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Etica Aria (II) El derecho sobre la vida

Etica Aria (II) El derecho sobre la vida

Biblioteca Evoliana.- El segundo artículo que incluye la recopilación "Ética Aria", "El derecho sobre la vida" es una reflexión sobre "El derecho sobre la vida", publiado en la revista "Il Regime Fascista", el 17 de mayo de 1942. A Evola le llamó la atención el hecho de que solamente algunas doctrinas orientales y el estoicismo de Séneca, consideraban lícito el suicidio. En este artículo se preocupa por analizar bajo qué circunstancia el suicidio es una "salida honorable". El artículo inspira un capítulo entero de "Cabalgar el Tigre" que reproduce las mismas reflexiones y evidencia la tendencia que ya tenía Evola en los años 40 a transgredir las fronteras de lo politicamente correcto.

 

Queremos tratar aquí, brevemente, no sobre el derecho sobre la vida en general, sino sobre el derecho sobre la misma vida, según la trasposición de la antigua fórmula ius vitaes necisque, que equivaldría a la potestad de aceptar la existencia humana o bien de ponerle fin. 

Vamos a considerar este problema desde el punto de vista puramente espiritual, por tanto nos situaremos más allá de las consideraciones de carácter social. Debe pues entenderse esta responsabilidad frente a uno mismo, en lugar de restringirla a los estrechos horizontes de la vida individual, considerando el sentido general de la propia existencia terrestre y supraterrestre. Nuestras consideraciones se mantendrán igualmente alejadas de cualquier referencia de carácter devocional, del plano condicionado y poco iluminado, al que habitualmente se alude. Aspiramos a mantenernos fieles a criterios propios de un realismo de carácter superior. 

La opinión de Séneca 

Sobre tal plano, la forma más severa y viril en la que se ha afirmado el derecho absoluto a disponer de la propia vida, ha sido afirmado por el estoicismo, especialmente en las formulaciones de Séneca. En los puntos de vista de esa filosofía se percibe –a ojos de muchos- un espíritu típico, no sólo romano, sino también ario-romano, aun cuanto se vea limitado por cierto entumecimiento y exasperación. 

Para entender el alcance del punto de vista de Séneca -y, en. general, la esencia de las ideas que aquí queremos exponer- hace falta condenar cualquier justificación del derecho a quitarse la vida, en casos en los que intervenga un motivo pasional. El hombre que se suicida impulsado por un sentimiento pasional es digno de ser condenado y despreciado. Es un vencido, un derrotado. Su acto de suicidio solamente atestigua su pasividad, su incapacidad para afirmarse y responder a los impulsos de la vida sensitiva, por encima de la cual es preciso situarse para poder considerarse verdaderamente hombre. No vale la pena, pues, dedicar ninguna línea a estos casos. 

La justificación de Séneca del derecho al suicidio, en cambio, es interesante, porque se sitúa, decididamente, más allá de ese plano. La visión general de la vida de Séneca y el estoicismo romano se basa en la idea de que la vida es una lucha y una prueba. Según Séneca, el hombre verdadero está por encima de los mismos dioses porque estos, por naturaleza, no están expuestos a la adversidad y a las desgracias, mientras que el ser humano si está expuesto a ellas y, por tanto, tiene el poder de triunfar. Infeliz no es quien ha conocido la desgracia y el dolor, nos dice Séneca, porque no ha tenido ocasión de experimentar y de conocer su propia fuerza. A los hombres les ha sido concedido algo más que estar exento de males; se le ha dado la fuerza para triunfar sobre ellos. Y las personas más golpeadas por el destino deben ser consideradas como las más dignas, de la misma forma que durante las batallas, se encomienda la defensa de las posiciones más expuestas y difíciles y las misiones más peligrosas a los elementos más fuertes y calificados, mientras que los menos osados, atrevidos y fuertes, los menos fuertes, son destinados a la retaguardia. 

Ahora, en función de esa precisa afirmación de una visión viril y combativa de la vida, Séneca justifica el matarse. La justificación la pone en boca de la divinidad en De providentia, VI, 7-9, cuando escribe que dice no sólo se ha concedido al hombre verdadero, al sabio, una fuerza más fuerte que cualquier contingencia, sino que se le ha dado la posibilidad de abandonar el terreno de juego cuando lo desea: la vía de "salida" está siempre abierta, pater exitus. "Cuando no queráis combatir, siempre os es posible la retirada. Nada os ha sido dado más fácil que morir." 

