiva, llegando a la idea de que la poesía y la literatura bolchevique deben ser completamente impersonales, no servidoras del "gusto" y del “capricho estético” del intelectual, sino hacerse instrumentos y "martillos" que inciten el proletario a la acción.

Así mientras la lírica toma un curso demagogico-meánico, empiezan a aparecer obras que en lugar del nombre de un autor individual, llevan el nombre de un grupo: "Grupo de los 23”, "Grupo de los 14” o el "Círculo comunista de Riasin", etcétera. Nada más característico, por ejemplo, que estos versos llevados por la introducción de la obra “Ciento cincuenta millones” de Maiakowskij uno de los poetas soviéticos más cotizados:

Ciento cincuenta millones

Tal es el nombre de quien ha compuesto este poema:

El estrépito de los disparos y los tajos,

Tal es su ritmo...

Yo soy la máquina que habla.

En la música, el mismo principio de liquidar todo lo que es individualidad y calidad, cristaliza con el principio del “humorismo” futurista en una lógica precisa: puesto que el ruido constituye el elemento general e impersonal de la vida, así la nueva música proletaria preferirá el ruido al sonido y a la voz, y abrazará "todos los ruidos de la edad mecánica, el ritmo de las máquinas, el silbido de los establecimientos, el ruido de las grandes ciudades y las granjas". Además, en un intento de superar a la orquesta burguesa, dedicada al placer privado de unos pocos, se han intentado ejecuciones sinfónicas abiertas, audibles a distancia y tocadas a distancia con sirenas, campanas, motores, ametralladoras y baterías, dirigidas megafónicamente. Por otra parte el profesor Zeitlin reafirmó el principio bolchevique de la cooperación en su intento de constituir una orquesta sin director, fundada en Moscú y todavía existente.

Pero el tema de la mecanización y la despersonalización no se detiene aquí: pasa a aspectos más profundos. El rostro se vuelve máscara: sobre la base de la tendencia instintiva de todos los rusos a "dramatizar" sus experiencias personales, Nikolai Evreinoff enuncia la "teatralización" de la vida, que conduce al espíritu de grandes manifestaciones colectivas, estudiadas así para despertar al mismo tiempo el "estado de masas" en que se reaviva la representación del ente-masa exaltando el recuerdo de los fastos de la revolución y los ideales de la futura edad mecánica.

La liquidación de cada vínculo de carácter tradicional e interior en la vida cotidiana, es suficientemente conocido en la Rusia soviética, para que insistamos ahora: se nivelan las clases sociales, los sexos y la mujer pasa a ser algo neutro con su completa equiparación al hombre en cada esfera de la vida pública, tal como se ha llegado actualmente en Rusia. La familia es virtualmente disuelta. Cada relación privada toma un color gris e indiferente con respecto del tema central de la omnipresencia de la conciencia colectiva.

La misma espontaneidad vital del gesto humano se intenta suprimir a través de una oportuna "racionalización". Gasteff funda un "Instituto para la organización científica del trabajo y para la mecanización (sic) del hombre", que no tiene inconveniente en aplicar el taylorismo a la determinación científica de los movimientos a los que debería limitarse el ser humano en el ejercicio de cada oficio. Y como si eso no bastara, hay quien ha denunciado restos de "ideología burguesía" en los métodos de Gasteff, llegando incluso a considerar el gesto individual como un arte separado, sin percatarse de que el verdadero objetivo es disolver al individuo en la "gran máquina moderna, donde el individuo masa tiene que ser parte de un potente conjunto de turbinas". El mundo subterráneo de Cosmopolis o el de La Máquina del Tiempo de Wells, bastante similares, no podrían ser mejores símbolos de lo que la nueva época proletaria soviética siente como más próxima a su propio espíritu.

Quién desee examinar otros cientos de aspectos de la nueva Rusia, se encontraría en todos el mismo espíritu y la misma intención: desintelectualización y mecanización, con el objetivo de destruir desde las raíces el sentido del hombre individual y el valor de lo humano. Está en un mundo sin matices, automático, sin color, donde nunca puede decirse "mío" o "tu" -el pensamiento menos que la tierra, el gesto menos que el ímpetu- y se despierta lentamente la forma titánica y oscura de la "Bestia sin Nombre."

La representa un cartel de Kúpka, provisto de una morbosa potencia sugestiva, con el título de “La masa en marcha”. Se ve una extensión inmensa e igual de hombres que marchan con un idéntico movimiento como algo único y fatal. En los cielos desiertos y grises el mismo hombre se proyecta, agigantado y sobresaliendo, con el mismo gesto. Él indica: ¡Adelante! Su cabeza no tiene rostro.

Trágica marcha, que no conduce a ningún sitio. Ya Tolstoi, precursor bajo varios aspectos del bolchevismo, en “Guerra y Paz” presentó con Napoleón la creencia en los "dominadores" de la historia. Para él, es la multitud anodina y amorfa la que, en cambio, hace la historia; y los "dominadores" que creen crearla, se parecen a quiénes, transportados en una carrera desenfrenada sobre una carroza, se agarran de los tirantes para mantenerse sobre ella, creyendo que son ellos quienes la dirigen. La filosofía bolchevique de la historia no es diferente. El historiador soviético Pokrowskij escribe: "Nosotros no vemos la personalidad como hacedora de la historia, porque para nosotros la personalidad es solamente el instrumento con que la historia misma trabaja". Dejado así, sin jefe y sin espíritu, al gran cuerpo mecánico del “hombre-masa", el cual, en su marcha irresistible, participa pues de la misma ley irracional y fatal de las fuerzas brutas de la materia.

Tal es la pesadilla que la Rusia de hoy incuba asumiendo un carácter profético-místico de "nuevo era", de "nueva humanidad", de "categoría superior". El surco profundo dejado en el pueblo ruso por la servidumbre secular a señores despótico, próximo al aspecto fatalista asiático que siempre ha manifestado, bastan para iluminar la posibilidad psicológica de esta desintegración radical y consciente del individuo en la "Bestia sin Nombre"; loas como la que Preobrashenskij, fundador de una "Ética bolchevique", dedicó al jefe del Cheka, cuando le escribió: "La felicidad humana puede ser alcanzada solamente con la ausencia de la libertad, con la obediencia de esclavos". Por tanto, está en el espíritu de su misión que el bolchevismo usa todos los medios para "hacer felices a los hombres" a pesar de sí mismos, con la idea de liberarlos rigurosa y científicamente del “engorro del yo” y del “libre albedrío", y, si se nos apura, con una extraña concordancia con lo que fue la técnica de la Compañía de Jesús e incluso con idéntica intención. Equivalente a la inquisición a la que los jesuitas no recurrieron que para "salvar las almas", el Katorga el sistema de terror ya al servicio de los Zares pasa implacable al servicio del despotismo colectivo de los Soviets, en lucha por la causa del “hombre nuevo”.

Sobre esta "novedad", sobre este intento de centrarse en el futuro, los bolcheviques se ilusionan ingenuamente. Sabemos, sin embargo, que el estado, en el cual el individuo como tal no existe, sino que vive en él una conciencia colectiva impersonal, "espíritu" del "clan" o de la tribu a la que se pertenece, es la forma propia a las sociedades primitivas de tipo "totémico", las cuales todavía hoy sobreviven en algunos pueblos primitivos. Fue una lenta y pesada ascensión la que despertó a los hombres de ese estado y, según una ley de diferenciación, determinó castas, ordenó jerarquías, distinguió calidades individuales, hasta llegar al cénit solar de los grandes imperios de nuestras tradiciones.

Aquella antigua conciencia solamente difiere en un punto de la conciencia a la que el bolchevismo tiende a reconducir al individuo: que la máquina en lugar de lo que los pueblos primitivos llamaban “maná” es el elemento para constituir el gran cuerpo acéfalo del ente colectivo. Pero no por ello son distintos: es una dirección, no hacia el futuro, sino hacia el pasado, no hacia la “evolución”, sino hacia el retroceso y la degeneración… es un fenómeno de putrefacción.

Qué este tipo de situaciones pueda concebirse en momentos en los que la historia experimenta períodos de postración y abandono puede concebirse sin dificultad. Pero que sea pensado como un “ideas superior”, que sea elevado a principio y a evangelio y hecho objeto de una cultura en el sentido más amplio, tal es la originalidad teratológica que para nosotros representa el bolchevismo.

II

El llamamiento a América como a la “tierra prometida” del “hombre colectivo" en la Rusia soviética –como se prevé fácilmente por lo que precede- es declarado y explícito.

Chicago, "metrópoli electromecánica", es glosada por un himno de Maiakowskij. Gasteff proclama el "superamericanismo", “la tempestad revolucionaria de la Rusia soviética tiene que unirse al ritmo de la vida americano". "Intensificar la mecanización practicada en América, y ampliarla a todos los campos –repiten otros- es la tarea de la nueva Rusia proletaria". El bolchevismo trata así de arrancar paradójicamente a Rusia del tronco asiático de su vida, y resolverla en el mundo americano del hombre-máquina. Sus ideales que por condiciones locales, industriales y étnicas, casi tendrían en la URSS un sentido de mitos utópicos, se perciben como realizados por América. De ahí el misticismo malsano que, a pesar de todo, siempre quedará en el espíritu ruso, partiendo de los antiguos Dioses, al asumir los nuevos ideales, desemboca en algo así como una "América como religión."

Estando así las cosas, podemos plantear el problema de ver hasta que punto se trata de un acercamiento extrínseco y casual o hasta dónde es algo más.

Como hemos dicho inicialmente, no se puede y no se debe descuidar el abismo que existe entre Rusia y América desde el punto de vista tanto de la raza como de la sensibilidad. Esto es tan evidente como la diferencia entre las formas políticas de ambos, uno es un Estado despótico comunista, el otro demócrata, federal y capitalista; el uno impuesto por una minoría de individuos que, con un golpe de mano, han tomado la dirección de las masas, el otro es un producto espontáneamente generado por la organización y del impulso productivo de los individuos.

También la psicología individual es podría ser más opuesta: a los elementos de apatía asiáticos favorables a la frecuente exaltación histérica, a un fatalismo unido a una hipersensibilidad pobre en carácter, frecuentes en el alma rusa, se opone el espíritu práctico, simplificador, activo, independiente, sano y lleno de iniciativas, del americano. Tampoco es posible olvidar que de los ideólogos soviéticos trabajan sobre un medio ruso en estado semi-medieval, en gran parte perdido entre comarcas despobladas, con medios industriales más que primitivos, muy alejados de la civilización y de la organización racional que en América está extendido a cada clase y a cada Estado de la Unión.

Constatadas estas diferencias, si examinamos las impresiones que se han llevado algunos de nuestros intelectuales tras su primer viaje a América –pueden verse, por ejemplo, la correspondencia de Egisto Roggero y Silvio D’Amico, pero, esencialmente, la obra notable del Siegfried sobre los Estados Unidos de hoy- no podemos por menos de asombrarnos cuando percibimos concordancias con la impresión que sufrió Füllop-Miller cuando pasó revista a los ideales que la Rusia soviética intenta realizar. Se trata en ambos casos de la misma sensación del dominio de una grandiosidad sin alma, de naturaleza puramente colectiva, falto de un fondo de trascendencia, de luz interior y espiritualidad verdadera.

Al igual que Rusia, América en los temas centrales de su "civilización" y su modo de considerar las cosas y la vida, ha buscado algo nuevo; ese “algo nuevo” cristaliza en una precisa contradicción con nuestra cultura y nuestra tradición europeas, en seno de la cual, sin embargo, penetra y siempre sobre la que se impone cada vez más. El americanismo ha introducido en nuestra época la religión de la práctica, ha enfatizado el interés de la renta, de la producción, de la realización mecánica, inmediata, visible, cuantitativa, por encima de cualquier otro interés. Construye un ente titánico que tiene oro por sangre, máquinas por elementos, técnica por cerebro, ante del que Europa que incluso ha sido la promotora de las formas modernas de la gran producción industrial se detiene: se detiene, porque percibe las extremas consecuencias que, lógicamente, proceden de aquel primer impulso, pero se divisa, al mismo tiempo, una especie de reducción al absurdo, que solamente podrá aceptar como su destino al precio de comprometer irreparablemente una civilización anterior e incompatible, que constituyó el más auténtico núcleo de su personalidad. Concluyendo su libro, Siegfried enseña que no son dos continentes sino dos concepciones de la vida las que entran en contradicción: aquella en la que el hombre es considerado calidad, vida independiente, valor por sí mismo y aquel otro en donde el hombre se vuelve un mero instrumento de producción y rendimiento material por el progreso del ente colectivo.

Mientras las raíces de las que ha surgido la nueva mentalidad bolchevique son oscuras y casi místicas (Füllop-Milier ve la adaptación de algunos mitos eslavos teosóficos-mesiánicos sobre el “hombre Dios"), el muelle que ha conducido a la correspondiente transformación de valores en América es visiblemente la conquista material: para alcanzarla, América no ha titubeado a la hora de sacrificar lo que para nosotros fue la conquista más preciada del esfuerzo civilizador: la personalidad humana. Escribe Siegfried a propósito: "En su carrera hacia la riqueza y la potencia, América ha desertado el eje de la libertad para seguir el del rendimiento y el beneficio.... Todas las energías, incluidas las del ideal y hasta de la religión, conducen al mismo objetivo productivo: se está en presencia de una sociedad del “rendimiento”, casi de una teocracia del rendimiento, que tiende más a producir cosas que hombres”, u hombres tanto más eficaces y racionales en tanto que productores de cosas.

"Una especie de mística exalta, en los Estados Unidos, los derechos supremos de la comunidad -continua el mismo escritor-; el ser humano se ha convertido en medio más que en objetivo, transformado en un engranaje de una inmensa máquina, sin pensar un instante que pueda ser disminuido. La religión, enrolada en la empresa, exalta a el rendimiento como una mística de la vida y el progreso", de donde deriva "un colectivismo de facto, querido por las élites y alegremente aceptado por la masa, al mismo tiempo que mina la autonomía del hombre y canaliza tan estrechamente su acción que, sin sufrir por ello y hasta sin saberlo, confirman ellos mismos su propia abdicación". De aquí que "ninguna protesta, ninguna reacción entre la juventud americana contra la tiranía colectiva: ella es aceptada libremente, como algo implícito, casi como si fuera justo lo que le conviene.... El beneficio que lleva es tan grande, la seguridad que depara es tan perfecta, que conduce a algo más grande que uno mismo; en este abandono aparece el misticismo, todo lo demás huye de su pensamiento”.

Es pues gracias al impulso productivo que toma cuerpo en América, casi diríamos por elección, el mismo “hombre colectivo” que, en cambio, en Rusia muestra el aspecto feroz de una imposición ejercida por una pesadilla místico-fatalista. Pero el tema, desde un punto de vista especulativo, no es sustancialmente diferente: se aquí o allí, el núcleo de la individualidad como calidad y como valor desaparecen; en ambos casos lo que se produce es la llegada de un modo de vida materializada y sin rostro.

Si América no busca, como el bolchevismo, "liquidar" todo lo que es intelectualidad, nutre, en cambio, un oculto desinterés hacia ella, casi como si se tratara de un lujo casi que impide estar absorto en las “cosas serias”, como el gel rich quick [esperar rápidamente la riqueza], el service, tal o cual manía social, etcétera. Cuando también en América acuden gracias a sus dólares, algunos exponentes de la intelectualidad europea, pues es allí donde se manifiestan los mecenazgos más generosos, todo esto muy raramente tiene una verdadera y raíz interior, y frecuentemente es, en cambio, una forma de esnobismo propio de advenedizos. En América –explica Roggero- el descubridor de un nuevo mecanismo que multiplique el rendimiento recibe más consideraciones sociales que el "señor", el «asceta", o el constructor de una nueva doctrina. En un laboratorio científico -añade Siegfried- el conjunto de los instrumentos apasionará al americano más que la la investigación en sí misma. "Dondequiera que hay algo que hacer, él se encuentra a gusto; cuando no actúa, se siente desorientado.... no le basta nunca de “ser”, siempre le hace falta de realizar, realizar de forma que se vea”.

Si América no ha prohibido, como el bolchevismo, la antigua filosofía ha hecho algo mejor; William James ha declarado que lo útil es el criterio de lo auténtico, y que el valor de cada concepto, incluso metafísico, debe ser medido por su eficacia práctica y, en último análisis, colectivo-social.

El bolchevismo ha abolido la religión. América no llega a tanto, pero sin enterarse, incluso convencida más bien de lo contrario, ya no es capaz de distinguir la “religiosidad” de lo que es realmente religioso. Ya en el protestantismo, la religiosidad, carecía de todo interés metafísico, ritual, ascético y simbólico, reduciéndose a un mero moralismo, que en los países anglosajones y sobre todo en América, trasvasan a la colectividad organizada. "La única verdadera religión nacional americana -sigue Siegfried- es el calvinismo, una concepción que convierte al grupo y no al individuo en la verdadera célula del organismo social", y dónde la misma riqueza es considerada, a los ojos propios y ajenos como una señal de la aprobación divina. Dice Siegfried: "resulta difícil discernir entre aspiración religiosa y caza de la riqueza”. El análisis que realiza sobre el núcleo católico de los Estados Unidos y sobre su eficiencia, no impide llegar a la conclusión de que "la corriente central que amenaza con arrastrar todo en América, y del que cada cual, protestante, católico o judío, sufre su atracción, es la necesidad de la realización material tangible. El objetivo de la sociedad religiosa ya no sea hacer vivir místicamente a los espíritus y a las almas, sino reclutar y organizar las energías.... Se admite como moral deseable que el espíritu religioso sea un factor de progreso social y desarrollo económico". Las virtudes relativas a una realización superior e interior son consideradas como inútiles, e incluso casi como nocivas. Realmente ¿estamos tan lejos del principio de Lenin, de "excluir cada concepción sobrenatural, extraña a los intereses de clase"? ¿No estamos, acaso en la misma línea de rebajar todos los puntos de vista al puramente humano y terrestre, que, en el fondo es lo que consiste la verdadera negación del religiosidad?

América no habla del “hombre-masa”: no habla, porque, de hecho, lo lleva contenido en su alma: el oro, la fuerza monstruosa e impersonal de un consorcio sin patria que conduce a la red inexorable de los trusts que pueblan América, que anima a las metrópolis de cemento y acero hacia la conquista del mundo y que mide a los individuos, dando a cada uno su sitio y su valor: el oro es verdaderamente el cuerpo en el que vive de forma invisible la "Bestia sin Nombre". Y aquí vale la pena tocar un punto importante: la diversidad del sentido que el dinero va adquiriendo en América respecto a lo que ha tenido siempre en Europa, partiendo de la civilización clásica y del feudalismo medieval. Aquí, el dinero fue un medio: al señor, el dinero le servía para ejercitar formas exquisitas que testimoniaron la magnificencia, la calidad, la sensibilidad por cosas diferentes y privilegiadas. En el americano, en cambio, el dinero está volviéndose un fin en sí mismo: sobre la base de la extraña desviación de la ética calvinista antes señalada, y que Max Weber ha analizado perfectamente, la conquista del dinero, el lucro y el beneficio, se realizan como una vocación y una misión, algo que casi debe ser buscada en si mismo y para sí mismo: es la ascesis capitalista. Más que poseer su dinero y ser libre con respecto a él, utilizándolo para trasmutar el poder en un sentido de majestad, el multimillonario americano casi parece un mero administrador, interiormente idéntico a cualquier empleado suyo u obrero, se limita a ser, a menudo, un instrumento impersonal y ascético cuya actividad se dedica a recoger dinero, convertirlo en rentas y ampliar el volumen de negocio en redes cada vez más amplias, que atraen a millones de seres y deciden la suerte de las naciones, mediante la fuerza impersonal del oro.

El anti-individualismo revestido con la promiscuidad comunista y los mecanismos seudo-místicos en la Rusia soviética, en América tiene, en cambio, el aspecto de la estandarización, del prohibicionismo, del conformismo, de la moralización obligatoria y organizada, como si se tratara de una fotocopia de la mentalidad jesuítica hallada por Fülop-Miller en la educación soviética. "Cada americano, se llama Wilson, Bryan o Rockfeller, es un evangelista que no puede dejar tranquila a la gente, y que constantemente tiene el deber de predicar", convencido de su obligación hacia los otros para convertirlos, purificarlos, elevarlos al nivel moral de los Estados Unidos que no dudan es el más alto. Lucha contra el alcohol o el tabaco; propaganda feminista, pacifista, antivivisección, americanización de los inmigrados, hasta el apostolado eugenésico y neomalthusiano, el espíritu siempre es el mismo, y siempre prevalece la misma la voluntad de estandarización, la intolerancia hacia quienes tienen un criterio individual y quieren disponer de su propia existencia. Y esta aptitud –tal como reconoce Siegfried con precisión- es un peligro que va más allá de lo que es simple rectitud personal. Acreedora hacia el mundo entero, todo es permitido a América: puede estrangular o socorrer a gentes y gobiernos, convencida de poderlos juzgar desde lo alto de su superioridad moral y de tener no incluso derecho, sino más bien el deber, de imponer sus lecciones y sus principios.

