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Artículos sobre Evola

Evola o el camino más peligroso. Sergio Fritz Roa

Evola o el camino más peligroso. Sergio Fritz Roa

Este artículo fue escrito el 2002. Usé el pseudónimo Antonino Bosco y lo incluí en "Bajo los Hielos". La intención era dar una breve síntesis del pensamiento evoliano, y porqué leerlo. Esto se hacía muy importante en aquellos años, en los cuales aun Evola -salvas raras excepciones, iluminadas especialmente por la revista "Ciudad de los Césares" y la editorial "Heracles"- seguía siendo casi un desconocido en los ambientes cultos del pensamiento de disenso. Hoy, Evola tiene el lugar que le corresponde; pero aun su obra no ha sido bien estudiada en los países de habla hispana.

Aun cuando hay puntos controversiales, la obra evoliana exige una meditación en estos tiempos de ruinas.

Espero que este humilde escrito sea de vuestro agrado.




No es fácil tarea lograr un eficaz resumen sobre la obra y doctrina de una de las personalidades más apasionantes de los últimos tiempos. Habría tanto que decir que, sin duda, terminaríamos escribiendo un libro en vez de un artículo. O incluso una novela, pues su existencia sería buen material para una bella y heroica narración literaria. Y sin embargo nuestro objetivo se presenta más modesto: tratar solo una de las regiones que constituye el prodigioso universo evoliano.

Hablemos de Evola y su actitud existencial.

1.-

Uno de los rasgos distintivos del aludido pensador italiano, es éste: su inconformismo. O lo que es lo mismo, defender la autonomía del ser.

A diferencia de la mayoría de los intelectuales, Evola no sólo leyó historia, sino que la vivió. Nietzsche ya había precavido en una aguda crítica a los historiadores que la historia no se escribía sólo con pluma, sino con sangre. Es decir, tanto para Nietzsche como para Evola hemos de transformarnos en partícipe de los movimientos históricos, y por tanto rehuir aquella actitud de quienes sólo son meros observadores del acaecer y que viven extasiados en su narcisismo o en su propia cobardía - la cual les impide enfrentar la realidad de los hechos -.

Por esto Evola nunca esquivó temas como la política, la espiritualidad, el deporte, el sexo, la creciente socialización de la cultura, el jazz, el existencialismo, la guerra, la historia. Y así fue alpinista, pintor, escribió algunos poemas, fue partícipe de revistas, no evitó - cuando la ocasión lo exigía - el ser un gran polemista, estudioso de temas ocultos, militar, viajero, mago, ensayista.

Y en todas estas actividades siempre entregó una visión distinta a las preponderantes en la modernidad. Se lo acusa por los ignorantes y malintencionados de fascista, pero nada más alejado de aquello. Sí fue un hombre libre que no se afiliaba a ninguna idea sin antes haberla explorado a cabalidad. Su visión amplia de la realidad le permitió acercarse a círculos fascistas para intentar darle a aquéllos una doctrina firme y no moderna. Así pudo publicar en revistas como Régimen Fascista, en la cual, gracias al escritor italiano, el mismo René Guénon pudo incluir algunos de sus trabajos. Pero siempre mostró sus discrepancias con el fascismo, el cual, aunque parecía una oportunidad de rescatar ciertos valores tradicionales, como la idea de Imperio - que nada tiene que ver con imperialismo- y la de Jerarquía, sin embargo contenía elementos modernos que estaban en abierta pugna con el mundo de la Tradición, especialmente el aspecto socializante de su doctrina y su práctica, como también el culto mussoliniano al Estado.

En una ocasión cuando el mismo Duce le solicitó escribir algo sobre el racismo pero desde una perspectiva italiana, Evola concurrió al llamado de aquél, intentado de esta manera hacer una aguda crítica a la visión alemana y nórdica de Alfred Rosenberg. Frente al racismo biológico defendido por el nacional-socialismo, Evola opuso el racismo del Espíritu, es decir la diferenciación de los hombres conforme a parámetros inmateriales, como lo es la actitud existencial.

Pero así como Evola criticaba el racismo nacional-socialista, también atacaba al filósofo del fascismo, Giovanni Gentile, al comunismo y con mucha mayor energía a la democracia liberal. Además era capaz de mostrar los equívocos o puntos débiles de los semejantes, incluso de quienes fueron sus maestros espirituales: Nietzsche y Guénon.

¿Alguien podría criticar al pensador italiano elevarse a estas alturas para buscar la Verdad?

2.-

Evola no silenció jamás su pensamiento. Incluso durante la ruda represión que provino de los aliados y sus vasallos en Italia. El proceso de desnazificación, que se presentó como el mayor imperativo en Alemania a la caída de aquel Reich que se pretendía de mil años, llegó a la península itálica, y, en verdad a todo el globo. Persecuciones, Tribunal de Nüremberg, proscripción de toda literatura "fascista", eliminación de la palabra "raza" a nivel antropológico, fotografías de campos de concentraciones alemanes, han sido notas características de la historia que va desde 1945.

Y aun cuando nunca fue fascista - si así hubiere sido, él no lo habría negado, como no calló su amor por ideas jerárquicas y su visión orgánica de la sociedad, totalmente contraria a la democracia -, fue juzgado como tal en su país, acusándole la camarilla pro-aliados el intento de reconstituir tal doctrina, a la cual siempre vio como viciada desde dentro. Esto incluso físicamente no podría haberlo hecho, dado que se encontraba en aquella fecha y hasta su muerte postrado e inválido, "gracias" a los misiles no muy democráticos de los norteamericanos. Un tribunal lo citó, y declaró con una valentía impresionante. Aludió a que sus ideas no eran otras que las que forjaron el mundo occidental, y que encuentran asidero ya en Platón y en la Roma imperial. Si él debiera ser cuestionado por sus ideas totalizantes y antidemócratas también lo debieran ser los textos de Platón.

La Verdad primó y Evola fue absuelto.

Siguió escribiendo textos sobre religiones, tradiciones, símbolos, política, trascendencia. Y sus agudas críticas a la sociedad actual no pararon. Era un Kshatriya, un guerrero, para quien silenciar el mal es una forma de traición a su propia visión.

Crítico del nacionalismo, habló de una confederación europea. Crítico de la sociedad de consumo, defendió el Espíritu. Crítico de la moralina de ciertos círculos, la que les impide expresarse sobre ciertos temas, dijo las cosas tal cual son.

Hay postulados evolianos respecto de los que podemos discrepar: su crítica al matrimonio, su visión "machista", su idea de defender una "derecha", la cual escribe con "D" mayúscula para querer diferenciarla de lo que hoy se entiende por tal idea; actitud que, sin embargo, sólo tiende a equívocos.

Pero nadie podría negar que fue fiel a su modo de pensar. La identidad predicación-práctica es un rasgo del italiano, que pocos pueden lograr en esta vida.

3.-

Hay quienes, como Guénon, que piensan que el hombre actual debe adherir a una tradición particular. Sin embargo, Evola creyó que si bien tal conducta es un verdadero deber en ciertos tiempos, en la actualidad se hace inútil, dado que no existen agrupaciones tradicionales puras.

Evola hace primar aquí lo aprendido en la filosofía "moderna" (Nietzsche) por sobre la escuela tradicionalista (Guénon, Schuon, etc).

Y señala que el hombre que se encuentra entre las ruinas, debe seguir un camino solitario; siendo su única ley hacer lo que debe hacerse.

El desierto crece, dijo el filósofo alemán, y Evola dedujo que este aforismo lo es en todo sentido. La religión no podría librarse del oscurantismo o yermo espiritual. El modernismo todo lo toca, y nada queda puro. ¿A quién hemos de recurrir? A uno mismo, dice Evola. Y así plantea una postura de enfrentamiento constante con todo lo decadente. Sin esperanza, pero sin decepción. Este es el camino o vía del Héroe.

Grande entre los grandes, Evola marcará una línea de pensar y actuar digna de imitar. Tal vez las nuevas generaciones sean capaces de entender su legado y librarse de toda la nefasta estructura mental y existencial del burgués.

Tal vez. Mientras, el desierto seguirá creciendo.

El porqué de la parálisis de Julius Evola

     Habitualmente no nos paramos a pensar en el hecho de que determinadas cosas que, a nivel físico, nos suceden en nuestro cotidiano discurrir por nuestra existencia terrenal no carecen, precisamente, de conexiones con otros planos que podríamos denominar como sutiles. Así pues, ciertas enfermedades o determinados achaques psíquicos (diríamos que la mayoría y lo afirmamos incluso a expensas de poder quedarnos cortos) tienen su causa más allá del plano en el que –de acuerdo a nuestro poder de percepción-  se manifiestan. Por ello debemos de entender que si buena parte de las enfermedades físicas y/o fisiológicas se deben a trastornos de naturaleza psíquica, al mismo tiempo estos trastornos padecidos a nivel mental acostumbran a ser el resultado de desajustes y desequilibrios que ocurren en un plano más inasible todavía, que es el plano de las fuerzas sutiles que, en el interior del ser humano, se hallan en la base del funcionamiento de todas nuestras funciones fisiológicas. Unos desajustes y desequilibrios que pueden deberse a dos razones. Recorriendo, ahora, este mismo camino en sentido inverso, la primera razón la hallaríamos en alteraciones acaecidas en el plano del mundo psíquico: convulsiones sentimentales, arrebatos incontrolados, pasionalidad desatada, tendencias depresivas,... Y la segunda razón la deberíamos de buscar más allá de nosotros mismos y la encontraríamos en relación a ese mundo nouménico constituido por todo el entramado de fuerzas que explican la armonía y el dinamismo del cosmos. Pues es en consonancia y en armonía con ese mundo nouménico como deben de estar dinamizadas  las fuerzas sutiles del ser humano, ya que si éstas no están armonizadas con sus análogas del resto del cosmos discurrirán a tal fuerte contracorriente que acabarán por desarmonizarse también entre ellas mismas (en nuestro interior). De aquí, pues, la importancia que en el Mundo de la Tradición  se le dio siempre a la realización y correcta ejecución de los ritos sagrados. Ritos que tenían o bien la finalidad de hacer conocer a sus oficiantes cuál era la concreta dinámica cósmica de un momento dado con tal de no actuar aquí abajo contrariamente a dicha dinámica (en batallas, empresas arriesgadas, en la elección del momento de la concepción de la propia descendencia o del momento más idóneo para contraer matrimonio o para coronar a un rey,...) o con tal de poder adoptar las medidas apropiadas para actuar a sabiendas que se hará a contracorriente de ese mundo Superior. O bien estos ritos se efectuaban con la intención de que fuesen operativos, esto es, de que tuviesen el poder de actuar sobre ese mundo Superior para (en la medida en que fuera posible) modificar su dinámica y hacerla favorable –o menos antagónica- a las actuaciones que se quisieran llevar a cabo aquí abajo.

     Vemos, pues, que ningún plano de la realidad se halla desgajado de los demás. Todos se hallan relacionados. Todos están interconectados. A unos los encontramos en la base del funcionamiento de los otros. Unos son el reflejo, en el microcosmos, de lo que sucede en el macrocosmos y si pretendemos que no sea así, si pretendemos que lo de abajo no refleje a lo de arriba, si accionamos para que la Tierra no sea un espejo del Cielo, provocaremos la entrada de lo de aquí abajo en el caos y en la irrefrenable  vorágime de la disolución.

     Tal interrelación nos debe llevar a pensar que no sólo enfermedades físicas o trastornos de la psique tengan su explicación en desajustes acaecidos en otros planos, más sutiles, de la realidad, sino que incluso hasta determinados accidentes y/o sucesos trágicos padecidos por el hombre (o por algún tipo de hombre) puedan tener una explicación que deberíamos de buscar en otros planos de la realidad intangibles para nuestra capacidad sensorial. De acuerdo con el parecer que fue propio del Mundo Tradicional a nadie le debería de extrañar este postulado, por cuanto ya podemos deducir, por lo expuesto líneas más arriba, que un accionar, en el plano terrenal, contrario a las dinámicas cósmicas o ignorante de ellas puede, más que probablemente, provocar tragedias y desgracias de toda índole (catástrofes varias, derrotas militares, fallecimientos, enfermedades, defenestraciones,...).

     Es en este orden de ideas en el que vamos a introducirnos en la tarea de intentar dilucidar si existen posibles explicaciones de orden sutil y/o Superior a las graves heridas sufridas, en el epílogo europeo de la Segunda Guerra Mundial, por Julius Evola; heridas que le provocaron para el resto de su existencia terrena (hasta su deceso el 11 de junio de 1.974), la parálisis total de la mitad inferior de su cuerpo y que le llevaron, consecuente e irremisiblemente, a la silla de ruedas.

     Recordemos que el infausto y trágico suceso acaeció en Viena durante un bombardeo protagonizado por la aviación soviética. La explosión de una bomba provocó la caída de un mueble en la espalda del gran intérprete romano de la Tradición en el momento en el que éste estudiaba los archivos de ciertas organizaciones secretas subversivas. Bien es cierto que ante esta versión unánime de lo acaecido también nos ha llegado otra,  explicada por el Sr.Guido Stucco (1), según la cual Evola caminaba, durante el bombardeo, por las solitarias calles de la capital austríaca en el momento en que una bomba lo arrojó de espaldas contra una barda de madera. Sea como fuere lo cierto es que las heridas provocadas en su columna vertebral resultaron incurables a pesar de los intentos realizados, durante cuatro años, por diferentes especialistas en hospitales de Suiza (donde estuvo tres años convaleciente) y de Bolonia (en donde permaneció uno más antes de regresar definitivamente a Roma en 1.949). Igualmente, también resulta evidente que en las dos versiones expuestas se nos muestra a un Evola que parecía despreciar el peligro. Un Evola que renunciaba a utilizar los refugios antiaéreos (actitud ésta bien cierta). Un Evola que parecía retar al Destino...

     Llegados a este punto precisamos hacer una acotación que concierne a la idea del Destino, pues querríamos aclarar que la Tradición nunca sostuvo la noción de determinismos insalvables. Nunca defendió la idea de que el Hombre diferenciado (aquel que a través del descondicionamiento se convierte en señor de sí mismo para llegar a ser el Hombre Superior o Absoluto) no pudiera sobreponerse a las circunstancias o a los signos de los tiempos. Así pues, la Tradición nunca otorgó carácter fatalista a la noción de Destino.

