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Cabalgar el Tigre

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 15.- Heidegger: huida hacia adelante y "ser-para-la-muerte". Fracaso del existencialismo.

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 15.- Heidegger: huida hacia adelante y "ser-para-la-muerte". Fracaso del existencialismo.

Para completar este análisis "existencial" del fondo del exis­tencialismo, no será quizás inútil referirse otra vez a Heidegger que, como Sartre, rechaza las "aberturas verticales" (religiosas) y querría ser "fenomenológicamente" agnóstico.

Ya hemos visto que la oscuridad propia del existencialismo se acentúa en él porque el hombre es presentado como no teniendo el ser en su interior (o detrás de sí, como su raíz) sino delante de sí, incluso como algo que uno debe perseguir y atrapar. Se trata, aquí, del ser en tanto que totalidad de los posibles respecto de los cuales uno es cul­pable o, según la otra acepción de la palabra Schuld, deudor. ¿Por qué se es deudor, por qué hace falta sentir una necesidad de encontrar a cualquier precio una explicación para una totalidad pandémica?. Lo vamos a explicar nosotros mismos remitiéndonos una vez más a lo que ya hemos dicho, es decir, que esto refleja la situación de un hombre que, sencillamente, padece la manifestación o la actividad de la tras­cendencia casi como una fuerza constrictiva, sin ninguna libertad. Es como si las posibilidades necesariamente excluídas de un ser finito (fi­nitud = negación), se proyectaran en fines y situaciones que se despliegan en el tiempo: es como si lo existente que uno es, lo tuviera este ser delante de sí mismo, avanzando delante de sí (la palabra empleada es exactamente, Sich-vorweg-sein) en un proceso que jamás puede desembocar en una verdadera posesión, en una sucesión "hori­zontalmente extática" (éxtasis, aquí, en el sentido literal de salir de un arrobamiento) que constituiría la "temporalidad auténtica": esta, aunque siempre afectada por no-totalidad, sería para el hombre, mientras viviera, el único sentido del ser que le sería concedido. Así se presentan las cosas para Heidegger.

El horizonte no podría ser más sombrío: el "existir" , el yo, que en sí mismo es la nada que tiene el ser fuera de sí, delante de sí, y lo persigue, corre también en el tiempo, en la misma posición de de­pendencia que el hombre sediento con respecto al agua, con las dife­rencias de que es inconcebible que pueda jamás alcanzarla si no la po­see, ya, (ninguna violencia puede hacer que lo que no es, sea —decían lose_léatas). Desde este punto de vista la concepción de la vida pro­pia al existencialismo de Heidegger podría ser caracterizada por esta expresión de Bernanos: una fuga hacia adelante. Es por lo tanto evi­dentemente absurdo hablar de una "decisión" , de una Entschlos­senheit en un sentido verdaderamente positivo, a propósito de cada acto o momento en el que se desarrolla la "extaticidad horizontal", cuando es justamente de ello de lo que se trataría en el tipo humano que nos interesa: transformar sustancialmente la estructura y el signifi­cado del devenir, de la existencia en el tiempo, destruyendo el carácter de oscura pesadez, de necesidad, de violencia, de tensión agitada y dándole al contrario el de una acción: como es normal, cuando en el Yo el énfasis ha caído o ha sido desplazado sobre la dimensión de la trascendencia, sobre el ser.

Hay quien ha hablado de un "deseo" frenético de vivir, de vi­vir a cualquier precio, que no es el resultado del ritmo de la vida en nosotros, sino del ritmo de la muerte" . Este es uno de los rasgos más característicos de nuestra época. No es aventurado afirmar que, pen­sando en el último análisis, el sentido del existencialismo de Heideg­ger, es decir, un existencialismo sin abertura francamente religiosa, es este. Tal es el verdadero contenido "existencial" , a pesar de lo que puede parecerle a su mismo autor.

Las ideas de Heidegger sobre la muerte son bastante particula­res y confirman esta interpretación. Es en fondo sólo es en la muerte donde ve la posibilidad de alcanzar este ser que en la temporalidad siempre se nos adelanta. Por lo que Heidegger habla de la existencia en general como de una "existencia para la muerte", como de un "ser para el fin". La muerte dominaría al ser porque pondría un término a la constante e irremediable privación y a la no-totalidad del ser, le ofrecería "su posibilidad más propia, incondicionada e insuperable" . Y la angustia del individuo ante la muerte, donde termina el carácter finito del "existir" , sería la angustia ante tal posibilidad. Esta nota emotiva es, una vez más, típica y significativa; nos muestra que inclu­so allí (es decir delante de este "fin" que representaría la "realiza­ción", según el doble sentido de la palabra griega té/os en la doctrina tradicional de la mors triunphalis) un elemento de pasividad perma­nece. Y Heidegger llega a denunciar como una fuerza de "inautenti­cidad" y de diversión tranquilizadora, no solamente la obtusa indife­rencia respecto a la muerte, valorizando, sin embargo, la impasibili­dad frente a ella. Habla del "valor de tener angustia frente a la muer­te", cosa absolutamente inconcebible, por no decir ridícula, para un tipo de hombre integrado.

En fin, el carácter negativo de todo el desarrollo existencial, incluyendo la misma muerte y gravitando sobre ella, queda confirma­do de nuevo cuando Heidegger habla de "la muerte como una pro­yección en el poder ser propiamente dicho, incondicionado e insupe­rable" . Es como si se tratara de un destino en el sentido más sombrío del término. Y, del mismo modo que el "antes" del "existir", el "antes" de lo que soy, permanece fuera de la zona iluminada de la conciencia existencialista de Heidegger (y de otros existencialistas), lo mismo ocurre con el "después de la muerte", el problema de la su­pervivencia y de los estados póstumos, de una existencia más elevada o más baja después de la vida mortal, es dejado en la oscuridad total. Heidegger trata todavía menos de la "tipología de la muerte" que tu­vo un lugar tan grande en las doctrinas tradicionales, que han visto en las diferentes maneras de enfrentarse con la muerte un factor muy im­portante para determinar lo que ésta pueda representar y lo que, se­gún los casos, pueda producirse en el post-mortem.

Los pocos motivos positivos que aparecen por azar en Heideg­ger quedan neutralizados por una limitación esencial. Ciertas indicaciones, como la que concierne a la libertad "que es fundamento" (es decir, la base de "este ser, que es nuestra verdad"), "y en tanto que tal es también el abismo (sin fondo) del existir" , están desprovistos de todo verdadero significado, del mismo modo que la voluntad de "li­berarse de la Egoidad (Ichheit, la calidad de ser un Yo) para conquis­tar un auténtico sí mismo" (lo que remitiría a esta libertad abismal). Para responder a la acusación de concebir una libertad "antropo­céntrica" , Heidegger dice que para él la esencia del "existir" , es "ex­tática, por lo tanto excéntrica (sic)" , que, por lo tanto, la libertad te­mida es un error, de tal modo que, como conclusión, no queda otra alternativa más que la existencia inauténtica que es una huida delante de uno mismo y dispersión en la vida social, cotidiana, insignificante y banal, o la obediencia a la llamada del ser que se traduce por un "ser para la muerte" aceptado, después que, en vida, hayamos vanamente perseguido como una hada Morgana, la totalidad del ser, es decir que hayamos vivido la trascendencia exclusivamente como algo que se de­sarrolla y actúa en el individuo y su devenir como una vis a tergo.

Como último punto indicaremos el colapso final del existen­cialismo tal como aparece en el mismo Jaspers al tratar el naufragio, el fracaso o la debacle (das Scheitern). Se trata ante todo del manteni­miento de dos exigencias poco compatibles, la una concierne a la libre realización de este ser que nosotros no somos, pero que podríamos ser y, a decir verdad, podríamos detenernos aquí y resolver en estos térmi­nos el problema existencial: es la solución parcial o de primer grado que ya hemos examinado repetidas veces. Al mismo tiempo, Jaspers, como Heidegger, habla de la aspiración del hombre a abrazar el ser, pero no en tanto como tal o cual ser particular, sino en tanto que ser puro y total. Esta aspiración está destinada a fracasar en todas sus for­mas positivas. El ser puro puede presentirse fuera de nosotros mismos a través de un "lenguaje cifrado" , mediante símbolos; pero en su esencia es "trascendente" en el sentido negativo, es decir que no puede ser alcanzado de ninguna manera. El objeto de nuestra aspira­ción metafísica más profunda presenta este carácter en las "situaciones límite", situaciones contra las cuales no podemos nada. Estas serían, por ejemplo, para Jaspers, la culpa, la suerte, la muerte, la ambi­güedad del mundo, lo imprevisto. Frente a todas estas situaciones que nos "trascienden" se puede, o bien, reaccionar "inauténticamente" con automixtificaciones, velando la realidad, intentando evadirse o bien, auténticamente, mirando la realidad de frente, con desespero y angustia. Que esta alternativa sea absolutamente falsa debido a que hay otras reacciones posibles como las que hemos indicado para el hombre integrado (además de lo que Sartre ha revelado sobre la liber­tad fundamental y la intangibilidad del Yo) apenas es necesario subra­yarlo. Es interesante, en cambio, ver cual es, para Jaspers, la solución correspondiente a la reacción "auténtica".

Esta solución consistiría en reconocer su propia derrota, su pro­pio fracaso o naufragio, dentro del esfuerzo realizado para alcanzar, de cualquier manera, al ser: no es más que en este momento cuando por una inversión de lo negativo en positivo como uno se encontraría en presencia del ser y la existencia se abriría al ser. "Es una cosa decisi­va la manera en la cual el hombre vive su derrota (o quiebra, o naufra­gio —Scheitern—): o ella le permanece velada, para aplastarlo des­pués, al fin, o ella le aparece sin velos situándolo frente a los límites ineludibles de su propio "existir"; o el hombre busca soluciones y pa­liativos inconsistentes y fantásticos, o asume francamente el silencio al que tiene derecho lo inexplicable". Llegados a este punto, no queda más que la fe. La vía, para Jaspers, consistiría en desear su propia derrota, su naufragio, siguiendo, más o menos, el consejo evangélico de abandonar la propia vida para ganarla. Abandonar la presa, dejar la partida: "la voluntad de eternidad, en vez de rechazar el fracaso, reconoce el propio fin en él". El desmoronamiento trágico del Sí se identifica con la epifanía o la abertura de la trascendencia. Esto sería exactamente cuando Yo, en tanto que yo, veo que el ser se me escapa, en este momento es cuando éste se me revelaría a mí y yo alcanzaría "el esclarecimiento" supremo de la realidad existencial en mi, duali­dad desde donde, a partir de Kierkegaard, todo el existencialismo se ha basado: es decir, que se esclarecería la relación entre existencia fini­ta y la trascendencia. Es una especie de apertura extática y creyente en la derrota. A la angustia, al tormento vital, a la búsqueda, a la tensión sucedería, pagando este precio, un estado de paz, del que es difícil no ver el fondo cristiano, e incluso protestante (la teología dialéctica pro­testante).

El único intento hecho por Jaspers para superar horizontes tan completamente "creaturales" se expresa en la concepción del "Todo englobante" (das Umgreifende). Se trata aquí de un lejano reflejo de ideas propias también de una enseñanza tradicional. El problema se plantea para esta conciencia dual que siempre está inclinada a "objeti­var" , a oponer un "objeto" al Yo como sujeto y que jamás podrá al­canzar la raíz última por esta vía, llegar a la realidad en la cual estamos contenidos, que es anterior y superior a esta dualidad. Jaspers parece admitir la posibilidad de superar la fractura objeto-sujeto llegando a la experiencia de la unidad, del "Todo englobante": es necesario que desaparezca todo "objeto" (lo que se opone a mí en tanto que Yo) y que se disuelva del yo, como ya lo hemos demostrado de sobra, es el único que conoce el tipo de hombre considerado por Jaspers, es natu­ral que todo aquí termine en una especie de naufragio, en una simple "experiencia mística" de quien "se hunde en el Todo englobante" (estas son palabras mismas de Jaspers). Esto es el equivalente de la sali­da confusa, pasiva y extática del "ser para la muerte" después de ha­ber vivido la "vida para la muerte", mencionada por Heidegger: es la antítesis misma de toda realización o apertura positiva, clara y sobera­na, de toda trascendencia como fondo real del ser y del "existir" , en una superación efectiva y creativa del estado dual.

Con esto podemos concluir nuestro análisis del existencialis­mo. Resumiendo, podemos decir que éste toma algunas exigencias de Nietzsche, sin superarlas, salvo en lo que concierne al punto que he­mos subrayado en el examen precedente: la trascendencia queda afir­mada como un elemento constitutivo de la existencialidad. No es por aquí por donde el existencialismo conduce al tipo de hombre que nos interesa; y la consecuencia lógica debería ser una ruptura con todo na­turalismo y toda religión inmanente de la vida, pero en el existen­cialismo la introducción de esta dimensión nos hace volver a caer en plena crisis y todas las soluciones propuestas a partir de complejos emotivos y subintelectuales —angustia, culpa, destino, falta, soledad, inquietud, náusea, problemática del existir, etc.— no se sitúan más allá, sino dentro del punto que podríamos alcanzar desarrollando y rectificando las posiciones post-nihilistas de Nietzsche.

Como ya hemos visto, en Kierkegaard, en Jaspers y en Marcel, por no hablar de otros exponentes del "existencialismo católico" que pretende hacerse pasar como "existencialismo positivo", la trascen­dencia a la que se refieren se reduce a la que es propia de la fe y de la devoción: poco importa aquí que se emplee una terminología nueva, abstracta y abstrusa, en lugar de la terminología más honrada de la teología teísta ortodoxa. El hombre "libre" mira de nuevo hacia atrás, hacia las tierras abandonadas y por medio de una "invocación" (es el término específico utilizado por Marcel) busca restablecer un contacto tranquilizador con el Dios muerto.

Globalmente el balance es negativo. La dualidad estructural existencia-trascendencia es reconocida, pero el centro de gravedad del Yo se sitúa no sobre el término "trascendencia" sino en el de "exis­tencia". La trascendencia, en el fondo, es concebida como "lo otro", mientras que por el contrario, debería concebirse como "otro" nuestro ser determinado, "situacional" , el "existir" , en relación al verdadero Yo que se es, el primero no representa más que una simple manifestación de éste en el estado humano y bajo los determinismos correspondientes: condicionalidad relativa, pues actúa frecuentemen­te en un sentido que varía con la actitud adoptada (tal como hemos dicho, ello es la aportación positiva del análisis de Sartre). E incluso si la relación que une un término con otro puede aparecer a menudo os­curo y plantear un problema —y esto mismo es el único verdadero problema de la vida interior— no es por ello por lo que debe desapa­recer en el hombre integrado el sentimiento de "centralidad" , calma, soberanía, superioridad respecto a sí mismo, de "confianza trascen­dental".

Así se confirma la diferencia fundamental entre el tipo de hombre que encuentra un reflejo de su propia imagen en la filosofía existencialista y el que conserva, como un character indelebili s , la sus­tancia del hombre de la Tradición. El existencialismo es la proyección del hombre moderno en plena crisis y no del hombre moderno que ha superado esta crisis. Muy lejano de él se encuentra el que ya posee esta dignidad interior tan natural como distante de la que ya hemos habla­do, del mismo modo que el que "vagó ampliamente en una tierra extraña, perdido entre las cosas y las contingencias", y que a través de crisis, pruebas, errores, destrucciones, superaciones, ha vuelto a él mismo, ha encontrado el Sí y en el Sí, en el ser, se ha establecido de nuevo de manera serena e inmutable. Absolutamente lejano es el hombre que ha sabido dictarse una ley a sí mismo desde lo alto de una libertad superior, y puede entonces caminar encima de la cuerda lan­zada por encima del abismo, de la que se ha dicho: "Peligroso es atra­vesar, peligroso permanecer en medio, peligroso es temblar o detener­se".

No sería, a lo mejor, una maldad, pensar que no se podía espe­rar nada mejor de especulaciones de hombres que, como casi todos los existencialistas "serios" (en oposición a los de la nueva generación en desbandada), son, como ya hemos dicho, "profesores", simples inte­lectuales de café, cuya vida, aparte de sus "problemas" y sus "posi­ciones" , ha sido y es una vida de perfectos pequeño-burgueses: su existencia conformista (salvo en algunos entusiasmos políticos de ten­dencia liberal o comunistizante) no aparecen muy "quemados", ni más allá del bien y del mal.

Es particularmente entre los que se rebelan contra la vida caóti­ca de las grandes metrópolis, o los que han pasado por las tempestades de fuego y de acero y las destrucciones de las últimas guerras totales, o que se han formado en el "mundo de los escombros" , donde habrían podido encontrarse las condiciones de una reconquista del sentido su­perior de la vida y una superación existencial real, no sólo teórica, de todo el hombre en crisis, y entonces nuevos puntos de partida habrían podido ser dados, también para las correspondientes formulaciones es­peculativas.

Para terminar, quizás no estará privado de interés indicar un ejemplo del valor que podrían asumir algunos temas del existencialis­mo si fueran asimilados por un tipo de hombre diferente y se les rela­cionara con la enseñanza tradicional. El ejemplo nos es ofrecido por la noción de una especie de decisión, de opción trascendental, que es, como ya hemos visto, para la mayoría de los existencialistas, la base del "existir" , de todo individuo en el mundo y de su abanico bien deter­minado de posibilidades y de experiencias que representan al menos, una línea de menor resistencia y, eventualmente, la base de la existen­cia auténtica y de la fidelidad a uno mismo.

Ya hemos recordado la presencia de una enseñanaza corres­pondiente en el mundo tradicional. Añadiremos que ésta ni siquiera pertenecía a la "doctrina interna" , sino que formaba parte de la con­cepción general, exotérica, de la vida, en la forma de la doctrina de la preexistencia (doctrina que no hay que confundir con la reencarna­ción, que no es más que una formulación simbólica y popular, absur­da tomada al pie de la letra). Entre las limitaciones propias a la teología teísta y creacionista que ha predominado en Occidente figura el rechazo a esta doctrina. Este rechazo, por una parte, ha reflejado, y por otra, ha estimulado la tendencia a velar o a negar la existencia de la dimensión pre-humana y no-humana de la persona, del "existir" .

Hemos visto ya como en el existencialismo el presentimiento de esta antigua verdad ha jugado un papel importante: ha sido el ori­gen, sea de la angustiosa sensación de una situación-límite infranque­able, oscura, incluso simplemente absurda, o bien, sea de la equivoca­ción de la que ya hemos hablado, propia de la "abdicación creatural" . En el tipo de hombre diferenciado del que nos ocupamos, el mismo presentimiento, al contrario, actuará como ya había actuado en las capas superiores del mundo tradicional y representa un elemen­to absolutamente esencial de la actitud requerida para permanecer en pie actualmente y "cabalgar el tigre". Como abertura a la doctrina de la preexistencia, engendra una fuerza inigualable. Reaviva la concien­cia de los orígenes y de una libertad superior, manifestándose en el se­no del mundo, la conciencia que viene de lejos y, por tanto, también la de una distancia. De ello se desprenden las consecuencias naturales que se inscribirán en la línea ya indicada: todo lo que en la existencia humana, en tanto que tal, podría parecer importante y decisivo, to­mará un carácter más relativo, pero sin ninguna relación con la indife­rencia, la "ataraxia" o un sentimiento de exilio. Sólo apoyándose en esa sensación es como se podrá abrir cada vez más, superando al Yo físico, la dimensión del "ser" y, partiendo de ahí, reforzar la facultad de comprometerse totalmente y de darse, sin exaltación, ni arrobamiento, no por un impulso puramente vital, sino en virtud de la dualidad ya mencionada respecto de la acción pura. Por último, la prueba extrema que puede fácilmente presentarse en una época como esta y la que le seguirá —prueba, como hemos dicho, consistente en poder ser destruido sin ser, por ello, afectado— ofrece, en el fondo, una relación estrecha con una experiencia vivida desde la preexisten­cia, que indica, ella, la dirección a seguir para volver a soldar los "dos fragmentos de la espada".