La comodidad (el confort) al alcance de todo, la superproducción, es el milagro de América: pero "ha pagado por ella un precio trágico, el de millones de hombres reducidos al automatismo en el trabajo. El taylorismo [Evola utiliza la palabra “fordizzazione” NdT], sin el cual no existiría la industria americana, conduce a la estandarización del individuo mismo". El crear con personalidad, el trabajo como arte, en donde cada objeto casi tiene un poco del alma de quien lo hizo, desaparece sustituido por la producción en serie, rápida, automática, desanimada, cuantitativa. Unificado el producto, se trata de unificar quien lo consume. "El teatro, el cine, el cartel, asimismo estandardizado, concurren a esta unificación sin piedad, en el que las diferencias locales y hasta las distinciones de clase tienden a reducirse y a desaparecer”.

Roggero en su correspondencia de Nueva York escribe textualmente: "Americanismo significa supresión del individuo, vida del rebaño, maquinismo, estandarización de las costumbres, supresión de los particularismos y los colores locales, uniformidad, simetría". Lo que es experimentado como complicación e interioridad, lo que es espíritu de delicadeza, de calidad y de matiz en los americanos se hace raro hasta lo increíble. Hasta en su alma están unificados, tampoco aquí quieren preocupaciones, es tan simple y natural como puede serlo una hortaliza: exorcizado cada sentido trágico de la vida, su existencia se desarrolla sin roces sobre dos dimensiones en las que puede percibirse toda su mediocridad y la uniformidad optimista-moralista de su concepción de la vida y del sentir: nos referimos a la cinematografía americana, tan admirablemente perfecta en todo aquello que es dominio de muerta técnica.

En un exhibicionismo soso, sus mujeres parecen hasta castas, sin capacidad para llegar a las “complicaciones” de la sexualidad, considerada como pecaminosa. También aquí existen paralelismo con algunos aspectos bien conocidos de las costumbres de la Rusia Soviética; el sentido de indiferenciación pre-sexual y de contaminación entre camaradas (por que cada amor soviético siempre tiene cierto matiz de incesto) tiene su paralelismo en América cuando encontramos al tipo neutral y masculinizado, de sus mujeres, en su estilo, sus costumbres y su mentalidad. La emancipación soviética de la mujer con la equiparación de todos sus derechos a los del hombre, concuerda exactamente con la realizada en América gracias al feminismo: en ambos casos se ha logrado la desintegración de la familia. El ritmo, si no es idéntico, es indudablemente análogo.

No son solamente estos los puntos comunes que podrían ser indicados en la vida y en la cultura de estos dos pueblos. Aquello con lo que el americano vibra más sinceramente que a cualquier motivo de un Bach, de un Palestrina o de un Wagner, lo expresa e incorpora a la misma lógica de la música hecha de ritmo y ruido similar a la del bolchevismo: es el jazz. En las grandes metrópolis americanas donde centenares de parejas se agitan juntos como fantoches epilépticos y automáticos a los ritmos sincopados negros de los charlestons y los blackbottoms, se percibe realmente el "estado de masas", la psique primordial del ente colectivo mecanizado que despierta. Lo mismo puede ser percibido en el delirio insensato de las competiciones deportivas americanas, realizadas con análogos objetivos a las expresiones teatralizadas de la "vida" en Rusia.

Los poetas bolcheviques que quieren colectivizar y socializar la poesía ¿no tienen quizás su precursor en el americano Walt Whitman, cantor de las muchedumbres proletarios y sin rostro? ¿No hallan quizás su tema en la última filosofía de más allá de océano el neorrealismo cuya desintegración de la individualidad de los fenómenos, de los procesos mentales y de la misma personalidad en un atomismo lógico es expuesta en volúmenes formados por el trabajo colectivo de un grupo de autores? ¿Y aquella exigencia, de desinteletualizar y pragmatizar lo bonito ha tenido quizás una más radical eficiencia que en la transformación, realizada por las razas anglosajonas, del lujo en comodidad, y en el insensible, pero preciso, absorción del criterio de elegancia y "estilo" en aquel de la "funcionalidad" en los vestidos, en las modas, en las viviendas, en todo?

Repitámoslo: en la Rusia soviética se trata de algo que permanece todavía entre tinieblas, trágico ideal de una utopía en lucha contra las costumbres asiáticas, mientras que en América temas análogos salen a la luz y al aire libre, en formas prácticas que prescinden de la ideología y de los matices mesiánicos. Al americano le falta el sentido de la renuncia fatalista, de la inminencia sobre él de la gran sombra casi personificada del “hombre colectivo”, del hombre-masa. Como hemos visto se cree, en cambio, libre a si mismo, quiere ser lo que es, y llama a su tierra, la “tierra de la libertad”. Pero nosotros europeos, pensamos acerca de esto lo mismo que Dostoiewskij dice en “Los Locos”, cuando plantea la doctrina social de Cigaleff, una verdadera anticipación profética del bolchevismo: pensamos en aquel estadio de la humanidad en que, después del tiempo necesario para una educación metódica y razonada durante generaciones, vuelven a la extirpación del "mal" constituida por el “QI” y el "libre albedrío", los hombres, no se percatan de ser esclavos, volverán a la inocencia de un nuevo Edén, diferente del bíblico por el mero hecho de se trabajarár. "El buen improvisador no precisa atar", observó Laotzé: el más profundo grado de intoxicación no reside en el que logra sentirse humillado e inútil, sino en el que ni siquiera percibe su condición de esclavo y, actuando, cree ser autónomo y espontáneo, mientras que, en realidad, nada de lo que supone el Yo, el fuego indomable de libertad infinita que sitúa más allá de cada límite y de cada forma, arde más en su sustancia interior.

Quién está fuera de este engranaje, ve. Detrás de las formas titánicas de la nueva civilización de más allá de océano, divisa asimismo el espectro de la "Bestia sin Nombre."

* * *

Dijimos pues: dos pinzas de una tenaza, desde Oriente y Occidente están cerrándose alrededor de nuestra Europa.

Si el bolchevismo ha despertado, y todavía seguirá despertando, reacciones precisas de quienes lo ven como algo mortal para toda la tradición de nuestra cultura, sin embargo, Europa, de mil manera diferentes, va padeciendo la influencia del americanismo; incluso en el ámbito de la depravación de los valores e ideales que están detrás del americanismo y que el bolchevismo conduce en la cumbre.

No podemos ilusionarnos: las medias tintas no son posibles: se trata de un mundo completo, que debemos aceptar o de rechazar en bloque. Roggero delante de América, lo ha visto de manera diferente: no se puede conservar el propio patrimonio intelectual, la misma tradición, la misma concepción del mundo él escribe y, al mismo tiempo, americanizarse. La americanización de algunos aspectos de la vida europea representa quizás una especie de caballo de Troya con el que América -acaso sin pensarlo y sin quererlo, queriéndolo en cambio nuestra debilidad- disolverá la civilización del viejo continente, en el que ya se han aposentado las ideologías comunista, pacifista, internacionalista, bolcheviques y demócrata, siembran el fermento de descomposición.

Entre las naciones europeas, se puede decir que Italia haya sido la primera que de modo más definida ha planteado una reacción y una alarma. Con el fascismo el peligro bolchevique ha sido bloqueado, y además figura entre las naciones relativamente más inmunes al mal americano. ¿Será capaz de llegar hasta el final?

Además, por largo que pueda ser el camino, no hay que olvidar el hecho que Italia es heredera de aquella tradición occidental, que más que cada otra es el anti Soviética y el anti América. Queremos hablar de la tradición mediterránea, y especialmente clásico y romana.

De la misma forma que la finalidad de la "Bestia sin Nombre" es la destrucción y la desintegración del individuo cuyo valor con respecto a la psique colectiva e impersonal es nulo, la verdad de la Tradición Romana es, en cambio, la afirmación del valor de lo individual y plantea en la individualidad la medida de la realidad. Alejada de la promiscuidad informe de las sociedades primitivas y totémicas, puede asumir por precisamente la visión aristotélica, de donde los "géneros", las "ideas" o los "universales" son considerados como potencialidades abstractas, que se manifiestan solamente en individuos que son capaces de realizarlos bajo una ley de diferenciación y originalidad irreductible. Son mera "materia" que pide al mundo de lo individual su "forma."

El mundo clásico y mediterráneo ha exaltado el sentido de la dignidad individual, de la diferencia, de la aristocracia y de la jerarquía: ha puesto por encima de todo el ideal de la cultura, en el sentido de realización del individuo, de creación de "tipos", obras vivientes de arte expresadas en personas realizadas interiormente. Y en la "autarquía" personal, florecida en el dominio soberbio de los que se poseen a sí mismos, evoca al tipo dórico y homérico cuya pureza es fuerza y cuya fuerza es pureza, ha reconocido el "virtus", verdadero germen de la relación que hace comunicar lo humano no con el humano.

Nuestro tradición no ha conocido jamás piedras atadas en el cemento inaprensible del vínculo colectivo, de la ley mecánica, del despotismo social pero valles y cumbres, fuerzas a lado de fuerzas y a fuerzas contra fuerzas, organizadas él libremente en relaciones directos y orgánicos guerreros, heroicos y sacrificales, en actos de absoluto mando y absoluta dedicación: núcleos fuertemente localizados y solarios, culminantes allá dónde el imperium fue sentido como la presencia de una fuerza por lo alto. Por lo tanto organización en sentido verdadero y viviente, no amalgama, no compuesto. Aquí el individuo está no parte impersonal, pero miembro unido directamente al todo y constituyente una función y una modalidad de vida distinguida e irreductible, que no debe ser borrada o nivelada, pero llevada a ser cada vez más perfectamente e intensamente si mismo para la mayor riqueza y determinación del gran cuerpo completamente.

Nuestra tradición ha vitoreado a los "héroes", ha celebrado a los dominadores, ha celebrado los hombres dioses. Y si, a diferencia de algunas concepciones semíticas y asiáticas, no han separado lo espiritual de este mundo terrenal, de modo inequívoco han afirmado, sin embargo, el derecho soberano de la cualidad, de la idea y de la sabiduría sobre lo que es “práctico” y condicionado, que deben dominar mediante el acto de personas realizadas en el mismo modo que el sentido domina a la palabra y el alma al cuerpo. Y en la pax profunda propiciada por la potencia romana, difunde por todo el Mare Nostrum la luminosa civilización del helenismo.

En la sensación de la unidad inmanente, despertó otros ojos, otras orejas, otros elementos de potencia, y no los conocidos por los novísimos bárbaros. En lugar de materializar y mecanizar incluso lo humano, escuchó el eco de fuerzas vivientes e inmortales en acto tras lo que los modernos llaman “materia” y “leyes mecánicas”, y estableció contactos reales con ellas por medio del ritual y del símbolo; de donde despertó en aquellos en quienes "dios se hizo carne" (en sarkì peripolòn teso), en el sentido de ser "todo en todo, compuesto por todos los poderes" (Corp. Hermet.), libre como "un mundo en el mundo" (Plotino) incluso en su no ser más que sí mismo, en la jerarquía de los seres. Y el Imperio -no la promiscuidad bolchevique, ni el federalismo o el democratismo de las modernas sociedades- coronó lógicamente esta concepción, y su jerarquía armoniosa adquirió el sentido de reflejo y símbolo de la jerarquía del mundo intelectual y divino.

Es una concepción del mundo, de las cosas, de la vida, completamente diferente, entendida, no como una abstracción filosófica, sino como algo viviente y presente en la misma sangre; trasponiéndose como significado en el seno de todas las actividades, articuladas de forma inestable, pero organizadas en torno a un eje único. La contingencia de los tiempos la ha sepultado gradualmente y la gran sombra del “Ente sin forma" supone, finalmente, su negación definitiva.

¿Estará en condiciones Italia de revivir tal tradición? ¿Será capaz de hacerla revivir incluso bajo otras formas, en otros espíritus, en otras potencias? El bolchevismo ha visto (y lo ha declarado por boca de uno de sus principales ideólogos) que "El mayor obstáculo que está ante el hombre nuevo es el mundo romano-germanico."

Si Italia, que ha recuperado en el Águila y en el Fascio los símbolos del mundo de la tradición, sabe asumir todo lo que como tradición mediterránea está detrás de este símbolo, se liberará de las contingencias de una nación particular, y ascenderá asumiendo la defensa del occidente delante del peligro americano-bolchevique.

(c) Edizioni di Ar, “I saggi della Nuova Antologia”

(c) Ernesto Milà, por la traducción en lengua española.

 

Metafísica de la Guerra.

Metafísica de la Guerra.

Biblioteca Evoliana.- Esta serie de artículos pueblos publicados en el año 1969 en la revista tradicionalista italina "ll Conciliatore". Las ideas que se encuentran contenidas en esta serie de artículos que se han reeditado en varias ocasiones con el título de "Metafísica de la Guerra", ya habían sido detalladas especialmente en "Revuelta contra el Mundo Moderno". Estos artículos son interesantes en la medida en que resumen de manera extraordinariamente precisa las distintas tradiciones guerreras y el sentido de la "guerra santa". En este sentido, tanto la recopilación como el título que la preside son extraordinariamente ajustados y precisos. Es una exposición de la doctrina de la guerra en las civilizaciones tradicionales.

 

METAFISICA DE LA GUERRA

I

El principio general al cual apelar para justificar la guerra en el plano de lo humano es el "heroismo". La guerra, según esto, ofrece al hombre la ocasión de redescubrir al héroe que anida en él. Rompe la rutina de la vida cómoda y, a través de las más duras pruebas, favorece un conocimiento transfigurante de la vida en función de la muerte. El instante final en el cual un individuo debe comportarse como un héroe es el último de su vida terrestre y pesa infinitamente más en la balanza que toda su existencia vivida monótonamente en la agitación incesante de las ciudades. Esto es lo que compensa, en términos espirituales, los aspectos negativos y destructivos de la guerra que el paternalismo pacifista pone unilateral y tendenciosamente de relieve. La guerra, estableciendo y realizando la relatividad de la vida humana, estableciendo y realizando también el derecho de un "más allá de la vida", tiene siempre un valor anti-materialista y espiritual.

Estas consideraciones tienen un peso indiscutible y dejan cortas todas las demagogias del humanitarismo, los lloriqueos sentimentales y las protestas de los paladines de los "inmortales principios" y de la internacional de los "héroes de la pluma". Mientras tanto, es preciso reconocer que para definir bien las condiciones por las cuales la guerra se presenta realmente como un fenómeno espiritual, se debe proceder a un examen ulterior, esbozar una especie de "fenomenología de la experiencia guerrera", distinguir las diferentes formas y jerarquizarlas para dar todo su relieve al punto absoluto que servirá de referencia a la experiencia heroica.

Para ello es preciso referirse a una doctrina que no tiene la estructura de construcción filosófica particular y personal, sino que es, a su manera, una referencia de hecho positiva y objetiva. Se trata de la doctrina de la cuatripartición en todas las civilizaciones tradicionales que da origen a cuatro castas diferentes: siervos, burgueses, aristocracia guerrera y detentadores de la autoridad espiritual. No debe entenderse por casta, como hace la mayoría, una división artificial y arbitraria, sino el lazo que une a los individuos de una misma naturaleza, un tipo de interés y de vocación idéntica, una cualificación original. Normalmente, una verdad y una función determinada definen cada casta y no lo contrario. No se trata pues de privilegios y de formas de vida erigidas en monopolio y basadas en una constitución social conocida, más o menos, artificialmente. El verdadero principio del que proceden estas instituciones, bajo formas históricas más o menos perfectas, es que no existe un modo único y genérico de vivir su propia vida, sino un modo espiritual, es decir, como guerrero, burgués, siervo y, cuando las funciones y reparticiones sociales corresponden ciertamente a esta articulación, según la expresión clásica, estamos ante una organización "procedente de la verdad y de la justicia".

Esta organización se convierte en jerárquica cuando implica una dependencia natural -y con la dependencia la participación- de modos inferiores de vida de aquellos que son superiores, siendo considerado como superior toda personalización de un punto de vista puramente espiritual. Solamente en este caso, existen relaciones claras y normales de participación y subordinación, como lo ilustra la análoga ofrecida por el cuerpo humano: allí donde no hay condiciones sanas y normales, cuando el elemento físico (siervos) o la vida vegetativa (el burgués), o la voluntad impulsiva y no controlada (guerreros), asumen la dirección o la decisión en la vida del hombre, aparece el caos; pero cuando el espíritu constituye el punto central y último de referencia para las facultades restantes, a las cuales no les es negada por tanto una autonomía parcial, una vida propia y un derecho diferenciado en el conjunto de la unidad, allí aparece el Orden.

Si bien no debemos hablar genéricamente de jerarquía, aunque se trate de la verdadera jerarquía en la que quien está en lo alto y dirige es verdaderamente superior, es preciso hablar y hacer una referencia a los sistemas de civilización basados en una élite espiritual y en donde el modo de vivir del siervo, del burgués y del guerrero terminan por inspirarse en este principio para la justificación de las actividades en que se manifiestan materialmente. Por el contrario, se encuentra en un estado anormal cuando el centro se desplaza y el punto de referencia no es el principio espiritual sino el de la clase servil, burguesa o simplemente guerrera. En cada uno de estos casos, si existe igualmente jerarquía y participación no se trata de algo natural. Se convierte en deformante y subversiva y termina por exceder los límites transformándose en un sistema en donde la visión de la vida, propia de un siervo, orienta y compenetra todos los elementos del conjunto social.

En el plano político, este proceso involutivo es particularmente sensible en la historia de Occidente hasta nuestros días. Los Estados de tipo aristocrático-sacral han sido reemplazados por Estados monárquico-guerreros, ampliamente secularizados y luego ellos mismos a su vez, han sido reemplazados y suplantados por Estados apoyados sobre oligarquías capitalistas (casta de los burgueses y de los mercaderes) y finalmente por tendencias socialistas, colectivistas y proletarias que han encontrado su eclosión en el bolchevismo (casta de los siervos).

Este proceso es paralelo al cambio de un tipo de civilización por otro, de un significado fundamental de la existencia a otra, si bien en cada fase particular de estos conceptos, cada principio, cada institución forma e imprime un sentido diferente, conforme a la nota preponderante.

Esto es igualmente válido para la guerra. Y he aquí como vamos a poder abordar positivamente la tarea que nos propusimos al principio de este ensayo: especificar los diversos significados que pueden asumir el combate y la muerte heroicas. Según se decante bajo el signo de una u otra casta,la guerra se justificaba por motivos espirituales, considerándose como una vía de realización sobrenatural y de inmortalización para el héroe (tema de la Guerra Santa), en el de las aristocracias guerreras se luchaba por el honor y por un principio de lealtad que no se asociaba al placer de la guerra por la guerra. Con el paso del poder a manos de la burguesía se produce una profunda transformación. El concepto mismo de nación se materializa; se crea una concepción anti-aristocrática y natural de la patria y el guerrero da paso al soldado y al "ciudadano" que lucha simplemente por defender o conquistar una tierra, estando los guerreros en general, fraudulentamente guiados por razones o primacías de orden económico o industrial. En fín,allí donde el último estadio ha podido ser alcanzado abiertamente, es en una organización en manos de siervos,tal como expresó perfectamente Lenin: "La guerra entre naciones es un juego pueril, una supervivencia burguesa que no nos atañe. La verdadera guerra, nuestra guerra, es la revolución mundial para la destrucción de la burguesía, y el triunfo de la clase proletaria".

Establecido esto, es evidente que el "héroe" puede ser denominador común que abrace los tipos y significados más diversos. Morir, sacrificar su vida, puede ser válido solamente en el plano técnico-colectivo, incluso en el plano de aquello que se llama hoy brutalmente "material humano". Es evidente que no es en tal plano donde la guerra puede reivindicar un auténtico valor espiritual para el individuo, cuando éste se presenta no como "material", sino -a la manera romana- como personalidad. Esto no se producen a no ser que exista una doble relación entre medio y fin, cuando el individuo es solo un medio en relación con la guerra y con sus fines materiales, sino simultáneamente, cuando la guerra y su entorno deriva como medio en relación con el individuo, ocasión o vía cuyo fin es la realización espiritual, favorecida por la experiencia heroica. Entonces existe síntesis, energía y máxima eficacia. En este orden de ideas y en función de eso que hemos dicho anteriormente, es evidente que todas las guerras no ofrecen las mismas posibilidades. Y ello en razón de analogías en absoluto abstractas, sino positivamente activas, según las vías, invisibles para la mayoría, que existen entre el carácter colectivo preponderante en los diferentes ciclos de civilización y el elemento que corresponde a este carácter en el todo de la entidad humana. Si la era de los mercaderes y siervos es aquella en la que predominan las fuerzas correspondientes a las energías que definen en el hombre el elemento pre-personal, físico, instintivo, telúrico o simplemente orgánico-vital, en la era de los guerreros y en la de los jefes espirituales se expresan fuerzas que corresponden respectivamente, en el hombre al carácter y a la personalidad espiritualizada, realizada según su destino sobrenatural. Según todo lo que desarrolla de trascendente en el individuo es evidente que en una guerra, la mayoría no puede más que sentir colectivamente el despertar correspondiente, más o menos, con la influencia preponderante de esa guerra. En función de cada caso, la experiencia heroica conduce a puntos diversos y, sobre todo, de tres formas.

