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Metafisica del sexo

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 28. Significado de la orgía

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 28. Significado de la orgía

Aparte los casos de regresión naturalista (como en ciertas formas modernas, casi castas, de impudor femenino) o de liberti­naje, uno de los raros contextos en que el eros se pone en eviden­cia de una forma desnuda, sin inhibición, es el constituído por los ritos y las fiestas orgíacas colectivas: experiencias, éstas, que nos llevan más allá de la fenomenología del amor y de la sexualidad profanas. Según lo que ya hemos dicho, parece natural que en estos casos desaparezca esa especie de "complejo de falta" que suele ir unido al uso del sexo, porque ya en el punto de partida la oscilación del eros es resuelta en el sentido sacral, sentido correspondiente a sus posibilidades positivas y opuesto a la nece­sidad concupiscente del mero individuo. Inclusive entre los pueblos primitivos, ocurre precisamente que, mientras que gene­ralmente persiste una repugnancia por el acto sexual visible y manifestado, este sentimiento está ausente cuando este acto for­ma parte de un conjunto cultual. Además de la desnudez ritual que, como en otro caso en la misma mujer, en la Grecia antigua, el gesto llamado anasurma, mediante el cual, según un paradig­ma divino, ella levantaba sus ropas para mostrar la parte más íntima de su cuerpo, da testimonio de cómo el mismo "pudor funcional" femenino puede desaparecer completamente cuando interviene el momento sacral. Algunas observaciones sobre la metafísica de la orgía pueden encontrar lugar aquí, a título de tránsito de la fenomenología del amor profano a aquella fenomenología que constituirá el objeto de los próximos capítulos. En efecto, las formas orgíacas repre­sentan algo de intermedio: aquí los condicionantes individuales del eros son superados, pero, al mismo tiempo, no se trata de un régimen de uniones diferente del régimen usual que lleva al riego espermático del seno de la mujer con la posibilidad correspon­diente de una fecundación. A propósito de este último punto, es sin embargo significativo que, según las noticias de que se dispo­ne, parece resultar que, en las orgías colectivas sacrales, los casos de fecundaciones han sido mucho menos numerosos de lo que se podía esperar, como si en las orgías la fuerza sexual recibiese, ya, desde el interior, una orientación diferente.

En la promiscuidad orgíaca, la finalidad más inmediata y evidente es la neutralización y la exclusión de todo cuanto se refiere al "individuo social". Inclusive en el dominio etnológico, la idea de la promiscuidad como estadio "naturalista" originario ha sido abandonada en gran parte (78). Realmente, también entre los salvajes la promiscuidad aparece casi siempre limitada a ocasiones especiales ligadas al elemento ritual. Ya se trate de orgías de pueblos primitivos y exóticos, ya de fiestas análogas de la antigüedad occidental, el denominador común es la abolición temporal de todas las prohibiciones, de todas las diferencias de condiciones sociales y de todos los lazos mediante los cuales cada manifestación en formas elementales se hace habitualmente imposible al eros. En principio, el régimen de la promiscuidad 'excluye no solamente los condicionamientos del individuo social, sino inclusive los del estrato más profundo, los del estrato del individuo como personalidad. Este régimen tiende pues a una liberación casi total. Ciertas fiestas de las poblaciones salvajes han tenido un carácter estacional que ha favorecido las interpre­taciones unilaterales, también porque no se ha tenido en cuenta la posibilidad de que todo lo que se encuentra en el dominio etno­lógico no representa algo primario, sino un orden de formas ya degradadas y oscurecidas. Hayan estado o no presentes intencio­nes "mágicas" en sentido estricto (ritos de fecundidad, de fecun­dación, etc.), la razón esencial de las fechas de estas fiestas se debe buscar en correspondencias cósmico-analógicas. Así, el emperador Juliano hizo recordar que, por ejemplo, la época del solsticio de verano era elegida para la celebración de ciertas fiestas de este género porque en esos momentos el sol parece separarse de su órbita y perderse en el infinito: fondo cósmico y "clima" muy conveniente para una tendencionalidad análoga a la libera­ción orgíaca y dionisíaca. El nombre romano de una fiesta que, aparte ciertos rasgos de licencia popular, conservaba indiscuti­blemente también los de un clima orgiaco, las Saturnalias, es significatÑo por otra parte. Según la intérpretación popular, en ella se intentaba celebrar un retorno momentáneo a la edad primordial én que Saturno-Cronos había sido el rey, edad en la que no existían ni leyes ni diferencias sociales entre los hombres. Esta es la traducción exotérica de una idea más profunda: se pre­sentaba en términos temporales, históricos —como la re-evoca­ción de un pasado mítico—, la participación en un estado que está más bien por encima del tiempo y de la historia, y en los términos de una abolición de las diferencias sociales y de las prohibiciones, se daba la finalidad más verdadera, la de superar interiormente la forma, el límite del individuo en tanto tal.

En su conjunto, sostenida por estructuras sacrales institucionales y alimentadas por el clima propio de una acción colectiva, la fiesta orgíaca tendía pues a esta obra de catarsis y de lavado de lo mental, de neutralización de todas las estratificaciones de la .conciencia empírica, que habíamos dicho que podía realizarse en varios casos de eros profano auténtico, ya en las uniones indivi­duales. La palabra "lavado" que acabamos de emplear permite, por otra parte, establecer nexos ulteriores de significación. En efecto, en el simbolismo tradicional, las "Aguas" han representa­do siempre la sustancia indiferenciada de toda vida, es decir, la vida en el estado anterior a cada forma, luego libre de todas las limitaciones de la individualización. Sobre esta base, en los ritos de muchas tradiciones, la "inmersión en las aguas simboliza la regresión a lo preformal, la regeneración total, el nuevo nacimien­to, porque una inmersión equivale a una disolución de las formas, a una reintegración en el mundo indiferenciado de la preexisten­cia" (79). Según este sentido, las Aguas representan el elemento que "purifica" y, en términos religiosos, exotéricos, que lava el pecado y justamente regenera: es notorio que un significado de este género, presente en la múltiple variedad de los ritos lustrales, se ha conservado en el mismo sacramento cristiano del bautismo.

Anticipando el orden de ideas que trataremos en el próximo capítulo, es preciso hacer notar en seguida que, en el simbolismo tradicional, las Aguas y el principio femenino divinizado bajo la forma de una Diosa o Madre están estrechamente asociados: el signo arcaico de las aguas —un triángulo invertido— es el mismo que el de la Mujer y el de la Diosa, o Gran Madre, obtenido por la esquematización de las líneas del pubis femenino y de la vulva. Podemos decir que este sentido fija el carácter específico propio de las orgías en uno de sus aspectos fundamentales: se trata de una regresión liberadora en lo informe, desarrollándose bajo el signo femenino. Así, para alegar hechos de un orden un poco diferente, puede ser interesante hacer notar la relación que tienen con las Aguas los Apsara, entidades femeninas fascinantes, "hetai­ras celestes", que en la epopeya hindú se encarnan también para seducir a los ascetas. Nacidas de las Aguas, su nombre viene de ap = agua y saca, cuya raíz es sri, que quiere decir correr (aquí, en el sentido de fluir). Y como encadenamiento de ideas simila­res, recordaremos también la fiesta siriaca antigua, desenfrenada, de las Aguas, Maiumas, en la que las mujeres se mostraban desnu­das en el agua, provocando la embriaguez y el transporte en aque­llos que habían acudido con el espíritu lúcido. Conviene tener presente este punto particular, que no resalta en la interpretación propuesta por el autor citado hace pocas líneas: interpretación que, sin embargo, conviene a todo el resto, a condición de que, por el momento, se haga abstracción de lo que él dice sobre el lado mágico, y no ya simplemente interior, de la experiencia orgíaca (en seguida hablaremos de ese otro aspecto): "En rela­ción directa con estas creencias de la regeneración cíclica --reali­zada para el ceremonial agrario— se encuentran también innume­rables rituales de la "orgía", de la reactualización fulgurante del caos primordial, de la reintegración en la unidad no diferenciada de antes de la creación" —escribe Eliade (80)—. "La orgía, lo mismo que la inmersión en el agua, anula la creación, pero al mismo tiempo la regenera; identificándose con la totalidad no diferenciada, precósmica, el hombre espera volver a sí restaurado y regene­rado, en una palabra, "un hombre nuevo" (81).

Dado el significado de una apertura cósmico-panteista que la orgía puede así también adquirir en lo que concierne a sus efectos como experiencia del individuo, aquí aparece de nuevo la doble posibilidad positiva y negativa del eros. De hecho, experiencias de este género pueden entrar en la línea de las liberaciones extáticas propias de los Misterios de la Mujer y de la Madre, a los cuales se opone la finalidad principal de las iniciaciones celebradas por el contrario bajo el signo uránico-viril. El contacto con las Aguas, con lo sin-forma, puede ser ambivalente, puede tener un doble resultado si se considera el núcleo sobrenatural de la personalidad; puede tanto poner este núcleo en libertad como disolverlo. El mismo Eliade (82) lo ha visto, en cierta medida, cuando ha recor­dado las palabras de Heráclito (fr. 68): "Es muerte para las almas convertirse en agua", que se corresponden con estas otras de un fragmento órfico: "Para el alma, el agua es la muerte" (Clem., VI, ü, 17, i). Son palabras que se justifican por relación al ideal solar, a la "vía seca" de la liberación uraniana, del desprendimiento absoluto del círculo de la generación, la sustancia y el alimen­to del cual, según otro aspecto más especial del simbolismo de que hemos hablado, es el principio húmedo. Es por esto por lo que en las doctrinas tradicionales se encuentra una diferencia­ción del simbolismo de las Aguas y por lo que las Aguas superio­res se oponen a las Aguas inferiores. Como es sabido, este motivo figura en la Biblia misma, y Giordano Bruno, refiriéndose a él, dice: "Hay dos especies de aguas: bajo el firmamento, las aguas inferiores que ciegan; sobre el firmamento, las aguas superiores que iluminan" (83). Sin detenernos sobre este punto, limitémo­nos a subrayar, respecto a la orgía, el sentido de una forma inter­media en la que la abolición de los condicionamientos individua­les y el momento de la superación presentan, sobre un plano supe­rior, con un fondo ya sacral, el doble rostro que tienen en el amor humano.

(78) Cfr., por ej., E. WESTERMARCK, History of human marriage, London — New York, 1891, cc. 1V-VI.

(79)  M. ELIADE, Traité d'histoire des religions, París, 1949, págs. 168, 173.

(80)        Ibid., pág. 299.

(81)        Ibid., pág. 307.

(82)        Ibid., págs. 175-176 nota.

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 27. Variedades del pudor. Metafísica del pudor

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 27. Variedades del pudor. Metafísica del pudor

"Naufragó en aquel abismo del placer del que el amor sale a flote pálido, taciturno, pleno de una tristeza mortal" (Colette): si las situaciones anteriormente comentadas se contraponen a las situaciones deprimentes, expresadas por tales palabras, sobre las cuales se basa el conocido adagio: animal post coitum triste, la explicación de aquello la da este mismo adagio, en cuanto se refiel re propiamente al animal, es decir, a un amor humano más o menos more ferarum. En particular, es de presumir que estos esta­dos negativos y deprimentes se producen, sobre todo, a continua­ción de uniones que no lo son verdaderamente, a esas uniones que, como ya hemos indicado, se convierten en algo así como una unión acordada para un placer más o menos solitario de una de las dos partes o de las dos. En efecto, estos estados de depresión se parecen bastante a aquellos que generalmente siguen a los actos de placer solitario en sentido propio, es decir, a la masturbación.

Pero también es posible una diversa explicación, sólo que ella lleva más allá de los datos más inmediatos de la conciencia indivi­dual y no puede aplicarse a la gran mayoría de los casos. No es la explicación dada por la moral corriente de inspiración cristiana que, partiendo de un odio teológico por el sexo, quisiera ver en estos estados eventuales de depresión, de tristeza e inclusive de disgusto después del "placer", una especie de sanción natural de su carácter de pecado. La sensación confusa de una falta puede ciertamente entrar en juego sobre un plano no moralista, sino trascendental. Y el presupuesto de ello es que exista en lo profun­do de la conciencia del individuo en cuestión una predisposición en cierto modo ascética, o sea, al renunciamiento. Se trata, des­pués, casi exclusivamente de hombres; es muy raro que la mujer se sienta deprimida y envilecida después de una unión sexual a la que ha consentido, más bien todo lo contrario, a menos que inter­vengan factores exteriores, sociales o de otro tipo (por ejemplo, inhibiciones inconscientes).

Se puede considerar esta posibilidad, porque también otros datos sintomáticos del comportamiento erótico, entre los cuales se incluye el fenómeno mismo del pudor, parecen conducirnos al mismo punto. Para afrontar el problema, es preciso volver de nuevo al doble rostro, positivo y negativo, del eros, estudiado por nosotros al final del precedente capítulo. En el presente capí­tulo, hemos dirigido nuestra atención a aquellos fenómenos de una superación positiva —que reflejan en cierto modo la metafí­sica del sexo ofrecida por el mito del andrógino— que puede figu­rar en el mismo amor profano. Pero hay que considerar también el otro lado, la otra posibilidad, la indicada por el mito de Pando­ra: el eros como simple deseo extravertido que conduce a la gene­ración, que en la satisfacción no suprime la privación existencial, sino que la confirma y la perpetúa conduciendo, más allá de la ilusoria "inmortalidad de la especie", no a la Vida, sino a la muer­te. En relación con esto, en el campo del amor profano, amor que, para la mayoría de los hombres y las mujeres, es prácticamente el que acaba por alimentar el círculo de la generación, sería preciso considerar este problema: ¿el hombre busca a la mujer porque siente en sí una privación o por el contrario son la presencia y la acción de la mujer las que crean la privación, provocando una especie de aflojamiento interno y llevando al hombre fuera de sí, suscitando en él el estado de deseo, de concupiscencia? Es decir que es preciso preguntarse con Kierkegaard (74) si el hombre que se sentía erróneamente entero y suficiente, al encontrar a la mujer y al experimentar la necesidad de ella, descubre que es un semi-hombre, o bien si es una tal circunstancia la que lo extravierte, lo hace decaer de una condición de centralidad, lo darla.

El problema es complejo. Caso por caso, la solución es diver­m, mientras que la evaluación difiere según los puntos de refe­(miela. Se advierta o no, la privación es consustancial al individuo finito; así la clausura del Yo no puede ser considerada como un valor, por el contrario, cada trascendimiento sí puede incorporar un valor. De ahí el orden de ideas puesto de relieve en este capí­tulo, en el que hemos hablado de los aspectos positivos de la experiencia erótica. Por el contrario, si se consideran todas las si (ilaciones en las que la salida de sí no comporta del todo una ascensión, una integración, entonces en el ceder al deseo por la mujer se puede ver una caída y una alteración del ser íntimo, casi una traición respecto a una vocación más alta. Y sentir esto, inclusive confusamente, alejará a menudo de la búsqueda de la plenitud del ser y del sentido de la existencia a través del misterio del sexo, por causa del carácter problemático de esta vía. En este caso, el poder de la mujer, el encanto destructor de la mujer, el éxtasis engañoso que procura la sustancia femenina íntima, pueden aparecer como letales, enemigos, contaminadores. Inclu­sive sin llegar al foemina ¡anua diabuli de Tertuliano, este punto de vista predomina en los medios ascético-iniciáticos. Ello aparece resumido en esta máxima bíblica: Non des mulieri potestatem animae tuse.