     Al Destino hay que entenderlo como la concreta dinámica que en un momento dado (de la vida de las personas o de la historia del hombre) es propia de determinadas fuerzas cósmicas (o numens). Ya hemos visto, estrofas arriba, cómo el rito (a través del sacrificio –etimológicamente, ´oficio sacro´) puede llegar a tener, gracias a su poder operativo, la capacidad de modificar, en mayor o menor grado, estas dinámicas que caracterizan el fluir ordenado y armónico de los citados noúmenos. Razón más para desechar la consideración fatalista del Destino.

     Realizada esta acotación indaguemos sobre la causa (o las posibles causas) por la cual Evola pudo querer poner a prueba al Destino e intentemos, antes que nada, fijar en qué consistiría su particular Destino o qué podía ´tenerle preparado´ éste.
 
     Los últimos compases de la segunda gran conflagración bélica estaban mostrando a las claras que no era la hora de los fascismos. Que no era –para mejor hablar- la edad de éstos. Que los tiempos que corrían (en plena decadencia del Espíritu marcada por la Edad de Hierro o Edad del Lobo) no podían más que ser los del triunfo y la hegemonía total de los materialismos en su, por entonces, doble versión: la liberalpartitocrática, plutocrática y demoburguesa, por un lado, y la marxista, por el otro.

     Debido a que los fascismos habían nacido y se habían desarrollado en el seno de este disolvente mundo moderno estaban, desgraciadamente, impregnados de muchas de las escorias inherentes a éste, pero también es de rigor dejar patente que, a su vez, anidaba en ellos un intento de ruptura total con muchos de sus dogmas intocables y basales (materialismo, igualitarismo, democratismo, utilitarismo,...) y que, a menudo, sus modelos a seguir pertenecían al mundo de la Tradición (como la Antigua Roma lo fue para el fascismo italiano; cierto que de una manera más estética y superflua que raigal y esencial). Estas enconadas divergencias con el mundo moderno no podían más que acarrearle su trágico final en una etapa tan poco propicia como para intentar restaurar algún tipo de valor o de estructura acordes o cercanos con la Tradición perdida.

     La aniquilación de los fascismos que tenían ´preparada´ esas fuerzas cósmicas (2) tan favorecedoras (en esta Edad de Hierro o kali-yuga) de procesos disolventes acarrearía, al mismo tiempo y en consecuencia, la eliminación física (tal como acabó aconteciendo) de muchas de las personas que de una u otra manera (y en mayor o en menor medida) se habían posicionado junto a ellos o, incluso, en paralelo a ellos.

     Y es en paralelo a ellos donde encontramos en muchas ocasiones a Evola. Y lo encontramos en paralelo a los fascismos porque desde la distancia que le daba su no adhesión incondicional a ellos pretendió siempre rectificar sus puntos más problemáticos (plebeyizantes, demagógicos, de culto a las masas, a la técnica y al cientifismo,...) para acercarlos lo máximo posible a los parámetros que siempre fueron los propios del Mundo Tradicional.

     Lo que hemos definido como el Destino tenía pues, designado, con mucha probabilidad, un trágico final para la existencia terrenal de nuestro autor, pero no fue la muerte lo que le devino sino que fue la paraplejía en sus piernas...

     Se podría pensar que el Destino quiso que esa bomba soviética le produjera daños irreparables pero que no le matase, pues si Evola hubiera salido ileso de dicho bombardeo la terrible represión acontecida en los meses finales de la IIGM y en los años inmediatamente posteriores a la finalización del conflicto bélico no hubiera tenido conmiseración con un hombre en perfecto estado físico y habría acabado con su vida. Su condición de inválido le salvó, con mucha probabilidad, la vida. Gravemente herido pudieron hacerle cruzar la frontera de Austria para introducirlo en Suiza. Los tres años que pasó, convaleciente, en este país le evitaron padecer los efectos de la dura represión acaecida en la Italia de postguerra. De todos modos su estado físico no fue impedimento para obligarle a pasar medio año (1.950) en la cárcel y para ser sometido a juicio. Pero, no obstante ello, pudo vivir durante varias décadas más hasta su fallecimiento en 1.974. Y este prolongar su existencia el Destino lo podría haber querido para que nuestro autor pudiera seguir legando las doctrinas de la Tradición a todos aquellos que quisieran recoger su mensaje, pues de no haber sobrevivido a la IIGM nos hubiéramos visto privados de joyas tales como la reedición, profundamente transformada, de “El yoga de la potencia” (3) (o, en la versión castellana editada por Edaf, “El yoga tántrico”), “Los hombres y las ruinas”, “Metafísica del sexo” o “Cabalgar el tigre”. Asimismo no hubiéramos podido conocer sus “Orientaciones”, su nueva y también reformada edición de “El tao-tê-king de Lao tsé” por él interpretado, la reedición revisada de los escritos del Grupo de Ur (“La magia como ciencia del espíritu”), su “Fascismo visto desde la Derecha, con notas sobre el Tercer Reich” (“Más allá del fascismo”, en la versión castellana editada por Ediciones Heracles), “El arco y la clava” o su autobibliografia (que no autobiografía) “El camino del cinabrio”. Sin hablar de la multitud de ensayos y artículos redactados en todo este período. El Destino habría querido, pues, que este intasable legado del saber Tradicional pudiera llegar a ser conocido por todos aquellos que fuesen aptos para poder recibirlo y asimilarlo.

     Ahora bien, también podríamos plantearnos que el Destino no le tenía deparado su supervivencia a la IIGM, sino que, por contra, tal como ya hemos señalado con anterioridad, le había incluido entre todos aquellos que morirían –víctimas de la represión institucionalizada o por obra de los partisanos comunistas- a manos de los vencedores del conflicto armado. Nuestro hombre, conciente de ello, lo desafió (al Destino) y se sustrajo de sus designios. Nuestro hombre lo habría retado con sus actitudes temerarias: con su negativa a correr hacia los refugios antiaéreos durante los bombardeos o (recogiendo la otra versión que hemos explicado) con su caminar por las desiertas calles vienesas en los momentos del trágico suceso. Esta actitud desafiante sería muy propia del tipo humano del shatriya (o guerrero) al que Evola tenía como arquetipo personal y doctrinario a seguir por considerarlo el más adecuado para aspirar a cualquier proceso de Reconstrucción (tanto interior -del ser humano- como exterior    –de la Tradición en el mundo). Es asimismo la actitud del Héroe que nada contracorriente de los tiempos de oscuridad en que le ha tocado vivir y que aspira a esta doble vertiente de la Reconstrucción o Restauración. El Héroe que se niega a ser arrastrado por la corriente porque está convencido de que nada puede a su voluntad y de que, por tanto, puede sobreponerse al accionar de las leyes cósmicas. Está convencido de que la libertad que ha conseguido en su interior (su descondicionamiento con respecto a cualquier atadura y determinismo) le ha hecho invulnerable a estas leyes cósmicas, a estos numens; en definitiva, al Destino. No nos debería, pues, parecer nada extraño que esta hipótesis tuviera muchos visos de ajustarse a la realidad de lo que sucedió y de lo que el Tradicionalista romano (de origen siciliano) se propuso.

     Evola, repetimos, habría retado al Destino y se sustrajo a los designios que éste le tenía preparados: la muerte. La parálisis que le provocó este desafío acabaría salvándole la vida.

     René Guénon, en su correspondencia epistolar con Evola, sostiene la idea de que las fuerzas de lo ínfero se habrían “vengado” (al provocarle la paraplejía) de un hombre que se había hecho inmune a ellas; que se había, definitivamente, desatado y liberado de ellas. El Tradicionalista francés creía que al no poder, dichas fuerzas de lo bajo (o que arrastran hacia lo bajo), llevar a cabo su “venganza” sobre el alma de un iniciado (precisamente por estar liberada o en proceso avanzado de liberación) sólo les quedaba ejecutarla sobre el cuerpo. Evola pareció no compartir esta idea, ya que pensaba que no sólo el alma descondicionada sino incluso el cuerpo se hacían inmunes a cualquier influjo de este tipo de fuerzas corrosivas.

     Este desacuerdo interpretativo acaecido entre Guénon y Evola es entendible si consideramos el diferente enfoque que, desde el punto de vista de la palingénesis o transustanciación interior, le otorgan ambos al cuerpo. Guénon parece adherirse a los posicionamientos del Vedânta hinduista, el cial le otorga una condición de falsedad, ilusión o maya al mundo manifestado y, en consecuencia, el cuerpo también comparte esta consideración. Es por ello que una especie de renuncia al cuerpo facilitaría el proceso iniciático. Los ayunos extremos que llevan al cuerpo hasta el borde del colapso serían uno de los métodos a seguir...

     Guénon había llegado a postular que el alma podía iniciar el proceso encarado a la Iluminación o Despertar sin antes haberse descondicionado de todo aquello que la ataba a lo bajo; sin antes haberse convertido en dominadora de aquellos bajos instintos, de aquellas pulsiones e incluso de aquellas turbulencias pasionales y aquellos sentimentalismos cegadores y perturbadores a los que se haya esclavizada como consecuencia de su adscripción a un cuerpo. El autor francés escribía que una vez el alma había arribado a altas cotas de realización entonces podía optar por reencontrarse, si así le placía, con el cuerpo (pues ahora ya no correría peligro de contaminarse con los nefastos influjos deletéreos de éste) o por renunciar definitivamente a la “convivencia” con él.

     Se entiende difícilmente, con estas posturas asumidas por Guénon, el proceso iniciático como aquél que debe de caracterizarse por el arduo y metódico trabajo interior propio del accesis y que tiene como primer objetivo y primera etapa el lograr el autodominio con relación a todo aquello que ata y aliena, pues si esta primera etapa no fuera necesaria (por poderse Despertar el alma autónomamente; desgajada del cuerpo  desde el principio del proceso) podríamos llegar a parangonar este tipo de “vía iniciática” con lo que presuntamente (y falsamente) acontece en los casos de misticismo, en los que la experiencia de lo Superior se reduce al éxtasis producido por una visión cegadora -y de arrobamiento- de lo Alto, sin que antes se haya producido el necesario proceso de descondicionamiento interior que purifica al alma de escorias y que la hace apta para continuar el camino que tiene por finalidad la asunción del Despertar al Conocimiento del Principio Supremo y a la identificación ontológica con él.

     ¿Cómo se puede entender la transustanciación del alma si ésta no ha luchado por fortalecerse en lid contra aquellas fuerzas deletéreas que anidan en el cuerpo (ya que se ha desentendido de éste)? La vinculación entre el cuerpo y el alma es, pues, una condición sine qua non para aspirar a la transustanciación de ésta. Sería, poco menos,  como pretender que se puede culminar la ´obra al albedo´ contemplada por la Tradición Hermética sin haber previamente consumado con éxito la ´obra al nigredo´, que representa la primera fase de este proceso alquímico de transformación interna.

     Este apoyarse doctrinalmente (tal como hace Guénon) en los textos del Vedânta (4)  provoca una especie de rechazo a esa parte integrante de la manifestación que es el cuerpo y representa un desencuentro con las enseñanzas de la Tradición que lo consideran al mismo (al cuerpo en particular y al mundo material en general) como prolongación –eso sí, en estado burdo-, por emanación, del Principio Supremo intemporal, inasible e indefinible que se encuentra en el origen de todo el Cosmos; enseñanzas con las que coincide totalmente la postura defendida por Evola.

     Hasta tal punto vinculaba el italiano el cuerpo al alma que concebía la idea de que las transformaciones experimentadas por el alma a lo largo del camino iniciático acababan reflejándose en el aspecto externo del que las iba llevando a cabo. Así es que la pureza interior conseguida acababa rezumando en rasgos de nobleza y gravitas en el rostro del transformado y la consecución del Despertar le confería un aire de majestad y solemnidad inalterables y sobrecogedoras a los ojos del común de los mortales.

     Un tal cuerpo constituye una unidad armónica con el alma y el espíritu y un tal cuerpo comparte, pues, los “beneficios” de los logros obtenidos por el alma y difícilmente cabría admitir que las fuerzas que arrastran hacia lo ínfero pudieran haberle hecho mella alguna a Evola en su cuerpo en la forma, por ejemplo, de la parálisis de que fue víctima.
    
     Podríamos, ahora, pasar a adoptar otro tipo de enfoque que se posiciona en la convicción de que, tal como el hermetismo postula, a la primera fase del proceso de renacimiento interior denominada como la de la ´obra al nigredo´ se le reconoce el efecto de la llamada ´putrefacción´ o ´ennegrecimiento´ por cuanto se persigue descomponer o eliminar las escorias psíquicas y pulsionales que ensucian, perturban y atenazan al alma y dicho ´ennegrecimiento´ o suelta de escorias (según esta otra postura) podría llegar a materializarse e impregnar el cuerpo con cualquier tipo de enfermedad o lesión como la que, según este modo de entender, habría afectado a Evola en su columna vertebral.

      Esta última interpretación nos echa cabos para que, a su vez, nosotros podamos lanzárselos a ese gran erudito de la Tradición Perenne que fue el rumano Mircea Eliade. Dejaríamos definitivamente zanjadas las reflexiones que hemos vertido teniendo como epicentro a René Guénon para pasar a escuchar y, si cabe, a interpretar a Eliade. Pero lo haremos no sin antes dejar constancia (a pesar de estas críticas vertidas) del inmenso reconocimiento que nos produce el extenso y valiosísimo opus doctrinal que nos ha  legado el autor francés.

