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Biblioteca Evoliana

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 1. El principio

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 1. El principio

Biblioteca Julius Evola.- Evola, aborda esta primera parte partiendo de cero. Existen dos naturalezas, nos dice, una física y otra metafísica. Existe una forma de pasar de una a otra: la iniciación. La vida solamente es plena y tiene sentido cuando se viven ambas realidades, de lo contrario, está coarta y limitada. Y así sucesivamente. En este primer capítulo de su obra, Evola nos introduce, casi sin darnos cuenta, en el mundo de la Tradición. A partir de este momento, su fisonomía será más fácilmente comprensible para los interesados en penetrar en esta temática.

 

EL PRINCIPIO

Para comprender tanto el espíritu tradicional como la  civilización moderna, en tanto que negación de este principio, es  preciso partir de la base fundamental constituida por la  enseñanza relativa a las dos naturalezas. Hay un orden físico y  un orden metafísico. Existe la naturaleza mortal y la naturaleza  de los inmortales. Existe la región superior del "ser" y la  región inferior del "devenir". De forma general, existe un  visible y un tangible y, antes y por encima de éste, un invisible  y un intangible, que constituyen el supra‑mundo, el principio y  la verdadera vida.

 

Por todas partes, en el mundo de la Tradición, en Oriente y  Occidente, bajo una u otra forma, este conocimiento ha estado  siempre presente como un eje inquebrantable en torno al cual todo  lo demás estaba jerárquicamente organizado.

 

Decimos conocimiento y no "teoría". Cualquiera que sea la  dificultad que experimentan los modernos para concebirla, es  preciso partir de la idea que el hombre de la Tradición conocía  la realidad de un orden del ser mucho más vasto que el que  corresponde generalmente, hoy, a la palabra "real". Hoy, en el  fondo, no se concibe más "realidad" fuera del mundo de los  cuerpos situados en el espacio y el tiempo. Ciertamente, algunos  admiten aun hoy la existencia de algo más allá de lo sensible,  pero, de hecho, es siempre a título de hipótesis o de ley  científica, idea especulativa o dogma religioso, no superando, en  realidad, el límite en cuestión: prácticamente, es decir, en  tanto que experiencia directa, cualquiera que sea la divergencia  de sus creencias "materialistas" y "espiritualistas", el hombre  moderno normal no forma su imagen de la realidad más que en  función del mundo de los cuerpos.

 

El verdadero materialismo que conviene denunciar en los modernos  es este: sus demás manifestaciones, expresadas bajo la forma de  opiniones filosóficas o cienfícas, son fenómenos secundarios. En  el primer caso, no se trata de una opinión o una "teoría", sino  de un estado de hecho, propio de un tipo humano cuya experiencia  no puede asimilar más que cosas corporales. Por ello la mayor  parte de las revueltas intelectuales contemporáneas contra los  puntos de vista "materialistas" forman parte de las vanas  reacciones contra las consecuencias últimas y periféricas de  causas lejanas y profundas, que se sitúan sobre el plano de las  "teorías".

 

La experiencia del hombre tradicional, como, hoy también, a  título residual, la de algunas poblaciones llamadas "primitivas",  iba más allá de este límite. Lo "invisible" figuraba como un  elemento tan real, o incluso más real, que los datos facilitados  por los sentidos físicos. Y todos los modos de vida, individuales  o colectivos, lo tenían rigurosamente en cuenta.

 

Si, tradicionalmente, lo que se llama en nuestros días "realidad"  no era pues más que una especie de un género mucho más amplio, no  se identificaba, pura y simplemente, lo invisible con lo  "sobrenatural". A la noción de "naturaleza" no correspondía,  tradicionalmente, el mero mundo de los cuerpos y las formas  visibles, sobre el cual se ha concentrado la ciencia secularizada  de los modernos, sino también, y esencialmente, una parte de la misma realidad invisible. Se tenía la sensación muy viva de un mundo "inferior", habitado por formas oscuras y ambiguas de todo género ‑alma demoníaco de la naturaleza, substrato esencial de todas sus formas y energías‑ al cual se había opuesto la claridad supratradicional y sideral de una región más elevada. Pero, además, en la "naturaleza" entraba tambien, tradicionalmente, todo lo que es humano: lo humano en tanto que tal no escapa al destino del nacimiento y de la muerte, de la impermanencia, de dependencia respecto a las potencias telúricas y de cambio, propia a la región inferior. Por definición, el orden de "lo que  es" no puede tener nada en común con las condiciones y los seres humanos o temporales: "la raza de los hombres es una cosa, la de los dioses es otra", aunque se concibe que la referencia al orden superior, situado más allá de este mundo, pudo orientar esta integración y purificación de lo humano en lo no‑humano que, como se verá, constituirían, solamente ellas, la esencia y el fin de toda civilización verdaderamente tradicional.

 

Mundo del ser y mundo del devenir (cosas, demonios y hombres).  Sin embargo, todas las representaciones hipostáticas ‑astrales,  mitológicas, teológicas o religiosas‑ de estas dos regiones  remitían al hombre tradicional a dos estados, tenían el valor de  un símbolo que era preciso resolver en una experiencia interior o  en el presentimiento de una experiencia interior. Así, en la  tradición hindú, y en particular en el budismo, la idea del  samsara ‑la "corriente" que domina y transporta todas las formas  del mundo inferior‑ está estrechamente asociada a un aspecto de  la vida que corresponde a la codicia ciega, a la identificación  irracional. El helenismo, al igual, frecuentemente personifica en la naturaleza la "privación" eterna de lo que, teniendo fuera de sí su principio   y  su acto, discurre y fluye indefinidamente  ‑_ε_ρεovτα- y acusa precisamente, en su devenir, una perpertua privacion de limites"([1]). "Materia" un abandono original y radical, expresando en estas tradiciones, lo que, en un ser, es indeterminación incoher

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