Como hemos indicado, la condición previa de reacciones interiores de tal género es una activación consciente o embriona­ria en el individuo de lo que, en Oriente, se llamaría el elemento extrasamsárico o el puro elemento yang, es decir, la virilidad trascendente o, más simplemente todavía, el principio sobrena­tural de la personalidad humana. En la masa, esta conciencia constituye un fenómeno excepcional. Sin embargo, existen acti­tudes que no se podrían explicar más que en función de una especie de oscuro presentimiento residual de esta conciencia.

Es en este contexto en el que se puede tratar brevemente el problema del pudor. Ante todo, es preciso hacer algunas distincio­nes. Hay formas generales de pudor que no tienen una conexión particular con lo sexual: por ejemplo, el pudor por ciertas funcio­nes fisiológicas (defecación, micción), además del pudor, en gene­ral, por la propia desnudez. Algunos estiman que este pudor no es innato, alegando el hecho de que ni los niños ni las poblaciones salvajes lo experimentan. Pero aquí se cae en el acostumbrado equívoco de considerar como "natural" en el hombre lo que es primitivista. La verdad es que en el hombre existen ciertas dispo­siciones, consustanciales a su "idea", las cuales pueden permane­cer potenciales en los estadios primitivos y manifestarse solamente en una humanidad adecuadamente desarrollada, cuando se forma un clima apropiado, que es el que habitualmente corres­ponde a la "civilización". En este caso, no hay que hablar de un sentimiento "adquirido", sino de un tránsito de la potencia al acto, de disposiciones preexistentes. En efecto, para las faculta­des humanas, en más de un caso, se observa un desarrollo tanto más tardío cuanto más nobles son ellas.

Ahora bien, el fenómeno del pudor en su aspecto más gene­ral y no sexual procede de un impulso más o menos inconscien­te del hombre en tanto tal, a poner una cierta distancia entre él y la "naturaleza"; tanto que, en parte, es justa la definición del pudor dada por Mélinaud: la vergüenza que se experimenta por la animalidad en nosotros. Sin embargo, es preciso no esperar a que este instinto se manifieste en estadios pre-personales (como en el niño) o regresivos (como en los salvajes), en los que no despunta, sino que está todavía latente, o bien está velado, aquel principio superior, aquella dimensión superior del Yo, que puede dar lugar a impulsos de este género.

Pasemos ahora a las formas del pudor que tienen relación con la sexualidad. Aquí, ante todo, se debe considerar un sentido posible del pudor por la propia desnudez, diferente del que aca­bamos de indicar; en segundo lugar, se debe tomar en considera­ción el pudor particular por los órganos sexuales; en tercer lugar, se debe examinar el pudor por el acto sexual. Al respecto de las dos primeras clases de pudor, es preciso establecer una distin­ción muy neta entre el pudor masculino y el pudor femenino. En general, al pudor de la mujer hay que negarle el significado profundo, metafísico, del que hablaremos. Como su reserva, su "modestia" o su "inocencia", el pudor femenino es un simple ingrediente de su cualidad sexualmente atractiva y se le puede hacer entrar entre los caracteres terciarios de su sexo (cfr. § 10). Volveremos por otra parte sobre este punto en el próximo capí­tulo. Un tal aspecto o uso "funcional" es por el contrario extraño al pudor masculino. Una contraprueba del hecho de que el pudor femenino no es un hecho ético, sino sexual, es, como se sabe, que el pudor de su propia desnudez cesa completamente cuando las mujeres se encuentran entre ellas, e inclusive da lugar al placer del exhibicionismo (a menos que intervenga algún complejo de infe­rioridad, es decir, el temor de tener un cuerpo menos bello y menos deseable que las otras); mientras que este pudor subsiste en los hombres (abstracción hecha aquí de lo que es propio de las fases de primitivismo regresivo de una civilización como la civilización contemporánea). Por su carácter funcional, el pudor femenino tiene después un sentido psicológico-simbólico del que deriva la variedad y la mutabilidad de su objeto principal. Se sabe que hasta ayer, en las mujeres árabes y persas, el más grande objeto del pudor sexual era la boca, tanto que si una muchacha de una de estas razas hubiese sido sorprendida por un hombre en un momento en que ella no tuviera otra cosa que una camisa echada sobre los hombros, se hubiera en seguida servido de ella para cubrirse la boca, sin preocuparse por poner así en evidencia otras partes más íntimas de su cuerpo. Pero para las chinas el objeto particular del pudor eran los pies, de manera que ellas rara vez consentían en mostrarlos ni siquiera a sus maridos. Y se podrían indicar otras curiosas localizaciones del obje­to del pudor, según los pueblos y también según las épo­cas. El hecho es que, en este orden de ideas, una parte del cuerpo no tiene más que un valor de símbolo y mostrarlo, no ocultarlo, tiene la significación implícita de abrirse, de un no sustraerse, de un no ser para sí. Según esto, es decir, según esta funcionalidad simbólica del pudor, como conse­cuencia de la cual una parte va a representar el ser más ínti­mo, se comprende la variabilidad de su objeto, aunque sea natural la preponderancia de referencias a las partes del cuerpo femenino ligadas a la sexualidad, o bien al uso sexual de la mujer. El hecho de que en algunos autores latinos la expresión "gustar" o "usar la pudicitia" de una mujer fue sinónimo de tomar su virginidad, es decir, de la más grande ofrenda erótica, refleja justamente esta idea.

La funcionalidad sexual del pudor femenino, la ausencia en él de un carácter ético y autónomo son, en fin, claramente ates­tiguados por el hecho, asimismo bien conocido, de que una mujer ostenta pudor cuando la atención masculina se dirige sobre una parte de su desnudez que, sin embargo, puede ser más parcial que la que ella exhibe públicamente en otras ocasiones sin la menor sombra de discreción: por ejemplo, en nuestros días, ella tendrá vergüen.za de mostrar sus piernas cubiertas de medias alzando el vestido, mientras que se paseará con impúdica inocencia animales-ca en traje de baño de "dos piezas", que no cubren más que unos pocos centímetros cuadrados de su cuerpo. Es por eso por lo que se ha hecho notar justamente que no se debe concluir la falta de pudor del hecho de la ausencia de vestidos, pues se han verificado formas particulares de pudor en poblaciones que van desnudas o casi desnudas; de la.misma manera que, por el contra­rio, no se debe concluir la presencia del pudor por el hecho de que se lleven vestidos, ya que el cubrirse no es una prueba del verdadero pudor (75). Se sabe demasiado bien que a menudo la mujer no se sirve de los vestidos más que para producir un efecto más excitante, por alusión a las promesas de su desnudez. Pero hay que ver bajo una luz diferente el hecho de que, casi en el mundo entero, se ha relacionado con el concepto de los órganos genitales el de algo de lo que se debe sentir vergüenza (el putendum, las "miserias", les parties honteuses, etc.). Este concepto se extiende también a la actividad amorosa, porque no solamente cuando se trata de la unión de los cuerpos, sino también respecto a manifestaciones mucho menos íntimas, los amantes muestran generalmente pudor, y Vico llegó inclusive a asociar el sentimiento de ser vistos por un Dios a la vergüenza que, en los tiempos primordiales, habría impulsado a las parejas humanas a ocultarse cuando se unían sexualmente. En este contexto, determinadas observaciones de Schopenhauer son dignas de atención. Schopen‑hauer se pregunta por qué es a escondidas y casi con temor como los enamorados intercambian su primera mirada llena de deseo, por qué se ocultan para sus intimidades y, se diría, se turban y se asustan del acto de su unión, cuando se les sorprende en él, casi como si fuesen sorprendidos en la comisión de un crimen.

Schopenhauer hace notar que todo esto quedaría incomprensi­ble si, con el abandono de sí en el amor no se aliase el sentimiento oscuro, trascendental, de una falta, de una traición. Sin embargo, la explicación que da de ello es forzada e impropia. La vida sería esencialmente dolor y miseria; y puesto que, según Scho­penhauer, el sentido y el fin último de todo eros sería la procrea­ción, los amantes tendrían vergüenza y se sentirían culbles cuando obedeciesen al instinto procreador destinado a perpetuar el dolor y la miseria del mundo en nuevos seres. "Si el optimismo tuviese razón, si nuestra existencia fuese el don, digno de ser aco­gido con reconocimiento, de una bondad divina iluminada de sabiduría, luego una cosa preciosa, gloriosa y alegre, entonces el acto que la perpetúa debería presentar una fisonomía comple­tamente diferente" (76). Todo esto resulta sin embargo bastante poco convincente. Por otra parte, el pesimismo de Schopenhauer es el simple producto de una filosofía personal; en todo caso, los fenómenos a los que él hace alusión aparecen también en civili­zaciones absolutamente extrañas al pesimismo y en las más aleja­das de las concepciones dualistas como las que, en el cristianis­mo, han dado lugar a una antítesis entre "espíritu" y "carne".

Aunque Schopenhauer ha puesto justamente de relieve correspon­de más bien a un hecho existencial autónomo, frente al cual, hasta las diferentes condenas, moralizantes y teológicas, de las relaciones sexuales son simples derivaciones "absolutizadas", es decir, sustentadas sin tener ningún lazo directo con un sentido profundo. En realidad, aquí se trata del sentimiento oscuro de la ambivalencia del eros, el cual, mientras que por un lado seduce con los aspectos de una embriaguez que hace presentir la supera­ción del individuo finito y dividido, por otro comprende también la posibilidad de una caída, de la traición de una vocación más alta, a causa de la ilusión y de la contingencia que puede presentar la satisfacción más corriente del deseo y del instinto, y a conti­nuación en consideración a todo lo que, partiendo del valor de la progenitura hasta los hechos sociales y sentimentales del amor en las relaciones entre los sexos, tiene el sentido de un sucedáneo y de una dilación de la posesión de un sentido absoluto de la exis­tencia. En fin, si no en la mujer, al menos en el hombre puede tratarse de una oscura sensación de la lesión que el mismo deseo representa para su ser interior, para el principio sobrenatural en sí, cada vez que del veneno no se extrae un remedio, que de la alteración no deriva un éxtasis en alguna medida liberador. Bajo las especies de los hechos del comportamiento no asociados a una idea, a un concepto de la conciencia refleja, inclusive en la humanidad más ordinaria y más aproximativa, corren, como sombras lejanísimas de tales significaciones de la metafísica del sexo, los signos constitutivos del pudor sexual y de los demás hechos anteriormente señalados. Estos hechos, inteligibles en el marco de una concepción naturalista y biológica del ser huma­no (77), son apenas tocados por la banalidad de las diferentes interpretaciones "sociales", mientras que debe ser considerado como fantasía lo que los psicoanalistas han imaginado a este pro­pósito, basándose en tabúes sexuales de los salvajes y en comple­jos ancestrales del subconsciente. La única interpretación que ha llegado un'poco más al fondo es precisamente la interpretación schopenhaueriana que, como hemos visto, hace entrar en juego un oscuro sentimiento trascendente de falta; pero aquí el recurso a la idea de que "la vida es dolor" no es más adecuado que esa interpretación popular del budismo (por lo demás compartida

 

(65)             In vino veritas, ed. cit., pág. 52.

(66)             PLOSS-BARTELS, Das Weib, cit., v .1, pág. 359.

(67)             SCHOPENHAUER, Metaphysik der Geschlechtsliebe, cit., págs. 119, 128-129.

(68)             Se puede hacer notar que aquí, ahora bajo otro aspecto, aparece la diferencia entre la función sexual y la función nutritiva. Si la una fuese tan "biológica" y "natural" como la otra, no se debería sentir mayor vergüenza de la cópula que de la alimentación, o bien no se debería sentir menos vergüenza de la alimentación que de la cópula. por el propio Schopenhauer), según la cual, en Oriente, el impulso a la realización de la sambodhi —de la iluminación— y del nirvána, procedería del dolor de la existencia.

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 26. Sobre la experiencia de la unión sexual

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 26. Sobre la experiencia de la unión sexual

Diferentes autores consideran significativo el hecho de la seriedad que penetra a los amantes en el momento de la unión de los cuerpos. En estos momentos, cesa cualquier broma, cualquier futilidad, cualquier vana galantería, cualquier expansión senti­mental. El libertino y la prostituta misma, cuando no está aneste­siada por un régimen de prestación pasiva e indiferente desde el comienzo hasta el fin, no constituyen en esto una excepción. "Cuando se ama, no se ríe; quizá se sonríe apenas... En el espas­mo se está serio corno en la muerte" (66). Toda distracción cesa. Además de seriedad, la unión sexual comporta un grado de con­centración particularmente elevado, aunque a menudo sea una forma de concentración involuntaria, impuesta al amante por el mismo desarrollo del próceso. Por esta razón, todo lo que a pesar de todo le distrae puede tener sobre él un efecto inmediato eróticamente inhibitorio, inclusive psicológicamente inhibitorio. Emotivamente, y figuradamente, es esto lo que implica el "don" de un ser al otro en la cópula; inclusive cuando el todo tiene el carácter de una unión fortuita y sin continuación. Estos rasgos, esta seriedad, esta concentración, son reflejos del sentido más profundo del acto de amor, del misterio en él incluído.

Ya hemos hablado en la Introducción de la dificultad de recoger testimonios a propósito de los estados que el hombre y la mujer experimentan en el límite de la unión sexual: no sola­mente es debida esta dificultad al natural escrúpulo en hablar, sino a menudo también al hecho de que el climax, el acmé, corresponde a condiciones de conciencia reducida, a veces inclusi­ve a soluciones de continuidad, es decir, a interrupciones de la conciencia. Y es natural: no se puede esperar otra cosa de un estado de parcial, pero sin embargo brusca, "trascendencia", en el caso de seres en los cuales toda conciencia equivale a la condi­ción de ser conscientes como individualidades finitas, empíricas, condicionadas. La conciencia ordinaria sabe conservarse intacta en el momento de la unión casi tan poco como ella puede sobrepasar lúcidamente el umbral del sueño lleno de sueños con el que se realiza un cambio de estado semejante, una ruptura de nivel análoga. Entre los dos casos, habría sin embargo, en princi­pio, la diferencia debida a la exaltación, a la embriaguez, al raptus propio del estado erótico en general y, por el contrario, ausente en el tránsito al estado de sueño, al que de costumbre se entrega uno presa de la fatiga y con disposición a perder la conciencia. Esta exaltación provocada en el punto de partida por el magnetismo sexual podría servir de punto de apoyo, podría constituir una condición favorable para la continuidad de la conciencia y, por tanto, para su "apertura" eventual a través de la unión. Pero cuándo ocurre esto, y en qué medida, en el amor profano, es difícil de precisar. Para un estudio desde el exterior, científico u objetivo, sobre bases diferenciales, es extremadamen­te insuficiente la documentación de que disponemos. A esto se añade que, en rigor, no habría por qué limitarse a las experien­cias de los hombres y las mujeres de nuestra raza y de nuestro tiempo. Sería preciso igualmente tomar en consideración otros pueblos y épocas diferentes, en los cuales hay lugar a suponer que las posibilidades de experiencia interior no fueron idénticas a la de la humanidad moderna europeizada. Por otra parte, la utili­zación directa del material recogido personalmente por el autor no se ajusta al carácter de este libro. En las consideraciones que seguirán, no olvidaremos este material, pero lo haremos valer indirectamente. Hemos aludido al posible valor de documento que presenta cierta materia ofrecida por la literatura de tono eró­tico. Pues bien, allí donde esta literatura nos ha parecido expresar de cerca lo que nos ha sido dado oir directamente de una u otra persona, y allí donde, por otra parte, ella parece resultar suficien­temente atendible en base a consideraciones generales, recurrire­mos a ella.