     Mircea Eliade sugiere que el hecho de que Evola fuera herido, en su médula espinar,  precisamente a la altura del tercer chakra no debería de escaparse a una interpretación sutil del trágico percance. El rumano no llega a concretar a qué se refiere con dicha afirmación, pero bien es sabido que, según el tantra-yoga, superpuesto a este chakra o centro de fuerzas sutiles se desarrollan, a lo largo de la común existencia de los hombres, manchas en el alma como la ira, la furia o el orgullo (5). El abrir este chakra significaría, para el iniciado que lo lograse, romper las cadenas que le esclavizan a estos concretos baldones que ensucian al alma; controlarlos y acabar dominándolos. El tantra-yoga nos explica que el iniciado debe, a través de la accesis interna, despertar el noúmeno cósmico denominado sakti que en el interior del ser humano recibe el nombre de kundalini. Kundalini es asemejado a una serpiente que hay que despertar para que vaya recorriendo en sentido ascendente, desde el primero hasta el séptimo y último (el de la Iluminación), todos los chakras del hombre para ir abriéndolos y descondicionándolo, así, de toda atadura y sujeción a lo bajo como camino a seguir para coronar la Gran Liberación.

     Podríamos colegir que Eliade puede estar queriendo afirmar que Evola, en 1.945 -en esos estertores de la IIGM en suelo europeo- en su recorrido iniciático habría conseguido emanciparse de todas aquellas ataduras que atenazan al alma y que se encuentran a la altura del primer y segundo chakras, pero todavía no de las que se sitúan a la altura del tercero (6) y así habría acontecido que los numens de lo Alto habrían, por así decirlo, “ayudado” al barón Evola a abrirle definitivamente ese tercer chakra al provocarle el fuerte impacto en esa parte de su columna vertebral.

     Cierto es que también podría deducirse que Mircea Eliade podría estar refiriéndose, por contra, a que al poder presentar Evola una fuerte carga de ira, cólera y orgullo no superados se debería de encontrar comprensible una manifestación externa de estas lacras (en forma de irreparable lesión) precisamente en la zona del cuerpo en donde ellas se concentran. Nosotros, no obstante, no compartiríamos esta posible interpretación.

     No querríamos finalizar este escrito sin dejar de destacar el hecho de que para el ojo profano tan común al mundo moderno no existen posibilidades de interpretaciones de  hechos acaecidos en el plano material que sean capaces (dichas interpretaciones) de sondear y efectuar incursiones más allá de dicho plano, pero que, en cambio, para el ojo del hombre de la Tradición las causas de los acontecimientos y hechos  ocurridos a nivel de lo material hay que buscarlas en otros planos de la Realidad que se encuentran más allá del mundo sensitivo.

     Tampoco querríamos concluir el presente artículo sin invitar a sus lectores a que, antes de decantarse sobre alguna de las interpretaciones expuestas a propósito de la paràlisis de Evola, mediten acerca de cada una de ellas, pues este ejercicio instrospectivo les ayudará, sin duda, a tomar conciencia (más si cabe) de la existencia, y aun casi de la naturaleza, de otras realidades de carácter suprasensible. Sin duda nuestra mente se liberará, de esta manera, por un rato de los enquistamientos materiales, rutinarios y monocordes en los que nos vemos sometidos por la modernidad.
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(1) Guido Stucco es Maestro en Teología Sistemática por el Seaton Hall y es Doctor en Teología Histórica por la Universidad de St. Louis.

(2) Puesto que lo de arriba se refleja abajo y ya que las fuerzas sutiles que constituyen el entramado del mundo manifestado están interrelacionadas entre ellas y es por ello que lo de abajo no debe desentenderse de lo arriba si no quiere provocar su autodestrucción y, en referencia al hombre, su bestialización, puesto que esto es así es por lo que en el ser humano actúan, de la misma manera que a nivel cósmico (e influidas por éste), unas fuerzas (volviendo a usar términos hinduistas: gunas) que favorecen las tendencias del hombre hacia lo Alto (sattva, del sánscrito ´ser´), o bien que le empujan a ser arrastrado, pasivamente, por lo que fluye -por el devenir caduco y perecedero- (rajas) o bien, finalmente, que le succionan hacia lo bajo, hacia lo disoluto (tamas).

(3) Originariamente, “El yo como potencia”.

(4) En su momento ya hubimos hablado sobre estas divergencias existentes, al respecto, entre ambos Tradicionalistas y lo hicimos en un texto al que dimos por título el de “Críticas de Evola al Vedânta”.

(5) Constátese como lo que podríamos denominar como anatomía sutil (tan presente en diversas ciencias sacras de la Tradición ) coloca en el hígado (no casualmente situado exactamente a la altura del tercer chakra) estas alteraciones de la psique que son la ira, la furia, la cólera y el orgullo.

(6) Acerca de posibles cábalas que se puedan hacer sobre a qué grado de Realización interior habría llegado Evola en el momento de su fallecimiento (en 1.974) nos remitimos a nuestro texto “¡Que nos disculpe Evola!”.

© EDUARD ALCÁNTARA -  SEPTENTRIONIS LUX





 
   

Los ciclos heróicos: las doctrinas de las 4 edades y de la regresión de las castas en Evola

      De entre los autores que pueden ser considerados sin reparos como Tradicionalistas  pensamos que es Julius Evola quien mejor ha sabido captar la quintaesencia o el espíritu de muchas de las enseñanzas pilares de esta corriente existencial y de pensamiento. Lo decimos así pues somos del opinar de que muchos de entre los Tradicionalistas nos han legado determinadas doctrinas presentándonoslas de forma un tanto estática y rígida. Penetrar en el espíritu de la letra de la Tradición no lo consideramos como tarea sencilla. Sin duda se hace más asequible si se han llegado a  experimentar y vivenciar algunas de las metas que a corto o a largo plazo expone la Tradición como posibles de conquistar para determinado Hombre con ciertas potencialidades descondicionadoras. Sin duda, también, determinadas cualidades de ciertas personas les facilitan la posibilidad de descubrir qué modos y actitudes son los más propicios para emprender determinadas vías de transformación interior.

      Pensamos, continuando con estas percepciones nuestras, que la adhesión que Evola -por vocación consustancial a su misma naturaleza- demostró siempre hacia la vía de la acción le facilitó mucho el entender cuáles son los caminos y los métodos idóneos para emprender, con ciertas garantías de éxito, los recorridos que pasan por el descondicionamiento del hombre con respecto a todo aquello que lo mediatiza y por las etapas que pueden llevarlo hacia el Conocimiento de lo Trascendente incondicionado y hacia la identificación ontológica con dicha Trascendencia.

     Es acción interior lo que se precisa a lo largo de todos estos procesos conocidos con el nombre de Iniciación. El ascesis no es otra cosa que ejercicio interno. La necesaria e imprescindible práctica interior es, en definitiva, acción. Y es por todo esto por lo que la vía más apropiada para completar el arduo y metódico proceso iniciático es aquella conocida como ´vía de la acción´ o vía del guerrero o ´shatriya´.

     Evola tenía la certeza de que, a pesar de los tiempos por los que se transita, siempre es viable la total Restauración de la Unidad Primordial de la que gozó el Hombre en sus orígenes (durante la Edad de Oro o Satya o Krta-yuga) y de que igualmente es viable el retorno de las agrupaciones humanas e instituciones al orden Tradicional.

     Resulta, pues, lógico, que nuestro autor defendiera la idea de que la casta guerrera es la más apta para aspirar a estos procesos restauradores.

     El maestro italiano mostró esa especial y añadida dosis de ´sensibilidad´ y de poder de interpretación que le posibilitaron el no estancarse en una visión rígida de los diferentes textos Sapienciales y Sagrados del mundo de la Tradición cuando éstos nos hablan de la doctrina de Las Cuatro Edades, pues el proceso de decadencia que ésta nos expone no es irreversible ni –tal como diversos autores tradicionalistas han entendido- está impregnado de un fatalismo contra el que nada pueda oponer el Hombre.

     Evola le dio una especial relevancia a la idea de que la involución –con respecto a lo espiritual e imperecedero- podía ser frenada e incluso eliminada antes del final de un ciclo cósmico, humanidad o manvantara; esto es, antes del ocaso del kali-yuga. Y sostuvo firme y ocurrentemente esta idea porque creía en la libertad absoluta del Hombre. Porque creía que el Hombre, así en mayúscula, aparte de tener la clara potestad necesaria para conseguir su total transustanciación o metanoia también tenía en sus manos la posibilidad de devolver a sus escindidas y desacralizadas comunidades los atributos y la esencia que siempre fueron propios del Mundo Tradicional. Porque Evola creía, en definitiva, en el Hombre Superior o Absoluto, Señor de sí mismo.

     Quizás su adhesión e identificación con la vía de la acción se halla en el origen de esta su convicción en la posibilidad restauradora de la sacralidad perdida. La acción abre las puertas a esta posibilidad. O quizás debemos de plantear la direccionalidad de esta causa-efecto en sentido inverso y pensar, así, que pudiera ser que su convencimiento en la viabilidad de esta posibilidad reintegradora de la unidad perdida sea la razón por la que optó por la vía de la acción frente a la vía contemplativa y que dicha elección la ejerciera al convencerse de que ésta era la única vía posible para aspirar al retorno de la Tradición.

     Parece que el primer planteamiento es el atinado, ya que en su autobibliografía (más que autobiografía) titulada “El camino del cinabrio” (1) el gran intérprete italiano de la Tradición afirmaba que desde temprana edad la identificación con la acción (junto a su vocación hacia lo Trascendente) constituyó parte de su “ecuación personal”. 

      Sin duda es esta tendencia casi, diríamos, innata hacia la vía del shatriya la que le otorga a Evola ese plus que le coloca por encima de la mayoría de autores Tradicionalistas a la hora de mostrar esa clarividencia hacia el convencimiento de que es posible, aun en períodos de máxima involución, recuperar la sacralidad perdida. Nadie como nuestro autor romano creyó en los Ciclos Heroicos.

      Nadie como el gran Tradicionalista romano defendió el principio de la Libertad del Hombre. El Hombre Reintegrado no es esclavo ante nada. No es esclavo de sí mismo: no es un títere manejado a antojo por sus pasiones, pulsiones, bajos instintos o por sus sentimientos engordados. No está sujeto irremediablemente a sus circunstancias. No se halla determinado ni por presuntas dinámicas históricas (el determinismo característico del historicismo, basado en el materialismo dialéctico, que postula que la historia se hace a sí misma: tesis+antítesis=tesis; o, lo que es lo mismo, igual a cambios históricos) ni se encuentra mediatizado por condicionantes sociales ni por ningún tipo de dios omnipotente que haga y deshaga a antojo sin la posibilidad de que uno pueda trazar su propio rumbo y sin que el ser humano pueda llegar a ser tratado como algo más que una simple criaturilla que no pueda albergar en su seno la semilla de la eternidad sino que tenga que resignarse bovinamente a postrarse devocionalmente antes su “creador”. El Hombre Superior no se encuentra tampoco cercenado en sus potencialidades por ninguna especie de determinismo ambiental-educativo. Ni tampoco por otros de orden cósmico en la forma de un “Destino” cuya fatalidad lo tenga irremisiblemente programado de antemano.

     A este Hombre al que el budismo denominaría El Despertado o El Iluminado se llega, en épocas deletéreas, a través de la ´vía heroica´ que tuvo sus más claras y arquetípicas plasmaciones en los conocidos como Ciclos Heroicos, concretados en algunas de las más conocidas sagas del mundo antiguo y del alto medievo.

     Para dejar bien diáfana la idea de cuán adversas, desde el punto de vista existencial, eran las etapas del devenir histórico de la humanidad en las cuales irrumpieron algunos de los más ejemplares y patentes Ciclos Heroicos se nos hace más que recomendable recordar cuáles son la esencia y la dinámica de la doctrina Tradicional de las Cuatro Edades y qué estrecha relación guarda ésta con la también doctrina Tradicional de la Regresión de las Castas.

     Y de esta guisa empezaríamos por recordar cómo en los orígenes de la actual humanidad, ciclo cósmico o manvantara los diferentes textos Tradicionales nos hablan de cómo el Hombre vivía en una Edad de Oro (Hesíodo), Satya-yuga o Krta-yuga (textos sapienciales del hinduismo), en la que la Realidad Trascendente –y por ende la Eternidad- le era consustancial. Estos textos nos hablan también de cómo se produjo una primera caída que se tradujo en la pérdida de esa inmortalidad y de cómo algunas personas poseedoras de una especial potencialidad interior y de una firme voluntad pudieron recobrar lo Inmortal e Imperecedero e identificarse ontológicamente con Ello gracias a que supieron despertar la semilla aletargada de lo Absoluto que anida en el interior del hombre. Estas personas –esta élite-, como Hombres Superiores que eran, se erigieron en guías y en Luz para los demás y acabaron no sólo por detentar la autoridad espiritual sino asimismo por ejercer la autoridad temporal. Ambos principios, pues, el espiritual y el temporal se hallaron unidos en los mismos representantes, por lo que las actividades humanas se encontraron en todo momento impregnadas por lo Sacro. Así hallamos, pues, a la realeza sacra y a la aristocracia sagrada en la cúspide de la pirámide social en esta segunda etapa –tras la primera caída señalada- de la Edad de Oro.

     Pero, desgraciadamente, acaeció una segunda caída o involución y hubo –paralela y emblemáticamente- de abandonarse la morada geográfica de la Edad De Oro. Aquella morada que las diferentes Tradiciones sapienciales sitúan en las inmediaciones y más al norte del círculo polar ártico y a la que le asignan nombres como el de Thule, Hiperbórea, la Isla Blanca o el Monte Meru. Hay textos que nos dicen de que el traslado se hizo hacia una isla-continente situada en medio del océano (...Atlántico) que podría coincidir con la Atlántida de Platón.

     Esta segunda caída o involución espiritual supuso un mayor alejamiento del hombre con respecto a lo Trascendente y vino aparejada con la separación entre los principios espiritual y temporal y, en consecuencia, entre la autoridad espiritual y la temporal o política. Desaparecieron, pues, la realeza y la aristocracia sacras y de la separación de los atributos espirituales y los temporales aparecieron dos castas autónomas: la sacerdotal (1ª casta) y la regio-aristocrático-guerrera (2ª casta). Ésta aristocrático-guerrera quedó desacralizada y la sacerdotal, a su vez, renunció a la vía activa propia del guerrero y perdió, de esta manera, no sólo la vocación hacia la acción exterior sino también la vocación hacia una acción interna que es la única capaz de hacer factible el acometer cualquier intento de transustanciación interior. Renunció, pues, la casta sacerdotal a la Iniciación y, consecuentemente, a la Visión y Conocimiento de lo Absoluto.

