SOBRE LO HEROICO, LO SAPIENCIAL Y SOBRE LA TRADICION OCCIDENTAL, por Julius Evola
Biblioteca Julius Evola.- Con inmensa satisfacción por su contenido esclarecedor y contundente, publicamos este artículo traducido hace diez años por E.R., el cual nos lo ha remitido. Originariamente, el texto fue publicado bajo el seudónico "Ea" en el número de la revista "Ur" correspondiente a noviembre-diciembre de 1928, es decir, en su primera fase. Posteriormente ha sido reeditado por Renato del Ponte en el número 1 de la colección "Occidente" de las Ediciones de la Osa Menor (Génova 1979) y en la recopilación "Evola y el grupo de Ur", Ediciones Arché, Milán 1982. En lengua castellana fue publicado inicialmente en el número VI de la revista Hiperbórea "Traditio Europae".
SOBRE LO HEROICO, LO SAPIENCIAL Y SOBRE LA TRADICIÓN OCCIDENTAL.
Esotéricamente, cuando se habla de “tradición”, se entiende la transmisión (traditio) a través de las generaciones de un único estado de carácter “transcendente”. Como de “llama en llama”, una cadena de individuos se convierte en la portadora de una continuidad de contacto realizado con la “realidad metafísica”.
Esta transmisión puede darse secretamente en una élite que se mantiene como algo oculto dentro de las grandes fuerzas étnicas y sociales. Pero puede también acontecer que lo oculto se descubra y domine: o sea que todas las actividades de una raza, en una época dada, se organicen entorno a esta élite, que se convierte en el centro manifiesto, el eje entorno al cual todo extrae su sentido y su carácter. Entonces, como ya hemos dado a entender (Ur, 1928, nº1-2) se tiene una tradición en sentido grande, universal.
Pero aquí se está ya sobre una plano en el que interviene la ley de la diferenciación. Al aparecer, en el espíritu de una época dada y en una raza dada, la identidad metafísica se cualifica. En su adaptación más inmediata emplea dos troncos diferentes, y da lugar a dos formas primordiales.
Los dos troncos son: acción y contemplación.
Las dos formas correspondientes son: iniciación heroica e iniciación sapiencial, de donde salen dos tipos primordiales de tradiciones: tradición guerrero-mágica y tradición sacra o brahamânica.
Las dos tradiciones.
La vida mortal tiene como ley el “fluir”. Tiene fuera de sí tanto su principio, como su fin, no posee el ser y, conformada por varias vivencias, se mueve inquieta en el mundo de las cosas particulares y de intereses temporales. Más veces, aquí, hemos indicado esta ley.
Por el contrario, en su estado trascendente la vida ES. Se convierte en base, razón y valor en sí misma. Tiene el propio principio en sí. Conquista estabilidad, idéntica a la de lo incorruptible y lo eterno, esta ley puede realizarse bien mediante la acción, bien mediante la contemplación.
La acción la realiza, en cuanto sea PURA, quien actúa no estando condicionado por los frutos o por las intenciones; poniendo en el mismo lugar el vencer y el perder, el placer y el dolor, el bien y el mal; no mirando ni el “yo”, ni el “tú”, ni el amor ni el odio, ni a ninguna otra pareja de contrarios, en definitiva se dirige más allá de la condición individual. En la seguridad supranatural de una intensidad-límite, la “vida” se convierte en “más que vida”: se consigue un contacto con un estado de luz y de poder que sobrepasa, doma y transporta todo lo que es humano y físico, abriendo vías a cosas, animaciones y visiones de otro modo imposibles. Estado heroico y, en la forma superior: estado mágico. Por adaptación: casta guerrera, tradiciones guerrero-mágicas y guerreras; en definitiva: tradición imperial.
Para la contemplación, el estado metafísico en vez de por medio de la afirmación de la acción, se consigue por medio de la liberación de la acción. Predomina un fuego intelectual. La individualización se disuelve en el conocimiento de la universalidad, en la visión de la especie eterna. Es impulso hacia el “Uno”. Es vía hacia la realización identificativa, hierática y simbólica, cuya dirección es opuesta a la que va hacia la forma y hacia la diferenciación. Estado ascético (en amplio sentido) y sacerdotal. Por adaptación: casta sacerdotal —tradiciones hierático-sapienciales y, también, religioso-pontificales[1].
Estas dos formas de tradición proceden analógicamente de la dualidad que la enseñanza arcaica señala en el fondo de toda realidad y de toda vida; ser y potencia, fijeza y devenir, luz y fuego, purusha y prakriti[2]. Distingibles estas dos cualidades del Uno, no son sin embargo separables. Se encuentran unidas en una síntesis indisoluble, en la cual, no obstante, la una puede predominar sobre la otra.