Ya en los Upanishades (67) se hace alusión al raptus extáti­co, a la posibilidad de la "supresión de la conciencia del mundo exterior tanto como del mundo interior", cuando "el hombre es abrazado por la mujer"; de una cierta manera, se establece una analogía entre esta experiencia y aquélla que interviene con la manifestación del átmá, es decir, del Yo trascendente ("así el espíritu, cuando es abrazado por el átmá, que es el conocimiento mismo, no ve ya ni las cosas exteriores ni las cosas interiores"). Cuando, en Werther, el protagonista de la novela dice: "Desde entonces, el sol y la luna y las estrellas pueden continuar tranqui­lamente su curso, yo no sé si es de día o de noche, y todo el universo desaparece ante mí", estamos sobre el plano de la litera­tura romántica, pero hay también algo más, porque la dirección hacia el raptus indicada es idéntica a la que se concretiza y tiene lugar en la unión sexual, según este pasaje del Upanishad. Desde el principio del orgasmo sexual se produce un cambio —ulterior potencia de aquél que intervino tendencialmente con el enamora­miento— y, en el límite, con el espasmo, tiene lugar un trauma­tismo en el individuo, una intervención, sufrida en lugar de ser asumida, del poder "que mata". Es sin embargo algo que "atra­viesa" el ser en lugar de ser asido y asimilado.

Respecto a los estados que se manifiestan en la constitución más profunda del individuo, en general es preciso establecer una diferencia entre el caso de la unión real de un hombre con una mujer según un magnetismo engendrado por su existencialidad polarmente diferenciada, y el caso de, podríamos decir, un empleo consentido del cuerpo para un fin en el fondo autoeróti­co, poco diferente de la masturbación; es decir, para llegar al puro espasmo orgánico de una satisfacción individual del hombre o de la mujer, o de ambos, sin una comunicación o compenetración afectivas. Esta última es la situación que, en el fondo, se realiza cuando se está orientado hacia la simple "búsqueda del placer", cuando el "principio del placer" domina la unión, hasta el punto de darle ese carácter extrínseco al que hemos aludido cuando hemos negado que dicho principio sea el resorte más profundo del eros. En este caso, cada uno de los dos amantes es alcanzado por una especie de impotencia; goza sólo para sí, ignorando la realidad del otro ser, no llegando a ese contacto con la sustancia íntima, sutil y "psíquica" de lo que, solo, puede alimentar una intensidad disolvente y propiciadora del éxtasis. Es posible que, en la Biblia, la expresión "conocer" a una mujer, empleada como sinónimo de poseerla, haga alusión a la orientación de la unión opuesta a esa, mientras que es interesante que inclusive en el Káma-sútra (II, x) la unión con una mujer de casta inferior que no dura más que hasta que el placer del hombre sea satisfecho, se llame "la cópula de los eunucos".

Un testimonio interesante es aquél de una joven que, en el espasmo sexual, tenía la impresión de "ser transportada, por así decir, a una esfera superior", "como al principio de una narco­sis por cloroformo" (68). La imaginación no tiene más que una parte accesoria en descripciones como la siguiente, que es una de las que podemos presentar como ilustración de testimonios directos recogidos por nosotros mismos: "El y ella eran, ahora, una sola persona... El no era ya él mismo. Era la mitad de un nue­vo cuerpo; por esto, todo era tan extraño, arriba, arriba, arriba. Una luz cegadora brilla repentinamente con un rumor ensorde­cedor que no era enteramente un rumor; se encontraban lanzados en la eternidad, en un torbellino de colores y de formas; después tuvo lugar un choque súbito y cayeron hacia abajo, hacia abajo. El cerró los ojos con terror, hacia abajo, hacia abajo; ellos conti­nuaron cayendo por siempre, hacia abajo, hacia abajo" (L. Lan­gley). La noción de un "rumor ensordecedor" figura de hecho en la fenomenología de la conciencia iniciática, como asimismo figu­ra en ella la sensación de hundirse. Pero es preciso hacer notar que frecuentemente esta sensación interviene de forma de provocar un sobresalto instintivo, como cuando se está a punto de quedarse dormido, y en una fase de tránsito de las experiencias provocadas por el haschich, como recuerda el mismo Baudelaire en Paraísos artificiales. Por la convergencia evidente del contenido, podemos añadir también el testimonio de una persona mortalmente alcan­zada por una explosión, experiencia de encaminarse a un efectivo "abrirse" y "salir" en el caso de que la muerte hubiese sobreveni­do: "La explosión fue tan próxima que no la sentí, casi podría decir que no me apercibí de ella. De golpe, la conciencia ordinaria de vigilia quedó interrumpida. La conciencia, bien clara, de un precipitarse cada vez más abajo: con movimiento acelerado, pero sin tiempo. Yo sentía que, al término de aquella caída, que no me suscitaba miedo, se abriría algo muy grande; como un hecho defi­nitivo. Por el contrario, de improviso, la caída se interrumpió. En el mismo instante, volví en mí, me encontré en el suelo entre los escombros, los árboles arrancados, etc." Se trata aquí de las sensaciones típicas que acompañan el cambio de estado o de nivel de conciencia. Con la sensación referida un poco más arriba, concuerda la sensación siguiente en la que, por ende, además de la caída es interesante la segunda fase, por la referencia a una iniciativa positiva de la mujer: "Le pareció que se precipitaba vertiginosamente con ella como en un ascensor cuyos cables de acero se hubieran roto. De un momento a otro, quedarían aplas­tados. Continuaban por el contrario hundiéndose en lo infinito, y cuando ella le enlazó el cuello con sus brazos, no fue ya un hundimiento, sino una caída y, al mismo tiempo, una ascensión más allá de toda conciencia" (F. Thiess).

He aquí otra cita a la que tenemos motivos para atribuirle igual valor testimonial: "Había dos cuerpos, después un solo cuerpo; un cuerpo en el otro, una vida en la otra vida. No había más que una necesidad, una búsqueda, una penetración hacia aba­jo, hacia abajo, cada vez más profundamente, hacia arriba, hacia arriba, cada vez más arriba, a través de la carne, a través de la blanda, ardiente tiniebla, que crecía ilimitada, In tiempo" (J. Ramsey Ullman). En más de un caso, en la penetración cada vez más profunda en el regazo femenino, en el hundimiento en él, está atestiguado un sentimiento de unión con una sustancia sin límites, con una oscura "materia prima", y es por esto por lo que, en una especie de embriaguez disolvente (y, en algunos, con una aceleración paroxística del orgasmo), se haya sentido arrastra­do al límite de la inconsciencia. Veremos que el contenido de experiencias de este tipo, no del todo excepcionales, que se pueden discernir cuando se les presta un lenguaje adecuado y cuando se las despoja de hechos emocionales más superficiales, presenta una correspondencia significativa con los símbolos ele­mentales activados en el régimen mágico e iniciático de la unión sexual. Quizá pueda ser interesante también esta otra cita: "Los latidos de mi corazón se hicieron cada vez más rápidos. Después sobrevino una crisis que me dio la sensación de un voluptuoso sofocamiento qpe se transformó, finalmente, en una terrible convulsión durante la cual perdí el uso de los sentidos y sentí que me hundía" (J. J. Le Faner. Se trata de una joven).

Novalis, en una de sus obras (69), dice que "la mujer es el supremo alimento visible que forma el punto de transición del cuerpo al alma" y hace notar que, en la experiencia erótica, convergen dos series en dos direcciones opuestas. Partiendo de la mirada, el lenguaje, la unión de las bocas, el abrazo, el contacto y así sucesivamente hasta la unión sexual, "son los grados de una escala por la cual desciende el alma" hacia el cuerpo. Pero simul­táneamente —dice Novalis— hay otra escala, "a lo largo de la cual el cuerpo sube" hacia el alma. En el conjunto, se podría pues hablar de la experiencia tendencia) de una "corporeización" del espíritu que tiene lugar al mismo tiempo que una sutilización del cuerpo, hasta el establecimiento de una condición intermedia, ni espiritual ni corporal, a la que —como ya hemos dicho— corres­ponde exactamente el estado de ebriedad erótica. Cuando esto se verifica, a través de la mujer se llega, en una cierta medida, a superar la frontera entre el alma y el cuerpo, en un principio de expansión integradora de la conciencia en las zonas profundas habitualmente obstruidas por el umbral del inconsciente orgánico. Sobre esta línea, la expresión "unirse con la vida" podría adqui­rir un significado notable (70). En otro pasaje, el mismo Novalis habla efectivamente de la iluminación vertiginosa, comparable a la de la unión sexual, en la cual "el alma y el cuerpo se tocan" y que es el comienzo de una transformación profunda. En el amor profano, las experiencias de este género a través del uso de la mujer son raras y fugitivas, pero no por esto menos reales ni menos desprovistas de un valor indicativo. Transcribimos ahora un pasaje de un escritor que encierra indicaciones que tienen un valor signalético positivo: "En él ocurrió algo misterio­so, algo que jamás le había ocurrido... Esto penetró todo su ser, como si, en la médula de sus huesos, hubiesen vertido un bálsamo mezclado con un vino muy fuerte que le embriagaba al instante. Como en una borrachera, pero sin impurezas... Esta sensación no tenía ni principió ni fin; era tan poderosa que el cuerpo la seguía, sin ninguna relación con el cerebro... No eran los cuerpos los que estaban unidos, sino la vida. El había perdido su indivi­dualidad. Era transportado a un estado cuya duración no podía asir. No se ha inventado ningún lenguaje para expresar este momento supremo de la existencia, donde se podía ver toda la vida desnuda e inteligible... Después descendieron de nuevo" (Liam O'Flaherty).

La idea de que, bajo un otro aspecto, la idea liberada por el sexo en lá unión sexual puede actuar de una manera purificadora, catártica, pertenece al dionisismo y a toda otra corriente de la misma dirección. Pero a ello pueden corresponder también momentos que a veces intervienen en la misma experiencia del amor profano. De Lawrence, no se puede decir ciertamente que fuera un iniciado; pero él no hace sólo literatura ni se limita a teorizar cuando hace decir a uno de sus personajes: "Sentía haber tocado el estado más salvaje de su naturaleza... ¡Cuánto mienten los poetas y todos los demás! Os hacen creer que tienen necesi­dad del sentimiento, cuando de lo que tienen verdadera necesidad es de otra sensualidad aguda, destructora, terrible... Inclusive para purificar e iluminar el espíritu es precisa la sensualidad sin frases, la pura, ardiente sensualidad." Ya hemos hecho notar que, en general, este escritor se queda en una mística aberrante de la carne, y las frases que acabamos de citar se refieren a la experien­cia saludable que, para un tipo sexualmente desviado —cual corresponde a la gran mayoría de las mujeres anglosajonas moder­nas—, puede representar un uso del sexo sin frenos ni inhibicio­nes. A pesar de esto, aquí puede darse también un testimonio respecto a lo que experiencias de este género pueden otorgar, además, como purificación, como abolición o neutralización de todo lo que en la vida del individuo exterior, social, crea un obstácu­lo objetivo impidiendo el contacto con las capas más profundas del ser: inclusive cuando falta un verdadero elemento transfigu­rante, conviene hablar, justamente como lo hace Lawrence, de simple "sensualidad". Naturalmente, en una tal experiencia los aspectos positivos son fortuitos y raros, nunca reconocidos en su justo valor por el sujeto, por lo cual siguen no siendo susceptibles de un desarrollo ulterior, de cualquier "cultura". Antes bien puede nacer el equívoco de Lawrence, el de•una religión "pagana" de la carne, mientras que en tal sentido es Spengler quien ha sabi­do ver con justeza, cuando dijo que la orgía dionisíaca tiene en común con la ascesis el hecho de ser enemiga del cuerpo.

Estudiando determinados testimonios suministrados por amantes, se encuentran frecuentemente situaciones que conducen a lo que ya hemos dicho respecto a un caso de hebefrenia referido por Marro. Personas que han intentado prolongar el espasmo sexual más allá de un cierto límite, insistiendo en uno u otro procedimiento de excitación, hablan de la sensación insoporta­ble de una fuerza —"como una electricidad"— que viene de los riñones o corre a lo largo de la espina dorsal, con una tendencia ascendente. En este punto, la experiencia deja ya de ser deseable para la mayoría, parece presentar solamente un carácter físico doloroso, no se soporta, se interrumpe el acto (71). En estos casos, se debe pensar en las consecuencias de un comportamiento interior tal, que no permite otra cosa que precisamente percep­ciones que se han vuelto físicas. Es como si, en un momento dado, en el individuo, el circuito psíquico de embriaguez sexual exaltada fuese sustituido por un circuito exclusivamente físico. De ahí la degradación del proceso: solamente sensaciones negati­vas llegan al umbral de la conciencia. Pero detrás de una tal feno­menología, no es arriesgado suponer la de las formas parciales, esbozadas, del despertar de la kundalini, de la fuerza basal, al cual se dirigen sobre todo las prácticas del Yoga tántrico, pero que —se dice— pueden también manifestarse incidentalmente con ocasión de la unión sexual. Y "el estremecimiento, el fuego rápi­do y devorante, más fugaz que el relámpago", del que habló J. J. Rousseau al referirse a sus experiencias más íntimas, no deja de guardar relación con hechos análogos vividos por más de una persona.

Es preciso hacer notar además, que esbozos de una acción, por así decir, evocadora e incitante, dirigida al despertar de la fuerza basal, están contenidos también en algunas costumbres de tradición no europea, por ejemplo, en lo que se llama la danza del vientre, en particular cuando es la mujer quien la ejecuta, con un trasfondo erótico. Es cierto que con esto nos encontramos ya más allá del dominio del eros simplemente profano, porque esta danza, de la que el Occidente no tiene más que una idea banal de café-concierto, tiene un carácter sacral y tradicional. Ella comprende tres tiempos marcados por la altura de los movimien­tos de los brazos y por la expresión del rostro, que corresponden a otros tantos períodos de la vida de la mujer. El último tiempo hace alusión a la función erótica de la mujer, potencial desperta­dora de la fuerza basal durante la unión sexual, y es en este últi­mo tiempo en el que se figura el movimiento basal, típico, rítmi­co, del vientre y del pubis. Puede ser interesante conocer el siguiente testimonio de una persona (G. de Giorgio) que asistió a una ejecución de esta danza en sus formas auténticas: "Yo he asistido a' una verdadera danza del vientre: una árabe y varios árabes acuclillados que sincopaban el ritmo; yo, el único europeo.