     La casta sacerdotal o bramánica pasó a ocupar la cima de la pirámide social y el poder político quedó delegado en una casta aristocrático-guerrera desacralizada que quedó subordinada a aquélla. Estamos hablando ya de la Edad de Plata o treta-yuga; hablando, pues, de la 2ª Edad.

     En la 1ª Edad –la de Oro- el metal que la representaba rememoraba al Sol como astro con luz propia, pues luz o espiritualidad propia es lo que había desarrollado en su interior el Hombre Reencontrado propio de aquellas élites o aristocracias sacras que se erigieron en rectoras con respecto al resto de hombres de las comunidades de las que formaban parte..

     Por contra, ahora, la Edad de Plata reivindica a la plateada Luna que no posee luz propia y cuya luz –“espiritualidad”- tan sólo es un reflejo de la auténtica Luz que emana del Sol. Es por esto por lo que el hombre, al no poder poseer esa Luz en su interior, se tiene que conformar con creer en ella, con tener fe en ella, con erigirse en un mero y pío devoto de la misma. Esto es a lo máximo a lo que, en el terreno “espiritual”, puede aspirar el bramán o sacerdote y es, al mismo tiempo, a lo que condena al guerrero (o a la aristocracia-guerrera): a que ignore la posibilidad de emprender una acción transmutadora interior y a que, acto seguido, se pliegue a la visión devocional que el sacerdocio tiene de lo divino y le rinda pleitesía a dicho  sacerdote, reconociéndole al mismo tiempo una superior autoridad “moral”.

     En el seno de esta Edad de Plata se puede observar cómo con el tiempo se produce un gradual deslizamiento desde este tipo de cosmovisión lunar hacia otra de naturaleza bastante similar como lo es la demétrica o pelásgica –también de corte sacerdotal- en la que la Madre Tierra se convierte en el principal objeto de adoración. Se sacraliza, así, a lo que no contiene en su esencia divinidad. Se venera a la Tierra como a una diosa, cayéndose, por tanto, en el panteísmo. Las únicas fuerzas a las que los ritos religiosos intentan hacer operar son aquéllas que recorren las entrañas de la Tierra, son aquéllas de naturaleza ctonia o telúrica que en lugar de ayudar al proceso de descondicionamiento y liberación del hombre lo atan aún más a lo bajo: a lo instintivo, a lo impulsivo, a lo pulsional, a lo sensual, a lo concupiscente, a lo libidinoso,...

     Y de lo libidinoso, el desenfreno, lo lujurioso y del enseñoramiento del erotismo emergen los llamados cultos afrodisíacos o dionisíacos (2) que suponen una vuelta más de tuerca en estos procesos involutivos propios de la Edad de Plata.

     Si en la Edad de Oro la diferencia ontológica que existía entre la aristocracia Iniciada y el resto de los miembros de la comunidad obligaba a considerar la existencia de una verdadera jerarquía, ahora en la Edad de Plata la inexistencia, en el seno de ningún grupo social, de seres Superiores o Renacidos a la Esencia divina provoca una tal nivelación interior entre los individuos que se debe hablar de sociedades igualitaristas, y niveladas por lo bajo, en las que ya no impera una auténtica y legítima jerarquía. Ya ha desaparecido la diferencia esencial que existía, en la Edad de Oro, entre aquella minoría compuesta por los que eran capaces de gobernarse a sí mismos (de -utilizando una expresión taoísta- ser ´señores de sí mismos´) y la mayoría de los que eran incapaces de autogobernarse (incapaces de no ser marionetas de sus convulsiones emocionales y de no ser más que hombrecillos limitados por sus mediatizaciones).

     La Tierra, con la consideración por la cual es investida como madre de sus criaturas los hombres, valorará a éstos como a iguales entre sí, tal como una madre hace con sus hijos. Todos han salido de su seno y todos volverán, tras la muerte, a sus entrañas (3) y por este motivo no existen para ella diferencias sustanciales entre sus vástagos. No hay rangos, categorías ni jerarquías. Se impone, por un motivo más, el carácter homogeneizador y antijerárquico de estos cultos lunares, demétricos y telúricos. La Edad de Plata aplasta las diferencias y convierte al hombre en individuo-átomo indiferenciado.

     Inmerso en la vorágine de degradación el hombre acabará, incluso, dándole la espalda a todos estos cultos decadentes propios de la Edad de Plata. Cualquier tipo de forma religiosa (lunar, demétrica, telúrica,  afrodisíaca,...), propia de dicha Edad, quedará relegada prácticamente al olvido. La casta sacerdotal perderá todo el peso social que ostentaba y, por esta razón, cualquier atisbo de hegemonía. Así verá cómo deberá postrarse ante una casta regio-guerrera que, tal como acontecía en la Edad de Plata, estaba desprovista de cualquier atributo y aspiración espirituales; se hallaba totalmente desacralizada. Sólo le interesaba el ejercicio del poder y lo ejecutaba por la aplicación de la fuerza y no por ningún tipo de Superioridad ontológica que le otorgara prestigio a los ojos del resto de castas.

     El hombre avanzaba, así, en su proceso de materialización y embrutecimiento y entraba de pleno ya en la 3ª Edad: la de Bronce o Dwapara-yuga. La doctrina de la Regresión de las Castas nos recuerda cómo ahora es la casta guerrera (la 2ª) y no la sacerdotal (la 1ª) la que se ha encaramado a la cúspide de la pirámide social.

     El fin de la Edad de Plata se asocia con la inundación y desaparición, bajos las aguas, de la quasi mítica Atlàntica y con la huida de sus supervivientes hacia occidente y hacia oriente. La mitología griega nos habla, de manera más o menos simbólica, de cómo los titanes (como símbolo de la casta guerrera) y otros seres monstruosos se enfrentan a los dioses con el afán de destronarlos. Lo hacen contra las divinidades preponderantes en la anterior Edad de Plata (de corte matriarcal) y también contra las que, relegadas a lo largo de la 2ª Edad, habían sido las hegemónicas en la Edad de Oro (de signo patriarcal y solar). La mitología nórdico-germánica nos explica cómo en esta lid acontece finalmente el Gottedamerung u ´ocaso de los dioses´, puesto que éstos son derrotados por los gigantes y por los monstruos y la fuerza bruta se hace hegemónica.

     Parece que las dinámicas cósmicas marcan fatal e inexorablemente el destino de los hombres sin que éstos puedan hacer nada para frenar o invertir el proceso de decadencia que tan diáfanamente nos explica la doctrina de las Cuatro Edades y la de la Regresión de las Castas. Parece  que el hombre no sea libre para decidir su destino. Parece que la vía iniciática que conduce a la Gran Liberación hubiese quedado hace mucho extinguida. Parece que ya resultase quimérico cualquier intento de restauración de la Tradición. Pere hete aquí que los diferentes mitos nos narran el cómo unos seres de naturaleza bastante similar a la de los titanes o gigantes (con un progenitor divino y el otro humano) se empeñan en superar su naturaleza perecedera (que tiene su origen en su parte de sangre humana) y en conquistar la inmortalidad. En ello se afanan, en el mito, por medio de todo tipo gestas y pruebas y finalmente conquistan la eternidad y acabarán siendo admitidos en las moradas divinas. Estamos hablando de los héroes de los Ciclos Heroicos de los que con tanta relevancia nos hablan mitologías como la griega (Heracles, Aquiles, Ulises, Perseo,...). Estamos, en definitiva, hablando de cómo miembros de la casta guerrera se enfrentan a su naturaleza materializada y escindida y en un acto prolongado de heroísmo se liberan de sus condicionamientos, cadenas y ataduras y acaban transmutándose en el Hombre Integral y Restaurado. Acaban demostrando cómo en última instancia el hombre puede llegar a erigirse en amo, dueño y señor de su destino. Acaban demostrando cómo el hombre puede llegar a ser un ser auténticamente Libre. Cómo la Libertad puede conquistarse tras una larga, ardua y metódica travesía que conocemos con el nombre de Iniciación. Acaban demostrando cómo el hombre puede superar –si en ello se empeña y si posee determinadas aptitudes innatas- cualquier condicionamiento, cualquier determinismo, cualquier fatalismo y cualquier corriente cósmica en contra.

     Estamos hablando de cómo algunos de estos héroes (casta guerrera) restauran en sus respectivos dominios (Teseo como rey-sacro de Atenas, Ulises como rey-sacro de Ítaca,...) el Orden Tradicional perdido. Y lo consiguen en una época tan poco propicia como esta de la Edad de Bronce en estado ya muy avanzado. El guerrero se ha, pues, sacralizado y ha vuelto a unificar en su persona los principios sacro y político. La Autoridad espiritual y la temporal son ejercidas por la misma persona y por la misma élite, tal como sucedía en la Edad de Oro. Este guerrero se ha reconvertido en realeza sacra y en aristocracia sagrada y se ha, así, posicionado por encima y fuera del sistema de castas.

    Sin duda estos Ciclos Heroicos que han hecho posible restaurar la Tradición han tenido como sus hacedores y triunfantes protagonistas a los guerreros porque éstos son los que llevan intrínsecamente asociada la ´vía de la acción´. Y ésta puede revestirse de una vertiente externa (combate material, lucha territorial o lid física) y/o también –si así algunos se lo proponen firmemente- de una vertiente interna que es la que les puede conducir a la Gnosis del Principio Supremo que se halla en el origen del mundo manifestado y es, asimismo, la que les puede, paralelamente, hacer viable su Identificación, en el plano del ser, con dicho Principio Eterno.

     Sólo la casta guerrera podía protagonizar este logro y esta Restauración,  pues la casta sacerdotal únicamente conoce de la pasiva ´vía de la contemplación´ y, obviamente, a través de ésta se hacen inviables los procesos internos palingenésicos o transustanciadores. 

     Desgraciadamente estos Ciclos Heroicos no pudieron prolongar ad aeternum el tipo de Espiritualidad Solar propio de la Tradición y, por ello,  sistemas políticos como los que Platón denominó ´tiranías´ supusieron el retorno hegemónico de las castas guerreras desacralizadas.

      La caída existencial  no daba tregua, hasta el punto de darse por sellada  la Edad de Bronce y por iniciada la 4ª Edad: La Edad de Hierro, Kali-yuga o –para la mitología nórdica- Edad del Lobo.

     Aunque el sino de la Edad de Hierro fuera el de la hegemonía social y política de las castas 3ª (viaishas o comerciantes) y 4ª (sudras o “mano de obra”), antes de que esto aconteciera a raíz, básicamente, de los hechos subversivos propios de la Revolución Francesa, sucederá que el resto de Edades (de Oro, Plata y Bronce) ya finiquitadas se irán manifestando en forma de subedades como si de recreaciones de aquéllas se tratase. Esto siempre había acontecido de similar manera en el transcurso de cada Edad: la/s anterior/es periclitada/s reaparecía/n como reflujo de lo que fue y se perdió.

     Es por ello por lo que antes de que la burguesía (3ª casta) y el proletariado (4ª casta) se encaramen al poder el kali-yuga verá cómo diversos Ciclos Heroicos reverberarán, o intentarán reverberar, las esencias de la Edad de Oro. Esto sucede en la Antigua Roma durante el período republicano, en el que la dirigencia senato-patricial es la que ostenta, en muchos de sus miembros, los cargos que los habilitan para oficiar los ritos operativos correspondientes a las principales deidades. Se trata, además, de gente que ha sido iniciada en los misterios de esas divinidades. Y de gente que había pasado anteriormente por la milicia. Por ello esta élite o aristocracia guerrera unifica las funciones y/o autoridades espiritual y político-temporal, tal como fue propio de la Edad de Oro.

     En los prolegómenos del período imperial romano hallamos a un Julio César que también responde a estos mismos patrones, pues no hay que olvidar sus funciones como flamen dialis u oficiante de Júpiter. Y ya durante la etapa del Imperio emperadores como Octavio Augusto, Tiberio, Marco Aurelio o Juliano han recibido la iniciación en ritos y misterios diversos: de Eleusis, de Mitra,...

     Pero no sólo en la Antigua Roma sino que también posteriormente otros Ciclos Heroicos irrumpen a lo largo de esta deletérea Edad de Hierro con el firme propósito de revertir los procesos de involución. El Ciclo del Grial se erige en hilo conductor de varios de estos Ciclos Heroicos, como lo son el de la saga artúrica o, ya en pleno Medievo, el del Sacro Imperio Romano Germánico (4). Diversas órdenes aúnan lo guerrero y lo espiritual y muchos de sus miembros practican ritos iniciáticos que transmutan sus naturalezas internas. Como paradigma de estas órdenes se halla la del Temple. Igualmente algunas de estas órdenes acaban, significativamente, convirtiéndose en la médula vertebradora de un Sacro Imperio Romano Germánico en el que el Emperador también se reviste de la máxima autoridad espiritual en el seno de la Cristiandad y por encima de la misma Iglesia. (5).

     Como señalamos párrafos más arriba éstos que unen en sus personas lo espiritual (de forma operativa y no devocional) y lo político-militar-temporal se hallan por encima, y afuera, del sistema de castas.

     Nuevas demostraciones han sido éstas de que el hombre puede hacer valer su libertad ante cualquier contrariedad y determinismo siempre que sea capaz de superar su condición meramente humana para convertirse en un ´más que hombre´.

     Pero como no había de ser de otra manera en un período tan descendente de la humanidad, el kali-yuga asiste a cómo tras estos períodos heroico-solares se suceden otros en los que la 1ª casta –sacerdotal- escala a la cúspide de la pirámide social.

     En tal orden de cosas asistimos, durante la Roma Imperial, a la asunción del cristianismo como religión oficial del Estado. Ello sucede con Teodosio ´el Grande´. La figura del emperador ya no se reviste de dignidad divina; entre otros motivos porque ya no la encarnan Hombres Superiores y transfigurados a través de determinadas prácticas y ritos iniciáticos, sino que se trata tan sólo de simples humanos que reconocen en la Iglesia una superior autoridad moral. Así pues, la casta sacerdotal vuelve a hacerse hegemónica.