Correspondientemente las dos formas de tradición deben considerarse como distantes e inconfundibles, no por centrarse cada una en un término del que la otra se priva, sino sobre todo por poseer ambos, pero en un opuesto orden jerárquico. El estado heroico implica un aspecto “ascético”, pero lo subordina a la acción, lo realiza como un modo de ser de la acción. El estado sapiencial, en cuanto que es realización, implica el elemento “actividad”, pero lo subordina al interés por el puro conocimiento, por la universalidad, por la contemplación sacra. Correlativamente, sobre el plano práctico una tradición guerrera puede admitir castas sacerdotales, pero las subordina a las guerreras e imperiales, o bien se apoya sobre una síntesis de lo sacro y lo real, que toma su carácter de lo prevaleciente del aspecto activo y heroico de la realeza. Lo inverso se entiende en el otro caso.
Tales son los aspectos generales, para precisar algunos rasgos de las “verdades” que proceden de cada uno de los dos tipos de realización, pasamos a hacer algunas consideraciones entorno al espíritu de la tradición occidental.
El “mundo moderno” y el cristianismo.
Aquí, por otro lado, es necesario prevenirse firmemente de cualquier prejuicio.
Debe dejarse claro ante todo que no es posible hablar de “tradición” en Occidente, mientras se identifique Occidente con el “mundo moderno”, es decir con lo que Occidente ha dado lugar a partir del naturalismo del Renacimiento y, más concluyentemente, de la Revolución francesa.
Tal mundo, de hecho, ha destruido sistemáticamente aquello que es presupuesto mismo de cualquier tradición: el contacto con la realidad metafísica, por medio de una élite, en torno a lo cual el resto está jerarquizado y naturalmente organizado[3]. El “mundo moderno”, está caracterizado por un desarrollo en sentido puramente material, práctico e industrial, del que no se encuentra análogo en la historia, pero no sólo eso, el mismo también viene caracterizado por el hecho de que esas fuerzas espirituales que primero estaban vueltas a la transcendencia, a lo que en el hombre va más allá del hombre (y así hacían de contrapeso y mensuraban a la masa de los intereses puramente humanos y temporales), hoy han pasado a exaltar, a incitar, a glorificar lo que es práctico, humano, pasional, temporal, político. Es lo que J. Benda ha definido como trahison des clers. De tal modo desaparece todo punto de referencia superior. No es tanto el ser un cuerpo sin espíritu, como el ser un cuerpo que ha reducido el espíritu a un instrumento suyo, lo que separa al mundo moderno de cualquier orden racional de cosas, lo que le hace no poseer la unidad de una tradición y que de él se esfume cualquier vía de salida, avivándose así una crisis, sobre cuya gravedad no hace falta hacerse ilusiones.
El segundo prejuicio está igualmente claro, aun cuando conocemos las razones por las cuales no puede aparecer como tal a muchos. En realidad se trata de no reconocer en la religión dominante en Occidente ni siquiera el carácter de auténtica “tradición”, ni por lo tanto el de “tradición occidental”. Pietro Negri, en los estudios publicados en Ur, 1928, nº 1-2, 3-4, ya ha dado varios elementos en apoyo de esta tesis; a los cuales por otro lado se refiere con suficiente amplitud una publicación reciente[4].
Insistimos ante todo en el sentido integral y esotérico que damos al término “tradición”. Sin duda el cristianismo, y todavía más el catolicismo, ha tenido la potencia de organizar durante siglos razas diversas bajo un único cuerpo de doctrinas y de creencias. Pero nosotros contestamos, y enérgicamente, que dicho cuerpo tenga un carácter metafísico, de modo que la organización que los encabeza pueda justificarse desde el punto de vista superior, del cual hablamos.
Hay que distinguir –y muy netamente– lo que es mera religiosidad en sentido popular, devocional y psiquico-humano, de lo que es espiritualidad, como relación metafísica de la iniciación. La fe, la esperanza, la caridad, la “necesidad de alma”, el “temor de Dios”, con la restante carga de sentimientos de este tipo, se sabe que no han llevado nunca a dar un paso hacia delante de lo que simplemente es humano, ni han tenido nunca nada que ver con la “espiritualidad”, con la “espiritualidad” tanto de tradición heroica, como de tradición sapiencial.
Pero es precisamente un complejo de elementos de este género los que están en el centro de la pseudo-tradición cristiana, en la que se confunde con la “espiritualidad”, con el resultado de una concomitante humanización de lo divino, típica en el culto de un “dios-hombre” Jesús, en el lugar de una divinización de lo humano, preconizada en el culto opuesto de los “hombres dioses” de los “héroes” del mundo antiguo y mistérico.