Inolvidable. Esta danza, naturalmente sagrada, es un desenvolvi­miento de la kundalini, con evasión hacia lo alto. Simbólica­mente, es formidable, puesto que es la mujer la que la ejecuta y en ella sufre bastante, casi como (pues es dificilísima la verda­dera danza) en un parto, y es que es un parto: pero la cosa más bella, más conmovedora, es el acompañamiento, con su canto, de la mujer misma; cantos que transportan, que acompasan la evasión, el ciclo de desenvolvimiento, la deificación ascensional, el tránsito de anillo en anillo, desde el primero hasta el último centro" (72). Si el material etnológico no fuera recogido por gente incompetente, que tienen el mismo espíritu que un colec­cionista de sellos, los testimonios de este género podrían multi­plicarse fácilmente y los "civilizados" encontrarían probable­mente razones para avergonzarse al constatar a lo que, por lo general, se reducen sus amores.

En el campo positivo, médico, se testifican casos en que, en el acmé de la unión física, las mujeres se desvanecen o caen en estados semicatalépticos susceptibles de durar horas y horas. Casos de este tipo fueron ya señalados por Mantegazza en el capí­tulo VIII de su Fisiología de la mujer; pero en los tratados de erótica hindú son presentados como normales y constitutivos en determinados tipos de mujeres (73). Algunas fatales conse­cuencias debidas a síntomas de este género, semejantes a aquéllas de que habla Barbey d'Aurevilly en su novela Le rideau cramoisi, han dejado recientemente su eco en la misma crónica negra. No se trata aquí de "hechos histéricos" —término genérico que nada explica, y que a menudo no hace otra cosa que sustituir un pro­blema por otro problema—, sino más bien de fenómenos que resultan perfectamente comprensibles en el marco, presentado por nosotros, de la metafísica del sexo. Pero allí donde no se verifica la interrupción de la conciencia, a menudo ciertos estados que incidentalmente acompañan el "placer" o que se muestran  como repercusiones sucesivas del acmé de la unión sexual, son en sí mismos bastante significativos. Se trata de estados que el pasaje siguiente expresa bastante bien: "A veces, entre sus brazos, ella se sentía invadida de una especie de torpor casi clarividente, en el cual creía convertirse, por transfusión de otra vida, en una criatu­ra diáfana, fluida, penetrada de un elemento inmaterial y muy puro" (D'Annunzio, en 11 Piacere). Ya Balzac, con un mayor margen literario idealizante, se refirió a una sensación de este género: "Cuando, perdido en el infinito del agotamiento, el alma separada del cuerpo voltea fuera de la tierra, estos placeres pare­cen un medio de abolir la materia y rendir el espíritu a su vuelo sublime." En realidad, en los amantes, es bastante frecuente una especie de trance muy lúcido, paralelo a un estado de agotamien­to físico, después de la cópula. Es una especie de eco difuso posi­ble del cambio de estado intervenido objetivamente, es decir, cuando no ha sido percibido como tal en el acmé de la unión: una especie de franja de resonancia de este acmé. De costumbre, el elemento sutil, hiperfísico, de este eco es sin embargo neutra­lizado súbitamente, porque se vuelve en sí, o bien porque es alte­rado por sentimientos de simple proximidad amorosa humana.

 

(65)       Trad. Rückert (apud KLAGES, pág. 68). En una obra de Goe­the, hay un testimonio interesante de la sensación que, en su primera apa­rición, despierta el vals, danza en la que se podría ver un reflejo bastante mundaneizado de la técnica de los antiguos vertiginatores. Presa del movi­miento vertigionoso de esta danza, el protagonista experimenta una tal posibilidad de embriaguez y de posesión interior de la mujer, que ello le hace encontrar insoportable la idea de que su amante pueda bailar con otros. Cfr. también las reacciones de Byron al valsar, aunque sobre un pla­no, ya, moralizante.

(66)       PIOBB, Venus, cit., pág. 80.

(67)       Brhadáranyaka-upanishad, IV, iii, 21.

(68)       H. ELLIS, Studies, cit., V, v, pág. 161.

(69)       Fragm. págs. 101-102.

(70)       "Te siento mía hasta lo más profundo, te siento en mí como el alma se confunde con el cuerpo" (D'ANNUNZIO, en 11 Fuoco). El Werther de Goethe, para indicar el efecto que sobre él hace la mujer, dice: "Es como si el alma penetrara en todos mis nervios."

(71)       Fuera del contexto específico del que hemos hablado, es inte­resante una referencia al Káma-sútra (II, 1). Se habla allí de los casos en que la mujer, en los grados exaltados de la pasión, durante la unión sexual, "acaba por no tener ya conciencia de su cuerpo", y "entonces, finalmente, experimenta el deseo de cesar el coito".

(72)       Al mismo tiempo viene recordada la aplicación de este esquema simbólico visivo a una unión sexual en la postura en la cual la mujer tiene la parte activa, situándose sobre el hombre, que permanece inmóvil "y se desata en una espiral de abajo hacia arriba atrayente". Cfr. más arriba el viparita-maithuna tántrico.

(73)       En las clasificaciones escolásticas de los tratados eróticos hindúes se mencionan tres tipos de mujeres que se desvanecen en el momen­to supremo de la unión sexual, un cuarto tipo que pierde ya el conocimien­to al principio del acto, otro tipo aún al que le ocurre, "en la gran pasión, fundirse casi con el cuerpo del amante", de suerte que ella ya no sabes ape­nas decir "quién es él, quién es ella, que es la voluptuosidad en el amór" (textos en R. SCHMIDT, Indische Erotik, Berlín, 1910, págs. 191-193).

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 25. Extasis eróticos y éxtasis místicos

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 25. Extasis eróticos y éxtasis místicos

Sobre las formas de sadismo que no tienen relación con el sexo hablaremos en seguida. Aquí conviene señalar la eventual convertibilidad de las sensaciones dolorosas en sensaciones volup­tuosas, convertibilidad que, partiendo de principios ya señalados, se muestra perfectamente comprensible. Por ejemplo, se cita el caso histórico típico de Isabel de Genton, a quien la flagelación "ponía en el estado de una bacante en delirio" (62), y también el de la carmelita Maria Magdalena dei Pazzi: cuando sufría la fustigación esta mujer hablaba de una llama interior que amenaza­ba envolverla y cuya dimensión erótica aparece clara en gritos suyos como éste: " ¡Basta, no inflaméis más este fuego que me devora. No es ésta la muerte que deseo, porqué me da demasia­da alegría y voluptuosidad!" O sea, que no deja de aparecer, también aquí, una visión libidinosa. Al mismo tiempo, el estudio de estas regiones límites, donde se pone mejor en evidencia el factor de una auto-superación coactiva, es decir, no expresamente querida, lleva también a marcar los puntos comunes que existen entre los éxtasis místicos y los éxtasis eróticos. Los psicólogos y los psiquiatras han subrayado a menudo estas correspondencias, pero casi siempre de una manera impropia y con la intención más o menos deliberada de degradar determinadas formas de la expe­riencia religiosa, relacionándolas con hechos erótico-histéricos aberrantes.

Objetivamente, se debe reconocer que los éxtasis para los cuales pueden valer las analogías indicadas presentan a menudo un carácter impuro y sospechoso y, salvo casos excepcionales, tienen poco que ver con la verdadera espiritualidad (de la cual, sin embargo —esto sí debe ser puesto de manifiesto—, quienes se complacen en las interpretaciones psicopatológicas menciona­das no tienen la menor idea). Estamos en un dominio interme­dio, y aquí puede inclusive verificarse una inversión, en el sentido de que el elemento sensual sigue siendo el fundamental, sirvien­do el "misticismo" únicamente para alimentar su forma de mani­festación desviada y exaltada (63). En el mundo del misticismo cristiano este caso es bastante frecuente. De la misma manera que lo propio del cristianismo ha sido humanizar lo divino más que divinizar lo humano, igualmente en dicha mística la sensualiza­ción de lo sagrado (unida a un empleo de símbolos conyugales y eróticos cuya frecuencia es significativa) toma el lugar de la sacralización de la sexualidad conocida por las formas dionisía­co-tántricas e iniciáticas. Considerados así los hechos extáticos de una cierta mística, pueden entrar en la fenomenología de la trascendencia propia ya del eros profano, y los puntos de contac­to, indicados más arriba, entre el éxtasis "místico" y el éxtasis erótico explican cómo, cuando estos éxtasis alcanzan una intensi­dad particular, "el uno puede ser consecuencia del otro, o el uno y el otro pueden nacer al mismo tiempo" (64). Esto explica también la aparición de imágenes intensamente eróticas como "tentaciones" en las recaídas de algunos místicos: son formas de oscilaciones en las manifestaciones de una energía única. Como ejemplo interesante, se pueden recordar expresiones de San Jeró­nimo que, justamente en las formas anacoréticas más duras y del ayuno, sentía el deseo quemando su espíritu y la concupiscen­cia inflamando su carne "como sobre una hoguera".

A un plano más elevado pertenece por el contrario el hecho de que, en muchas poblaciones primitivas, las técnicas empleadas para acceder al éxtasis son a menudo esencialmente idénticas a la de ciertos ritos eróticos. Esto vale, en primer lugar, para la danza que, desde los tiempos más antiguos, y no solamente entre los salvajes, fue uno de los métodos más empleados para alcanzar el éxtasis. Por otra parte, reflejos degradados de. esto se han conservado, inclusive en el mundo de la humanidad "civilizada", a causa de la relación evidente que muchas danzas han conservado con el erotismo. Nos encontramos en presencia de un fenó­meno de convergencia tendencia) de contenido de formas varia­das de una misma embriaguez, fenómeno en el cual podríamos quizá reconocer todavía otra señal del poder virtual, en el ecos, de llevar más allá del, individuo. Respecto al punto particular que hemos señalado, Galaleddin Rumí pudo escribir: "Quien conoce la virtud de la danza vive en Dios, porque él sabe cómo el amor mata" (65). Y ésta puede decirse también que es la clave de las prácticas de una cadena, o escuela, de mística islámica que se ha continuado a través de los siglos y que considera su maestro a Geláleddin Rfunf.

(62) V. KRAFFT-EBING, Psychopathia sexualis, cit., pág. 40.

(63) Acerca de este mundo del erotismo místico, cfr. las expresio­nes más bien excesivas de E. LEVI (II Grande Arcano, tr. it., Roma, 1954, págs. 77-78): "María Alacoque y Mesalina sufrieron los mismos tormentos: en ambas se trató de deseos exaltados, más allá de la naturaleza, imposibles de satisfacer. Había entre ellas esta diferencia: que si Mesalina hubiese podido prever lo que María Alacoque debía experimentar, la hubiese envi­diado. La pasión erótica desviada de su objeto legítimo y exaltada por el deseo intenso de hacer, en alguna medida, violencia al infinito... como la demencia del marqués de Sade, tiene sed de torturas y de sangre: cilicios, penitencias, maceraciones, accesos de histeria o de priapismo que hacen creer en la acción directa del diablo. Delirio de las hermanas, abandonos al Esposo Celestial, resistencia del súcubo coronado de estrellas, desdén de la Virgen reina de los ángeles. Levi concluye: "Los labios que han bebido en esta copa fatal permanecerán alterados y temblorosos; los corazones quemados una vez por este delirio, encontrarán en seguida insípidos los manantiales reales del amor." Estos son, sin embargo, puntos de vista curio­samente limitados de un autor que, como Levi, se declara esoterista, cuan­do habla de esta manera de los "manantiales reales del amor" y, más arriba, de "la exaltación más allá de la naturaleza". En realidad, aunque sea en formas desviadas de manifestación, son justamente los manantiales más reales y más profundos del eros los que producen estos "delirios".

(64) V. KRAFFT-EBING, Psychopathia sexualis, cit., pág. 12.

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 24. Voluptuosidad y sufrimiento. El complejo maso-sádico

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 24. Voluptuosidad y sufrimiento. El complejo maso-sádico

Ya nos hemos referido con anterioridad al hecho de que muchas de las antiguas divinidades del amor fueron, al mismo tiempo, divinidades de la muerte. Un tal hecho puede ser también interpretado en un contexto distinto al ya indicado. Si metafísi­camente el amor-deseo altera al individuo trascendente, psicoló­gicamente también un momento de destrucción, de autodes­trucción y de sufrimiento es un elemento muy esencial no sola­mente del amor pasión, sino inclusive del amor puramente físico, del hecho "placer"o "voluptuosidad" reducido a sus más peque­ños términos, a su forma más grosera de aparecer.

Ante todo, hay que hacer notar que el tema de la muerte no aparece sólo en la literatura romántica; figura también como uno de los numerosos índices potenciales en el lenguaje universal de los amantes: "te amo hasta morir", "te deseo mortalmente", etcétera, en una cantidad de variantes que sería banal enumerar aquí y en las cuales se refleja, en diferentes grados, como sentido liminal de la experiencia, el antiguo cupio dissolvi. Leopardi, en la conocida poesía "Amor y muerte", dice que "un deseo de muerte", "de amor verdadero y poderoso es el primer efecto". Pero este mismo contenido se nos revela en un profundo análi­sis del fenómeno del placer. Según Metchnikoff, el freudismo ha constatado en el individuo la existencia de un Todestrieb, de un impulso hacia la muerte, a la destrucción, más allá del "principio del placer" que, en un primer momento, había atraído solamente su atención. La explicación biológica que se ha dado de esto no tiene consistencia (46), al igual que ocurre con el supuesto antagonismo entre ese impulso y el impulso sexual. Queda, en vez de esto, el hecho atestiguado de formas múltiples de mezcla de las dos tendencias, del elemento libido y el placer, y de la tendencia destructora, hecho que hay que explicar por un sustrato común a uno y a otro. La inscripción de una puente, recordada por d'Annunzio (en las Vergini delle Roccie), nos dice hasta qué punto esto había sido reconocido por la antigua sabiduría: Spec­tarum nuptas hic se Mors atque Voluptas Unus (fama ferat), quem quo, vultus erat. "Ya la muerte y la voluptuosidad se mira­ron juntas y sus dos rostros no formaron más que uno solo." En segundo lugar, se trata de la relación constante existente entre la sexualidad y el dolor.

A este respecto, no es necesario referirse a hechos próximos a las fronteras de lo anormal patológico. Sería banal, por ejemplo, recordar la notable analogía que, en los gemidos, en ciertos movi­mientos, en los gritos, existe entre la fenomenología del coito y el orgasmo con la del sufrimiento. Se sabe también que, en particu­lar por lo que concierne a la mujer, la jerga íntima de los amantes, en diferentes lenguas, emplea exactamente la palabra "morir" para el momento del espasmo plenamente alcanzado (en Apuleyo, Met. II, 17, Fótida, al invitar a Lucius a la unión, le dice: "Hazme morir, tú que estás para morir"), mientras que, por su parte, justa­mente la palabra "espasmo" tiene también una relación específica con el sufrimiento y el dolor físico. Sin duda encierra una verdad la siguiente afirmación: "La voluptuosidad es una agonía, en el sentido más riguroso de la palabra" (47).

