Blogia
Biblioteca Evoliana

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 5. Norte y Sur

Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 5. Norte y Sur

Biblioteca Julius Evola.- La médula de la metafísica de la historia en Evola consiste en dar una explicación convincente y demostrable al enfrentamiento entre las civilizaciones del "norte" y del "sur" consideradas como dos categorías antagónicas y en permanente conflicto. Evola pasa revista a los mitos y a las tradiciones de cada una de estas civilizaciones y concluye que sus concepciones son antitéticas e irreconciliables y no solo sobre el plano teórico, sino que especialmente en la historia objetiva aparece este conflicto, del que la rivalidad entre Roma y Cartago es la muestra más pristica, como la que se dió antes entre cretenses y minoicos de un lado y aqueos y dorios de otro.

 

5

NORTE Y SUR

En la primera parte de esta obra hemos resaltado la importancia del simbolismo solar en numerosas civilizaciones de tipo tradicional. Es pues natural que encontremos huellas en un cierto número de vestigios, recuerdos y mitos que aluden a las civilizaciones de los orígenes. En lo que concierne al ciclo atlántico, se constata ya, sin embargo, en el simbolismo solar que le es propio, una alteración, una diferenciación, en relación al simbolismo del ciclo precedente de la civilización hiperbórea. Se debe considerar como estadio hiperbóreo aquel en donde el principio luminoso presenta caracteres de inmutabilidad y centralidad, caracteres, podría decirse, puramente "olímpicos". Es, como se ha hecho notar, el carácter que posee Apolo, en tanto que dios hiperbóreo: no es, como Helios, el sol contemplado en su ley de ascenso y descenso, sino simplemente el sol en sí, como la naturaleza dominadora e inmutable de la luz (1). La Esvástica y las demás formas de la cruz prehistórica que se encuentran en el umbral del perído glaciar, al igual que otro antiquísimo símbolo solar prehistórico ‑en ocasiones colosalmente expresado mediante masas de dólmenes‑ el círculo con el punto central, parecen haber tenido un lazo original con esta primera forma de espiritualidad. En efecto, si la esvástica es un símbolo solar, lo es en tanto que símbolo de movimiento rotativo en torno a un centro fijo e inmutable, al cual corresponde el punto central del otro símbolo solar, el círculo (2). Variantes de la rueda solar y de la esvástica, tales como círculos, cruces, círculos con cruz, círculos irradiantes, hachas con la esvástica, hachas dobles, hachas y otros objetos hechos con aerolitos dispuestos de forma circular, imágenes de la "nave solar" asociadas de nuevo a las hachas o al cisne apolíneo‑hiperbóreo, al reno, etc., son vestigios del estadio original de la tradición nórdica (3) que, de forma más general, puede llamarse urania (cultos puramente celestes) o "polar".

Distinta de esta espiritualidad urania, existe otra que se refiere también al símbolo solar, pero en relación con el año (el "dios‑ año"), es decir con una ley de cambio, de ascenso y descenso, de muerte y renacimiento. El tema apolíneo u olímpico original se encuentra entonces alterado por un momento que podríamos llamar "dionisíaco". Aparecen influencias propias de otro principio en otro culto, razas de otro linaje, en otra región. Se constata una interferencia diferenciadora.

Para determinarla tipológicamente, conviene considerar el punto que, en el símbolo del sol como "dios del año", es más significativo: el solsticio de invierno. Aquí un nuevo elemento interviene, adquiriendo una importancia cada vez más grande, a saber, que la luz parece difuminarse pero surge nuevamente como en virtud de un contacto con el principio original de su vida misma. Se trata de un símbolo que, o bien no figura en las tradiciones del tronco boreal puro, o bien figura solo a título completamente secundario, mientras que juega un rol preponderante en las civilizaciones y las razas del Sur donde adquiere a menudo un significado central y supremo. Son los símbolos femenino‑telúricos de la Madre (la mujer divina), la Tierra y las Aguas (o la Serpiente): tres expresiones características, en amplia medida equivalentes y frecuentemente asociadas (Madre‑Tierra, Aguas Generatrices, Serpiente de las Aguas, etc.). La relación que se establece entre los dos principios ‑Madre y Sol‑ es lo que da sentido a dos expresiones diferentes del simbolismo, una de las cuales conserva las huellas de la tradición "polar" nórdica, mientras que la otra conduce, por el contrario, a un ciclo nuevo, la edad de plata, una mezcla ‑que tiene ya el sentido de una degeneración‑ entre el Norte y el Sur.