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 14.- La existencia, "proyecto lanzado en el mundo"

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 14.- La existencia, "proyecto lanzado en el mundo"

Examinemos ahora otro tema característico y sintomático del existencialismo, el del "existir" . Para Heidegger, el fondo del "exis­tir" es la nada; uno es lanzado en el mundo sólo como una simple po­sibilidad de ser. En la existencia, para la entidad que soy, hay por lo tanto (metafísicamente) una indeterminación: puedo alcanzar o fraca­sar mi ser. Lo que el individuo representa queda curiosamente defini­do por un "poder ser existente" o también por un "proyecto lanzado en el mundo" (no está dicho que un simple proyecto se realice). Sartre escribe: "El Yo que yo soy depende, en sí, del Yo que no soy todavía, en la medida precisa en que el Yo que no soy todavía depende del Yo que ya soy". Aquí también, la angustia existencial se manifiesta. Heidegger la distingue con razón del miedo: el miedo nace, frente al mundo, de situaciones o peligros exteriores; no existiría si no existiera la angustia debida al sentimiento del carácter problemático del ser en general, al sentimiento de lo que no se es todavía lo que podríamos ser, sino también lo que no se es. Esta teoría traduce el clima de la vida moderna y testifica una traumatización fundamental del ser. Es inútil decir que sería absolutamente incomprensible para un tipo de hombre integrado: el que ignora la angustia y en consecuencia, el miedo.

Como el existencialismo no conoce una abertura con base reli­giosa, esta concepción del yo como una simple e incierta posibilidad de ser trae una consecuencia grave pero lógica, la temporalidad y la "historización" de la existencia. Si no se es nada, si uno está despro­visto de una base metafísica preexistente, si yo sólo soy si se realiza este puro proyecto que yo soy, es evidente que sólo existo en el tiempo en donde se desarrolla (o no se desarrolla) la realidad de mi simple posi­bilidad de ser. Así, el eventual proceso de "superación" que con­templa el existencialismo de este tipo no ofrece más que un carácter "horizontal" y no vertical: corilo veremos, Heidegger habla precisa­mente de una "extaticidad horizontal en la temporalidad" y dice que el ser de cada uno de nosotros no es temporal, sencillamente porque se encuentra por azar en la historia. sino que lo es por su propio fondo. de manera tal que no puede ser más que ser en la temporalidad. Se comprende por lo tanto que si nos remitimos con angustia al devenir para el ser, descubrimos además la insignificancia de la existencia "inauténtica" en la vida socializada, superficial y banal, alcanzamos entonces el límite extremo de una verdadera "filosfía de la crisis" que habríamos podido clasificar pura y simplemente como una variedad del nihilismo moderno.

Es evidente que no podemos retener nada válido en los temas existencialistas, para esclarecerlos y con ello la orientación del hombre que nos interesa. Del mismo modo que hemos rechazado el valor intrínseco, fundamental del "ser en el mundo" , también hay que rechazar igualmente, para el hombre integrado, la temporalidad en el sentido condicionarte que acabamos de indicar. Sólo entre límites bastante precisos es, para nosotros, aceptable la idea de la simple posi­bilidad de ser, de mi ser ontológicamente el proyecto de mi mismo, realizable o no realizable. No se trata aquí del "ser" sino de una de sus modalidades determinada, reconocida, deseada y asumida. El ser (que es necesario refererir a la dimensión de la trascendencia) no queda implicado y por lo tanto nuestro propio carácter problemático reviste un sentido relativo y cesa de ser dramático: la angustia metafísica es expulsada, mientras que al contrario, debido a su consti­tución interior diferente, el hombre que consideran los existencialis­tas, la padece e incluso debe padecerla.

Pasemos a otro punto. Introduciendo el concepto de "proyec­to" , el existencialismo ha debido admitir un acto primero que se sitúa antes de la existencia individual en el mundo, una decisión misteriosa que ha determinado el esquema de esta existencia, posible solamente, ciertamente, y sin embargo siempre determinada e inmutable cuando se realiza. Se ve aquí como un tema que pertenece, en el fondo, a la metafísica tradicional, tanto oriental como occidental (se puede, para esta última, hacer referencia a Plotino), ha sido transportada a un terreno completamente impropio. Esta predeterminación, a-crónica, pre-cósmica y prenatal en cierto sentido, ha sido, en efecto, admitida por estas doctrinas; es a ella a la que se refiere la concepción de la "propia naturaleza" (el svadharma hindú, el "rostro original" extremo-oriental, etc.), y es esta concepción que, dentro de ciertos límites, justificaba el precepto de la fidelidad a uno mismo, de la "elección de sí mismo" , de la "responsabilidad" . Pero entonces el principio existencialista según el cual "la existencia precede a la esen­cia" no se mantendría. Se debería, en efecto, designar como esencia la preformación que contiene potencialmente lo que puede actualizarse en el curso de la existencia humana si uno vive "auténticamente" , es decir, en unidad profunda consigo mismo. Sartre mismo, aunque co­locando el énfasis sobre la libertad "aniquiladora" del Yo, coincide precisamente con esta perspectiva sin sospechar que pertenece a una sabiduría milenaria. Habla de un "proyecto fundamental", debido a una libertad original, que constituye la base de todos los planos parti­culares, de los fines y de los movimientos pasionales o voluntarios que pueden tomar forma en mi "situación". Para él, también, hay una elección pretemporal, "anacrónica", "síntesis unitaria de todas mis posibilidades actuales" , que pertenecen en estado latente en mi ser hasta que "circunstancias particulares" las pongan de relieve, sin por ello suprimir su pertenencia a una totalidad" . Se podría ver una analogía entre estas ideas y las que hemos dicho de la prueba-conocimiento de sí mismo, del amor fati e incluso del estado dionisíaco, pero limitándolas siempre con la parte de nuestro ser liga­da a la forma. Sin embargo existe una diferencia esencial debida a que, para la conciencia existencialista, la vía que lleva "hacia atrás" está bloqueada, bloqueada porque esta conciencia choca con algo que le parece impenetrable, injustificable, incluso diríamos, fatal. Sartre, en efecto, llega incluso a decir crudamente que todo empleo particu­lar, en el momento de elecciones voluntarias o pasionales, racionales o irracionales, de esta libertad a la cual no puede escaparse, interviene "cuando ha empezado ya la partida". La elección originaria de este acto queda por tanto comparable al acto de echar la bola de la ruleta, acto en donde ya todo está potencialmente decidido.

Nos encontramos en consecuencia, ante un curioso contraste entre dos temas distintos: el de una libertad informe que tiene por ba­se la nada y el de una especie de destino, de un "antes" determinante que, en el fondo, anularía esta libertad o la volvería completamente ilusoria. Es el reflejo de una sensación interior típica, propia a la época de disolución.

Teniendo en cuenta este fondo, los dos temas de Heidegger, que sin esto hubieran podido corresponder a ciertos elementos consti­tutivos ya indicados, de la actitud del hombre integrado, pierden mucho su sentido. Se trata, de una parte, del concepto de la decisión (Entschlossenheit = la decisión corresponde a una acción fiel al Yo, cual se despierta de una vida banal y sin consistencia) y, por otra par­te, del concepto del instante (en tanto que apertura activa y continua en el tiempo, a las circunstancias, a medida que se presentan a no­sotros como otras tantas maneras de actualizar nuestras posibilidades). Pero la correspondencia no es más que exterior. En efecto, las perspec­tivas que ofrece el existencialismo no parecen diferir mucho, en el fon­do, de las que ofrece la teología teísta cuando habla de la "libertad de las criaturas" : libre arbitrio que Dios ha dado al hombre, pero dejándole como única alternativa, bien renunciar, bien ser roto y condena­do si la emplea realmente sin aceptar y seguir estrictamente, en sus de­cisiones y sus acciones, la voluntad y la ley divinas.

Allí en donde el existencialismo refleja el clima de un mundo sin Dios, este marco religioso no existe, sin embargo es la misma si­tuación que subsiste velada con los mismos complejos emotivos. En el existencialismo que se ha desviado en un sentido religioso (Jaspers, Marcel, Wust, etc., por no hablar de los subproductos italianos de esta corriente) es formalmente admitida. Jaspers, por ejemplo, termina por restringir la libertad existencial a una libertad que puede realizar o no lo que se presenta como una posibilidad (el proyecto), pero no el cambiarlo. Saca de ello un imperativo moral que formula de la si­guiente manera: "Es así que tú debes ser, si tú eres fiel a tí mismo" . Sin embargo, lleva el mal, el no-valor, a la voluntad que se niega por­que se contradice, porque no escoge lo que ya ha escogido ser. En apa­riencia esto corresponde de nuevo, en parte, a la vía que nosotros mis­mos hemos trazado, pero de repente, se vuelve a encontrar la diferen­cia ya mencionada, a saber la pasividad ante una "situación límite" , delante de su falta de transparencia que provoca la equivocación y la abdicación. Jaspers cita justamente la sentencia cristiana "hágase tu voluntad" y añade: "Siento con certeza que, en mi libertad, no soy tal por mi propia virtud, sino que en ella yo soy dado a mi mismo: Yo, en efecto, puedo fallarme a mí mismo, no alcanzo mi libertad" . Para él la libertad suprema sería "ser consciente de sí mismo en tanto que libertad respecto al mundo y suprema dependencia respecto a la tras­cendencia" y se refiere también a "la llamada oculta, siempre incier­ta, que viene de la divinidad" .

Heidegger mismo habla de tener delante de sí, como un "ine­xorable enigma" del ser posible (del Yo) entregado o remitido a él mismo, implicado en una posibilidad dada con respecto a la cual el libre arbitrio cesa ya de ser indiferente: y, sin embargo, este autor niega que haya de ser un ser cualquiera del cual derivaría el "existir", es decir, mi ser concreto, determinado en el mundo y en el tiempo. Todavía hay más, Heidegger no encuentra nada mejor que volver a to­mar la noción de la "voz de la conciencia" que interpreta como un "llamamiento que viene de mí mismo y, sin embargo, de por encima de mi ' cuando estoy aturdido por la barahúnda de la vida exterior inauténtica y banal en donde no había tenido para nada en cuenta la elección ya realizada. Que Heidegger vea en la "voz de la conciencia" un fenómeno objetivo, constitutivo del "existir" y se abstenga, en ra­zón del método "fenomenológico" que sigue, de interpretarlo en un sentido religioso o moral, esto no cambia para nada el carácter pasivo de la experiencia y la "trascendencia" correspondiente ("por encima de mí") de esta "voz" desde el punto de vista de su valor normativo, objetivo y unívoco.

Sartre, también, cuando dice, a propósito del "proyecto origi­nal": "Yo me escojo entero en un mundo entero", concibe bien la posibilidad de un cambio con una incidencia sobre la elección origi­nal, pero la contempla como una catástrofe, una amenaza abismal que planea sobre el individuo desde el nacimiento hasta la muerte. Como hemos visto, no es, al contrario, más que en despertarse de este género como la regla de ser absolutamente uno mismo puede encontrar su consagración y su suprema legitimación bajo el signo de lo incondi­cionado y de la trascendencia. Es el segundo grado del conocimiento-prueba de sí mismo del cual ya hemos hablado. Podemos constatar, una vez más, hasta qué punto ello es ajeno al horizonte de los existen­cialistas remitiéndonos una vez más a Jaspers.

Este habla de la "exigencia incondicionada" a través de la cual se manifiesta "el Ser, o lo eterno, no importa el nombre que se de a la otra dimensión del ser": se trata de un imperativo de acción que no comporta motivaciones ni justificaciones "objetivas" , racionales o na­turalistas. Esto sería —podría pedsarse— el "acto puro", distanciado, aquel justamente del cual acabamos de hablar.

El marco, en sí, sería aceptable: "La pérdida de posiciones que habían sido artificialmente consideradas como sólidas, vuelve posibles estas oscilaciones, y esta posibilidad, que parecía un abismo, se muestra como el reino de la libertad: lo que tenía las apariencias de la nada se manifiesta como el medio de expresión del ser más auténtico" . Pero apenas llegamos a lo que caracteriza, según Jaspers, lo "incondicionado escondido que, en las situaciones extremas sola­mente, gobierna con una silenciosa decisión el curso de la vida", ve­mos aparecer de nuevo las categorías del "bien" y del "mal" a tres niveles. En el primer nivel, el "mal" es la existencia del hombre que permanece en el dominio de lo condicionado en donde se desarrolla la vida de los animales, regulada o desajustada, cambiante y sin decisión —y podríamos estar de acuerdo hasta aquí si Jaspers no añadiera que tal existencia debe ser sometida a los "valores morales" (¿qué vienen de dónde? y ¿por qué se justifican?) y si luego se estableciera clara­mente que no se trata aquí del contenido de la acción sino de una for­ma (o espíritu) diferente según el cual puede vivirse no importa qué acción, sin restricciones o prohibiciones (no quedarían por lo tanto ne­cesariamente excluidas las acciones que, en este tipo de hombre, serían parte de la vida "naturalista" o condicionada). En el segundo nivel, el "mal" sería la debilidad humana hacia lo que uno debería de hacer, el engaño hacia uno mismo, la impureza de los motivos por los cuales justificamos ciertas acciones y ciertos comportamientos a nuestros propios ojos: y aquí también, nosotros no tendríamos nada que objetar. Pero en el tercer nivel, el "mal" sería la "voluntad del mal" , es decir, la voluntad de destruir todo lo que tiene y es un valor. El "bien" sería, al contrario, el amor; el amor llevaría hacia el ser, establecería un lazo con la trascendencia que, en cambio, se disolvería en la afirmación egoista del yo. No es necesario ningún comentario para demostrar como "la exigencia incondicionada" de la que Jaspers sería, medida de esta manera, muy poco incondicionada: se debe fá­cilmente incluso sin exaltarla ostensiblemente, como Nietzsche lo ha hecho tan a menudo, la conducta opuesta, la anomía, la crueldad y la dureza del "superhombre" , Jaspers ha recaído de lleno nuevamente en la esfera de la moral con fondo religioso-social y que la exigencia de la ruptura "descondicionadora" de la que ya hemos hablado, a la cual está ligada la prueba suprema del rango ontológico de un ser y la veri­ficación de su soberanía, no tiene ningún lugar en su sistema.

Como conclusión de esta parte de nuestro análisis, podemos decir que el existencialismo no responde al problema fundamental que es el de la relación específica, positiva y central con la dimensión de la trascendencia. Pero, sólo el lugar que ocupa la trascendencia en nosotros puede decidir el valor y el sentido último de las exigencias existencialistas en cuanto a la aceptación absoluta del "existir", es de­cir, de lo que, según un modo determinado, yo soy o puedo ser. Que de hecho no haya ninguna aceptación de este género, nos es confirma­do en particular por la manera como los existencialistas conciben —cuando conciben y no lo dejan, por el contrario en la oscuridad total de lo absurdo— el acto pretemporal que tienen tendencia (con razón) a colocar, como ya hemos visto, en el origen de la individuación, bien sea real o posible. Encontramos aquí temas que vuelven a repetir casi los del pesimismo órfico o el de Schopenhauer: la existencia, el "exis­tir" es vivido no sólo como una "deyección" , como un "rechazo" irracional (Geworfenheit) en el mundo, sino también como una "caída" (Ab-fallen, Velfallen - Heidegger) e incluso simplemente co­mo una deuda o una falta (tal es el doble sentido de la palabra alema­na Schuld). La angustia existencial estaría también suscitada por el ac­to o la elección por la cual, oscuramente, se ha querido ser lo que es aquí o lo que debe (o puede) ser, por lo tanto por el empleo que se ha­ce de una libertad que es trascendente de cierta manera, que no tiene ni sentido ni explicaciones, pero de la cual uno permanece respon­sable.

Todos los aspectos filosóficos de los existencialistas, de Heideg­ger y de Sartre en particular, no consiguen dar un sentido a tales ideas que derivan, en realidad, de un residuo escondido y tenaz de la orien­tación religiosa extravertida, o más precisamente, de este sucedáneo de la idea del pecado original expresado en el axioma de Spinoza: " Omnis determinado est negatio" . En efecto, se termina diciendo que el "existir" sería culpable "por el simple hecho de existir"; la existencia, real o como simple proyecto, siendo en todos los casos de­terminada, finita, deja necesariamente fuera de sí misma, las infinitas posibilidades del ser puro, todas las posibilidades que habrían podido ser también el objeto de la elección original. Es por ello por lo que sería "culpable". Esta idea es subrayada particularmente por Jaspers; mi culpa es haber debido escoger (y no haber podido no-escoger) más que una sola dirección, la correspondiente a mi ser (real o posible) ne­gando las otras. De aquí deriva la responsabilidad y la "deuda" que tengo con lo infinito y lo eterno.

Está claro que esas ideas sólo pueden corresponder a un tipo de hombre descentrado en relación a la trascendencia hasta el punto de sentir ésta como exterior a él y por lo tanto de ser incapaz de identificaria con el principio mismo de su propia opción y de su propia liber­tad antes del tiempo (la contrapartida de esta actitud sería la sensación sartriana de la trascendencia, de lo absoluto, del ser o del infinito, no importa el nombre que uno dé al principio de donde habría surgido el acto original individualizante y "finalizante" , presentado como una "caída" . Un ejemplo extraído de la existencia de la masa ordinaria muestra ya lo absurdo de tal concepción. Es como si, siendo perfecta­mente libres de pasar una velada tal como yo la entiendo, en un con­cierto, leyendo en mi casa, bailando o bebiendo, etc., debiera sentir­me culpable o endeudado por la mera razón de que, a fin de cuentas, me habría decidido por una de esas posibilidades, excluyendo las otras. El que es verdaderamente libre, no tiene ningún "complejo" ni preocupación de este tipo cuando hace lo que quiere y no se siente acabado" ni caído porque ha excluido de este modo otras posibilida­des. Sabe que habría podido también obrar de otra forma y sólo un histérico o un neurótico puede, pensando tal cosa, experimentar algo de análogo a la "angustia existencial" . Ciertamente la transparecia de nuestro propio "fondo original", del Grund, puede presentar grados muy diferentes, pero es la orientación la que cuenta aquí. Verificado con esta piedra de toque, el existencialismo se juzga a sí mismo.

Si quisiéramos, como una digresión, colocarnos en el plano abstracto de la metafísica, será para denunciar la falsedad y la estrechez de una concepción de un absoluto y de un infinito condena­dos a la indeterminación y a la fluctuación en la posibilidad pura. El verdadero infinito es más bien el poder libre: poder de determinarse, lo que no tiene de ninguna manera el sentido de una negación sino, al contrario, de una afirmación; no es la caída, una especie de "totali­dad" sustancial, sino la simple utilización de lo posible. Partiendo de esta idea es evidentemente absurdo hablar de la existencia como de una culpa o de un pecado porque ella está determinada. Nada, por el contrario, impide adoptar el punto de vista opuesto, el de la Grecia clásica, por ejemplo, que veía en el límite y en la forma, la manifesta­ción de una perfección, de una realización y como un reflejo de lo ab­soluto.

De todo ello resulta que el tipo de hombre receptivo a las ideas existencialistas, se caracteriza por una voluntad quebrada y que permanece quebrada: la voluntad (y la libertad) del "antes" al cual se re­laciona el misterio de "existir" y la voluntad (y la libertad) de este mismo "existir" en el mundo y en la "situación" , no están soldadas de nuevo ("volver a soldar los dos fragmentos de una espada rota" es un temaya propuesto por el simbolismo de la literatura esotérica y ca- balleresca de la Edad Media). Si Jaspers afirma explícitamente que la conciencia de nuestro origen en tanto que existencia determinada por una elección no nos "posibiliza" , es decir, no hace desaparecer el nu­do oscuro, la irracionalidad que representa esta elección rescatándolos en la libertad (o en el presentimiento de la libertad), ello proviene evi­dentemente porque uno se siente desgajado de este origen, cortado de la dimensión de la trascendencia, cortado del ser original. Es por esta misma razón por lo que Kierkegaard había concebido la coexistencia de lo "temporal" y de lo "eterno" , de la trascendencia y de la indivi­dualización única en la existencia, como una situación "dialéctica" , paradójica, angustiosa y trágica que es preciso aceptar tal como es, en lugar de sobrepasarla colocando netamente el segundo término en función del primero de manera que se recomponga en una unidad lo que en el hombre "es fragmento y misterio y terrible azar".