Para ver estos hechos a su verdadera luz y para situarlos en el orden general de ideas de que nos ocupamos aquí, es preciso sin embargo conocer el aspecto metafísico del sufrimiento. Nova-lis escribió que en las enfermedades hay una "trascendencia", que ellas son fenómenos de una sensación exaltada que tiende a traducirse en fuerzas superiores; que, más en general, todo lo que presenta un carácter negativo contiene un estimulante para la intensificación de lo positivo (48). En muchos casos, esto es completamente válido para el fenómeno del dolor físico, siempre que se mantenga dentro de unos ciertos límites. Cualesquiera que sean las causas de esto, cada dolor es, del lado interno, la forma bajo la cual la conciencia del individuo experimenta una cosa que tiene un carácter más o menos destructor, pero que, por esto mismo, contiene un factor de trascendencia por rela­ción a la unidad cerrada y fija del individuo finito; por lo cual, en un cierto sentido, es verdad lo que dice. Wordsworth, esto es, que el sufrimiento "tiene la naturaleza de lo infinito" (49). El carácter doloroso del dolor es debido a la pasividad que, en casi todos los casos, tiene esta experiencia; ello es debido al hecho de que, cuando se produce la alteración de la unidad existencial, el Yo, casi por miedo, se identifica, no con la fuerza que altera y lleva virtualmente más allá, sino a lo que sufre la alteración; no a lo que golpea, sino a lo que es golpeado. Si no fuese así, tendría­mos, como dice Novalis, el tránsito a las formas positivas de una sensación exaltada.

Entre otras cosas, esto puede suministrar la clave para comprender el empleo del dolor físico como coadyuvante estático, que se encuentra en algunas formas aberrantes de la accesis. He aquí un ejemplo: a propósito de las heridas que en los ritos frené­ticos se hacen los adeptos de Rufai, secta islámica ligada al sufis­mo derviche, un jaque declara que ellas se hacen en un estado en virtud del cual no causan dolor, sino "una especie de beatitud que es como una exaltación tanto del cuerpo como del alma", y que estas prácticas, en apariencia salvajes, no deben ser consideradas en sí, sino solamente "como un medio de abrir una puerta" (50).

Ahora bien, en la voluptuosidad erótica se da uno de los casos de alteración en que la pasividad es en parte eliminada, lo que hac'e que el dolor no aparezca ya como puramente tal, sino mezclado al placer. Si en los amantes el grado de actividad fuese todavía más alto, entonces no sería ya el caso de hablar de "volup­tuosidad", sino de una embriaguez superior: de esa embriaguez no física de la que ya hemos hablado varias veces como del fondo potencial de cada eros; embriaguez que, en este caso especial, inclusive en las situaciones de "espasmo" y de "muerte" del amor carnal, no perdería su cualidad ni sería sincopada, sino que por el contrario alcanzaría su intensidad-límite.

Por todo esto —por el complejo voluptuosidad-sufrimiento, por la libido que se mezcla al instinto de muerte y de destruc­ción— nos vemos llevados al centro de la fenomenología de la trascendencia presentada por el amor inclusive en el dominio profano. El secreto de la ambivalencia de las divinidades, sobre todo femeninas, que son divinidades del deseo, del sexo, de la voluptuosidad y, al mismo tiempo, de la muerte (por ejemplo, Venus como Libitina, la diosa egipcia del amor, Hathor, que es también Sekhmet, la diosa de la muerte, etc.) se muestra pues aquí en un segundo aspecto.

En tal contexto, es el caso de profundizar en un elemento fundamental de la experiencia erótica, que constituye el fondo del momento de la posesión tanto como el de un deseo intenso. El deseo y la posesión del ser amado son los elementos que distin­guen el amor sexual del amor en general como afección, como puro amor humano. La diferencia entre los dos sentimientos es clara: el amor puro quiere de una manera desinteresada la existen­cia en sí de su objeto; él afirma, dice ontológicamente "sí" al otro como otro, como ser distinto. Su modelo es el amor del Dios teísta cristiano que da la existencia a la criatura libre, deseando que ella tenga su vida en sí, sin tender a dominarla o a absorberla. Por el contrario, el amor sexual implica el deseo como necesidad de absorber, de consumar al ser amado, y la posesión, cuando ella no tiene el carácter desviado, ya considerado (§ 19), de compensación por la necesidad de confirmación de sí y de valor, tiene precisamente este sentido (51).

Se puede pues hablar de una ambivalencia de todo impulso erótico intenso, porque al ser que se ama, al mismo tiempo que se le afirma se le quiere destruir, matar, asimilar, absorber en sí mismo; sintiendo que él es el propio complemento, se querría que dejara' de ser otro ser. De ahí, también, un momento de crueldad que se une al deseo, elemento a menudo atestiguado por aspectos físicos del amor y por la misma unión sexual (52); de ahí la posibilidad de hablar de un delirio hostil del amor (Maeter­linck), del "odio mortal de los sexos", que es el "fondo del amor y que, oculto o manifiesto, persiste en todos sus efectos" (d'Annunzio). De Baudelaire son estas palabras: "La crueldad y la voluptuosidad, sensaciones idénticas, como el calor extremo y el frío extremo" (53). En realidad, en muchas especies anima­les se observa también, por derivación, un instinto de destrucción que entra en juego al mismo tiempo que el impulso sexual y que está mezclado a éste, instinto que impulsa a ciertos animales hasta a matar al objeto de su placer en el curso mismo de la cópula, cosa que en el hombre puede manifestarse igualmente en los casos límites del delirio sádico-criminal. Ya son significativos estos versos de Lucrecio:

Osculaque adfigunt, quia non est pura voluptas,

Et stimuli subsunt, qui instigant laedere ad ipsum

Quodeumque est, rabis unde illa germina surget (54).

Spengler, que considera el verdadero amor entre el hombre y la mujer como el efecto de una polaridad y de una pulsación idén­tica de carácter metafísico, lo dice cercano al odio, añadiendo que "quien no tiene raza no conoce este amor peligroso" (55). Y es bastante significativo que, en China, la expresión corriente para designar a la persoila hacia la cual se es irresistiblemente impulsa­do por el amor sea yuan-cia, es decir, "enemigo predestinado".

En lo concerniente a la posesión como necesidad de abolir y de absorber al ser amado, dentro del psicoanálisis se ha llegado a hablar de una fase oral infantil y de una fase canibalesca de la libido, como complejos que continuarían actuando en el incons­ciente del adulto, y a establecer relaciones entre la libido de la función nutritiva (absorción y asimilación de los alimentos) y la del deseo sexual. Todo lo que esto tiene de forzado y de sofistica­do no debe impedir reconocer una analogía legítima, confirmada por más de un aspecto de la experiencia real. De Bossuet son las siguientes palabras: "En el transporte del amor humano, ¿quién no sabe que se come, que se devora, que se querría incorporar de todas las maneras y llevarse inclusive con los dientes lo que se ama para alimentarse de ello, para unirse a ello, para vivirlo?" (56). Aunque sea sobre un plano más elevado, en Novalis el motivo no es diferente, cuando asocia el misterio del amor, como sed inex­tinguible, al de la eucaristía (57). Pero en todo este conjunto de ideas, el punto que no es casi nunca puesto de relieve es que el alimento deseado es también un alimento que destruye; en el deseo absoluto de destruir, de absorber, está contenido también el de ser destruido, el de ser disuelto. Se busca en la mujer un "agua de vida" que sea también un agua que mata, un agua del género de las que, en el simbolismo alquímico, se llaman "aguas corrosivas" (hablaremos de esto en su lugar). Y esta condición es sobre todo realizada en la identidad del frenesí, del orgasmo y del climax, en lo que en términos hindúes se llama el samarasa de la unión sexual.

Aquí se nos presenta de nuevo una ambivalencia, que deriva de la virtud potencial de trascendencia del eros en general. En particular, por el sufrimiento que puede asociarse al amor y al placer, se ha debido reconocer efectivamente un hecho único más allá de la oposición corriente del sadismo y del masoquismo. Sobre esta base, Schrenk-Notzing ha forjado el neologismo "algolagnia", que —de algos = dolor y lagnos = ser sexualmen­te excitado— quiere indicar el placer del sufrimiento en el erotis­mo: aparte de distinguir una algolagnia activa (sadismo) de una algo­lagnia negativa o pasiva (masoquismo). Igualmente, en la sexolo­gía de hoy se habla habitualmente de un único complejo maso­sádico que no procede solamente de la patología sexual, porque figura también con mayor o menor relieve en las formas más corrientes del erotismo. Normalmente y sobre el plano de los datos inmediatos de la conciencia más exterior (pero no metafísicamente, porque desde el punto de vista metafísico y sutil, veremos que la verdad es lo contrario), se sabe que en la mujer prevalece la predisposición masoquista y, en el hombre, la predis­posición sádica. Ahora bien, si se considera este estado de identi­ficación y de amalgamación de dos seres, que es la condición para que la unión sexual sea más que un encuentro para una satisfac­ción recíproca solitaria, casi masturbatoria, es un hecho que esta antítesis es superada en una larga medida. En realidad, el sádico erótico no sería tal si el sufrimiento del otro le fuese completa­mente extraño, si no tuviera ningún eco en sí; por el contrario, él se identifica con el dolor del otro, lo aspira y lo absorbe, y por esto es por lo que le sirve como excitante, como factor de su pla­cer exaltado. Lo que equivale a decir que él es también un maso­quista, que él satisface al mismo tiempo la necesidad ambivalente de sufrir y de hacer sufrir atenuando el contraste por la reparti­ción exterior en un sujeto y un objeto. Lo mismo se debe pensar también para el masoquista o para la mujer, que realiza imaginati­vamente y absorbe lo que el otro hace o experimenta en sí haciendo daño, cuando esto constituye para ella un motivo de embriaguez (58). Se trata pues, en buena medida, de formas de un placer "vicariado" por el sufrimiento. En orden a lo que de sadismo y masoquismo va contenido en una cópula normal, actúa efectivamente ese "intercambio de fantasías" que Chamfort ha considerado en su definición del amor: para alimentar recíproca­mente las tendenciás de autosuperación de dos personas. En lo tocante a un tal efecto, él es evidente en la algolagnia, sea ella activa o pasiva, porque, en general, si el dolor es vivido como pla­cer, evidentemente ya no es tal dolor. Se trata por el contrario de esa transformación del dolor en una sensación positiva a su mane­ra y trascendente, de la que ya hemos hablado.

Aquí será oportuno indicar brevemente lo que, en el comple­jo maso-sádico, pertenece a la psicopatología y a la perversión y lo que no pertenece ni a la una ni a la otra. El hecho patológico se verifica cuando las situaciones sádicas o masoquistas se convier­ten en condicionantes para que el proceso sexual normal tenga lugar. Por poner un ejemplo, hay un hecho mórbido y aberrante que reconducir genéticamente caso por caso a causas diferentes que, desde nuestro punto de vista, tienen poca importancia, cuando, sólo fustigando a una mujer, un hombre puede alcanzar un orgasmo sexual que, como contenido, no se diferencia sin embargo en nada de aquél que cualquier pareja alcanza sin nece­sidad de recurrir a ninguna complicación. El caso es diverso, no obstante, cuando el sadismo o el masoquismo se presentan como hiperestesias y macroscopisaciones de un momento potencial­mente comprendido en la esencia más profunda del eros. Enton­ces, los casos "patológicos" no representan aberraciones del instinto normal, sino formas en las cuales salen a la luz justamente sus capas más profundas, latentes en las variedades de régimen reducido del amor sexual. Sobre esta base, se puede reconocer una algolagnia empleada no coactivamente por pervertidos que no pueden prescindir de ellas, sino conscientemente por seres perfectamente normales para obtener una potenciación, una prolongación en un sentido trascendente, e inclusive extático, de las posibilidades comprendidas en la experiencia corriente del sexo. Y veremos que, aparte los casos individuales, se encuentra también esto en ciertas formas colectivas o rituales de erotismo místico.

Del mismo contexto podría entrar a formar parte una consi­deración especial de lo que en determinadas circunstancias puede ofrecer el momento de la desfloración. Sea por las angustias inconscientes y las inhibiciones de la mujer, sea por el primitivis­mo carnal e impulsivo que prevalece casi siempre en el hombre, resultan irremediablemente perdidas, en las relaciones sexuales humanas normales, algunas posibilidades excepcionales y únicas que, sobre todo para la mujer, serían ofrecidas por la experiencia de la desfloración en relación con lo que hemos dicho sobre la algolagnia. Incluso este acto de iniciación de la mujer a la vida sexual completa, cuando es consumado brutalmente, tiene repercusiones negativas que, al ejercer también su influencia sucesivamente, pueden hasta perjudicar lo que se puede alcanzar en una relación normal. Por contra, hay lugar para pensar que si ante todo el estado de embriaguez fuese despertado de esta forma aguda, que contiene ya en sí un elemento destructivo, el dolor de la desfloración, con todos los factores que con él se relacionan sobre el plano de la fisiología hiperfísica, podría dar lugar a una elevación súbita, extrema, del potencial extático de esta misma embriaguez, según una coyuntura casi irrepetible; podría inclusi­ve intervenir un trauma, en el sentido de una apertura de la conciencia individual sobre lo suprasensible.

Evidentemente, no es fácil recoger documentaciones parti­culares para un dominio de este género. Sólo algunas simerviven­ cias en medios difícilmente accesibles pueden autorizarnos a suponer que situaciones como aquélla de la que acabamos de hablar, estaban en la base de ciertas formas antiguas o exóticas del estupro ritual de las vírgenes. De hecho, más generalmente, son atestiguados, para la iniciación de la mujer, casos de procedimientos en los cuales el acto sexual es el vehículo para la transmi­sión de una influencia suprasensible; esto, por ejemplo, ha estado relacionado con ciertos ambientes islámicos. Por iniciación se puede entender aquí la transmisión de una influencia espiritual por parte del hombre (de la barakah, según la designación islá­mica), con los efectos que las palabras empleadas por Górres para la transmisión de una influencia suprasensible (59) indican como conviene: "Ver y conocer por medio de una luz superior, actuar y hacer por medio de una libertad superior, como el habitual saber y hacer está condicionado por la luz del espíritu y por la libertad personal dadas a cada hombre." La situación traumática de la desfloración en el régimen que se acaba de indicar represen­ta, evidentemente, la mejor condición para este procedimien­to (60). En otros casos, se puede comprender que, para producir el mismo clima psíquico liminal, haya sido empleada como equi­valente la flagelación de la mujer. A este respecto igualmente, determinadas prácticas, que se han continuado secretamente hasta nuestros días en ciertos medios, nos permiten suponer una base objetiva del mismo género también para antiguos ritos sexuales que ya no se comprenden y que tienen mala fama (61).

(43)                       Según Freud, en el organismo, el instinto vital lucharía contra la tendencia de la materia orgánica a volver al estado pre-vital inorgánico del que procedería. De un lado se tendría el plasma geminal virtualmente inmortal y del otro todo cuanto produce la muerte y la decadencia del organismo. En correspondencia, se tendrían justamente los instintos del sexo como opuestos a los instintos de muerte. Entre otros, Freud no se pregunta si por azar lo inorgánico viene de lo orgánico, más bien que vice­versa, porque, como han hecho notar Fechner, Payer y Weininger, mientras que la experiencia nos muestra numerosos casos en que lo orgánico da lugar a lo inorgánico (esclerosis, fosilizaciones, etc.) en ningún momento ella nos deja descubrir un tránsito efectivo de lo inorgánico*a lo orgánico.