Esto a pesar de que en ritos y símbolos que por adaptación ha cogido de tradiciones preexistentes y efectivas, y de los cuales ha perdido el significado, la tradición católico-cristiana conserva todavía hoy restos de una enseñanza metafísica –lo que resulta una carga demasiado mísera para su “ortodoxia”– real y operativa, se entiende, y no formal. El plano humano-devocional o, a lo más, de astractismo teológico, en el cual trazas sapienciales se transponen y conservan en el cuadro del cristianismo, es incompatible con el plano en el cual podrían valorarizarse. Y la prueba la da el mismo catolicismo, con la aversión que siempre ha nutrido oficialmente hacia cualquier tentativa de integración en sentido iniciático de esas doctrinas, desde las escuelas gnóstico-alejandrinas, pasando por los templarios, y siguiendo, hasta hoy en día.
Por esto nosotros creemos que si la búsqueda de una tradición en Occidente, en sentido integral y universal, se detuviese bien en el “mundo moderno”, bien en el “mundo cristiano”, la misma sólo sería engañosa.
La tradición mediterráneo-occidental como tradición heroica[5].
No es así, sin embargo, si retrocedemos aún más, hasta alcanzar a lo que es el substrato del mundo mediterráneo precristiano, y que por su última manifestación tuvo la tradición imperial de Roma. Aun cuando todo esto, respecto a formas todavía más antiguas, tenía valor casi de traza residual, no obstante se divisa aún la influencia precisa, visible y constante de una tradición, de la cual, por otra parte, lejanos ecos son indelebles en el Occidente de hoy.
Y esta tradición tiene un carácter heroico. En su base –y sólo en ella– Occidente constituye algo distinto, no confundible, en el mismo plano del “espíritu” donde otras tradiciones, marcadamente la oriental, pueden justificarse.
De hecho si desde el principio –ya indicado– que define una tradición guerrera, deducimos a lo que ella da lugar en planos relativos, nos encontramos con formas que son características a la civilización y al espíritu mediterráneo-occidental.
En primer lugar, las leyes de acción se traducen en el “estilo” de una tradición de navegantes, conquistadores, de colonizadores, en el mundo épico y solar romano, homérico y odiseico; un mundo heroico, libre y liberado, privado de medias luces, privado de “infinito”, constituido por fuerzas simples y de pureza elemental. El estilo dórico y micénico, la virtus romana, los imperios solares mediterráneos.
En segundo lugar, la acción no puede orientarse en el vacío: quiere objetivos, límites y términos; implica la forma, la diferencia, la individuación. Mientras en los cuadros de una tradición sacerdotal la forma es símbolo, oscurecimiento de una espiritualidad sin forma, transcendente e infinita, en la opuesta tradición la forma adquiere un significado de realidad, de valor. Aquí lo físico y lo metafísico, lo material y lo inmaterial, lo corpóreo y lo incorpóreo, coinciden en el equilibrio de dos términos, el uno ni superior, ni inferior, al otro, en tipos distintos e intensamente individuales. Y aquí, de hecho, el culto clásico de la forma, de la belleza de la perfección corpórea y de la potencia como expresión de la espiritualidad; aquí, correlativamente, la doctrina antirromántica y antioriental donde en todo lo que es “infinito” se ve el mal, lo imperfecto, la abstracta “potencialidad”; y en lo finito se entiende, por el contrario, el bien, reconociendo el límite de una potencia que ha alcanzado a darse forma, ley, individualidad hecha a sí misma.
Quien observa la forma y el límite (péras), ve también la armonía y el número. De ahí el florecer, desde las más antiguas civilizaciones del Mediterráneo oriental, y después en el pitagorismo, en Grecia y en Roma, de ciencias sacras basadas precisamente sobre la armonía y sobre el número. Si respecto a ésas el método cuantitativo de las ciencias exactas modernas (desarrolladas exclusivamente por Occidente) representa una desviación degenerativa, se trata sin embargo de una degeneración que parte del mismo tronco. Lo mismo se puede decir para el intelectualismo occidental, cuya madre fue la Hélade; la pasión por el concepto, en el sentido de noción precisa, definida, distinta, que quiere decir esto y no lo otro –en el sentido de noción que mide (mens puede venir de mensurare; y una análoga derivación su puede referir a ratio) es algo específicamente occidental, que denota también la ley de la acción, cuyo afirmarse lleva el límite, la diferencia.
Cuando prima sobre la contemplación, la acción se mueve en un mundo finito e individualizado, regido por una ley de diferencia, por lo tanto de pluralidad: muchas fuerzas, muchas consciencias, muchos tipos, distintos y no confundibles, símiles a “mundos en el mundo”, ya que cada uno contiene y resuelve en su propio ser la amorfa posibilidad universal.
