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Biblioteca Evoliana

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 20. "Amor eterno". Celos. Orgullo sexual

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 20. "Amor eterno". Celos. Orgullo sexual

La contrapartida positiva, presente también en casos proble­máticos como los que acabamos de señalar, es el sentimiento de que en la mujer se tiene la vida, que en ella está la vida misma; vida en un sentido superior. La jerga de los amantes es constante sobre este tema: "tú eres mi vida", "sin ti yo no puedo vivir", en una infinita multiplicidad de variantes. Banalidades sin duda: pero no es banal el plano sobre el que veremos reaparecer e inte­grarse este mismo tema en un ciclo de mitos y de leyendas que acoge las más lejanas tradiciones en el tiempo y en el espacio. Así es el sentimiento de una vida superior preguntada y recon­quistada, al menos en un reflejo o sólo por unos instantes, a través de la mujer en confusos estados emotivos, que se refleja inclusive en estas expresiones estereotipadas de la jerga universal de los amantes.

Sin embargo, es natural que el amor se asocie ya a una angustia, ya a una necesidad de eternización. Es la angustia de que el estado al cual se siente uno alzado se venga abajo. Así, en el amor existe siempre la inquietud, inclusive en los momentos culminantes; en ellos sobre todo el amante tiene siempre miedo de que todo pueda acabar, de donde, aparte de decir con sinceri­ dad que, en tales momentos quisiera morir, por temor a una caída; aparte de esto, íbamos a decir, continuamente, ansiosa­mente pregunta sin cansarse: "¿me amarás siempre?", "¿no te cansarás de mí?", "¿me dejarás de querer?", "¿me desearás siempre?" No hay amor lo suficientemente intenso que no comporte justamente la necesidad de un "siempre", de una dura­ción sin fin, como un sentimiento sinceramente vivido que se impone sobre el momento, incluso cuando la razón reconozca perfectamente su carácter ilusorio y su absurdidad y cuando pren­de de nuevo, después del fin de una relación erótica dada en la que al principio se había sentido, en otras relaciones con otros seres (caso típico: el de las relaciones de Shelley): esto, porque representa un momento esencial de la estructura de la experien­cia (10). Cuando un tal sentimiento se afirma, hay también un correlativo, en otro género de remoción del elemento temporal, de superación de los límites del "ahora": es la sensación, frecuen­tísima en los amantes, de la familiaridad, de conocerse desde hace mucho tiempo: "tú eres la imagen que siempre había llevado en mí, oculta en mi interior"; y también: "me parece que te he conocido antes de conocerme a mí mismo. Me pareces anterior a todo lo que yo soy" (Melandro, en Maeterlinck). Todos estos son hechos reales de la experiencia erótica. Absolutamente absur­dos si la única razón de ser del amor hubiese sido la cópula proveedora —porque ésta no requeriría ningún deseo o necesidad de que la posesión continua, ni inclusive que se eternizase más allá de los estados emotivos ligados al momentáneo acto de un abrazo particular—, a la luz de la metafísica del sexo, por el contrario, revelan su precisa lógica.

Lo mismo se puede decir a propósito de la fidelidad y los celos. Ni la una ni los otros son rqueridos por la naturaleza o por la especie como necesarios para sus fines. Lo contrario sería inclu­sive natural, porque la atadura a un solo ser no puede no represen­tar un factor limitativo para la libre pandemia genésica, para el empleo de' otros seres que ofrecen posibilidades biológicas idénti­cas, si no mejores, para la reproducción. Por el contrario, se puede comprender que si una determinada mujer amada realiza las condiciones para que la necesidad de autoconfirmación y de ser sea calmada, para que sea atenuada la privación existencial de la criatura, para que uno se encamine hacia la posesión de la Vida en sí mismo, la idea de que esta mujer nos traicione o se vaya con otros, da la sensación de una fractura mortal, de algo que lesiona el nudo existencial más profundo de uno mismo: esto, tanto más, en la medida en que esté presente la situación descrita más arriba (§ 12) de un eros con un pequeño grado de desplazamiento. Se puede comprender entonces que el amor se transforme en odio, que el sentimiento de la propia destrucción impulse salvajemente a la destrucción de la persona que ha sido la causa, con el asesina­to, con la muerte de quien ha traicionado: un absurdo sin nombre, éste, en el marco de cualquier finalismo de la especie, y también en el marco de cualquier psicología; con el odio amoroso que mata, ni el individuo ni la especie ganan nada.