     Y también volverá a hacerse hegemónica cuando bien avanzada la Edad Media el güelfismo que se organiza entorno a los Estados Pontificios derrote al gibelinismo que se articula alrededor del Sacro Imperio Romano Germánico. La victoria de los que propugnan la superior autoridad “espiritual” de la Iglesia sobre aquéllos que defienden la de la figura del Emperador significará la victoria de los bramanes sobre el principio regio-aristocrático-sacro.

     La Edad de Hierro contempla asimismo cómo también la 2ª casta –la guerrera- se encarama, en determinados períodos, a lo más alto del entramado político-social. Ciertos emperadores romanos son buen ejemplo de ello, ya que provienen de las legiones e imponen su poder por la fuerza, además de carecer de dignidad sacral. Sus mandatos coinciden con períodos más o menos convulsos de la historia de Roma en los que los viejos ritos forman parte del recuerdo o, cuanto menos, se han vaciado de contenido y de operatividad.

     Esta casta shatriya también es la que dirige sus respectivos Estados en el período en el que las llamadas ciencias históricas han definido como ´edad moderna´ y que se sitúa, cronológicamente, entre la ´edad media´ y la ´edad contemporánea´. Es la época de las monarquías autoritarias y de las absolutistas, en las que los reyes se suelen apoyar, las más de las veces, en una nobleza de origen guerrero que al igual que ellos no conoce de vías interiores que conduzcan al Despertar.

     Napoleón Bonoparte podría, muy bien, ser considerado como un paradigma altamente significativo de la transición entre el dominio sociopolítico que hasta el final de la ´época moderna´ venía ejerciendo la 2ª casta  (la guerrera) y el que desde el inicio de la ´época contemporánea´ empezará a monopolizar la 3ª casta: la de los mercaderes o viaishas. En Napoleón Bonaparte vemos al miembro de la casta guerrera (su padre pertenecía a la nobleza corsa) que actúa movido por la ideología del liberalismo triunfante gracias a la Revolución Francesa y que no es otra que la propia de la casta de los mercaderes; esto es, de la burguesía que ve en el liberalismo económico la posibilidad de dar rienda suelta a sus aspiraciones comerciales y/o económicas.

     A partir de entonces y a lo largo de esta ´edad contemporánea´ la 3ª casta se adueñará del poder, salvo en  los períodos en los que la 4ª casta (sudras) –la de la ´mano de obra´- dirija (por lo menos aparentemente) los regímenes políticos comunistas e imponga el llamado Cuarto Estado. Bien es cierto que, tras la caída del comunismo en la Europa Oriental a fines de la década de los ´80 del siglo pasado, hay quien ha considerado, acertadamente, que el clásico mundo del liberal-capitalismo burgués (Tercer Estado impuesto por la 3ª casta) ha sido sustituido por un tipo de vida aún más colectivista, gregaria, amorfa, uniformizada y desarraigada que la impuesta por el marxismo y en la que ya cualquier referente ideológico ha sido enterrado. El único impulso, y referente, que actúa es el económico y las actividades que, avasalladoramente, se imponen son la producción y el consumo desaforados. Mundo sin referentes al igual que sucedía, en la India Tradicional, con aquellos individuos que se hallaban fuera y por debajo del sistema de castas (los ´sin casta´ o parias) y que le habían dado la espalda a cualquier norma formadora y a cualquier tipo de raigambre: los ´sin tradición´ y ´sin linaje´. Individuos que por sus disolventes o deshonrosas conductas habían sido expulsados de sus respectivas castas: ´los desterrados´. Evola predijo de manera magistral este devenir y al tipo de sociedad que del mismo se derivara la definió como la de la hegemonía del Quinto Estado; y que, sin duda, corresponde al actual modelo planetario de globalización y de homogeneización alienante y desenraizadora.

     Pero en medio de tantos procesos disolventes y de tanta corriente en contra ¡¿quién nos dice que no sea todavía posible que algunos hombres consigan mantenerse en pie entre las ruinas, alcancen una Superior dignidad interior e inauguren un nuevo Ciclo Heroico?!
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(1) De esta obra existe publicación en castellano a cargo de “Ediciones Heracles” y que data de 1.998.                      

(2) Para este tipo de etapas en las que lo afrodítico o dionisíaco irrumpe con especial ímpetu (tal como sucede en la actual era crepuscular de la Edad de Hierro) Evola planteó la posibilidad de que aquellos hombres diferenciados que quisiesen alcanzar elevadas cotas de perfección interna pudiesen servirse de variados tipos de sustancias (alcohol, drogas,...) o de la fuerza del eros -que resultarían corrosivos para el hombre común- para superar el estado de conciencia ordinario y adentrarse en otros estados de conciencia superiores. (Estas ideas las desarrollamos en su día en un escrito que llevaba por título “Cabalgar el tigre” y que pretendía resumir los puntos esenciales desarrollados en el magnífico libro de idéntico título escrito por Evola y del que hay diversas ediciones en lengua castellana: la una de Nuevo Arte Thor y la otra de Ediciones Heracles.)

(3) De ahí que en la Edad de Plata se inhumen o entierren los cadáveres como signo del retorno a la Madre Tierra de sus hijos, mientras que, por contra, en la Edad de Oro los cadáveres eran incinerados para –al desintegrarse el cuerpo entre las llamas- facilitar el ascenso hacia el Sol      (como símbolo de lo Alto) del alma Superior o alma Espiritualizada.  

(4) Se puede consultar nuestro trabajo “El Imperium a la luz de la Tradición” para completar lo que se ha venido explicando en torno a ciertos períodos e instituciones de la Antigua Roma y del Medievo.   

(5) Es de destacar cómo en los períodos del Medioevo en los que la autoridad espiritual del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico fue reconocida por encima de la del Papa, el Emperador incluso designaba a obispos y abades y los investía con los signos de sus respectivas dignidades: cruz, báculo y anillo. Tampoco está de más recordar que todo Papa que acababa de ser elegido como tal debía, antes de ser consagrado, jurar fidelidad al Emperador. Además, en el hecho de que el Papa ungiese y coronase al Emperador se hallaba un reconocimiento implícito de la superior autoridad no sólo política sino también Espiritual de éste. Hubo emperadores que retrasaron en años su unción y coronación por parte del Papa por no considerar relevante la intervención papal en el reconocimiento de sus dignidades imperiales.

©  EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS  LUX

Criticas de Evola al Vedânta

      Las críticas efectuadas por Julius Evola al libro escrito por René Guénon “El hombre y su devenir según el Vedânta” no son el fruto (tal como alguien nos ha apuntado) de una interpretación personal, y por tanto racionalista, de textos sacros. Evola reconoce muchos aspectos positivos en el Vedânta, pero critica los que considera no acordes con los parámetros en los que se articula la Tradición Primordial y critica a Guénon por otorgar a los mismos carácter de infalibilidad. Evola nunca vertió críticas sobre ningún texto sacro que beba en su totalidad de la esencia de la Tradición Primigenia. Nunca, en este sentido, puso en solfa ni una coma de textos sagrados como, por ejemplo, los Vedas. Pero la involución es algo consustancial a los Manvantaras (o ciclos cósmicos) y la interpretación que de esos textos sagrados originales se puede realizar no es ajena a dicha involución. Así pues, esta interpretación sufre desviaciones y éstas se plasman, a menudo, en otros textos sagrados (como es el caso del Vedânta).

      Evola vierte estas críticas apoyándose también en textos sapienciales, como es el caso del çakti-tantra. El çakti-tantra efectúa críticas directas al Vedânta. En este sentido, en relación a la doctrina vedántica que considera al mundo manifestado como falsedad, ilusión o ´maya´ afirma Evola:

     “La inconsistencia de tal opinión (que, entre otras cosas, en lo referente a la "salvación" o "liberación" debería coherentemente desembocar en el misterio cristiano de la "gracia") del Vedânta la han mostrado con pericia precisamente los Tantra. Éstos hacen a los vedantinos el siguiente razonamiento: "decís que lo verdaderamente real solamente es el inmóvil Brahman sin atributos, y el resto -el conjunto de los seres condicionados- es ilusión y falsedad. Ahora responded: ¿quiénes sois vosotros, que afirmáis esto, Brahman o un ser condicionado? pues si sois un ser condicionado (y otra cosa lealmente no podéis decir), sois ilusión y falsedad y, por consiguiente, con mayor razón, ilusorio y falso será todo lo que decís y asimismo vuestra propia afirmación, puesto que solamente Brahman es, y el resto es ilusión".”

     Las críticas de Evola al Vedânta tienen total justificación Tradicional. Así, después de la siguiente cita de los tantra (“Y es Brahman quien en los diversos seres se alegra y entristece y en los yoguis se apresta a darse a Sí mismo la propia "liberación”), afirma el italiano:

     Tal es el punto de vista de los tantra (y, con ellos, de todo el inmanentismo occidental), el cual sin embargo no puede ser el del Vedânta, precisamente porque para el Vedânta el Absoluto como causa inmanente es ilusión y entre él y lo relativo y "manifestado" hay discontinuidad, salto radical.”

     En la misma línea Evola transcribe unas líneas de un texto tántrico que reza así: 
         
     "¡Oh, señora del Kula! En Kuladharma (vía tántrica de la potencia) el disfrute deviene realización (yoga) perfecta, el mal se hace bien y el mundo mismo se convierte en el lugar de la liberación".

       Estos dos últimos párrafos nos deben hacer recordar la fórmula del “solve et coagula” de la tradición alquímico-hermética: no conformándose con la ´espiritualización del cuerpo´ -solve- sino siguiendo la vía hasta la ´corporización del espíritu´ -coagula-. Se trata, en definitiva de la doctrina de la Trascendencia Inmanente (la Iluminación con respecto a lo Eterno e Incondicionado sucede en este mundo: la Trascendencia es despertada en el interior del Hombre). Posibilidad que no admite el Vedânta debido, repetimos, a su consideración de lo manifestado como mera ilusión (maya).

     Vemos, pues, la legitimidad Tradicional de las críticas vertidas por Evola sobre estos textos ( el Vedânta) del hinduismo.

     Críticas que continúan cuando el Tradicionalista romano escribe:

     (Según el Vedânta) “el pasaje a través de una jerarquía de estados hasta el no manifestado Brahman, que un ser particular puede realizar mediante el largo, áspero, austero proceso de autosuperación propio del Yoga, no es más que una especie de aceleración de algo que acaecerá naturalmente a todos los seres, es la "liberación actual" en lugar de la "liberación diferida", donde todo se reduce a una cuestión de... paciencia. De hecho, el punto de vista del Vedânta es que el mundo, procedente de estados no manifestados, vuelve a sumergirse en ellos al final de cierto período, y ello recurrentemente. Al final de tal período, todos los seres, bon gré mal gré, serán por tanto liberados, "restituidos". De donde una nueva negación: no sólo falta toda real y suprapersonal justificación para dicho desenvolvimiento, sino que la misma libertad es, según esto, negada: los seres, en última instancia, están fatalmente destinados a la "perfección"(…) Esta visión contrasta con muchas otras de la misma sabiduría hindú -especialmente del Budismo- en el cual, por el contrario, es muy vivo un sentido trágico de la existencia, el convencimiento de que si el hombre no se hace el salvador de sí mismo nadie podrá nunca salvarlo, de que solamente su voluntad puede sustraerlo al destino de la generación y de la corrupción (samsâra) en el cual, de otra forma, permanecería para la eternidad.”

     Y para más reafirmar lo dicho, Evola vuelve a citar al Tantra:
    
      "Sin çakti (=potencia) la liberación es mera burla".

      Y es que es imprescindible activar la çakti (a través de la Iniciación= vía activa, solar y viril) para llegar a una Liberación que por sí sola no se conseguirá, pues es falsa la premisa fatalista (que provoca pasividad=vía lunar y telúrica) de que el destino (tal como afirma el Vedânta) de lo manifestado sea el de volver, inexorablemente, a “reabsorverse” en el Principio Supremo.

     No nos hemos de extrañar de la involución que -desde el punto de vista de la Tradición Primordial- han sufrido textos como los del Vedânta, pues esta misma involución también se puede apercibir –en épocas más tardías- en la sufrida en la interpretación de la esencia de la doctrina expuesta en los textos del budismo original –el canon escrito en pali-. Involución que derivó en los textos, p. ej., del budismo mahayana y, más aún, del budismo hinayana.

 © EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS LUX

Julius Evola: un hombre de Acción

     No hace demasiado tiempo hubo quien tuvo la ocurrencia de realizar una comparativa entre un conocido político –fallecido hace ya unos cuantos años- y Julius Evola. Se defendía la postura de la superioridad de éste como hombre de pensamiento  y, por el contrario, la superioridad del personaje político como hombre de acción. Para nosotros este tipo de comparaciones nos parecía que carecían de cualquier sentido; que se hallaban fuera de lugar. Y nos lo parecía debido a que los planos en los que esencialmente cada uno desarrolló la mayor parte de sus actividades –al menos las que más renombre y/o notoriedad les han dado- eran planos diferentes que no admitían parangón alguno. De todos modos, aún en el caso de que hubieran ejercido quehaceres más parecidos, las comparaciones siempre han adolecido de una fuerte carga de subjetividad, puesto que los criterios que pueda alguien utilizar para realizarlas pueden ser totalmente disímiles a los que pueda usar otro. Y todavía podríamos añadir aquel conocido dicho de que “las comparaciones resultan odiosas”.

      Nosotros nos proponemos no entrar en este tipo de debates y es por ello por lo que no vamos a hablar del personaje político al que se ha hecho alusión. Nos vamos, por el contrario, a centrar en la figura de Evola y lo vamos a hacer no para hablar de su faceta como hombre de pensamiento o –tal como él prefería que le definieran- ´intérprete de la Tradición´, sino para centrarnos en su faceta de hombre de acción. Así lo haremos puesto que es bien conocida su alta competencia en el ámbito cultural pero no así tanto su otra vertiente que le sitúa fuera de las bibliotecas, de los estudios y de los escritorios; vertiente ignota para muchos y vertiente digna de ser tenida en muy alta consideración.

