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Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 19. El sexo y los valores humanos

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 19. El sexo y los valores humanos

El carácter que en todo amor humano lo suficientemente intenso atestigua sobre todo el fundamento metafísico recóndito es su trascendencia; trascendencia respecto al ser individual, trascendencia respecto a sus valores, a sus normas, a sus intereses ordinarios, a sus vínculos más íntimos y, en el caso límite, respec­to a su bienestar, a su tranquilidad, a su felicidad e inclusive a su vida física.

Lo absoluto, lo incondicionado, no puede encontrarse sino más allá de la vida de un Yo encerrado en los límites de la persona empírica, física, práctica, moral o intelectual. Así, en principio, sólo lo que transporta fuera de esta vida y de este Yo, que crea en ellos una crisis, que induce en ellos una fuerza más fuerte, que desplaza el centro de sí mismo más allá de sí mismo —inclusive si es preciso que esto se produzca de una manera problemática, catastrófica o destructora— sólo esto puede eventualmente abrir el camino hacia una región superior.

Ahora bien, es un hecho que, en la vida corriente, un cierto grado de esta condición de trascendencia se realiza en los seres humanos en pocos estados distintos a aquéllos que están condi­cionados por el amor y por el sexo. Resultaría verdaderamente ocioso subrayar todo cuanto el amor, sujeto eterno e inagotable de todo arte y toda literatura, ha significado en la historia de la humanidad, tanto en la vida individual como en la colectiva: propiciando tanto elevación y heroismo, como abyección, cobar­día, delitos y traiciones. Si verdaderamente se debiera ver en el amor sexual un impulso genéticamente conectado con la animali­dad, considerado todo esto habría que concluir que el hombre se encuentra sobre un plano mucho más bajo que el de cualquier especie natural, por haber permitido al amor, al sexo y a la mujer intoxicarle y dominarle no sólo su ser físico, sino también, y sobre todo, el dominio de sus facultades más elevadas, hasta el punto de alcanzar y potenciar desmesuradamente el área de tal invasión más allá de la propia de un instinto banal. Por el contra­rio, siguiendo la interpretación metafísica del sexo, todos estos hechos se presentan bajo otra luz y su apreciación es diferente. La tiranía del amor y del sexo y todo cuanto en el eros es capaz de subvertir, socavar o subordinar toda otra cosa, en lugar de una extrema degradación y de un inexplicable demonismo en la exis­tencia humana, se convierte en el hombre en signo de la incoerci­bilidad del impulso a trasladarse, de una manera cualquiera, más allá de los límites del individuo finito.

Mientras que la biología no puede poner sobre el mismo plano la función de nutrición y la de reproducción (cuando no quiere inclusive considerar la primera como principal, dado que el hombre puede vivir sin copular, pero no puede vivir sin alimentar­se), la diferencia absoluta de rango que existe por el contrario entre la una y la otra de estas funciones aparece evidente. Sólo en los casos límites de hambre absoluta la función nutritiva puede revolver al individuo. Pero esta función está privada de cualquier contrapartida física; en condiciones normales y a lo largo de la historia, no se encuentra para la nutrición nada que se correspon­da con el papel que la función sexual representa en la vida indivi­dual y colectiva, nada de la influencia profunda y múltiple que ésta ejerce en el dominio emocional, moral, intelectual, inclusive espiritual. En general, no existe en el hombre otra necesidad que, para tocar las profundidades del ser en la misma medida que la necesidad sexual, no se limite a la simple satisfacción, sino que forme parte de un "complejo" que desarrolle también su influen­cia antes, después y fuera de esta satisfacción.