Cuando el mismo Jaspers dice que sin la presencia de la tras­cendencia la libertad no sería más que lo arbitrario sin ningún senti­miento de culpabilidad, confirma lo más claramente posible el papel que juega la trascendencia para el existencialista: es una especie de convidado de piedra paralizante y angustioso. Uno la proyecta fuera de sí mismo y queda en relación a ella sin centro, exterior y depen­diente. En resumen estas son las perspectivas propias a la conciencia religiosa y podríamos decir a propósito de esto que esta filosofía ha hecho mucho ruido para nada, que se encuentra en la prolongación del mundo religioso en crisis y no en el especio que podría abrirse, de forma positiva, más allá de este mundo.

La trascendencia, como la libertad, en lugar de aportar al exis­tencialista la calma, una seguridad incomparable, una pureza, una plenitud y una decisión total en la acción, alimenta todos los comple­jos emotivos del hombre en crisis: la angustia, la náusea, la inquietud, la problemática de su propio ser, sentimiento de culpa oscura y caida, ‘`extraileidad", sentimiento de lo absurdo o de lo irracional, soledad inconfesada (inconfesada en algunos, plenamente confesada en otros como Marcel), invocación del "espíritu encarnado", peso de una in­comprensible responsabilidad —incomprensible si uno no se refiere a posiciones abiertamente religiosas (coherentes entonces) como las de un Kierkegaard o de un Barth donde la "angustia" corresponde al sentimiento del alma sola, caída y abandonada a sí misma en presen­cia de Dios—. Podemos decir que en todo ello asistimos a la aparición de sentimientos análogos a los que Nietzsche había previsto que asaltarían al hombre que se hubiera liberado sin tener por ello la esta­tura necesaria: sentimientos que matan y rompen al hombre —al hombre moderno— si él no es capaz de matarlos.

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 13.- Sartre. La cárcel sin muros.

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 13.- Sartre. La cárcel sin muros.

De todos los existencialistas, Sartre es quizás el que más ha puesto de relieve "la libertad existencial". Su teoría refleja esencial­mente el movimiento de distanciamiento que está en el origen del mundo nihilista. Sartre habla del acto "néantissant" (que transforma al hombre en nada) del ser humano, del cual expresa la libertad y constituye la esencia y el sentido último de todo movimiento dirigido a un fin y, en última instancia, de toda existencia del hombre en el tiempo. La "justificación" especulativa de esta idea, es que, "para obrar, hace falta abandonar el plano del Ser y abordar 'resueltamente el del no ser" , todo fin corresponde a una situación que no existe todavía y por tanto, dentro de esta perspectiva, a la nada, al espacio vatio de todo lo que es solamente posible. La libertad actuante intro­duce por lo tanto la "nada" en el mundo: "el ser humano reposa pri­mero en el seno del ser y se desprende luego por un retroceso aniquila­dor" y ello no sólo cuando dudando, interrogando, buscando, destru­yendo, pone al ser en duda, sino también por la obra de no importa qué deseo, movimiento o pasión, sin ninguna excepción" . La libertad no es, pues, presentada como "una ruptura aniquiladora con el mun­do y con uno mismo" , como una pura negación de lo dado: no ser lo que se es, ser lo que no se es. Este proceso de ruptura y de superación que deja tras de sí la nada y se dirige a la nada crea, por su repetición, el despliegue de la existencia en el tiempo ("la temporalización"). Sartre dice precisamente: libertad, elección, aniquilación, temporaliza­ción, son sólo una sola y única cosa.

Los otros existencialistas comparten esta manera de ver, en par­ticular Heidegger, cuando coloca en la "superación" la esencia, la estructura fundamental del sujeto, del yo y de la ipseidad, del "ser que siempre somos", bajo cualquier nombre que le pongamos. Pero es sobre todo en Sartre donde aparece la relación entre estos puntos de vista y su trasfondo "existencial" formado por la experiencia específica del hombre actual, que, una vez rechazados todos los sopor­tes y todos los lazos, se encuentra abandonado a sí mismo.

Sartre recurre a las más sutiles argumentaciones para demostrar "objetivamente" que el fondo último de toda acción humana es la li­bertad absoluta, que no hay una situación en donde el hombre no de­ba escoger, en la medida que sólo encuentra apoyo en él mismo. Así, según él, no escoger es todavía una elección, de lo cual resulta que en el fondo la libertad es tanto el acto voluntario como el acto pasional, como el abandono, la obediencia, la vía libre dada a un instinto. La "naturaleza", la "fisiología". la "historia" o cualquier otra referen­cia no son excusas válidas, pues, en el sentido que acabamos de indi­car, la libertad fundamental y la responsabilidad personal subsisten. Se presenta, pues, como un estado de hecho demostrado por el análi­sis filosófico lo que en Nietzsche era más bien un imperativo: no hay nada sobre lo cual el hombre superior tenga derecho de descargarse de su responsabilidad y del "sentido" de la vida. Pero el enfoque es muy diferente. El hombre, para Sartre, está como en una cárcel sin muros: no puede encontrar ni en él, ni fuera de él, un refugio contra su liber­tad, está destinado a ser libre, está condenado a ser libre, no puede evadirse de su libertad. Es precisamente en este enfoque donde ya he­mos encontrado el testimonio más característico del sentido específico, negativo, que ha tomado la libertad que no puede ser rechazada como tal, que no puede escoger o ser la libertad, esto es para Sartre un límite, un "dato" primordial, insuperable y angustioso.

Todo lo demás, el mundo exterior, el conjunto de las limitaciones causadas por los hombres, las cosas o los sucesos no sería jamás, como hemos dicho, una verdadera violencia: toda impotencia, toda tragedia, incluso la muerte, podrían ser asumidos, en principio, dentro de la libertad. En la mayor parte de los casos, todo se reduciría a factores que, desde luego, es necesario tener en cuenta, pero que no encadenan interiormente (es casi la línea objetiva de conducta que hemos considerado. Cf. Págs. 105 y sigs. del original "Disolución del individuo"). Aquí Sartre ha tomado prestado a Heidegger el concepto de "utensilidad" (Zuhandenbeit), la idea de todo lo que viene a nosotros del exterior, de los hombres y de las cosas, puede ofrecer un carácter de "puro medio utilizable": presuponemos siempre, no solamente una estructura o una conformación particular, sino también una toma de posición, una meta, una dirección, escogidos o aceptados sólo por mí y en relación a los cuales los factores exteriores cesan de ser neutros y se vuelven, sea propicios —utilizables—, sea adversos. Uno u otro de estos carácteres puede invertirse cuando cambian mi posición, mis intenciones y mis tendencias. Una vez más, no se sale del círculo cerrado de la propia libertad fundamental: "(El hombre) no hace nada que no haya querido, sólo ha querido lo que ha hecho".

No examinaremos aquí detalladamente la argumentación, a menudo algo paradójica, que Sartre ha desarrollado a este respecto. Es más interesante señalar que con todo esto, se precisa en Sartre la imagen específica del hombre libre "aniquilador" , solo consigo mismo. "No tenemos detrás ni delante de nosotros el dominio luminoso de los valores, de las justificaciones o de las excusas" , escribe. Estoy abandonado a mi libertad y a mi responsabilidad, sin refugio en mí ni fuera de mí, sin excusas.

En cuanto a la tonalidad afectiva, esto equivale casi a sentir la libertad absoluta más como un peso que como una conquista (Heideg­ger emplea precisamente la palabra "peso" —Last— para caracterizar la sensación experimentada al ser "lanzado" en el mundo, aquel que tiene un sentimiento de su "existir" , tan vivo como oscuros son para él el "de dónde" y el "hacia dónde"), mientras que la introducción del concepto de responsabilidad evidencia ya una de las principales grietas del existencialismo. ¿Responsabilidad frente a quien?. Una "aniquilación" radical (que debe ser interpretada, para el tipo de hombre que consideramos, como una manifestación activa de la di­mensión de la trascendencia) no debería dejar subsistir nada que pu­diera dar a la palabra "responsabilidad" un sentido cualquiera sobre el plano "moral", se sobreentiende, y no desde luego, en cuanto a las consecuencias, a las repecusiones exteriores, físicas o sociales, que puedan desprender de un acto interiormente libre. Así nos encontra­mos ya con la situación conocida de una libertad más padecida que asumida: el hombre moderno no es libre, sino que se encuentra libre en el mundo en que Dios ha muerto. "Es entregado a su libertad" . Sufre por ello, en el fondo. Y cuando es plenamente consciente de es­ta libertad, la angustia se apodera de él, y el sentimiento, de otro mo­do absurdo, de una responsabilidad se manifiesta de nuevo.

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 12.- Ser y existencia inauténtica

Cabalgar el Tigre. El callejón sin salida del existencialismo. 12.- Ser y existencia inauténtica

Como es sabido, existen dos géneros de existencialismo. El uno es el de un grupo de filósofos profesionales, cuyo pensamiento hasta hace poco sólo era conocido en ambientes intelectuales bastante restringidos. Luego viene el otro, el existencialismo vivido, puesto de moda después de la segunda guerra mundial, con grupos que han re­cogido algunos temas de los existencialistas filosóficos para adaptarlos al plano literario o para extraer los principios, la justificación doctrinal de un comportamiento anticonformista, anarcoide o rebelde como el caso bien conocido de los existencialistas de St. Germain des Prés de ayer o de otros ambientes parisinos inspirados básicamente por Sartre.

Tanto un tipo de existencialismo como el otro tienen el valor de signos de los tiempos. Todo aquello de forzado y snob que ha pre­sentado a menudo el segundo existencialismo, no le impide haber te­nido un valor indicativo en no menor medida que el existencialismo "serio" filosófico. En efecto, los existencialistas de orientación prácti­ca son presentados o se presentan de aquella generación de la huida, golpeada por la crisis final del mundo moderno, de la que ya habla­mos. Por ello superan a los existencialistas filosóficos, generalmente profesores, cuyas especulaciones de tertulia y de universidad, si bien han reflejado algunos motivos de la crisis contemporánea, no han afectado a su vida cotidiana, típicamente pequeño burguesa, alejada de todo lo que precisamente caracterizaba la conducta práctica perso­nal anticonformista de los diversos exponentes de la alta corriente exis­tencialista.

A pesar de ello será del existencialismo filosófico del que nos ocupemos aquí. Pero ha de quedar bien claro que no intentamos dis­cutir "filosóficamente" las posiciones, ni ver si especulativamente son "verdaderas" o "falsas". Además de que ello implicaría una exten­sión mucho mayor de la consentida, el asunto incluso carecería de in­terés para nuestros fines. En su lugar examinaremos algunos de los motivos más típicos del existencialismo subrayando su significado sim­bólico y, precisamente "existencial", esto en cuanto testimonio indi­recto en el plano abstracto y discursivo de la sensación de la existencia de un determinado tipo humano de nuestros días. Por añadidura la razón de este examen es el trazar una linea de demarcación entre las posiciones que hemos definido precisamente y las ideas de los existen­cialistas, cosa tanto más oportuna cuando el uso de cierta terminología por nuestra parte podría hacer nacer la idea errónea de una afinidad inexistente.

Aparte de la sistematicidad y un arsenal filosófico más elabora­do, la situación de los existencialistas filosóficos es análoga a la de Nietzsche: ellos también son hombres cortados del mundo de la Tra­dición, privados de todo conocimiento o comprensión del mundo de la Tradición. Trabajan con las categorías del "pensamiento occidental" , lo que casi equivale a decir profano, abstracto y sin raíces. Es significativo el caso de Jaspers, que fue el único, entre los existencialistas, que hizo alguna referencia superficial a la "metafísica", que confunde con misticismo; pues bien, al mismo tiempo, exalta la "iluminación racional" , la "libertad e independen­cia del hombre filosofante", no soporta ningún tipo de autoridad temporal y espiritual y rechaza todo tipo de obediencia a los "Hombres supuestos micrófonos de Dios" , como si ninguna otra cosa fuera concebible. Son los horizontes típicos del intelectual de extrac­ción burguesa-liberal. Esto es lo contrario de nosotros, que aunque consideremos algún problema moderno, no es con las categorías del mundo moderno como vamos a aplicarnos a clarificarlo o a eliminarlo. Si a pesar de todo, alguna vez los existencialistas encuentran algún tra­mo del buen camino, ello ocurre casi por casualidad, no partiendo de bases sólidas, lo que les lleva a inevitables oscilaciones, carencias y mezcolanzas, cogidos en un desmoronamiento interior. Por último, hay que acusar a los filósofos existencialistas de una terminología ar­bitraria inventada a propósito, que especialmente en Heidegger llega a ser inconcebible e insoportablemente superflua y abstrusa.

El primer punto que interesa poner en relieve en los existen­cialistas es la afirmación del primado "ántico-ontológico" de este ser concreto e irrepetible que siempre somos. Esto se expresa también di­ciendo que "la existencia precede a la esencia" . La "esencia" equiva­le aquí a todo lo que podría ser juicio, valor, nombre. En cuanto a la "existencia" es asociada a "la situación" en el espacio, el tiempo, la historia, en los cuales cada individuo se encuentra concretamente. La expresión usada por Heidegger es "el existir" . Él la conecta estrecha­mente con "el existir en el mundo" , al extremo de ver en ello un ele­mento constitutivo esencial del ser humano. Reconocer las condiciones impuestas por "la situación" sería la premisa para no caer en la mixti­fiación y el autoengaño.

En lo que tienen de válido, las consecuencias de este primer te­ma básico existencialista, poco añaden a lo que nosotros ya habíamos establecido acerca de la afirmación de la propia naturaleza y el rechazo de todas las doctrinas y normas que puedan tener una validez univer­sal, abstracta y normativa. De cualquier modo se confirma la dirección en la cual debe buscarse el único apoyo en un clima de disolución. Jas­pers, en particular, muestra que todo examen "objetivo" , aislado de "la situacionalidad" de los problemas y de las visiones del mundo lle­va inevitablemente al relativismo, al escepticismo, y, por último, al nihilismo. La única vía que se ofrece es la de "la elucidación" (Erhellung) de las ideas y de los principios a partir de su fundamento existencial, a saber la verdad del "ser" que está en cada uno. Es en­cerrarse en un círculo. Sin embargo, respecto a ello, Heidegger, dice acertadamente que lo importante no es salir del círculo, sino estar en él de manera justa.

La relación que existe entre esta orientación y un ambiente ya carente de sentido es ilustrado por la oposición existencialista entre "autenticidad" e "inautenticidad" Heidegger habla del estado de inautenticidad, de fallo, de "velarse" a sí mismo, o de esta huida de uno mismo que consiste justamente en ser arrojado a la existencia co­mún, banal rcotidiana, con sus "evidencias", sus habladurías. Sus equívocos, sus embrollos, sus utilidades, sus formas de "tranquiliza­ción" y de "relajamiento", sus diversiones escapistas. La existencia auténtica se anuncia y se inicia cuando se siente que el trasfondo de es­ta vida es la nada y se es reclamado por el problema del ser más pro­fundo, más allá del YO social y de sus categorías. En ello tenemos una recapitulación de todas las críticas que concluyen en la constatación de lo absurdo e insignificante de la vida moderna.

Sin embargo la afinidad de este orden de ideas con las posiciones definidas ya por nosotros es relativa porque el existencialismo se caracteriza por una inaceptable sobrevaloración de la "situacionalidad" . El "existir" sería para Heidegger, siempre, "un ser en el mundo". El destino de la "finiquitud situacional" sería para Jaspers, como para Marcel, un hecho-límite, un dato frente al cual el pensamiento se detiene y naufraga. Heidegger repite que el carácter de "ser en el
mundo" no es accidental para el Sí, éste no puede existir sin aquello, el hombre no es primero para luego tener una relación con el mundo, relación accidental, ocasional y arbitraria relativamente a lo que es.

Ahora bien, todo ello sólo podrá ser válido para un tipo diferente del que nos interesa. Como sabemos, en éste una distancia interior hace que, aunque cogido por una total asunción de lo que él tiene como condicionantes, se limite el impacto de todo condicionamiento ''situacional" y, desde un punto de vista superior lo minimiza hasta hacerlo aparecer como una cosa contingente, a todo "ser en el mundo" . Sin embargo los existencialistas demuestran una total incongruencia, pues al mismo tiempo plantean una ruptura de este "aprisionamiento" del individuo y de esta simple inmanencia, que, como hemos visto, perjudica gravemente las posturas de Nietzsche.

Ya en Soren Kierkegaard, considerado como el padre espiritual de los existencialistas, la "existencia" esta presentada como un problema porque el autor emplea la palabra alemana Existenz en el sentido muy particular de un punto paradójico donde lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno están presentes al mismo tiempo, se encuentran, pero también se excluyen el uno al otro. Parecería que así se reconozca en el hombre también la presencia de la dimensión de la trascendencia (los existencialistas, que filosofan de una manera abstracta, hablan ellos también, del hombre en general, cuando se debería referirse siempre a un tipo del hombre determinado). Sin embargo la concepción de la Existenz, a la vez presencia física del yo en el mundo (bajo una forma y una situación determinada, concreta y única —uno debe reportarse aquí a la teoría de la naturaleza y la ley personal cf. pág. 44 del origi­nal "Ser uno mismo"—  y presencia metafísica del Ser (de la trascen­dencia) en el yo, permanece válida para nosotros también.

En esta perspectiva, un cierto existencialismo podría igualmen­te coincidir con otro punto que ya hemos establecido, concerniente a un antiteismo positivo y la superación existencial del Dios personal, objeto de fe o duda. Siendo el centro del yo, también, misteriosamen­te, el centro del Ser, "Dios" (la trascendencia) debe ser afirmada, no como en contenido de una fe o de un dogma, si no en tanto que pre­sencia en la existencia y en la libertad. La frase de Jaspers: "Dios es se­guro para mí en la medida en la que yo existo auténticamente" nos lleva, a un cierto sentido, al estado del que ya hemos hablado, en don­de poner en duda el Ser equivaldría a ponerse en duda a sí mismo.

De este primer examen de las ideas existencialistas podemos sacar como positivo que ellas han puesto en evidencia la estructura dual de un cierto tipo de hombre (no del hombre en general) y la rup­tura del nivel "vida" mediante la admisión de una presencia de orden superior. Pero ahora vamos a ver el problema que todo ello suscita y que el existencialismo no resuelve.

Cabalgar el Tigre. El problema espiritual. 30.- La muerte: derecho sobre la vida

Cabalgar el Tigre. El problema espiritual. 30.- La muerte: derecho sobre la vida

En nuestro examen del existencialismo, hemos visto que Heidegger concebía la existencia como una "vida para la muerte" . Hace de la muerte una especie de centro de gravedad porque es en ella donde se encuentra desplazada la realización del sentido absoluto y fi­nal de la existencia del "estar aquí"' ; lo que recuerda la misma con­cepción religiosa de la vida como una preparación para la muerte. He­mos visto que todas las premisas de la filosofía de Heidegger no pueden dar más que un aspecto negativo —extáticamente negativo— a esta culminación de la existencia en la muerte.

Pero esto no impide que la idea de la muerte presente también una particular importancia para el tipo de hombre que nos ocupa aquí, que constituye, incluso para él en cierto sentido, una piedra de toque. Se trata, aquí también de ver en qué medida la forma de sentir que ha terminado por implantarse existencialmente en el hombre oc­cidental en general, bajo la acción, ya sea de procesos involutivos complejos, o ya sea de concepciones propias a la concepción teista do­minante, ha hecho presa en el hombre diferenciado, quizás incluso por encima del umbral de su conciencia ordinaria y cotidiana.