En el fondo, corresponden a las tres posibilidades de relación que pueden verificarse por la casta guerrera y su principio respecto a las otras articulaciones ya examinadas. Puede verificarse el estado normal de una subordinación al principio espiritual, en donde el heroismo como desencadenamiento conduce a la supra-vida y a la supra-personalidad. Pero el principio guerrero puede ser un fin en sí rechazando reconocer aquello que hay de superior en él, entonces la experiencia heroica dará lugar a un tipo "trágico", arrogante y templado como el acero, pero sin luz. La personalidad permanece -está incluso reforzada- como le ordena el límite de su lado naturalista y humano. Siempre este tipo de héroe ofrece una cierta garantía de grandeza y naturalmente, para los tipos jerárquicamente inferiores, "burgueses" o "siervos", este heroismo y esta guerra significan superación, elevación, y realización.

El tercer caso se refiere al principio guerrero degradado, al servicio de elementos jerárquicamente inferiores (última casta). Aquí la experiencia heroica se alínea casi fatalmente con una evocación, un desencadenamiento de fuerzas instintivas, personales, colectivistas, irracionales, provocando finalmente una lesión y una regresión en la personalidad del individuo, el cual, rebajado a tal nivel, está condicionado a vivir el acontecimiento de manera pasiva o bajo la sugestión de impulsos pasionales. Por ejemplo, las célebres novelas de Eric María Remarque no reflejan más que una posibilidad de este género: gentes llevadas a la guerra por falsos idealismos constatan que la realidad es otra cosa. No desertan o abandonan, pero en medio de terribles pruebas, son sostenidos por fuerzas elementales, impulsos instintivos, reacciones apenas humanas, sin conocer un solo instante de luz.

Para preparar una guerra, tanto en el plano material como en el espiritual, es preciso ver clara y firmemente todo esto, afín de poder orientar almas y energías hacia la solución más elevada, la única que conviene a las ideas tradicionales. Luego sería preciso espiritualizar el principio guerrero. El punto de partida podría ser el desarrollo virtual de una experiencia heroica en el sentido de la más elevada de las tres posibilidades que hemos analizado.

Mostrar como esta posibilidad, más alta, más espiritual, ha sido plenamente vivida en las grandes civilizaciones que nos han precedido ilustrando así su aspecto constante y universal es algo que no depende de la simple erudición. Es precisamente lo que nos proponemos hacer a partir de las tradiciones propias a la romanidad antigua y medieval.

II

Hemos visto como el fenómeno del heroísmo guerrero ha podido revestir varias formas y obedecer a diferentes significados una vez fijados los valores de auténtica espiritualidad que lo diferencian profundamente.

Por ello vamos a comenzar examinando ciertas concepciones relativas a las antiguas tradiciones romanas.

En general, no hay más que un concepto laico del valor de la romanidad en la antigüedad. El romano no fue más que un soldado en el sentido estricto de la palabra y gracias a sus virtudes militares unidas a una feliz concurrencia de circunstancias hubo conquistado el mundo.

Antes que nada, el romano alimentaba la íntima convicción de que Roma, su "Imperium" y su "Aeternitas" se debían a fuerzas divinas. Para considerar esta convicción romana bajo un ángulo exclusivamente "positivo", es preciso sustituir esta creencia por un misterio: misterio de como un puñado de hombres, sin ninguna necesidad de "tierra" o "patria", sin estar poseídos por ninguno de estos mitos o pasiones que tanto acarician los modernos y con las que justifican la guerra y promueven acciones heroicas, sino bajo un extraño e irresistible impulso, fueron arrastrados cada vez más lejos, de país en país, reduciéndolo todo a una "ascesis de poderío". Según testimonios de todos los clásicos, los primeros romanos eran muy religiosos -"nostri maiores religiosissimi mortales"- pero esta religiosidad no permanecía sólo dentro de una esfera abstracta y aislada desbordada en la práctica hacia el mundo de la acción y en consecuencia , abarcaba también la experiencia guerrera.

Un colegio sagrado formado por los "Festivos" presidía en Roma un sistema bien determinado de ritos que servían de contrapartida mística a cualquier guerra, desde su declaración hasta su conclusión. De una manera general, es cierto que uno de los principios del arte militar romano era evitar librar batallas antes que los signos místicos hubiesen, por así decirlo, indicado el "momento".

Con las deformaciones y prejuicios de la educación moderna no se querrá ver en esto más que una superestructura extrínseca hecha a base de un fatalismo extravagante. Pero no era ni lo uno ni lo otro. La esencia del arte augural practicado por el patriciado romano, así como otras disciplinas análogas de carácter más o menos idéntico en el ciclo de las grandes civilizaciones indo- europeas no era descubrir el "destino" a base de una supersticiosa pasividad, sino, por el contrario, descubrir por adelantado los puntos de conjunción con influencias invisibles, para concentrar las fuerzas de los hombres y hacerlas más poderosas, actuando igualmente sobre el plano superior con el fin de barrer, cuando la concordancia era perfecta, todos los obstáculos y resistencias en el plano material y espiritual. Es difícil, pues, a partir de eso, dudar del valor romano, la ascesis romana de la potencia no era sólo en su contrapartida espiritual y sacra, instrumento de la grandeza militar y temporal, sino también un contacto y una unión con las fuerzas superiores.

Si fuese este el momento, podríamos citar numerosa documentación para basar esta tesis. Nos limitaremos sin embargo a recordar que la ceremonia del triunfo tuvo en Roma un carácter mucho más religioso que laico-militar y numerosos elementos permiten deducir que el romano atribuía la victoria de sus "duces" más a un fuerza trascendente, que se manifestaba real y eficazmente a través de ellos en su heroismo e incluso por medio de su sacrificio (como en el rito de la "devotio" en el que los jefes se inmolaban), que a sus cualidades simplemente humanas. De esta forma, el vencedor, revistiendo la "dignitas" del Dios capitolino supremo, a parte del triunfo, se identificaba con él, era su imagen, e iba a depositar en las manos de éste el laurel de su victoria, en homenaje al verdadero vencedor.

En fin, uno de los orígenes de la apoteosis imperial, el sentimiento que bajo la apariencia del Emperador se escondía un "numen" inmortal, está incontestablemente derivado de la experiencia guerrera: el "Imperator", originariamente era el jefe militar aclamado sobre el campo de batalla en el momento de la victoria, pero en ese instante aparecía también como transfigurado por una fuerza llegada de lo alto, terrible y maravillosa, que daba la impresión del "numen". Esta concepción, por otro lado, no es exclusivamente romana, se la encuentra en toda la antigüedad clásico-mediterránea y no se limitaba a los generales vencedores, se extendía a los campeones olímpicos y a lo supervivientes de los combates sangrientos del circo. En Hélade, el mito de los Héroes se confunde con las doctrinas místicas, como el orfismo, identificando al guerrero vencedor con el iniciado, vencedor de la muerte.

Testimonios precisos sobre un heroismo y un valor emanaban más o menos conscientemente de las vías espirituales, benditos no solo por las conquistas materiales y gloriosas a donde conducían, sino también por su aspecto de evocación ritual y de conquista espiritual.

Pasemos a otros testimonios de esta tradición que, por su naturaleza, es metafísica y en donde, en consecuencia, el elemento "raza" no puede tener más que una parte secundaria y contingente. Decimos eso, pues más adelante trataremos de la "Guerra Santa" que fue practicada en el mundo guerrero del Sacro Imperio Romano-Germánico. Esta civilización se presentaba como un punto de confluencia creadora de tres elementos romano uno, cristiano otro y, un último, nórdico.

Respecto al primero, ya hemos hecho alusión a él en el contexto que nos interesa. El elemento cristiano se manifestará bajo los rasgos de un heroismo caballeresco supranacional con las cruzadas. Queda el elemento nórdico. Con objeto de que nadie se llame a engaño al respecto, señalamos que se trata de un carácter esencialmente suprarracial, por lo tanto incapaz de valorizar o denigrar un pueblo en relación a otro. Para hacer alusión a un plano en el cual nos autoexcluimos de momento, nos limitaremos a decir que en las evocaciones nórdicas más o menos frenéticas que se celebran hoy en día "ad usum delphini" en la Alemania Nazi, por sorprendente que pueda parecer, se asiste a una deformación y a una depreciación de las auténticas tradiciones nórdicas tal como fueron originariamente y tal como se perpetuaron en los Príncipes que tenían por gran honor el poder denominarse "Romanos" aun no siéndolo de raza. Por el contrario, para numerosos escritores "racistas" de hoy, "nórdico" no significa más que "anti-romano" y "romano" tendría más o menos un significado equivalente a "judío".

Dicho esto, es interesante reproducir una significativa fórmula guerrera de la tradición celta: "Combatid por vuestra tierra y aceptad la muerte si es preciso: pues la muerte es una victoria y una liberación del alma". Idéntico concepto corresponde en nuestras tradiciones clásicas a la expresión "mors triunphalis". En cuanto a la tradición realmente nórdica nadie ignora lo relacionado con el Walhalla (literalmente: reino de los elegidos). El Señor de este lugar simbólico es Odín-Wotan que nos aparece en la Ynglingasaga, como aquel que, por su sacrificio simbólico en el "árbol del mundo", habría indicado a los héroes el modo de esperar el divino descanso en el lugar donde se vive eternamente sobre una cima luminosa y resplandeciente, más allá de las nubes. Según esta tradición, ningún sacrificio, ningún culto eran tan gratos a Dios, ni más ricos en recompensa en el otro mundo, como aquel realizado por el guerrero que combate y muere luchando. Aún hay más: el ejército de los héroes muertos en combate debe reforzar la falange de los "héroes celestes" que luchan contra el Ragna-rök, es decir, contra el destino del "obscurecimiento de lo divino" que, según las enseñanzas, como en el caso de las clásicas (Hesíodo) pesa sobre el mundo desde las edades más remotas. Encontramos este tema bajo formas diferentes en las leyendas medievales concernientes a la "ultima batalla" que librará el emperador jamás muerto. Aquí, para percibir el elemento universal, tenemos que sacar a la luz la concordancia de antiguos conceptos nórdicos (que, digamos de paso, Wagner desfiguró con su romanticismo ampuloso, confuso y teutónico) con las antiguas concepciones iranias y persas. Algunos se sorprenderán al saber que las famosas Walkirias no son quienes recogen las almas de los guerreros destinados al Walhalla, sino la personificación de la parte trascendente de estos guerreros cuyo equivalente exacto son las fravashi que en la tradición irano-persa están representadas como mujeres de luz y vírgenes arrebatadas de las batallas. Personifican más o menos a fuerzas sobrenaturales en que las fuerzas humanas de los guerreros "fieles al Dios de la Luz" pueden transfigurarse y producir un efecto terrible y turbulento en las acciones sangrientas. La tradición irania contenía igualmente la concepción simbólica de una figura divina, Mithra, concebida como el "guerrero sin sueño", que al frente de las fravashi de sus fieles, combate contra los emisarios del dios de las tinieblas, hasta la aparición del Saoshyant, señor de un reino que ha de llegar de "paz triunfal".

Estos elementos de la antigua tradición indo-europea repiten siempre los temas de la sacralidad de la guerra y del héroe que no muere realmente, sino que pasa a ser soldado de un ejército místico en una lucha cósmica, interfiriendo visiblemente con los elementos del cristianismo que puede asumir la divisa "Vita est militia super terram" y reconocer que no solamente con la humildad, caridad, esperanza y demás, sino también con una especie de violencia -la afirmación heroica- es posible acceder al "Reino de los Cielos". Es precisamente de esta convergencia de temas como la nación la concepción espiritual de la "gran guerra" propia de la Edad Media de las Cruzadas y que vamos a analizar decantándonos por adelantado sobre el aspecto interior individual siempre actual de estas enseñanzas.

III

Examinamos de nuevo las formas de la Tradición heroica que permiten a la guerra asumir el valor de una vía de realización espiritual en el sentido más riguroso del término, es decir, de justificación y finalidad trascendental. Ya hemos hablado de las concepciones que, desde este punto de vista, fueron las del antiguo mundo romano. Luego hemos dado un vistazo a las tradiciones nórdicas y al carácter inmortalizante de toda muerte realmente heroica sobre el campo de batalla.

Nos hemos referido necesariamente a estas concepciones para llegar al mundo medieval, a la Edad Media como civilización resultante de la antítesis de tres elementos: el primero romano, seguido del nórdico y finalmente del elemento cristiano. Nos proponemos ahora examinar la idea de la sacralidad de la guerra, tal como fue concebida y cultivada a lo largo de la Edad Media.

Evidentemente deberemos referirnos a las Cruzadas tomadas en un significado más profundo, es decir, no reducidas a determinismos económicos o étnicos, como suelen hacer los historiadores materialistas y mucho menos a un fenómeno de simple superstición y de exaltación religiosa, tal como pretenden algunos espíritus "avanzados", dejándolo en fin como un fenómeno simplemente cristiano.

Sobre este último punto no hemos de perder de vista la relación justa entre fin y medio. Se dice también que en las Cruzadas la fe cristiana se sirvió del espíritu heroico y de la caballería occidental, cuando precisamente fue todo lo contrario. La fe cristiana y sus fines relativos y contingentes de lucha religiosa contra el "infiel, de "liberación del Templo" y de "Tierra Santa", no fueron más que los medios que permitieron al espíritu heroico manifestarse, afirmarse, realizarse en una especie de ascesis distinta de la contemplación, pero no menos rica en frutos espirituales. La de los caballeros que dieron sus fuerzas y su sangre por la "guerra santa" no tenían más que una idea y un conocimiento teologal de lo más vago sobre la doctrina por la cual combatían.

Por otra parte, el contexto de las Cruzadas era rico en elementos susceptibles de conferir un valor y un significado superiores. A través de las vías del subconsciente, mitos trascendentales reafloran en el alma de la caballería medieval: la "conquista de la "Tierra Santa" situada "más allá de los mares" presenta, en efecto, infinitamente más referencias reales que las supuestas por los historiadores con la antigua saga según la cual "en el lejano oriente, en donde se alza el sol, se encuentra la ciudad sagrada en donde la muerte no reina sino que los valerosos héroes que saben esperarla gozan de una celestial serenidad y de una vida eterna". Por encontrar otra analogía diremos que la lucha contra el Islam revistió, por su naturaleza, desde el principio, el significado de una prueba ascética.

"No se trata de combatir por los reinos de la tierra -escribió Kluger, el célebre historiador de las Cruzadas- sino por el reino de los cielos; las Cruzadas no tuvieron como resorte a los hombres sino a Dios, (...) no se deben pues considerar como el resto de los acontecimientos humanos". La guerra santa debía, según la expresión de un antiguo cronista, compararse "con el bautismo semejante al fuego del purgatorio antes de la muerte". Los Papas y los predicadores comparaban simbólicamente aquellos que morían en las Cruzadas con el "oro tres veces ensayado y tres veces purificado por el fuego" que podía conducir al Dios supremo".

"No olvidéis jamás este oráculo -decía San Bernardo- ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. Qué gloria para vosotros salir de la confrontación cubiertos de laureles.Pero qué alegría más grande la de ganar sobre el campo de batalla una corona inmortal... Oh, condición afortunada, en la que se puede afrontar la muerte sin temor, incluso desearla con impaciencia y recibirla con el corazón firme". La gloria absoluta estaba prometida al cruzado - gloria asolue, en provenzal- pues, a parte de la imagen religiosa se le ofrecía la conquista de la supravida, del estado sobrenatural de la existencia. Así Jerusalén, fin codiciado de la conquista, se presentaba simbólicamente, como ciudad celeste e inmaterial, pero también como una ciudad terrestre, es decir, que ante este doble aspecto la Cruzada tomaba un valor interior, independiente de todos sus aparatos, sus soportes y sus motivaciones aparentes.

Por lo demás, fueron las órdenes de caballería quienes ofrecieron el tributo más grande a las Cruzadas, con la Orden del Temple y la de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, compuestas por hombres que, como el monje cristiano, tendían a despreciar la vanidad de esta vida; en tales órdenes se encontraban guerreros fatigados por el mundo, que habían visto y gustado de todo, prestos a una acción total que no sostenían ningún interés por la vida material temporal ni por la política ordinaria, en el sentido más estricto. Urbano II se dirigió a la caballería como a la comunidad supranacional de aquellos "dispuestos a partir hacia donde estallara una guerra, a fin de llevar el terror de sus armas para defender el honor y la justicia"... con más razón debían escuchar y atender la llamada de las Cruzadas y de la "Guerra Santa", guerra que, según la apropiación de uno de los escritores de la época, no tiene por recompensa un feudo terrestre, revocable y contingente, sino un "feudo celeste".

Pero el desarrollo mismo de las Cruzadas, en capas más amplias y en el plano ideológico general provocó una purificación y una interiorización del espíritu de iniciativa. Tras la convicción inicial de que la guerra por la "verdadera" fe no podía tener más que una salida victoriosa, los primeros fracasos militares sufridos por los ejércitos cruzados fueron un foco de sorpresas y asombro, pero a la postre sirvieron, no obstante, para sacar a la luz su aspecto más elevado.

El resultado desastroso de una Cruzada era comparado por los clérigos de Roma al destino de la virtud desgraciada que no es juzgada y recompensada más que en función de otra vida. Y esto anunciaba el reconocimiento de algo superior tanto en la victoria como en derrota, la colocación en el primer plano del aspecto propio a la acción heroica cumplimentada independientemente de los frutos visibles y materiales, casi como una ofrenda transformando el holocausto viril de toda la parte humana en "gloria absoluta" inmortalizante.

Es evidente que de esta manera se debía terminar por esperar un plano, por así decir, supratradicional, tomando la palabra "tradición" en su sentido más estrecho, más histórico y religioso. La fe religiosa en particular, los fines inmediatos, el espíritu antagonista, se convertían entonces como lo es la naturaleza variable de un combustible destinado solamente a producir y alimentar una llama. El punto central seguía siendo el valor santo de la guerra, pero se prefiguraban igualmente la posibilidad de reconocer que aquellos que inicialmente eran adversarios, parecían atribuir a este combate el mismo significado.

Este es uno de los elementos gracias al cual los Cruzados sirvieron, a pesar de todo, para facilitar un intercambio cultural entre el Occidente gibelino y el Oriente árabe (punto de reencuentro, a su vez, de elementos tradicionales más antiguos), pues la tendencia a esta convergencia va más allá de lo que la mayoría de los historiadores han demostrado hasta el presente. Las órdenes de caballería árabes, análogas a las occidentales en el plano de la ética, las costumbres y la simbología, se encontraron frente a las órdenes de caballería cristianas, y por ello la "guerra santa" que había dirigido a las dos civilizaciones, una contra otra en nombre de sus religiones respectivas, permitió igualmente su reencuentro y hablando en nombre de dos creencias diferentes, cada una terminó por dar a la guerra un valor espiritual análogo.

A partir de este momento, fuerte en su fe, el caballero árabe se elevó; se elevó al mismo nivel supratradicional que el caballero cruzado mediante su ascetismo heroico.

Este es otro punto a aclarar. Aquellos que juzgan las Cruzadas remitiéndolas a uno de los episodios más extravagantes de la "oscura" Edad Media, no suponen que lo que definen como "fanatismo religioso" es la prueba tangible de la presencia y de la eficacia de una sensibilidad y de un tipo de decisión cuya ausencia caracteriza la barbarie auténtica, ya que el hombre de las Cruzadas sabía todavía dirigirse, combatir y morir por un motivo que, en su esencia, era suprapolítico y suprahumano. Se asociaba así a una unión basada no sobre lo particular sino sobre lo universal.

Naturalmente no puede confundirse esto pensando que la motivación trascendente pudiera ser una excusa para hacer al guerrero indiferente, negligente a los deberes inherentes a su pertenencia a una raza y a una patria. Por el contrario, esencialmente se trataba de significados profundamente diferentes según los cuales, acciones y sacrificios pueden ser vividos y vistos desde el exterior, siendo absolutamente los mismos.

Existe una diferencia radical entre quien hace simplemente la guerra y quien, por el contrario, en la guerra hace también la "Guerra Santa", viviendo una experiencia superior, deseada, deseable y esperada para el espíritu. Si tal diferencia es, ante todo, interior, bajo el impulso de todo lo que interiormente tiene una fuerza, traduciéndose también hacia el exterior, derivando efectos, sobre otros planos y, más particularmente, en los términos de "irreductibilidad" del impulso heroico: quien vive espiritualmente el heroismo está cargado de una tensión metafísica, estimulado por un aliento cuyo objeto es "infinito" y superará siempre aquello que anima a quien combate por necesidad, por oficio o bajo el impulso de instintos o sugestiones.

