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Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 38. Psicología masculina y psicología femenina

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. 38. Psicología masculina y psicología femenina

Al principio de este capítulo, hemos dicho que de las estructuras de la mitología del sexo se pueden deducir los principios generales para una psicología del hombre y de la mujer, de carácter no empírico, sino deductivo y normativo, es decir, para una psicología que considere los rasgos morfológicos fundamentales de la naturaleza más profunda, de la psique y del comportamiento de los individuos de los dos sexos, más allá de toda variación, modulación o deformación posible debida a factores accidentales y ambientes. Ahora nos arriesgaremos a una rápida, sumaria explotación de este particular dominio, ya que en lo precedente ha quedado recogido todo cuanto se precisa para orientarse a este respecto, inclusive lo que podría demandar una investigación mucho más extensa de la que permite la economía de este libro.

Es sabido que, hasta un período relativamente reciente, los teólogos católicos se preguntaron si habría que reconocer un alma en la mujer y que, según parece, ya San Agustín había declarado: mulier facta non est ad imaginem Dei; que todavía en 1555 fue discutida la siguiente tesis: mulieres homines non sunt (en el sentido de que ellas no serían verdaderamente seres humanos, sino pertenecientes a otra especie). Un motivo análogo se encuentra en el Islam, mientras que la tradición extremooriental enseñaba que en la "Tierra Pura", en el llamado Paraíso Occidental, no habría mujeres, puesto que las mujeres dignas de ser acogidas en él habrían previamente "renacido" como hombres: lo que más o menos equivale a la cuestión discutida en el Concilio de Magon de si, en el día de la resurrección de la carne, las mujeres dignas, antes de pasar al reino de los cielos, no tendrían que ser transformadas en hombres. Hay una cierta correspondencia entre las ideas de este género y las expuestas por Platón en el Timeo, donde se dice que es posible que, por regresión, a causa de la identificación de su principio intelectual con el elemento sensible y sensual, un hombre, en vez de retornar al ente uraniano de donde proviene, reaparece sobre la tierra como mujer.

En todas estas concepciones, tenemos algo más que una extravagancia digna de interés solamente a título de curiosidad histórica. Todavía en nuestros días, un Otto Weininger ha retomado ideas análogas en su interesante aplicación de la filosofía trascendente de Kant a la psicología de los sexos. Los principios expuestos en el curso del capítulo precedente pueden esclarecer el estado real de las cosas. En cuanto refleja la esencia del eterno femenino, cada mujer pertenece ontológicamente a la "naturaleza", en el sentido más vasto, "cósmico", no simplemente material, del término (como en el griego fisis). Por el contrario, en cada hombre, en la medida en que él encarna el principio opuesto, está virtualmente presente, además de la "naturaleza", lo que supera la naturaleza, que es superior y anterior a la Diada. Al decir que la mujer carece de un alma, no se expresa nada más que esto; pero la formulación se presta naturalmente al equívoco. Tomando la palabra "alma" en su sentido original de psyché y de principio de vida, se debería en efecto decir que la mujer no solamente tiene un alma, sino que ella es eminentemente "alma". Lo que ella no tiene por naturaleza si es en todo y por todo mujer, si es "mujer absoluta", o en lo que es mujer en ella y no hombre, no es el alma, sino el espíritu (el nous y no la psique); por espíritu aquí se debe precisamente entender el principio sobrenatural, y la teología católica se refiere a este principio cuando habla de "alma" y cuando sostiene que, a diferencia de la mujer, el hombre está hecho a imagen de Dios. Alguien ha dicho: "El espíritu es en nosotros el principio masculino; la sensualidad, el principio femenino" (90). Volveremos sobre la sensualidad. El punto que por el momento puede quedar afirmado es que la mujer es una parte de la "naturaleza" (metafísicamente es inclusive una manifestación de su principio) y afirma la naturaleza, mientras que, en el hombre, el ser nacido en la condición humana va tendencialmente más allá de la naturaleza.