Este punto de vista se puede definir más de cerca, entendiendo por “universal” lo que un ser tiene en común con otros seres, y por “individual”, lo que por el contrario le es propio y que lo distingue de cualquier otro. Así pues una tradición de carácter guerrero estará siempre caracterizada por un interés por lo individual. Lo que hay de “universal” en un ser será considerado como lo de menos, como aquello que en él hay de menos real, de más abstracto, de incompleto (stéresis = privación del propio ser según Aristóteles); en lo “individual” se entenderá por el contrario que tiene valor, lo que es querido, lo que es más real, la perfección o fin (télos), de un ser.
Pero, como es sabido, es exactamente éste el punto de vista de uno de los principales exponentes del mundo mediterráneo más reciente, de Aristóteles, el cual, frente a Platón, quien afirmaba que las cosas tienen realidad y valor en cuanto a participantes de la universalidad de los “géneros” y de las “ideas”, sostiene por el contrario que los “géneros” y de las “ideas” tienen realidad y valor, en tanto se encarnan y se actualizan en los individuos. Este punto de vista general antimístico y antiuniversalista, que caracteriza propiamente al espíritu del mundo occidental en oposición al oriental, no expresa más que la oposición que sobre este plano viene determinado por la doble referencia a una “verdad guerrera” y una “verdad sapiencial”.
Para ello sí hay un modo de penetrar en el sentido verdadero del politeísmo mediterráneo –en especial greco-romano– el cual es muy distinto del oriental. El politeísmo mediterráneo, más que no admitir la “unidad”, no la tiene en cuenta, la sitúa en un fondo sobre el que no le presta atención, poniendo por el contrario en relieve las formas concretas e individuales de las potencias divinas en acto entre las cosas, entre los héroes, entre los tipos realizados como vivientes obras de arte en el seno de ese cosmos armonioso y claro del que los poetas cantaban la belleza y del que los iniciados conocían las leyes escondidas y las secretas analogías.
No basta. Si por “Dios” se entiende la pura universalidad, procede de este punto de vista la idea-límite de que el individuo sea uno “más” respecto a “Dios”, en el sentido que Dios estaría con él en la relación de la potencialidad a la actualidad, de las posibilidades informes y realidades distintas, de la “materia” a la “forma”. Existe un grupo de mitos mediterráneos –restos, ellos mismos, de una tradición aún más antigua– que se refieren más o menos manifiestamente a un significado similar: son los mitos titánicos, ciclópeos, prometeicos; los mitos de la caída, los mitos de los ídolos crucificados, despedazados, devorados; de los hijos más grandes que sus padres, poseedores de las madres o reconquistadores del reino del padre asesinado. Todas las alusiones al proceso de individualización en el que “Dios muere”, y le substituye el mundo de la acción, obligado a asumir la herencia, en plena conformidad con lo que puede ser la “verdad” de una tradición mágico-guerrera que, en lugar de una derivación análoga a la propia del método matemático y al intelectualismo moderno, se traducirá en la “voluntad del mundo” propia al mundo occidental. La interpretación de las fases finales de tales mitos como “restitución”, “retorno”, “rescate de la caída”, debe explicarse con una interferencia de instancias propias a la tradición religiosa opuesta, la cual ha alterado su sentido primordial, de “advenimiento de una nueva raza”. Este sentido, por otra parte, se reencuentra en otro ciclo de mitos, no mediterráneos, sino de una tradición igualmente guerrera. Los nórdicos y germánicos sobre el “crepúsculo de los dioses”, a la era de los cuales substituye la de los hombres y de los héroes.
El influjo de tal espíritu se puede constatar también en materia estrictamente iniciática. Nos limitamos a indicar el simbolismo del construir, por ejemplo, que es desconocido en las tradiciones orientales; así también el impulso aristotélico opera en la tradición hermético-alquímica, donde la “materia prima” se entiende como un caos, sobre el cual el Arte debía actuar en el sentido de crear una perfección no preexistente, y superior a cualquier preexistencia: y precisamente se habla de un Arte más que de una Sabiduría; y la fórmula: “corporizar el espíritu, espiritualizar el cuerpo”, reconfirma el ideal pagano, clásico, antimístico y antiestático.
Por lo tanto hemos indicado un grupo de características del espíritu occidental, las cuales no hablan y no asumen valor más que desde el punto de vista de una tradición guerrera, de los principios de la cual se deducen lógicamente. Lo propio de una tal tradición –como ya dijimos– no está en excluir la casta sacerdotal y la “verdad” que la preceden, sino en subordinarlas a ella, como el menos al más. Esto lo recordamos porque también Oriente posee tipos de sabiduría guerrera: el Sâmkhya, el Bhagavad-Gita, en ciertos aspectos el mismo budismo –aunque la corriente dominante en Oriente fue aquélla que sobre la acción pone la contemplación, que sobre el guerrero pone al brahâmana, y que concibe como pervertimiento todo vuelco de tales relaciones; aquélla donde el valor y el interés por la identidad, la universalidad, la liberación y el conocimiento tienen mayor peso que el valor y el interés por la pluralidad, la individualidad, la diferencia, la realeza y la libertad.