Aquí donde el énfasis se pone sobre los solsticios, subsiste, en principio, un lazo con el simbolismo "polar" (eje norte‑sur) mientras que el simbolismo de los equinoccions se relaciona con la dirección longitudinal (oriente‑occidente), de forma que la preponderancia de uno o de otro de estos simbolismos en las diferentes civilizaciones permite frecuentemente, por sí mismo, determinar si hacen referencia, respectivamente, a la herencia hiperbórea o a la herencia atlante. En la tradición y la civilización atlánte propiamente dichas, aparece sin embargo una forma mixta. La presencia del simbolismo solsticial testimonia la existencia de un elemento "polar", pero la preponderancia del tema del dios solar cambiante, al igual que la aparición y la importancia capital concedida a la figura de la Madre o a símbolos análogos, revelan, en el momento del solsticio, los efectos de otra influencia, de otros tipo de espiritualidad y de civilización.

Es por ello que, cuando el centro está constituido por el principio masculino‑solar concebido en tanto que vida que sube y baja, que tiene un invierno y una primavera, una muerte y un renacimiento como los "dioses de la vegetación", mientras que lo idéntico, lo inmutable, está representado por la Madre Universal, por la Tierra, concebida como el principio eterno de toda vida, como matriz cósmica, sede y fuente inagotable de toda energía, estamos ya ante una civilización de la decadencia, en la segunda era, tradicionalmente situada bajo el signo acuoso o lunar. En todas partes, por el contrario, donde el sol continúa siendo concebido en su aspecto de pura luz, como una "virilidad incorpórea", sin historia y sin generación, donde, en la línea con este significado "olímpico", la atención se concentra en la naturaleza luminosa celeste de las estrellas fijas, porque se muestran más independientes aun de esta ley de ascenso y decadencia que, en la concepción opuesta, afecta el sol mismo en tanto que dios‑año, subsiste entonces la espiritualidad más alta, la más pura y más original (ciclo de las civilizaciones uranias).

Tal es el esquema general, pero sin embargo fundamental. Se puede hablar, en un sentido universal, de Luz del Sur y de Luz del Norte y, en tanto que tal oposición pueda tener un significado relativamente preciso en lo que es temporal, remite, por lo demás, a épocas lejanas, pudiendose hablar también de espiritualidad urania y de espiritualidad lunar, de "Artida" y de "Antártida".

Histórica y geográficamente, la Atlántida correspondería en realidad, no al Sur, sino a Occidente. Al Sur correspondería Lemuria, continente del que algunas poblaciones negras y australes pueden ser consideradas como últimos vestigios. Ya hemos realizado una rápida alusión a este respecto. Pero en tanto que seguimos esencialmente aquí la curva descedente de la civilización hiperbórea primordial, no consideraremos la Atlántida más que como una fase de este descenso y el Sur, en general, en función de la influencia que ha ejercido, en el curso del ciclo atlante (no solo en el curso de este ciclo, a menos de dar a la expresión "atlante" un sentido general y tipológico), sobre las razas de los orígenes y de civilización boreal, es decir en el marco de formas intermedias, al disponer del doble significado de una alteración de la herencia primordial y de una elevación a formas más puras de los temas ctónico‑demoníacos propios de las razas aborígenes meridionales. Es por ello que no hemos utilizado el término Sur, sino el de Luz del Sur y que emplearemos para el segundo ciclo, la expresión "espiritualidad lunar", al ser considerada la luna como un símbolo luminoso, pero no solar, parecido, de alguna manera, a una "tierra celeste", es decir a una tierra (Sur) purificada.

