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Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 23. El conjunto amor-dolor-muerte

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 23. El conjunto amor-dolor-muerte

En este punto se impone el examen de un complejo de impor­tancia fundamental para todo el orden de ideas que estamos ,tratando: se trata del conjunto amor-dolor-muerte. En él hay que separar el aspecto psíquico de un aspecto que casi podríamos llamar físico.

En cuanto al primer aspecto, cada activación del eros en su estado elemental que no se una a un desplazamiento efectivo de nivel del Yo, que, por el contrario, permanezca encerrado en el circuito puramente humano alimentando una pasión centrada sobre un ser amado determinado, tiene por consecuencia inevita­ble una saturación anormal de ese circuito, sentida como sufri­miento, como derretimiento, como un impulso que consume y que no tiene desenlace. La situación de tensión es análoga a aque­lla de que hablan a menudo algunos místicos. A propósito de uno de sus personajes, escribió Somerset Maugham en una de sus nove­las: "Un amor como éste no es una alegría, es un dolor; pero un dolor sutil, hasta el punto de sobrepasar todo placer. En él hay algo de esa angustia divina de la que los santos dicen estar invadi­dos en los éxtasis." Y Novalis: "Pocos conocen — el misterio de amor — experimentan hambre implacable — y una eterna sed" (38).

Se ha podido hablar de "esta afinidad rarísima y misteriosa de la carne que liga a dos criaturas humanas con el lazo terrible del deseo insaciable". Por otra parte, se ha hecho notar, con razón, que semejantes casos de gran pasión derivan de una inver­sión: se identifica al símbolo con la persona y la persona es amada en sí, casi como "Dios en lugar de Dios". Toda la identidad de un impulso que, en estos casos, quiere lo absoluto, se concentra sobre la humanidad de un ser dado, el cual deja así de ser un medio para el amante y se convierte por el contrario en el objeto de una idolatría o, por mejor decir, de un fetichismo (39). Es importante advertir que este caso es exactamente el opuesto al de las sacralizaciones y evocaciones que vamos a considerar en seguida: la persona no adquiere una cualidad diferente a través de su comunicación real con un plano superior, con un plano no solamente humano, por incorporación temporal en sí del hombre absoluto y de la mujer absoluta, sino que usurpa los atributos propios de este plano supersaturando con ellos el simple elemento casual humano. En este segundo caso, se encuentra a menudo, en las relaciones amorosas, una especie de vampirismo ejercido por una persona sobre la otra, inclusive sin quererlo, y a menudo se establecen relaciones peligrosas de esclavitud sexual.

La situación que acabamos de citar es asimismo la que sumi­nistra los temas preferidos por el arte trágico y romántico cuando trata de las grandes pasiones. Pero, en la realidad, situaciones de este género pueden también terminar en una crisis o en un derrum­bamiento. Esto se verifica sobre todo cuando, paralelamente, tiene lugar un proceso acentuado de idealización de la mujer, una acumulación de valores morales en ella, que no tienen más que una base mínima en lo que ella es realmente. Entonces, un hecho traumático cualquiera puede hacer que se derrumbe todo el edi­ficio: puede hacer que se disuelva toda la "cristalización" sten­dhaliana, dejando que aparezca al desnudo la decepcionante reali­dad. Un traumatismo de este género puede incluso ser provocado por la realización del fin supremo del deseo, por la posesión de la mujer deseada. Así Kierkegaard ha podido hablar de los "riesgos del amor feliz" y afirmar que el amor desdichado y todo cuanto de decepcionante y de traidor puede presentar la mujer amada, es en algunos casos un factor esencial y providencial para mante­ner la tensión metafísica del eros y evitar el síncope: justamente porque entonces se guarda una distancia, porque la identifica­ción fetichizante encuentra un obstáculo (40). Novalis ha añadi­do: "El que ama debe sentir eternamente la falta, debe conservar las heridas siempre abiertas" (41). Por lo demás, la tendencia del "amor cortés" medieval no fue diferente; al menos en uno de sus filones, se puede decir que a menudo tuvo por condición paradójicamente deseada la imposibilidad material de realizar su objeto: no . tanto el no poder cuanto el no querer llegar a la conclusión concreta de todo deseo sexual. Así podían ser amadas con intensidad altísima mujeres jamás vistas o elegidas a propósi­to de manera que no se pudiera tener la esperanza de conseguir­las: en el presentimiento justamente de la decepción que podía causar la mujer real, en el caso de que, finalmente, ella hubiese ocupado el lugar de la mujer ídolo, de la "mujer del espíritu". Klages ha puesto justamente de relieve la importancia que tiene lo que él ha llamado el Eros der Feme, o sea, el eros ligado a la distancia, a lo que es imposible de alcanzar, lo que debe inter­pretarse como un momento positivo constitucional para todo régimen de alta tensión erótica, y no como el refugio de quien hace de la necesidad virtud (42).