En segundo lugar, quien combate en una "Guerra Santa" espontáneamente se sitúa más allá de todo particularismo, viviendo un clima espiritual que, en un momento dado, puede muy bien dar nacimiento a una unidad supranacional de acción. Es precisamente esto lo que se verificó en las Cruzadas, cuando príncipes y jefes de todos los países se unieron para la empresa heroica y santa, más allá de sus intereses particulares y utilitarios y de las divisiones políticas, realizando por vez primera una unidad europea conforme a su civilización común y al principio mismo del Sacro Imperio Romano Germánico.

Si debemos abandonar el "pretexto" y aislar lo esencial de lo contingente, encontraremos un elemento precioso que no se limita a un período histórico determinado. Rechazar, conducir la acción sobre un plano "ascético", justificarla también en función de este plano, significa separar todo antagonismo condicionado por la materia, preparar el lugar de las grandes distancias y los amplios frentes, para redimensionar, poco a poco, los fines exteriores de la acción en su nuevo significado espiritual: tal como se verifica cuando no es sólo por un país o por ambiciones temporales que uno combate, sino en nombre de un principio superior de civilización, de una tentativa de eso que, por ser metafísico, nos hace ir hacia delante, más allá de todo límite, más allá de cualquier peligro y de no importa que destrucción.

IV

No se encontrará extraño que tras haber examinado un conjunto de tradiciones occidentales relativas a la guerra santa, es decir, a la guerra como valor espiritual, nos propongamos ahora examinar este concepto tal como ha sido formulado por la tradición islámica. En efecto, nuestro fin, tal como hemos señalado en varias ocasiones, es poner de relieve el valor objetivo de un principio a través de la demostración de su universalidad, de su conformidad quid ubique, quiod ad imnibus et quod semper. Solamente así, se puede tener la sensación de que ciertos valores tienen una categoría absolutamente diferente de lo que pueden pensar unos y otros, sino también que en su esencia son superiores a las formas particulares que han asumido para manifestarse en las tradiciones históricas. Contra más se reconozca la correspondencia interna de estas formas y su principio único, más se podrá profundizar en su propia tradición, hasta poseerla y comprenderla íntegramente partiendo de su punto original y especialmente metafísico.

Históricamente es preciso subrayar que la tradición islámica, en el tema que nos interesa, es de alguna manera heredera de la persa, es decir, de una de las más altas civilizaciones indo- europeas. La concepción mazdeista del Dios de la Luz y de la existencia sobre la tierra como una lucha incesante para arrancar seres y cosas al poder del anti-dios, es el centro de la visión persa de la vida. Es precisamente capital considerarla como la contrapartida metafísica y el fondo espiritual de las hazañas guerreras en cuyo apogeo tuvo lugar la edificación persa del imperio del "Rey de Reyes". Tras la caida de la civilización árabe medieval, bajo formas más materiales y en ocasiones exasperadas, pero sin anular jamás el motivo original de la espiritualidad islámica, todos estos contenidos subsistieron.

Así nos referiremos a tradiciones de éste género, sobre todo porque ponen de manifiesto un concepto muy útil para aclarar ulteriormente el orden de ideas que nos proponemos exponer. Se trata del concepto de la "Guerra Santa", distinto de la "pequeña guerra", pero al mismo tiempo ligada a esta última según una correspondencia particular. La distinción se basa en un hadith del Profeta, el cual, llegado de una expedición guerrera había dicho: "Hemos vuelto de la pequeña guerra santa para la gran guerra santa".

La "pequeña guerra" corresponde a la guerra exterior, a la que, siendo sangrienta,se hacía con armas materiales contra el enemigo, contra el "bárbaro", contra una raza inferior frente a la cual se reivindicaba un derecho superior o en fin, cuando la empresa estaba dirigida por una motivación religiosa, contra el "infiel". Por terribles y trágicas que puedan ser las incidencias, por monstruosas como sean las destrucciones no deja de ser menos cierto que esta guerra, metafísicamente, es siempre la "pequeña guerra". La "Gran Guerra Santa" es, al contrario, de orden interior e inmaterial,es el combate que se libra contra el enemigo, el "bárbaro" o el "infiel" que cada uno abriga en sí y que ve aparecer en sí mismo en el momento en que ve sometido todo su ser una ley espiritual: tal es la condición para esperar la liberación interior, la "paz triunfal" que permite participar en ella a aquel que está más allá de la vida y de la muerte, pues en tanto que deseo, tendencia, pasión, debilidad, instinto y lasitud interior, el enemigo que está en el hombre debe ser vencido, quebrado en su resistencia, encadenado, sometido al hombre espiritual.

Se dirá que esto es simplemente ascetismo. La Gran Guerra Santa es la ascesis de todos los tiempos. Y alguno estará tentado de añadir: es la vía de aquellos que huyen del mundo y que, con la excusa de una lucha interior se transforman en un tropel de pacifistas. No es nada de todo esto. Tras la distinción entre las dos guerras, expongamos ahora su síntesis. Lo propio de las tradiciones heróicas es prescribir la "pequeña guerra", es decir, la verdadera guerra, sangrienta, como un instrumento para la "Gran Guerra Santa", hasta el punto de que, finalmente, las dos no terminan siendo más que una sola cosa.

Así, en el Islam, "guerra Santa", guiad y "Vía de Dios" son utilizados indiferentemente. Quien combate lo hace sobre la "Vía de Dios". Un célebre hadith característico de esta tradición dice: "La sangre de los Héroes está más cerca del Señor que la tinta de los sabios y las oraciones de los devotos". Aquí también, como en las tradicionales de las que ya hemos hablado, la acción asume el exacto valor de una superación interior y de acceso a una vida liberada de la obscuridad, de lo contingente, de la incertidumbre y de la muerte. En otros términos, las situaciones y los riesgos inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición del "enemigo interior", el cual, en tanto que instinto de conservación, dejadez, crueldad, piedad o furor ciego, sirve como aquello que es preciso vencer en el acto mismo de combatir al enemigo exterior. Esto muestra que el aspecto central está constituido por la orientación interior, la permanencia inquebrantable de aquello que es espíritu en la doble lucha: sin participación ciega, ni transformación en una brutalidad desencadenada, sino, por el contrario, dominio de las fuerzas más profundas, control para no estar jamás arrastrado interiormente sino permaneciendo siempre como dueño de sí mismo, lo que permite afirmarse más allá de cualquier límite. Abordaremos ahora una imagen de otra tradición en donde esta situación está representada por un símbolo característico: un guerrero y un ser divino impasible, el cual, sin combatir, sostiene y conduce al soldado junto al cual se encuentra sobre el mismo carro de combate. Es la personificación de la dualidad de los principios que el verdadero héroe posee, ya que las emanaciones tienen siempre algo de eso sagrado de lo que es portador. En la tradición islámica, se lee en uno de sus textos: "El combate es la vía de Dios (es decir, la guerra santa) aquel que sacrifica la vida terrestre por la del más allá, combate por la vía de Dios, ya resulte muerto o vencedor y recibirá una inmensa recompensa". La premisa metafísica según la cual se prescribe: Combatid según la guerra santa a aquellos que hagan la guerra", "matadles donde los encontréis y aplastadlos", "no os mostréis débiles, no les invitéis a la paz", pues "la vida terrestre es solamente fuego que se extingue" y "quien se muestra avaro no es avaro más que consigo mismo". Este último principio evidentemente puede compararse a aquel otro evangélico: "El que quiere salvar su propia vida la perderá y quien la pierda obtendrá la vida eterna", confirmado por este texto: "?Qué hicisteis vosotros que creéis cuando se os ordenó: descended a la batalla para la guerra santa? Os quedasteis inmóviles. Habéis, pues, preferido este mundo a la vida futura" por lo tanto "vosotros ?esperáis de nosotros recompensa y no las dos supremas, victoria o sacrificio?"

Este otro fragmento es digno de atención: "La guerra os ha sido ordenada, aunque os disguste. Pero algo que es bueno para vosotros puede disgustaros y gustaros lo que es malo. Dios sabe, entonces que vosotros no sabéis nada".

Aquí tenemos una especie de "amor fati", una intuición misteriosa, evocación y realización heroica del destino, con la íntima certeza de que, cuando hay "intención justa", cuando la inercia y la lasitud son vencidas, al álito va más allá de la propia vida y de la de los otros, más allá de la felicidad y de las aflicciones guiando en el sentido de un destino espiritual y de una sed de existencia absoluta, dando nacimiento a una fuerza de la que no podrá carecer el fin absoluto. La crisis de una muerte trágica y heroica se vuelve una contingencia sin interés, lo que, en términos religioso está expresado así: "Para aquellos que mueren en la vía de Dios (en la Guerra Santa) su realización no se perderá. Dios los guiará y dispondrá de su alma haciéndolos entrar en el paraíso revelado".

De esta manera el lector se encuentra de nuevo con ideas expuestas anteriormente, basadas en las tradiciones clásicas o nórdico- medievales relativas a una inmortalidad privilegiada reservada a los héroes, los únicos que, según Hesiodo, habitan en las islas simbólicas en las que se desarrolla una existencia luminosa e intangible a imagen de la de los dioses olímpicos. En la tradición islámica existen frecuentemente alusiones al hecho de que ciertos guerreros, muertos en combate no estarían realmente muertos, afirmación no simbólica sino real, como también es real la existencia de ciertos estados supra-humanos, separados de las energías y de los destinos de los vivientes. Es cierto que aun hoy y precisamente en España e Italia, los ritos por los cuales una comunidad guerrera declara "presentes" a sus muertos en el campo del honor ha conseguido una fuerza singular. Es la idea del héroe que no está verdaderamente muerto, como la de los vencedores que, a la imagen del César romano, permanecen como "vencedores perpetuos" en el centro de la raza.

V

Finalizaremos este breve estudio consagrado a la guerra como valor espiritual, refiriéndonos a una última tradición del ciclo heroico indo-europeo, el Bhagavad-Gita, el más célebre texto seguramente de la antigua sabiduría hindú, escrito esencialmente para la casta guerrera.

Su elección no es arbitraria y no se debe en absoluto al exotismo. Al igual que la tradición islámica nos ha permitido formular, en lo universal, la idea de la "guerra santa", contrapartida posible y alma de una guerra exterior, la tradición transmitida por el texto hindú nos permitirá encuadrar definitivamente nuestro tema de análisis en una visión metafísica.

En un plano más exterior, está referencia al Oriente hindú, nos parece igualmente útil para rectificar las opiniones y los criterios, así como la comprensión supratradicional, pues tales son los fines que perseguimos. Durante mucho tiempo han prevalecido las antítesis artificiales entre Oriente y Occidente: artificiales porque están basadas en el último Occidente, en el Occidente moderno y materialista que, finalmente, tiene muy poco que ver con el que le precedió, con la verdadera y gran civilización occidental. El Occidente moderno se opone tanto al Oriente como al antiguo Occidente. Si nos remitimos a los tiempos antiguos encontraremos efectivamente un patrimonio étnico y cultural ampliamente común, que corresponde a un único denominador indo-europeo. Las formas originales de vida, de espiritualidad, de instituciones de los primeros colonizadores de la India y del Irán tienen muchos puntos de contacto con aquellos pueblos helénicos y nórdicos e incluso con los antiguos romanos.

Vamos a abordar ahora las tradiciones que nos dan un ejemplo de la afinidad de la concepción espiritual común del combate, de la acción y de la muerte heroica, contrariamente a la idea recibida que nos hace pensar, al oír hablar de la civilización hindú, en el nirvana, el fakirismo, la evasión del mundo, y la negación de los "valores de la personalidad".

El Bhagavad-Gita está construido en forma de diálogo entre un guerrero, Arjuna y un dios, Khrisna, su maestro espiritual. El diálogo tiene lugar con ocasión de una batalla en la que Arjuna vacila en lanzarse a la acción frenado por escrúpulos humanitarios. Interpretados en clave esotérica, estas dos figuras de Arjuna y Khrisna no son, en realidad, más que una sola, pues representan las dos partes del ser humano: Arjuna, el principio de la acción, Khrisna el del conocimiento trascendente. El diálogo se transforma en una especie de monólogo con una finalidad tanto de clarificación interior y resolución heroica como espiritual del problema de la acción guerrera que se había impuesto a Arjuna en el mismo momento de descender al campo de batalla.

Pues la piedad que impide al guerrero combatir cuando descubre en las filas enemigas a viejos amigos y a algunos parientes, es calificada por Khrisna (el principio espiritual) de trastorno indigno de los arios que cierra las puertas del Cielo y solo depara la vergüenza. De esta manera surge el tema que ya habíamos encontrado a menudo en las enseñanzas tradicionales de Occidente: "Si mueres ganarás el cielo; si lograr la victoria, poseerás la tierra... levántate, hijo de Kunti para combatir firme y resuelto".

Al mismo tiempo que se perfila el tema de una "guerra interior" que es preciso llevar contra sí mismo: "Sabiendo pues que la razón es más fuerte, afírmate en ti mismo y mata al enemigo de las formas mutables". El enemigo exterior tiene por paralelo a un enemigo interior, que es la pasión, la sed animal de la vida. He aquí como es definida la justa orientación: "Refiere en mí todas las obras, piensa en el Alma Suprema; y sin esperanza, sin inquietud de ti mismo, combate sin un ápice de tristeza".

Es preciso asaltar la llamada a la lucidez, supraconsciente, supra-apasionada de heroismo, que no debe pasar desapercibida en este fragmento donde se subraya el carácter de pureza, de absoluto, que debe tener la acción y que solo puede tener en términos de "guerra santa": "Ten por igual placer y plenitud, ganancia y pérdida, victoria y derrota y sé íntegro en la batalla: así evitarás el pecado". De esta forma se impone la idea de un "pecado" referido a un estado de voluntad incompleta y de acción, interiormente todavía alejado de la elevación en relación a la cual la vida significa poco, tanto la propia como la de los otros y en donde ninguna medida humana tiene valor. Si se permanece en este plano, el anterior texto ofrece consideraciones de orden absolutamente metafísico, intentando demostrar como en tal nivel, termina por actuar sobre el guerrero una fuerza más divina que humana. La enseñanza que Khrisna (principio del conocimiento) dispensa a Arjuna (principio de la acción) para poner fin a sus vacilaciones, tiende sobre todo a realizar la distinción entre lo que es incorruptible como espiritualidad absoluta y lo que existe solo de una manera ilusoria como elemento humano y material: "Aquel que no es, no puede ser y aquel que es no puede dejar de ser (...) se sabe indestructible aquel por quién ha sido desarrollado este universo (...) quien cree que mata o que es muerto se equivoca; no mata, no es muerto, ni siquiera cuando se mata el cuerpo (...) combate pues, oh Bharata".

Pero eso no es todo. A la conciencia de la irrealidad metafísica de lo que se puede perder o hacer perder, como vida caduca o cuerpo mortal, conciencia que encuentra su equivalente en una de las tradiciones que ya hemos examinado, donde la existencia humana es definida como "juego y frivolidad", se asocia la idea de que el espíritu, en su absoluto, en su trascendencia ante todo lo que es limitado e incapaz de superar este límite, no puede presentarse más que como una fuerza destructora. Es por ello que se plantea el problema de ver en qué términos en el ser, instrumento necesario de destrucción y muerte, el guerrero puede evocar al espíritu, justamente bajo ese aspecto, hasta el punto de identificarse a él.

El Bhagavad-Gita nos lo dice exactamente cuando el dios declara: "Yo soy la virtud de los fuertes exenta de virtud y deseo (...) en el fuego el esplendor; la vida en todos los seres; la continencia en los ascetas (...) la ciencia en los sabios; el valor en los valientes".

Luego el dios se manifiesta a Arjuna bajo su forma trascendental, terrible y fulgurante, ofreciendo una visión absoluta de la vida: tales como lámparas sometidas a una luz demasiado intensa, los circuitos poseedores de un potencial demasiado alto, los seres vivientes caen solo por que en ellos arde una fuerza que transciende a su perfección, que va más allá de todo lo que pueden y quieren. Es por esto que se convierten, esperan en una cima y, como arrastrados por las olas a las cuales se abandonan y que les habían conducido hasta cierto punto, se funden, se disuelven, mueren, retornando a lo no-manifestado. Pero aquel que no teme a la muerte, que sabe asumir su muerte llegado el momento y todo lo que le destruye, le esclaviza, le rompe, termina por franquear el límite, llega a mantenerse sobre la cresta de las olas, no se hunde, sino que, por el contrario, está más allá de la vida que se manifiesta en él. Por ello Khrisna, la personificación del principio espiritual, tras haberse revelado en su totalidad a Arjuna, puede decir: "Excepto tú, no quedará uno solo de los soldados que constituyen estos dos ejércitos, levántate y busca la gloria; triunfa sobre tus enemigos y adquiere un gran Imperio. Yo estoy seguro de su pérdida: son solo el instrumento (...) mátalos pues; no te preocupes; combate y vencerás a tus rivales.

Encontramos pues la identificación de la guerra, con la "Vía de Dios" que ya habíamos visto en páginas precedentes. El guerrero cesa de actuar en tanto persona. Una gran fuerza no humana, a este nivel, transfigura la acción, la vuelve absoluta y "pura", allí precisamente donde debe ser más extrema. He aquí una imagen muy elocuente, perteneciente a ésta tradición: "La vida es como un arco, el alma como una flecha, el espíritu como la flecha proyectada que se clava en el blanco". Es una de las más elevadas formas de la justificación metafísica de la guerra, una de las imágenes más completas de la guerra como "guerra santa".

*          *          *

Para terminar esta disgresión sobre las formas de la tradición heroica tal como nos la han presentado épocas y pueblos diversos añadiremos algunas palabras a modo de conclusión.

Esta excursión en un mundo que podrá parecer a algunos insólito y carente de relaciones con el nuestro, no la hemos hecho por curiosidad o para desplegar nuestra erudición. La hemos hecho, al contrario, con el fin preciso de demostrar lo sagrado de la guerra, es decir, como la posibilidad de justificar la guerra espiritualmente y su necesidad constituye, en el sentido más elevado del término, una tradición. Esto es algo que se ha manifestado siempre y en todo lugar en los ciclos ascendentes de todas las grandes civilizaciones.

En este punto debemos regresar a aquello que escribimos al principio de este estudio, mostrando que existen diversas maneras de "ser héroe" (incluso aquella animal y subpersonal) por lo tanto lo que cuenta no es tanto la posibilidad vulgar de lanzarse a la batalla y sacrificarse, sino el espíritu según el cual se puede vivir una aventura de éste género. Nosotros tenemos, a partir de ahora, todos los elementos para precisar, entre los diferentes aspectos de la experiencia heroica, aquellos que pueden considerarse como absolutos, que pueden verdaderamente identificar la guerra con la "Vía de Dios", y en los héroes, puede dejar entrever realmente una manifestación divina.

Pero es preciso recordar también que el punto donde la vocación guerrera aspiraba realmente a una altura metafísica, reflejando la plenitud de lo universal,es aquel en que una raza tendía a una manifestación y a una finalidad igualmente universales. Lo que significa que no pueda sino predestinar a esta raza o Imperio. Pues solo el Imperio como tal es un orden superior en donde reina la "Pax Triunphalis", reflejo terrestre de la soberanía del supramundo, comparable a las fuerzas que, en el terreno del espíritu manifiestan las mismas características de pureza, de poderío, de ineluctabilidad, de trascendencia en relación a todo lo que de pathos, pasión y limitación humana, se refleja en las grandes y libres energías de la naturaleza.

Il Conciliatore (15 de marzo de 1969).

Doctrina Aria de Lucha y Victoria. Julius Evola

Doctrina Aria de Lucha y Victoria. Julius Evola

Biblioteca Evoliana.-  Con este título extremadamente "duro" presentamos a continuacón el texto de la conferencia impartida por Julius Evola en el Instituto Kaiser Wilhemm de Roma, el 7 de diciembre 1940. En esta conferencia se resume lo esencial de las tradiciones guerreras de Oriente y Occidental. Hay, sin embargo, que insertar algunas alusiones dentro del contexto y la situació de la época (inicio de la Segunda Guerra Mundial). A parte de esas pinceladas, el texto constituye un resumen de las vías de la acción que conocieron las civilizaciones tradicionales. El texto fue editado por primera vez en castellano en edición de la delegación de CEDADE de Madrid y luego integrado en el "Dossier Orden del Temple" publicado por las Ediciones Alternativa en 1985.

 

 

DOCTRINA ARIA DE LUCHA Y VICTORIA

JULIUS EVOLA

 

La "Decadencia de Occidente", según la concepción de una crítica reputada de la civilización de occidente, es claramente reconocible en dos características principales: en primer lugar, el desarrollo patológico de todo aquello que es Activismo; en segundo lugar, el desprecio hacia los valores del Conocimiento interior y de la Contemplación.