(47) MAUCLAIR, Magie de l'amour, cit., pág. 145; cfr. pág. 24: "Nada más parecido al amor físico que la muerte. Sea físico o moral, el amor es la imagen positiva de la muerte. El espasmo es una incursión momentánea en el dominio de la muerte y es como un ensayo de ella que la naturaleza concede al ser que vive. La cópula es como un arrojarse los dos miembros de la pareja en la muerte, pero con la facultad de retornar a la vida y recordar." En realidad, en la grandísima mayoría de los hombres y de las mujeres, tal recuerdo es algunas veces relativo, así como confusa y periférica es su conciencia del estado momentáneamente alcanzado.

(48)       NOVALIS, Werke, cd. Heilborn, v. II, págs. 650 sgg.

(49)       Cfr. "Metafisica del dolore e della malattia", en Introduzione alía magia quale scienza dell'Io (a cura del "Gruppo di Ur"). Roma, 1956, v. II, págs. 204 sgg.

(50)       Cfr. W. B. SEABROCK, Adventures in Arabia, New York, 1935, pág. 283.

(51) Se pueden citar estas significativas palabras: "Era la lucha, la conquista, la capitulación recíproca, la afirmación y la negación furiosa, la acre sensación de sí y la plena disolución del Yo, la despersonificación y la reducción a un solo ser y todo ello de una sola vez y en el mismo mo­mento" (I. M. DANIEL (N. ARZHAK), Qui parla Mosca, tr. it., Milano, 1966, pág. 62.

(52)       En el Kdma-sútra de Vatsayána, aparte de una consideración detallada de la técnica de los mordiscos, del uso de las uñas y de otros recursos dolorosos en el amor (II, iv-v; cfr. vii; sobre esto, cfr. también el Ananga Ranga, XI, 3 y 4) es interesante aludir a un posible efecto erotó­geno-magnético objetivo provocado por la visión de las señales correspon­dientes dejadas en el cuerpo.

(53)       Oeuvres posthumes, pág. 107.

(54)       Rer. nat., IV, 1.070. Cfr. D'ANNUNZIO (en Forse che si forse che no): "Invadido por el mismo delirio que agita a los amantes después de un odió carnal, sobre el lecho agitado, cuando el deseo y la destrucción, la vóluptuosidad y el desgarro son una sola fiebre."

(55)       Untergang des Abendlandes, München, 1923, v. II, pág. 198.

(56)                 Citado de HESNARD, cit., pág. 233 n. D 'ANNUNZIp (en 11 Piacere): "El habría querido envolverla, atraerla hacia sí, aspirarla, beberla, poseerla de alguna manera sobrehumana."

Cantos espirituales, XV: "El símbolo divino — de la Cena —enigma es para los sentidos terrenos; — pero quien una vez — de una ardien­te boca amada — aspira el aliento de la vida — y cuyo ardor sagrado — en ondas de estremecimiento el corazón funde — y cuyos ojos se abren... --co­merá de su cuerpo — y beberkde su sangre eternamente."

(57)         Expresivas son, por ejemplo, estas palabras de un poeta: "Mes entrailles, vers toi, sont un cri... Le désir m'a haché, le abiser m'a asigné. —Je suis plaie, braise, faim de neuves tortures... Je suis plaie, baise-moi, brúle moi, sois brúlure" — André ADY, apud Péret, pág. 341.

(59)   En el Prodomus Galateatus de la Christliche Mystik.

(60)   Es de suponer que no se tenía una finalidad diferente en las uniones sexuales al uso en ciertos templos antiguos, cuando las vírgenes, pero también las mujeres en general, creían unirse a un dios; se sabe que la profanación y el abuso de prácticas de este género desembocaron en Roma, bajo Tiberio, en la clausura del templo de Isis por el Senado. Sobre esto volveremos en el capítulo quinto.

(61). Un antiguo ritual manuscrito que había pertenecido a un witch escocés, nos fue mostrado por el prof. G. B. Gardner, director del Museum for Witchcraft de la isla de Man; este ritual considera precisa­mente prácticas de flagelación de la mujer en un conjunto de iniciaciones sexuales. El prof. Gardner se ha preguntado si no sería el caso de relacionar con este conjunto determinadas escenas de iniciación órficas que aparecen en los frescos de la pompeyana Villa de los Misterios, dado que sobre uno de estos frescos, como es sabido, se encuentra también el de una joven desnuda azotada. Esto nos parece muy problemático, porque estas escenas son esencialmente simbólicas. En principio, no excluimos sin embargo la ambivalencia de muchos símbolos, es decir, su posibilidad de relacionarse ya con un plano puramente espiritual, ya con un plano real y existencial.

Metafísica del Sexo. CONCLUSION

Metafísica del Sexo. CONCLUSION

El sexo es "la más grande fuerza mágica de la naturaleza"; en él actúa un impulso que conlleva algo del misterio del Uno, incluso cuando, en las relaciones hombre-mujer, casi todo se degrada en caricias animales, se agota y se dispersa en una senti­mentalidad ñoña e idealizante, o en el régimen habitual de las uniones conyugales socialmente autorizadas. La metafísica del sexo subsiste hasta en los casos en que ante el espectáculo de la miserable humanidad, y de la vulgaridad de infinitos amantes de infinitas razas —máscaras e individuaciones innumerables del Hombre Absoluto a la busca de la Mujer Absoluta, en una aven­tura siempre de nuevo sincopada en el círculo de la generación animal— difícilmente se consigue vencer un sentimiento de rebel­día y de disgusto, y se estaría tentado de aceptar la teoría bioló­gica y física que hace derivar la sexualidad humana de la vida de los instintos y de la simple animalidad. No obstante, si un refle­jo cualquiera de una trascendencia vivida toma forma involunta­riamente en la existencia ordinaria, esto llega a través del sexo, y cuando se trata del hombre ordinario, a través del sexo solamente. No son los que se entregan a especulaciones, a actividades intelec­tuales, sociales o "espirituales", sino sólo los que se elevan hasta una experiencia heroica o ascética los que van más lejos en este sentido. Pero para la humanidad corriente, únicamente el sexo, ya fuese en el arrebato, en el espejismo o en el oscuro traumatis­mo de un instante, proporciona aberturas más allá de las condicio­nalidades de la existencia puramente individual. Aquí reside el verdadero fundamento de la importancia que el amor y el sexo han tenido y tendrán siempre en la vida humana, y que no iguala ningún otro impulso.

Podemos concluir este estudio con estas palabras. Somos de sobra conscientes de sus insuficiencias, especialmente en cuanto concierne a la fenomenología del amor sexual profano normal y "anormal", a propósito del cual, sólo el especialista conveniente­mente orientado —el psiquiatra, el neurólogo, el ginecólogo—habrá tenido oportunidad de recoger un material más rico, para corroborar ulteriormente muchas cosas que en estas páginas no han podido ser más que señaladas. Pese a ello, creemos haber alcanzado el fin principal que nos habíamos propuesto: dar el sentido de un conjunto que tiene tanto dimensiones metafísicas como hiperfísicas, en el cual debe integrarse todo cuanto se conoce habitualmente como amor y sexo, si se quiere comprender su aspecto más profundo.

A este fin, hemos tenido que abordar asimismo dos dominios inhabituales: el de las experiencias liminales que muchos se senti­rían tentados de excluir del curso "sano y normal" de toda expe­riencia erótica, y el dominio de las enseñanzas secretas, de los mitos, de las tradiciones cultuales y rituales de civilizaciones ale­jadas de nosotros en el espacio y en el tiempo. Pero, en este conjunto, hemos podido recoger los elementos necesarios para explicar la parte por el todo, y para extraer de lo superior la clave para comprender lo inferior. De este modo, la consideración de estos dos dominios, del segundo particularmente, se ha llevado la parte más importante en la economía de nuestra investigación, y nos hemos adentrado en ellos, sin preocuparnos de las impre­siones de extrañeza, incluso quizá de divagación y de extravagan­cia que cierta categoría de lectores puede haber experimentado.

En realidad, respecto a lo que presenta un carácter aparente de "anormalidad", ya en nuestra Introducción señalamos el error consistente en tomar por "normal" lo que se presenta en la mayor parte de los casos. En el riguroso sentido de la palabra, debe ser por el contrario considerado como "normal" lo que es típico, lo que no tiene nada que ver con el número o la mayor frecuen­cia, porque, en general, no se lo encuentra más que muy rara­mente. En este mismo sentido, un hombre perfectamente sano, bien formado, poseyendo todos los rasgos morfológicos del tipo ideal, es empíricamente una aparición excepcional, pero no por esto es "anormal"; por el contrario, es justamente el que atestigua la normalidad. La misma idea se debe aplicar a los aspec­tos del eros, del amor y de la sexualidad que, inclusive cuando se les tiene por posibles, en nuestros días y para la mayoría se presentarán como anormales y excepcionales, de tal forma que sería preciso no tenerlos prácticamente en cuenta. Nuevamente, en una consideración de orden superior, pueden invertirse los cri­terios: lo anormal (lo típico) es lo normal, y lo normal (lo que se encuentra ordinariamente en la mayoría) es lo anormal.

Esta consideración encuentra una aplicación especial, si se comparan 4.as formas de sexualidad universalmente difundidas hoy día con los horizontes enteramente diferentes que nos ha abierto el estudio de otros tiempos y otras civilizaciones. El hombre moderno se ha acostumbrado a contemplar su civili­zación como normal y, en consecuencia, el conjunto de los comportamientos que mejor la caracterizan. Y casi nadie pone en duda que cualquier otra civilización y cualquier diferente for­ma dada a la existencia en el pasado tenga que ser medida única­mente por la escala de lo que hoy en día resulta familiar. Si se persiste en esta singular infatuación, incluso en los aspectos del sexo se impondrá una idea completamente deformada y muti­lada respecto a lo que es "normal" y "real". En efecto, como en todo dominio que interesa espiritualmente, también en el dominio del amor y del sexo lo que nuestros días y la época moderna en general pone casi exclusivamente de relieve presenta un carácter regresivo. A la moderna "manía del sexo" a la que hemos hecho alusión en la Introducción, corresponden en general formas de una sensualidad primitivista, informe o rayana en la neurosis y en la corrupción más banal. De ahí el nivel de la lite­ratura sexológica, erótica o criptopornográfica de nuestros días, como asimismo el de tantas obras que quisieran ser de divulga­ción y servir de guía para la vida sexual. Ahora bien, el desplaza­miento y la ampliación de las perspectivas a que hemos intentado contribuir con nuestros trabajos sobre otros temas, este estudio se los ha propuesto en uno de sus principales aspectos, justamente por su relación con el dominio del eros y del sexo. Así como el mundo tradicional, y lo que se ha conservado de él hasta tiempos relativamente recientes, en civilizaciones distintas a la del Occi­dente moderno, conocía una imagen del hombre que, por no estar limitada a la materialidad, a la "psicología" y a la fisiología, era infinitamente más completa que la imagen moderna, de la misma manera, en ese mundo tradicional se considera íntegramente el sexo, se le estudia y se le practica en sus valores y en sus posibili­dades superiores. Y no es sino refiriéndonos a las categorías, los conocimientos y las experiencias de este mundo diferente, como se puede alcanzar una comprensión real, es decir, genética de las formas mismas a las que hoy día el sexo se ha reducido y, en gene­ral, de las formas accesibles a la mayoría de los tipos humanos menos diferenciados, formas que muy bien podríamos considerar como subproductos del sexo.

He aquí pues las perspectivas que ha querido cubrir este ensayo, proponiéndose solamente una ampliación del saber: dar el sentimiento de que lo que ya nos hemos habituado a mirar y que casi sin excepción encontramos a nuestro alrededor, de mane­ra que nos parece normal y evidente, no agota la totalidad, y de que en cuanto a las teorías sexológicas corrientes, especialmente las influenciadas por el biologisMo evolucionista o por las ideas fijas psicoanalíticas, no dejan ver siquiera lo que más importa. Si el hecho de hablar de una metafísica del sexo no se le aparece ahora al lector como una extravagancia, será ya suficiente. Por lo demás, diferentes cosas de las que hemos dicho podrán servir a alguna persona más calificada y diferenciada para esclarecer sus experiencias y sus problemas. Respecto al dominio del sacrum sexual y de todo cuanto ha sido especialmente considerado en el último capítulo, con la referencia a enseñanzas secretas, la instruc­ción adquirida será eventualmente la idea de que un tal orden de cosas tiene posibilidades atestiguadas por tradiciones concordan­tes a menudo pluriseculares. Pese a que hayamos mencionado casos de prolongaciones de estas tradiciones hasta nuestros días, ha sido sólo para tomar conciencia de ellas, pero excluyendo a la mayoría de nuestros contemporáneos; y quizá lo mismo vale para esos dominios de frontera del mismo ecos profano ante el que a veces nos hemos detenido. El hombre es diferente, el ambiente es diferente, prácticamente no se puede contar más que con los casos excepcionales. De todas formas, como ya dijimos al princi­pio, repitiendo lo que en otras ocasiones y en otras obras hemos escrito respecto al fin y a la aclaración de uno u otro aspecto de la concepción no-moderna de la vida y de los correspondientes comportamientos, es ya suficiente llegar a tener sentido de las distancias, a fin de darnos cuenta de donde nos encontramos hoy. Igualmente, en lo que concierne al sexo, el redescubrimiento de su sentido primario es el más profundo, y el uso de sus posi­bilidades superiores depende de la reintegración eventual dél hombre moderno, de su enderezamiento y de la superación de los bajos fondos psíquicos y espirituales a los que le conducen los espejismos de su civilización material. En efecto, en estos bajos fondos, el sentido mismo del hecho de ser verdaderamente hombre o verdaderamente mujer está destinado a desaparecer; el sexo no servirá sino para arrastrar todavía más hacia abajo; inclusive fuera de lo que concierne a las masas, reducido a su contenido de simple sensación, el sexo será únicamente el leni­tivo ilusorio, sombrío, desesperado, para el disgusto y la angustia existenciales del que se ha comprometido en un callejón sin salida.

Metafísica del Sexo. Capítulo VI. EL SEXO EN EL DOMINIO DE LAS INICIACIONES Y DE LA MAGIA. 60. Los presupuestos de la magia sexualis operativa

Metafísica del Sexo. Capítulo VI. EL SEXO EN EL DOMINIO DE LAS INICIACIONES Y DE LA MAGIA. 60. Los presupuestos de la magia sexualis operativa

No nos queda ya más que hablar de la magia sexual en senti­do propio, es decir, "operativo": de la posibilidad de actuar sobre los otros o sobre el medio, de otra forma que según las leyes físi­cas y los determinismos materiales o psicológicos conocidos en nuestros días. A este título, dejamos abierta la cuestión de si una tal posibilidad es o no real. Examinaremos solamente los que son sus presupuestos según todos aquellos que han admitido y aun hoy siguen admitiendo su realidad, cuando las técnicas uti­lizadas tienen por base el sexo.

Si es cierto que, desde el punto de vista metafísico, a través del eros tiende a cumplirse el Misterio del Tres, es decir, la reinte­gración del ser Uno en el mismo mundo condicionado de la diada, de esta idea a la teoría del poder mágico no habrá un paso dema­siado grande. Lo que paraliza al hombre es la ruptura de su exis­tencialidad. La división de los sexos es un modo particular de manifestación del principio diádico que condiciona también la división entre espíritu y naturaleza, entre Yo y No-Yo. Si hay una relación metafísica o una solidaridad entre todo esto —y ya hemos visto que Escoto Erígena así lo reconocía— es posible que exista igualmente entre la experiencia de trascendencia favorecida por el sexo y una no-dualidad que permite una acción directa, extranormal, sobre el no-Yo, sobre la naturaleza, sobre la trama exterior de los acontecimientos. Recordemos que en la versión clásica platónica del mito del andrógino originario se atribuye a este ser, antes de que fuera dividido, un poder capaz de inspirar terror a los dioses.