El cristianismo, cuyo espíritu es asiático, es una imitación de una tradición tipo sacerdotal, la cual se ha impuesto a una tradición de tipo heroico, como la dominante en el arcaico mundo mediterráneo. Pero esta imposición le ha sido posible al cristianismo, solamente en cuanto adaptó para sí formas de una tradición no-sacerdotal, extraídas especialmente de la romanidad. Así fue en el medioevo feudal y caballeresco católico cuando éste tuvo su período de oro; pero incluso en sus formas bastardas el aporte activo y conquistador se traiciona, en el instinto proselitista, intolerante, misionero que el cristianismo llevó de sus orígenes hasta el calvinismo y el protestantismo americano. Por eso mismo queda en la pseudo-tradición surgida del evento de Palestina el carácter de cosa ambigua, de compromiso, contradictoria. Pero a esta contrariedad el cristianismo debe su fuerza; solamente ésta le ha permitido mantenerse sobre el tronco de una raza congénitamente inspirada en una tradición guerrera, y que siempre ha permanecido sustancialmente como tal porque, teóricamente convertido a la moral cristiana, prácticamente el Occidente ha permanecido pagano, y sólo practicando los principios opuestos a los que su “religión” originariamente le había impuesto, ha llegado a crearse el puesto en el mundo que ahora tiene.
Si el cristianismo es la falsificación de una posible tradición de tipo sacro, el “mundo moderno” –que va día a día socavando los residuos de la “religiosidad” occidental– es a su vez una falsificación teratológica de una posible tradición de orden guerrero.
Pero lo que, de algún modo, hace que en Occidente sea aún posible reconstruir una “tradición”, puede venir a través del impulso de élites de carácter heroico-inciático; y podemos decir, con reserva del significado especial que nosotros damos al término mágico.
Cualquier tentativa de restauración tradicional en Occidente en otro sentido, está inevitablemente destinada al fracaso, porque falta un punto de partida. Si este cuerpo de grandiosidad bárbara que el Occidente moderno ha constituido reacciona contra cualquier ánima, esta reacción no irá más allá si tiene una referencia particular hacia algún alma opuesta a la de las razas guerreras, dóricas y mágicas, de las cuales es heredero degenerado.
La crisis de Occidente según René Guénon.
Se ha expresado por parte de alguien el deseo de conocer nuestra actitud acerca de una obra reciente, en la cual un autor por nosotros mismos muy apreciado, y a menudo citado –René Guénon– ha tomado posiciones ante la crisis del mundo moderno[6]. Por cuanto aquí no puede haber lugar para una discusión exhaustiva del asunto, sin embargo en lo que precede pensamos haber dado un preciso punto de referencia.
Anteponemos que desde el punto de vista puramente metafísico de una “ascesis integral”, no podemos más que estar de acuerdo con Guénon. La divergencia surge sobre un plano más relativo; y procede del hecho que Guénon coge el punto de referencia de una tradición de carácter sapiencial, lo que le lleva a varios juicios que, naturalmente, no pueden estar compartidos por quienes –como nosotros– no crea, o no quiera, asumir ese mismo punto de vista: especialmente en lo referente a Occidente.
La divergencia no existe entre quien comprende tanto la tradición donde la acción tiene supremacía sobre la contemplación, como la otra, en la que por el contrario la contemplación tiene la supremacía sobre la acción, como dos vías igualmente posibles y equivalentes para alcanzar algo que está más allá tanto de la acción como de la contemplación, independiente, como es, de todo. Éste se abstiene de juzgar las dos tradiciones; se limita a comprenderlas y a explicarse qué “verdad”, qué evidencias y valoración deben imponerse, una vez que se adhiera a una tradición o a la otra.
Oposición por el contrario existe, entre éste, y quien por el contrario insiste en la primacía de una de estas tradiciones, y condene la otra como error y perversión. Algunas declaraciones de Guénon a este propósito son bastante explícitas; su sistema de referencia es el vedantino, y en general, el oriental en la que lo brahamánico se tiene por una casta superior al guerrero (kshastriya); no duda, que el valor de tal punto de vista, en vez de absoluto, sea interno a lo que es sólo una de las tradiciones posibles. En cuanto a nosotros, comprendemos el punto en el que Guénon se sitúa, y cuanto él “debe” decir respecto a ciertas cuestiones; no decimos ni que tal actitud sea legítima, ni que no lo sea, pero ni queriendo podríamos asumirla. Afirmamos sólo que ésa no es ciertamente la más oportuna respecto a una tentativa de restauración de Occidente, que parta de Occidente y que respete el espíritu antiguo.