Esta crítica, no entiende por Conocimiento, racionalismo, intelectualismo u otros vacíos juegos de palabras; no entiende por Contemplación un alejamiento del mundo, una renuncia o un alejamiento monacal mal comprendido. Al contrario, Conocimiento interior y Contemplación representan las formas de participación normales y más apropiadas del hombre a la Realidad sobrenatural, supra-humana y supra-racional. A pesar de esta aclaración, en la base de la concepción indicada existe una premisa inaceptable para nosotros. Ya que, tácitamente y de hecho, es admitido que toda acción en el dominio material es limitativa y que el más alto dominio espiritual sólo es accesible por otras vías que no sean las de la acción.

En esta idea se reconoce claramente la influencia de una concepción de la vida básicamente extranjera al espíritu de la raza aria; pero que, sin embargo, está tan profundamente unida ya al pensamiento del Occidente cristiano, que se la encuentra igualmente en la concepción imperial dantesca. La oposición entre Acción y Contemplación era, por el contrario, desconocida por los antiguos arios. Acción y Contemplación no estaban enfrentados como los dos términos de una oposición. Designaban únicamente sólo palabras distintas para la misma realización espiritual. Dicho de otro modo, se estimaba entre los antiguos arios que el hombre podía sobrepasar el condicionamiento individual no solamente por la Contemplación sino también por la Acción.

Si nos alejamos de esta idea primera, entonces el carácter de decadencia progresiva de la civilización occidental debe ser interpretado de diferente forma. La tradición de la acción es típica de las razas ario-occidentales. Pero esta tradición se desvía progresivamente. Así es en el Occidente actual, donde se ha llegado a conocer y honrar solamente una acción secularizada y materializada, privada de toda forma de contacto trascendente, una acción profanada que, fatalmente, debía degenerar en fiebreo en manía resolviéndose en el obrar por el obrar: o bien en un hacer que está ligado solamente a efectos condicionados por el tiempo. A una acción así degenerada no responden, en el mundo moderno, valores ascéticos y auténticamente contemplativos sino únicamente una cultura brumosa y una fe pálida y convencional. Tal es nuestro punto de vista sobre la situación.

Si la "vuelta a los orígenes" es el concepto base de todo movimiento actual de renovación, entonces debe valer como tarea indispensable, de vuelta consciente, el comprender la concepción aria primordial de la Acción. Esta concepción aria debe tener un efecto transformador y evocar en el Hombre Nuevo, de Buena Raza, unas fuerzas vitales dormidas.

Hoy y aquí, queremos atrevernos a hacer un breve "excursus" precisamente justo en el universo del pensamiento del mundo ario primordial, con el objetivo de sacar, de nuevo, a la luz algunos elementos fundamentales de nuestra tradición común, poniendo una atención especial en los significados arios de guerra, de lucha, y de la victoria.

Naturalmente, para el antiguo guerrero ario la guerra, como tal, respondía a una lucha eterna entre fuerzas metafísicas. De un lado está el principio olímpico de la luz, la realidad solar y uraniana; de otro, la violencia brutal del elemento "titánico- telúrico", bárbaro en el sentido clásico, "femenino-demoníaco". Este tema de aquella lucha metafísica aparecería de mil formas, en todas las tradiciones de origen ario. Así, toda lucha a nivel material era tomada con una consciencia más o menos grande, como un episodio de esta antítesis. Ya que la arianidad se consideraba como milicia del principio olímpico, es necesario hoy, por tanto, devolver esta vía de los antiguos arios; e, igualmente, conceder la legitimidad o la consagración suprema del derecho al poder y de la concepción imperial misma, ahí donde, en el fondo, parece bien evidente su carácter anti-secular.

En la imaginación de este mundo tradicional toda realidad se transformaba en símbolo... Esto también vale para la guerra desde el punto de vista subjetivo e interior. Así, podrían ser fundidas en una sola entidad: guerra y camino hacia lo divino.

Los significativos testimonios que nos ofrecen las varias tradiciones nórdico-germánicas son, para todos, bien conocidos. De todos modos, debemos decir que estas tradiciones y tal como nos han llegado, se ven fragmentadas y mezcladas; muy a menudo ya representan la materialización de las mas altas tradiciones arias primordiales, caídas a nivel de supersticiones populares. Esto no nos impide fijar algunos puntos.

Ante todo, como todos sabemos, el «Walhalla» es la capital de la inmortalidad celeste, y principalmente reservado a héroes caídos en el campo de batalla. El señor de estos lugares, Odín- Wotan, es representado en la saga «Ynglinga» como aquel que por su sacrificio simbólico al árbol cósmico «Ygdrasil» ha indicado el camino a los guerreros, camino que conduce a una residencia divina, donde siempre florece la vida inmortal. Conforme a esta tradición, de hecho ningún sacrificio o culto es más agradable al dios supremo, ningún otro esfuerzo obtiene más ricos frutos supra-terrestres, que aquel que han ofrecido los que han muerto combatiendo en el campo de batalla. Pero hay mucho más; tras la oscura representación del «Wildes Herr»(1) se esconde también, el siguiente fundamental significado: a través de los guerreros que, cayendo, ofrecen un sacrificio a Odín, se forman aquellas tropas que el dios necesitará para la última definitiva batalla del «Ragna-rökk»; es decir, contra ese fatal "oscurecimiento de lo divino" que ya desde los tiempos antiguos planea, amenazante sobre el mundo.

Hasta aquí, por consiguiente, el genuino motivo ario de la fuerte lucha metafísica es claramente expuesto a la luz. En los «Edda» quedaría igualmente dicho: "Por muy grande que pueda ser el numero de los héroes reunidos en el «Walhalla» nunca será lo suficientemente grande, cuando el lobo irrumpa (2)". El lobo es aquí, la imagen de esas fuerzas oscuras y salvajes que el mundo de los «Ases» ha logrado someter. La concepción ario-iraniana de Mithra, "el guerrero sin sueño" es de hecho análoga. El que a la cabeza de los «Fravashi» y de sus fieles, libra batalla contra los enemigos del dios ario de la luz. Hablaremos, inmediatamente después, de los «Fravashi» y examinaremos su estrecha correlación con las «Walkyrias» de la tradición nórdica. Por otra parte intentaremos clasificar también el significado de la "Guerra Santa" a través de otros testimonios concordantes. No hay que sorprenderse si hacemos, en este contexto, ante todo, referencia a la tradición islámica. La tradición islámica tiene aquí el lugar de la tradición ario-iraniana. La idea de la "guerra santa" -y al menos, en lo que concierne a los elementos aquí examinados- llegará a las tribus árabes por el universo del pensamiento iranio: tiene por tanto, al mismo tiempo, el sentido de un tardío renacimiento de una herencia aria primordial y desde este punto de vista puede ser utilizada sin ninguna duda.

Está admitido que se distingue en esa tradición en cuestión, dos "guerras santas"; es decir la "grande" y la "pequeña" Guerra Santa". Esta distinción se funda en unas palabras del Profeta que afirma a la vuelta de una incursión guerrera "Hemos vuelto de la pequeña guerra a la gran guerra santa". En este contexto, la gran guerra santa pertenece a niveles espirituales. La pequeña guerra santa es por el contrario la lucha psíquica, material, la guerra conducida en el mundo exterior. La gran guerra santa es la lucha del hombre con sus propios enemigos, los que lleva en si mismo. Más exactamente, es la lucha del elemento sobrenatural del propio hombre contra todo lo que resulta instintivo, ligado a la pasión, caótico, sujeto a las fuerzas de la naturaleza.

Tal es la idea, también, que aparece recogida en el «Bhagavad-Gitâ», ese antiguo gran tratado de la sabiduría guerrera aria: "Conociendo aquello que está sobre el pensamiento, afírmate en tu fuerza interior y golpea, guerrero de los largos brazos, a ese temible enemigo que es el deseo" (3). Una condición dispensable para la obra interior de liberación es que este enemigo debe quedar aniquilado de forma deliberada. En el cuadro de la tradición heroica, aquella pequeña guerra santa -es decir, una guerra como lucha exterior-, sirve solamente de medio por el cual se realiza justamente esa gran guerra santa.

Y por esta razón, en los textos, "guerra santa" y "camino de vía a Dios" son a menudo sinónimos. Así leemos en el Corán: "Combaten en el Camino de Dios" -es decir, en la Guerra Santa- aquellos que sacrifican esta vida terrestre a la vida futura; pues a aquel que combate y muere, sobre el camino de la Vía de Dios; o a aquel que consigue la victoria, le daremos una gran recompensa" (4). Y, más adelante: "A aquellos que caen sobre el camino de la Vía de Dios, El nunca dejará que se pierdan sus obras; les guiará y dará mucha paz a sus corazones; y les hará entrar en el Paraíso, que El les revelará" . Se hace alusión aquí a la muerte física en guerra, a la «mors triunphalis» (muerte victoriosa); y que, se encuentra en correspondencia perfecta para todas las tradiciones clásicas. La misma doctrina puede de todas formas ser también interpretada en un sentido simbólico... Aquel que en la "pequeña guerra" vive una "gran guerra santa" crea en si una fuerza que le prepara para superar la crisis de la muerte. Pero, igualmente sin haber muerto físicamente, puede, mediante la ascesis de la Acción y la Lucha, experimentar la muerte; puede haber vencido interiormente y haber logrado un "más que vida". Entendiendo esotéricamente, "Paraíso", "Reino de los cielos" y expresiones análogas no son nada más que unos símbolos y unas figuraciones forjadas por el pueblo, de unos transcendentes estados de iluminación, ya en un plano más elevado que la vida o la muerte. Estas consideraciones deben valer también, como premisa para reencontrar los mismos significados bajo el aspecto externo del Cristianismo; que la tradición heroica nórdico-occidental se vio apremiada a adoptar durante las Cruzadas, para poder manifestarse al exterior. Mucho más de lo que, hoy y en general, la gente está inclinada a creer, en las cruzadas medievales para la "liberación del Templo" y realizar la "conquista de la Tierra Santa", existen evidentes puntos de contacto con la tradición nórdico-aria, donde se hace referencia a la mítica «Asgard», la lejana tierra de los Ases y de los Héroes, donde la muerte no tiene prisa y donde los habitantes gozan de una vida inmortal y una paz sobrenatural. La guerra santa aparece como una guerra totalmente espiritual hasta el punto de poder llegar a ser comparada, por los predicadores, literalmente, a una "purificación, como el fuego del purgatorio antes de la muerte". "Que mayor gloria que no salir del combate, sino cubierto de laureles. Que gloria mayor que ganar, sobre el campo de batalla, una corona inmortal". afirma a los Templarios un Bernardo de Clairvaux (6). La "Gloria Absoluta", aquella que atribuyen los teólogos a Dios, en lo más alto del cielo (con su «in Excelsis Deo»), es también encargada como propia al cruzado. Sobre este telón de fondo se situaba la «Jerusalén Santa», bajo ese doble aspecto: como ciudad terrestre y como ciudad celeste, y la Cruzada como una gran elevación que conduce realmente a la inmortalidad. Los actos de los militares de las cruzadas, altos y bajos,produjeron inicialmente sorpresas, confusión, y hasta crisis de fe, pero tuvieron después como único efecto purificar la idea de la «Guerra Santa» de todo residuo de materialismo. Sin dudarlo, el fin desafortunado de una Cruzada es comparado a la Virtud que es perseguida por el Infortunio; y en el cual el valor puede ser juzgado y recompensado solamente en relación a una vía, en forma no terrestre. Así se concentraría -mucho más allá de la victoria o de la derrota-, el juicio de valor sobre el aspecto espiritual y genuino de la Acción. Así la «Guerra Santa» vale por si misma, independientemente de su resultado material visible, como medio para alcanzar por el sacrificio activo del elemento humano, una realización supra-humana.

Y justo, esa misma enseñanza, elevada al nivel de expresión metafísica, reaparecerá en un texto indo-ario citado y conocido, el «Bhagavad-Gitâ». La compasión y los sentimientos humanitarios que impiden al guerrero ARJUNA batirse en liza contra el enemigo, son juzgados por dios "turbios, indignos de un «ârya» (...), que no conducen ni al cielo ni al honor" . El mandato le dice así "Si muerto, tu irás al cielo; si vencedor, gobernarás la tierra. Alzate, hijo de Kuntî, dispuesto a combatir" (8). La disposición interior que puede transmutar a de la forma siguiente: "...Trayéndome toda acción, el espíritu plegado sobre si mismo, es libre de esperanza y de visiones interesadas, combate sin escrúpulos" (9). En expresiones tan claras se afirma la pureza de la acción: debe ser deseada, por si misma, más allá de toda pasión y de todo impulso humano: "Considera que están en juego el sufrimiento, la riqueza o la miseria, la victoria o la derrota. Prepárate, por tanto, para el combate; y de esta forma evitarás el pecado" (10).

Como fundamento metafísico suplementario, el dios aclara la diferencia entre aquello que es espiritualidad absoluta -y, como tal, será indestructible- y lo que solamente tiene como elemento lo corporal y humano, en una existencia ilusoria. De un lado, el carácter de irrealidad metafísica de aquello que se puede perder como cuerpo y vida mortales que pasan, o bien es revelada en los que la pérdida puede ser un condicionante. De otro, Arjûna queda conducido, en aquella experiencia de una fuerza de manifestación de lo divino, a una potencia de irresistible transcendencia. Así frente a la grandeza de esta fuerza, toda forma condicionada de existencia aparecía como una negación. Allí donde está negación es activamente negada, es decir, allí donde, en el asalto, toda forma condicionada de existencia es invertida o destruida, esta fuerza llega a tener una manifestación terrorífica. Sólo sobre esta base, exactamente, se puede captar energía adecuada para producir la transformación heroica del individuo. En la medida en que el guerrero obra en la pureza y el carácter de lo absoluto, aquí indicados, rompe las cadenas de lo humano, evoca lo divino como una fuerza metafísica, atrae sobre sí esta fuerza activa y encuentra en ella su ilusión y su liberación. La palabra crucial corresponde a otro texto -perteneciente también a la misma tradición- dice: "La vida es como un arco; el alma es como una flecha; el espíritu absoluto como la diana a traspasar. Uníos a este gran espíritu, como la flecha lanzada se fija en la diana" (11). Si sabemos ver aquí la más alta forma de realización espiritual por la lucha y el heroísmo, es entonces verdaderamente significativo que esta enseñanza sea presentada, en el «Bhagavad-Gitâ» como continuación de una herencia primordial ario-solar. De hecho, le fue dada por el "Sol" al primer legislador de los arios, Manú; y fue guardada seguidamente, por una gran dinastía de reyes consagrados. En el curso de los siglos, esta enseñanza se perdió y, sin embargo fue de nuevo revelada por la divinidad, no a un devoto sacerdote, sino a un representante de la nobleza guerrera: Arjûna. Lo que hemos tratado hasta aquí permite también comprender los significados más interiores que se encuentran en la base de un conjunto de tradiciones clásicas y nórdicas. Así, como punto de referencia, habrá que reseñar aquí que, en estas tradiciones antiguas algunas imágenes simbólicas precisas aparecían con una frecuencia singular: estas son, primero la imagen del alma como demonio, doble y genio; y enseguida la imagen de las presencias dionisiacas y de la diosa de la muerte y la imagen de una diosa de la victoria; que aparecía a menudo bajo la forma de diosa de la batalla. Para la exacta comprensión de todas estas relaciones será muy oportuno clasificar la significación que tiene el alma; que, es aquí entendida como demonio, genio o doble. El hombre antiguo simboliza en el demonio o propio doble una fuerza yacente en las profundidades, que es, por decirlo así, "la vida de la vida", en la medida en que ella dirige en general todos los sucesos, tanto corporales como espirituales, a los que la consciencia normal no tiene acceso; pero que condicionan, sin embargo e indudablemente la existencia contingente y el destino del individuo. Entre esas entidades y las fuerzas místicas de la Raza y de la Sangre existe una bien estrecha ligadura. Así por ejemplo, el Demonio aparece y bajo numerosos aspectos, parecido a los Dioses Lares, las entidades místicas de un linaje, o una generación; de los cuales Macrobio, por ejemplo, nos afirma: "Son dioses que nos mantienen vivos. Ellos alimentan nuestro cuerpo y guían nuestra alma". Así, se puede decir que entre el demonio y la consciencia normal existe una relación del mismo tipo que entre el principio individuante y el principio individuado. El primero, es según las enseñanzas de los antiguos como una fuerza supra-individual y por tanto superior al nacimiento y a la muerte. La segunda, es decir, el principio individuado, consciencia condicionada por el cuerpo y el mundo exterior, destinada normalmente a la disolución o esta supervivencia muy efímera propia del mundo de las sombras. En la tradición nórdica, la imagen de las «Walkyrias» tiene más o menos el mismo significado que el demonio. La imagen de una «Walkyria» se confunde, en muchos textos, con aquella de una «Fylgja» (12); es decir, con una entidad espiritual activa en el hombre y a cuya fuerza su destino está sometido. Como «Kynfylgja», una «walkyria» es -de igual forma que lo son los dioses lares romanos- la fuerza mística de la sangre. Y lo mismo ocurre con las «Fravashi» de la tradición ario-iraniana. La «Fravashi» -explica un bien conocido orientalista- "es la fuerza íntima de cada ser humano, es la que le sostiene desde el momento que nace y subsiste". Al mismo modo que los dioses lares romanos, las «Fravashi», están en contacto, simultaneamente, con las fuerzas primordiales de una raza y son -como las «Walkyrias»-, diosas preponderantes de la guerra, que dan la fortuna y la victoria. Tal es la primera relación que debemos desvelar y descubrir ¿Qué es lo que esta fuerza tan misteriosa, que representa el alma profunda de la raza y lo trascendental en el interior del hombre, puede tener en común con las diosas de la guerra? Para comprender bien este punto habrá que recordar que los antiguos indo-germanos tenían una concepción de la propia inmortalidad, por así decirlo, aristocrática, diferenciada. No todos escaparían a la disolución, a esta supervivencia lemúrica de la que «Hades» y «Niflheim» eran antiguas imágenes simbólicas... La inmortalidad fue un privilegio de bien pocos; y, según la concepción aria, un privilegio heroico principalmente. El hecho de sobrevivir -no como sombra, sino como semidios-, está reservado solamente a aquellos a los que acciones espirituales han elevado de una a otra naturaleza. Aquí, no puedo por desgracia, suministrar las pruebas para justificar lo que doy como afirmación: técnicamente, estas acciones espirituales logran transformar el yo individual, el de la consciencia humana normal, en una fuerza profunda, supra-individual, la fuerza individuante, que está más allá del nacimiento y de la muerte y a la cual, como se dijo, corresponde el concepto de "demonio". Pero, sin embargo, el demonio está mucho más allá de todas las formas finitas en que se manifiesta, y esto no solamente ya porque representa la fuerza primordial de toda una raza, sino que también bajo el aspecto de la intensidad. El paso brusco de la consciencia ordinaria a esta fuerza, simbolizada por el demonio, suscitaba, por consiguiente, una crisis destructiva; parecida a un relámpago como fruto de una tensión de potencial demasiado alta en y para el circuito humano. Suponemos por ello, que en condiciones excepcionales, el demonio puede igualmente aparecer en el individuo y hacerle experimentar el tipo de una transcendencia destructiva; y así. en este caso, se produciría una especie de experiencia activa de la muerte, y la segunda relación aparecía por tanto muy claramente, es decir, porque la imagen de doble o demonio en los mitos de la antigüedad ha podido confundirse con la divinidad de la muerte. En la vieja tradición nórdica, el guerrero ve su propia walkyria en el mismo instante de la muerte o del peligro mortal.

