!QUE NOS DISCULPE EVOLA! , por Eduard Alcántara
Biblioteca Julius Evola.- No vamos a hablar en esta ocasión, y tal como suele ser habitual, sobre ningún aspecto del corpus doctrinal expuesto por Evola a lo largo de su vida. No vamos a detenernos a exponer y/o reflexionar sobre ningún dominio del Mundo Tradicional de los muchos que nos hizo conocer nuestro intérprete italiano de la Tradición (1). No vamos a escribir sobre ninguna de las ciencias y doctrinas sacras que de manera tan diáfana nos expuso genialmente Evola. No vamos a redactar nada sobre cómo, al decir de nuestro autor, el Mundo de la Tradición se plasma en lo político o en lo social o sobre cómo intentar vivir de acuerdo a los parámetros y valores de dicho Mundo en el opuesto, desacralizado, alienante y disolvente mundo moderno por el que transitamos en la actualidad.
No lo vamos a hacer, sino que, girando 180º con respecto a la temática habitual que suele encontrarse en la mayoría de ensayos y exposiciones que se acostumbran a componer alrededor de la obra evoliana, nos vamos a aprestar a hablar sobre dos hechos que conciernen a la propia persona de Evola y que sin duda se escapan a las herramientas de comprensión de la ciencia profana que, en Occidente, monopoliza, con total exclusividad, el ámbito del conocimiento desde hace ya unas cuantas centurias.
Somos sabedores de que a nuestro romano autor le habría disgustado que habláramos sobre su persona, puesto que pocos como él, desde que el mundo moderno relegó al olvido al Tradicional, han cumplido con tanto denuedo aquella fórmula que siempre fue santo y seña de aquéllos que en épocas pretéritas se ponían por entero al servicio de la Idea. Fórmula que no era otra que la de la de la “impersonalidad activa”, por la cual lo importante no era la persona que protagonizaba una acción tendente hacia lo Alto o tendente a contribuir al desarrollo o al mantenimiento del equilibrio y la armonía de las instituciones que pretendían ser un reflejo en el microcosmos del Orden propio a las fuerzas o numens que constituían el macrocosmos. Según dicha fórmula lo que valía era la obra y no quien la protagonizaba. Lo que importaba no era ser actor ni figurar. La tendencia al protagonismo y a la notoriedad eran considerados como lastres propios del egoísmo de quien era esclavo de su propia individualidad, de su ego no superado, de un yo que como tal no podía (y no puede) ser concebido más que como el cúmulo de sentimientos, pasiones, pulsiones y complejos que convulsionan y atormentan al individuo y le impiden experimentar los estados de calma mental necesarios para poder aspirar a Conocer (y a vivenciar) otras Realidades que se hallan por encima de la realidad material que aprehenden nuestros sentidos. De acuerdo a la fórmula de la “impersonalidad activa” la acción (interior o exterior) emprendida debe de estar impregnada de un total desapego.
Las pocas imágenes fotográficas que existen de Evola responden a su rechazo al protagonismo personal y a su adhesión a esta fórmula Tradicional. No comulgaba con que se le considerara como “filósofo de la Tradición”, pues afirmaba que filosofar es un ejercicio de la mente que realiza aquél que elabora (o pretende elaborar) nuevas teorías o sistemas de pensamiento y que, por el contrario, el propósito que él perseguía no era el de elaborar nada nuevo sino el de transmitir, y en todo caso sistematizar (para mejor comprensión del hombre de nuestros desangelados y huérfanos días), el saber sacro connatural a la Tradición. Es por esta razón que Evola prefería, en lugar de filósofo, que se le considerara como “intérprete de la Tradición”.
El rechazo a la filosofía le venía también dado por el hecho de que al utilizar ésta herramientas de la mente (tal como el método discursivo o el especulativo) que como tales se circunscriben a la esfera de lo humano, no puede ser nunca –la filosofía- una vía válida para acceder al Conocimiento de lo que es más que humano, de lo sobrehumano, de lo suprasensible, de lo metafísico.