Que los temas de la Madre o de la Mujer, del Agua y de la Tierra extrajeron su origen primeramente del Sur y se hayan extendido, a través del juego de interferencias e infiltraciones, en todos los vestigios y recuerdos "atlánticos" ulteriores, es un hecho del cual numerosos elementos no permiten dudar y que explica que algunos hayan podido cometer el error de creer que el culto de la Madre era propio de la civilización nórdico‑atlante. Hay sin embargo alguna verosimilitud en la teoría según la cual existiría una relación entre la Môuru ‑una de las "creaciones" que sucedió, según el Avesta (4), a la sede ártica‑ y el ciclo "atlante", si se da a la Môuru el sentido de "Tierra Madre" (5). Algunos han creido ver, además, en la civilización prehistórica de la Madeleine (que es de origen Atlante), el centro originario desde donde se ha difundido en el Mediterráneo neolítico, sobre todo entre las razas camitas, hasta tiempos minoicos, una civilización donde la Diosa Madre jugó un papel preponderante, hasta el punto que ha podido decirse que en el alba de las civilizaciones la mujer irradió, gracias a la religión, "una luz tan viva que la figura masculina permaneció ignorada y en la sombra" (6). Según otros, encontraríamos en el ciclo ibérico‑cántabro, las características del misterio demetríaco‑lunar que predomina en la civilización pelásga prehelénica (7). Hay ciertamente en todo esto, una parte de verdad. Por lo demás, el nombre mismo de los Tuatha de Dannan del ciclo irlandés, la raza divina del Oeste de la que ya hemos hablado, significaría para algunos, "los pueblos de la diosa". Las leyendas, los recuerdos y las trasposiciones supra‑históricas que hacen de la isla occidental la residencia de una diosa, una reina o una sacerdotisa soberana, son, en todo caso, numerosas y, a este respecto muy significativas. Ya hemos tenido ocasión de facilitar, sobre este tema, cierto número de referencias. Según el mito, en el jardín occidental de Zeus, la custodia de los frutos de oro ‑que pueden ser considerados como la herencia tradicional de la primera edad y como un símbolo de los estados espirituales que le son propios‑ pasa, como se sabe a las mujeres ‑a las Hespérides‑ y más precisamente a las hijas de Atlas. Según ciertas leyendas gaélicas, el Avalon atlántico estaba gobernado por una virgen regia y la mujer que se apareció a Condla para llevarlo al "País de los Vivientes" declara, simbólicamente, que no encontró allí más que mujeres y niños (8). Según Hesiodo, la edad de plata estuvo caracterizada precisamente por una muy larga "infancia" bajo la tutela materna (9); es la misma idea, expresada através de idéntico simbolismo. El término mismo de edad de plata se refiere en general, a la luz lunar, a un época lunar matriarcal (10). En los mitos celtas en cuestión, se encuentra constantemente el tema de la mujer que inmortaliza al héroe en la isla occidental (11). A este tema corresponden la leyenda helénica de Calipso, hija de Atlas, reina de la misteriosa isla Ogygia, mujer divina que goza de la inmortalidad y hace participar de ella a aquel a quien elije (12); el tema de la "virgen que está sobre el trono de los mares", diosa de la sabiduría y guardiana de la vida, virgen que parece confundirse con la diosa‑madre Isthar (13); el mito nórdico relativo a Idhunn y a sus manzanas que renuevan y aseguran una vida eterna (14); la tradición extremo‑oriental relativa al "paraiso occidental", de la que ya hemos hablado, bajo su aspecto de "Tierra de la Mujer de Occidente" (15); finalmente, la tradición mejicana concerniente a la mujer divina, madre del gran Huitzlipochli, convertida en dueña de la tierra oceánica sagrada de Aztlan (16). Tales son los ecos, directos o indirectos, de la misma idea, recuerdos, símbolos y alegorías que conviene desmaterializar y universalizar en tanto hacen referencia a una espiritualidad "lunar", a un "reino" y a una participación en la vida caduca,  trasladadas del signo solar y viril al signo "femenino" y lunar de la Mujer divina.

Pero hay más. Aunque se pueda evidentemente interpretar este género de mitos de diversas maneras, en la tradición hebraica relativa a la caida de los "hijos de los dioses", Ben Elohim ‑a la que corresponde, como se ha dicho, la tradición platónica concerniente a la degeneración, a través de la mezcla, de la raza divina atlántica primitiva‑ ocupa un lugar preponderante la "mujer", pues es a través suyo como se habría operado precisamente lo que se considera como una caida (17). Es muy significativo, a este respecto, que en el Libro de Enoch (XIX, 2) se diga que las mujeres, asociadas a la caida de los "hijos de los dioses" se convertian en Sirenas, pues las Sirenas son las hermanas de las Oceánidas, que la tragedia griega presenta en torno a Atlas. Podría verse también aquí una alusión a la naturaleza de esta transformación que condujo, de la espiritualidad original, a las formas de la edad de plata. Sería quizás posible extraer una conclusión análoga del mito helénico de Afrodita, diosa que, con sus variantes asiáticas, es característica de la composición meridional de las civilizacines mediterráneas. Habría nacido en efecto, de las aguas, por la desvirilización del dios celeste primordial, Urano, que algunos asocian, con Cronos, sea a la edad de oro, sea a la región boreal. Igualmente, según la tradición más antigua del Edda, la aparición del elemento femenino ‑de "tres potentes niñas, hijas de gigantes" (18)‑ habría cerrado el ciclo de la edad de oro y dado origen a las primeras luchas entre las razas divinas (Asen y Wanen), luego entre gigantes y razas divinas, luchas que reflejan, como se verá, el espíritu de edades sucesivas. Una estrecha correspondencia se establece así entre la nueva manifestación del oráculo de la Madre, de Wala, en la residencia de los gigantes, el desencadenamiento de Loki y el "oscurecimiento de los dioses", el ragna‑rökr (19).