Ante la idea de la muerte, del fin de la "persona", la primera prueba a aportar reside evidentemente en la constatación de que se es incapaz de experimentar la angustia que, según Heidegger, se debería, por el contrario, "tener el valor de experimentar" ; puestas aparte todas las perspectivas de juicios sobre el más allá y juicios post­mortem que la religión ha utilizado en sus formas populares como su­gestiones destinadas a dirigir al individuo actuando sobre la parte sub-intelectual de su alma.

Desde éste punto de vista, igualmente, se puede discernir en el mundo moderno algunos procesos disolutivos virtualmente ambiva­lentes. No sólo el ateismo y el materialismo han contribuido a menu­do a expulsar el escalofrío del alma ante la muerte, sino las series de catástrofes colectivas de estos últimos tiempos han atenuado bastante frecuentemente el carácter trágico de la muerte. Se muere hoy más fá­cil y más simplemente que ayer y se ha comenzado a conceder men­mos importancia a la vida humana a medida que, en el mundo meca­nizado de las masas, el individuo se convertía en cada vez más insigni­ficante y perdía su importancia. Además, durante los bombardeos masivos hechos sin discriminación durante la última guerra, una acti­tud nació en muchas personas respecto a la muerte de alguien, incluso de alguien próximo, que llevaba a considerar esta muerte como for­mando casi parte del orden habitual y normal de las cosas y nada cho­ cante como anteriormente la pérdida de algún bien puramente mate­rial y exterior, mientras que la incertidumbre de la vida, la posibilidad de ya no vivir uno mismo al día siguiente, entraba igualmente en el orden habitual de las cosas.

En la mayor parte de los casos, todo esto tiene por resultado un "embotamiento" que es quizás la única explicación de la extraña va­lorización de la angustia ante la muerte que se expresa en Heidegger, por reacción. Pero no se debe excluir la posibilidad de un resultado contrario, positivo, que se produce cuando este género de experiencia favorece una calma interior, cuyas fuentes estén más allá del individuo y del lazo físico. En la antigüedad, Lucrecio utiliza de forma fun­cional, pragmática, algo que ya correspondía a la ciencia natural, mo­derna, sin Dios, haciendo desterrar el miedo al más allá, aunque subsistía la idea olímpica de lo divino, los dioses fueron considerados como esencias separadas que no intervienen en las cosas del mundo y no deben ser para el sabio más que ideales de perfección ontológica.

Por estos aspectos, el mundo moderno es susceptible de ofrecer un clima del que el hombre diferenciado puede extraer partido de una forma positiva, pues lo que se ha visto afectado no concierne más que a una visión de la vida humanizada y privada del sentimiento de las grandes distancias. Para él, pues, una "contemplación de la muerte" particular podrá resultar un factor positivo, una confrontación y una medida de su firmeza interior. Puede también aplicar, a este fin, el precepto antiguo y bien conocido que aconseja considerar a cada uno de sus días como el último de su propia existencia individual: perspec­tiva que no debe quebrantar su calma, sino que no debería siquiera modificar de ninguna forma el curso de sus pensamientos y de sus ac­ciones. Podríamos encontrar un ejemplo en los pilotos suicidas, los ka­mikazes, abocados a la muerte, en los cuales la perspectiva de ser lla­mados en cualquier momento a realizar el vuelo sin regreso, no distraía de sus ocupaciones ordinarias, de su entrenamiento, ni de sus diversiones y permaneciendo sin ninguna opresión debida a algún sombrío sentimiento de tragedia, durante meses enteros. Más general­mente se trata, por lo que se refiere a la idea de la muerte, de superar un límite interior, romper un lazo. Esto nos lleva, en cierta medida, a lo que ha sido dicho en el capítulo primero. La contemplatio mortis positiva de la que hablamos es la que conduce a no conceder más importancia al hecho de permanecer en vida o al morir y deja, por así de­cirlo, la muerte tras de sí: sin que esto le paralice. Por el contrario, a partir de este punto, debe intervenir una forma de vida superior, exal­tada, libre, guiada por una especie de mágica y lúcida embriaguez.

Un factor particular debería, además, "desdramatizar" de for­ma positiva la idea de la muerte: es la que ya hemos indicado a propó­sito de la doctrina tradicional de la preexistencia. El hombre que nos interesa no puede pensar que su ser empieza con el nacimiento físico, corporal y termina con la muerte. Pero no puede centrar su vida en el más allá, como lo hace la teoría religiosa de la salvación que considera a la existencia terrestre como una simple preparación ascética para la muerte.

Hemos visto que el problema del sentido de la existencia, en la época del nihilismo, es resuelto por el hombre diferenciado despla­zando el yo hacia la dimensión del ser. En el párrafo precedente, he­mos hablado de una orientación que corresponde precisamente a esto y debe penetrar existencialmente a la persona, como el magnetismo inducido penetra un metal: pero precisando, sin embargo, que esto no debe descentrar, extrovertir, crear una dependencia. Si la fuerza producida por esta orientación no puede, en muchos casos, actuar de forma sensible sino más allá de la existencia, debe poder también, du­rante la vida, garantizar la calma y la seguridad. Un refrán oriental afirma: "La vida sobre la tierra es un viaje de noche" . Se puede expli­car este contenido positivo haciendo referencia precisamente al senti­miento de un "antes" (en relación a la existencia humana) y de un "después" (en relación a la misma existencia). Metafísicamente, el nacimiento es un cambio de estado y la muerte otro; la existencia en la condición humana sobre la tierra, no es más que una sección limitada de un continuurn, de una corriente que atraviesa estados múltiples (43).

En general y particularmente en una época caótica en vías de disolución como la nuestra, puede ser difícil discernir el sentido de es­ta aparición del ser que se es, bajo la forma de una persona determina­da de tal o cual forma, viviendo en un tiempo y en un lugar dados, haciendo tales experiencias y del que el fin será tal; es como la sensación confusa de una región que se recorre durante un viaje nocturno, don­de, de tanto en tanto, solamente, breves fulgores esparcidos permiten ver fragmentos del paisaje que se atraviesa. Se debe, sin embargo, conservar el sentimiento o el presentimiento de que esto, precisamen­te, estando en un tren, sabe que descenderá y, una vez descendido, contemplará todo el camino recorrido y continuará. Este sentimiento es la fuente de una firmeza y de una seguridad inmanentes, netamen­te diferentes del estado de ánimo que se puede experimentar ante la muerte en el marco de una religión teísta y creacionista, donde perma­nece velado, en realidad, lo que en el ser es superior y anterior a la vi­da y que está también, metafísicamente, por encima del fin de esta vi­da, de la muerte.

Todo cambio de estado comporta, sin embargo, una crisis por lo que la concepción tradicional de la que acabamos de hablar no eli­mina completamente el carácter problemático del más allá y del acon­tecimiento mismo de la muerte. Aquí también, nos haría falta exami­nar enseñanzas que superan los límites de este libro. Nos limitaremos a decir que la actitud que hemos fijado para la vida en general es váli­da para el más allá: una actitud hecha de una especie de confianza trascendente, ligada, de una parte, a la disposición que hemos llama­do por analogía, "heroica" o "sacrificial" (prontitud para superarse activamente más allá de uno mismo y, de otra parte, a la capacidad de dominar al alma, sus impulsos y su imaginación: como alguien que, en una situación difícil y peligrosa, no pierde el control de sí mismo y hace, sin dudarlo, con lucidez, todo lo que puede ser hecho. Por ello haría falta desarrollar como conviene todas las disposiciones indicadas en los precedentes capítulos, disposiciones que son válidas, pues, tan­to para la vida que vivimos aquí en la época actual, como más allá de la vida. Entre estas, la disposición a estar prestos a recibir los golpes mortales del propio ser sin resultar destruido, es uno de los más im­portantes.

En fin, nos gustaría llamar brevemente la atención sobre un fe­nómeno particular concerniente al derecho que se tiene sobre la pro­pia vida, siendo considerado como una libertad de aceptar la vida tan­to como el ponerle término voluntariamente. Esto nos permitirá acla­rar primeramente algunos puntos precedentemente examinados.

El suicidio, condenado por la mayor parte de los moralistas con base social y religiosa, ha sido, por el contrario, admitido por dos doctrinas, cuyas normas de vida, en algunos aspectos, no están aleja­das de las que hemos indicado aquí para el hombre diferenciado en la época actual: se trata del estoicismo y del budismo. Para el estoicismo, podemos referirnos a las ideas de Séneca. Recordaremos inicialmente el fondo general de su visión de la vida. Ya hemos dicho que para Sé­neca el hombre verdadero se encuentra por encima de los mismos dioses, pues éstos por su naturaleza no conocen la adversidad, ni la desgracia, mientras que él está expuesto, pero con su esfuerzo puede triunfar. Por ello Séneca considera que los seres más dignos son los más duramente probados y se sirve de una analogía: en la guerra, es a los elementos más válidos, a los más seguros y a los más cualificados, a quienes los jefes confían los puestos más arriesgados y las tareas más duras. Pero, en general, es precisamente una concepción viril de este género la que se hace 'intervenir cuando se condena el suicidio estig­matizándolo como un abandono y una decepción (Cicerón atribuye estas palabras a los pitagóricos: "No está permitido abandonar el puesto que os ha sido designado en la vida si no es por orden del jefe, es decir de Dios"). Séneca, por el contrario, llega a la conclusión opuesta y no duda en justificar el suicidio por la boca misma de la di­vinidad (De Prov. VI, 7-9). Le hace decir que no solamente le ha sido dado al hombre superior, al sabio, una fuerza más fuerte que todas las contingencias y algo más que estar exento de males, el poder de triun­far interiormente, sino que ha hecho también que nada pueda rete­nerlo cuando ya no lo desee: la vía de "salida" está siempre abierta, patet exitus. "En todas partes donde no querais combatir siempre os es posible el retiraros. En efecto, nada os es más fácil que morir" .

Habida cuenta de lo que ha sido dicho anteriormente sobre su visión general de la vida, es cierto que Séneca no consideraba que esta decisión pudiera aplicarse a los casos en los que se busca la muerte por­que una situación dada parece insoportable: es entonces, precisamen­te, cuando el acto no estaría permitido respecto a uno mismo. Queda implícito que esto vale igualmente para todos los que son llevados a quitarse la vida por motivos afectivos o pasionales, pues esto equivaldría a reconocer su propia pasividad y su impotencia ante la parte irracional de su alma. Esto vale igualmente para casos en que in­ tervienen motivos sociales. Ni el tipo ideal de los estoicos, ni el hombre diferenciado, permiten que tales motivos nos afecten íntimamente o que su dignidad sea dañada en modo alguno por lo que concierne a la vida en sociedad. No podrán pues jamás ser empu­jados a poner fin a su existencia por motivos de este género, que los es­toicos hacen entrar en la categoría de "los que no dependen de mí". La única excepción que puede admitirse es el caso en que se tiene ver­güenza, no ante los otros, de los que no puéde soportarse ni el juicio ni el desprecio, sino ante uno mismo, a causa de su propio desmorona­miento. Habida cuenta de todo ello, Séneca subraya simplemente, gracias a este principio, la importancia que reconoce a la libertad inte­rior de un ser superior. No se trata de retirarse porque uno no se siente lo suficientemente fuerte, frente a ciertas pruebas o circunstancias; se trata, más bien, del derecho soberano, que uno debería siempre reser­varse, de aceptar o no estas pruebas o incluso ponerles un fin cuando uno ya no les ve sentido y después de haberse probado a sí mismo sufi­cientemente, que uno es capaz de afrontarlas. La impasibilidad per­manece por lo tanto como la condición previa y el derecho de "salirse" se justifica en tanto que una posibilidad a plantearse, en principio y solamente para verificar que las tribulaciones por las que pasamos tienen nuestro consentimiento, que estamos realmente acti­vos en ellas, que no hacemos solamente de la necesidad virtud.

Este punto de vista estoico es comprensible y, en principio, inatacable. Pasemos ahora al budismo. Su orientación es, más o me­nos, la misma. Aquí el suicidio del tipo corriente es ilícito: cada vez que se está llevado a renunciar a la vida en nombre de la vida misma, es decir, porque una u otra forma de vivir, de gozar y de afirmarse es frustrada, el suicidio es condenable. Se estima, en efecto, que en tales casos, el acto no es una liberación, sino, por el contrario, una forma extrema, aunque negativa de dependencia de la vida, de apego a la vi­da. Quien usa tamaña violencia sobre sí mismo, no puede alcanzar ningún más allá transfigurador; en los otros estados del ser es una exis­tencia desprovista de paz, de estabilidad, de luz que será de nuevo su destino. El budismo llega incluso a condenar, como una desviación, la aspiración a la extinción, al nirvana, si se descubre que ello está ligado a algún deseo, a alguna "sed". Al mismo tiempo, al igual que el es­toicismo, admite el suicidio, con una restricción análoga; lo permite, no al ser común, sino a un tipo superior y ascético en quien se reen­cuentra la potencia y los rasgos del sabio estoico: a aquel cuyo yo, en cierta forma, ha alcanzado un desapego tal, que está virtualmente más allá tanto de la vida como de la muerte.

Si es evidente que esa perspectiva puede ser adoptada por el hombre diferenciado que consideramos, se encontrará, sin embargo con algunas dificultades. En primer lugar cuando se ha alcanzado, más o menos, el nivel espiritual del que acabamos de hablar, ¿qué es lo que podría, pues, hacer tomar la iniciativa de una muerte volunta­ria?. A juzgar por algunos casos concretos citados por los textos budis­tas parecería que se han planteado las situaciones que habíamos indi­cado: en algunas circunstancias no hay razón para sentirse comprome­tido más allá de cierto límite. Se puede "salir", casi como en el caso de un juego del que uno ya está harto. O bien, es como cuando se ex­pulsa una mosca tras haberla dejado pasear durante un cierto tiempo por el rostro. Queda por ver, sin embargo, en qué medida se puede estar seguro de sí mismo y ser sincero consigo mismo en casos de este tipo.

Hasta aquí hemos examinado esencialmente a la "persona". El problema se convierte en más complejo cuando se supera el nivel de la persona; nos referimos a la doctrina tradicional que no hace comen­zar el ser con la existencia terrestre. Una concepción superior de la res­ponsabilidad y también del riesgo puede entonces aparecer. No es la misma responsabilidad que la que se trata cuando una religión teísta y creacionista condena el suicidio haciendo un llamamiento —en térmi­nos análogos a los de Cicerón— a una especie de fidelidad militar: no se puede abandonar el puesto. Esta idea parece, en efecto, absurda cuando se niega (como lo hace esta religión) que el alma preexista a su unión con el cuerpo, en la condición humana. En esta hipótesis creacionista, puesto que no existe para nada antes de estar en el "puesto" asignado, al estar lanzado de golpe sin haberlo querido ni aceptado, no se puede hablar razonablemente de responsabilidad. Tampoco puede hablarse de un "compromiso militar" respecto de una vida recibida pero no perdida. Hemos hablado ya de la vida sin salida a donde lleva semejante concepción ligada al punto de vista "creacionista" y teísta, cuando es atacada por el nihilismo. El límite aquí es la revuelta existencial y el "suicidio metafísico" del Kirílov de

Dostoievsky que se mata con el único fin de probarse a sí mismo que es más fuerte que el miedo, que es su propio dueño y posee una liber­tad absoluta, que le hace ser dios. Posición absurda está, pues aquí, como en el teísmo, el único punto de referencia es siempre la persona: es de la persona de donde procede la iniciativa y es la persona quien quiere volverse absoluto. Las palabras agustinianas podrían aplicarse aquí: "Esclavo, quiso simular una libertad mutilada haciendo impu­nemente lo que es ilícito en una imitación ciega de la omnipotencia". Como hemos visto, es por la ciega razón por la que Raskólnikov o Stavroguín se hunden; el suicidio de este último puede incluso res­ponder a este tipo de suicidio que parece dictado por un fracaso perso­nal y que, como tal, así como hemos indicado antes, podría justificarse desde un punto de vista completamente diferente, por un tipo de hombre determinado.

Pero el problema de la responsabilidad aparece bajo otro as­pecto si uno se refiere a la doctrina tradicional, más o menos confusa­mente vislumbrada por el mismo existencialismo, según la cual se ha querido ver, bajo una forma de "proyecto original" (Sartre), todo lo que formaría el contenido de una existencia dada. En este caso, no se trata de responder ante un Creador, sino ante algo que es preciso refe­rir a la dimensión misma del ser o de la trascendencia en sí. Aunque no puede atribuirse a la voluntad exterior, propiamente humana, del individuo (de la persona) el curso de la existencia sigue, en principio, una línea que, incluso, oculta o encubierta, tiene una significación pa­ra el Yo, cuando se contempla esta existencia como un conjunto de ex­periencias importantes, no por sí Mismas, sino por las reacciones que hacen nacer en todos, a través de las cuales pueden realizarse el ser que ha querido ser. En este sentido, la vida aquí abajo no puede ser consi­derada, ni como algo que puede rechazarse a voluntad, ni como un azar brutal ante el cual no puede uno más que resignarse con fe o fata­lismo (hemos visto que es a esto a lo que se reducen en general los ho­rizontes del existencialismo moderno) o librarse a una continua prueba de resistencia casi a fondo perdido (es el caso del estoicismo opaco, desprovisto de trasfondo trascendental). Igual que una aventu­ra, una misión, una prueba, una eleccción o una experiencia, la vida terrestre se presenta como algo que se ha decidido antes de encontrar­se la condición humana, aceptando, por anticipado, los aspectos eventualmente problemáticos, tristes o enigmáticos, aspectos que, sobre todo en una época como la nuestra, pueden ser particularmente noto­rios. Es en estos términos como puede definirse y aceptarse un princi­pio de responsabilidad y de "fidelidad" exento de referencias exte­riores, "heterónomo" .

Hemos mencionado ya las consideraciones que debían ser obli­gatoriamente cumplimentadas, según el estoicismo y el budismo, para que el suicidio sea lícito: una superioridad y un distanciamiento res­pecto a la vida. Pero estas condiciones son tales que es difícil reali­zarlas, siquiera parcialmente, si no se alcanza, al mismo tiempo, de una forma u otra, una sensación suprapersonal de la existencia sobre la tierra, en el sentido que acabamos de definir; es preciso que se aña­da la sensación de que el conjunto de esta existencia no es más que un episodio, un pasaje, como en la imagen del viaje en la noche. Y si se observa en uno mismo alguna impaciencia, alguna intolerancia o al­uún fastidio, ¿no sería entonces el signo de que subsiste un residuo muy humano, algo que no ha sido aún resuelto por el sentido de la eternidad o al menos de las grandes distancias no-terrestres no-temporales?. Y si ello fuera así, ¿no estaría uno, acaso, obligado a no actuar?.

Es cierto que, al igual que una rigurosa doctrina de la predesti­nación conduce a la idea expresada por esta máxima islámica: "Nadie puede morir más que por la voluntad de Alá y en el momento fijado por él" , igualmente, se admite que este proyecto determina el curso esencial de la existencia individual, el suicidio podría ser considerado como uno de los actos particulares ya comprendidos en este proyecto y no tener más que en apariencia el carácter de libre iniciativa de la per­sona. Sin embargo, esta es una suposición límite, y, en definitiva, una decisión no puede ser acordada más que en función del grado de in­tegración efectiva al cual se ha llegado, bajo la forma ya descrita de una soldadura de la persona con el ser. Es cierto que en el caso de una integración del mismo tipo, incluso si no es absoluta, el suicidio podría guardar el sentido de una instancia suprema sellando nuestra propia soberanía, en un marco bien diferente del de Kirílov: pues sería una soberanía, no de la persona, sino sobre la persona. No quedaría más que la responsabilidad inherente al hecho de afirmar que lo que actúa es precisamente el principio, que no es la persona, pero que posee a la persona. Raros son, sin embargo, los casos que en el recurso a esta instancia puede tener un carácter positivo e inteligen­te, para el hombre que nos interesa. Cada uno sabe que, antes o des­pués, el fin llegará y es por ello por lo que más vale intentar descifrar los significados ocultos de todas las contingencias y el papel que juegan en un contexto que, según los puntos de vista que hemos ex­puesto, no no es extraño y procede de una especie de voluntad tras­cendente que nos es propia.