En cuanto nosotros, asumimos por el contrario el punto de vista de la tradición guerrero-mágica occidental, si estamos de acuerdo con Guénon acerca de la crítica del “mundo moderno”, no nos engañamos sobre la diversidad de las razones que nos conducen a este punto común. Conforme a la verdad de la tradición sapiencial, que no ve bien todo lo que es acción e individuo, Guénon retiene por ejemplo que una de las causas principales de la decadencia espiritual europea sea la exaltación de la acción y de la individualidad. Nosotros decimos todo lo contrario, o sea que tal causa reside en el hecho de que los modernos, en su desordenado agitarse, en su mecanización, en las leyes de la cantidad, de la sociabilidad, del oro, del saber impersonal y del ciego “devenir”, no saben en absoluto qué es la acción, qué es certeramente individualidad; y que cuando de verdad sean de nuevo activos e individuos en el sentido primordial, entonces será el principio.
Para Guénon decir “individual”, es casi como decir “humano”. Él sitúa sobre el hombre el plano de la universalidad y de los principios metafísicos trascendentes, por haber perdido contacto con los mismos el mundo moderno se encuentra donde se encuentra. Aquí nuestra divergencia no se basa solamente en el uso diverso de los mismos términos. Una tradición de origen guerrero será siempre individualista; pero ser individuo, para nosotros, quiere decir simplemente sentirse afirmativo, central, presente; sea en el mando, sea en la obediencia. Tal sentido puede pararse en el estado humano de existencia; pero puede también pasar más allá, y aplicarse a experiencias y estados que se pueden llamar “supra-individuales” y “trascendentes” solamente en sentido relativo; o bien cuando no se haya llevado a cabo la realización, pues ésta, transformando la conciencia, lleva a la identidad, y por lo tanto a la inmanencia.
Consecuentemente lo supra-individual, para nosotros se resuelve en un estado superior a la individualidad obtenido con la eliminación de un cierto grupo de condiciones; es lo que Guénon, con término no precisado, llama “principio”, toma el sentido de un modo de ser, cuyo “conocimiento” corresponde exactamente a la realización de sí en un cierto grado en la jerarquía de las posibilidades esotéricas. Guénon nos ha concedido que el “conocimiento”, del que habla, es, precisamente y esencialmente, realización. Ocurre que él da alguna vez a los términos “principios”, “supra-individual”, etc., un significado sensiblemente diferente del que nosotros precisamos; lo que le conduce a comprender las nociones de “jerarquía” y de “autoridad” no sólo sobre la base de los varios grados de la realización de las fuerzas individuales, como debe entenderse al interno de una tradición heroica, sino por el contrario sobre la base de la legislación de los “principios trascendentes”, entendidos entonces en sentido impersonal, universalístico y sacerdotal.
La misma reserva debe hacerse respecto a lo que puede superar las acciones extrovertidas, privadas de centro, agitadas, que constituyen la “religión” de los modernos. La doctrina de Guénon sobre los “motores inmóviles”, señores del movimiento, es también la nuestra. Pero cuando él hace entrar los “motores inmóviles” en relación con la “contemplación” y la “inmutabilidad de los principios supraindividuales”, vuelve a nosotros la sospecha. Vuelve, porque para nosotros “motor inmóvil” no es, el mismo, más que un “motor de ser”, llevado por individualidades superiores, las cuales se hacen conducir por fuerzas visibles e invisibles. Es el estado de autotrascenderse de la vida en esa calma, en ese sentido absoluto de visión y dominio, surgido del más alto vértigo –que hemos ya referido a la experiencia heroico-mágica. Por el contrario Guénon da alguna vez a todo esto un significado más “sapiencial” e intelectualístico, por no decir directamente racionalístico[7].
Hemos visto cómo, situándose en el punto de referencia de la “verdad” guerrera, se descubre un residuo de significado metafísico en las formas modernas de la cantidad (ciencias exactas), del pluralismo, de la misma racionalidad. Quien, como Guénon, se sitúa en el punto de vista opuesto, aquí no puede por el contrario ver más que espesa oscuridad, es decir una realidad a negar, antes que a integrar con la transposición en otro plano de los mismos significados.
Finalmente existe un punto más grave, cuando Guénon afirma que la tradición en Occidente debería tener forma religiosa: y como tal –añade– estaría representada por el catolicismo. Declaramos que el porqué de este “debería” se nos escapa totalmente[8]. Más bien a nosotros aquí nos parece que únicamente hay que reconocer el punto de vista de una tradición sacerdotal y oriental, el cual en un mundo formado en una tradición guerrera (como es el Occidente), no sabría reconocer y valorar lo que, aunque sea simplemente en un reflejo contaminado, se le asemeje; llamando por lo tanto antitradicional a lo que es tradicional, pero según una vía diversa. Comprendemos por lo tanto por qué Guénon dice que no se puede ser antirreligioso sin ser antitradicional, pero realmente no podemos seguirle. Afirmamos pues lo contrario, o sea que cuando antes los occidentales se desembaracen de la “religiosidad”, tanto mejor será para ellos, y tanto más próxima, posiblemente, estará la solución de salvación dentro de su propia línea. Frente a la “tradición”, arbitrariamente identificada con un ligamen de carácter religioso, los occidentales deberían preferir estar “sin tradición”; pero precisamente si en ese estar “sin tradición” construyesen una importada del carácter libre, guerrero, nórdico-mediterráneo, una vez que se produzca el necesario contacto con aquello que en el hombre va más allá de sí mismo.