Weininger parece ser más radical cuando niega a la mujer no solamente el alma, sino también el "Yo" y el "ser", afirmando que se es hombre o mujer según se tenga el ser o se carezca de él (91). Todo esto reviste un carácter misógino paradojal solamente a causa de otro equívoco terminológico. De hecho, cuando Weininger habla del Yo, entiende, a la manera de Kant, no el Yo psicológico, sino el Yo nouménico o trascendental que sobrepasa todo el mundo de los fenómenos (en términos metafísicos se diría: toda la manifestación, como el átmá hindú), y, cuando habla del ser, entiende el ser absoluto, a la medida del cual toda la realidad natural y empírica, para Parménides no menos que para el Vedanta, es el no ser.

Que después el hombre —cada hombre— posea de hecho y en acto este Yo y este ser es otra cuestión. Se puede inclusive decir, desde luego, que prácticamente para la gran mayoría de los hombres un tal principio es como si no lo tuviese. Pero el hecho de que ontológicamente el hombre esté ligado a este principio hasta más allá de toda consciencia distinta, el hecho de que, como expresaba la tradición extremooriental, es el "Cielo" el que produce los hombres, un tal hecho es determinante para toda psicología masculina y para todas las posibilidades abiertas en principio al hombre en tanto que tal, haga o no uso de ellas. La mujer absoluta no solamente no posee ese Yo, sino que no sabría inclusive qué hacer de él, ella no sabe siquiera concebirlo y su presencia actuaría de una manera extremadamente disturbadora en toda manifestación de su naturaleza más profunda.

Por otra parte, un tal status ontológico no prejuzga nada de lo que las mujeres, en algunas épocas y precisamente en la época actual, pueden elegir como objeto de sus equivocadas reivindicaciones: un Yo "intelectual" y práctico en el sentido corriente, que una mujer se puede construir tan bien como el hombre, a título de estratificación yuxtapuesta sobre su naturaleza más profunda. Aparte de lo que puede derivar de una orientación de este género, en civilizaciones de tipo diverso de la civilización moderna, la indicada "naturalidad" (ser "naturaleza"), consubstancial a la mujer, no le ha impedido por lo demás el acceso a funciones de carácter sagrado, de las que hablaremos, en correspondencia con vocaciones bastante más interesantes que aquéllas por las que las feministas occidentales tanto se han agitado. Hablando de los Misterios de la Madre, hemos hecho notar sin embargo que esto no ha abolido en absoluto el límite "cósmico". Hoy día no es fácil darse cuenta de este punto fundamental de la ontología de los sexos. Y es que hoy no se tiene ya casi ninguna idea de lo que es verdaderamente sobrenatural y, por consiguiente, el tipo del hombre absoluto ha casi desaparecido. Límites en otros tiempos muy claros, se han hecho, por causa del enfriamiento espiritual, extremadamente lábiles.

El simbolismo de las Aguas y de la naturaleza lunar cambiante que, como hemos visto, guarda una relación esencial con el arquetipo femenino, suministra también la clave de la psicología más elemental de la mujer. Desde ya hay que poner de manifiesto un punto fundamental de orden general: las características, de las que ahora y más adelante hablaremos, no conciernen a la persona en tanto tal, no son "cualidades del carácter" o "cualidades morales" de las que sea responsable uno u otro individuo femenino; se trata por el contrario de elementos objetivos en cada uno, casi tan impersonalmente como la propiedad química manifestada en una substancia determinada. Al actuar de una manera más o menos precisa y constante, es efectivamente una "naturaleza propia", en orden a la cual —también esto debe quedar dicho desde ahora— no tiene sentido formular juicios de valor ni hablar de "bueno" ere "malo".
 
