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Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 5. Eros y el instinto de reproducción

Metafísica del Sexo. Capítulo I. Eros y Amor Sexual. 5. Eros y el instinto de reproducción

Las consideraciones que acabamos de desarrollar pretenden indicar cuál es el nivel intensivo de la experiencia erótica que puede ofrecer un verdadero interés para nuestro estudio, con exclusión de las formas disgregadas o incompletas de esta experiencia. Por lo demás, así como nos hemos opuesto a la sexología de dirección biológica, con una crítica que desarrollaremos en su momento, de la misma manera, para prevenir cualquier equívoco, denunciaremos el error de los que recientemente, casi como una repetición de la polémica de Rousseau contra la "cultura" en nombre de la "naturaleza", se han puesto a predicar una especie de nueva religión naturalista del sexo y de la carne. El representante más conocido de esta tendencia es D. H. Lawrence. Su punto de vista se resume en las palabras que Aldous Huxley pone en boca de Rampion, en Point Counterpoint, cuando le hace decir que no son los apetitos y los deseos "naturales" los que vuelven a los hombres tan bestiales —y añade: "No, bestiales no es la palabra justa, porque implica una ofensa a los animales; digamos: humanamente malos y viciosos en extremo."— "Es la imaginación, es el intelecto, son los principios, la educación, la tradición. Dejad solos a los instintos y harán muy poco daño." Así, para casi todo el mundo, se considera unos descarriados a los hombres que están "lejos de la norma central de la humanidad", bien cuando excitan la "carne" o bien cuando reniegan de ella por sumisión al espíritu. Lawrence añadió por su cuenta: "Mi religión es la fe en la sangre y en la carne, que son más sabias que el intelecto" (2). Lo extraño es que Lawrence escribió, asimismo, palabras tan poco banales como las siguientes: "El Dios padre, impenetrable, incomprensible, lo llevamos en la carne, en la mujer. Ella es la puerta por la que entramos y salimos. En ella retornamos al Padre, pero, como los que asistieron a la transfiguración, ciegos e inconscientes." Además, tuvo algunas intuiciones justas respecto a la unión realizada mediante la sangre. Por el contrario, con el punto de vista antes indicado se cae en un equívoco lamentable, y de una mutilación se hace un ideal de salvación. Péladan tiene razón cuando escribe: "El realismo en el amor no vale más que en el arte. En el aspecto erótico, la imitación de la naturaleza se convierte en la imitación del animal" (3).

Cada "naturalismo" tomado en ese sentido, en efecto, sólo puede significar una degradación, porque aquello que para el hombre, en tanto que hombre, debe ser considerado como natu-ral, no es exactamente aquello a que se aplica este término en el caso de los animales; al contrario, es la conformidad a su tipo, el lugar que pertenece al hombre en tanto que lo es en la jerarquía global de los seres. Así, lo que define en el hombre el amor y el sexo es un conjunto de factores complejos que, en casos determinados, comprende incluso lo que, juzgado desde un criterio animal, puede parecer perversión. Para el hombre, ser natural de acuerdo con las palabras de Rampion sólo equivale a desnaturalizarse. El sexo tiene una fisonomía específica en el hombre. Ya está liberado en gran medida —tanto más cuanto el individuo es más diferenciado— de los lazos y de los períodos estacionarios de celo que se observan en la sexualidad animal (y aquí, por lo demás, con razón, en las hembras más que en los machos). En cualquier momento es capaz el hombre de desear y de amar, lo cual es un rasgo natural de su amor.

Dando un paso más, diremos que el hecho de situar el amor sexual entre las necesidades físicas del hombre deriva igualmente de un equívoco. La verdad es que en el hombre no existe nunca un deseo sexual físico; en su sustancia, el deseo humano siempre es psíquico; el deseo físico no es más que una traducción y una transposición de un deseo psíquico. Unicamente entre los individuos más primitivos se cierra el circuito tan pronto que en su conciencia sólo está presente el hecho terminal del proceso, como una acre concupiscencia carnal coactiva, unívocamente ligada a condicionamientos fisiológicos y en parte también a los condicionamientos de orden más general que ocupan el primer plano en la sexualidad animal.