Es una cosa a discutir, si originariamente la tradición judeo-cristiana, tradición todo lo contrario que pura y “metafísica”, fue depositaria de la “tradición primordial”, como quiere Guénon; pero de todos modos es absolutamente cierto que a tal propósito, títulos por lo menos equivalentes los tienen otras tradiciones más occidentales y menos “religiosas” como la hermética, de los alquimistas llegada incluso hasta el límite del mundo moderno, y la etrusco-latina, espíritu invisible de la realización romana. Esto convierte en arbitraria la opinión de Guénon, de que una restauración de la tradición en el mundo moderno no puede partir más que del catolicismo, por la vivificación, con la ayuda de Oriente, del contenido sapiencial que podría tener “en estado latente”. Hemos dicho ya que de ningún modo podemos seguir a Guénon en esta dirección, que nos representa un auténtico y verdadero atentado al espíritu de la occidentalidad. Repetimos, en cualquier caso, que no hace falta hacerse ilusiones, en el doble sentido que Occidente se dice cristiano y católico, pues, de serlo, está más lejos que nunca, precisamente por su raíces guerreras; todavía hoy, en la práctica, está incluso más próximo a una restauración en sentido romano y pagano que no en sentido religioso-cristiano; en segundo lugar, en el sentido que, por relativo que sea, el triunfo del catolicismo en Occidente, no se basa sobre su contenido sapiencial (en la incomprensión de los católicos por él, ya decimos que se demuestra claramente su actitud “antitradicional”, sea respecto a las precedentes tradiciones paganas, sea respecto a cualquier escuela esotérica[9], sea respecto al propio Oriente, del cual veremos cuándo los católicos consentirán, según un sabio consejo de Guénon, dejarse dar lecciones); se basa por el contrario en primer lugar en la sugestión y la atracción que su aspecto simplemente humano no podría –como “religión– dejar de ejercer sobre las masas; en segundo lugar sobre una fuerza de orden y de jerarquía, que no le es propia, sino más bien contradictoria, y que éste arrebató a la tradición romana.
Para el primero de estos puntos, la base del catolicismo es tal, que tanto vale crearse una nueva de la nada. Para el segundo, está clara la oportunidad de ser todavía más radical, y esto es referirse precisamente a la fuerza de la tradición imperial romana y de la más basta, paleomediterránea, de la que procede; volviéndose hacia ella nos reafirmamos en lo que a un occidental puede atraer del catolicismo, pero que todavía en el catolicismo va más allá del catolicismo; a un espíritu del cual, si se está aún a tiempo, puede brotar la reorganización del mundo moderno sobre la unidad de una tradición verdaderamente occidental. La formulación simbólica y doctrinal, que a tal hombre se le impone, deberá ser la propia del punto de vista guerrero y mágico; partiendo del cual no faltarían puntos de apoyo en las raíces profundas y no degeneradas de muchas de las realidades degeneradas de la más moderna civilización [10].
Para finalizar diremos de nuevo que estas consideraciones no se refieren al punto de vista absolutamente metafísico, el cual no puede ser más que uno, ni oriental ni occidental, ni sacro ni heroico. La divergencia con Guénon procede del único hecho que él, cuando desciende a los problemas como el de Oriente y Occidente, permuta tal punto de vista absoluto por el sapiencial y brahmânico, el cual es por el contrario ya relativo, y respecto al cual hay una posibilidad ni inferior, ni superior, el “heroico” y “mágico”. Así, él frente a ciertas “verdades” y realidades que sí enlazan a este segundo punto de vista, incluso también a la civilización nuestra occidental, no mantiene suficiente compresión e imparcialidad, y su negación va más allá de donde, en nuestra opinión, debería llegar.
[1] Cfr. Ur, 1927, pp. 148-150.
[2] Pietro Negri ha expresado el punto de vista de una partición ternaria, más que binaria de las tradiciones: heroica, sacra y jurídica, en correspondencia a la trinidad metafísica. Pero así como la trinidad es un aspecto sucesivo respecto a la dualidad, sí nos mantenemos firmes en insistir sobre la bipartición, refiriéndonos a una distinción más primordial, a la cual la otra puede reconducirse. De hecho la función jurídica puede considerarse que aparece en un momento de estabilización obtenido bien por una tradición guerrera, bien por otra sacerdotal.