Sentado esto, sería banal extenderse sobre la volubilidad, sobre la versatilidad y sobre la inconstancia del carácter femenino (y también del masculino, por cuanto el hombre tiene en sí de mujer) como efectos de la naturaleza "húmeda" ("acuosa") y "lunar" de la mujer. Ciertos autores medievales conocieron todavía esta "deducción existencial". Así, Cecco de Ascoli da esta explicación para la falta de "firmeza" en la mujer, de su moverse "de acá para allá como el viento": "Naturalmente toda mujer es húmeda, y lo húmedo no conserva la forma"; y no a otra causa atribuye otro rasgo femenino del que muy pronto hablaremos: "Es natural en ella la falsa fe" (92).

Por lo demás, aquí nos podemos referir también a la emotividad y al predominio que, en la psicología femenina, tiene precisamente la parte emotiva, la cual posee caracteres pasivos, "lunares" y "discontinuos". Como contrapartida fisiológica, la gran movilidad de la expresión femenina, que sin embargo es de superficie, es la movilidad de una máscara sin una contraparte profunda, lo que por otra parte sería imposible. Se trata, casi, de ondas superficiales móviles, que no "inciden" sobre la fisionomía, como por el contrario ocurre sobre la máscara masculina: más movilidad que verdadera expresión caracterológica, en relación con una más grande excitabilidad neuromuscular (pensamos en el sonrojo y también en la sonrisa de las mujeres). Es también por esta razón por lo que el arte en el que más destacan las mujeres es el teatro, y que en cada actor hay siempre algo de femenino (93).

En un contexto más vasto, se debe considerar lo que deriva, para la mujer, del hecho de que ella refleje lo femenino cósmico según el aspecto de éste como materia que recibe una forma que le es exterior, que no procede del interior (natura naturata o natura signata). Sobre el plano psicológico humano, de ello resulta la gran plasticidad, credulidad o sugestionabilidad y adaptabilidad de la psique femenina, la actitud femenina de aceptar y asimilar ideas y formas que le vienen del exterior, con una eventual subsiguiente rigidez debida justamente a la pasividad de la recepción, siendo este último rasgo susceptible también de manifestarse bajo la forma de conformismo y conservadurismo. Es así como se explica el aparente contraste inherente al hecho de que, mientras por un lado la naturaleza femenina es móvil, por otro, sociológicamente, la mujer manifiesta de preferencia tendencias neófobas y conservadoras (94). En el dominio del mito, esto puede tener relación con el hecho de que sea como figuras femeninas de tipo demetriano o telúrico como son representadas preferentemente las entidades custodias y vengadoras de las costumbres y de las leyes; de las leyes de la sangre y de la tierra, no de las uránicas. Pero esta situación se repite sobre el mismo plano biológico. Ya Darwin había observado que la mujer tiende a conservar el tipo medio de la especie y a otorgarle de nuevo factores individualizantes, mientras que al macho le pertenece un más grande poder de variación físicoanatómica. Nos encontramos aquí frente a dos tipos opuestos de mutabilidad: la una, la mutabilidad femenina, es aquélla que procede del principio material y plástico, y tiene por contrapartida la fuerza de inercia, la fijeza estática, una vez que la materia haya estado "informada" (aspecto "demetriano" de lo femenino, opuesto al afrodisiano); la otra, la mutabilidad masculina, se liga por el contrario al principio "seminal" creador, a un principio de actividad, en sentido propio, y libre. La contradicción entre los dos aspectos de la naturaleza femenina —volubilidad e inconstancia junto a conservadurismo—no es pues más que aparente.

