Conversaciones de sobremesa con Hitler, por Julius Evola (traducido por Marcos Ghio)
Ediciones Longanesi acaba de editar un libro titulado Conversaciones de sobremesa con Hitler, el que nos es presentado como un texto apropiado para esclarecernos sobre la figura de Hitler desde un punto de vista más directo y personal que el que en cambio corresponde a sus diferentes discursos políticos y a su obra principal, Mi lucha.
Sin embargo hay que destacar que es cierto que se trata de anotaciones tomadas a partir de todo lo que Hitler tuvo oportunidad de hablar sobre los temas más variados, en ocasión de expresar algunas cosas significativas en conversaciones que tenía en la sobremesa con sus colaboradores más cercanos, sobre todo en el Cuartel General; sin embargo las mismas eran luego revisadas en su redacción por el mismo Hitler, a fin de que, como un ipse dixit, pudiesen servir eventualmente como una orientación y directiva con respecto a todo aquello sobre lo que versaban. Además se debe tener presente que, tal como es resaltado en la introducción, también cuando estaba en la mesa Hitler se sentía como en una tribuna, por lo cual las temáticas que son hechas conocer aquí nos presentan varios caracteres de intimidad y espontaneidad.
Por cierto que este libro nos muestra con la mayor crudeza varios aspectos de la persona, de la mentalidad y de la concepción del mundo de Hitler: y, digámoslo enseguida, todo esto está muy lejos de beneficiarlo.
Las anotaciones se refieren al período que va desde la mitad de 1941 hasta el año siguiente. Es el período del apogeo militar alemán, antes de la derrota en Rusia y antes de El Alamein: el período en el cual el sueño del dominio europeo-continental por parte de Alemania parecía muy cerca de realizarse. Ahora bien, en primer lugar las posturas de Hitler respecto de la organización del futuro Reich no pueden no dejarnos perplejos. Todo es concebido de una manera crudamente realista, tecnocrática, y digámoslo "moderna" en el peor sentido de la palabra. No hay una sola referencia a algo verdaderamente espiritual. Una voluntad de dominio en varios aspectos artificial y violenta, como cuando para poblaciones como la rusa se programa un status apto para fomentar científicamente la inferioridad cultural e incluso física con respecto a los grupos germánicos que habrían debido colonizar, explotar y dominar sus tierras.
El mito de la raza superior se encuentra naturalmente en la base de tales perspectivas; pero es el mito tal como es concebido por un diletante, que se conforma con fórmulas vagas usadas como simples instrumentos políticos, en modo tal de comprometer aquello que podría existir de justo en algunas doctrinas antidemocráticas. Si bien Himmler tenía aun una idea sumamente precisa al referirse propiamente a la raza nórdica, Hitler, considerando prevalecientemente en ella lo que es puramente alemán y "germánico" no hizo en verdad racismo, sino en todo caso un exasperado nacionalismo. Es de saber al respecto que el mismo alemán es un conglomerado de diferentes razas, cuya superioridad con respecto a otros conglomerados es por lo menos problemática.
Si en los gustos y en sus apreciaciones relativas al mundo del arte Hitler no va más allá de los horizontes y la sensibilidad de un mediocre burgués wagnerizado, en todo lo que se refiere a la religión, a la Iglesia, a la idea monárquica y dinástica, así como a la nobleza tradicional, debemos decir que en tales conversaciones él desciende nada menos que a la brutalidad y a la vulgaridad de un proletario socialista. Él prácticamente llega a definir, como Marx, a la religión como un opio para el pueblo, como un medio de explotación, como algo oscurantista que el progreso de la ciencia poco a poco hará desvanecer, todo ello en beneficio de una comunidad nacional regimentada dirigida hacia grandezas puramente temporales.
Se sabe cómo han sido recurrentes las referencias de Hitler a la Providencia, de la cual él se sentía el ungido, el protegido y el ejecutor. Ahora bien, no se entiende qué cosa pueda ser tal Providencia, cuando Hitler por un lado, con trivialidad darwiniana, como ley suprema de la vida reconoce el derecho del más fuerte, cuando por el otro excluye como supersticiones cualquier intervención u orden sobrenatural y proclama "la impotencia del hombre ante la eterna ley de la naturaleza", del mismo modo que el más chato y decadente cientificismo.
No faltan en el libro observaciones interesantes e inteligentes sobre distintos problemas concretos. Pero la atmósfera general es muy distinta de la que puede corresponder a un verdadero Jefe, al de aquel que podría estar legítimamente revestido de una autoridad absoluta.
Ritter, que ha tenido a su cargo la edición alemana de la obra, al final de su introducción escribe que la enseñanza a recabar de la misma es que la derrota no tuvo como causa la superioridad del potencial bélico del enemigo, ni el retraso en la utilización de alguna arma secreta y ni siquiera un presunto sabotaje por parte de las fuerzas de la resistencia. "El hombre mismo y su sistema llevaban consigo la propia condena".
A pesar de todo lo que hemos dicho hasta aquí, nosotros no suscribiríamos tales palabras: y resulta curioso que sea un alemán el que las pronuncia. Un alemán no debería ignorar que Hitler actuó esencialmente como un centro de cristalización de fuerzas sumamente diferentes, las cuales se encontraron unidas bajo el signo de la Cruz Gamada tan sólo para la realización de improrrogables cuestiones de política interna y externa; fuerzas que en gran parte no fueron para nada creadas por el nacionalsocialismo, sino que habían recibido su forma de una anterior tradición más alta. Sistema e ideas no deben ser confundidos con sus falsificaciones y con todo aquello que en las mismas se resiente de la presencia de factores contingentes. Muchos en Alemania no cometieron tal confusión, sino que se unieron a Hitler tan sólo en nombre de Alemania, más aun de Europa, a la espera de un sucesivo proceso de clarificación y rectificación que el puro factor militar habría de impedir.
Roma, 19 de febrero de 1953
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