Conviene asimismo sostener a una crítica adecuada la mitología que crea la sexología corriente cuando habla de un "instinto de reproducción" y señala este instinto como el hecho principal del erotismo. El instinto de conservación y el instinto de reproducción serían las dos fuerzas fundamentales, unidas a la especie, que animarían al hombre, lo mismo que a los animales. La limitación de semejante teoría lúgubre y chata queda demostrada por esos biólogos y psicólogos que, como el mismo Morselli (4), llegan a subordinar un instinto al otro, pensando que el individuo se alimenta y lucha para conservarse, únicamente porque debe reproducirse, siendo su fin supremo "la continuidad de la vida universal".

No es cosa de pararnos ahora a meditar en el "instinto de conservación" y en demostrar su relatividad, ni en recordar cuántos motivos e impulsos, en el hombre como tal, pueden neutralizar o contradecir ese instinto, hasta el punto de llegar a su destrucción o a unos comportamientos que lo ignoran, y que no guardan ninguna relación con las "finalidades de la especie". Incluso en ciertos casos precisamente el otro instinto, el supuesto instinto de reproducción en el hombre o en la mujer, puede desempeñar ese papel neutralizante, entre otros, sin pensar ya en su salud ni en su conservación.

En cuanto al "instinto de reproducción", representa una explicación absolutamente abstracta del impulso sexual, sabiendo que psicológicamente, es decir, en relación con los datos inmediatos de la experiencia vivida, carece de fundamento. El instinto es un hecho consciente en el hombre. Pero el instinto de reproducción no existe como contenido de la consciencia; el momento "gemésico" no figura en absoluto en el deseo sexual como experiencia, ni en sus consecuencias. El conocimiento de que el deseo sexual y el erotismo, cuando conducen a la unión del hombre con la mujer, pueden dar lugar a la procreación de un nuevo ser sólo existe a posteriori; es decir, resulta de un examen exterior de lo que la experiencia, en general, presenta frecuentemente como unas correlaciones constantes: correlaciones, tanto paró lo que concierne a la fisiología del acto sexual como a sus consecuencias posibles.

Confirma esto el hecho de que algunos pueblos primitivos, que no habían iniciado este examen, atribuían el nacimiento de un nuevo ser a causas no'relacionadas para nada con la unión sexual. Sin embargo, es muy exacto lo que escribe Klages: "Es un error, es una falsificación voluntaria denominar instinto de reproducción al instinto sexual. La reproducción es un efecto posible de la actividad sexual, pero no está comprendida en absoluto en la experiencia vivida de la excitación sexual. El animal la ignora; sólo la conoce el hombre" (5), y el hombre no la encara cuando vive el instinto, sino cuando subordina el instinto a un fin. Sería ocioso recordar cuántas veces la fecundación lograda en la mujer amada ni se la buscó ni se la deseó en absoluto. Resultaría ridículo que se quisiera asociar el factor "genésico" a los amantes considerados habitualmente como los más sublimes modelos del amor humano, las grandes figuras de la historia o del arte: Tristán e Iseo, Romeo y Julieta, Paolo y Francesca, y tantos otros, en una situación de "final feliz" y con un hijo, incluso con familia numerosa como coronación de su aventura. A propósito de una pareja de amantes que nunca tuvo hijos dice un personaje de Barbey d'Aurevilly: "Se amaban demasiado; el fuego devora, consume y no produce nada." Cuando se la interrogó para saber si estaba triste por no haber tenido hijos, la mujer respondió: " ¡No los quiero! Los hijos sólo son necesarios para las mujeres desdichadas."