Pero para poder sostener situaciones sobre un plano no patológico es precisa una sutilización del eros y su orientación hacia un dominio especial, que ya no es profano. Como veremos más adelante, hay lugar para creer que este caso fue justamente el de la erótica medieval a que nos hemos referido. Sin esta dislocación, el eros activado en su estadio elemental no podría manifestarse en el individuo más que bajo la forma de una sed inextinguible y torturante. Se podría también considerar aquí un tránsito de la situación de pasión fatal a la de donjuanismo. Porque se puede dar una interpretación posible de Don Juan, tomado como símbolo, refiriéndose a un deseo que, a causa de su misma tras­cendencia, una vez consumado un objeto de su pasión, pasa sin tregua a otro, por una perenne desilusión, por la imposibilidad de cualquier mujer particular de ofrecer lo absoluto; y a la insa­tisfacción, más allá del placer efímero de la obra de seducción y de conquista, se asocia también la necesidad de hacer el mal (es otro rasgo de la figura de don Juan en determinadas versiones de su leyenda). Así, la serie de los amores de Don Juan se conti­núa indefinidamente, en una cacería sin tregua en pos de la pose­sión absoluta que siempre huye —es casi el equivalente del supli­cio de Tántalo—, en una esperanza que, reavivándose en el perío­do de embriaguez de cada amor y de cada empresa particular de seducción (la cual, por reacción contra la íntima derrota, se acompaña también de un odio oculto, de una necesidad-placer de destruir y de profanar) es siempre decepcionante, dejando el dis­gusto después de la realización de lo que Don Juan como indivi­duo creía perseguir como fin único, es decir, el simple placer de las uniones humanas. Es interesante que, a diferencia de las otras, en las formas españolas más antiguas de la leyenda de don Juan, este héroe no termina condenado y fulminado por el comenda­dor, sino que se retira a un convento. Es un presentimiento del plano sobre el que su insaciable sed siempre decepcionada puede por fin ser saciada; pero, aquí, unido a una ruptura neta con el mundo de la mujer.

En otros casos, tanto en el dominio del arte y la leyenda como en el de la vida real, un drama, cuando no el fin trágico de los amantes, aparece como el epílogo natural querido por la lógica interna, trascendental, de la situación indicada, inclusive cuando las causas de esta tragedia parecen completamente exte-. riores, extrínsecas, respecto a la voluntad consciente y al deseo humano de los amantes: casi debidas a. un destino adverso. Desde este punto de vista, puede aplicarse a todo esto el conocido verso: But a thin veil divides ¡ove from death.