Las cosas se presentan evidentemente de una forma diferente, cuando no se busca directamente la muerte, sino cuando se la hace entrar, por así decir, en la vida, contemplando situaciones donde el sentido último de la vida, en la condición humana, coincide con la muerte. Aquí, contrariamente a la forma de ver de Heidegger, no se trata de una gravitación presumida hacia la muerte —y casi de una de­pendencia, respecto a esta, del "ser aquí", de alguna existencia fini­ta, teniendo fuera de sí su propio principio. Se presupone, por el contrario, la posibilidad de dar a la propia vida una orientación espe­cial y original. Así puede eventualmente oponerse a la acción directa y violenta sobre su propia vida, una "interrogación" bajo la forma de una existencia intensa y arriesgada. Hay muchas formas de plantear al "destino" (por este término entendemos lo que hemos indicado hablando del amor fati y de esta certidumbre particular que se experi­menta en no seguir jamás sino la propia vía, en todo momento y en cualquier circunstancia) una pregunta cada vez más perentoria y exi­gente a fin de aprender desde las cosas mismas en qué medida subsiste una razón profunda, impersonal, para existir en la condición humana. Y si esta pregunta conduce a situaciones en donde la frontera entre la vida y la muerte representa también el límite extremo que pueden al­canzar el sentido y la plenitud de la vida —por una vía diferente, en consecuencia, a la de la exaltación de una simple embriaguez, o de un impulso confuso hacia el éxtasis— se encontraría ciertamente realizada la condición más satisfactoria para superar existencialmente el proble­ma que examinamos. La fórmula, ya mencionada, de un cambio de polaridad de la vida, de una intensidad de vida particular utilizada co­mo medio para alcanzar un más-que-vivir, encuentra evidentemente en esta vía una aplicación precisa.

Cabalgar el Tigre. El problema espirituaol. 29. La segunda religiosidad

Cabalgar el Tigre. El problema espirituaol. 29. La segunda religiosidad

Hemos mostrado, en un capítulo precedente, hasta qué punto están desprovistas de fundamento las ideas de algunos vulgarizadores que pretenden que la física ultramoderna ha superado el estadio ma­terialista y se orienta hacia una nueva visión espiritualista de la reali­dad. Las pretensiones de lo que puede llamarse neo-espiritualismo se fundan sobre un error análogo. También otros medios desearían desembocar en la misma conclusión, es decir, que un retorno a la espi­ritualidad se anuncia a través de la actual proliferación de tendencias hacia lo sobrenatural y lo suprasensible manifestadas en movimientos, sectas, capillas, logias y conciliábulos de todo tipo, alimentándose en común con la ambición de proveer al occidental de algo más que las formas dogmáticas e institucionalizadas de la religión, consideradas insuficientes e ineficaces y conducirlo más allá del materialismo.

Aquí también, se trata de una ilusión debida a la falta de prin­cipios que caracteriza a nuestros contemporáneos. La verdad es que en la mayoría de estos casos, uno se encuentra ante fenómenos que for­man parte de los procesos disolutivos de la época y que, existencial­mente, a pesar de las apariencias, tienen un sentido negativo y repre­sentan una contrapartida solidaria del materialismo occidental.

Para reconocer el verdadero y el sentido de este nuevo espiri­tualismo, podemos referirnos a lo que Oswald Spengler ha escrito sobre la "segunda religiosidad". En su principal obra, este autor ex­pone ideas que, a pesar de —tar mezcladas con graves conclusiones y divagaciones personales de todo tipo, reproducen, en parte, la concepción tradicional de la Historia, cuando habla de un proceso que, en los diferentes ciclos de civilización, conduce de la forma de vida orgánica de los orígenes, donde dominan, por el contrario, el intelecto abstrac­to, la economía y la finanza, el espíritu práctico y el mundo de las ma­sas con un fondo de grandeza puramente marerial. El proceso termi­nal ha sido estudiado más de cerca por R. Guenon, el cual, empleando una imagen de la evolución de la vida de los organismos, ha hablado de dos fases, la fase de rigidez del cuerpo abandonado por la vida (correspondiente en términos de civilización, al período del materialis­mo), seguida de la fase final, la de descomposición del cadáver.

Según Spengler, la "segunda religiosidad" es uno de los fenó­menos que acompañan siempre a las fases terminales de una civiliza­ción. Al margen de estructuras de una grandeza bárbara, al margen del racionalismo, del ateismo práctico y del materialismo, se manifies­tan formas de espiritualidad y de misticismo, es decir, irrupciones de lo suprasensible que no son signos de una recuperación, sino los síntomas de una desintegración. No se trata ya de la religión de los orígenes, de las formas severas que, como herencia de las élites domi­nantes, estaban en el centro de una civilización orgánica y cualitativa (lo que, propiamente, llamamos el "mundo de la Tradición") y que marcaban todas sus expresiones. En tal fase, incluso las verdaderas re­ligiones pierden toda dimensión superior, se secularizan, se adorme­cen, cesan de cumplir su función original. La "segunda religiosidad" se desarrolla fuera de éstas, a menudo, incluso, contra ellas, pero lo hace también fuera de las corrientes predominantes de la existencia y corresponde generalmente a un fenómeno de evasión, alienación, compensación confusa, no teniendo ninguna repercusión seria sobre la realidad, que actualmente es una civilización apagada, mecanizada y puramente terrestre. Tal es el lugar y el sentido de la "segunda reli­giosidad", Podemos completar el esquema remitiéndonos a René Guenon, cuya doctrina es mucho más profunda que la de Spengler. Este autor ha constatado que tras el materialismo y el "positivismo" del siglo XIX que habían conseguido aislar al hombre de lo que está verdaderamente por encima de él —de lo verdaderamente sobrenatu­ral, de la trascendencia— numerosas corrientes del siglo XX han teni­do una apariencia de "espiritualismo" o se presentan como una "nueva psicología", tendiendo a abrirlo a lo que está por debajo de él, por debajo del nivel existencial, correspondiente generalmente a la persona humana realizada. Podríamos hacer referencia, aquí también a una expresión de Aldous Huxley y hablar de una "autotrascenden­cia descendente" opuesta a la "autotrascendencia ascendente" .

De la misma forma que es cierto que Occidente se encuentra actualmente en la fase sin alma, colectivizada y materializada, propia del fin de una civilización, igualmente, no cabe duda de que la mayor parte de los hechos que se consideran como el preludio de una nueva espiritualidad dependen sencillamente de una "segunda religiosidad" y representan algo híbrido, delicuescente y subintelec­tual. Son como los fuegos fatuos que se manifiestan cuando un cadá­ver se descompone; por lo tanto hay que ver en estas tendencias, no lo opuesto a la civilización crepuscular de hoy en día, sino una de sus contrapartidas que podrían incluso, si se confirmaran, ser el preludio de una nueva fase regresiva y disolvente, más avanzada. En particular, allí donde no se trata sólo de simples estados de alma o de teorías, sino allí donde el interés morboso por lo sensacional y lo oculto se acompa­ña de prácticas evocatorias y de una apertura de las capas subterráneas de la psique humana —como sucede a menudo en el caso del espiritis­mo y del psicoanálisis— pudiéndose hablar, con René Guenon, de "fisuras en la gran muralla" (39), de peligrosas grietas en este círculo de protección que preserva, a pesar de todo, en la vida ordinaria, a to­do individuo normal y de espíritu lúcido, contra la acción de las fuer­zas oscuras reales, ocultas tras la fachada del mundo de los sentidos y bajo el umbral de los pensamientos humanos formados y conscientes. Desde este punto de vista, el neo-espiritualismo aparece, pues, más peligroso todavía que el materialismo o el positivismo, ya que éste, por su primitivismo y su miopía intelectual, reforzaba este círculo, que limitaba ciertamente, pero que también protegía.

Por otra parte, nada indica mejor el nivel en que se sitúa el neo-espiritualismo que la cualidad humana de buen número de quienes lo cultivan. Mientras que las antiguas ciencias sagradas eran la prerrogativa de una humanidad superior, de las castas reales y sacerdo­tales, hoy, son en su gran mayoría, mediums, "magos" de barriada, radiestesistas, estiritistas, antropósofos, astrólogos y videntes, anun­cios publicitarios, teósofos, "curanderos", vulgarizadores de un yoga americanizado, etc., quienes proclaman el nuevo verbo antimaterialis­ta acompañándose de algún místico exaltado y visionario y de algún profeta improvisado. La mixtificación y la superstición se mezclan casi constantemente en el neo-espiritualismo del que otro rasgo significati­vo es la proporción importante de mujeres (fracasadas, desviadas, "fuera de uso") que se dedican a ello, particularmente en los países anglo-sajones. De hecho, como orientación general, puede hablarse de "espiritualidad femenina".

Pero se trata, una vez más, de un tema que hemos tenido oca­sión de hablar en numerosas ocasiones (40). En el marco del problema que nos interesa particularmente aquí, sólo importa la lamentable confusión que puede nacer de las frecuentes referencias que hace el neo-espiritualismo, a partir del teosofismo anglo-indio, a ciertas doctrinas pertenecientes a lo que llamamos el mundo de la Tradición, particularmente en sus formas orientales.

Es importante señalar aquí una neta separación. Es preciso sa­ber que se trata, casi siempre, de falsificaciones de estas doctrinas, resi­duos o fragmentos, mezclados con los peores prejuicios occidentales y meras divagaciones personales. El neo-espiritualismo no tiene, en ge­neral, ninguna noción del plano al que pertenecían las ideas que adoptó, así como de la meta verdadera que tenían sus seguidores, es­tas ideas, en efecto, acaban, a menudo, sirviendo de simples sucedá­neos destinados a satisfacer exigencias idénticas a las que mueven a otros hacia la fe o a la simple religión: grave equívoco, pues se trata, al contrario, de metafísica y, a menudo, estas enseñanzas pertenecían exclusivamente, en el mundo tradicional, a las "doctrinas internas" , no divulgadas. No es cierto, además, que la decadencia y el agota­miento de la religión occidental sean las únicas razones que mueven a los neo-espiritualistas a interesarse en estas enseñanzas, a difundirlas y mostrarlas en público. Otras razones son que muchos de ellos creen que estas doctrinas son más "abiertas" y consoladoras, que eximen de las obligaciones y de los lazos propios a las confesiones históricas, cuando lo cierto es que se trata de lo contrario, aunque se trate de otro tipo de lazos (41). Tenemos un ejemplo típico en la valoración completamente moralizante, humanitaria y pacifista que se ha hecho y se hace recientemente de la doctrina budista (según el Pandit Nehru: "se debería escoger entre la bomba H y el budismo"). En otro campo vemos a Jung "valorizar" en términos de psicoanálisis todo ti­po de enseñanzas y de símbolos de los Misterios, adaptándolos para el tratamiento de individuos neurópatas y disociados.

Es así como podríamos llegar a preguntarnos en qué medida el efecto práctico del neo-espiritualismo no es negativo también desde otro punto de vista, en razón del inevitable descrédito en que caen las enseñanzas pertenecientes a las doctrinas internas del mundo de la Tradición, tras la manera deformada e ilegítima en que estas corrien­tes las hacen conocer y propagan. Es preciso, en efecto, poseer una orientación interior, muy precisa o un instinto no menos preciso para conseguir separar lo que es positivo de lo negativo para encontrar en estas corrientes incitación a una verdadera unión con los orígenes y a un redescubrimiento de un saber olvidado. Y si se llega a esto y se to­ma la vía justa, no se tardará en abandonar completamente todo lo que procede de este punto de partida vocacional, es decir, del espiri­tualismo actual y, sobre todo, del nivel espiritual que le corresponde: un nivel del que están completamente ausentes, la grandeza, la po­tencia, el carácter severo y soberano, propio de lo que se encuentra más allá de lo humano y que es lo único que podría abrir una vía más allá del mundo que está en trance de vivir la "muerte de Dios".

Esto concierne, sobre todo, al plano de la doctrina. Y el hombre diferenciado del que nos ocupamos aquí que se interesara por este terreno debería establecer muy netamente la distinción que aca­bamos de indicar: si no dispone de fuentes de información más direc­tas y más auténticas que los subproductos y fosforescencias ambiguas de la "segunda religiosidad", le será preciso aplicarse a discriminar y completar estos datos. Este trabajo le vendrá facilitado, por lo demás, por la ciencia moderna de las religiones y por otras disciplinas análogas gracias a las cuales textos fundamentales de varias religiones están dis­ponibles ahora en conocidas versiones que si bien pueden verse afecta­das por las limitaciones propias al academicismo y a la especialización (filología, orientalismo, etc.) están, al menos, exentas de las deforma­ciones, divagaciones y mezclas del neo-espiritualismo. Se dispone así de la base o materia prima necesaria para superar el punto de partida inicial y ocasional.

Es preciso, además, examinar el problema desde su aspecto práctico. Como hemos dicho, el neo-espiritualismo enfatiza a menudo la práctica y la experiencia interior y toma de otro mundo, de la Anti­güedad o de Oriente, además de ciertas concepciones de lo suprasen­sible, vías y disciplinas tendientes a la superación de los límites de la conciencia ordinaria del hombre. Aquí también, sin embargo, se vuel­ve a encontrar el error ya señalado a propósito de los ritos católicos que terminan por ser profanados y pierden toda verdadera significación "operativa" al estar aplicados a la masa sin que se den las condiciones necesarias para su eficacia: el equívoco es más grave en el caso que nos ocupa pues el fin es mucho más ambicioso.

Desde este punto de vista, podemos olvidar las variantes más bastardas, "ocultistas"., del neo-espiritualismo, en primer plano de las cuales se sitúa el interés dedicado a la "clarividencia" o a tal o cual pretendido "poder" y a toda especie de pactos concluidos con lo invi­sible. Todo esto no puede ser más que absolutamente indiferente al hombre diferenciado: no es siguiendo esta vía como se puede resolver el problema del sentido de la existencia, pues se permanece siempre aquí en el mundo de los fenómenos, y puede incluso resultar una eva­sión y mayor dispersión (parecida a la que favorece, en otro plano, la multiplicación apabullante de conocimientos científicos y de medios técnicos) en lugar de una profundización existencial. Pero aunque no sea más que de un modo confuso, algo más y diferente se anuncia al­gunas veces en el neo-espiritualismo cuando se tiende a la "iniciación" , cuando esta es presentada como la culminación de dife­rentes prácticas, "ejercicios", ritos, técnicas de yoga, etc.

Si no se puede pronunciar a este respecto una condena pura y simple, es sin embargo necesario disipar algunas ilusiones. Tomada en su acepción rigurosa y legítima, la iniciación correspondería en el hombre a un cambio real del estado ontológico y existencial, a la aper­tura efectiva de la dimensión de la trascendencia. Esto sería la realiza­ción indudable y la apropiación integral y "descondicionadora" de la cualidad que hemos considerado como el fondo mismo del tipo huma­no que nos interesa, del hombre que está aún arraigado, espiritual­mente, en el mundo de la Tradición. Así se plantea el problema cuan­do una u otra corriente del neo-espiritualismo exhuma y presenta mé­todos y vías "iniciáticas".

Es preciso circunscribir este problema teniendo en cuenta que, en el marco de este trabajo, no nos ocupamos más que de hombres distanciados de su medio que han concentrado toda su energía en la dirección de la trascendencia como pueden hacerlo el asceta o el santo en el dominio religioso. Se trata, por el contrario, del hombre que acepta vivir en el mundo y en su época, teniendo, sin embargo, una forma interior diferenciada de la de sus contemporáneos. Este hombre sabe que en una civilización como la nuestra, es imposible restaurar las estructuras que, en el mundo de la Tradición, darían un sentido al conjunto de la existencia pero, incluso en el mundo de la Tradición, lo que puede hacerse corresponder al ideal de la iniciación pertenecía a las cimas, a un dominio diferenciado que comportaba límites precisos, a una vía que tenía un carácter excepcional y original. Se trataba no del nivel o de la ley general, de lo alto de la Tradición, que ordenaba la existencia común en una civilización dada, sino de un plano supe­rior, virtualmente desprendido de esta misma ley porque estaba si­tuado en su origen (42). Se puede tratar aquí las distinciones que se imponen, incluso en el dominio de las iniciaciones. Debemos limitar­nos a insistir sobre el significado más alto, más esencial, que toma la iniciación cuando se sitúa sobre el plano metafísico, significado que es, como hemos dicho, la del "descondicionamiento" espiritual del ser. Las formas más limitadas que corresponden a las iniciaciones de casta, a las iniciaciones tribales y también a las iniciaciones menores li­gadas a tal o cual poder del cosmos, como en algunos puntos y profe­siones antiguas —formas diferentes, en consecuencia, de la "gran li­beración" —deben ser, asimismo, dejadas de lado, porque en el mundo moderno están completamente desprovistas de base.

Precisamente es en su más alta acepción, metafísica, como se la comprende, y se debe pensar a priori, que en una época como la nuestra, en un medio como este en el que vivimos, y habida cuenta también de la conformación general interior de los individuos (que se resiente fatalmente de una herencia colectiva, antig.ua de varios siglos, que es absolutamente desfavorable), la iniciación se presenta como una posibilidad más que hipotética y aquel que ve las cosas diferente­mente, o no comprende de qué se trata, o se equivoca él mismo enga­ñando a los demás. Lo que es preciso demoler de la forma más clara es la trasposición en este dominio de la imagen individualista y democrá­tica del self made man, es decir, la idea según la cual se puede conver­tir en "iniciado" quien quiera y puede serlo por sí mismo gracias a sus propias fuerzas, recurriendo a "ejercicios" y prácticas de diversos ti­pos. Tal cosa es una ilusión, la verdad es que con las meras fuerzas del individuo humano y que todo resultado positivo en este terreno está condicionado por la presencia y la acción de una fuerza real de otro or­den, no individual. Y podemos afirmar categóricamente que en lo que respecta a la iniciación no hay más que tres casos posibles.

El primer caso es el de aquel que posee ya, por naturaleza, esta fuerza diferente. Es el caso excepcional de lo que fue llamado la "dig­nidad natural" , que no procede del simple nacimiento humano, puede compararse a lo que es la elección en el dominio religioso. El hombre diferenciado que presuponemos tiene una estructura parecida a la del tipo al que se aplica esta posibilidad. Pero, en nuestros días, la presencia en él de la "dignidad natural" , comprendida en este senti­do específico, técnico, comporta inevitablemente un cierto margen de incertidumbre que no puede ser superado más que si la prueba de uno mismo, de la que ya hemos hecho mención en el capítulo primero, es­tá oportunamente orientada en este sentido.

Los otros dos casos son los de una "dignidad adquirida" . Se puede, en primer lugar, suponer que la fuerza en cuestión aparezca, y que una brusca ruptura de nivel, existencial y ontológica, se produzca con ocasión de crisis profundas, traumatismos espirituales o acciones desesperadas. Es entonces posible que el individuo, si no se hunde, sea conducido a participar de esta fuerza, incluso sin haberse propues­to conscientemente llegar a tal fin. Es preciso, sin embargo aclarar que, en casos de este tipo, una energía había sido ya acumulada y las circunstancias han provocado su súbita manifestación, entrañando, como consecuencia, un cambio de estado: es por ello por lo que estas circunstancias aparecen como una causa ocasional, pero no determi­nante; necesaria pero no suficiente. Al igual que la última gota no ha­rá desbordar el vaso si éste no está lleno, o la ruptura de un dique no provocaría el desbordamiento de las aguas más que si las aguas no ejer­cieran tras él una fuerte presión.