Sería banal extenderse sobre los aspectos sociales del poder "trascendente" del amor. El puede quebrar los límites de la casta y de la tradición, puede convertir en enemigos a personas de la misma sangre y de las mismas ideas, separar a los hijos de los padres, romper los vínculos establecidos por las instituciones . más sagradas. Como la historia nos enseña, hasta en los casos más recientes que se han verificado en la casa de Habsburgo y en la de Inglaterra, el del Fernando shakespeariano que, por el amor de Miranda, se declara dispuesto a renunciar a su dignidad de rey y sentirse feliz de servir de esclavo a Próspero, representa un poder "trascendente" del amor que no se limita sólo a la literatura ni a los románticos príncipes de opereta. Si el incentivo para la crea­ción, contra Roma, del anglicanismo estuvo constituido por el problema sexual de Enrique VIII, un papel nada desdeñable en la génesis de la Reforma le cabe a la sexualidad de Lutero, incapaz de tolerar la disciplina monástica. Si Confucio hizo notar que nunca se ha hecho tanto por la justicia como por la sonrisa de una mujer, si Leopardi, en "Il primo amore" reconocía al eros el poder de suscitar el sentido de la vanidad de cada meta o estudio o del mismo amor a la gloria, y de hacerle desdeñar cualquier otro placer, el mito clásico hace preferir a Paris, bajo el signo de Afrodita, la más bella mujer a la ciencia suprema prometida por Atenea-Minerva, y al imperio del Asia y a las riquezas prometi­das por Hera-Juno. El Fausto goethiano dice: "Tengo más ale­gría por una de tus miradas, por una de tus palabras, oh mucha­cha, que por el saber universal." Y de la antigüedad nos llega el eco de la desconcertante pregunta de Mimnermo sobre si existe, en general, una vida y una alegría de vivir sin la "áurea Afrodita", si sin ella la vida sigue siendo la vida (1). La sexología está de acuerdo en reconocer que "el amor, como pasión desencadena­da, es como un volcán que quema y consume todo: es un abismo que se traga honor, fortuna y salud" (2).

En el dominio propiamente psicológico se pueden sacar a la luz efectos también positivos del amor. Ya Platón hacía notar que, en el caso de un comportamiento vil o de una acción vergon­zosa, nunca se experimenta tanta vergüenza como en presencia de aquel que se ama: "Nadie hay tan vil que el amor mismo no le infunda divino valor, hasta el punto de hacerle semejante a aquel que, por naturaleza, es audacísimo... El mismo ardor que... a algunos héroes les ha inspirado el dios, el Amor lo otorga a los amantes por efecto de su misma naturaleza" (3). Y a todo esto se puede asociar el papel, inclusive exagerado por la literatura romántica, que representaron el amor y la mujer para incitar a llevar a cabo obras elevadas y acciones sublimes." Si el "no hay nada que yo no hiciera por ti" es un lugar común banal del lenguaje de los amantes, sobre la misma dirección se encuentran los hechos reales de la costumbre caballeresca medieval, según la cual, en el curso de combates o de empresas peligrosas, el hombre ponía voluntariamente su vida en peligro por una mujer, haciendo de ella el punto de referencia de toda su gloria y de todo su honor. Aquí, naturalmente, se debe establecer una distinción entre lo que se lleva a cabo como simple medio subordinado al fin de poseer a una mujer de la que se está preso, y todo lo que, en materia de disposiciones positivas, de autosuperación, de entusiasmo creador han tenido la mujer y la experiencia erótica como simples medios propiciatorios, siendo este segundo caso el único que entra en cuestión aquí (4).

Pero, como signo de un poder que destroza al individuo, los efectos negativos de una pasión son más interesantes, es decir, los aspectos de una trascendencia que no salva la personalidad moral y socava sus valores más esenciales. De nuevo se puede hacer hablar a Platón, quien hace notar cómo los amantes "con­sienten en una servidumbre a la que ni siquiera un esclavo querría ser sometido", ni se sienten despreciables por una adulación que ni siquiera el tirano más degradado desearía para sí. "Si para enriquecerse o para abrirse camino en el mundo alguien quisiera comportarse como lo hace por amor... un amigo, y hasta un enemigo, le impediría caer tan bajo" (5). En la ética de los pueblos arios, ninguna otra virtud era tan honrada como la verdad y nada inspiraba tanto horror como la mentira. Ahora bien, en la moral indo-aria, la mentira, admitida con el fin de salvar una vida humana, es asimismo admitida en el amor. Junto a todo respeto hacia sí mismo, en este dominio cae el mismo criterio de la fairness si se ha podido enunciar al principio siguiente: all is fair in love and war. El juramento mismo deja de ser sagrado: "el que ama es el único que puede jurar y romper el juramento sin incurrir en la ira de los dioses", dice Platón (6); y Ovidio, vinien­do en auxilio: "Desde lo alto del cielo, Júpiter toma a risa el perjurio de los amantes, y sin efecto quiere él que lo lleve el aura y el viento." "Virtud... deviene fraude y violar con ellas [con las mujeres] la fe jurada, no merece el nombre de vergüen­za" (7).