No es, pues, el corpus doctrinal evoliano elaboración del pensador Evola sino sistematización, de la Sabiduría Sacra, magistralmente por él realizada y a nosotros transmitida. Desde el punto de vista Tradicional lo importante no es el hombre llamado Julius Caesar Andrea Evola sino el legado que nos ha transmitido. Así, además, lo quería él y es, repetimos, por lo cual por lo que sin duda no hubiera mostrado especial conformidad a que nos pusiéramos, como es nuestra intención, a discurrir sobre hechos que se refieren a su persona, por más que éstos tengan, seguramente, mucho que ver con los logros interiores y transfiguradores a los que, sin duda, arribó y que le fueron alejando del personaje Evola; le fueron despojando de la máscara que nos vamos colocando a lo largo de nuestro tránsito terreno (máscara que nos aboca al condicionamiento, a las dependencias y a las ataduras para con el mundo del devenir o continuo fluir y, a la postre, a la descentralidad con respecto a lo Trascendente).
Pero esperemos que su Alma Espiritualizada nos disculpe desde la Dimensión o Realidad Metafísica, incondicionada e imperecedera en la que, sin duda, se hallará.
Así pues pasemos a considerar el primero de los dos episodios que queremos tratar en el presente escrito, que no es otro que aquél al que hace alusión Alain de Benoist en un artículo que lleva, sencillamente, por título “Julius Evola” y en el que se nos explica cómo nuestro autor había anticipado, con dos años de antelación, a su discípulo y amigo George Gondinet que la muerte le sobrevendría –a Evola- a las 15:15 horas del 11 de junio de 1.974. En efecto, el deceso le aconteció a la hora predicha en tal día del sexto mes del año 74 del pasado siglo…
¿Qué podemos colegir de tan sorprendente hecho?
Pues lo que debemos de entender es que el proceso iniciático recorrido por el que ha venido a ser denominado como “el último gibelino” había llegado, al menos, a aquel punto en el cual el iniciado ha adquirido el conocimiento de cuáles son las diversas energías y fuerzas sutiles que hallándose en el Cosmos se encuentran igualmente en el interior del ser humano y representan la causa primera –sutil- del funcionamiento de sus funciones vegetativas, fisiológicas, cardiovasculares, respiratorias,… De esta manera el prana o aliento vital del que nos hablan los textos sapienciales de la tradición indoaria puede considerarse como la fuerza de la vida suprabiológica.
Y no únicamente debemos de entender que nuestro autor adquirió el conocimiento y visión de estas fuerzas y energías sino que, además, llegó a su identificación ontológica con ellas. Estado al que llegó tras completar lo que la tradición hermeticoalquímica denominó como la “obra al nigredo” y completar igualmente la posterior “obra al albedo”. Según ciertas equivalencias que se han querido realizar, no sin ciertos reparos, ambos estadios u obras de la vía de transustanciación interior corresponderían a lo que en la Antigüedad fue conocido como iniciación en los Pequeños Misterios.
Para completar la “obra al albedo” Evola debió, previamente (y tras un largo, arduo y metódico camino) completar una “obra al nigredo” en la que fue dejando lastre, deshaciéndose de escorias, descondicionándose de posibles traumas y complejos, de miedos, de sentimientos alteradores del ánimo, de pasiones que atan y de pulsiones que esclavizan. Fue entonces cuando con la mente limpia y calma pudo emprender el camino (la “obra al albedo”) que conduce del conocimiento de la realidad sensitiva y material al conocimiento y vivencia de otras realidades cada vez más sutiles de las que emana la sensorial y más burda. Cuando en el interior del hombre se han activado dichas fuerzas sutiles es cuando se accede a su gnosis y, por otro lado, si se han activado, el iniciado es capaz de actuar sobre ellas y de convertirse en el dueño de los procesos orgánicos de su cuerpo, hasta el punto de poder llegar a decidir y a provocar el final del funcionamiento de estos procesos y, como consecuencia, la muerte física.
Este proceso de palingénesis o renacimiento interior a otra/s realidad/es hace de Evola una especie de oasis en nuestro mundo. No en vano ya apuntamos en cierta ocasión que debía de quedar, de antemano, claro que “cuanto mayor es el grado de materialización y/o de sojuzgamiento a lo ínferior, a las fuerzas irracionales, a los bajos impulsos e instintos y a los sentimientos desenfrenados por el que atraviesa el hombre en un determinado período del devenir de la humanidad menor, es, en inversa correspondencia, la posibilidad de encontrar individuos aptos, conscientes y dispuestos a adentrarse en lo que se conoce como Iniciación. Y no se olvide, en relación a esto, que el actual y disoluto período del mundo moderno por el que transitamos representa la etapa más disolvente y deletérea –la crepuscular u obscura- de la decadente edad de hierro o del kali-yuga de la que ya nos ponían sobre alerta los textos sapienciales y sagrados de la antigüedad”.