El tercer y último caso es aquel en que la fuerza en cuestión es injertada sobre el individuo en virtud de la acción de un representante de una organización iniciática preexistente debidamente cualificado para hacerlo. Es el equivalente a lo que, sobre el plano religioso, es la ordenación sacerdotal que, teóricamente al menos, debería imprimir al individuo un caracter indelebilis cualificándolo para realizar eficaz­mente los ritos. El autor que ya hemos citado, René Guenon —que fue prácticamente el único entre los autores modernos en tratar con autoridad y seriedad estos temas— no dejaba tampoco de denunciar las desviaciones, errores y mixtificaciones del neo-espiritualismo, con­templa, casi exclusivamente, esta última posibilidad. Por nuestra par­te, estimamos, por el contrario, que debe ser, de hecho, prácticamen­te excluída en nuestros días, en razón de la ausencia casi total de una organización de este tipo. Si estas organizaciones tuvieran siempre un carácter más o menos subterráneo en Occidente en razón del tipo de religión que predominó y de las represiones y persecuciones que ésta ejerció, en la época actual han desaparecido casi en su totalidad. En otros lugares, sobre todo en Oriente, se han convertido, cada vez en más raras e inaccesibles, incluso cuando las fuerzas que transmitían no se habían retirado, paralelamente al proceso general de degeneración y modernización, que en el momento presente también ha invadido estas regiones. Por regla general, Oriente mismo hoy no está en condi­ciones de facilitar tampoco más que subproductos, en "régimen de re­siduos" y basta para convencerse considerar la envergadura espiritual de los asiáticos que se han dedicado a exportar y divulgar entre nosotros la "sabiduría oriental" .

Si René Guenon no ha visto la situación con tanto pesimismo, es en razón de un doble malentendido. El primero que no ha conside­rado solamente la iniciación en el sentido pleno y actual que acabamos de definir y ha introducido la noción de una "iniciación virtual" que podía tener lugar sin ningún efecto perceptible, permaneciendo casi operante en la práctica, lo que ocurriría en la casi totalidad de los casos —por hacer aquí una nueva comparación con la religión católica: la cualidad sobrenatural de los "hijos de Dios" que el rito del bautismo concede incluso a un recién nacido subnormal. El segundo malenten­dido procede de la suposición de que la fuerza en cuestión está real­mente transmitida incluso cuando se trata de organizaciones que en otro tiempo tuvieron un carácter iniciático auténtico, pero que han entrado desde hace largo tiempo en una fase de extrema degeneración hasta el punto de que se puede pensar con motivos que el poder espi­ritual que constituía originalmente el centro se ha retirado, no dejan­do subsistir, tras la fachada, más que una especie de cadáver psíquico. Sobre estos dos puntos, no podemos seguir a Guenon; pensamos, pues, que el tercer caso mencionado es aún más improbable hoy que los otros dos.

En cuanto al hombre que nos interesa, si la idea de una "ini­ciación" debe igualmente figurar en su horizonte mental, no debe ha­cerse ilusiones al haber medido claramente la distancia que separa a ésta del clima del neo-espiritualismo. No debe concebir, en principio, como prácticamente posible más que una orientación fundamental, una preparación fundamental para la cual encontrará en él una predis­posición natural. Pero la realización debe quedar indeterminada y será bueno hacer intervenir también la visión post-nihilista de la vida tal como la hemos definido, visión que hace descartar todos los puntos de referencia susceptibles de provocar una desviación, un descentramien­to —incluso si la ruptura de nivel, como en el caso presente, estaba li­gada a la espera impaciente del momento en que se producirá, por fín, la apertura. Es en este sentido como puede aplicarse aquí la fór­mula Zen ya citada; "Quien busca la Vía, se aparta de la Vía".

Una visión realista de la situación y una justa medida de sí mis­mo, obligan, pues, a considerar que la única tarea seria y esencial con­siste en dar un relieve cada vez mayor a la dimensión, más o menos en­ cubierta, de la trascendencia en sí. Estudios sobre el saber tradicional y el conocimiento de las doctrinas podrán ser útiles, pero solamente se­rán eficaces cuando entrañen un cambio positivo que afecte el plano existencial y más particularmente, la fuerza que está en la base de la vida de cada uno en tanto que persona: esta fuerza que, en la mayor parte, está ligada al mundo, que no es más que voluntad de vivir. Este resultado es comparable a la inducción de la propiedad magnética un un fragmento de hierro, inducción que es también la de una fuerza que le imprime una dirección. Podrá uno entonces desplazarla tanto como quiera, tras las oscilaciones, más o menos amplias y prolongadas, terminará siempre por volverse hacia el polo. Cuando la orientación hacia la trascencencia no tenga sólo un carácter mental o emocional, si­no que consiga penetrar de una forma análoga al ser de la persona, lo esencial de la obra estará ya realizado, el grano habrá entrado en la tierra y el resto constituirá algo secundario, una simple consecuencia. Todas las experiencias y todas las acciones que, cuando se vive en el mundo, y sobre todo en una época como la nuestra, pueden presentar un carácter de distracción y estar ligadas a contingencias, tendrán en­tonces tan poca importancia como los desplazamientos tras los que la aguja imantada recupera su dirección. Como hemos dicho, lo que podría eventualmente producirse además dependerá de las circunstan­cias y de una sabiduría invisible. Y a este respecto los horizontes no se confunden con los que son propios de la existencia individual y finita que el hombre diferenciado vive actualmente sobre esta tierra.

Por lo tanto, abandonando el fin lejano y demasiado preten­cioso de una iniciación absoluta y actualizada, comprendida en el sen­tido metafísico, incluso el hombre diferenciado debe estimarse feliz si puede alcanzar realmente esta modificación que integra, de forma na­tural, los efectos parciales de las actitudes definidas a su intención, en dominios muy diferentes, en el curso de esta obra.

 

(39). Cfr. "El reino de la cantidad y los signos de los tiempos", Ed. Ayuso, Barcelona, 1974.

(40). Cfr. "Máscara y rostro del espiritualismo contemporáneo". Ed. Alterna­tiva. Barcelona, 1985.

(41). Cfr. "El materialismo espiritual", Chogyam Trumpa Rimpoche, Barcelona, 1984.

(42). Cfr. "Iniciaciones místicas", Mircea Eliade, Ed. 1970.

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 28.- Las relaciones entre los sexos

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 28.- Las relaciones entre los sexos

Nos hemos cuidado de distinguir el problema de la familia y del matrimonio, en tanto que problema social, de la cuestión sexual en tanto que problema personal. Todavía, una vez más, esta es una distinción que no es normal ni legítima en un mundo normal, salvo ciertos casos especiales, pero que se impone, al contrario, en un mun­do en disolución. Vamos, pues, aquí a considerar las relaciones entre hombre y mujer en sí mismas y por sí mismas.

También aquí, lo más importante es extraer los aspectos positivos que ofrecen, potencialmente al menos, ciertos procesos actuales de disolución en la medida en que atacan, no solamente lo que pertenece al mundo burgués, sino también, de manera más general, ciertas dis­torsiones y opacas concreciones que, sobre las cosas del sexo, han deri­vado de la religión impuesta en Occidente.

En primer lugar, podemos referirnos aquí a un conjunto de características determinado por ciertas interfetencias entre la morali­dad y la sexualidad, ya que no entre espiritualidad y sexualidad, Es necesario, en efecto, considerar como una anomalía la importancia concedida a las cuestiones sexuales en el ámbito de los valores éticos y espirituales, hasta el extremo de emplearlas frecuentemente como patrón de estas últimas.

El asunto es todavía más singular cuando es raro encontrar en la civilización occidental precedente —queremos decir en la anti­güedad clásica— cualquier cosa análoga.

Pareto ha podido hablar de una "religión sexual" que, en el siglo pasado, se ha sustituido, con sus tabús, sus dogmas y su intole­rancia, a la religión propiamente dicha y que se han manifestado bajo formas particularmente virulentas en los países anglosajones, en don­de ha tenido y todavía tiene, en cierta medida, como adecuadas com­pañeras, otras dos religiones dogmáticas y laicas de un nuevo género: la religión humanitaria y progresista y la religión de la democracia. Pe­ro, aparte de esto, existen distorsiones que afectan a un campo mucho más amplio. Una de ellas, por ejemplo, concierne al sentido que ha tomado el término "virtud" . Como se sabe, virtus en la antigüedad e incluso hasta el Renacimiento tenía un significado de fuerza de áni­mo, cualidad viril, potencia, mientras que, paulatinamente, ha ido tomando un sentido sexual, tanto que el mismo Pareto ha podido for­jar el término de "virtuismo" para caracterizar a la religión puritana que acabamos de mencionar. Otro caso típico de la interferencia entre la sexualidad y la ética y de la deformación resultante se refiere a la no­ción de honor. Es cierto que se trata aquí, sobre todo, del sexo femeni­no; sin embargo la cosa no es, por ello, menos significativa. Durante mucho tiempo se ha considerado y se considera todavía en ciertas ca­pas sociales y regiones que una mujer pierde su "honor" , no solamen­te cuando ha tenido experiencias sexuales libres fuera del matrimonio, sino incluso cuando ha sido violada. Semejante absurdo incluso ha da‑

do origen a algunos temas de cierto "gran arte", el colmo de lo gro­tesco fue alcanzado, quizás, por Lope de Vega en su tragedia El mejor alcalde, el rey: en él se nos muestra a una chica que, al haber sido rap­tada y violada por un señor feudal, había perdido el "honor" , vol­viéndolo a encontrar repentinamente, cuando el rey hace ejecutar al que la ha violado y la casa con su prometido. Por lo demás, la concep­ción según la cual el hombre estaría herido en su "honor" si su mujer le engaña —cuando más bien sería cierto lo contrario— no es menos absurdo: de los dos, en el adulterio, es la mujer y no el hombre quien pierde el "honor" , no debido al hecho sexual en sí, sino desde un punto de vista superior, pues si el matrimonio es algo serio y profun­do, la mujer al casarse, se une libremente a un hombre y, por el adul­terio, rompe este vínculo ético de fidelidad y se degrada en primer lugar ante sus propios ojos. Podemos hacer notar, de paso, cuán estúpido es hacer recaer el ridículo sobre el marido engañado, siendo de este mo­do, también habría que hacerlo recaer sobre el que ha sido víctima de un robo o sobre el jefe al que sus soldados, rompiendo su fe jurada, traicionan o abandonan; a menos que se quiera, a lo mejor, unir la de­fensa del "honor" con el desarrollo de las cualidades de carcelero o de déspota en el marido, ciertamente incompatibles con una concepción superior de la dignidad viril.

Incluso ejemplos tan banales son suficientes para mostrar hasta qué punto los valores morales han sido contaminados por los pre­juicios sexuales. Ya hemos hecho referencia anteriormente a los pre­ceptos de una "gran moral" que, debido a su relación con una especie de raza interior, no pueden ser mellados por las disoluciones nihilis­tas: de tal modo que la verdad, la rectitud, la lealtad, la valentía inte­rior, el sentimiento verdadero, no socialmente condicionado, del ho­nor y de la vergüenza, el dominio de uno mismo, permanecen invul­nerables. Todo ello es "virtud"; los hechos sexuales no tienen apenas relación con ellos, salvo indirectamente, es decir, en el solo caso en donde empujan a una conducta que se aparta de estos valores. Por lo demás, la moral estoica, que desde luego no puede ser tachada de ti­bia, colocaba los placeres sexuales en la categoría de las cosas que des­de el punto de vista del sabio, eran indiferentes. En general, en la an­tigüedad, no existía gran preocupación por las cuestiones sexuales, sal­vo cuando dañaban la conducta digna y mesurada a la que se debían el patricio y el hombre libre. Es con el cristianismo, en parte también bajo la influencia de concepciones soteriológicas de pueblos exóticos de Asia Menor y de Levante que establecieron lazos estrechos entre la sexualidad y el pecado cuando el sexo se puso a infectar, no solamente el dominio ético, sino también el dominio espiritual.

Esto se relaciona con lo que ya hemos dicho a propósito de la imposibilidad intrínseca para el catolicismo de asentar una concep­ción superior del matrimonio y de dar una orientación que conduzca, no a negar y a reprimir, sino a transfigurar y a sacralizar la experiencia sexual. Dentro de este ámbito a los ejemplos aberrantes ya citados, po­demos añadir otro: el del valor atribuido a la virginidad (31). Este va­lor ha sido puesto en evidencia en el plano teológico, por la importan­cia y el relieve, completamente incomprensible (a menos de permane­cer en el plano puramente simbólico) dados a la virginidad de María, de la "Madre de Dios"), pero esto también queda demostrado de una forma más específica por muchas "opiniones probables" (es decir, que hay que seguir porque son predominantes y defendidas por teólo­gos célebres) de la teología moral católica: aquella, por ejemplo, según la cual sería preferible que una mujer se suicidara antes que dejarse violar (idea que ha conducido recientemente a la canonización de María Goretti), o según la cual tendría el derecho de matar a su agre­sor si ello le permitiera salvaguardar su integridad física. Igualmente, según la opinión defendida por la casuística de la teología moral, si el enemigo para no saquear una ciudad, reclama el sacrificio de un ino­cente, éste puede e incluso debe inmolarse y la ciudad debe consentir entregarlo: pero no si se reclama a una mujer para abusar de ella. Por lo tanto se da más peso al tabú sexual que a la vida. Sería fácil multiplicar los ejemplos de este tipo. Pero cuando, por un régimen de prohibiciones y anatemas, se muestra una tal preocupación por las cosas del sexo, es evidente que uno depende tanto de él como si lo exaltara crudamente. De forma general es así como —paralelamente a la desaparición, en la relación positiva, de la dimensión de la contemplación, de la orientación hacia la trascendencia, de la alta áscesis y de la verdadera sacralidad— el dominio de la moral ha sido infectado, en la Europa cristianizada, por la idea del sexo, hasta el punto de desembo­car en los complejos ya mencionados.

Si bien esta situación anormal no es reciente, el signo característico del período burgués es que había asumido los carácteres particulares, disociados y autónomos, de una "moral social": precisa­mente con la "virtuosidad" vejada por Pareto, el cual, en cierta medi­da, ya no se refería a las premisas de la moral religiosa mencionada en los párrafos anteriores. Pero ha sido y es, justamente esa moral basada sobre el sexo y la sexofobia el objeto principal de los procesos disoluti­vos recientes. En diversas regiones, en los países anglosajones y protes­tantes, al igual que en los países latinos y católicos, subsisten, sin du­da, formas organizadas de ostracismo social de base sexual. Además, es necesario tener en cuenta la acción consiguiente, inconsciente, pero no por ello despreciable, que ejercen a menudo las interferencias que se han producido en el curso del tiempo, entre la moralidad y la se­xualidad, incluso cuando el individuo ya no reconoce ningún valor a los principios que le corresponden y que numerosos vínculos exte­riores, sociales, son quebrantados. Tal es una de las causas del carácter neurótico, insano, dividido e inquieto, que presenta frecuentemente la vida sexual actual, mientras estos rasgos eran casi inexistentes en épocas más rigurosas (32). Se ha hablado de una "revolución sexual" en curso, tendiente a superar las inhibiciones interiores, y los tabús represivos sociales. De hecho, en el mundo de hoy la "libertad sexual" se afirma cada vez más, como práctica corriente. Pero a este respecto hay que hacer algunas precisiones.

Sea como fuere los procesos en curso llevan a una eliminación de las inhibiciones, a una vida sexual libre que, evidentemente, tiene un sentido muy diferente al de una vida libre del sexo. Es como si esta obsesión sexual que se había manifestado anteriormente, con la men­talidad puritana, bajo un signo negativo, manifestándose a través de inhibiciones, tomara, hoy en día, incluso adoptando un carácter más agudo, un signo positivo. Que una característica particular de la época actual sea un demonismo del eros (33), que sexo y mujer sean los mo­tivos dominantes en la sociedad actual, es un hecho evidente que, por lo demás, pertenece a la fenomenología normal de toda fase final y crepuscular de un ciclo de civilización (34).

Allí donde el sexo se pone de relieve, es natural que la mujer, su dispensadora y su objeto, domine la situación, como puede consta­tarse hoy en día: a esta especie de "demonismo" , de intoxicación se­xual crónica, característica de la época actual, manifestada de mil ma­neras en la vida pública y en las costumbres, corresponde una gine­cocracia virtual, una tendencia sexualmente orientada a la prepotencia de la mujer, prepotencia que, a su vez, está en relación directa con la involución materialista y utilitaria del sexo masculino; por ello el fenó­meno se manifiesta particularmente en los países como Estados Uni­dos, cuyo proceso involutivo está más adelantado, gracias al "progre­so" . Habiendo analizado en diferentes ocasiones esta cuestión no nos detendremos aquí sobre el tema (35). Nos limitaremos a señalar el ca­rácter colectivo y, en cierto sentido, abstracto del, erotismo y del tipo de fascinación que se concentra actualmente en los ídolos femeninos más recientes, en una atmósfera alimentada de mil maneras: cine, re­vistas ilustradas, televisión, espectáculos, concursos de belleza y de­más. Aquí la persona real de la mujer es frecuentemente una especie de soporte casi enteramente desprovisto de alma, un centro de cristali­zación de esta atmósfera de sexualidad difusa y crónica, de tal modo que la mayor parte de las "estrellas" de rasgos fascinantes, "mujeres fatales" , en realidad, como personas, tienen cualidades sexuales muy mediocres y decadentes, siendo su fondo existencial, más o menos, el de mujeres ordinarias desviadas, con rasgos neuróticos. Respecto a ellas, ha sido empleada muy justamente la imagen de las medusas con sus magníficos colores iridiscentes que se reducen a una masa gelatino­sa y se evaporan cuando se las coloca al sol, fuera del agua; el agua correspondería, en este caso a una atmósfera de sexualidad difusa y co­lectiva (36). Es la contrapartida en la mujer de los numerosos hombres que se distinguen hoy en día por su fuerza, por su masculinidad pura­mente atlética o deportiva, como "duros" , "machos" , etc. (37).

Volvamos ahora a los problemas que nos interesan. Los proce­sos de disolución que se han manifestado en las costumbres sexuales podrían presentar un aspecto positivo cuando contribuyen a eliminar las interferencias anormales entre ética y sexualidad, entre espirituali­dad y sexualidad de las que ya hemos hablado. Por lo tanto, en princi­pio, no hay que lamentar que todo lo que en las costumbres de ayer se fundaba sobre estas interferencias, pierda cada vez más su fuerza y tampoco hay que quedar impresionado por el hecho de lo que era con­siderado, erróneamente, como una corrupción se haya vuelto normal en una gran parte de la sociedad contemporánea. Podríamos repetir aquí lo que ya hemos dicho respecto a cierta literatura corrosiva y "pervertidora" de nuestro tiempo. Lo importante sería sacar partido de esta nueva situación para hacer valer, más allá de las costumbres burguesas, una concepción más sana de la existencia, liberando los va­lores éticos de sus conexiones sexuales. Todo lo que hemos dicho res­pecto a la contaminación que estas interferencias ha hecho sufrir a las concepciones de la virtud, el honor, la fidelidad podrían indicar ya la dirección positiva. Por lo tanto habría que reconocer que los principios.

