Metternich. Julius Evola
Biblioteca Evoliana.- Este artículo sobre Metternich nos ha sido enviado por su traductor, José Antonio Hernández García, sin indicación de dónde apareción por primera vez. Por su extensión probablemente sea un artículo escrito para"Il Secolo d'Italia". Evola experimentaba una particular sensación de afinidad con la obra de Metternich al que califica en varios de sus escritos como uno de los políticos más preclaros del siglo XIX, uno de los pocos capaces de entender lo que significó la revolución francesa y el proceso de "internacionalización" de la subversión. El artífice de la Santa Alianza, todavía hoy odiado por el progresismo y la izquierda e ignorado por la derecha liberal, mantiene hoy su alta estatuta política y su alta talla moral.
Metternich
Julius Evola
Traducción de José Antonio Hernández García
Las cosas en Italia no parecen propicias hoy día para tener una apreciación correcta de la figura de Metternich. Él fue la bestia negra del Risorgimento, y se piensa que Italia conoció una renovación después en un segundo Risorgimento, en referencia a los aspectos más dudosos de este movimiento. Pero incluso para quienes no comparten tales ideas, les es difícil superar ciertos prejuicios arraigados y tener la libertad de juicio de la que gozan algunos historiadores extranjeros. Sus conclusiones, a decir verdad, no dejan de estar en relación con los problemas y las crisis de la Europa contemporánea.
Entre dichos historiadores se pueden citar, en primer lugar, a Melynski y a L. Poncins, quienes, en su muy importante libro La guerra oculta (cuya traducción italiana apareció en 1938) han presentado a Metternich como el «último gran europeo», aquel que supo reconocer –superando cualquier punto de vista particularista– el mal que amenazaba a toda la civilización europea y a la que quiso prevenir en el marco de una solidaridad supranacional de las fuerzas tradicionales y dinásticas, pues le parecía que ya era supranacional también la solidaridad de las fuerzas de la subversión.
Entre las obras más recientes, hay que señalar la de A. Cecil, Metternich. Este libro es interesante no sólo en razón de la nacionalidad de su autor –un inglés– sino porque en su más reciente edición responde a quienes únicamente habían visto en sus tesis una provocación, pues ponía de relieve el sentido que tenía la intención y la acción europeas de Metternich, y hacía un balance de lo que sucede después, hasta llegar a la Segunda Guerra Mundial.
Cecil escribe: «Los métodos de Metternich ameritan un estudio más serio por parte de quienes están interesados en impedir la desintegración completa de Europa». Es también, y sobre todo, la idea europea la que Cecil analiza. Resulta interesante observar que, para este autor, mediante Metternich se reafirma una tradición cuyo espíritu es clásico, romano (p. 446): la tradición que quiere abarcar en una unidad supranacional a pueblos diferentes pero respetándolos; la que supo reconocer que la verdadera libertad tiene lugar al amparo de una ley ordenadora superior y mediante la idea jerárquica, y no a través de ideologías democráticas y jacobinas. Es el propio Metternich quien declara que «cualquier despotismo es una declaración de debilidad».
Cecil enuncia justamente que «quien firma la sentencia de muerte de la vieja Austria, ratifica la fórmula de destrucción de Europa». Y esto es así porque Austria encarnaba todavía –al menos en términos generales– la idea del Sacro Imperio Romano, la de un régimen capaz de reunir numerosas nacionalidades sin oprimirlas ni desnaturalizarlas. Ante la ausencia de una fórmula de este género, y frente a la persistencia de nacionalismos exasperados y de internacionalismos devastadores, parecería que estaba prohibido pensar que Europa reencontraría algún día su unidad que, al parecer, es la única condición esencial para su propia existencia en tanto civilización autónoma.
Metternich mismo supo reconocer en la democracia y en el nacionalismo a las principales fuerzas que iban a arrasar a la Europa tradicional, a menos que una acción radical hubiera acabado por sofocarlas. Vio la profunda concatenación de las diferentes formas de subversión que, partiendo del liberalismo y del constitucionalismo, conducirían hasta el colectivismo y el comunismo. Sobre este punto pensaba que cualquier concesión sería fatal. Cecil tiene razón al escribir que si Robespierre arrastra tras su estela a Napoleón, éste a su vez arrastraría a Stalin, pues bonapartismo y totalitarismo no son lo opuesto a la democracia sino, más bien –como Michels y Burnham lo han demostrado– sus consecuencias extremas.
A los ojos de Metternich, el remedio era la idea del Estado: el Estado como realidad elevada y fundada sobre el principio de una soberanía y una autoridad verdaderas, y no como simple expresión del demos. Metternich se rehúsa a creer en las «naciones», en las que ve sólo una máscara de la revolución, un mito antidinástico. En cuanto a su creación, la Santa Alianza, fue la última tentativa que aseguraba a Europa una paz fecunda durante toda una generación, pero que no estuvo a la altura de su principio fundador. De cualquier manera, Cecil recuerda que de Maistre ya había dicho lo esencial cuando afirmaba que no se trataba de hacer una «revolución contraria» sino «lo contrario de la revolución», es decir, proceder a una acción política positiva a partir de bases sólidas espirituales y tradicionales, con lo que la eliminación de todo lo que es subversión y usurpación de lo bajo sería una consecuencia natural.
Así, no hay duda de que una idea de ese tipo, asociada a la solidaridad combativa de todas las fuerzas que –en nuestra Europa– aún son buenas y reaccionan en contra del virus de los «principios inmortales» (el «mal francés», ya no es sólo físico sino espiritual, para retomar la fórmula de Cecil), es la única que, al admitirla, coloca a los hombres –y de ser posible, esencialmente a los soberanos– a su altura, lo que todavía podría salvar lo poco que puede ser salvado de nuestra civilización.
Nota:
Klemenz Wenzel Lothar, príncipe de Metternich-Winneburg (1773-1859). Estadista austriaco que nació en Coblenza. Durante cuarenta años fue canciller de Francisco I y de Fernando I. Negoció el matrimonio de Napoleón I con María Luisa. En 1813 se pronunció contra el emperador francés y contribuyó a su derrota. A partir de 1815 constituyó, con Rusia y Prusia, la Santa Alianza, y se convirtió en jefe de la reacción absolutista en Europa, enemigo de cualquier idea revolucionaria. Reprimió férreamente los movimientos liberales surgidos en Italia y Alemania, y se mostró hostil a la sublevación griega contra Turquía y a los movimientos revolucionarios de las colonias hispanoamericanas. En 1848 fue destituido a consecuencia de la revolución que estalló ese mismo año. (N. del T.)
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