      No tenemos otra mejor manera de hablar de esta su otra faceta que narrando episodios de su vida que resultan altamente significativos a tal respecto. Episodios que confirman la vocación que (en su autobiografía “El camino de cinabrio”) afirmó tener desde muy temprana edad y que consistía en un impulso hacia la acción que le hizo adherirse rápidamente al ideal del guerrero o (recurriendo a la tradición del hinduismo) shatriya.  ´Acción´ que hemos de entender no sólo desde el punto de vista externo sino también interno, pues es un intenso, prolongado y metódico accionar en el interior del ser humano el que le puede llevar por el sendero del descondicionamiento (con respecto a todo aquello que encadena, perturba y ciega a su conciencia) hacia su Despertar a la Realidad de lo Incondicionado, Eterno e Inmutable que se halla en el origen de todo el mundo manifestado. Pero no es de esta acción interior (1) de la que vamos a tratar en el presente escrito sino de la otra: la exterior; haciéndolo, como señalábamos arriba, con la exposición de episodios acontecidos en la vida de nuestro autor.

     Así, podríamos empezar recordando su alistamiento en el ejército italiano a la temprana edad de 16 años. Al año siguiente de su alistamiento (1.915) Italia entró en una Primera Guerra Mundial que había empezado el año anterior. Evola fue en ella oficial del arma de artillería. Su participación en acciones bélicas fue muy escasa. Prácticamente no tuvo opción para ello, lo cual sin duda tampoco provocaría gran desagrado en él, puesto que, a pesar de su vocación hacia la ´vía del guerrero´, él hubiera preferido que su país se hubiese alineado con los llamados Imperios Centrales en lugar de hacerlo –como lo hizo- con las plutocracias demoliberales. Cierto es que antes de la conflagración bélica Italia formaba parte de la Triple Alianza, junto a Alemania y al Imperio austro-húngaro,  y que si, sobre todo, a esto le unimos la convicción que tenía nuestro autor (junto a sus entonces compañeros de viaje dadaístas y junto a los también vanguardistas futuristas de Marinetti) de que la participación de Italia en la guerra (con los traumas, sacudidas y remociones de conciencias que la guerra conlleva) ayudaría a romper esquemas, valores y anquilosamientos burgueses enquistados en la sociedad trasalpina de la época, obtendremos con claridad las razones que impulsaron, primeramente, -entre otros- al joven Evola a promover la entrada de Italia en la guerra y que le hicieron, finalmente, participar en ella.

     A este ´Evola hombre de acción´ lo podemos ver, desde una sección de la revista La Torre que él fundara y dirigiera en 1.930, denunciando sin cortapisas cualquier atisbo de decadencia y corrupción observado en el seno de la dirigencia política de la Italia del ventenio fascista. No hubo el menor refreno a la hora de airear los modos aburguesados  y las prácticas contrarias a la buena ética que se observaban,  por ejemplo, en la vida social de esta alta clase dirigente política. Por ello, no es de extrañar, que, finalmente, estos sectores denunciados empezaran a presionar para que fuera clausurada la revista (hecho que aconteció a los pocos meses de su fundación) y tampoco es de extrañar que uno de los directamente aludidos en estas implacables críticas –Mario Carli- acudiera en busca del protagonista del presente escrito con ánimos de agredirle físicamente; aconteciendo, en cambio, que el que salió malparado fue el Sr. Carli, el cual recibió con su propio garrote, arrebatado por Evola, un serio correctivo en el rostro y hasta la rotura de sus anteojos…

     Nuestro hombre de acción se convierte en un alpinista de élite. Así lo podemos ver en agosto de 1.934 en la cima del Monte Rossa, a 4.200 metros de altura, acompañado de un guía -Eugenio David- que 40 años más tarde –también en agosto- volverá, ya a una muy avanzada edad, a culminar dicha cima para depositar las cenizas del difunto Julius Evola.

     A lo largo de la década de los ´30 y durante los primeros ´40 nuestro hombre de acción recorre un buen número de países de Europa tras un objetivo preferente, que no es otro que el de crear una red secreta en la que se implicarían las más aptas personas defensoras y/o difusoras de la cosmovisión propia del Mundo de la Tradición; algunas de ellas muy enfrascadas en las vicisitudes políticas del momento. Este propósito de Evola obedecía a su intención de que aquel saber ancestral, sacro y eterno que él afanaba por transmitir no quedase en papel mojado y tuviera quien lo conservase con ánimo, ¡por qué no!, de poder transplantarlo algún día al plano de las efectivas realizaciones políticas de una futura Europa; de poder plasmar la Tradición en el ideal del Imperium (2). Esta aludida red secreta obedecía a la idea de la constitución de una Orden que sería la garante de ese legado sapiencial y sagrado y la rectora de ese anhelado Imperium.

     A pesar de los trágicos avatares acontecidos con motivo de la Segunda Guerra Mundial Evola nunca cedió en este empeño de constitución de una Orden. Es por ello que, transcurrido mucho tiempo, bien avanzados los años ´60, incluso tenía ya elegida la que según su criterio podría ser una persona muy apta (por su acendrado sentido del honor y de la fidelidad y por su talante aristocrático) para convertirse en la figura rectora de esta Orden. Era en el príncipe Valerio Borghese en quien pensó para dirigir la que Evola denominaba Corona Férrea; esto es, la Orden. Desgraciadamente, el fallido golpe de Estado dirigido por Borghese en 1.970 frustó este recurrente proyecto de Evola.

     Nuestro hombre de acción vivió como gran protagonista buena parte de la convulsión política que se desata en Italia como consecuencia de la reunión del Gran Consejo Fascista del 25 de julio de 1.943 en la que se depone de sus cargos y, posteriormente, se arresta a Benito Mussolini. Evola se convierte, tras ello, en uno de los principales personajes encargados, en Roma, de intentar hacer volver a Italia a la situación política anterior al 25 de julio. Pero Evola, no sin atravesar peligros, deberá abandonar el país para, tras varias escalas, arribar a Rastenburg, en los límites de la Prusia Oriental, donde se hallaba el cuartel general de Hitler –la conocida como “guarida del lobo”-, donde, junto a algunos de los más fieles e irreductibles representantes del ilegalizado Partido Nacional Fascista (Preziosi, Pavolini, Farinacci,…), empieza a organizar una especie de gobierno en el exilio y a proclamarlo en Italia a través de la radio. Es en este lugar donde todos aquellos recibirán (junto a Vittorio Mussolini –hijo del Duce-) al Benito Mussolini que acababa de ser liberado de su prisión en Los Abruzzos por el intrépido SS Otto Skorzeny. Evola y aquellos irreductibles son los que, en Rastenburg, se reunirán con el recién liberado para preparar la instauración de la República Social Italiana –conocida también como República de Saló- en el Norte de Italia y para actuar de forma clandestina en el resto de la Península con objeto de reorganizar el defenestrado fascio. A Evola se le encomiendan decisivas funciones en una Roma que volverá a tener que abandonar en el momento de su ocupación por las fuerzas armadas aliadas, en una huida en las que las peripecias empiezan en su mismo domicilio familiar en el momento en que agentes secretos británicos acuden al mismo para arrestarlo y él consigue escapar (gracias a las maniobras de distracción protagonizadas por su anciana madre) por la misma puerta por la que aquellos habían entrado y cuyas peripecias continúan al atravesar, primero, las líneas del ejército estadounidense y, después, las del francés hasta unirse a columnas del ejército alemán en retirada hacia el norte del país.

      Los últimos días de la IIGM en suelo europeo hallamos a nuestro autor en Viena. En colaboración con la Anhenerbe (departamento dependiente de las SS) está estudiando archivos de sociedades secretas subversivas. En una especie de reto al Destino propio de un shatriya Evola nunca acudía a los refugios antiaéreos en momentos de bombardeos aéreos enemigos. En uno de éstos las heridas que recibe le dejan paralítico de por vida de cintura para abajo. Pero este fuerte contratiempo no significará para Evola renunciar a su condición de ´hombre de acción´, puesto que tras 3 años de convalecencia en hospitales suizos vuelve a Italia dispuesto a unirse “al resto del ejército” (3). Y son sus actividades con el “resto del ejército” (en el que encontramos a gente como Giorgio Amirante o al General Graziani) las que le llevarán, en 1950, medio año a la cárcel y las que provocarán su enjuiciamiento bajo la acusación de “intento de reconstrucción del Partido Fascista”; juicio del que saldrá absuelto.

     Evola, desde entonces hasta el fin de su existencia terrena, nunca dejará de ser guía político y hasta espiritual para destacados militantes del conocido como neo-fascismo italiano que acudían a su residencia en Roma (sita en el Corso Vittorio Emmanuele) para recibir su saber y sus consejos. Y no tan sólo personas sino que también importantes sectores de diversos grupos y/o partidos de esta área política hicieron de algunos de sus escritos su principal fuente de inspiración ideológica. Evola nunca renunció a  este tipo de influjos porque como hombre de acción que era siempre se resistió a que no se pudieran aplicar en la praxis política todos aquellos valores, ideas y posiciones propios a la Tradición.

     No está de más aclarar que, pese a todos los avatares narrados que le relacionan con la política, Evola, obviamente, nunca fue fascista (de hecho nunca estuvo afiliado al Partido Nacional Fascista de Mussolini) ya que su adhesión estaba para con el Mundo de la Tradición y desde el punto de vista marcado por los parámetros que informan el Mundo Tradicional el fascismo siempre adoleció (al igual que le sucedió al nacionalsocialismo) de influencias de la deletérea modernidad. La colaboración de nuestro autor con el fascismo se entiende porque, por otro lado, esta corriente política también mostró  posicionamientos de claro distanciamiento con respecto a las taras propias del mundo moderno (4).

     Al decir de diversos escritores (no todos ellos narran el mismo final) nuestro hombre de acción quiso morir de pie (5), firme como un shatriya,  y mirando de frente al sol que entraba por la ventana de su habitación.

     ¿Habrá todavía, después de todo lo que hemos narrado, quien ningunee la faceta de Evola como hombre de acción?

                                                            ……………………………………………..

(1)    De los más que presuntos logros de la acción interior llevada a cabo por nuestro protagonista se habló de forma directa en nuestro artículo “¡Que nos disculpe Evola!”.

(2)    Al respecto ya desarrollamos este tema en nuestro artículo “El Imperium a la luz de la Tradición”.

(3)    Esta expresión la utilizó Evola en el transcurso de una conversación que, tras su regreso de Suiza, mantuvo en Bologna (antes de su llegada a Roma) con su amigo Clemente Rebora; un poeta que se convirtió al catolicismo y se integró en la orden de los padres rosminianos.

(4)    Como no es de doctrina de lo que se debía de tratar en el presente escrito no hemos querido concretar ninguno de los aspectos que acercaban al fascismo al mundo moderno ni ninguno de los que, en cambio, lo aproximaban al Mundo Tradicional. Lo que sí podemos hacer es emplazar al lector que tenga interés en ello a que le dedique una lectura a nuestro artículo “Los fascismos y la Tradición Primordial”. O, si prefiere ir directamente a la fuente, el emplazamiento sería a la lectura del libro de Evola intitulado “Il fascismo visto dalla destra” e incluso a su apéndice “Note sul Terzo Reich”. Existe traducción de ambos al castellano realizada por Ediciones Heracles bajo el título de “Más allá del fascismo”.

(5)     Esta actitud, por otro lado, no debería resultar extraña a Evola puesto que ya en el verano de 1.952 había recibido en su casa de pie –con ayuda de su padre y de una enfermera- a Mircea Eliade; tal como éste explica en sus “Memorias”.
 
                                                                             (c) EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS LUX

El Imperium a la luz de la Tradición

El Mundo Tradicional siempre se caracterizó por tener las miras puestas hacia lo Alto. El hecho Espiritual impregnaba su discurrir (1). En lo Alto oteaba orden: el Orden del Cosmos, los siete Cielos enunciados y descritos por cierta metafísica,... Y si en lo Alto oteaba un orden que se había impuesto a la nada (2) o al caos previos, quiso -dicho Mundo de la Tradición- instaurarlo aquí abajo como si se tratase de un reflejo del imperante allá arriba. Pretendió hacer de la Tierra un espejo de lo que veía en el Cielo, pues siempre concibió que el microcosmos debía de asemejarse al macrocosmos o, lo que es lo mismo, lo de abajo a lo de arriba (3). Y para que ese Orden cósmico imperase en la Tierra debería de existir –aquí abajo- una fuerza centrípeta que evitase la disgregación de los diferentes elementos que debían acabar tomando parte de él –de ese nuevo orden- y que debían acabar haciéndolo realidad. Y esa fuerza centrípeta aglutinadora no podía revestir otra naturaleza que la espiritual. La Idea (en el sentido Trascendente) sería el eje alrededor del cual giraría todo un entramado armónico. Una Idea que a lo largo de la historia de la humanidad ha ido revistiéndose de diferentes maneras. Una Idea que -rastreando la historia- toma, por ejemplo, cuerpo en lo que simbolizaba la antigua Roma. Y Roma representará a dicha Idea de forma muy fidedigna. La Idea encarnada por Roma aglutinará a su alrededor multitud de pueblos diversos (4) que, conservando sus especificidades, participarán de un proyecto común e irán dando cuerpo a este concepto de orden en el microcosmos representado por la Tierra. Estos pueblos dejarán de remar aisladamente y hacia rumbos opuestos para, por contra, dirigir sus andaduras hacia la misma dirección: la dirección que oteará el engrandecimiento de Roma y, en consecuencia, de la Idea por ella representada. De esta manera Roma se convertirá en una especie de microcosmos sagrado en el que las diferentes fuerzas que lo componen actuarán de manera armoniosa al socaire del prestigio representado por su carácter sacro (por el carácter sacro de Roma). Así, el grito del "Roma Vincis" coreado en las batallas será proferido por los legionarios con el pensamiento puesto en la victoria de las fuerzas de lo Alto; de aquellas fuerzas que han hecho posible que a su alrededor se hayan unido y ordenado todos los pueblos que forman el mundo romano, como atraídos por ellas cual si de un imán se tratase.