Es así como en nuestra-época la libertad acrecentada en el do­minio sexual no está unida, ni a una nueva toma de conciencia de los valores que vuelven poco importantes las cosas sexualmente importan­tes, no a una toma de posiciones contra la "fetichización" de las rela­ciones intersexuales, procediendo, al contrario, a un debilitamiento general de todos los valores y de todos los vínculos. Los aspectos positi­vos que hemos mencionado que, teóricamente, podrían extraerse de los procesos en curso, son solamente virtuales y no deben hacer nacer ilusiones sobre las direcciones que tomará la vida moderna. Además de la atmósfera de intoxicación erótica, pandémica y difusa de la que ya hemos hablado, el sexo disociado y liberado puede conducir prácti­camente a una banalización y a un "naturalismo" de las relaciones entre hombre y mujer, a un materialismo y a un inmoralismo expedi­tivo y fácil en un régimen de matter of fact (38) en donde faltan las condiciones más elementales para realizar experiencias sexuales de al­gún interés o intensidad.

Puede considerarse aquí como un detalle no desprovisto de in­terés algún rasgo de la crisis del pudor femenino. Aparte de los casos en los que la desnudez femenina casi completa sirve para alimentar la atmósfera de sexualidad abstracta y colectiva de nuestra época, es pre­ciso estudiar el caso de una desnudez que ha perdido su carácter "fun­cional" serio, que, porque es pública y habitual, habitúa el ojo a la castidad, vuelve capaz de mirar a una muchacha completamente des­nuda casi con el mismo interés puramente estético que si se observa a un pescado o a un gato siamés. De esta despolarización de los sexos —que confirma, por lo demás, el regimen de la vida moderna, en donde la juventud de un sexo se apretuja con la del otro, se mezcla con el otro con "naturalidad" , prácticamente sin ninguna tensión, como coles y nabos en un huerto. Es evidente que el resultado particu­lar, tanto de la crisis de las costumbres precedentes, como la acción de los procesos de disolución, nos remite a lo que dijimos a propósito del "ideal animal". Aquí también hay una correspondencia entre Orien­te y Occidente pues la vida erótica primitiva, tan frecuente en Améri­ca, no está muy alejada de la promiscuidad en la cual viven "camara­das" masculinos y "camaradas" femeninos en la zona comunista, li­berados de los "accidentes individualistas del decadentismo burgués", terminan por interesarse poco por las cosas del sexo, pues sus intereses más importantes, convenientemente orientados, se diri­gen hacia otras direcciones, hacia la vida colectiva y de clase.

También ocurre que, hoy en día, el sexo entra en gran parte en la categoría de los sucedáneos: en un clima de erotismo difuso y cons­tante, se busca en la pura sexualidad, más o menos del mismo modo que con los estupefacientes, sensaciones exasperadas que cubran el vacío de la existencia moderna. A este respecto, los testimonios de ciertos elementos de la beat generation y de grupos análogos son signi­ficativos: muestran el papel que juegan en ellos la búsqueda del puro orgasmo sexual, asociado a una especie de angustia que hace nacer la idea de no llegar a alcanzarlo perfectamente, uno mismo y la compa­ñera.

En esta utilización del sexo se trata de formas negativas y casi caricaturescas, que, sin embargo pueden indicarnos algo más serio, pues la experiencia sexual pura tiene también sus valencias metafísicas, una ruptura existencial de nivel y aberturas más allá de la simple conciencia ordinaria, puede efectivamente producirse a través del trauma del orgasmo. Con la sacralización del sexo, estas posibili­dades fueron claramente reconocidas en el mundo tradicional. Hemos tratado de esta cuestión en otra obra (Metafisica del sexo); será, por lo tanto, suficiente recordar brevemente algunos puntos que conciernen al tipo de hombre diferenciado que nos interesa.

Como ya hemos dicho, la situación actual excluye la posibili­dad de integrar el sexo en una vida llena de sentido que transcurra dentro de marcos institucionales. Solamente pueden plantearse algu­nos casos, excepcionales y esporádicos, comportando, a pesar de todo, una convergencia de situaciones favorables. Ha de quedar bien claro que no puede haber lugar en este tipo de hombre- para una concep­ción romántica y burguesa del amor en tanto que unión de "almas" con un fondo patético o dramático. El significado que tomarán para él las relaciones humanas será relativo y tampoco entontrará el sentido de la vida en una mujer o en la familia y los hijos. Podrá, en particular, renunciar a la idea o a la ambición de una posesión humana, de "te­ner" completamente al otro en tanto que persona. A este respecto la actitud natural podrá ser, al contrario, la de una distancia correspon­diente a un respeto mutuo. Podrán convertirse en valores positivos, la libertad acrecentada de las fuerzas más modernas y la transforma­ción más moderna de la mujer, gracias a relaciones que, sin ser super­ficiales o "naturalistas" , sean claras y se funden, en el plano social y ético, sobre la lealtad, la camaradería, la independencia y la valentía, guardando siempre, el hombre y la mujer, la conciencia de ser dos se­res con vías distintas que en un mundo en disolución sólo pueden sobrepasar o superar su aislamiento existencial y fundamental gracias a lo que proviene de la pura polaridad sexual. No se tratará de la necesi­dad de "poseer" el otro ser humano, y tampoco se hará de la mujer un simple objeto de placer y una fuente de sensaciones buscada para confirmarse uno mismo. El ser integrado ya no necesita tal confirma­ción; necesita, a lo más, un "alimento" y todo lo que pueda nacer de la polaridad en cuestión, asumido de la manera adecuada, puede constituir uno de los principales alimentos de esta embriaguez parti­cular, activa y vivificadora, que ya hemos mencionado numerosas veces, en particular a propósito de ciertos aspectos de la experiencia dionisíaca.

Esto nos lleva a decir unas palabras sobre la otra posibilidad ofrecida por una sexualidad que, en cierta manera, se ha vuelto autó­noma, se ha liberado. Hemos visto que la primera posibilidad corres­ponde a la degeneración "naturalista". Se le puede, por tanto, opo­ner la segunda posibilidad, la de la elementareidad, la posibilidad de asumir la experiencia sexual en su elementareidad. Una de las inten­ciones de nuestra obra, mencionada precedentemente, Metafisica del Sexo, ha sido definida de la manera siguiente: "Hoy, cuando el psi­coanálisis, con su inversión casi demoníaca, ha subrayado la primor­dialidad infrapersonal del sexo, hay que oponer a éste otra primor­dialidad, metafísica esta, de la cual, la primera es una forma degrada­da" . Con esta intención hemos examinado, por una parte, ciertas di­mensiones de la trascendencia que, bajo una forma latente o encubier­ta, no están ausentes en el mismo amor profano y, por otra parte, he­mos recogido en el mundo de la tradición, numerosos testimonios de una utilización del sexo en el sentido ya indicado, cuando hablábamos de qué manera un orden de influencias superior debía transformar las uniones ordinarias entre hombre y mujer. Sin embargo, en la medida en donde no se trata de simples nociones abstractas, sino también de la actualización práctica de estas posibilidades, sólo se puede hablar hoy en día de experiencias esporádicas inhabituales, eventualmente accesibles solamente al hombre diferenciado, porque dependen de una condición previa: la constitución interior y especial que este hombre posee y conserva.

Otra condición previa concerniente a la mujer sería que la cualidad erótica y fascinadora, difusa en el ambiente actual, se con­densara completamente y se "precipitara" (en el sentido químico de la palabra) en ciertos tipos de mujer, precisamente bajo la forma de una cualidad "elemental" . Entonces el contacto de estas mujeres crearía, en el plano sexual, la situación que ya hemos enfocado más de una vez: una situación peligrosa que exige, al que quiera contestar ac­tivamente, una superación de sí mismo, la superación de un límite in­terior. Entonces, aunque con cierta exasperación o crudeza debida a la diferencia del ambiente, el significado que tenía originalmente la po­laridad de los sexos cuando ello todavía no estaba ahogado por la reli­ gión puritana del "espíritu" , cuando todavía no estaba debilitada por la sentimentalidad y aburguesada, ni tampoco se reducía a un sencillo primitivismo, ni a una corrupción decadente, este significado, en tal contexto, podría reaparecer. Ella se manifiesta en gran cantidad de le­yendas, mitos y sagas pertenecientes a las más diversas tradiciones. En la mujer verdadera —típica, absoluta— se reconocía la presencia de al­go espiritualmente peligroso, de una fuerza fascinadora, al mismo tiempo que disolvente; ello explica la actitud y los preceptos de esta áscesis que rechazaba al sexo y a la mujer para cortar el peligro. El hombre que no ha escogido ni la vía de renuncia al mundo, ni la de un desapego impasible en el mundo, puede enfrentarse al peligro y, aquí también, todavía, extraer del tóxico, un alimento de vida, si usa del sexo sin volverse su esclavo y sabe activar las dimensiones profun­das, elementales, que en cierto sentido, son suprabiológicas.

Tal como hemos dicho, estas posibilidades son excepcionales en el mundo actual y sólo pueden presentarse debido a un afortunado azar ya que presuponen cualificaciones, asímismo, excepcionales. Las circunstancias son completamente desfavorables debido al debilita­miento que caracteriza frecuentemente a la mujer moldeada por la ci­vilización actual. No es fácil, en efecto, imaginarse una "mujer abso­luta" bajo los rasgos de una chica "moderna" , más o menos america­nizada. De una manera más general, todavía, tampoco es fácil imagi­nar la coexistencia de las cualidades precisadas en la mujer, tal como han sido mencionadas precedentemente, con aquellas que exigen la relación que, como hemos dicho, deben ser también "modernas" , o sea libres, claras e independientes. Sería para ello necesaria una forma­ción muy especial de la mujer, formación paradójica pues, en cierto sentido, debería reproducir la estructura "dual" del tipo masculino diferenciado: lo que a pesar de ciertas apariencias está muy lejos de corresponder a la orientación que toma generalmente la vida de la mujer moderna.

En realidad, la entrada de la mujer con igualdad de derechos, en la vida práctica moderna, su nueva libertad, el hecho de que se co­dee con hombres en las calles, en las oficinas, en las profesiones, en las fábricas, en los deportes e incluso en la vida política o en el ejército, forma parte de estos fenómenos de disolución de la época de los cuales es difícil ver la contrapartida constructiva. Esencialmente, lo que se manifiesta en todo ello es la renuncia de la mujer a su derecho de ser mujer. La promiscuidad de los sexos en la vida moderna sólo puede "descargar" a la mujer en gran medida de la fuerza de la que ella era portadora, llevando a relaciones ciertamente más libres, pero primiti­vas, obstaculizadas por todos los factores y los intereses prácticos que dominan la vida moderna. De este modo los procesos en curso en la sociedad actual, con la nueva situación de la mujer, si bien pueden ser favorables a una de las dos exigencias que ya hemos mencionado —la que concierne a relaciones más claras, libres y esenciales, más allá del moralismo, así como las delicuescencias sentimentales y del "idealis­mo" burgués— sólo puede ser contraria a la segunda, concerniente a la activación de las fuerzas más profundas que definen a la mujer ab­soluta.

El problema del sentido de la existencia, no sólo para el hombre, sino también para la mujer, no entra dentro del marco de es­te libro. Ciertamente, en una época de disolución la respuesta a este problema es más difícil para la mujer que para el hombre. Es necesario tener en cuenta, a partir de ahora, las consecuencias irreversibles del equívoco que ha permitido a la mujer creer que iba a conquistar una "personalidad" propia tomando la del hombre por modelo; del hombre, por decirlo de alguna manera, porque hoy en día las formas de actividad típicas son casi todas anodinas, ponen en juego facultades "neutras" de orden, sobre todo, intelectual y práctico que no tienen ningún lazo específico con el uno o el otro sexo, así como tampoco con una raza o una nacionalidad determinada y porque ellas se ejercen ba­jo el signo de lo absurdo que caracteriza todo el sistema de vida con­temporáneo. Uno se encuentra en un mundo en donde la existencia está desprovista de cualidades y de máscaras simples, en donde la mu­jer, en el mejor de los casos, sólo guarda entre esas máscaras y cuida su máscara cosmética, pero en donde está íntimamente disminuida y des­fasada porque no se han cumplido las condiciones previas que impli­can esta despersonalización activa y "esencializadora" de la cual he­mos hablado a propósito, precisamente, de las relaciones entre perso­na y máscara.

En una existencia inauténtica, la búsqueda sistemática de di­versiones, sucedáneos o tranquilizantes que caracteriza tantos "diver­ timentos" y "atracciones" de hoy, todavía no deja presentir a la mu­jer la crisis que la espera cuando se dé cuenta de cómo las ocupaciones masculinas para las cuales ha luchado tanto están desprovistas de sen­tido, cuando se desvanezcan sus ilusiones y la euforia que le da la satis­facción de sus reivindicaciones, cuando constatará por otro lado, que, debido al clima de disolución, familia e hijos ya no pueden dar un sentido satisfactorio a su vida, mientras que, debido al descenso de la tensión ocurrido, hombre y mujer ya no podrán significar tampoco gran cosa, no podrán constituir ya, como lo hicieron para la mujer ab­soluta y tradicional, el centro natural de su existencia, no representa­rán para ella más que uno de los elementos de una existencia dispersa y exteriorizada que irá a la par con la vanidad, el deporte, el culto nar­cisista del cuerpo, los intereses prácticos y otras cosas del mismo géne­ro, Es necesario tener en cuenta los efectos destructores que están pro­duciendo en la mujer moderna una vocación falseada, ambiciones des­viadas y, por añadidura, las condiciones objetivas. Así, cuando incluso la raza de los hombres verdaderos no hubiera casi desaparecido entera­mente, ya que el hombre moderno conserva muy poco de lo que es propiamente la virilidad en el sentido superior del término, lo que se dijo respecto a la capacidad del hombre verdadero de "rescatar" , de "salvar a la mujer dentro de la mujer" permanecería problemático. Es de temer que, en la mayoría de los casos, sea otro precepto el que el hombre verdadero tenga que seguir hoy en día, el que proponía la. vieja a Zaratustra: "¿Vas a ver una mujer?. No te olvides tu látigo.", admitiendo que fuera posible, en estos tiempos progresistas, aplicarlo impunemente y con provecho. La posibilidad de devolver al sexo, aunque sólo fuera esporádicamente, su carácter elemental y trascen­dente, y si se quiere, su peligrosidad, en el contexto indicado, parece comprometida, pues, por todos estos factores.

En resumen, el cuadro general de la sociedad actual en el ám­bito sexual está particularmente marcado por los aspectos negativos de un período de transición. El régimen de residuos que se inspira, en los países latinos, en el conformismo católico y burgués, o en los países protestantes, en el puritanismo, todavía conserva cierta fuerza. La vida sexual toma frecuentemente formas neuróticas cuando sólo las inhibi­ciones exteriores han sido eliminadas.

 

(31) Este párrafo fue suprimido en la segunda edición italiana (N.d.T.).

(32) Este párrafo entre paréntesis fue suprimido dela segunda edición italiana (N.d.T.).

(33) La palabra italiana demonismo habitualmente empleada por Evola quiere significar el crecimiento del poder desmesurado y obsesivo de una fuer­za, en este caso, del sexo (N.d.T.).

(34)        Cfr. "Formas tradicionales y ciclos cósmicos", René Guenon. Ediciones Obelisco. Barcelona, 1985.

(35)       Cfr. "Metafísica del sexo", Julius Evola. Ed. Heliodoro. Madrid, 1982 (N.d.T.).

(36)       "La estrella" representa un valor del cual el individuo puede gozar en la medida en que permanece alejado de ella y en donde es evidente para él que su admiración y deseo se confunden con millones de otros seres. Este valor se reduce a cero cuando quiere gozar privadamente de ella o sencillamente apo­derarse de ella mediante el matrimonio. Del mismo modo que una espléndida medusa flota, multicolor, sobre el mar, y se transforma, una vez pescada, en un insípido mucílago, del mismo modo, los espejismos de la sexualidad de masas se vuelven insignificantes y muy aburridos en privado; en efecto, la pro­miscuidad a la que se entregan los ídolos entre ellos evoca una jaula con mo­nos... Es un influjo a distancia que exalta sexualmente la atmósfera" (E. Kuby).

(37)       Párrafo suprimido en la segunda edición italiana (N.d.T.). de continencia y castidad, sólo tienen su justo lugar en el marco de un cierto tipo de áscesis y de las correspondientes vocaciones, tal como ha Pensado siempre el mundo tradicional. Siempre dentro del mismo or­den de ideas, más allá del "virtuosismo" , la eventualidad de una vida sexual libre, en personajes de una estatura excepcional, no debería atentar de ningún modo a su valor intrínseco (de lo cual la historia es rica en ejemplos). Debería poder concebirse, entre hombre y mujer, incluso dentro de la perspectiva de una vida en común, relaciones más claras, más importantes y más interesantes que las que corresponden a las costumbres burguesas y a la intransigencia sexual. Esto implicaría, entre otras cosas, que ya no debería atribuirse a la integridad de la mujer, comprendida en términos puramente físicos, algo más que un valor relativo. Por lo tanto, para un tipo de hombre particular, los pro­cesos de disolución en curso podrían, en principio, favorecer numero­sas rectificaciones de este tipo. Sin embargo, en la práctica, para la mayoría de las personas, estas posibilidades permanecen como muy hipotéticas, porque les faltan las premisas existenciales y generales ne­cesarias.

(38)       matter of fact: hecho consumado. En inglés en el original (N.d.T.).

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 27.- Matrimonio y familia

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio social. 27.- Matrimonio y familia

Los hechos sociales presentan una más estrecha relación con los de la vida privada y de las costumbres, si se considera el problema de las relaciones entre los sexos, del matrimonio y de la familia en la exis­tencia de hoy día.

Por lo que respecta a la institución familiar, su crisis en nuestros días es tan manifiesta como la de la idea romántica ochocentista de patria, tratándose de procesos en amplia medida irreversibles por estar ligados a los factores que caracterizan el tipo de existencia en los últimos tiempos. Naturalmente, también la crisis de la familia suscita hoy preocupaciones y reacciones moralizantes, con intentos más o menos vagos de sabotaje, sin que se sepa hacer valer otra cosa que recurrir a argumentos conformistas y a un tradicionalismo vacío y falso. También, a este respecto, las cosas para nosotros se presentan de una forma diferente y, como en el caso de los demás fenómenos ya considerados, es necesario reconocer friamente la situación en su realidad desnuda. Es preciso, por tanto, extraer consecuencias del hecho de que la familia ha cesado desde hace tiempo de tener un significado superior, de estar cimentada por factores vivos que no sean simplemente de orden individual. El carácter orgánico y, en cierto sentido, "heroico" que ofrecía su unidad en otros tiempos, se ha perdido en el mundo moderno, al igual que se ha desvanecido, o está por desvane­cerse, el último barniz residual de "sacralidad" que esta institución debía a la consagración propia del rito religioso. En la realidad, en la grandísima mayoría de los casos, la familia de los tiempos modernos es una institución de carácter pequeño-burgués, casi exclusivamente de­terminada por factores naturalistas, utilitarios, 'rutinarios, primitiva­mente humanos y, en el mejor de los casos, sentimentales. Sobre todo su eje esencial ha desaparecido, el eje que constituía la autoridad, ante todo espiritual, de su jefe, del padre: la que puede encontrarse en el origen etimológico de la palabra pater: "señor" , "soberano". Así, una de las principales metas de la familia, la procreación, se reduce sencilla y groseramente, a perpetuar la sangre: perpetuación híbrida, por lo demás, ya que en el marco del individualismo moderno, las uniones conyugales ya no quedan sometidas a las limitaciones de lina­je, de casta o raza, dado que, en cualquier caso, no tiene como contra­partida la continuidad más esencial, espiritual, de una tradición, de una herencia ideal. Por otra parte, ¿cómo podría continuar teniendo un sólido centro que la mantuviera unida, si su jefe natural, el padre, es hoy día casi un extraño, incluso físicamente, al estar preso en el engranaje de la vida material, en esta sociedad cuyo absurdo ya hemos demostrado?. ¿Qué autoridad puede revestir el padre, si, en particu­lar en las "clases superiores" , se reduce hoy casi exclusivamente a una máquina de fabricar dinero pluriempleado?. Esto se aplica incluso hoy día tanto al padre como a la madre, debido a la emancipación de la mujer, a su entrada en el mundo de los profesionales y de los trabaja­dores, mientras que el otro tipo de mujer moderna, la "dama" que se entrega a una vida frívola y mundana, es menos capaz todavía de me­jorar el clima interior de la familia y de ejercer una influencia positiva sobre sus hijos. Estando así las cosas en la mayoría de los casos, ¿cómo reconocer a la unidad familiar moderna un carácter diferente de un conglomerado unido por factores extrínsecos, necesariamente expues­to a procesos erosionadores y disolutivos?, ¿cómo no incluir entre las mentiras hipócritas de nuestra sociedad el carácter pretendidamente "sagrado" de la familia?.