La consecuencia a sacar de todo esto es que del amor se espera algo absoluto; por ello, no se vacila en reconocer a sus fines una preeminencia frente a la misma virtud y un derecho a ir más allá del bien y del mal. Si el sentido último del impulso que arrastra al hombre hacia la mujer es el que ya hemos indica­do, es decir, la necesidad de ser en sentido trascendente, cuanto ahora hemos revelado, y que la vida cotidiana confirma, aparece como perfectamente comprensible. Y comprensible aparece tam­bién que, en los casos límites, en los•casos en que este sentido es oscuramente vivido con una intensidad particular de la fuerza elemental del eros, el individuo, cuando el deseo no es apacigua­do, puede ser empujado al suicidio, al asesinato o a la locura. El espejismo que el mismo amor profano ofrece como reflejo o presentimiento de lo que el eros puede dar si pasa a un plano superior —la suma felicidad supuesta en la unión con un deter­minado individuo de sexo diferente— es tal que si resulta negado o truncado, la misma vida pierde todo atractivo, se hace vacía y desprovista de sentido, tanto que en algunos el disgusto les condu­ce inclusive a acortarla. Por esta misma razón, la pérdida del amado debida a su muerte o a su traición, puede significar un dolor que supere cualquier otro. Mejor que nadie, Schopenhauer pone todo esto en claro (8). Pero tan exacta es su constatación de un móvil y de un valor que, en el amor, transporta absoluta­mente más allá del individuo, como absurdo y mitológico resulta su referencia a la omnipotencia de la especie y su incapacidad de ver en cualquier caso de este género nada que no sea el efecto trágico de una ilusión. La contribución positiva de Schopenhauer es el haber señalado que, si los sufrimientos del amor roto o trai­cionado sobrepasan a todos los demás, ello es debido a un elemen­to no empírico y psicológico, sino trascendental, al hecho de que, en todos estos casos, no es el individuo finito, sino el individuo esencial y eterno el que resulta golpeado: no se trata sin embargo de la especie en él, sino de su núcleo más profundo, en su necesi­dad absoluta de "ser", su necesidad de confirmación, encendida por el eros y la magia de la mujer.

En este mismo orden de ideas, conviene considerar también el caso en el que, no solamente el amor sexual no se asocia con afinidades de carácter y con inclinaciones intelectuales, sino que subsiste e inclusive se reafirma al lado del desprecio y del odio por parte del individuo empírico. Existen efectivamente situacio­nes a las cuales es aplicable la definición del amor dada por un personaje de Bourget: el amor: un odio feroz entre dos abra­zos. En el amor, el elemento odio reclama una consideración aparte, porque puede tener un sentido más profundo, no exis­tencial, sino metafísico: lo veremos en el próximo capítulo. De otro lado, se lo puede considerar e integrar en el conjunto de los hechos de trascendencia que, conforme a lo que hemos dicho (§ 12) de los tres posibles planos de manifestación del eros en el ser humano, se verifican, cuando la fuerza del estrato elemental se reafirma con más fuerza que los condicionamientos propios de los otros dos estratos menos profundos, es decir, que los condi­cionamientos propios, no solamente del individuo social y de sus valores, sino también del individuo considerado bajo el aspecto de su preformación, de su propia naturaleza, de su carácter: un deseo absoluto, contra el cual incluso el odio y el desprecio hacia el ser amado no pueden nada. Estos casos deben valorarse como una "prueba de reacción": ellos nos dicen lo que es verdadera­mente fundamental en el eros también en casos diversos, es decir, en los casos en que no existen contrastes ni heterogeneidades humanas notables entre las dos personas, para quienes el magne­tismo elemental puede encenderse en un clima privado de grandes tensiones.

 

(1)        Cf. C. KERENYI, Le Figlie del Sole, Torino, 1949, pág. 128.

(2)        V. KRAFFT-EBING, Psychophatia Sexualis, cit., pág. 21.

(3)        Banq., 179 a-b.

(4)        n una novela de caballería, Lanzarote dice a Ginebra: "Yo solo no hubiese tenido nunca valor para emprender ninguna acción caballeresca ni de intentar cosas a las que todos los demás han renunciado por falta de fuerzas." Pero la misma Ginebra le hace notar que todo cuanto él ha lleva­do a cabo por este amor, por poseerla, "le ha hecho perder el derecho a cumplir las otras aventuras del Santo Grial, en honor al cual fue instituída la Tabla Redonda" (DELECLUZE, Roland ou de la chevalerie, París, 1845).

(5)        Banq., 183 a-b.

(6)        Ibid., 183 b.

De arte arnendi, I, págs. 653-636.

(7)      Metaphysik der Geschlechtsliebe, cit., págs. 85-88, 109, 112, etc.

(8)      Physiologie de l'amour moderne, cit., Medit. 1.

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