     Roma aparece, se constituye y se desarrolla en el seno de lo que multitud de textos Tradicionales definieron como Edad de Hierro, Edad del Lobo o Kali-yuga. Edad caracterizada por el mayor grado de caída espiritual posible al que pueda arribar el hombre: por el mayor nivel de oscurecimiento de la Realidad Trascendente. Roma representa un intento heroico y solar por restablecer la Edad Áurea en una época nada propicia para ello. Roma nada contracorriente de los tiempos de dominio de lo bajo que son propios de la Edad de Hierro. Es por ello que, tras el transcurrir de su andadura histórica, cada vez le resultará más difícil que la generalidad de sus ciudadanos sean capaces de percibir su esencia y la razón metafísica de su existencia (las de Roma). Por ello -para facilitar estas percepciones sacras- tendrá que encarnarlas en la figura del Emperador; el carácter sagrado del cual -como sublimación de la naturaleza sacra de Roma- ayudará al hombre romano a no olvidar cuál es la esencia de la romanidad: la del Hecho Trascendente. Una esencia que conlleva a la sacralización -a través de ritos y ceremonias- de cualquier aspecto de la vida cotidiana, de cualquier quehacer y, a nivel estatal, de las instituciones romanas y hasta de todo el ejercicio de su política.

        Con la aparición de la figura del Emperador Roma traspasa el umbral que separa su etapa republicana de la imperial. Este cambio fue, como ya se ha señalado, necesario, pero ya antes de dicho cambio (en el período de la República) Roma representaba la idea de Imperium, por cuanto la principal connotación que, desde el punto de vista Tradicional, reviste este término es de carácter Trascendente y la definición que del mismo podría realizarse sería la de una "unidad de gentes alrededor de un ideal sacro". Por todo lo cual, tanto la República como el Imperio romanos quedan incluidos dentro de la noción que la Tradición le ha dado al vocablo "Imperium".

     Así las cosas la figura del Emperador no podía no estar impregnada de un carácter sagrado que la colocase al nivel de lo divino. Por esto, el César o Emperador estuvo siempre considerado como un dios que, debido a su papel en la cúspide piramidal del Imperio, ejercía la función de ´puente´ o nexo de unión entre los dioses y los hombres. Este papel de ´puente´ entre lo divino y lo humano se hace más nítido si se detiene uno a observar cuál era uno de los atributos o títulos que atesoraba: el de Pontifex; cuya etimología se concreta en ´el hacedor de puentes´. De esta manera el común de los romanos acortaba distancias con un mundo del Espíritu al que ahora veía más cercano en la persona del Emperador y al que, hasta el momento de la irrupción de la misma -de la figura del Emperador-, empezaba a ver cada vez más alejado de sí: empezaba a verlo más difuso debido al proceso de caída al que lo había ido arrastrando el deletéreo kali-yuga por el que transitaba.

     Los atributos divinos del Emperador respondían, por otro lado, al logro interno que la persona que encarnaba dicha función había experimentado. Respondían a la realidad de que dicha persona había transmutado su íntima naturaleza gracias a un metódico y arduo trabajo interior que se conoce con el nombre de Iniciación. Este proceso puede llevar (si así lo permiten las actitudes y aptitudes del sujeto que se adentra en su recorrido) desde el camino del desapego o descondicionamiento con respecto a todo aquello que mediatiza y esclaviza al hombre, hasta el Conocimiento de la Realidad que se halla más allá del mundo manifestado (o Cosmos) y la Identificación del Iniciado con dicha Realidad. Son bastantes los casos, que se conocen, de emperadores de la Roma antigua que fueron Iniciados en algunos de los diferentes Misterios que en ella prevalecían: de Eleusis, mitraicos,... Así podríamos citar a un Octavio Augusto, a un Tiberio, a un Marco Aurelio o a un Juliano.

     La transustanciación interna que habían experimentado se reflejaba no sólo en las cualidades del alma potenciadas o conseguidas sino también en el mismo aspecto externo: el rostro era fiel expresión de esa templanza, de ese autodominio y de ese equilibrio que habían obtenido y/o desarrollado. Así, el rostro exhumaba gravitas y toda la compostura del emperador desprendía una majestuosidad que lo revestían de un hálito carismático capaz de aglutinar entorno suyo a todo el entramado social que conformaba el orbe romano. Asimismo, el aura espiritual que lo impregnaba hacía posible que el común de los ciudadanos del Imperio se sintiese cerca de lo divino. Esa mayoría de gentes, que no tenía las cualidades innatas necesarias para emprender las vías iniciáticas que podían hacer posible la Visión de lo metafísico, se tenía que conformar con la contemplación de la manifestación de lo Trascendente más próxima y visible que tenían "a su alcance", que no era otra que aquélla representada por la figura del Emperador. El servicio, la lealtad y la fides de esas gentes hacia el Emperador las acercaba al mundo del Espíritu en un modo que la Tradición ha definido como de ´por participación´.

     Hecho este recorrido por la antigua Roma -como buen modelo para adentrarse en el conocimiento del significado de la noción de Imperium-, no deberíamos obviar alguna otra de las cristalizaciones que dicha noción ha visto en etapas posteriores a la romana. Y nos referimos, con especial atención, a la que se concretó, en el Medievo, con la formación de un Sacro Imperio Romano Germánico que nació con la vocación de reeditar al fenecido, siglos antes, Imperio Romano y convertirse en su legítimo continuador.

     El título de ´Sacro´ ya nos dice mucho acerca de su fundamento principal. También, en la misma línea, es clarificador el hecho de que el emperador se erigiera en cabeza de la Iglesia; unificando además, de esta manera, en su cargo las atribuciones o funciones política y espiritual.
 
    De esta guisa el carisma que le confiere su autoridad espiritual (amén de la política) concita que a su alrededor se vayan uniendo reinos y principados que irán conformando esta idea de un Orden, dentro de la Cristiandad, que será el equivalente del Orden y la armonía que rigen en el mundo celestial y que aquí, en la Tierra, será representado por el Imperium.

     La legitimidad que su carácter sagrado le confiere, al Sacro Imperio Romano Germánico, es rápidamente reconocida por órdenes religioso-militares que, como es el caso de la del Temple, son dirigidas por una jerarquía (visible u oculta) que conoce de la Iniciación como camino a seguir para experimentar el ´Segundo Nacimiento´, o palingénesis, que no es otro que el nacimiento
al mundo del Espíritu. Jerarquía, por tanto, que tiene la aptitud necesaria para poder reconocer dónde se halla representada la verdadera legitimidad en la esfera espiritual: para reconocer que ella se halla representada en la figura del emperador; esto sin soslayar que la jerarquía templaria defiende la necesidad de la unión del principio espiritual y la vía de la acción –la vía guerrera- (complementariedad connatural a toda orden religioso-militar) y no puede por menos que reconocer esta unión en la figura de un emperador que aúna su función espiritual con la político-militar (5).  

     Para comprender aún mejor el sentido Superior o sagrado que revistió el Sacro Imperio Romano Germánico se puede reflexionar acerca de la repercusión que tuvo el ciclo del Santo Grial en los momentos de mayor auge y consolidación de dicho Imperio. Una repercusión que no debe sorprender a nadie si nos atenemos a los importantes trazos iniciáticos que recorren la saga griálica y a cómo se aúnan en ella lo guerrero y lo sacro en las figuras de unos caballeros que consagran sus vidas a la búsqueda de una autorrealización espiritual simbolizada en el afán mantenido por hallar el Grial.

     Explicados, hasta aquí, en qué principios y sobre qué base se sustenta la noción Tradicional del Imperium no estaría de más aclarar qué es lo que se hallaría en sus antípodas, como antítesis total del mismo y como exabrupto y excreción antitradicional propios de la etapa más sombría y crepuscular que pueda acontecer en el seno de la Edad de Hierro; etapa por la que estamos, actualmente, transitando y a la que cabe denominar como ´mundo moderno´, en su máxima expresión. Un mundo moderno caracterizado por el impulso hacia lo bajo –hacia lo que degrada al hombre- y por el domino de la materia, en general, y de la economía (como paradigma de la anterior), en particular.
     Pues bien, en tal contexto los Estados (6) ya han defenestrado cualquier aspiración a constituir unidades políticas que los sobrepasen y que tengan la mira enfocada en un objetivo Elevado, pues, por contra, ya no aspiran a restaurar el Imperium. Sus finalidades, ahora, no son otras que las que entienden de mercado (de economía).
     En este afán concentran sus energías y a través de la fuerza militar o de la colonización financiera (a través de préstamos imposibles de devolver por los intereses abusivos que llevan implícitos) someten (7) a gobiernos y/o países a los dictados que marcan sus intereses económicos; intereses económicos que, por otro lado, son siempre los de una minoría que convierte a los gobiernos de los estados colonizadores en auténticas plutocracias.
     Por estas “artes” estos estados ejercen un imperialismo que no es más que la antítesis de lo que siempre representó la idea de Imperium y lo más opuesto a éste que pueda imaginarse.

                    ………………………………………………………………………

(1)    Un ´discurrir´ que, en el contexto expresado, no hay que confundir con el concepto de ´devenir´, de ´fluir´, de lo ´pasajero´, de lo ´caduco´, de lo ´perecedero´,...

(2)    Aquí la expresión ´la nada´ debe ser asimilada a la del ´caos´ previo a la configuración del mundo manifestado (del Cosmos) y no debe de confundirse con el concepto de No-Ser que determinada metafísica -o que un Réné Guénon- refería al Principio Supremo que se halla en el origen y más allá de la manifestación.

(3)    Como curiosidad podríamos detenernos en el conocido como "Parque del Laberinto de Horta", en la ciudad de Barcelona, y observar de qué manera su autor quiso reflejar estas dos ideas de ´caos´ y de ´orden´ cósmicos... Lo hizo construyendo el parque en medio de una zona boscosa que representaría el caos previo en el que, a modo de símil, los árboles crecen de manera silvestre y sin ningún tipo de alineamiento. Por contra, el parque implica poner orden dentro de este desorden: construir a partir de una materia prima caótica y darle forma, medida y proporción. Edificar el Cielo en la Tierra.

   (4) Estos pueblos diversos que se agruparán alrededor de la empresa  romana no serán pueblos de culturas, costumbres o religiosidades antagónicas, ya que, en caso contrario hubiera sido muy difícil imaginarse la integración de los mismos en la Romanidad. Sus usos, costumbres y leyes consuetudinarias en ningún caso chocaron con el Derecho Romano. Sus divinidades fueron, en unos casos, incluidas en el Panteón romano y, en otros, asimiladas a sus equivalentes romanas. Sus ceremonias y ritos sagrados fueron perviviendo en el seno del orbe romano o fueron, también, asimilados a sus semejantes romanos. La extracción, casi exclusivamente, indoeuropea de dichos pueblos explica las semejanzas y concordancias existentes entre los mismos (no debe olvidarse que remontándose a épocas remotas, que rozan con el mito, todos estos pueblos constituían uno solo; de origen hiperbóreo, según muchas tradiciones  sapienciales).

   (5) Hay que tener presente que el mismo vocablo ´emperador´ deriva del latín Imperator, cuya etimología es la de ´jefe del   ejército´.

   (6) A caballo entre finales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna se van debilitando los ideales Superiores supranacionales y van siendo suplantados por otros impregnados por un egoísmo que redundará en favor de la aparición de los
Estados nacionales. Bueno es también recordar que el Emperador Carlos (I de  España y V de Alemania) fue, allá por la primera mitad del siglo XVI, el último que intentó recuperar las esencias y el espíritu, ya mortecinos, del Sacro Imperio Romano Germánico.  Al igual que no está de más reconocer en el imperio que España construye -arrancando de fines del siglo XV- a lo largo del s. XVI, el último con pretensiones espirituales (al margen de que, en ocasiones, pudiesen coexistir con otras de carácter económico) de entre los que Occidente ha conocido. Y esto se afirma en base a los principales impulsos que se hallan en la base de su política exterior, como los son, en primer lugar, su empeño en evitar la división de una Cristiandad que se veía
seriamente amenazada por el crecimiento del protestantismo o, en segundo lugar, sus esfuerzos por contener los embates del
Islam protagonizados por turcos y berberiscos o, en tercer lugar, su decisión de evangelizar a la población nativa de los
territorios americanos incorporados a la Corona (aparte de la de otros territorios; como las Filipinas,…). Estos parámetros
de la política exterior de España seguirán, claramente, en vigencia también durante el siglo XVII.

A medio camino entre el imperio español y otros de corte eminentemente antitradicional (por lo mercantilista de los
mismos), como el caso del imperio británico (que alcanzó  su máxima expresión en el s. XIX) o del conocido como imperialismo
´yanqui´ (tan vigente en nuestros días), podríamos situar al de la Francia napoleónica. Y no sólo lo situamos a medio camino
por una evidente razón cronológica, sino que también lo hacemos porque a pesar de haber perdido cualquier orientación de
carácter espiritual (el laicismo consecuente con la Ilustración y la Revolución Francesa fue una de las banderas que enarboló),
a pesar de ello, decíamos, más que motivaciones de naturaleza económica (como es el caso de los citados imperialismos
británico y estadounidense), fueron metas políticas las que  ejercieron el papel de motor de su impulso conquistador. Metas
políticas que no fueron otras que las de exportar, a los países  que fue ocupando, las ideas (eso sí, deletéreas y  antitradicionales) triunfantes en la Revolución Francesa.

   (7) Percíbanse los métodos agresivos y coercitivos de que se vale el imperialismo antitradicional (como caracterización que es de un nacionalismo expansivo) y compárense con la libre decisión (Sacro Imperio Romano Germánico) de participar en el proyecto común del Imperium que, a menudo, adoptaron reinos y principados. Compárense dichos métodos con la rápida decisión  de integrarse en la Romanidad a la que optaron (tras su derrota militar) aquellos pueblos que se enfrentaron a las
legiones romanas.   

EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS LUX

¿Evola Racionalista?

     Hay quien ha querido presentar a un Evola cargado de una fuerte esclerosis racionalista pese a su clara filiación Tradicionalista. Este alguien ha intentado explicar el presunto racionalismo del gran intérprete romano de la Tradición como un residuo que le quedó tras su paso por un período filosófico anterior al Tradicionalista. Asimismo ha insinuado que su adentrarse en esta experiencia filosófica pudo deberse a una reacción, más o menos consciente, ante toda la carga de irracionalismo inherente a los movimientos vanguardistas a los que se había adherido previamente al citado período filosófico.
 