Por otra parte, ha existido siempre una relación entre el símbolo de la divinidad femenina y el de las aguas y las divinidades, incluso masculinas, de las Aguas (20). Según el relato platónico, la Atlántida estaba consagrada a Poseidón, dios de las aguas marinas. En algunas representaciones iranias, es un dios acuático quien toma el relevo de Cronos, rey de la edad de oro, lo que expresa evidentemente el tránsito al ciclo del Poseidón atlante. Esta interpretación se encuentra confirmada al estar representada la sucesión de las cuatro edades mediante la preponderancia sucesiva de los cuadro caballos de la cuádriga cósmica y estando consagrado el caballo que corresponde el elemento agua a Poseidón; una cierta relación con el fin de la Atlántida aparece igualmente en la alusión a una catástrofe provocada por las aguas o por un diluvio (21).Existe, además, una convergencia con el tema de los Ben Elohim caidos por haberse unido a mujeres: Poseidón mismo habría sido atraido por una mujer, Kleito, residente en la tierra atlante. Para protegerla, habría creado una ciudad circular aislada por valles y canales, y Atlas, primer rey mítico de esta tierra, habría sido el primer hijo de Poseidón y de Kleito (22). El dios Olokun, al que se refieren los ecos de tradiciones atlantes muy antiguas del litoral atlántico africano, puede ser considerado como un equivalente de Poseidon, y éste ‑como el antiguo Tarqu‑ representaba precisamente con la diosa Madre, Mu, un papel característico en el culto pelasgo (en Creta), que fue verosímilmente propio de una colonia atlante. El tesoro de Poseidón que "viene del mar", del ciclo pelasgo, tiene al mismo tiempo un significado lunar, como ocurre otro tanto con el Apis egipcio, engendrado por un rayo de luna (23). Se encuentran, aquí también, los signos distintivos de la edad de plata, que no estuvieron carentes de relación con el demonismo autóctono, pues Poseidón no fue considerado solo como el "dios del mar": bajo su aspecto de "sacudidor de las tierras" donde estuvo asociado a Gea y a las Moiras, es también el que abre la tierra, como para provocar la irrupción del mundo subterráneo(24).

Bajo su aspecto ctónico elemental, la mujer, junto a los demonios de la tierra en general, fue efectivamente el objeto principal de los cultos aborígenes meridionales, de donde derivaron las diosas ctónicas asiático‑meridionales y las que representaban a los montruosos ídolos femeninos esteatopigios del alto megalítico (25). Según la historia legendaria de Irlanda, esta isla habría sido habitada originariamente por una diosa, Cessair, pero también por seres monstruosos y demonios de las aguas, los Fomores, es decir, los que moran "Bajo las Olas" descendientes de Dommu, personificación femenina de los abismos de las aguas (26). Es precisamente esta diosa del mundo meridional, transfigurada, reducida a una forma puramente demetríaca como se presenta ya en las cavernas de Brassempouy del hombre auriñaciense, quien debía introducirse y dominar en la nueva civilización de origen atlántico‑occidental (27). Del neolítico hasta el período micénico, de los Pirineos a Egipto, en la ruta de los colonizadores atlánticos, se encuentran casi exclusivamente ídolos femeninos y, en las formas del culto, más sacerdotisas que sacerdotes, o incluso, con bastante frecuencia, sacerdotes afeminados (28). En Tracia, Iliria, Mesopotamia, pero también entre algunas capas celtas y nórdicas, hasta el tiempo de los germanos, en India, sobre todo en lo que ha subsistido en algunas formas meridionales del culto tántrico y en los vestigios prehistóricos de la civilización llamada de Mohenjodaro, circula el mismo tema, sin hablar de sus formas más recientes, que veremos más adelante.

Tales son, brevemente descritas, las raices ctónicas originarias del tema propio de la "Luz del Sur", a la cual puede referirse la componente meridional de las civilizaciones, tradiciones e instituciones que se han formado tras el gran movimiento de occidente hacia oriente. Componente de disolución, a la cual se opone lo que entronca con el tipo original de espiritualidad olímpico‑urania propio de las razas de estracción directamente boreal (nórdico‑atlántico) o las que consiguieron, a pesar de todo, mantener o volver a alumbrar el fuego de la tradición primordial en un área donde se ejercían influencias muy diferentes a las de la residencia original.