Esto, desde el punto de vista metafísico. Desde el punto de vista psíquico, las tradiciones mágicas están de acuerdo en afirmar que toda acción eficaz dentro de las formas extranormales tiene por premisa un estado de exaltación, de "manía", de embriaguez o éxtasis activo, que desprende la imaginación de sus condiciona­mientos físicos y pone al Yo en contacto con lo que Paracelso llama "Luz de la Naturaleza", con el substratum psíquico de la realidad, donde cada imagen o verbo formado adquiriría un poder objetivo. Ahora bien, si de una manera natural el eros transporta a un estado de exaltación de este género, se puede comprender cómo se ha podido pasar también del erotismo místico o iniciá­tico al erotismo mágico en sentido propio. La dinamización excepcional o vitalización de la fantasía que produce el eros es un hecho bien conocido inclusive en el dominio profano; en su momento, ya hemos hablado de ello. De una cierta manera y en un cierto grado, en todo amor actúa ya una "fantasía mágica viviente". No hay pues por qué asombrarse de que una técnica mágica particular haya empleado el sexo como medio, sometido a un régimen especial.

Y es bastante comprensible que sea más bien rara la docu­mentación existente sobre este orden de cosas, mientras que las formas degradadas o tendentes a la brujería, como las locali­zables entre los primitivos, no tengan mucho interés aquí. Es nuevamente del tantrismo hindú del que se pueden extraer algu­nas referencias generales. Se trata de los cakra, es decir, de las cadenas (literalmente: ruedas) compuestas de parejas de hombres y mujeres dispuestos en círculo, que cumplen juntos la unión sexual ritual. En el centro del círculo se encuentra el "señor de la rueda", cakrervara, con su 9akti; él oficia y dirige la operación colectiva. Para ejercer esta función, dicen que es preciso ser un adepto, haber recibido una iniciación perfecta. En el conjunto, se trata de una evocación colectiva —en parte orgiaca— de la diosa como fuerza ya latente en el grupo operante, activada al presente por la realización de los mismos actos y de la visualización de las mismas imágenes por parte de las parejas particulares, hasta crear un torbellino fluídico o "psíquico" que se emplea para la opera­ción. Todo esto ha podido entrar inclusive en un cuadro de magia profesional, como rito mágico cumplido por cuenta de tercero.

Ha llegado a ocurrir que determinados cakras tántricos han sido convocados por príncipes con fines especiales de orden profano, como propiciar el éxito de expediciones guerreras (149).

No poseemos ningún detalle relativo al procedimiento sexual seguido en semejantes contextos, luego ignoramos si, aquí, la unión sexual sigue su curso natural como en la promiscuidad de los ritos orgíacos, o si ella obedece al régimen de la no-emisión del semen como en los ritos iniciáticos, o, en fin, si, como en las operaciones de magia colectiva en general, corresponde, no a los asistentes —destinados únicamente a acumular una fuerza psíqui­ca y a crear un climax—, sino sólo al jefe de la cadena, cumplir las operaciones decisivas con la mujer que le es reservada.

De las prácticas de este mismo tipo que han continuado hasta los tiempos modernos, inclusive en el seno de nuestra civilización, se puede extraer, con una cierta verosimilitud, algo más a propó­sito de las condiciones internas de la magia sexual. A este respec­to, el documento más significativo es quizá el constituido por el libro Magia Sexualis, de Pascal Bewerly Randolph (150). Bewerly Randolph fue una enigmática figura de escritor y de "ocultista" de fines del siglo XVIII. Primeramente estuvo afiliado a la Herme­tic Brotherhood of Luxor, organización que tuvo su sede en Boston, de un nivel bastante diferente del mixtificador y divagan-te de la casi totalidad de las sectas similares. Luego, hacia 1870, creó un centro al que dio el nombre de Eulis Brotherhood. El libro Magia Sexualis parece ser que fue compuesto después de su muerte, a partir de las notas de una obra manuscrita para uso personal de los miembros de este centro: más precisamente, se trataría de la segunda sección de las enseñanzas reservadas al segundo grado. Su publicación se debe a la tal María de Naglows­ka, de la que hemos hablado con anterioridad. Se puede suponer que, en diferentes puntos, el contenido se resienta de interpo­laciones y arreglos debidos a esta mujer. •

Randolph empieza por reconocer que "el sexo es la más grande y principal fuerza mágica de la naturaleza". Y cuando él dice que "todas las fuerzas y potencias provienen de la femi­neidad de Dios" (151), reencontramos en él la bien conocida teoría metafísica de la Cakti. Una enseñanza particular concierne a la polaridad inversa de los dos sexos: el hombre y la mujer cons­tituyen, el uno el polo positivo y la otra el polo negativo sobre el plano material y corporal, pero, sobre "el plano mental, la mujer es el polo activo y el hombre es el polo negativo". Se especifica también que si el órgano del sexo es positivo en el hombre y negativb en la mujer, lo opuesto es válido para "el órgano de las manifestaciones mentales" situado en la cabeza de ambos (152). Stanislas de Guaita ha aportado algo semejante al dar, de una manera más bien desviada, una enseñanza que, sustan­cialmente, reenvía a lo que nosotros decíamos a propósito de la pasividad, o polarización negativa, propia del hombre cuando se encuentra en un estado de deseo ávido, y a propósito de la positi­vidad de lo femenino donde se considera su poder natural sutil, atractivo, succionante y "no actuante". Es dentro de este espí­ritu como, en un ensayo ya citado (153), se indica, cómo pre­misa esencial para la unión sexual con finalidad iniciática, la inversión de la polaridad y el establecimiento de una polari­zación positiva del hombre de cara a la mujer, también sobre el plano espiritual y sutil. Hablar de la cabeza como del órgano de las "manifestaciones mentales", como lo hace Randolph, es, por el contrario, inexacto. Ello hace pensar en el simple domi­nio de la psicología y de la intelectualidad, dominio que no entra en cuestión aquí, y en el que por lo demás no es cierto que el hombre sea polarizado negativamente y la mujer positiva y activamente, sino más bien al contrario. La inversión indicada con la positivación de la polaridad negativa masculina (cambio al que ya hemos asociado el simbolismo de la unión sexual inver­tida), concierne a capas más profundas del ser. En términos extremoorientales, ella equivale a la enucleación del puro yang en sí, y es forzoso llegar a esto si debe realizarse ocultamente el precepto non des mulieri potestatem animae tuae, dado que se posee un cuerpo. Si Randolph no habla de esta condición, está bastante claro que las cualidades que él dice que es necesario poseer y desarrollar para la magia sexualis la implican.

A la primera de estas cualidades la denomina volancia, la cual se liga a la capacidad de dominarse en todas circunstancias, de querer de una manera firme y constante. Según Randolph, "su ejemplo (su analogía) se encuentra en la fuerza irresistible del rayo, que rompe y quema, pero no se cansa. El alumno debe desarrollar en sí esta fuerza elemental —volancia—, que es pasiva, porque obedece el mandato de la inteligencia, y es fría, porque está exenta de toda pasión (154).

La segunda cualidad, que, en cierto modo, sirve de contrapar­tida positiva a la precedente, es el "decretismo", la "cualidad dictatorial, poder positivo del ser humano sin el cual no se puede cumplir ningún bien o mal real", "la capacidad de lanzar órdenes perentorias (comenzando por darse a sí mismo), tranquilamente y con seguridad, sin alimentar ninguna duda a propósito de la realización del efecto querido". Ya hemos visto que, en el tantris­mo indo-tibetano, con el principio masculino se relaciona el vajra, palabra que tiene también el sentido de cetro. Para ejercer esta facultad es preciso que la "imaginación esté exenta de toda preocupación y que ninguna emoción llegue a influenciar el orden dado" (155).

La tercera facultad a desarrollar es el "posismo", que consiste en actitudes, gestos o posiciones del cuerpo que sean encarna­ciones, expresiones plásticas o siglas de un pensamiento determi­nado. Aparte el neologismo, se trata aquí de lo que, en general, constituye el fundamento de cada ritualismo seriamente compren­dido y que ha tenido una importante expresión en la doctrina yóguica, ya citada, de los asan y los medra, es decir, de las posturas especiales del cuerpo y de los miembros a las que se atri­buye no sólo un valor simbólico, sino también el concominante valor de un cierre de circuitos de determinadas corrientes de la energía sutil del organismo. Naturalmente, la premisa es que el gesto, "pose", sea "realizado", sea vivido en su significado, como un incipiente objetivarse de este último (156).

Esto conduce a una última cualidad, a la cual Randolph da el nombre de tiroclerismo y que es el poder de evocar y formar imágenes muy netas y firmes con la mirada interior.

No es cosa de detenerse aquí en la consideración de los dife­rentes detalles que el libro suministra sobre la magia de los olores, los sonidos, los colores o los datos astrológicos y horoscópicos correspondientes. Respecto a las operaciones sexuales mágicas, entre los fines que, según Randolph, se pueden realizar con ellas, se encuentra la realización de un proyecto, deseo y orden precisa del operador. Seguidamente la provocación de visiones supersen­sibles (como en las operaciones a las que se entregaba Crowley). En tercer lugar, la regeneración .de la energía vital y el reforza­miento de la "potencia magnética" (lo que podría corresponder a uno de los fines que, como se ha visto, se proponen los taois­tas). En cuarto lugar, la' producción de una influencia con vistas a someter la mujer al hombre o el hombre a la mujer. En fin, se habla de "cargas" de fuerza psíquica y fluídica que se podría liberar por esta vía para saturar de ella determinados objetos... Esta última posibilidad sobrepasa ya con mucho los límites de la capacidad de creer que un hombre de hoy podría admitir.

Sobre el régimen de la unión sexual que es preciso observar para perseguir estos fines, el autor no aclara muchas cosas y lo que dice no resulta convincente tampoco. Es natural que se decla­re que "la voluptuosidad y el placer no deben constituir el fin principal" (157). Sin embargo, es difícil imaginar cómo, en un tal orden de ideas, más allá del placer se pueda tender a la "unión de las almas", dado que toda la situación es un medio empleado para un fin, que este fin es un fin concreto y que la mujer repre­senta el papel de un simple instrumento. Todo lo más, se podría hablar de una amalgamación fluídica. Podemos leer también que la unión sexual debe ser considerada "como una plegaria", con su objeto formulado e imaginado muy netamente: pero si la volancia y el "decretismo" (158) tienen que entrar en acción, la elección de la palabra "plegaria" nos parece cuando menos extraña. Aparte de esto, en la unión sexual parecería decisivo el hecho de "abis­marse" y de sentirse llevado hacia arriba "en el momento en que, con todas las fuerzas unidas, se toca la raíz del sexo opuesto". En este instante, debería insertarse el acto mágico. "Es mejor si el hombre y la mujer imaginan el mismo objeto o desean la misma cosa; pero la plegaria de sólo uno de los dos es igualmente eficaz, porque en el espasmo amoroso ella transporta la potencia creado­ra del otro." Para que la "plegaria" sea eficaz "es preciso el paro­xismo de ambos. También es preciso que el momento del goce de la mujer coincida con el momento expulsivo del hombre, porque solamente así se efectuará la magia" (159). Se habla explícita­mente del momento "en que el semen del hombre pasa al cuerpo de la mujer que acepta". Inclusive si se previene, en este instante, contra la "pasión carnal", contra el "instinto bestial", que es casi un "suicidio para el hombre" (160), el conjunto no resulta por ello menos problemático, porque estas últimas instrucciones están en evidente contraste con la mayor parte de las enseñanzas esotéricas auténticas, anteriormente aportadas por nosotros. Como ya hemos visto, en estas enseñanzas la crisis emisora del orgasmo sexual es considerada como un síncope de toda la expe­riencia en sus posibilidades supersensibles y como un "descenso" peligroso.

Si se deben tomar como auténticas las susodichas instruc­ciones de Randolph, no hay que pensar siquiera en la posibilidad de que la fuerza mágica del semen, la vitya, pueda ser separada de la substancia física; después de que, en general, la posesión de la mujer despierte la fuerza, en el momento liminal del orgas­mo la inserción de la voluntad conduciría a separar y a lanzar la fuerza viril mágica sobre el plano de la operación preestablecida, convirtiéndose entonces el semen vertido en la mujer y captado por su carne sólo en una cosa sin vida, privada de su contrapartida hiperbiológica. En esencia, se habría operado la desviación del poder de crear inclusive del plano sacralizado del engrendra­miento (como en la ritualización del acto conyugal procreador conocido por las religiones creatistas como el Islam) hacia un plano diferente, mágico, en el momento en que el determinismo biológico eyaculatorio, no entorpecido, estaría en acción. Además, se podría considerar la extrema vitalización y dinamización que puede tener en este momento la imaginación, si se mantiene uno tan dueño de sí mismo como para poderse servir de ella. Esta sería la única manera de hacer inteligibles las indicaciones de Randolph sobre el régimen de la unión sexual, siempre en el caso de que fueran fielmente reproducidas en el libro. De paso, hay que recalcar por otra parte que el estado de unión y de crisis erótica simultánea en el hombre y la mujer no puede interpretarse eventualmente en el sentido de un estado creador más que en semejante conjunto, no sobre el plano material y en el marco de las uniones sexuales ordinarias. Se sabe en efecto —y ya lo hemos recordado— que ningún estado unitivo de este género es indis­pensable para la fecundación animal; una muchacha frígida o violada, en modo alguno fundida con el hombre cuando él la ha poseido, puede quedar encinta, y la biología nos enseña que la penetración fecundante del espermatozoide en el óvulo puede producirse mecánicamente, inclusive horas después del espasmo de la pareja; por no hablar de la fecundación artificial.

Randolph ofrece algunos esquemas de las formas especiales o posiciones de la unión sexual, en relación con uno u otro de los fines que la operación mágica se proponga; es sobre todo en este punto en el que, verosímilmente, entra en juego el "posis­mo". En el libro, todo se reduce sin embargo a algunas indica­ciones generales y fragmentarias. Para nuestro trabajo, sólo nos puede interesar el hecho de que estas prolongaciones de antiguas tradiciones secretas, llegadas hasta nuestros días, parecerían corro­borar una hipótesis que ya hemos enunciado, a saber, que en el origen, o en ciertos casos, muchas posiciones de la unión sexual consideradas por los tratados de erótica profana o libertina pueden tener también un sentido ritual, hasta incluso mágico.

Es evidente que las operaciones de magia sexual demandan una cualificación muy especial y casi un desdoblamiento para­dójico, porque, mientras por un lado debería tener pleno curso un proceso .de disolución y amalgamación extática con la mujer que impregna todo su ser —siendo este proceso condición para la realización del estado no-dual y, por tanto, premisa para la eficacia eventual de la operación—, por otro lado debería estar presente y atento casi un segundo Yo, que piensa en otra cosa enteramente distinta, que está fijo en la imagen correspondiente al fin a realizar, al objeto de la "plegaria mágica", objeto que puede ser también completamente profano, tanto que podríamos preguntarnos si, a la larga, sería interesante hasta el punto de subordinar a él lo que la experiencia en sí misma, con una orienta­ción diferente, podría dar.