La interdependencia que se da entre la ausencia de un principio de autoridad preexistente y el fenómeno de desvinculación indivi­dualista, de interdependencia que ya hemos subrayado en el dominio político, se ha manifestado igualmente en el plano familiar. Al presti­gio decaído del padre corresponde el distanciamiento de los hijos, la ruptura cada vez más nítida y brutal entre las antiguas y las nuevas ge­neraciones. A la disolución de los lazos orgánicos en el espacio (castas, cuerpos, etc.) corresponde en nuestros días, la de los lazos orgánicos en el tiempo, es decir, el corte de continuidad espiritual entre las ge­neraciones, entre padre e hijo. El distanciamiento, la alienación recíproca, es un hecho innegable y de proporciones crecientes, favore­cido además por un ritmo de vida progresivamente más rápido y de­sordenado. Es por lo demás significativo que este fenómeno se mani­fiesta de un modo particularmente crudo en lo que queda de la anti­gua aristocracia nobiliaria y en las clases superiores, donde habría po­dido esperarse, al contrario, que los lazos de la sangre y de la tradición hubieran sido más duraderos. Decir que los padres son solamente para los hijos "modernos" un "mal inevitable" no es solamente un chiste. La nueva generación desea que los padres "se dediquen a sus asuntos" y no se entrometan en la vida de sus hijos porque ellos "no los comprenden" (incluso cuando no hay nada que comprender), los hijos ya no son los únicos en tener tal pretensión, también ahora las hijas "contestan". Naturalmente todo ello agrava el "desarraigo" general. El hecho de que en una civilización materialista y sin al­ma la familia esté desprovista de toda significación superior ha de incluirse en las causas de los fenómenos extremos, del tipo de los que constituyen la "juventud quemada" y la creciente criminalidad juve­nil.

De todos modos, dada esta situación y cualquiera que sea la causa principal, imputable a los padres o a los hijos, incluso la pro­creación asume un carácter absurdo y no puede razonablemente conti­nuar siendo una de las principales razones de ser de la familia. Tal co­mo hemos dicho, es en un régimen de mediocridad, de convenciona­lismos, de comodidad práctica, de rutina y de debilidad de carácter, donde subsiste la familia. No hay que creer que medidas exteriores puedan modificarla en algo. Repitámoslo: la unidad familiar sólo podía permanecer sólida mientras que una manera de sentir suprapersonal tuviera suficiente fuerza para hacer pasar a un segundo plano los hechos simplemente individuales. Antaño, en un matrimonio se podía no ser "feliz" , podían no verse saciadas las "necesidades del al­ma", sin embargo la unidad permanecía. Al contrario, en el clima in­dividualista de la sociedad actual, no puede invocarse ninguna razón superior para que se mantenga la unidad de la familia cuando el hombre y la mujer "ya no se entienden" y los sentimientos o el sexo le conducen a nuevas opciones. Es, por tanto, natural la multiplicación de los "fracasos conyugales" en la sociedad contemporánea, así como las separaciones y los divorcios subsiguientes. Y es absurdo pensar en la eficacia de medidas que puedan frenar el desarrollo de este fenóme­no, ya que la base del conjunto es una modificación del orden existen­cial.

Sería casi superfluo, después de este balance, precisar la acti­tud del hombre diferenciado en este terreno. En principio, no puede conceder ningún valor al casamiento, a la familia o a la procreación. Todo ello sólo puede serle ajeno; no puede reconocer en ello nada que tenga un significado y merezca su atención (en cuanto al problema se­xual, considerado en sí mismo, y no según las perspectivas sociales, lo examinaremos posteriormente).

Sobre el matrimonio, la mezcla de lo sagrado y lo profano y el conformismo burgués son tan evidentes, incluso en el caso del matri­monio católico indisoluble. En realidad tal indisolubilidad, que en el ambiente católico debería proteger a la familia, no es hoy más que una fachada. Las uniones, teóricamente indisolubles, están, de hecho, profundamente taradas y carentes de estabilidad; en este ambiente la moralidad no se preocupa más que de salvaguardar las apariencias. Que hombres y mujeres, una vez casados, actúen, más o menos como quieran, que hagan comedia, que se traicionen o que sencillamente se soporten, poco importa: la moral queda a salvo y se cree que la familia sigue siendo la célula fundamental de la sociedad, mientras se conde­ne el divorcio y se acepte esta sanción o autorización social —no perti­nente como tal— para la convivencia sexual, que corresponde al matrimonio. Por otro lado, incluso cuando no se trata del matrimonio "indisoluble" del rito católico, cuando se' trata de sociedades en las cuales se admite el divorcio, la hipocresía subsiste porque todavía hay que sacrificar en el altar del conformismo social, cuando resulta que hombres y mujeres se separan y se vuelven a casar por los motivos más frívolos y ridículos, como sucede en los Estados Unidos, hasta llegar al extremo de que el matrimonio ya no es más que el barniz puritano pa­ra una especie de sistema de alta prostitución, o de amor libre legaliza­do.

Para evitar todo equívoco, algunas consideraciones teóricas y retrospectivas suplementarias concernientes al matrimonio religioso católico, nos parecen necesarias. De hecho, como es obvio, en nuestro caso, no se trata de argumentos de librepensadores los que intentamos oponer a este matrimonio.

Acabamos de aludir a una mezcla de sagrado y profano. Es ne­cesario recordar que el matrimonio sólo se volvió un rito y un sacra­mento, implicando la indisolubilidad muy tardíamente en la Historia de la Iglesia (no antes del siglo XII), y que la ceremonia religiosa sólo se ha vuelto obligatoria para toda unión que no quiera ser considerada como un mero concubinato en una fecha todavía más reciente (des­pués del Concilio de Trento de 1563). En lo que a nosotros respecta, ello no atenta a la concepción misma del matrimonio indisoluble: es sencillamente para precisar de forma neta el lugar, el sentido y las con­diciones. Hay que subrayar aquí que, como en otros sacramentos, la Iglesia Católica nos coloca frente a una singular paradoja: partiendo de la intención de sacralizar lo profano, ha desembocado, práctica­mente, en hacer profano lo sagrado.

San Pablo anuncia ya el verdadero significado del matrimonio-rito, cuando para designarlo no utiliza la palabra "sacramento", sino "misterio" ("este misterio es grande", dice textualmente - Efesios V, 31-32). Puede admitirse también una idea superior del matrimonio, como unión sagrada e indisoluble no de palabra, sino de hecho. Sin embargo, este tipo de unión solamente es concebible en casos excep­cionales, cuando se parte de la base de una devoción absoluta, casi he­roica, de una persona a otra, en la vida y en el más allá, lo cual fue co­nocido por más de una civilización tradicional, en donde incluso se consideró natural el ejemplo de esposas que no quisieron sobrevivir a sus maridos.

Hemos dicho que lo sagrado ha sido profanado porque esta concepción de una unión sacramental indisoluble, "escrito en el cielo" , superando el plano naturalista, genéricamente sentimental y también, en el fondo, solamente social, ha querido aplicarse, incluso imponerse a no importa qué parejita de esposos, que se unen en la iglesia en vez de en el ayuntamiento por un simple conformismo res­pecto a cierto medio social. Y se ha pretendido que sobre este plano exterior y prosaico, sobre el plano de lo "humano, demasiado huma­no" nietzscheano, deban y puedan valer los atributos del matrimonio propiamente sagrado, al matrimonio "misterio" . De aquí, en una so­ciedad como la nuestra, el régimen de ficciones que hemos menciona­do y los muy graves problemas personales y sociales que se plantean cuando el divorcio no está admitido.

Por otra parte hay que hacer notar que el mismo catolicismo, debido a un descenso de nivel, el carácter teóricamente absoluto del matrimonio-rito ha sido restringido en una medida no despreciable. Baste recordar que la Iglesia, que insiste sobre la indisolubilidad del matrimonio en el espacio, negando el divorcio y la posibilidad de un nuevo casamiento, acepta en cambio, en el tiempo, que viudos y viudas vuelvan a casarse, lo que equivale a una infidelidad y sólo se concibe partiendo de premisas abiertamente materialistas, es decir, si se piensa que el muerto al cual uno estaba indisolublemente ligado por el poder sobrenatural del rito ha cesado absolutamente de existir. Esta incoherencia es uno de los rasgos que muestran que la ley reli­giosa católica, lejos de contemplar valores espirituales y trascendentes, ha hecho de los sacramentos simples auxiliares sociales, elementos de la vida profana, reduciéndolos, por tanto, a una mera formalidad, o bien, degradándolos.

No basta. Puede constatarse en la doctrina católica, además de lo absurdo tendente a democratizar, a imponer a todos, el matrimonio-rito, la incongruencia del hecho de pretender que el rito transforma las uniones naturales, no solamente en indisolubles, sino también en "sagradas" , estando ambas incongruencias ligadas, por lo demás. En razón de premisas traumáticas precisas, lo "sagrado" no puede reducirse aquí a un mero juego de palabras. Se sabe que el ca­tolicismo y el cristianismo se caracterizan por una oposición entre la "carne" y el espíritu, una especie de odio teológico hacia el sexo, que procede de la extensión ilegítima en la vida ordinaria, de un principio válido, todo lo más, para cierto tipo de vida ascética. El sexo, conside­rado como tal, es una mancha, algo pecaminoso y el matrimonio es concebido como un mal menor, como una concesión hecha a la debili­dad humana en favor de quien no sabe escoger como norma de vida la castidad, la renuncia al sexo. No pudiendo anatematizar toda la se­xualidad, el catolicismo intenta reducirla, en el matrimonio, al hecho biológico banal, admitiéndose exclusivamente su uso, dentro del matrimonio, para fines de procreación. A diferencia de otras tradi­ciones antiguas, el catolicismo no reconoce ninguna valencia superior, aunque sólo sea potencial a la experiencia sexual en sí, no existiendo ninguna base para transformarla dando mayor intensidad a la vida, completando y elevando la tensión interior de dos seres de sexo opues­to, cuando es precisamente así como debería, eventualmente, conce­birse una "sacralización" concreta de las uniones y la acción de una influencia superior ligada al rito. Las premisas cristianas de las que ya hemos hablado vuelven todo ello imposible y el ideal católico no es ya más un ideal de "uniones sagradas", sino de "uniones castas": nin­guna "sacralidad" concreta se inserta en el hecho existencial.

Por otra parte, habiendo democratizado el matrimonio-rito, las cosas no podrían ser de otra forma, incluso si las premisas fueran diferentes, o entonces había que atribuir al rito el poder casi mágico de elevar automáticamente las experiencias sexuales de no importa qué parejita al nivel de tensión superior, de embriaguez transfigura-dora, la única capaz que podría llevar, más allá del plano de la natura­leza y que sería entonces el elemento primero del hecho sexual, mientras que la procreación aparecería como algo secundario y perte­neciente, en sí mismo, al plano naturalista. En conjunto, tanto por su concepción de la sexualidad como por la profanación del matrimonio-rito, puesto al alcance de todos, e incluso obligatorio para toda la pa­reja católica, el mismo matrimonio religioso se reduce a una simple sanción religiosa añadida a un contrato profano que no tiene nada de absoluto, mientras que los preceptos católicos relativos a las relaciones sexuales tienden a colocar todas las cosas al nivel de una mediocridad burguesa contenida: animalidad doméstica procreadora encerrada en un marco conformista: un marco que, salvo titubeantes concesiones parciales, hechas por el "aggiornamento" , no se ha movido.

Esto para aclarar los principios. En una civilización y en una so­ciedad materializadas y desacralizadas como las nuestras, es por lo tan­to natural que los diques que se oponían a la disolución de la concep­ción cristiana del matrimonio y de la familia —por más problemática que fuera esta concepción, como acabamos de decir— hayan cedido cada vez más y que, en el actual estado de cosas, nada exista que me­rezca ser sinceramente defendido y conservado. Las consecuencias de la crisis, evidentes en este ámbito también, así como todos los proble­mas relativos al divorcio, al amor libre y todo lo demás, no pueden apenas interesar al hombre diferenciado. En última instancia este hombre no puede considerar la disgregación individualista creciente, no puede ser considerada como un mal peor que la tendencia creciente del mundo comunista a sustituir por el Estado, o cualquier otro "co­lectivo" a la familia, una vez liquidados los sueños de unión libre cul­tivados por el primer socialismo revolucionario antiburgués, mientras que aparte de la "dignidad" de trabajadora asociada al hombre, con­cedida a la mujer, no se reivindica para ella ningún otro papel más que el de mamífero reproductor. En efecto, en la Rusia actual, están previstas algunas condecoraciones para mujeres fecundas, incluso la de "heroina de la Unión Soviética" para las camaradas —incluso no casadas— que hayan tenido al menos diez hijos, de los cuales además pueden desembarazarse confiándoselos al Estado que se ocupará de educarlos de una forma más directa y racional para hacer de ellos unos "soviéticos". Se sabe que esta educación, también respecto al sexo fe­menino, se inspira esencialmente en el artículo 12 de la Constitución Soviética: "El trabajo, considerado antaño como un cansancio inútil y deshonroso, se vuelve una dignidad, una gloria, una cuestión de valentía y heroismo". El título de "héroe del trabajo socialista", asi­milado al de "héroe de la Unión Soviética" es la contrapartida del título mencionado para las mujeres dignas de él por sus funciones reproductoras... Tales son los bienaventurados horizontes ofrecidos en lugar del "decadentismo" y de la "corrupción" de la sociedad bur­guesa capitalista, en donde la familia se descompone en la anarquía, en la indiferencia y en la llamada "revolución sexual" de las nuevas generaciones, al haber desaparecido todo vínculo orgánico y todo principio de autoridad.

Sea como fuere, tampoco esta alternativa tiene mucho sentido hoy en día. La que sigue siendo evidente, en esta época de disolución para el tipo de hombre que nos interesa, es la dificultad de plantearse algún tipo de matrimonio y de familia. No se trata de un ostentoso anticonformismo: se trata de extraer la conclusión de una visión con­forme a la realidad, cuando la exigencia de la libertad interior perma­nece firme. Un hombre como el que contemplamos, dentro de un mundo como el actual, debe poder disponer absolutamente de sí, has­ta el extremo límite de la vida. Los vínculos mencionados precedente­mente le convienen tan poco como en otra época al asceta o al soldado de fortuna. No es que no estuviera dispuesto a asumir cargas todavía más pesadas, pero la cosa estaría, en sí, desprovista de sentido por completo.

Es conocida esta frase de Nietzsche: Nicht fort sollst du dich pflanzen, sondern hinauf Dazu helfe dir der Garten der Ehe (30), re­ferida a la idea de que el hombre actual no es más que una simple for­ma de transición cuya única tarea consiste en preparar el nacimiento del "superhombre", estando dispuesto a sacrificarse para ello y a reti­rarse cuando él aparezca. Ya hemos valorado precedentemente este sueño del superhombre y de un finalismo que remite a una hipotética humanidad futura, la posesión del sentido absoluto de la existencia. Pero de esta cita y de su juego de palabras, se podría retener como váli­da la idea de que el matrimonio no debería servir para reproducirse "horizontalmente" , hacia adelante (tal es el sentido de fortpflanzen), contentándose con engendrar, sino "verticalmente", hacia lo alto (hi­naufpflanzen), elevando su linaje. En efecto, ello sería la única justifi­cación superior del matrimonio y la familia: justificación inexistente hoy en día, debido a la situación existencial objetiva ya mencionada, causada por procesos disolutivos que han roto los lazos profundos sus­ceptibles de unir una generación con otra. Ya un gran católico, Peguy, había hablado del hecho de ser padre como de la "gran aventura del hombre moderno" dada la absoluta incertidumbre total en la que nos encontramos respecto a lo que será nuestra progenie al ser poco probable que actualmente el hijo reciba del padre algo más que la mera "vida" . Como habíamos indicado anteriormente, no se trata sola­mente de poseer o no poseer esta cualidad, no sólo física, de "padre" , que existía en la familia antiguamente y fundamentaba su autoridad, sino también de que esta cualidad, incluso si existiera hoy en día, quedaría paralizada por la presencia, en las nuevas generaciones, de una materia refractaria y disociada. Existe una correlación entre el ni­vel familiar y el social: tal como hemos dicho, en el estado actual de las masas modernas los personajes que tuvieran una verdadera talla de je­fes serían los últimos en ser seguidos, del mismo modo no hay que ha­cerse ilusiones sobre la acción formadora y educadora susceptible de ser todavía ejercida sobre niños en un ambiente como el de la sociedad actual, incluso si el padre no lo fuera solamente en los términos del es­tado civil.

Podría objetarse respecto asesta postura que comportaría el pe­ligro de una despoblación de la tierra, pero ello no es cierto, ya que la reproducción pandémica y catastrófica de la humanidad sería ampliamente suficiente para evitarla. También podría objetarse que serían los hombres diferenciados quienes renunciarían desde el princi­pio a asegurarse una descendencia capaz de recoger sus ideas y sus acti­tudes, mientras que las masas y las clases más insignificantes, tendrían esta descendencia, cada día más numerosa. Pero ello puede rebatirse haciendo una distinción entre la generación física y la generación espi­ritual. Dado que en un régimen de disoluciones, donde ya no existen ni castas, ni tradiciones, ni razas en sentido propio del término, una y otra descendencia han cesado de ser paralelas y que la continuidad he­reditaria de la sangre ya no representa una condición favorable a esta continuidad espiritiual, a la cual, incluso en el mundo tradicional, se le concedía la preeminencia cuando se hablaba de las relaciones de maestro a discípulo, de iniciador a iniciado y, cuando se llegó a formu­lar la idea de un renacimiento o "segundo nacimiento" , indepen­diente de toda paternidad física, capaz de crear, en aquel que fuese su sujeto, un lazo más íntimo y esencial que aquellos que podían unirlo a su padre según la carne, a la familia o a cualquier comunidad y unidad natural.

Tal es la posibilidad particular que puede considerarse como alternativa: se refiere a un orden de ideas análogo al que ha sido ex­puesto al hablar del principio de la nación, cuando decíamos que las unidades naturales que actualmente están en crisis, pueden ser reem­plazadas por una unidad determinada o por una idea. A la "aventura" que representa la procreación física de seres que pueden ser individuos desgajados, "modernos", útiles sólo para acrecentar el mundo insensato de la cantidad, se puede oponer la acción de desper­tar de aquellos que no pertenecen espiritualmente al mundo actual, que pueden ejercitar sobre elementos poseedores de las cualificaciones requeridas a fin de impedir que la desaparición física de los primeros deje un hueco imposible de llenar. Por lo demás, los escasos hombres diferenciados que existen todavía sólo tienen raramente la misma for­ma interior y la misma orientación nacidas de una común pertenencia hereditaria a una misma sangre y a una misma estirpe. No hay ningu­na razón para suponer que ello pueda ocurrir de otro modo en la pró­xima generación. Por importante que sea la tarea de asegurar una su­cesión espiritual, su realización depende de las circunstancias. Ello se­rá realizado allí donde sea posible realizarlo sin que sea necesario dedi­carse a una búsqueda inquieta y, menos todavía, a ningún tipo de proselitismo, Ante todo, en este terreno, lo que es auténtico y válido, se realiza bajo el signo de una sabiduría superior e inasible, con la apa­riencia externa de un azar más que de una iniciativa directs "querida" por uno u otro individuo.