Esto es lo que se puede pensar, por ejemplo, en el caso de Tristán e Isolda. Si se quiere tomar la leyenda en toda la exten­sión de sus valores, el tema del filtro de amor está lejos de ser insignificante y accesorio. A propósito de estos filtros, ya hemos señalado que no se trata de simples supersticiones; determinadas mezclas especiales pueden tener el poder de desatar la fuerza del eros en su estado elemental, neutralizando todo aquello que en el individuo empírico puede obstaculizar o limitar su manifestación (43). Si esto ocurre, es natural que en los amantes actúe el complejo amor-muerte, la fuerza consumante, el deseo de muerte y de aniquilación. El " ¡Oh, dulce muerte! — ¡Oh, ardien­temente invocada! — ¡Muerte de amor!" wagneriano reclama un tema del "amor heroico". "En viva muerte muerta vida vivo. — Amor me ha muerto, ¡ay desdichado!, de tal muerte — que soy de vida y de muerte privado" (44). La música de Wagner comunica de forma bastante sugestiva este estado (quizá más positivo, siempre dentro de lo musical, es sin embargo el final del Andrea Chénier de Umberto Giordano); no así el texto correspondiente, al que estorban infinitas escorias místico-filosóficas. Los famosos versos "In des Weltatems — Wehendem AH — Versinken — Ertrin­ken — Unbewust — Hbchste Lust!" dan más la impresión de un colapso con fondo panteista (fusión con el "Todo", aniquila­miento en el "divino, eterno — originario olvido") que de una verdadera trascendentización; además, aquí resalta el momento puramente humano, porque el deseo de muerte está dictado por la idea de un más allá en el cual podría por fin realizarse la unión absoluta de los dos amantes como personas (Tristán dice: "Así muramos para no vivir más que en el amor, inseparablemente, eternamente unidos, sin fin, atentos sólo a nosotros") (45). En términos ya más apropiados e inmanentes, el poema medieval de Godofredo de Estrasburgo describía los efectos del filtro: "Ihnen war ein Tod, ein Leben — eine Lust, ein Leid gegeben... Da wurden eins und allerlei — die zwiefalt waren erst."

De paso, se puede hacer esta observación: el caso de Tristán e Isolda fue presentado también como el de una pasión extrema que, aparte el filtro, tenía por antecedente el odio recíproco de los dos amantes. Es, ésta, una situación que puede, en efecto, encontrarse a menudo: hay casos en que el odio no es más que el índice secreto de una particular tensión y polaridad sexual de los dos individuos, presta a traducirse en el cortocircuito embria­gante y destructor del amor consumante, apenas sean superados los obstáculos debidos a las disposiciones individuales.

 

(36)       Se puede cfr. Brhadáranyaka-upanishad, IV, iv, 1-2 y Kdtha­upanishad, II, vi, 15-16.

(37)       "De improviso, no sé cómo, mientras me volvía para mirar la calle desierta, hacia las ventanas de las casas oscuras, un deseo ardiente de Pat [la mujer] me sobrecogió, me golpeó directamente como un puño cerra­do. Era tan terrible que me pareció morir." (E. M. Remarque.) Cfr. estas palabras del poeta persa Khusrev: "Su imagen se me apareció en la noche —y creí morir por causa de la turbación."

(38)       Himnos espirituales, XV.

(39)    Cfr. KLAGES, Vom Kosmogonischen Eros, cit., pág. 199.

(40)   In Vino veritas, cit., págs. 76 sgg.

(41)  Himnos espirituales, VII.

Op. cit., págs. 95 sgg. Cfr. G. BRUNO, Eroici furori, 1, iü, 9: "El amor heroico es un tormento, porque él no goza del presente, como el amor brutal, sino del futuro y de la ausencia."

(43)       La Roma antigua da testimonjo de casos de locura debidos a los filtros de amor; se dice inclusive que ellos costaron la vida a Lúculo y a, Lucrecio. De hecho, en algunos casos, el despertar del eros al estado elemental por medio de un verdadero filtro, puede tener afectos corres­pondientes a la hebefrenia, a la alienación mental de la pubertad, de que ya hemos hablado: la acción es demasiado brusca y violenta, por ello se produ­ce una solución de continuidad respecto al estado precedente de la psique normal, en particular cuando la superestructura del Yo más exterior se opo­ne al desarrollo de la pasión.

(44)       G. BRUNO, Eroici furori, 1, ii, 10.

(45)       Es conocido que el Tristán e Isolda fue una especie de produc­to de la sublimación de la vehemente pasión contrariada que Richard Wag­ner sintió por Matilde de Wesendonk. Son interesantes estas expresiones de una de las cartas de Wagner a esta dama: " ¡El demonio! Pasa de un cora­zón a otro... ¡No nos pertenecemos ya a nosotros mismos! ¡Demonio, demonio, te conviertes en un dios!" (Carta núm. 54 del verano de 1858; ed. Golther, Berlín, 1904).

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