Weininger es quizá el único autor que, en la psicología de los sexos, se ha elevado más allá del plano de las explicaciones banales de los escritores que se han enfrentado con este tema. A él nos podemos referir de nuevo para precisar algunos otros puntos esenciales. Ante todo, Weininger establece una relación orgánica entre la memoria, la lógica y la ética, según la conexión que las tres tienen con el "Yo trascendental". Esto concierne esencialmente a la estructura de la psique del hombre absoluto. El "ser" tiende a conservar su unidad en el mundo del devenir; sobre el plano psicológico, esto se manifiesta en la memoria que, al actuar como una función sintética, se contrapone a la dispersión de la conciencia en la multiplicidad fluida e instantánea de sus contenidos; sobre el plano intelectual, el mismo impulso se manifiesta en la lógica, la cual tiene por base el principio de identidad, A = A, y por ideal el llevar lo diverso a lo uno. En tal criterio, tanto la memoria como la facultad lógica tienen un valor ético normativo, porque ellas expresan la resistencia del ser, su esfuerzo por permanecer en pie, idéntico a sí mismo, y de reafirmarse en la corriente de los fenómenos internos y externos. Según Weininger, en la mujer absoluta, dado que ella está desprovista de "ser", no existirían ni la memoria, ni la lógica ni la ética; ella no conoce un imperativo lógico, ni un imperativo ético; ella ignora también la determinación, el decretismo y el rigor de la pura función intelectual del juicio, de carácter netamente masculino (95). Todo esto tiene que ser puesto a punto con algunas precisiones. Bergson hizo notar la existencia de dos distintas formas de memoria, la una "vital", ligada a la "duración", es decir, al fluir de la experiencia vivida (es la memoria que se liga también al subconsciente; así, en ciertos momentos, de una manera inesperada e involuntaria, aparecen recuerdos muy lejanos y, cuando se está en peligro de muerte, todo el contenido de la existencia puede ser contemplado instantáneamente); la otra, determinada, organizada y dominada por la parte intelectual del ser. Este segundo tipo de memoria es aquélla de la que carece la mujer, a causa de su naturaleza "fluida" y lunar, mientras que de la otra puede estar mejor dotada que el hombre. Pero a esta memoria le falta el significado ético, del cual se ha dicho más arriba que procede no de la presencia, sino de la carencia del "Yo trascendental".

En lo que concierne a la lógica se deben tener presente dos formas diversas de asumirla. No se trata aquí de la lógica corriente, que ocasionalmente la mujer sabe utilizar "instrumentalmente" con una habilidad y una sutileza admirables, si bien de una manera no frontal, sino de una manera polémica y huidiza, de guerrilla, cercana a la sofística. Se trata por el contrario de la lógica como expresión de un amor por la verdad pura y por la coherencia interior, que conduce a un estilo riguroso e impersonal del pensamiento que constituye, para el hombre absoluto, una especie de imperativo interior. La mujer es casi incapaz de esta lógica, porque a ella no le interesa. La reemplaza por la intuición y la sensibilidad, actitudes que están ligadas al elemento fluido de la vida, a su aspecto yin, en oposición a las formas precisas, firmes, iluminadas, apolíneas (pero a menudo áridas) del nous y del logos, del principio intelectual masculino.

La afirmación de Weininger de que la mujer absoluta ignora el imperativo ético mantiene un mayor valor. La ética en sentido categórico, como ley interior autónoma, separada de toda referencia empírica, endemónica, sensible, sentimental y personal, la mujer en cuanto mujer la ignorará siempre. Todo cuanto en una mujer puede tener un carácter ético es inseparable del instinto, del sentimiento y de la sexualidad: de la "vida". No tiene relación con el puro "ser". Así presenta casi siempre un carácter naturalístico, o bien es la sublimación de un contenido naturalístico, como veremos al hablar de la ética tradicional de la madre y de la amante. Por todo el resto, no cabe hablar de ética, sino, todo. lo más, de moral: es, en la mujer, algo superficial, recibido del mundo del hombre, a menudo como simple conformismo. Es lo que hay que pensar, por ejemplo, de las ideas femeninas acerca del honor y de la "virtud" y de otras concepciones de la "ética social", la cual no es una verdadera ética, sino una simple costumbre (de la mujer demetriana en tanto que guardiana de los usos, de la que ya hemos hablado). La mujer puede también apreciar en el hombre algunas cualidades que tienen un valor ético: raramente la justicia, pero a menudo el heroismo, la fuerza de decisión y de mando, a veces inclusive una disposición ascética; sin embargo, se trataría de una visión bastante superficial si no se advierte que la apreciación femenina no concierne al elemento ético intrínseco de estos comportamientos, sino más bien a algo de ellos que se traduce en cualidades personales sexualmente atractivas de un hombre dado. En otros términos, estas cualidades no hablan al sentido ético de la mujer, sino más bien a su sexualidad.