Vayamos más lejos. En la Ascesis religiosa, mortificación, renuncia al Yo, tensión en el desamparo de Dios, son los medios preferidos; a través de los que se busca, precisamente, provocar la crisis mencionada y superarla positivamente. Expresiones como "muerte mística" o bien "noche oscura del alma", etc., etc., que indican esta condición, son de todos conocidas. De forma opuesta, en el cuadro de una tradición heroica, el camino hacia el mismo fin está representado por la tensión activa, por la liberación dionisiaca del elemento Acción. Observamos por ejemplo, al nivel más bajo de la fenomenología correspondiente,la danza empleada como técnica sacra para evocar y suscitar a través del éxtasis del alma, fuerzas subyacentes en las profundidades. En la vida del individuo liberado por el ritmo dionisiaco se inserta otra vida casi como el florecimiento de su raíz basal. Las Erinias, Furias, "Horda salvaje", y otras varias entidades espirituales análogas representan esta fuerza en términos simbólicos. Todas corresponden por consiguiente a una manifestación del demonio en su transcendencia aterradora y activa. A un nivel más elevado se sitúan ya los sacros juegos guerreros y deportivos y aún todavía más alto se encuentra la misma guerra. Así retornamos de nuevo a la concepción aria primordial y la ascesis guerrera. En la cumbre del peligro del combate heroico, se reconoce la posibilidad de esta experiencia supra-normal. Así la expresión latina "ludere", jugar o desempeñar un papel, combatir-, parece contener la idea de resolución (13). Esa es una de las numerosas alusiones a la propiedad comprendida en el combate, de desatarse de las limitaciones individuales; de hacer emerger fuerzas libres escondidas en la profundidad. De aquí deriva el fundamento de la tercera asimilación: los Demonios, los Dioses Lares, como el Yo individuante, son idénticas no solamente a las Furias, Erinias y a las otras naturalezas dionisiacas desencadenadas, que, por su parte, tienen muchas características comunes con el deseo de muerte; tienen también igual significación, por su relación con las vírgenes que conducen héroes al asalto en la batalla, a las «Walkyrias» y las «Fravashi». Así, las «Fravashi» son descritas en los textos sagrados, por ejemplo, como "las aterradoras, las todopoderosas", "aquellas que escuchan y dan la victoria al que las invoca"; o, para decirlo ya más claramente, a aquel que las invoca en el interior de sí mismo.De ahí a la última con la normal consciencia ordinaria. Así es como ellas, Furias y Erinias, nosreflejan una manifestación especial de desencadenamiento y de irrupción demoníaca -y las Diosas de la Muerte, «Walkyrias», «Fravashi», etc..., se relacionan con las mismas situaciones; en la medida en que son posibles a través de un combate heroico- de igual forma la Diosa de la Victoria es la expresión del triunfo del yo sobre este poder. Indica la tensión victoriosa respecto de una condición situada más allá del peligro, inserto en el éxtasis y en las formas de destrucción sub-personales, un peligro siempre emboscado detrás del momento frenético de la gran acción dionisiaca, y también, de la acción heroica. El impulso hacia un estado espiritual realmente supra-personal, que nos hace libres, inmortales, interiormente indestructibles, lo ilustra la frase "Convertir dos en uno" (los dos elementos de la esencia humana) que se sintetiza pues en esta representación de la consciencia mítica. Pasemos ahora al significado dominante de estas tradiciones heroicas primordiales, es decir, a esta concepción mística de la victoria. Aquí la premisa fundamental es que una correspondencia eficaz entre física y metafísica, entre visible e invisible fue conocida allí donde los actos del espíritu en la victoria efectiva. Entonces todos los aspectos materiales de la victoria militar se convierten en expresión de una acción espiritual que ha suscitado la victoria, en el punto en que exterior e interior se tocan. La victoria aparecería como signo tangible para una consagración a un renacimiento místico acometido en el mismo dominio. Las Furias y la Muerte, que el guerrero había afrontado materialmente en el campo de batalla, se le oponen también, interiormente, más en el plano espiritual, bajo la forma de una irrupción amenazante de las fuerzas primordiales de su ser. En la medida en que triunfe sobre ellas, la victoria es suya. En este contexto se explica también la razón por la que cada victoria toma especial significado sacro en el mundo ligado a la tradición. Y de esta forma el jefe del ejército, aclamado en los campos de batalla, ofrecía la experiencia y la presencia de esta fuerza mística que le transformaba a él. El sentido profundo del carácter supra-terrestre emergente de la gloria y de la heroica divinidad" del vencedor se hace así más comprensible; y de ahí, el hecho de que la antigua tradición romana del triunfo tuviese rasgos más sacros que militares. El simbolismo recurrente en las tradiciones arias primordiales de Victorias, «Walkyrias» y otras entidades análogas que guían al "cielo" el alma del guerrero...;así como el mito del héroe victorioso como el Hércules dorio que obtiene de Niké "la Diosa de la Victoria", la corona que le hace partícipe de la inmortalidad olímpica. Este símbolo se manifiesta ahora bajo una luz muy diferente y en adelante resulta claro que es totalmente falso y superficial este modo ignorante de ver, que no querría distinguir en todo esto nada más que simples "poesía", retórica y fábula. La teología mística actual enseña que en la Gloria se cumple la transfiguración espiritual santificante, y toda la iconografía cristiana rodea la cabeza de los santos y mártires de la aureola de la gloria. Todo nos indica que se trata de una herencia aunque muy debilitada de nuestras tradiciones heroicas más elevadas. La tradición ario-iraniana, ya conocía, de hecho, el fuego celeste entendido como gloria -«Hvareno»-, que desciende sobre los reyes y verdaderos jefes, los hace inmortales y les permite llevar así el testimonio de la victoria... La antigua corona real de rayos simbolizaba, exactamente, la gloria como fuego solar y celeste. Luz, esplendor solar, gloria, victoria, realeza divina, son esas imágenes que se encontraban en el seno del mundo ario, en la más estrecha relación; no como abstracciones o invenciones del hombre sino con el claro significado de fuerzas y dominios absolutamente reales. Y en este contexto, la Doctrina Mística de la Lucha y de Victoria representa para nosotros un vértice luminoso de nuestra común concepción de la acción en el sentido tradicional.

Esta concepción tradicional nos habla hoy; de forma todavía comprensible para nosotros -a condición naturalmente, de que nos desviemos de sus manifestaciones exteriores y condicionadas por el tiempo-. Entonces, al igual que en el presente, se quiere así superar esta espiritualidad cansina, anémica o basada en simples especulaciones abstractas o en mortecinos sentimientos piadosos, y a la vez que se sobrepasa también la degeneración materialista de la acción. ¿Se puede encontrar para esta tarea mejores puntos de referencia que los ideales mencionados del ario primordial?. Pero hay mucho más. Las tensiones materiales y espirituales son comprimidas hasta tal punto en el Occidente de estos últimos años que no pueden ser ya resueltos más que a través del combate. Con la guerra actual, una época va dominadas y transformadas en la dinámica de una nueva civilización tan sólo por unas ideas abstractas, unas premisas universalistas o por medio de mitos ya conocidos irracionalmente. Ahora, una acción mucho más profunda y esencial se impone, para que mucho más allá de las ruinas de un mundo subvertido y condenado, una nueva época comience para Europa. Sin embargo, en esta perspectiva mucho dependerá de como el individuo pueda dar forma a la experiencia del combate; es decir, si estará a la altura de asumir heroísmo y sacrificio como propia catarsis, como un medio de liberación del despertar interior. No solamente para la salida definitiva, y victoriosa de los sucesos de este período tempestuoso, sino aun también para dar una forma y un sentido al orden que surgirá de la victoria. Esta tarea de nuestros combatientes -interior, invisible apartada de gestos y grandes palabras-, tendrá un carácter decisivo. Es en la batalla misma donde es necesario despertar y templar esta fuerza que, más allá de la tormenta de la sangre y de las privaciones favorecerá, con un nuevo esplendor y una paz todopoderosa, la nueva creación. Por esto, se debería aprender hoy sobre el campo de batalla, la acción pura, una acción no solamente en el sentido de ascesis viril sino también de gran purificación y de camino hacia formas superiores de vida, válidas en si mismas y por ellas mismas; éso que no obstante, tiene en cierta forma, el sentido de una vuelta a la tradición primordial del ario-occidental. Desde los tiempos antiguos resuenan todavía hasta nosotros las palabras: "la vida, como un arco;el alma, como una flecha; y el espíritu absoluto, como una diana a traspasar". Ya que aquel que, todavía hoy, vive la batalla en el sentido de esta identificación, este persistirá en pie allí donde los otros caerán; tendrá una fuerza invencible. Este hombre nuevo vencerá en sí, todo el drama y toda oscuridad, todo el caos y representará la llegada de los nuevos tiempos, el comienzo de un nuevo desarrollo... Este heroísmo de los mejores, según la tradición aria primordial, puede realmente, asumir una función evocadora; es decir, la función de restablecer de nuevo el contacto, adormecido desde hace muchos siglos, entre mundo y supra-mundo. Entonces el combate no se convertirá en una horrible gran carnicería, no tendrá el sentido de un destino desesperado, condicionado únicamente por el único deseo de ganar poder, sino que será la prueba del derecho y de la misión de un gran pueblo. Entonces la paz no significará un ahogo en la oscuridad burguesa cotidiana, ni el alejamiento de la tensión espiritual de la lucha en batalla, sino que tendrá, todo lo contrario, el sentido de un cumplimiento de ella. Es también, y justo es por ella, que queremos hacer nuestra, de nuevo, la profesión de fe de los antiguos; tal como se expresa y muy bien, en las siguientes palabras: "La sangre de los héroes es más sagrada que la tinta de los sabios y las plegarias de los devotos". Que éso se encuentra justamente en la base profunda de la concepción tradicional, y según la cual, en la "guerra santa" operan mucho más fuertes que los individuos las místicas fuerzas primordiales de la raza. Estas fuerzas de los orígenes crean los imperios .

 

NOTAS

(1) «Wildes Herr»: Grupo salvaje, horda tempestuosa.

(2) Gylfaginning.

(3) Bhagavad-Gitâ III,43 (Trad. de Emile Senart, París 1967).

(4) Corán VI, 76.

(5) Corán XLVII.

(6) «De laude novae militiae»

(7) Bhagavad-Gitâ II, 2

(8) II, 37

(9) III, 30

(10) II, 38

(11) Mârkandeya-purâna, XLII, 7, 8

(12) "Acompañante", literariamente

(13) Bruckmann; Indogerm. Forschungen. XVIII, 433 Q.C.K

 

 

"Orientaciones" de Julius Evola

"Orientaciones" de Julius Evola

Biblioteca Evoliana.- Hace 35 años leímos por primera vez "Orientamenti" en versión italiana, cuando nuestro dominio sobre esta lengua era todavía mínimo, publicada por el Centro Studi Ordine Nuovo. Pocos años después, Sol M. Lafita y nuestro amigo "Gino" tradujeron las treinta y tantas páginas de esta obra y publicada por la revista "Ruta Solar". Esta obra nos abrió algunos horizontes ideológicos insospechados y, a partir de ese momento, tuvimos la conciencia clara de que si alguna doctrina podía competir con el marxismo (entonces omnipresente e ideología de moda) con visos de superioridad, esa era el Pensamiento Tradicional. Orientamente es, sin duda, la mejor forma de introducirse en este tipo de pensamiento. La puerta más accesible y la que, recomendamos, junto con la lectura de "La Crisis del mundo moderno" de René Guénon. El texto fue compuesto por Evola y sufrió muchas modificaciones en cada una de sus incontables ediciones en vida de Evola. La que aquí publicamos es la correspondiente a 1968. Originariamente fue escrito en la postguerra como documento para los jovenes de "Giovane Italia" y del MSI. Sintetiza breve y perfectamente, a modo de manifiesto, el pensamiento político de la Derecha Tradicional.

 

 Orientaciones

JULIUS EVOLA



I

Es inútil hacerse ilusiones con las quimeras de un optimismo cualquiera: en nuestros días nos encontramos al final de un ciclo. Desde hace ya siglos, primero imperceptiblemente, después como el movimiento de una masa que se desploma, son múltiples los procesos que han destruido en Occidente todo ordenamiento normal y legítimo de los hombres, que han falseado incluso la más alta concepción de la vida, de la acción, del conocimiento y del combate. El movimiento de esta caída, su velocidad, su aspecto vertiginoso, ha sido llamado “progreso”. Y a este “progreso” se han dedicado himnos, y se tuvo la ilusión de que esta civilización -civilización de materia y de máquinas- era la civilización por excelencia, a la cual habría estado preordenada toda la historia anterior del mundo: finalmente, las consecuencias últimas de todo este proceso fueron tales que provocaron, en algunos, un despertar.

Se sabe dónde, y bajo qué símbolos, se intentaron organizar las fuerzas de una posible resistencia. Por un lado, una nación que desde su unificación no había conocido más que el mediocre clima del liberalismo, de la democracia y de la monarquía constitucional, tuvo la osadía de recoger el símbolo de Roma como base para una nueva concepción política y para un nuevo ideal de virilidad y de dignidad. Por otro lado, en otra nación, que en el Medievo había hecho suyo el principio romano del Imperium, fuerzas análogas se despertaron para reafirmar el principio de autoridad y la primacía de todos aquellos valores que tienen sus raíces en la sangre, en la raza y en los instintos más profundos de una estirpe. Y mientras que en otras naciones europeas algunos grupos se orientaron en el mismo sentido, una tercera fuerza se alineó en el mismo campo de combate en el continente asiático: la nación de los samurai, en la que la adopción de las formas externas de la civilización moderna no había lesionado la fidelidad a una tradición guerrera, centrada en el símbolo del Imperio solar de derecho divino.

No se pretende que, en estas corrientes, la distinción entre lo esencial y lo  accesorio fuese clara, que en ellas las ideas tuvieran paralelamente una adecuada convicción y cualificación en la persona, ni que hubieran sido superadas algunas influencias de aquellas mismas fuerzas a las que se debía combatir. El proceso de purificación ideológica habría podido tener lugar en un segundo tiempo, una vez que hubieran sido resueltos algunos problemas políticos inmediatos e inaplazables. Pero, incluso así, era evidente que estaba tomando cuerpo una concentración de fuerzas en abierto desafío frente a la llamada civilización “moderna”, tanto para las democracias herederas de la revolución francesa como para la encarnación del límite extremo de la degradación del hombre occidental: la civilización colectivista del Cuarto Estado, la civilización proletaria del hombre-masa anónimo y sin rostro. La velocidad se aceleró, se acentuó la tensión hasta que Ilegó el choque armado de las fuerzas en pugna. Lo que prevaleció fue el poder bruto de una coalición que no retrocedió ante la más híbrida alianza de intereses y la más hipócrita movilización ideológica para aplastar a un mundo que estaba poniéndose en pie y que intentaba afirmar su derecho. Dejamos al margen el hecho de saber si nuestros hombres estuvieron o no a la altura de su empresa, si se cometieron errores en cuanto al sentido de la oportunidad, de la preparación completa, de la medida del riesgo, ya que esto no compromete al significado profundo de la lucha que se produjo. Del mismo modo, no nos interesa saber que hoy la historia se vengue de los vencedores, que, por una justicia inmanente, las potencias democráticas, tras haberse aliado con las fuerzas de la subversión roja para Ilevar la guerra hasta el insensato extremo de la rendición incondicional y de la destrucción total, vean volverse contra ellas a sus aliados de ayer, peligro éste mucho más temible que el que querían conjurar.

Lo único que cuenta es que hoy nos encontramos en medio de un mundo en ruinas. Y la pregunta que debe plantearse es la siguiente: ¿existen aún hombres en pie en medio de estas ruinas? ¿Y qué deben o pueden hacer aún?

 

II

Aquí tenemos que restringir los horizontes y limitarnos a lo que atañe a nuestra nación. En primer lugar, debemos reconocer claramente que las destrucciones que hoy en día nos rodean son más bien de carácter moral y espiritual que de naturaleza material, económica o social. No hay nada que no se pague: el destino relativamente mejor -si lo comparamos con las otras naciones vencidas- que la traición y la deserción nos han deparado (2) tiene su contrapartida en un desfallecimiento interior, en un marasmo ideológico, en un decaimiento del carácter y de toda verdadera dignidad (3). Reconocer esto significa también reconocer que el problema principal, el fundamento de cualquier otro, es de naturaleza interior: rebelarse, renacer interiormente, darse una forma, crear en sí mismos un orden y una rectitud. Nada han aprendido de las lecciones del pasado reciente quienes hoy todavía se ilusionan a propósito de las posibilidades de una lucha puramente política y sobre el poder de tal o cual fórmula o sistema, si no se parte, ante todo, de una nueva cualidad humana. Es éste un principio que hoy, más que nunca, debería aparecer con una evidencia absoluta: si un Estado tuviera un sistema político o social que, en teoría, valiera corno el más perfecto, pero en el cual la substancia humana fuese deficiente, entonces este Estado descendería antes o después al nivel de las sociedades más bajas, mientras que, por el contrario, un pueblo, una raza capaz de engendrar verdaderos hombres, hombres de intuición justa y de instinto seguro, alcanzaría un alto nivel de civilización y se mantendría en pie, firme frente a las más arduas y calamitosas pruebas, incluso aunque su sistema político fuera deficiente o imperfecto. Hay que adoptar, pues, una precisa posición contra el falso “realismo político”, que piensa sólo en términos de programas, de problemas, de organización de partidos, de recetas sociales y económicas. Todo esto es contingente y no esencial. La medida de lo que aún puede ser salvado depende, por el contrario, de la existencia o no de hombres que vivan no para predicar fórmulas, sino para ser ejemplos; no para ir al encuentro de la demagogia y del materialismo de las masas, sino para despertar diferentes formas de sensibilidad y de interés. A partir de lo que, pese a todo, sobrevive aún entre las ruinas, reconstruir lentamente un hombre nuevo, animarlo gracias a un determinado espíritu y una adecuada visión de la vida, fortificarlo mediante la adhesión férrea a ciertos principios. Este es el verdadero problema.


III

 

En el plano espiritual, existe efectivamente algo que puede servir como orientación para las fuerzas de la resistencia y del alzamiento: es el espíritu legionario. Se trata de la actitud de quienes supieron elegir el camino más duro, de quienes supieron combatir aun siendo conscientes de que la batalla estaba materialmente perdida, de quienes supieron revivir y convalidar las palabras de la antigua saga: La fidelidad es más fuerte que el fuego, saga a través de la cual se afirma la idea tradicional de que es el sentido del honor y de la vergüenza, y no las exiguas medidas extraídas de pequeñas moralinas, lo que crea una diferencia substancial y existencial entre los seres, casi como entre una raza y otra (4).
Ahora es preciso separar este espíritu de las fórmulas ideológicas más o menos problemáticas que en aquel período fueron esbozadas y que algunos, hoy, erróneamente toman por lo esencial, haciendo de ellas su bandera; ese espíritu debe ser aceptado en su estado puro y extenderlo del tiempo de guerra al tiempo de paz, de esta paz que no es más que una tregua y un desorden malamente contenido, hasta que se determine una discriminación y un nuevo frente de batalla en formación (5). Éste debe realizarse en términos mucho más esenciales de los que se dan en un “partido”, que puede ser sólo un instrumento contingente en previsión de determinadas luchas políticas; incluso en términos más esenciales también que los representados por un simple “movimiento”, si por “movimiento” se entiende solamente un fenómeno de masas y de agregación, un fenómeno cuantitativo más que cualitativo, basado más en factores emocionales que en la severa y franca adhesión a una idea. De lo que se trata es más bien de una revolución silenciosa, de origen profundo, que debe resultar de la creación, en el interior del individuo, de las premisas de ese orden que, después, tendrá que afirmarse también en el exterior, suplantando fulminantemente, en el momento justo, las formas y las fuerzas de un mundo de decadencia y de subversión. El “estilo” que debe imperar es el de quien se mantiene sobre posiciones de fidelidad a sí mismo y a una idea, en un recogimiento profundo, en un rechazo por todo compromiso, en un empeño total que se debe manifestar no sólo en la lucha política sino también en toda expresión de la existencia: en las fábricas, en los laboratorios, en las universidades, en las calles, en el dominio personal de los afectos y los sentimientos. Se tiene que Ilegar al punto en que el tipo humano del que hablamos, que debe ser la sustancia celular de nuestras tropas en formación, sea reconocible, imposible de confundir, diferenciado, y pueda decirse de él: “he aquí alguien que actúa como un hombre del movimiento”.

Esto mismo quiso hacer la revolución de ayer, pero varios factores lo impidieron (6). Hoy, en el fondo, las condiciones son mejores, porque no existen equívocos y basta mirar alrededor, desde la calle al parlamento, para que las vocaciones sean puestas a prueba y se obtenga, claramente, la medida de lo que nosotros “no” debemos ser. Ante un mundo podrido cuyo principio es: “haz lo que veas hacer”, o, también, “primero el vientre, el pellejo (tan citado por Malaparte), y después la moral”, o también: “éstos no son tiempos en que se pueda uno permitir el lujo de tener un carácter”, o, en fin: “tengo una familia que alimentar”, nosotros oponemos esta norma de conducta, firme y clara: “No podemos actuar de otra forma, éste es nuestro camino, ésta es nuestra forma de ser”. Todo lo que de positivo se podrá obtener hoy o mañana nunca se logrará mediante la habilidad de los agitadores y de los políticos, sino a través del natural prestigio y el reconocimiento de los hombres de la generación anterior, o, mejor aún, de las nuevas generaciones, hombres que serán capaces de todo ello y que suministrarán una garantía en favor de su idea.