Enseñanzas arias

La expresión “si pugnare no vultis, licet fugere”, aludía a la muerte voluntaria que el sabio tenía derecho a darse a mismo, en el espíritu del texto no debe ser entendida como una cobardía, en tanto que fuga. No se trata de apartarse de la vida porque uno no se siente lo bastante fuerte como para afrontarla como prueba. Implica, por el contrario, decir basta a un juego, cuyo sentido ya no se comparte, tras haber demostrado así mismo tener la capacidad para superar pruebas similares. Se trata de una “separación de la vida” fría, casi podríamos decir “olímpica”, realizada por quien no se ha dejado dominar por los elementos que han ido apareciendo en su vida. 

En las antiguas tradiciones arias se encuentran justificaciones para "salir" voluntariamente de la vida terrenal, con evidentes afinidades a la vía del estoicismo romano. Allí donde se ha renunciado a la vida en nombre de la vida misma, es decir cuando algo nos impide gozar o encontrar satisfacción (una carencia, una situación personal desesperada, un desengaño, un fracaso) el suicidio es condenado sin paliativos. En tales casos, este acto no significa una “liberación”, sino justo lo contrario: la forma más extrema, aunque bajo la apariencia de un rechazo, de apego a la vida, de dependencia de la vida y de sometimiento a los "deseos". Ningún "más allá" espera a quien utiliza tal violencia contra sí mismo; la ley de una existencia sin “luz” se reafirmará en torno a quien haya optado por esta vía. 

Tendría, en cambio, derecho a poner fin a la vida terrenal quien permaneciera en una situación de distanciamiento y separación frente a la vida, hasta el punto de que le daría igual vivir o no-vivir. En esos casos, se podría plantear la pregunta de qué es lo movería a una persona en tal coyuntura interior a asumir la iniciativa del suicidio. Tanto más por el hecho de que quien ha alcanzado tal estado de perfección interior ha asumido también en uno alguna medida el sentido suprapersonal de su existencia en tierra, sintiendo, al mismo tiempo, que el conjunto de esta existencia no es sino un breve tránsito, un episodio, el aparecer para una misión dada o una prueba particular, un viaje durante las horas "a través de la noche", como dicen los orientales. Advertir un aburrimiento absoluto, una impaciencia o una intolerancia ante el paso del tiempo y lo que todavía tenemos por adelante ¿acaso no sería un resto humano, una debilidad, algo todavía no “resuelto" y aún no aplacado por el sentido de la eternidad, o, al menos, por las "grandes distancias" no-terrenales y no-temporales?

¿Es “mía” la vida?  

Dicho esto, hay otra consideración de principio que es posible realizar. Se puede tener realmente derecho sólo sobre aquello que nos pertenece. El derecho a dar fin a la propia vida está condicionado por lo tanto a que esta vida pueda ser verdaderamente “mía”. Y hablando de "vida", no podemos reducirla solamente al cuerpo, el organismo fisico-psíquico sobre el que,  generalmente, se juzga que se tiene el derecho de poner término a su duración; ni se tiene que excluir la misma vida de los sentimientos y las sensaciones. 

Ahora, en términos absolutos, ¿puede decirse que, verdaderamente, todo eso es "mío" o se refiere a "yo mismo"?. Aquí cada cual se forja sus propias ilusiones que, sin embargo, un instante de reflexión bastan para disipar. Un texto de la tradición aria, sitúa el problema de modo muy tangible en forma de diálogo. El sabio pregunta: “¿Tiene un soberano poder para ejecutar, exiliar o amnistiar a quién quiera en su reino"? -"Ciertamente". "Que piensas entonces sobre esto: ¿el cuerpo soy yo mismo? O también, qué dices: La sensación soy yo mismo, la percepción soy yo mismo, puede realizarte este deseo: Así debe ser mi sensación o percepción, así no debe ser?” La respuesta al interrogatorio debe ser por fuerza negativa. No se puede hablar de "mi cuerpo" o de "mi vida", porque entonces debería tratarse de cosas sobre las que no tengo poder, mientras que, de hecho, tal poder o es nulo, o bien mínimo. No es el principio y la causa de "nuestra" vida, aquello que nosotros recibimos, sino que en las antiguas tradiciones arias todo esto es considerado como un "préstamo" que va parejo al deber restituir a otro tal vida, engendrando a un hijo. De aquí que el primogénito fuera llamado "el hijo del deber." 

Por lo demás, allá dónde la vida fuera de nuestra propiedad, debería ser posible separarse de la existencia terrenal a través de un puro acto del espíritu o la voluntad, sin actos violentos exteriores, algo imposible para la casi totalidad de los hombres, porque sólo algunas tradiciones antiguas consideraron la posibilidad de una "salida" de este tipo en figuras absolutamente excepcionales. Suicidándose y matando al cuerpo físico, se ejerce por tanto violencia sobre algo que no puede decirse que sea nuestro, algo que no depende de nosotros mismos: algo sobre lo que no puede decirse que tengamos, en derecho, jus vitae necisque: menos incluso que sobre los propios hijos, que, al menos, han sido engendrados por nosotros. 