    Contrariamente al parecer de la persona que ha presentado este parecer hemos de sentenciar que el Evola Tradicionalista se halla en la antítesis del racionalismo.  
 
    No es racionalismo sino, por el contrario, racionalidad lo que se puede percibir en los escritos de Evola. Con su adhesión al dadaísmo y al futurismo (1916-1922) quería romper y/o atacar estructuras, moldes, hábitos, costumbres e inercias de la vida burguesa tan propia a su época. Poco después se percató de que estas vanguardias artísticas proponían acabar con el modelo de vida burgués y con los vínculos condicionantes que éste enmaraña alrededor del ser humano pero no ofrecían una propuesta constructiva que reemplazara a dicho modo burgués. Evola, por aquel entonces, cuando pensaba en alternativas ya sólo lo hacía en términos de Espiritualidad; aunque la plasmación de ésta todavía resultase bastante indeterminada y apenas se aventurase en definirla.

     Su paso por una etapa filosófica (1.923-27) también lo hace buscando algo que también se acerca a su temprano anhelo de Espiritualidad. Así elabora sus teorías del ´Individuo Absoluto´ y del ´Idealismo mágico´. Pero Evola cuando, más tarde, abandona esta etapa especulativa (la filosófica) para adentrarse en su definitiva etapa Tradicionalista (que le acompañará hasta su muerte en 1.974) lo hace sin concesiones a ningún tipo de pensamiento discursivo o racionalista y así se puede observar fácilmente leyendo su producción ensayística -tanto en libros como en artículos- perteneciente a esta referida etapa Tradicionalista. Ahora no pretende demostrar nada (por lo que ya no le sirve el racionalismo) sino exponer realidades, métodos y doctrinas y es por ello por lo que el estilo literario por él utilizado se vuelve ahora más directo y nítido. Ahora no pretende discutir nada y gusta, por ello, de recordar aquellas citas de Lao-Tse que rezan así: “Las verdades de la tradición no se razonan ni se discuten: son o no son”. “El hombre de virtud no discute”.

     Su mentalidad racional (opuesta a un racionalismo que es padre del relativismo propio al disolvente mundo moderno) le viene de dos cauces:

     1º) Una formación académica que en su adolescencia fue de índole técnica (ingeniería) y que le hace adentrarse en profundidad en el mundo de las matemáticas, de la física,...
 
    2º) Una indoeuropeidad (por nacimiento y por elección; tanto existencial como espiritualmente) que en sus fuentes genuinas (como las del mundo clásico) siempre gustó de la racionalidad, de la proporción, de la claridad, de lo recto, de lo justo y de lo proporcional. Indoeuropeidad, pues, que en su pasado acorde con la Tradición siempre contrastó con lo irracional, con lo emotivo, con lo sugestivo, con lo pasional, con lo pulsional, con lo instintivo, con lo incontinente, con lo arrebatador que siempre fue propio de otros pueblos (los pelásgicos y los semitas eran/son un buen ejemplo de ello) que veían plasmada su idiosincracia en religiosidades de tipo telúrico-lunar que no conocían más vías de relación con lo Alto que la de la ciega fe, la devoción y la sumisión y que se hallaban, por esta razón, en franco contraste con las vías viriles, activas y metódicas (hasta racionales, podríamos decir) de la Iniciación que reivindica Evola como modo de entenderse con la Trascendencia. Iniciación que sí que hará posible el Conocimiento de lo Alto Incondicionado y la Identificación ontológica del iniciado con el mismo.

EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS LUX

EXISTENCIAS AGITADAS (con notas sobre el consumismo)

      No es menester poseer un ojo demasiado avizor para percatarse del profundo estado de agitación y desasosiego que caracteriza el existir del hombre en el seno de esta alienante etapa de la humanidad que el pensamiento Tradicional conoce con la denominación de mundo moderno.  No va a ser el tema de este escrito el de tratar de explicar de qué manera y debido a qué procesos involutivos nuestro coetáneo hombre se ha visto abocado a este desnortado pulular por la vida. Defendemos, en otro orden de cosas, la idea de que más que verse abocado a ello -así, como si se tratase de un sujeto pasivo- ha sido él el principal responsable de la situación existencial en la que se halla. Y defendemos esta idea porque tenemos la convicción de que, en última instancia, el hombre tiene la potestad de ser libre en la ejecución de todos y cada uno de sus actos,  por mucho de que cada vez más –a medida que discurre la deletérea modernidad- encuentre tremendas dificultades para hacer uso de dicha potestad.

     Sea como fuere el hecho palpable y constatable es el de que nuestro hombre actual ha perdido el norte y no parece dueño de sus actos. Ni de sus actos ni de sus pensamientos, pues si fuera el ordenador de estos últimos sus actos representarían la lógica plasmación de su voluntad e intencionalidad. Nuestro, antes que hombre, hombrecillo se mueve por impulsos. Es el plano irracional el que se ha adueñado de su ser y el que ha devenido en caprichoso y cruel dictador de sus incontrolados actos. Es su subconsciente el que lo tiraniza y lo aboca a actuar de la forma turbadora en que lo hace. Este hombrecillo tan sólo se mueve accionado por pulsiones. Su convulsionada existencia es la consecuencia de haber perdido la centralidad. Ya no conoce de la posibilidad de encontrarse con esa referencia Superior que anida, en forma aletargada, en su interior y que, de poder avivarla, le haría de polo y guía ordenadores de su cotidiano existir. Con la centralidad ha perdido, al mismo tiempo, la polaridad.

     Se debe, pues, colegir fácilmente que el problema principal que se halla en la base de la vida exabrupta del homo vulgaris es el de que éste dejó ha ya mucho tiempo de mirar para dentro de sí y optó, únicamente, por hacerlo hacia afuera de su ser. Decidió ignorar que en sus adentros es posible hallar un plano de la realidad que es de orden metafísico y que, al no ser de naturaleza física, el Identificarse ontológicamente con el mismo le libraría de cualquier tipo de apego y esclavitud hacia lo material; tanto hacia lo material presente en el mundo manifestado como hacia lo material representado por nuestro propio cuerpo cuando éste ha sido arrojado al dominio de lo irracional, de lo primario-instintivo y del descontrol de lo impulsivo.

     Ese apego hacia lo material presente en el mundo manifestado es el que provoca el afán –en términos del budismo- o sed de posesión que se encuentra en la base de cualquier tipo de explicación del fenómeno alienante representado por el consumismo. Y ese mirar exclusivamente ´hacia afuera de uno mismo´ que acontece cuando reina el apego hacia lo material presente en el mundo manifestado explica el contenido etimológico mismo del término existir, que no es otro que el de ´estar afuera´ (ex-sistere) de uno mismo y al que, pensando en la Reintegración y Transformación del homo vulgaris, se le debería de oponer (tal como ya señaló, en su momento, Julius Evola) el concepto de in-sistere: ´estar adentro´ de uno mismo.
 
    En el seno de las diferentes civilizaciones que, en diversas épocas, encajaron en los parámetros propios al Mundo de la Tradición fueron, básicamente, dos los tipos de hombres que en ellas coexistieron: por un lado, el de aquéllos pocos que eran capaces de (acudiendo a una ilustrativa expresión taoísta) ´ser señores de sí mismos´ y el de, por otro lado, los más: aquéllos otros que no conseguían autogobernarse enteramente, ya fuera por no tener la potencialidad necesaria para ello o ya fuera por no haber mostrado la voluntad necesaria para intentar arribar a esa meta. Los primeros conseguían esa (volviendo a citar al gran intérprete italiano de la Tradición: Evola) ´autarquía´ que no les hacía verse alterados por ningún tipo de condicionamiento inserido en la psique  por influjo del exterior ni ser, asimismo, mediatizados por las ´circunstancias´ (que diría Ortega y Gasset). Y llegaban a ser ´autarcas´  tras experimentar la transmutación (tradición hermética dixit) interior como consecuencia de un disciplinado, arduo y metódico proceso descondicionador (conocido como Iniciación) necesario para aspirar al Conocimiento de esa Realidad Trascendente a la que aludíamos párrafos más arriba y necesario, también, para la Integración ontológica con dicha Realidad Suprasensible. Sobra decir que el desasosiego y cualquier especie de inquieto y compulsivo afán provocador de ansiedades y angustias existenciales quedaban drásticamente extirpados en esas naturalezas propias de Hombres Superiores (de Hombres Absolutos, Verdaderos  o Integrales), pero cabe, asimismo, señalar que de entre los segundos tipos de hombres (el de los que eran incapaces de gobernarse totalmente a sí mismos) los había que también eran conscientes de que en su ser anidaba lo Absoluto Imperecedero aunque no pudiesen –por las dos diferentes causas ya señaladas- actualizarlo (hacerlo pasar de potencia o posibilidad a acto), mientras el resto de sus congéneres –dentro de este segundo tipo de hombres- se contentaban con la creencia en entes sobrenaturales y/o en divinidades pero no llegaban ni a vislumbrar la idea de un Principio Supremo ni            –siguiendo a Aristóteles- de un Motor Inmóvil que se hallara en el origen –y más allá- tanto de esas deidades como del mismo mundo manifestado. Pues bien, ambos grupos de hombres –aun incapaces del autodominio interior- hacían girar sus respectivas existencias, a pesar de sus limitaciones, en puntos de referencia Superiores –a través de la devoción a la divinidad- y esto les posibilitaba el que -aunque no hubieran roto las cadenas que los esclavizaba a pasiones, deseos, sentimientos sobredimensionados, pulsiones e instintos primarios- sus prioridades existenciales mirasen más frecuentemente a lo Alto que a lo mundano y a lo bajo e igualmente les ayudaba a comprender el escollo que, parar intentar acercarse a lo Alto o para estar a bien con ello, representaba –y representa- la obsesión por lo mundano. Así pues, por ejemplo, el deseo por poseer bienes materiales se minimizaba o, al menos, no se hacía obsesivo e insaciable tal como acontece al hombre común que monopoliza la tipología humana de los tiempos actuales.

     El ´señor de sí mismo´ era conocedor de los misterios del cosmos y sabía que todo el mundo manifestado tenía un origen común, pues derivaba, por emanación, de un  Principio Eterno e Indefinible (que René Guénon y cierta metafísica denominaron como el No-Ser o como la Posibilidad Universal) que al manifestarse pasaba de potencia (=de Posibilidad) a acto.  El Hombre Reintegrado concebía a la totalidad del cosmos de manera unitaria, ya que, no en vano, repetimos, el origen de éste era común. Así pues, para este Hombre Integral todo aquello que le rodeaba formaba un todo con él mismo. No existía, para sus certidumbres, una discontinuidad entre el yo y el tú o entre sujeto y objeto. Es más, él no concebía estas mismas categorías (yo/tú, sujeto/objeto) como dotadas –cada una de ellas, por separado- de una entidad autónoma, pues de concebirlas admitiría un dualismo disconforme con su visión unitaria del mundo manifestado. Es así que para este Hombre Absoluto lo que le circundaba no era disímil con respecto a él mismo, sino que, al contrario, formaba un todo con él y suponía una continuidad con su ser. Cualquier impulso de deseo de posesión quedaba, por absurdo, totalmente desvanecido; no tenía razón de ser. Y es que se desea lo que uno no tiene: lo que nos es diferente y, por tanto, ajeno a nosotros. No cabe, por el contrario, la sed posesiva hacia lo que forma parte de uno.

     En el Mundo Tradicional el hombre luchaba por construirse desde dentro. Lidiaba,  primero, por liberarse de los condicionamientos que dominaban a su psique y a su cuerpo. Bregaba, después, para que en su alma ya libre de escorias de lo irracional y de   instintos primarios se acabara por reflejar la Realidad Trascendente que, cual semilla que tiene que germinar, habita en cada uno de nosotros. Bregaba, así, para que su alma se convirtiera, de este modo, en una especie de limpio y reluciente espejo en el que se reflejara el Espíritu; para que su alma se espiritualizara y se hiciera, así, imperecedera. Luchaba, por ende, por conquistar la Inmortalidad (del alma).
 
     Por el contrario, en el mundo moderno el homo vulgaris se agita “construyéndose” desde afuera. A diferencia del Hombre de la Tradición, el hombre común no lucha por Ser –no lucha por Despertar a una Realidad Superior e Integrarse totalmente en ella- sino que se convulsiona con el objetivo de aparentar. No vive centrado en su Realización Interior sino que lo hace obsesionado en la imagen que de él pueden llevarse los demás. Su accionar sólo pugna por lo externo y por las formas y nunca por lo interno y la Esencia. En su afanarse por las apariencias, el hombre común se inquieta enfermizamente por adquirir todos los bienes materiales necesarios para poder mejor impresionar a sus semejantes. Se aboca, pues, al consumo descontrolado y compulsivo.

     Pero con la adquisición de nuevos productos -de todo género- y de bienes materiales no se muestra nunca conforme y satisfecho puesto que en el reino de la cantidad no existen los límites ni las metas liberadoras; justo al contrario de lo que acontece en el Reino de la Calidad en el que la Gran Liberación y la Gnosis de lo Trascendente representan la meta a lograr. La cantidad –el número- llama a más cantidad. El hombre moderno se agita insaciablemente por consumir más y más y, además, se apresta con urgencia a intentar compensar su vacío interior y su incapacidad de introito con sostenes externos (la imagen física, los ropajes y los enseres y bienes poseídos) que disimulen esa oquedad interna.
 
      El Hombre de la Tradición no hesitaba sobre la certidumbre de que en el desapego con respecto a las ataduras representadas por el subconsciente, lo telúrico y lo material se hallaba la base de su auténtica libertad. ¡Acaso resulta tan difícil el percatarse de que el apego a la materia y a las fuerzas irracionales tan sólo produce desdicha,  insatisfacción, infelicidad, ansiedad sin fin y dependencia esclavizante y de que dicho apego supone la gran causa de la actual avasalladora proliferación de existencias agitadas!

(c) Eduard Alcántara - Septentrionis Lux - septentrionis@hotmail.com