Existen casos en que, en el amor, la necesidad de poseer abso­lutamente a un ser, física y moralmente, en la carne y en el alma, en su aspecto más superficial pueden ser explicados por el orgullo del Yo y por el impulso a la potencia. Decimos sin embargo "en su aspecto más superficial", porque estos impulsos no son prima­rios, son complejos que se han formado sobre el plano del indivi­duo social, cuya raíz es más profunda y más inconfesada. El Gél­tungstrieb, la necesidad de tener importancia, la necesidad de valo­rizarse ante sí mismo, antes inclusive de hacerlo ante los otros, la "protesta viril" que Adler situó como motivo central de su psi­cología analítica, no son tanto la causa de supercompensaciones neuróticas, como efectos procedentes de un complejo de inferio­ridad de orden, por así decir, trascendente, de la percepción oscura de la privación inherente en el hombre, en tanto que ser finito, dividido, problemático, mezcla de ser y de no ser. En su metafísica, el eros es una de las formas naturales por las cuales se intenta atenuar y suspender el sentimiento de esta privación. Es pues lógica la parte que puede tener un impulso a "valer" en tér­minos de posesión erótico-sexual en quien tenga necesidad de una autoconfirmación: como medio para ilusionarse de que se "es", en las relaciones eróticas; de donde la fenomenología ya de los celos, en el sentido específico que acabamos de considerar, ya del despotismo sexual. Pero, repitámoslo, todo esto no tiene un carácter primario, concierne sólo a las transposiciones pertene­cientes al dominio de la consciencia más periférica. El hombre que se mantiene sobre este plano no capta el sentido último ni la dimensión en profundidad de los impulsos a los que en seme­jantes casos obedece; así, a menudo alimenta justamente las manifestaciones compensadoras desviadas y torcidas que hemos contemplado. Esa cosa bastante ridícula que es el "orgullo del macho" pertenece a este dominio. Todavía más hacia el exterior se encuentra lo que, en el fenómeno de los celos, puede ser dicta­do por el simple amor propio y por la idea social del honor. Hemos hablado de transposiciones desviadas porque cuando el Yo busca en el sentimiento de posesión y en el orgullo sexual un anestésico para su oscuro sentimiento de inferioridad, cuando el sentimiento de la posesión le suministra el sucedáneo del "ser", casi siempre el efecto real es precisamente un reforzamiento del egoismo del individuo empírico en su limitación y clausura, lo que va contra la tendencia a la superación de sí que constituye la posibilidad superior de cada eros. Sin embargo, esta situación se realiza frecuentemente. En el Triunfo de la muerte, de d'An­nunzio, Giorgio Aurispa se aferra desesperadamente al sentimien­to de la posesión para eludir el de la nada, ypara resistir al impul­so radical al suicidio. Y dice: "Sobre la tierra no hay más que una embriaguez duradera: la seguridad absoluta en la posesión de otra criatura. Yo busco esta embriaguez."

Pero, en las experiencias eróticas corrientes, se encuentra principalmente una mezcla de estos dos momentos contradicto­rios: el impulso a valer poseyendo y la tendencia a salir de sí mismo en la unión con el otro. Así, de una cierta manera, esta contradicción tiene un carácter dialéctico y, metafísicamente, las dos tendencias están ligadas genéticamente, ambas extraen su origen de una misma raíz, no oponiéndose la una a la otra más que en sus formas de manifestaciones finitas y condicionadas (11). En un eros integrado, prevalecerá por el contrario el carácter propio de la manía o exaltación-entusiasmo, bajo el signo del Uno, luego un movimiento que va más allá, sea de sí mismo o del otro, sea de la afirmación tanto de sí como del otro: casi como, sobre un plano diferente, se ve que ocurre en la experien­cia heroica. Y la antítesis de que hemos hablado, es superada. "Más allá de la vida", "más que la vida", puede ser el principio propio del gran amor, de la gran pasión, del gran deseo: "Te amo

más que a mi vida." La técnica de un encantamiento de amor árabe consiste en concentrar toda la voluntad en la expresión de los ojos, fijándolos en la mujer y a la vez haciéndose tres inci­siones en el brazo izquierdo y diciendo: "No hay Dios fuera de Dios. Y lo mismo que esto es verdadero, así toda mi sangre corre­rá antes de que se apague mi deseo de poseerte" (12).

 

(10) Así es exacto decir: " ¡Desgracia al hombre que en los primeros momentos de una relación amorosa no cree que esta relación debe ser eter­na! ¡Desgracia para quien, en los brazos de una amante que acaba de poseer, conserva la funesta presciencia y prevé que podrá separarse de ella!" B. C. de REBECQUE, en B. PERET, Anthotogie de l'amour sublime, París, 1956, págs. 158-159.

(11) En base a cuanto acabamos de decir, se podría llegar a una uni­ficación de las opuestas teorías de Freud y Adler, teniendo por centro, una, la libido sexualis, y la otra el impulso a valer; porque el eros incorpora él mismo un impulso a la confirmación de sí, un esfuerzo para la reintegra­ción individual. Si la raíz última del segundo es una "idea de potencia y de similitud con Dios" que actúa en el inconsciente, no es distinto del signifi­cado que hemos extraído nosotros del mito del andrógino para el eros (A. ADLER, Praxis und Theorie der Individualpsychologie, München, 1924, pág. 53).

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