Pierto Neri era el pseudónimo, en el ámbito del Grupo de Ur (en el que colaboró en el período de enero 1927-septiembre 1928), del conocido esoterista pitagórico y masónico Arturo Reghini.
[3] Esto no excluye que todavía existan en Occidente centros, que conserven o que hayan conservado la enseñanza esotérica. Pero aquí se habla de tradición en el sentido más amplio, refiriéndonos a una influencia directa de tales centros sobre una época y una raza, de la que tengan manifiestamente la dirección.
[4] J.Evola, Imperialismo Pagano. Ed Atanor, Roma 1928.
[5] Aquí Evola se refiere a la tradición mediterránea como un todo. Posteriormente rectificaría su posición y establecería un doble origen para las formas religioso-espirituales del Mediterráneo anterior al cristianismo. Una telúrico-materna –Luz del Sur– que se manifiesta en la religión etrusca y pelasga, y otra ario-uránica-solar –Luz del Norte– que se manifiesta en las formas espirituales latinas y helenas, propiamente arias. Ambas formas serían antitéticas y estarían en constante enfrentamiento (N. del T.).
[6] R.Guénon, La crisis del mundo moderno, París 1927.
[7] En Ur, se ha indicado con precisión el sentido, que conforme al uso filosófico moderno, damos al término “racionalismo”; el que –esperamos– obviará una cierta sorpresa ya manifiesta por Guénon (cfr. la revista L´idealismo realistico, 1926, n. 9-10) respecto a los juicios de este género. En su Erreur Spirite (París 1923) afirma repetidamente que el criterio de lo imposible para él es el lógicamente absurdo (y no viceversa), y que no es a la experiencia, es decir a la realidad del hecho, sino a la deducción a priori de un conjunto de “principios”, a donde se debe (remitir, preguntar) el verdadero criterio. En ello hay incluso más que suficiente para justificar la acusación de “racionalismo”.
[8] A este propósito Guénon nos ha escrito: “Ce que je veux dire, c´est que la forme réligieuse est plus particulierement adaptée aux conditions du monde occidental en raison de l´élément sentimental qu´elle implique, et cela parce que, en Occident, l´élément prédominant est assimilable aux kshastriyas, dans la nature desquels prédomine la tendence “rajasique”. Du reste, dans l´Inde même la voie de bhakti est consdérée comme convenant plus spécialment aux kshastriyas, et cette voie, sans s´identifier aucunement avec la forme réligieuse au sens occidental, est cependant ce qui en est certainement le plus proche, ayant en commun avec elle l´utilisation de “supports” d´orde sentimental”. A todo esto nosotros continuamos oponiendo una pregunta: dónde está escrito que en el mundo occidental precristiano predomine el elemento sentimental, tanto como para considerar oportuna la forma religiosa cristiana, la cual es, por el contrario, la que ha introducido la sentimentalidad (en el peor sentido del término) en ese mundo. El elemento dominante en el guerrero es el heroísmo, que es diferente al sentimentalismo, cuanto pudiera serlo del erotismo; y si eso puede implicar bhakti –es decir devoción (notamos por otro lado que esta vía esta bien lejana de ser la única conocida en Oriente para el khastriya)– no pude implicarlo más que en el sentido guerrero, viril, caballeresco, y para nada en el sentido religioso y pietístico cristiano. Sobre la base “rajásica” indicada por Guénon, se entendería que los misterios de Mithra hubieran dominado Occidente, pero no el cristianismo: que es una contaminación semítica a la que continuamos negando el carácter de una “tradición” en el sentido superior del término.
[9] Para justificar la actitud hostil del catolicismo hacia cualquier forma de esoterismo, Guénon se refiere al caso en que está bien oponerse a una divulgación del conocimiento iniciático, o al caso en que se hace por razones de oportunidad política (como con los templarios). Para el que observa el segundo punto, dar, bajo una especie de “herejía” o algo peor aún, pretextos para acciones de tal género, nos parecería muy clara señal, en relación a una organización que fuese realmente iniciática, de escasísima dignidad. Para el primer punto, eso es demasiado poco controlable; no es sostenible, de ningún modo, cuando antes no se tengan pruebas precisas de una jerarquía autoconscientemente iniciática en el centro de la iglesia; suposición que por nuestro lado nada, en el propio catolicismo, nos autoriza a admitir.
[10] Como Guénon reconoce, la utilidad de un eventual acercamiento de la iglesia al contenido sapiencial conservado de forma más pura en Oriente, así nosotros podemos retener contactos útiles, a nuestro entender, con doctrinas orientales: pero no sólo con las que pueden referirse a las castas brahamánicas, sino a las guerreras: la doctrina del Bhagavad-gitâ, por ejemplo, o del Sâmkhya, o de algunas formas tántricas, budistas o lamaico-prebudistas mágicas.
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