Volviendo a Randolph, vemos que, para algunos fines parti­culares, considera un período de preparación de siete días, segui­do de un período operativo de cuarenta días, durante los cuales el rito debe ser cumplido cada tres (161). Es preciso preparar un lugar conveniente. La mujer debe dormir en un dormitorio apar­te; no se la debe ver demasiado a menudo, inclusive no se la debe ver más que cuando sea preciso encender en ambos un estado de vibración magnética. Después de cada operación, la mujer debe alejarse en silencio. Todo esto subraya el papel puramente instru­mental que la mujer representa en este conjunto,.

Para terminar, Randolph pone en guardia contra los "íncubos y los súcubos, que reflejan vuestros deseos y vuestros vicios ocul­tos"; porque se puede llegar a convertirse irreparablemente en esclavos suyos (162). Ya hemos encontrado una advertencia aná­loga en Kremmerz, mientras que hemos oído hablar a otros de "pactos tácitamente establecidos". Por su lado más serio y obje­tivo, este eventual peligro no tiene sin embargo ninguna auténtica relación con los "vicios y los deseos". Como ya hemos dicho, este peligro viene más bien de que en las experiencias de este género se producen desnudamientos y objetivaciones de la fuerza elemental del sexo, en una u otra de sus polarizaciones. Una situación de pasividad en quien se entrega a estas prácticas comporta el fenó­meno de la posesión, la destrucción de su personalidad o "alma" en sentido casi teológico, porque se abren o son activados estados del ser mucho más profundos que los que se tocan cuando, en el amor profano, un hombre "se vuelve loco" por una .mujer (o una mujer por un hombre) y por ella (o por él) va hacia la ruina e incluso hacia la muerte.

(149)   Cf. WOODROFFE, Shakti and Shákta, cir., pág. 583.

(150)      Magia Sexualis, París, 1952.

(151)      Ibid., págs. 81-82.

(152)    Ibid., págs. 23-24.

(153)    Introduzione alía Magia, etc. v. II, págs. 373-374.

(154)    Magia Sexualis, págs. 33 sgg.

(155)       Ibid., págs. 39-40, 59.

(156)       Ibid., págs. 41-49.

(157)       Ibid., pág. 77.

(158)       Ibid., pág. 88: "Por medio del decretismo, de la volancia y del "posismo", acentuar el deseo en el momento de la eyaculación y pensar fuertemente en la cosa deseada antes, durante y después del acto."

(159)       Ibid., págs. 76-78, 81. Un paralelismo hindú podría quizá venir indicado en el Tankasara (tr. it. Torino, 1960, págs. 280-281) donde se habla de la unión del vira con su compañera: en el abrazo, "sustanciados como son el uno de la otra, cooperan recíprocamente al despertar de la potencia de Shiva, del primer movimiento de la magia si no de la emisión creadora.

(160) Ibid., pág. 80.

(161) Ibid., págs. 86-89.

(162) Ibid., pág. 210. Aquí sin embargo se refiere sobre todo a la práctica con el "espejo mágico".

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 23. El conjunto amor-dolor-muerte

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 23. El conjunto amor-dolor-muerte

En este punto se impone el examen de un complejo de impor­tancia fundamental para todo el orden de ideas que estamos ,tratando: se trata del conjunto amor-dolor-muerte. En él hay que separar el aspecto psíquico de un aspecto que casi podríamos llamar físico.

En cuanto al primer aspecto, cada activación del eros en su estado elemental que no se una a un desplazamiento efectivo de nivel del Yo, que, por el contrario, permanezca encerrado en el circuito puramente humano alimentando una pasión centrada sobre un ser amado determinado, tiene por consecuencia inevita­ble una saturación anormal de ese circuito, sentida como sufri­miento, como derretimiento, como un impulso que consume y que no tiene desenlace. La situación de tensión es análoga a aque­lla de que hablan a menudo algunos místicos. A propósito de uno de sus personajes, escribió Somerset Maugham en una de sus nove­las: "Un amor como éste no es una alegría, es un dolor; pero un dolor sutil, hasta el punto de sobrepasar todo placer. En él hay algo de esa angustia divina de la que los santos dicen estar invadi­dos en los éxtasis." Y Novalis: "Pocos conocen — el misterio de amor — experimentan hambre implacable — y una eterna sed" (38).

Se ha podido hablar de "esta afinidad rarísima y misteriosa de la carne que liga a dos criaturas humanas con el lazo terrible del deseo insaciable". Por otra parte, se ha hecho notar, con razón, que semejantes casos de gran pasión derivan de una inver­sión: se identifica al símbolo con la persona y la persona es amada en sí, casi como "Dios en lugar de Dios". Toda la identidad de un impulso que, en estos casos, quiere lo absoluto, se concentra sobre la humanidad de un ser dado, el cual deja así de ser un medio para el amante y se convierte por el contrario en el objeto de una idolatría o, por mejor decir, de un fetichismo (39). Es importante advertir que este caso es exactamente el opuesto al de las sacralizaciones y evocaciones que vamos a considerar en seguida: la persona no adquiere una cualidad diferente a través de su comunicación real con un plano superior, con un plano no solamente humano, por incorporación temporal en sí del hombre absoluto y de la mujer absoluta, sino que usurpa los atributos propios de este plano supersaturando con ellos el simple elemento casual humano. En este segundo caso, se encuentra a menudo, en las relaciones amorosas, una especie de vampirismo ejercido por una persona sobre la otra, inclusive sin quererlo, y a menudo se establecen relaciones peligrosas de esclavitud sexual.

La situación que acabamos de citar es asimismo la que sumi­nistra los temas preferidos por el arte trágico y romántico cuando trata de las grandes pasiones. Pero, en la realidad, situaciones de este género pueden también terminar en una crisis o en un derrum­bamiento. Esto se verifica sobre todo cuando, paralelamente, tiene lugar un proceso acentuado de idealización de la mujer, una acumulación de valores morales en ella, que no tienen más que una base mínima en lo que ella es realmente. Entonces, un hecho traumático cualquiera puede hacer que se derrumbe todo el edi­ficio: puede hacer que se disuelva toda la "cristalización" sten­dhaliana, dejando que aparezca al desnudo la decepcionante reali­dad. Un traumatismo de este género puede incluso ser provocado por la realización del fin supremo del deseo, por la posesión de la mujer deseada. Así Kierkegaard ha podido hablar de los "riesgos del amor feliz" y afirmar que el amor desdichado y todo cuanto de decepcionante y de traidor puede presentar la mujer amada, es en algunos casos un factor esencial y providencial para mante­ner la tensión metafísica del eros y evitar el síncope: justamente porque entonces se guarda una distancia, porque la identifica­ción fetichizante encuentra un obstáculo (40). Novalis ha añadi­do: "El que ama debe sentir eternamente la falta, debe conservar las heridas siempre abiertas" (41). Por lo demás, la tendencia del "amor cortés" medieval no fue diferente; al menos en uno de sus filones, se puede decir que a menudo tuvo por condición paradójicamente deseada la imposibilidad material de realizar su objeto: no . tanto el no poder cuanto el no querer llegar a la conclusión concreta de todo deseo sexual. Así podían ser amadas con intensidad altísima mujeres jamás vistas o elegidas a propósi­to de manera que no se pudiera tener la esperanza de conseguir­las: en el presentimiento justamente de la decepción que podía causar la mujer real, en el caso de que, finalmente, ella hubiese ocupado el lugar de la mujer ídolo, de la "mujer del espíritu". Klages ha puesto justamente de relieve la importancia que tiene lo que él ha llamado el Eros der Feme, o sea, el eros ligado a la distancia, a lo que es imposible de alcanzar, lo que debe inter­pretarse como un momento positivo constitucional para todo régimen de alta tensión erótica, y no como el refugio de quien hace de la necesidad virtud (42).

Pero para poder sostener situaciones sobre un plano no patológico es precisa una sutilización del eros y su orientación hacia un dominio especial, que ya no es profano. Como veremos más adelante, hay lugar para creer que este caso fue justamente el de la erótica medieval a que nos hemos referido. Sin esta dislocación, el eros activado en su estadio elemental no podría manifestarse en el individuo más que bajo la forma de una sed inextinguible y torturante. Se podría también considerar aquí un tránsito de la situación de pasión fatal a la de donjuanismo. Porque se puede dar una interpretación posible de Don Juan, tomado como símbolo, refiriéndose a un deseo que, a causa de su misma tras­cendencia, una vez consumado un objeto de su pasión, pasa sin tregua a otro, por una perenne desilusión, por la imposibilidad de cualquier mujer particular de ofrecer lo absoluto; y a la insa­tisfacción, más allá del placer efímero de la obra de seducción y de conquista, se asocia también la necesidad de hacer el mal (es otro rasgo de la figura de don Juan en determinadas versiones de su leyenda). Así, la serie de los amores de Don Juan se conti­núa indefinidamente, en una cacería sin tregua en pos de la pose­sión absoluta que siempre huye —es casi el equivalente del supli­cio de Tántalo—, en una esperanza que, reavivándose en el perío­do de embriaguez de cada amor y de cada empresa particular de seducción (la cual, por reacción contra la íntima derrota, se acompaña también de un odio oculto, de una necesidad-placer de destruir y de profanar) es siempre decepcionante, dejando el dis­gusto después de la realización de lo que Don Juan como indivi­duo creía perseguir como fin único, es decir, el simple placer de las uniones humanas. Es interesante que, a diferencia de las otras, en las formas españolas más antiguas de la leyenda de don Juan, este héroe no termina condenado y fulminado por el comenda­dor, sino que se retira a un convento. Es un presentimiento del plano sobre el que su insaciable sed siempre decepcionada puede por fin ser saciada; pero, aquí, unido a una ruptura neta con el mundo de la mujer.

En otros casos, tanto en el dominio del arte y la leyenda como en el de la vida real, un drama, cuando no el fin trágico de los amantes, aparece como el epílogo natural querido por la lógica interna, trascendental, de la situación indicada, inclusive cuando las causas de esta tragedia parecen completamente exte-. riores, extrínsecas, respecto a la voluntad consciente y al deseo humano de los amantes: casi debidas a. un destino adverso. Desde este punto de vista, puede aplicarse a todo esto el conocido verso: But a thin veil divides ¡ove from death.

Esto es lo que se puede pensar, por ejemplo, en el caso de Tristán e Isolda. Si se quiere tomar la leyenda en toda la exten­sión de sus valores, el tema del filtro de amor está lejos de ser insignificante y accesorio. A propósito de estos filtros, ya hemos señalado que no se trata de simples supersticiones; determinadas mezclas especiales pueden tener el poder de desatar la fuerza del eros en su estado elemental, neutralizando todo aquello que en el individuo empírico puede obstaculizar o limitar su manifestación (43). Si esto ocurre, es natural que en los amantes actúe el complejo amor-muerte, la fuerza consumante, el deseo de muerte y de aniquilación. El " ¡Oh, dulce muerte! — ¡Oh, ardien­temente invocada! — ¡Muerte de amor!" wagneriano reclama un tema del "amor heroico". "En viva muerte muerta vida vivo. — Amor me ha muerto, ¡ay desdichado!, de tal muerte — que soy de vida y de muerte privado" (44). La música de Wagner comunica de forma bastante sugestiva este estado (quizá más positivo, siempre dentro de lo musical, es sin embargo el final del Andrea Chénier de Umberto Giordano); no así el texto correspondiente, al que estorban infinitas escorias místico-filosóficas. Los famosos versos "In des Weltatems — Wehendem AH — Versinken — Ertrin­ken — Unbewust — Hbchste Lust!" dan más la impresión de un colapso con fondo panteista (fusión con el "Todo", aniquila­miento en el "divino, eterno — originario olvido") que de una verdadera trascendentización; además, aquí resalta el momento puramente humano, porque el deseo de muerte está dictado por la idea de un más allá en el cual podría por fin realizarse la unión absoluta de los dos amantes como personas (Tristán dice: "Así muramos para no vivir más que en el amor, inseparablemente, eternamente unidos, sin fin, atentos sólo a nosotros") (45). En términos ya más apropiados e inmanentes, el poema medieval de Godofredo de Estrasburgo describía los efectos del filtro: "Ihnen war ein Tod, ein Leben — eine Lust, ein Leid gegeben... Da wurden eins und allerlei — die zwiefalt waren erst."

De paso, se puede hacer esta observación: el caso de Tristán e Isolda fue presentado también como el de una pasión extrema que, aparte el filtro, tenía por antecedente el odio recíproco de los dos amantes. Es, ésta, una situación que puede, en efecto, encontrarse a menudo: hay casos en que el odio no es más que el índice secreto de una particular tensión y polaridad sexual de los dos individuos, presta a traducirse en el cortocircuito embria­gante y destructor del amor consumante, apenas sean superados los obstáculos debidos a las disposiciones individuales.

 

(36)       Se puede cfr. Brhadáranyaka-upanishad, IV, iv, 1-2 y Kdtha­upanishad, II, vi, 15-16.

(37)       "De improviso, no sé cómo, mientras me volvía para mirar la calle desierta, hacia las ventanas de las casas oscuras, un deseo ardiente de Pat [la mujer] me sobrecogió, me golpeó directamente como un puño cerra­do. Era tan terrible que me pareció morir." (E. M. Remarque.) Cfr. estas palabras del poeta persa Khusrev: "Su imagen se me apareció en la noche —y creí morir por causa de la turbación."

(38)       Himnos espirituales, XV.

(39)    Cfr. KLAGES, Vom Kosmogonischen Eros, cit., pág. 199.

(40)   In Vino veritas, cit., págs. 76 sgg.

(41)  Himnos espirituales, VII.

Op. cit., págs. 95 sgg. Cfr. G. BRUNO, Eroici furori, 1, iü, 9: "El amor heroico es un tormento, porque él no goza del presente, como el amor brutal, sino del futuro y de la ausencia."

(43)       La Roma antigua da testimonjo de casos de locura debidos a los filtros de amor; se dice inclusive que ellos costaron la vida a Lúculo y a, Lucrecio. De hecho, en algunos casos, el despertar del eros al estado elemental por medio de un verdadero filtro, puede tener afectos corres­pondientes a la hebefrenia, a la alienación mental de la pubertad, de que ya hemos hablado: la acción es demasiado brusca y violenta, por ello se produ­ce una solución de continuidad respecto al estado precedente de la psique normal, en particular cuando la superestructura del Yo más exterior se opo­ne al desarrollo de la pasión.

(44)       G. BRUNO, Eroici furori, 1, ii, 10.

(45)       Es conocido que el Tristán e Isolda fue una especie de produc­to de la sublimación de la vehemente pasión contrariada que Richard Wag­ner sintió por Matilde de Wesendonk. Son interesantes estas expresiones de una de las cartas de Wagner a esta dama: " ¡El demonio! Pasa de un cora­zón a otro... ¡No nos pertenecemos ya a nosotros mismos! ¡Demonio, demonio, te conviertes en un dios!" (Carta núm. 54 del verano de 1858; ed. Golther, Berlín, 1904).