IV


Es, pues, una substancia nueva la que debe afirmarse, en sustitución de aquella, podrida y desviada, creada en el clima de la traición y de la derrota, mediante un lento avance más allá de los esquemas, de los rangos y de las posiciones sociales del pasado. Se trata de una figura nueva que debemos tener ante los ojos para poder medir la propia fuerza y la propia vocación. Esta figura, es importante y fundamental reconocerlo, no tiene nada que ver con las clases en tanto que categorías sociales y económicas, ni con los antagonismos que les son relativos. Dicha figura podrá manifestase tanto bajo la forma del rico como del pobre, del obrero como del aristócrata, del empresario como del investigador, del técnico, del teólogo, del agricultor, del hombre político en sentido estricto. Pero esta nueva substancia conocerá una diferenciación interna, la cual será perfecta cuando, de nuevo, no quepan dudas acerca de las vocaciones a las que seguir y sobre las funciones de la obediencia y del mando, cuando un prístino símbolo de autoridad absoluta reine en el centro de las nuevas estructuras jerárquicas.

Esto define una dirección tan antiburguesa como antiproletaria, una dirección totalmente liberada de las contaminaciones democráticas y de las mentiras “sociales” y, por consiguiente, dirigida hacia un mundo claro, viril, articulado, hecho por hombres y por jefes de hombres. Despreciamos el mito burgués de la “seguridad”, de la mezquina vida estandarizada, conformista, domesticada y “moralizada”. Despreciamos el vínculo anodino propio de todo sistema colectivista y mecanicista y de todas las ideologías que confieren a los confusos valores “sociales” primacía sobre los valores heroicos y espirituales, por medio de los cuales se debe definir, para nosotros, en todos los dominios, el tipo del hombre verdadero, de la persona absoluta. Algo esencial será conseguido cuando se despierte nuevamente el amor por un estilo de impersonalidad activa, en el que lo que cuenta es la obra y no el individuo, por el cual seamos capaces de considerar como algo importante no a nosotros mismos, sino a la función, la responsabilidad, la tarea que se acepta, el objetivo perseguido. Allí donde este espíritu se afirme se simplificarán muchos problemas de orden también económico y social, los cuales quedarían sin solución si se afrontaran desde el exterior, sin la previa eliminación de la infección ideológica que ya, de partida, perjudica todo retorno a la normalidad e incluso la misma percepción de lo que significa normalidad.


V

No sólo como orientación doctrinal, sino también respecto al mundo de la acción, es importante que los hombres alineados en el nuevo frente reconozcan con exactitud la concatenación de las causas y de los efectos y la continuidad esencial de la corriente que ha dado vida a las varias formas políticas que hoy se debaten en el caos de los partidos. Liberalismo, democracia, socialismo, radicalismo, en fin, comunismo o bolchevismo no han aparecido históricamente sino como grados de un mismo mal, como estadios que prepararon sucesivamente el complejo proceso de una caída. El principio de esta caída se sitúa en el punto en el que el hombre occidental rompió los vínculos con la tradición, desconoció todo símbolo superior de autoridad y de soberanía, reivindicó para si mismo como individuo una libertad vana e ilusoria, se convirtió en un átomo en vez de en parte integrante de la unidad orgánica y jerárquica de un todo. El átomo, finalmente, tenía que chocar contra la masa de los restantes átomos, de los demás individuos, y quedar envuelto en medio de la emergencia del reino de la cantidad, del puro número, de la masa materializada, no teniendo otro dios que la economía soberana. Y este proceso no se detiene a medio camino. Sin la revolución francesa, el liberalismo y la revolución burguesa no se habrían dado el constitucionalismo y la democracia; sin la democracia, no habrían surgido ni el socialismo ni el nacionalismo demagógico; sin la preparación puesta en marcha por el socialismo, no se habrían producido ni el radicalismo ni, finalmente, el comunismo. El hecho de que estas varias formas hoy se presenten una junto a otra o antagónicamente no debe impedir reconocer a un ojo atento que esas formas se mantienen unidas, se enlazan, se condicionan recíprocamente, y solamente expresan los distintos grados de una misma corriente, de una misma subversión del orden social normal y legítimo. Así, la gran ilusión de nuestro tiempo es creer que la democracia y el liberalismo sean la antítesis del comunismo y tengan el poder de contrarrestar la marea de las fuerzas bajas, de lo que en la jerga de ciertos sindicalistas se Ilama el movimiento “progresista”. Se trata de una ilusión: es como si alguien dijese que el crepúsculo es la antítesis de la noche, que el grado incipiente de un mal es la antítesis de su forma aguda y endémica, que un veneno diluido es la antítesis de ese mismo veneno en su estado puro y concentrado. Los hombres de gobierno de esta Italia “liberada” no han aprendido nada de la historia más reciente, cuyas lecciones se han repetido por todas partes hasta la monotonía, y continúan su juego conmovedor con concepciones políticas caducas y vanas en un carnaval parlamentario, cual danza macabra sobre un volcán latente. Pero para nosotros, en cambio, debe ser característico el coraje del radicalismo, el “no” dicho a la decadencia política en todas sus formas, sean de izquierda, sean de una presunta derecha. Y, sobre todo, se debe ser consciente de que con la subversión no se pacta, que hacer concesiones hoy significa condenarse y ser arrollado completamente mañana. Intransigencia de la idea, por lo tanto, y rapidez en avanzar con las fuerzas puras cuando Ilegue el momento adecuado.
Esto implica, naturalmente, desembarazarse además de la distorsión ideológica, desgraciadamente expandida entre una gran parte de nuestra juventud, y en función de la cual se aprueban coartadas destinadas a destrucciones ya consumadas, manteniendo la ilusión de que esas destrucciones, después de todo, son necesarias y servirán al “progreso”; se cree que se debe combatir por cualquier cosa “nueva”, oculta en un indeterminado porvenir, en vez de por las verdades que ya poseemos, porque estas verdades, aunque bajo diversas formas de aplicación, siempre y en todas partes han servido de base a todo tipo recto de organización social y política. Rechazad estos caprichos y reíros de quien os acuse de “antihistóricos” y “reaccionarios”. No existe la Historia como entidad misteriosa escrita con mayúscula. Son los hombres, mientras estos son realmente hombres, quienes hacen y deshacen la historia; el así Ilamado “historicismo” es más o menos lo mismo que lo denominado en los ambientes de izquierda “progresismo”, y éste sólo fomenta hoy la pasividad frente a la corriente que aumenta y empuja siempre hacia abajo. Y en cuanto al “reaccionarismo”, preguntad: ¿Qué queréis, que mientras vosotros actuáis, destruyendo y profanando, nosotros no reaccionemos, sino que nos quedemos mirandoos y más aún, os animemos diciendo: bravo, continuad? Nosotros no somos reaccionarios, porque la palabra no es lo suficientemente fuerte y, sobre todo, porque partimos de lo positivo, representamos lo positivo, valores reales y originarios que no necesitan de ningún “sol del mañana”.

Frente a nuestro radicalismo, en particular, aparece irrelevante la antítesis entre el “Este” y el “Oeste”, entre el “Oriente”’ rojo y el “Occidente” democrático, y asimismo nos parece trágicamente irrelevante incluso el eventual conflicto armado entre estos dos bloques. De cara a un tiempo inmediato, subsiste ciertamente clara la elección del mal menor, porque la victoria militar del “Este” implicaría la destrucción física inmediata de los últimos exponentes de la resistencia. Pero, en el plano ideológico, Rusia y América del Norte deben considerarse como las dos garras de una misma tenaza que se va apretando alrededor de Europa. En dos formas distintas, pero convergentes, actúan estas fuerzas extrañas y enemigas. Las formas de estandarización, de conformismo, de nivelación “democrática”, de frenesí productivo, de más o menos tiránico y explícito “brain trust”, de materialismo práctico en el seno del americanismo, pueden servir sólo para allanar el camino para la fase posterior, que está representada, sobre la misma dirección, en el ideal puramente comunista del hombre-rnasa. El carácter distintivo del “americanismo” es que su ataque a la cualidad y a la personalidad no se realiza mediante la brutal coacción de una dictadura marxista y de un pensamiento de Estado, sino casi espontáneamente, a través de las vías de una civilización que no conoce otros valores más altos que la riqueza, el rendimiento, la producción ilimitada, que es lo que por exasperación y reducción al absurdo eligió Europa, y en ella los mismos motivos han tomado forma o la están tomando. Pero el primitivismo, el mecanicismo y la brutalidad están tanto en una como en otra parte. En un cierto sentido, el “americanismo” para nosotros es más peligroso que el bolchevismo, por ser una especie de caballo de Troya. Cuando el ataque contra los valores residuales de la tradición europea se efectúa en la forma directa y desnuda propia de la ideología bolchevique y del estalinismo, aún se despiertan reacciones, ciertas líneas de resistencia que, aunque caducas, se pueden mantener. De otro modo suceden las cosas cuando el mismo mal actúa en forma más sutil y las transformaciones acontecen imperceptiblemente en el plano de las costumbres y de la visión general de la vida, como sucede en el caso del americanismo. Sufriendo ligeramente esta influencia bajo el signo de la libertad democrática, Europa se predispone ya a su última abdicación, tanto que podrá incluso suceder que no haya necesidad de una catástrofe militar, sino que por vía “progresiva” se Ilegue, tras una última crisis social, más o menos al mismo punto. De nuevo, a mitad del camino nada se puede detener. El americanismo, lo quiera o no, trabaja a favor de su aparente enemigo, el colectivismo.

 

VI

No sin relación con esto, nuestro radicalismo de la reconstrucción exige que no se transija no sólo con ninguna de las variedades de la ideología marxista o socialista, sino tampoco con aquello que en general se puede Ilamar la alucinación o el demonismo de la economía. Se trata aquí de la idea de que en la vida individual y colectiva el factor económico sea lo más importante, real, decisivo; que la concentración de los valores e intereses en el plano económico y productivo no sea la aberración sin precedentes del hombre occidental moderno, sino algo normal, no una brutal y eventual necesidad, sino algo que se desea y se exalta. En este círculo cerrado y oscuro se encuentran atrapados tanto el capitalismo como el marxismo. Debemos romper este círculo. Mientras no se sepa hablar más que de clases económicas, de trabajo, de salarios, de producción, mientras se piense que el verdadero progreso humano, la verdadera elevación del individuo, está solamente condicionado por un particular sistema de distribución de la riqueza y de los bienes y tenga relación con la pobreza y el bienestar, con el estado de la prosperity o con el socialismo utópico, se permanecerá siempre en el mismo plano de lo que debe combatirse. Nosotros afirmamos que todo aquello que es economía e interés económico como mera satisfacción de la necesidad animal ha tenido, tiene y siempre tendrá una función subordinada en una humanidad normal; que más allá de esta esfera debe diferenciarse un orden de valores superiores, políticos, espirituales y heroicos, un orden que -como ya hemos dicho- no conoce y ni siquiera admite “proletarios” o “capitalistas” y que sólo en función de dicho orden se deben definir aquellas cosas por las que vale la pena vivir y morir; un orden que debe establecer una verdadera jerarquía, diferenciar nuevas dignidades y, en la cumbre, entronizar la superior función del mando, del Imperium.

Así, a este respecto, van a desarraigarse muchas malas hierbas que han crecido también en nuestras filas. ¿Qué significa, si no, ese discurso del “Estado del Trabajo”, del “socialismo nacional”, del “humanismo del trabajo” y similares? ¿qué significan esas llamadas más o menos explícitas a una involución de la política dentro de la economía, recogiendo así una de esas tendencias problemáticas hacia un “corporativismo integral” y, en el fondo, acéfalo, que en el fascismo ya encontró, afortunadamente, el paso obstruido? ¿Qué es eso de considerar la formula de la “socialización” como una especie de fármaco universal y elevar la “idea social” a símbolo de una nueva civilización que, quién sabe cómo, debería estar más allá tanto del “Este” como del “Oeste”?

Éstos -es necesario reconocerlo- son puntos oscuros presentes en no pocos espíritus que, también, por otra parte, se encuentran en nuestro mismo frente. Con lo cual ellos piensan que se mantienen fieles a una consigna “revolucionaria”, mientras que en realidad obedecen sólo a sugestiones más fuertes que ellos mismos, de las que está saturado un ambiente político degradado. Y entre tales sugestiones se encuentra la misma “cuestión social”. ¿Cuándo se tomará conciencia de la verdad, es decir, de que el marxismo no ha surgido porque haya existido una cuestión social objetiva, sino que la cuestión social surge -en numerosísimos casos- sólo porque existe un marxismo, vale decir, artificialmente, y sin embargo, en términos casi siempre insolubles, por obra de los agitadores, de los famosos “excitadores de la conciencia de clase”, sobre los que Lenin se ha expresado muy claramente, puesto que ha refutado el carácter espontáneo de los movimientos revolucionarios proletarios?

Es partiendo de esta premisa desde donde se debería actuar, en el sentido antes mencionado de la desproletarización ideológica, de la desinfección de las partes aún sanas del pueblo del virus político socialista. Sólo entonces, una y otra reforma podrá ser estudiada y realizada sin peligro, según la verdadera justicia.

De este modo, como caso particular, se verá según qué espíritu la idea corporativa puede ser de nuevo una de las bases de la reconstrucción: el corporativismo no tanto como un sistema general de equilibrio estático y casi burocrático que mantenga la idea nociva de opuestas formaciones clasistas, sino como voluntad de encontrar, en el mismo seno de la empresa, esa unidad, esa solidaridad de fuerzas diferenciadas que la prevaricación capitalista (con el tipo más reciente y parásito del especulador y del capitalista financiero), por un lado, y la agitación marxista, por otro, han perjudicado y roto. Es necesario restituir a la empresa una forma de unidad casi militar, en la cual al espíritu de responsabilidad, a la energía y a la competencia de quien dirige, se acompañen el de la solidaridad y la fidelidad de las fuerzas laborales asociadas alrededor de él en la común empresa o misión. Si se considera su aspecto legítimo y positivo, tal es entonces el sentido de la “socialización”. Pero esta designación, como se ve, es poco apropiada, pues es más bien de una reconstrucción orgánica de la economía y de la empresa de lo que se debería hablar, y deberíamos guardarnos, usando esta fórmula con simples objetivos de propaganda, de adular el espíritu de sedición de las masas transformado en “justicia social” proletaria (7). En general, debería recuperarse el mismo estilo de impersonalidad activa, de dignidad, de solidaridad en la producción, que fue el estilo propio de las antiguas corporaciones o gremios de artesanos y profesionales (8). Pero, repitámoslo, a esto se debe Ilegar partiendo desde el interior. Lo importante es que, contra toda forma de resentimiento y de rivalidad social, cada uno sepa reconocer y amar su propia función, aquella que verdaderamente es conforme a su propia naturaleza, reconociendo así los límites dentro de los cuales puede desarrollar sus potencialidades y conseguir una perfección propia; porque un artesano que desempeña perfectamente su función es indudablemente superior a un rey que se desvía y que no está a la altura de su dignidad.

En particular, podemos admitir un sistema de competencias técnicas y de representaciones corporativas para sustituir al parlamentarismo de los partidos; pero debe tenerse presente que las jerarquías técnicas, en su conjunto, no pueden significar nada más que un grado en la jerarquía integral: se refieren al orden de los medios, que han de subordinarse al orden de los fines, al cual por tanto corresponde la parte propiamente política y espiritual del Estado. Hablar, pues, de un “Estado del trabajo” o de “la producción” equivale a hacer de la parte un todo, a reducir, por analogía, a un organismo humano a sus funciones simplemente físico-vitales. Una tal elección, oscura y obtusa, no puede ser nuestra bandera, al igual que tampoco la idea social. La verdadera antítesis, tanto frente al “Este” como frente al “Oeste”, no es el “ideal social”. Lo es, en cambio, la idea jerárquica integral. Respecto a esto, ninguna incertidumbre es tolerable.


VII

Si la idea de una unidad política viril y orgánica formó ya parte esencial del mundo que fue vencido -y se sabe que, entre nosotros, se evocó de nuevo el símbolo romano- debemos también reconocer los casos en los cuales esta exigencia se desvió y abortó hacia la dirección equívoca del “totalitarismo”. Esto, de nuevo, es un punto que se debe ver con claridad, a fin de que la diferencia entre los frentes sea precisa y no se suministren armas a quienes quieren confundir las cosas. Jerarquía no es jerarquismo (un mal éste que, desgraciadamente, intenta extenderse en nuestros días), y la concepción orgánica nada tiene que ver con una esclerosis de la idolatría del Estado ni con una centralización niveladora. En cuanto a los individuos, la verdadera superación, tanto del individualismo como del colectivismo, se da solamente cuando los hombres se encuentran frente a los hombres, en la diversidad natural de su ser y de su dignidad, teniendo gran importancia el antiguo principio de que “la suprema nobleza de los jefes no es la de ser amos de siervos, sino señores que también aman la libertad de quienes les obedecen” (9). Y en cuanto a la unidad que debe impedir, por regla general, toda forma de disociación y de absolutización de lo particular, tiene que ser esencialmente espiritual, debe ser y tener una influencia central orientadora, un impulso que, según los dominios, asume las más diferentes formas de expresión. Ésta es la verdadera esencia de la concepción “orgánica”, opuesta a las relaciones rígidas e intrínsecas propias del “totalitarismo”. En este marco, la exigencia de la libertad y de la dignidad de la persona humana, que el liberalismo sabe concebir solamente en términos individualistas, igualitarios y privados, puede realizarse integralmente. Es en este espíritu en el que se van a encuadrar las filas de la nueva alineación y en el que las estructuras de un nuevo ordenamiento político-social van a ser estudiadas, para dar unas claras y firmes articulaciones (10).

Pero estas estructuras necesitan de un centro, de un punto supremo de referencia. Es necesario un nuevo símbolo de soberanía y de autoridad. La consigna a este respecto debe ser precisa, puesto que no podemos admitir tergiversaciones ideológicas. Se debe decir claramente que aquí no se trata del así Ilamado problema institucional sino de modo subordinado; se trata, ante todo, de aquello que es necesario para lograr una “atmósfera” específica que haga posible el fluido que debe animar toda relación de fidelidad, de dedicación, de servicio, de acción desinteresada, hasta superar verdaderamente el gris, mecanicista y torcido mundo político y social actual. En este camino hoy se acabará en un callejón sin salida si no se es capaz de asumir una especie de áscesis de la idea pura. Para numerosos espíritus, la percepción clara de la dirección justa le viene perjudicada tanto por algunos antecedentes poco felices de nuestras tradiciones nacionales como por las trágicas contingencias de un pasado reciente. Estamos dispuestos a admitir la incoherencia de la solución monárquica, si se piensa en aquellos que hoy en día sólo saben defender el residuo de una idea, un símbolo vacío y desvirilizado, como lo es el de la monarquía constitucional y parlamentaria. Pero, del mismo modo, debemos declarar nuestro rechazo de la idea republicana. Ser antidemócrata por un lado, y por otro defender “ferozmente” (tal es desgraciadamente la terminología de algunos exponentes de una falsa intransigencia) la idea republicana es un absurdo que salta a los ojos: la república (en su representación moderna, pues las repúblicas antiguas fueron aristocracias -como en Roma- u oligarquías, éstas a menudo con carácter de tiranías) pertenece esencialmente al mundo surgido tras el jacobinismo y la subversión antitradicional y antijerárquica del siglo XIX. Que se la deje entonces a ese mundo, que no es el nuestro (11). En cuanto a Italia, es inútil jugar al equívoco en nombre de una presunta fidelidad al fascismo de Saló, pues si por esta razón se debiera seguir la falsa vía republicana, se sería precisamente infiel a algo superior, se echaría por la borda el núcleo central de la ideología del Ventenio, es decir, su doctrina del Estado como autoridad, poder, imperium.

Ésta es la doctrina que se debe seguir, sin consentir en descender de nivel ni hacer el juego a ningún grupo. La concreción del símbolo, por ahora, puede quedar indeterminada. Decir solamente: Jefe, Jefe del Estado. Aparte de esto, el principal y esencial deber es preparar silenciosamente el ambiente espiritual adecuado para que el símbolo de la autoridad intangible sea percibido y reasuma su pleno significado: a tal símbolo no podría corresponder la estatura de cualquier revocable “presidente” de la república, ni tampoco un tribuno o jefe popular, detentador de un simple poder individual informe, privado de un carisma superior, de un poder basado de hecho en la fascinación precaria que ejerce sobre las fuerzas irracionales de la masa. Este fenómeno, llamado por algunos “bonapartismo”, ha sido interpretado justamente no como lo contrario de la democracia demagógica o “popular”, sino como su lógica conclusión: el “bonapartismo” es una de las sombrías apariciones de la spengleriana “decadencia de Occidente”. Ésta es otra piedra de toque y una prueba para los nuestros: la sensibilidad respecto a todo esto. Ya un Carlyle había hablado “del mundo de los siervos que quieren ser gobernados por un pseudo-Héroe”, y no por un Señor.