El segundo episodio del que queríamos tratar ya no sería un episodio de la vida de Evola, sino, más bien, de su muerte; o, para ser más precisos, de su postmortem. Lo conocemos gracias a la narración hecha por alguien que fue testigo de ello. Se trata de su discípulo el Tradicionalista Renato del Ponte. Las líneas en las que del Ponte nos explica este episodio fueron reproducidas en la parte final de un ensayo elaborado por Marcos Ghio, con motivo del 30º aniversario del deceso de Evola, intitulado “Actualidad y vigencia del pensamiento evoliano”; texto que sirvió de base a una conferencia por él impartida.
Ocurrió que tras el fallecimiento del ´último gibelino´ razones tecnológicas y burocráticas fueron dilatando la posibilidad de que su cuerpo fuera incinerado en el horno crematorio del cementerio de Roma. Los inconvenientes surgidos llevaron a la decisión de incinerarlo en Spoleto (en la región de Umbría). Había transcurrido un mes desde la luctuosa fecha cuando se pasó a abrir el ataúd para sacar de él los restos mortales que iban a ser incinerados. Unos restos que, sorprendentemente, se hallaban completamente intactos pese al fuerte calor que hace en esas latitudes italianas durante los meses de junio y julio. Concretamente las palabras de Renato del Ponte nos hablan de “un rostro de marfil que perfilaba una enigmática sonrisa…”
¿Qué hemos de pensar ante tan inaudito episodio?
Pues lo que hemos de pensar es que el proceso de transformación interior de Evola no se detuvo en la ´obra al albedo´. No tuvo su límite en los ya citados Pequeños Misterios, sino que continuó hasta completar la tercera y definitiva fase de la Obra alquímica: la ´obra al rubedo´. O dicho en términos budistas: alcanzó la iluminación o Despertar; la Gran Liberación. Completó los conocidos, en la Antigüedad, como Grandes Misterios. Evola fue, progresivamente, conociendo y vivenciando realidades cada vez más sutiles. Accedió a la visión y al control de fuerzas o numens (presentes en el cosmos y en el seno del ser humano) que cada vez compartían menos esencia con el mundo manifestado y que se hallaban en los primeros estadios (o tattva, al decir del tantrismo) de la manifestación. Así continuó su vía iniciática hasta acceder a la Gnosis por excelencia: la del Principio Supremo que se encuentra más allá y en el origen del mundo manifestado. La del Principio Inmutable, imperecedero, eterno, indefinible e incalificable a partir del cual emana el Cosmos.
Y no únicamente a su Gnosis sino también a su identificación interior con él. Esto es, repetimos, a su Liberación con respecto a cualquier resabio del mundo de la manifestación.
Su Alma se había convertido en un fiel reflejo del Espíritu. O, más bien, su Alma se había espiritualizado por completo.
Y si, según la máxima Tradicional, lo de arriba se refleja en lo de abajo, o lo Trascendente en lo inmanente, así mismo la eternidad conseguida por el Alma, ya imperecedera, de Evola tenía que verse reflejada en su cuerpo físico. Un cuerpo físico incorrupto; ignorando y contradiciendo la lógica habitual de las leyes de la naturaleza que imperan para el común de los mortales.
¡Que nos disculpe Evola por haberle hecho protagonista de estos párrafos!
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(1) Hemos querido escribir con mayúscula el vocablo “Tradición” y sus derivados para distinguir el concepto que ella representa de la “tradición”, en minúscula, que haría referencia a usos, costumbres, cultura,… -con independencia de su naturaleza- que arrancan del pasado y que tienen o no vigencia en la actualidad. En cambio a la Tradición, con mayúscula, alguien la definió como la vigencia del Macrocosmos en el microcosmos; o, para resultar más fáciles de entender, del Cielo en la Tierra.
EDUARD ALCÁNTARA
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