Que la mendacidad es un rasgo esencial de la naturaleza femenina ha estado reconocido en todo tiempo y lugar por la sabiduría popular. Este rasgo lo relaciona igualmente Weininger con la ausencia de un "ser" en la mujer absoluta. En efecto, se puede ver en esto una disposición que es una particular, posible consecuencia de la labilidad existencial de la mujer, labilidad que refleja la de la `materia prima", de la ilé, que, según Platón y Aristóteles, es el principio de lo diferente, de lo noidéntico, de la alteración y de la "declinación". Weininger anota que nada es más desconcertante para el hombre que, al preguntar a una mujer que ha sorprendido mintiendo: "¿Por qué mientes?", ver que la mujer no comprende esta pregunta, se queda asombrada, o intenta tranquilizarle con una sonrisa, o bien rompe a llorar (96). Es que ella no comprende el lado ético, trascendental, de la mentira, ese lado que hace aparecer la mentira como una lesión del "ser", y que, como se reconocía en el antiguo Irán, constituye una falta más grave que el matar. Es una tontería deducir este rasgo de la mujer de factores sociológicos: la mentira —pretenden algunos— sería el "arma natural" empleada en su defensa por el más débil, así también por la mujer en una sociedad en que durante siglos ha estado sometida al hombre. La verdad es que la mujer pura es proclive a mentir y a presentarse como lo que no es, incluso cuando no tiene necesidad de ello; no es cuestión de una "segunda naturaleza" adquirida socialmente en la lucha por la existencia, sino de algo que se relaciona justamente con su naturaleza más profunda y más auténtica. Como la mujer absoluta no siente verdaderamente la mentira como una falta, de la misma manera en ella —al contrario que en el hombre— la mentira no es una falta, no es un aflojamiento interior ni un debilitamiento de la propia ley existencial. Es una contrapartida eventual de su plasticidad y fluidez. Se puede también perfectamente comprender un tipo como aquel del que dice D’Aurevilly: "Ella practicaba la mentira hasta el punto de hacer de ella una verdad, hasta tal punto era simple y natural, sin esfuerzo y sin afectación." Es absurdo juzgar a la mujer por los valores del hombre (del hombre absoluto), inclusive en los casos en que ella, haciendo violencia de sí misma, da muestras de seguirlos e inclusive cree sinceramente seguirlos.

Notas a pie de página:

(90) PHILON D'ALEKANDRIE, De off mundi, 165.

(91) 0. WEININGER, Geschlecht und Charakter, Wien", 1918, págs. 388, 404-406, 398-399.

(92) M. ALESSANDRINI, Cecco d 'Ascoli, Roma, 1955, págs. 169170. J. SPRENGER va más allá: en el Malleus Maleficarum (I, 6) hace derivar foemina de fe y minus, quia semper minorem habet et servat fidem.

(93) H. ELLIS, Man and Woman. Lo que dice una danesa, Karin Machaelis, al respecto de la sonrisa femenina es muy significativo: "En la sonrisa se reflejan nuestras mayores virtudes, pero también nuestro gran vacío interior." Ella añade que una "historia de la sonrisa no ha sido escrita todavía"; sólo una mujer podría escribirla pero ella no lo hará jamás "por solidaridad con las otras mujeres" (citado por F. O. BRACHFELD, Los complejos de inferioridad de la mujer, 1, XV).

(94) Cf. P. J. MOEBIUS, Ueber den physiol. Schwachsinn des Weibes: "Como los animales, desde tiempo inmemorial, actúan siempre de la misma manera, así el género humano hubiese permanecido siempre en su estado originario si no hubiese habido más que mujeres."

(95) Op. cit., Ila parte.

(96) Op. cit., pág. 191.

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