En virtud de la relación oculta que existe entre lo que se desarrolla sobre el plano visible, aparentemente en función de las condiciones exteriores y lo que obedece a un destino y a un sentido espiritual profundos, es posible, a propósito de estas influencias, referirse a los datos del medio y del clima para explicar analógicamente la diferenciación que sobrevino. Era natural, sobre todo durante el período del largo invierno glaciar, que entre las razas del Norte la experiencia del Sol, la Luz y el Fuego mismo, actuasen en el sentido de una espiritualidad liberadora, y así pues, que las naturalezas urano‑solares, olímpicas o de llama celeste figuren, antes que en otras razas, en primer plano de su simbolismo sagrado. Además, el rigor del clima, la esterilidad del suelo, la necesidad de cazar y, finalmente, de emigrar, de atravesar mares y continentes desconocidos, debieron conferirles de forma natural a aquellos que conservaban interiormente esta experiencia espiritual del Sol, del cielo luminoso y del fuego, temperamentos guerreros, conquistadores, navegantes, que favorecieron esta síntesis entre la espiritualidad y la virilidad, cuyas huellas características se conservan entre las razas arias. Esto permite también aclarar otro aspecto del simbolismo de las piedras sagradas. La piedra, la roca, expresan la dureza, la firmeza espiritual, la virilidad sagrada y al mismo tiempo inflexible, de los "Salvados de las aguas". Simboliza la cualidad principal de quienes se aplicaron a dominar los tiempos nuevos, quienes crearon los centros tradicionales post‑diluvianos, en los lugares donde reaparecen frecuentemente, bajo la forma de un piedra simbólica, variante del omphalos, el signo del "centro", del "polo", de la "casa de Dios" (29). De aquí el tema helénico de la segunda raza, nacida de la piedra, tras el diluvio (30), al igual que Mithra, nacido así mismo de una piedra. Son igualmente las piedras quienes indican a los verdaderos reyes o quienes marcan el principio de la "vía sagrada" (el lapis niger romano). De una piedra sagrada hay que extraer las espadas fatídicas y, es, tal como hemos visto, con piedras meteóricas, "piedras del cielo" o "del rayo" que se confecciona el hacha, arma y símbolo de los conquistadores prehistóricos.

En las regiones del Sur, era por el contrario natural que el objeto de la experiencia más inmediata no fuera el principio solar, sino sus efectos, la lujuriosa fertilidad ligada a la tierra; que el centro se desplazase hacia la Madre Tierra como Magna Mater, el simbolismo hacia divinidades y entidades ctónicas, los dioses de la vegetación y de la fecundidad vegetal y animal, y que el fuego pasase, de un aspecto divino, celeste y benéfico, a un aspecto opuesto, "subterráneo", ambiguo y telúrico. El clima favorable y la abundancia natural debían además incitar a la mayoría al abandono, a la paz, el reposo, y a una distensión contemplativa (31). Así, incluso sobre el plano de lo que puede ser condicionado, en cierta medida, por factores exteriores, mientras que la "Luz del Norte" se acompaña, bajo signos solares y uranios, de un ethos viril y de una espiritualidad guerrera, de dura voluntad ordenadora y dominadora, en las tradiciones del Sur corresponde, por el contrario, a la preponderancia del tema ctónico y al pathos de la muerte y de la resurrección, una cierta inclinación a la promiscuidad, a la evasión y al abandono, un naturalismo panteista con tendencias tanto sensuales, como místicas y contemplativas (32).

La antítesis del Norte y del Sur podría referirse igualmente a la existente entre los dos tipos primordiales del Rey y del Sacerdote. En el curso de períodos históricos consecutivos al descenso de las razas boreales, se manifiesta la acción de dos tendencias antagonistas que se reclaman bajo una forma u otra, de esta polaridad fundamental Norte‑Sur. En cada una de estas civilizaciones, habremos de discernir el producto dinámico del reencuentro o del enfrentamiento de estas tendencias, generadora de formas más o menos duraderas, hasta que prevalezcan los procesos y las fuerzas que desembocaron en las edades ulteriores de bronce y de hierro. Esto no se da por otra parte solo en el interior de cada civilización particular, sino también en la lucha entre distintas civilizaciones, en la preponderancia de una o en la ruina de otra, donde se evidenciarán a menudo significados profundos reclamándose de uno o de otro de los polos espirituales y aludiendo más o menos estrechamente a filiaciones éticas que conocieron originariamente la "Luz del Norte" o sufrieron por el contrario el encantamiento de las Madres y los abandonos extáticos del Sur.

 

 

0 comentarios