VIII

En un análogo orden de ideas debe ser precisado otro punto. Se trata de la posición que se debe tomar frente al nacionalismo y a la idea genérica de patria. Esto es especialmente oportuno en cuanto que hoy, muchos, intentando salvar aun lo que puede ser salvado, querrían hacer valer de nuevo una concepción romántica, sentimental y al mismo tiempo naturalista de la nación, idea extraña a la más alta tradición política europea y poco conciliable con la misma concepción del Estado de la que se ha hablado. Concretamente hablando, dado que se asiste en nuestros días a la formación de grandes bloques internacionales definidos por una idea, no se puede entender que algunos puedan insistir en la formula de una piadosa “pacificación nacional” y de una “solidaridad de los hijos de una tierra común”, cuando hemos visto cómo la idea de patria ha podido ser invocada entre los nuestros retórica e hipócritamente, por las facciones más opuestas, e incluso por quienes están a sueldo de la subversión roja (12). Pero más esencial es la cuestión de principio. El plano político, en tanto que tal, es el de las unidades superiores con respecto a las unidades definidas en términos naturalistas, como es el caso de aquellas que corresponden a las nociones genéricas de nación, patria y pueblo. En este plano superior, lo que une y divide es la idea, una idea encarnada por una determinada elite y tendente a concretarse en el Estado. Por ello, la doctrina fascista -fiel en ello a la mejor tradición política europea-, otorga a la Idea y al Estado la primacía sobre la nación y el pueblo, y estima que nación y pueblo no adquieren un sentido y una forma y no participan en un grado superior de existencia más que en el interior del Estado. Justamente, es en períodos de crisis como el actual que es necesario mantenerse firmes en esta doctrina. Es en la Idea donde debe ser reconocida nuestra verdadera patria. Lo que cuenta hoy no es el hecho de pertenecer a una misma tierra o de hablar una misma lengua, sino el hecho de compartir la misma idea. Tal es la base, el punto de partida. A la unidad colectivista de la nación -des enfants de la patrie- (13)en la forma en que ha predominado cada vez más a partir de la revolución jacobina, oponemos algo que se asemeje a una Orden, hombres fieles a los principios, testimonios de una autoridad y de una legitimidad superiores procedentes precisamente de la Idea. Aunque hoy seria deseable, en cuanto a los fines prácticos se refiere, avanzar hacia una nueva solidaridad nacional, no se debe descender, para alcanzarla, a ningún tipo de compromiso; la condición sin la cual todo resultado sería ilusorio es que se aísle y tome forma un frente definido por la Idea, en tanto que idea política y visión de la existencia. Otro camino, hoy en día, no existe: es necesario que, de entre las ruinas, se renueve el proceso de los orígenes, aquel que, basado en las elites y en un símbolo de soberanía y de autoridad, hizo unirse a los pueblos dentro de los grandes Estados tradicionales, como otras tantas formas surgiendo de lo informe. No se debe entender que este realismo de la idea significa mantenerse en un plano que es, en el fondo, infrapolítico: el plano del naturalismo y del sentimentalismo, por no decir claramente el de la retórica patriotera.
Y en el caso de que quisiéramos igualmente apoyar nuestra idea en las tradiciones nacionales, habría que estar atentos, pues existe toda una “historia nacional” de inspiración masónica y antitradicional especializada en atribuir el carácter nacional italiano a los aspectos más problemáticos de la historia de Italia, comenzando con la rebelión de las Comunas apoyadas por el güelfismo. Así, toma relieve una “italianidad” tendenciosa, en la cual nosotros, que hemos escogido el símbolo romano, no podemos ni queremos reconocernos. Esa “italianidad” se la dejamos, con mucho gusto, a quienes, con la “liberación” y el movimiento partisano, han celebrado el “segundo Risorgimiento”.
Idea, Orden, elite, Estado, hombres de Orden. Éstos son los términos en los que debe mantenerse la línea fundamental, mientras sea posible.


IX

Es necesario ahora hablar del problema de la cultura, aunque no demasiado extensamente. En efecto, la cultura no debe ser sobrevalorada. Lo que Ilamamos “visión del mundo” no se basa en los libros; es una forma interior que puede encontrarse con más autenticidad en una persona sin una particular cultura que en un “intelectual” o en un escritor. Se puede imputar como hecho nefasto de la “cultura libre”, al alcance de todo el mundo, el que el individuo esté indefenso frente a los influjos de todo género, incluso cuando es incapaz de mostrarse activo frente a ellos, de discriminar y juzgar según un criterio justo.
Pero no es éste el lugar de extenderse sobre tal punto. Baste decir que, en el estado actual de las cosas, existen corrientes específicas contra las cuales los jóvenes de hoy deben defenderse interiormente. Ya hemos hablado de un estilo de rectitud y de una actitud interna. Tal estilo implica un justo saber, y en especial los jóvenes deben darse cuenta de la intoxicación operada en toda una generación por parte de las variedades convergentes de una visión de la existencia distorsionada y falsa, variedades que han incidido en las fuerzas internas precisamente en el punto donde su integridad sería más necesaria. De una forma u otra, estas toxinas continúan hoy actuando en la cultura, en la ciencia, en la sociología, en la literatura, como otros tantos focos de infección que deben ser denunciados y neutralizados. Aparte del materialismo histórico y el economicismo, sobre los cuáles ya se ha hablado, también son principales núcleos de infección el darwinismo, el psicoanálisis, el existencialismo, el neo-rrealismo.

Contra el darwinismo se debe reivindicar la dignidad fundamental de la persona humana, reconociendo su verdadero lugar, que no es el de una particular y más o menos evolucionada especie animal entre tantas otras que se habría diferenciado por “selección natural” y que permanecería ligada a orígenes bestiales y primitivos, sino a un estatuto tal que virtualmente la eleve por encima del plano biológico. Aunque hoy no se hable demasiado del darwinismo, su substancia perdura. El mito biológico darwinista, en una u otra de sus variantes, mantiene su valor preciso de dogma, defendido por los anatemas de la “ciencia” en el seno del materialismo de la civilización marxista y de la americana. El hombre moderno se ha acostumbrado a esta concepción degradada y se reconoce en ella tranquilamente, la encuentra natural.

Contra el psicoanálisis, debe prevalecer el ideal de un Yo que no abdica, que quiere permanecer consciente, autónomo y soberano frente a la parte nocturna y subterránea de su alma y frente al demonio de la sexualidad; que no se siente ni “reprimido” ni psicológicamente escindido, sino que realiza un equilibrio de todas sus facultades humanas, ordenadas hacia la realización de un significado superior de la vida y de la acción. Puede ser señalada una convergencia evidente: el descrédito arrojado sobre el principio consciente de la persona, el relieve dado por el psicoanálisis y otras escuelas análogas al subconsciente, a lo irracional, al “inconsciente colectivo”, etc., corresponden, en el individuo, exactamente a lo que representan, en el mundo social e histórico moderno, el movimiento surgido desde abajo, la subversión, la sustitución revolucionaria de lo superior por lo inferior y el desprecio por todo principio de autoridad. Sobre dos planos diferentes actúa la misma tendencia, y los efectos no pueden sino integrarse recíprocamente.

En cuanto al existencialismo, incluso aunque veamos en él propiamente una filosofía -una confusa filosofía- hasta hace poco reducida a pequeños grupos de especialistas, es necesario reconocer en él el estado del alma de una crisis erigida en sistema y adulada, la verdad de un tipo humano roto y contradictorio, que sufre como angustia, tragedia y absurdo una libertad por la cual no se siente elevado, sino más bien condenado, sin salida y sin responsabilidad, en el seno de un mundo privado de valor y de sentido. Y todo esto cuando ya un Nietzsche había indicado un camino para conquistar un sentido de la existencia, incluso frente al más exasperado nihilismo; un camino para quien, más allá de estas complicaciones y laceramientos, sabe darse a sí mismo una ley y un valor absoluto (14).

Finalmente, se deben tomar posiciones contra el así Ilamado neorrealismo, en el cual se identifica la existencia en general con sus aspectos más bajos e irracionales, complaciéndose en una especie de autosadismo. Y en esto hay quien ve una especial “liberación”, afín verdaderamente a la “liberación” política que se resuelve no en una elevación sino en una postración y degradación general. Contra esto se debe tener presente que la verdadera realidad de la existencia no reside sino allí donde ésta se subordina a algo que va más allá, y que deja tras de sí, en virtud de la voluntad de un “más”, aquello que está vinculado al elemento puramente humano (15).

Tales deben ser las direcciones a seguir, que no deben ser intelectualizadas, sino vividas, integradas en su significado inmediato a la vida interior y a la propia conducta. No es posible rebelarse mientras se permanezca, de un modo u otro, bajo la influencia de estas formas de pensar falsas y desviadas. Pero, una vez desintoxicados, se puede adquirir la claridad, la rectitud, la fuerza.


X

En la zona que está entre la cultura y la costumbre existe una actitud que debe ser precisada. Lanzada por el comunismo, la consigna de la antiburguesía ha sido recogida en el campo de la cultura por ciertos ambientes intelectuales de “vanguardia”. En esto hay un equívoco. Dado que la burguesía ocupa una posición intermedia, existe una doble posibilidad de superar a la burguesía, de decir “no” al tipo burgués, a la civilización burguesa, al espíritu y a los valores burgueses. Una de estas posibilidades corresponde a la dirección que conduce todavía más bajo, hacia una subhumanidad colectivizada y materializada, con su “realismo” marxista: valores sociales y proletarios contra la “decadencia burguesa” e “imperialista”. La otra posibilidad es la dirección de quien combate a la burguesía para elevarse efectivamente por encima de ella. Los hombres del nuevo frente serán, ciertamente, antiburgueses, pero en razón de su concepción superior, heroica y aristocrática de la existencia; serán antiburgueses porque despreciarán la vida cómoda; antiburgueses porque seguirán no a quienes prometen ventajas materiales, sino a quienes lo exigen todo de si mismos; antiburgueses, en fin, porque no tendrán la preocupación de la seguridad, sino que amarán la unión esencial entre la vida y el riesgo, en todos los niveles, haciendo suya la inexorabilidad de la idea desnuda y de la acción precisa. Otro aspecto aun por el cual el hombre nuevo, substancia celular del movimiento que despierta, será antiburgués y se diferenciará de la generación precedente será su rechazo hacia toda forma de retórica y de falso idealismo, su desprecio hacia todas las grandes palabras que se escriben con mayúscula, hacia todo aquello que es sólo gesto, golpe de efecto, escenografía. Renuncia y autenticidad por el contrario, nuevo realismo en la exacta apreciación de los problemas que se impondrán, de modo que lo importante no será la apariencia, sino el ser, no la palabrería, sino la realización, silenciosa y precisa, en sintonía con las fuerzas afines y en adhesión al mandato proveniente de lo alto.
Quien contra las fuerzas de izquierda no sabe reaccionar sino en nombre de los ídolos, del estilo de vida y de la mediocre modalidad conformista del mundo burgués, ya ha perdido, por anticipado, la batalla. No es este el caso del hombre erguido, que ya pasado por el fuego purificador de las destrucciones externas e internas. Políticamente, este hombre no es el instrumento de una pseudo-reacción burguesa. Se remite, por regla general, a las fuerzas e ideales anteriores y superiores al mundo burgués y a la era económica, y es apoyándose en ellos que traza las líneas de defensa y consolida las posiciones desde donde partirá, súbitamente, en el momento oportuno, la acción de la reconstrucción.

También a este respecto queremos retomar una consigna no realizada: porque se sabe que en el período fascista hubo una tendencia antiburguesa que habría querido afirmarse en un sentido similar. Desgraciadamente, tampoco aquí la substancia humana estuvo a la altura de las circunstancias. E incluso se supo hacer una retórica de la anti-retórica.


XI

Consideremos brevemente, por último, el tema de las relaciones entre las fuerzas íntegras, que no han abdicado, y la religión dominante. Para nosotros, el Estado laico, en cualquiera de sus formas, pertenece al pasado. En particular, nos oponemos a uno de sus disfraces, el que en ciertos ambientes se presenta como el “Estado ético”, producto de una débil, espurea, vacía y confusa filosofía “idealista”, aliada antaño al fascismo, pero que, por su naturaleza, es tal que puede dar un apoyo comparable, en el marco de un simple juego “dialéctico”, al antifascismo de un Croce. Esta filosofía no es más que un producto de la burguesía laicista y humanista, sumada a la inflada presunción del “libre-pensamiento” de un “profesor de liceo” en trance de celebrar la infinidad del “Espíritu absoluto” y del “Acto Puro”: nada hay de real, de claro, de duro, en esta filosofía (16).

Pero si bien nos oponemos a tales ideologías y al Estado laico, tampoco aceptamos un Estado clerical o clericalista. El factor religioso es necesario como fundamento para una verdadera concepción heroica de la vida, la cual debe ser esencial para nuestra lucha. Es necesario sentir en nosotros mismos la evidencia de que más allá de esta vida terrestre existe una vida más alta, ya que solamente quien siente de este modo posee una fuerza inquebrantable e indoblegable, y sólo él será capaz de un impulso absoluto -mientras que, cuando esto falta, el desafío a la muerte y el desprecio de la propia vida es posible sólo en momentos esporádicos de exaltación o en el desencadenamiento de las fuerzas irracionales; no hay disciplina que se pueda justificar, en el individuo, sin un significado superior y autónomo. Pero esta espiritualidad, que debe estar viva entre los nuestros, no tiene necesidad de formulaciones dogmáticas obligadas, de una confesión religiosa determinada; el estilo de vida que debe desarrollarse no es, en modo alguno, el del moralismo católico, el cual no va más allá de una domesticación “virtuísta” (17) del animal humano; políticamente hablando, esta espiritualidad no puede sino sentir desconfianza hacia todo lo que puede deducirse de ciertos aspectos de la concepción cristiana -humanitarismo, jusnaturalisrno, igualdad, ideal del amor y del perdón, en lugar del ideal del honor y de la justicia-. Ciertamente, si el catolicismo fuera capaz de apartarse del plano contingente y político, si fuese capaz de hacer suya una elevación ascética, y, si fuera capaz, justamente sobre esta base, como en una continuación del espíritu del mejor Medievo de los cruzados, de hacer que la fe fuese el alma de un bloque armado de fuerzas, de una nueva Orden templaria compacta e inexorable contra las corrientes del caos, del abandono, de la subversión y del materialismo práctico del mundo moderno -ciertamente, en este caso, e incluso en el caso en que, como condición mínima, el catolicismo permaneciera fiel a la posición del Syllabus, no habría ni un instante de duda en cuanto a la opción a seguir. Pero tal como están las cosas, dado el nivel mediocre y, en el fondo, burgués y mezquino al cual prácticamente ha descendido en la actualidad todo lo que es religión confesional, dada la sumisión modernista y la cada vez mayor apertura a la izquierda de la Iglesia post-conciliar del “aggiornamento”, para nuestros hombres bastará la pura referencia al espíritu, y valdrá precisamente como la evidencia de una realidad trascendente, que debe ser invocada no por evasión mística o como coartada humanitaria, sino para infundir nueva fuerza a nuestra fuerza, para presentir que nuestro combate no es puramente político, para atraer una invisible consagración sobre un nuevo mundo de hombres y de jefes de hombres.

Éstas son algunas orientaciones esenciales para la lucha en la que se va a combatir, escritas sobre todo con especial atención para la juventud, a fin de que ésta recoja la antorcha y la consigna de quienes aun no han renunciado, aprendiendo de los errores del pasado, sabiendo discriminar y prever todo lo que se ha experimentado y que aun hoy se experimenta en cuanto a situaciones contingentes. Lo esencial es no descender al nivel de los adversarios, no limitarse a seguir simples consignas, no insistir en demasía sobre lo que depende del pasado y que, aun siendo digno de ser recordado, no tiene el valor actual e impersonal de una idea-fuerza; en fin, no ceder a las sugestiones del falso realismo politiquero, problema éste de todos los “partidos”. Ciertamente, es necesario que nuestras fuerzas tomen parte también en la lucha política y polémica del cuerpo a cuerpo, para crearse todo el espacio posible en la situación actual (18). Pero más allá de esto, es importante y esencial que se constituya una elite, que, con aguerrida intensidad, definirá, con un rigor intelectual y una intransigencia absolutos, la idea en función de la cual es preciso unirse, y afirmará esta idea sobre todo en la forma del hombre nuevo, del hombre de la resistencia, del hombre erguido en las ruinas. Si nos es dado superar este período de crisis y de orden vacilante e ilusorio, sólo a este tipo de hombre corresponderá el futuro. Pero incluso aunque si el destino que el mundo moderno se ha creado, y que ahora lo arrolla todo, no pudiera ser contenido, gracias a tales premisas las posiciones interiores permanecerán intactas: en cualquier circunstancia, lo que deberá ser hecho será hecho, y perteneceremos así a esa patria a la que ningún enemigo podrá nunca ocupar ni destruir.

 




Note
1) La presente traducción corresponde a la edición publicada en 1950 de Orientamenti. No obstante, hemos indicado a pie de nota las variaciones que Evola introdujo en la edición de 1971.
2) El autor se refiere a la traición de Badoglio, jefe del Estado Mayor, que firmó el armisticio con los aliados en el norte de Siracusa, en Sicilia, el 3 de septiembre de 1943.
3) El punto 2 de la ed. de 1971 comienza así: Una tal cuestión supera de hecho las fronteras de ayer, pues está claro que vencedores y vencidos están desde entonces en el mismo plano y que el único resultado de la Segunda Guerra Mundial ha consistido en rebajar a Europa al rango de objeto de las potencias y de los intereses extra-europeos. Es necesario, por otra parte, reconocer que la devastación que nos rodea es de carácter esencialmente moral. Nos encontramos en una atmósfera de anestesia moral generalizada, de profundo desarraigo, a pesar de todas las palabras de orden en uso en una sociedad democrática de consumo: el debilitamiento del carácter y de toda verdadera dignidad, el marasmo ideológico, el predominio de los intereses más bajos, la vida del día a día, he aquí lo que caracteriza, en general, al hombre de post-guerra. Reconocer esto, etc.
4) En la ed. de 1971 se incluye aquí el siguiente párrafo: Por otra parte, en todo esto se perfila la realización de aquellos para quienes el fin aparece como un medio y el reconocimiento del carácter ilusorio de los múltiples mitos deja intacto lo que supieron conquistar por sí mismos, en las fronteras de la vida y la muerte, más allá del mundo de la contingencia.

5) En la ed. de 1971 este párrafo comienza así: Estas formas del espíritu pueden ser los fundamentos de una nueva unidad. Lo esencial es asumirlas, aplicarlas y extenderlas desde el tiempo de guerra al tiempo de paz, etc.

6) La ed. de 1971 dice: Esta consigna, que fue la de las fuerzas que soñaron con dar a Europa un orden nuevo, pero que a menudo fue en su realización falseada y obstaculizada por múltiples factores, debe ser hoy día retomada. Y hoy, en el fondo…, etc”.

7) La ed. del 71 dice: El único verdadero objetivo es la reconstrucción orgánica de la empresa, y para realizar este objetivo no es necesario recurrir a fórmulas destinadas a estimular, en el marco de sucias maniobras electorales y propagandísticas, el espíritu de sedición de las masas disfrazado de “justicia social. En general, etc.
8) En la ed. de 1971 se añadió el párrafo siguiente: El sindicalismo, con su “lucha” y con sus auténticos chantajes, de los que no se nos ofrecen hoy sino demasiados ejemplos, debe ser proscrito.

9) En la ed. de 1971 se suprimió esta última frase.

10) En la ed. de 1971, la frase es ligeramente diferente: Es en este espíritu que deben ser estudiadas las estructuras de un nuevo orden político y social, de sólidas y claras articulaciones.

11) En la ed. de 1971 se incluye la siguiente frase: Por regla general, una nación antaño monárquica que se convierte en una república no puede ser considerada sino como una nación caída.

12) En la ed. de 1971 la frase es ligeramente diferente: “Abstracción hecha de que la idea de patria sea invocada entre nosotros, de manera retórica e hipócrita, por las facciones más opuestas, e incluso por los representantes de la subversión roja, concretamente hablando esta concepción no está a la altura de la época, pues, por un lado, se asiste a la formación de grandes bloques supranacionales, mientras que, por otro, aparece cada vez más necesario encontrar un punto de referencia europeo, capaz de unir fuerzas, más allá del inevitable particularismo inherente a la concepción naturalista de la nación y, aun más, del “nacionalismo”.

13) En francés en el original.

14) La ed. del 71 cambia ligeramente: Todo ello, mientras que ya el mejor Nietzsche había indicado una vía para dar un sentido a la existencia, para darse una ley y un valor intangible frente a un nihilismo radical, al encuentro de un existencialismo positivo y, según su expresión, de “naturaleza noble”.

15) Este párrafo sobre el neorrealismo fue suprimido en la ed. de 1971.

16) La última frase fue eliminada en la ed. del 71.

17) La expresión está tomada de Vilfredo Pareto (1848-1923), autor de un libro titulado “El mito virtuísta y la literatura inmoral” (1911).

18) En la ed. del 71 se añade: …y para contener el avance, de otro modo no neutralizado, de las fuerzas de izquierda.