Aquí sin embargo puede presentarse una objeción. Puede decirse que, precisamente porque no hemos querido ni creado nuestra vida, no estamos obligados a aceptar o conservar en todos los casos este “préstamo” o “regalo” y, por tanto, en un momento determinado tenemos el derecho a ponerle fin. Para aceptar este razonamiento, naturalmente, deberemos presuponer que se ha realizado la condición ya señalada, es decir, que se ha operado un distanciamiento con la vida misma, capaz de demostrarse a sí mismo con pruebas positivas y no con simples palabras o sugestiones. De otra forma, considerar la vida como algo extraño que se puede conservar o devolver a quién sin nuestro consentimiento, nos la ha dado, sería una simple ficción mental. Así pues, seguimos, en el terreno aplicable solo a casos excepcionales. 

Pruebas de reacción sobre el destino 

La solución de esta dificultad está condicionada por los puntos de vista que derivan de la visión general del mundo. La  mayor parte de los occidentales modernos, a causa de la religión predominante, se han acostumbrado a considerar el nacimiento físico como el principio de su vida. Para ellos el problema, naturalmente, es bastante grave, porque allí dónde el nacimiento, y por tanto la vida terrenal, no son consideradas como efecto de una causa o de una confluencia de circunstancias externas, el nacimiento queda vinculado únicamente a la voluntad divina. 

Tanto en un caso como en el otro, la voluntad propia no juega ningún papel, por lo que, allí dónde no se sea lo suficientemente devoto para aceptar la vida por amor de Dios, con resignación y obediencia, puede aparecer siempre la actitud de quien reivindica la misma libertad frente a lo que él no ha deseado. 

Pero el examen de la mayor parte de las más antiguas tradiciones indo europeos no coinciden con este punto de vista. Afirmaban, inicialmente, una preexistencia con respecto a la vida terrenal y una relación de causa y efecto -a veces incluso de elección-, entre la fuerza preexistente al nacimiento físico y la misma vida. Ésta, en tal caso, no pudiendo ser atribuida a una voluntad exterior y humana del individuo, va a representar un orden penetrado por un determinado sentido, algo que tiene su significado para el Yo, como una serie de experiencias importantes no en sí mismos, sino respecto a nuestra realización. En una palabra, entonces aquí abajo, la vida ya no es una casualidad, sino que más bien puede considerarse como algo a aceptar o rechazar según mi libre albedrío, ni como una realidad que se impone frente a la que solamente se puede permanecerse pasivo, bien con una resignación obtusa o manifestando una constante resistencia. Surge en cambio la sensación de que la vida terrenal es algo, sobre lo que nosotros, antes de ser seres terrenales, nos hemos, por así decirlo, "comprometido" y, en cierta medida, implicado, incluso como en una aventura o como en una misión o una elección, asumiendo los aspectos problemáticos y trágicos de la misma. 

Es difícil que esta superioridad o, también, sencillamente aquel distanciamiento frente a la vida, que permitiría arrojarla, no se acompañe, como ya hemos señalado, por un sentido de la existencia, el cual, en muy pocos casos, induciría a comprender la decisión de “acabar” con ella. Todos sabemos que antes o después el fin vendrá, por lo tanto, la actitud más sabia frente a las contingencias sería descubrir el sentido oculto, la parte que tiene en el todo, que en el fondo -según el punto de vista señalado- se basa en nosotros y está contenido en nuestro deseo de trascendencia. Y allí dónde fuera sincera y decisiva nuestra impaciencia ante lo eterno, por conocer la existencia más allá de la terrenal, daría sentido a la frase de una mística española: “en tan alta vida espero, que muero porqué no muero”; a partir de ese momento, se concibe la vida como prueba, en lugar de interrumpirla con una intervención directa y violenta. Mediante las intervenciones heroicas en un conflicto bélico, o en las ascensiones en alta montaña, o en exploraciones y misiones arriesgadas, hay miles de posibilidades para interrogar a la vida sobre el “destino” y obtener respuestas sobre las razones profundas para proseguir aquí una vida humana. 

Publicado en la sección “Diorama mensile” de la revista “Il Regime Fascista”, 17 de mayo de 1942.

(c) Fundazione Julius Evola.

(c) Edizioni Il Settimo Sigillo

(c) Por la traducción en lengua española: Ernesto Milà - infokrisis

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