Alguien acertó a expresar esta verdad con palabras humorísticas: "Cuando Adán se despertó junto a Eva no gritó, comc un senador contemporáneo le hubiera hecho decir: He aquí la madre de mis hijos, la sacerdotisa de mi hogar." Incluso cuandc el deseo de tener hijos es parte fundamental en el establecimiento de relaciones entre hombre y mujer, entran en juego unas consideraciones basadas en la reflexión y en la vida social, y este deseo no tiene nada de instintivo, como no sea en un sentido muy especial, metafísico, del que nos ocuparemos más adelante. Es más, en el caso de que un hombre y una mujer sólo se unen para traer hijos al mundo, no será esta idea la que les obsesione en el momento de su unión, ni será la que les anime y les transporte en su relación sexual (6).

Es posible que andando el tiempo cambien las cosas, y que como homenaje a la moral social, o incluso a la moral católica, en un camino que tenga por límite la fecundación artificial, se intente reducir, o incluso eliminar rotundamente ese factor irracional y perturbador constituido por el simple hecho erótico; pero con mayor razón no se podrá hablar en este caso de un instinto. El hecho verdaderamente primordial es la atracción que nace entre dos seres de sexo opuesto, con todo el misterio y la metafísica que ello implica; es el deseo del uno por el otro, el impulso irresistible a la unión y a la posesión, en el que se agita oscuramente —según hemos indicado antes y como veremos mejor más adelante— un impulso todavía más profundo. En todo este proceso queda excluida la reproducción como nota consciente.

Vienen a cuento ahora unas observaciones realizadas por Solovieff: denuncia precisamente el error de quienes piensan que la motivación del amor sexual es la multiplicación de la especie, sirviendo el amor sólo de medio. Muchos organismos tanto del reino animal como del reino vegetal se multiplican de forma asexuada; el hecho sexual no interviene en la reproducción de los organismos en general, sino de los organismos superiores. Por ello el "sentido de la diferenciación sexual (y del amor sexual) no hay que buscarlo en la idea de la vida de la especie y de su multiplicación, sino únicamente en la idea de un organismo superior." Por si fuera poco: "Cuanto más asciende la escala de los organismos, más decrece el afán de reproducción, mientras que aumenta la fuerza de la atracción sexual. (...) En fin, en el ser humano la reproducción alcanza menores proporciones que en el resto del mundo animal, mientras que el amor sexual adquiere la mayor importancia e intensidad." Parece, por lo tanto, que "amor sexual y reproducción de la especie se hallan en relación inversa: cuanto más fuerte es uno de los dos elementos, más débil es el otro", y considerando los dos extremos de la vida animal, si en el límite inferior se encuentra la reproducción, la multiplicación, sin ningún amor sexual, en el límite superior, en la cima, en todas las formas posibles de una gran pasión, se encuentra un amor sexual aceptable después de excluir completamente la reproducción, como ya hemos señalado (7). Es fácil comprobar que "la pasión sexual conlleva casi siempre una desviación del instinto... En otras palabras, la pasión evita casi siempre la reproducción de la especie" (8). Esto significa que se trata de dos hechos diferentes, el primero de los cuales no puede ser presentado como medio o instrumento del otro (9). En sus formas superiores típicas, el eros tiene un carácter que no se puede deducir, y cuya autonomía no se prejuzga por nada de lo que es necesario materialmente para su activación en el terreno del amor físico.

Notas a pie de página:


(2)    Cf. H. T. MOORE: D. K. Lawrence's Letters to Bertrand Russell, ed. Gotham Book Mart, especialmente la carta del 8 de diciembre de 1915.

(3)    PELADAN: Le science de l'amour, ed. cit., pág. 210.

(4)    E. MORSELLI: Sessualitá umana, Milán2, 1944.

(5)    V. SOLOVIEFF: Le sensde l'amour, París, 1946; págs. 7 a 11.

(6)    A. JOUSSAIN: Les pasions humaines, París, 1928, págs. 171-72. Por lo demás, está demostrada la frecuentísima esterilidad de las mujeres hipersexuales, en el plano más crudamente fisiológico, y el análisis de la sustancia que previene en ellas la fecundación durante el acto sexual ha servido de base muy recientemente a una variedad de la seroprofilaxis antifecundativa (cf. A. CUCCO: L amplesso e la frode, Roma, 1958, págs. 573 y s.).

(7)    V. SOLOVIEFF, Op. cit., pág. 11.

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