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Los hombres y las ruinas. Capítulo II. SOBERANIA - AUTORIDAD - IMPERIUM

Los hombres y las ruinas. Capítulo II. SOBERANIA - AUTORIDAD - IMPERIUM

El fundamento de todo verdadero Estado es la trascendencia de su principio, es decir del principio de soberanía, de autoridad y de legitimidad. Esta verdad esencial se expresa en la historia de los pueblos en diversas formas. Si se desconoce este principio, el significado propio de todo lo que es realidad política se encuentra igualmente desconocida o, al menos, falseada. A través de la variedad de sus formas se reencuentra siempre como "constante" el concepto del Estado en tanto que irrupción y manifestación de un orden superior bajo la forma de un Poder. Es por ello que toda verdadera unidad política se presenta como la encarnación de una Idea y de un Poder, y se distingue así de toda unidad pragmática, de toda asociación "natural" o de "derecho natural", de todo conjunto determinado sólo por factores sociales y económicos, biológicos, utilitaristas o eudemonistas.

Puede hablarse, así pues, del carácter Sagrado del principio de la soberanía y del poder, es decir, del Estado. La antigua noción romana de Imperium pertenece esencialmente al dominio de lo sagrado, antes que expresar un sistema de hegemonía territorial supranacional; el Imperium designa le pura potencia del mando, la fuerza casi mítica y la Auctoritas propias a quien ejerce las funciones y posee la cualidad de Jefe, tanto en el orden religioso y guerrero como en el de la familia patricia -la Gens- y principalmente del Estado, la Res Publica. En el mundo romano, profundamente realista sin embargo, y precisamente por ello, este poder, que es al mismo tiempo "auctoritas", conserva siempre su carácter de fuerza luminosa de lo alto y de potencia sagrada, más allá de las técnicas diversas y a menudo ilegítimas que condicionaron su acceso en el curso de los diversos períodos de la historia de Roma (1).

Puede rechazarse el principio de le soberanía, pero si se le admite, es preciso reconocerle el mismo tiempo un carácter Absoluto. Un poder que es al mismo tiempo Auctoritas -Aeterna Auctoritas se diría en el estilo romano- debe poseer en propiedad el carácter "decretivo" de lo que constituye su última instancia. Un poder y una autoridad que no sean absolutas no son ni autoridad, ni poder, tal como ha puesto de manifiesto Joseph de Maîstre. Al igual que en el orden de las causas naturales, en el orden político, tampoco pueden hacerse remontar al infinito de causa en causa; la serie debe tener su límite en un punto definido por el carácter incondicionado y absoluto de la decisión. Y este punto sería también el punto de estabilidad y firmeza, el centro natural de todo organismo. En su ausencia, una asociación política no sería más que un simple agregado, una formación provisional; el poder del que se trata se refiere, por el contrario, a un orden trascendente que es el único sobre el que puede fundarla y legitimarla en tanto que principio soberano, autónomo, en primer lugar y base de todo derecho sin estar él mismo sometido a ningún derecho. En realidad, ambos aspectos, ambas exigencias, se condicionan recíprocamente y es precisamente su interferencia lo que hace resaltar la naturaleza del puro principio político del Imperium y también la figura de aquel que, en tanto que verdadero jefe, debe representarla y encarnarla.

Cualquiera que sea la forma que revista la teoría "jurídica" de la soberanía (el autotitulado "Estado de Derecho" según Kelsen), concierne únicamente a un caput mortum, a saber, la condición propia de un organismo políticamente apagado, de un organismo que subsiste mecánicamente en un Estado cuyo centro y fuerzas regeneradores originales están latentes o ausentes. Si el Orden, la forma victoriosa sobre el caos y el desorden, es-decir, la ley el derecho, son la sustancia misma del Estado, todo esto no encuentra su razón suficiente y su última justificación más que en le trascendencia invocada. De aquí el principio: Principes a legibus solutus, la ley no se aplica al jefe, al igual que según la expresión de Aristóteles, los que son ellos mismos la ley, no tienen ley. En particular, la esencia positiva del principio de la soberanía ha sido reconocido justamente, en el poder de decidir de una manera absoluta, más allá de todo lazo y de toda discusión, en cualquier circunstancia por excepcional que sea o en casos urgentes, es decir, cuando el derecho en vigor y les leyes son suspendidas o cuando su suspensión se impone (2). En semejantes casos, como en toda situación difícil, se manifiesta de nuevo la potencia absoluta de lo alto que, aunque permanece invisible y silenciosa en todo momento, no cesa, sin embargo, de estar presente cuando el Estado permanece fielmente ligado a su principio generador, cuando es un organismo viviente y no un mecanismo, una rutina (3). Los "poderes excepcionales" y la "dictadura" son los medios necesarios -los "medios de fortuna" podría decirse- que se imponen en semejantes coyun­turas, cuando el despertar esperado del poder central del Estado no se produce. En estas condiciones la dictadura no es un fenómeno "revolucionario". Se mantiene la legitimidad, y no constituye un principio político nuevo, ni un nuevo derecho. En el mejor período de le romanidad fue, este hecho, reconocido y aceptado como un fenómeno temporal y lejos de suplantar el orden existente, se encontraba integrado en el mismo. En los demás casos, dictadura es sinónimo de usurpación.

El Estado no es la expresión de la "sociedad". Bese del positivismo sociológico, la concepción "social" o "societaria" del Estado es el síntoma de una regresión, de una involución naturalista. Contradice la esencia del verdadero Estado, invierte todas las relaciones justas, priva a la esfera política de su carácter propio, de su cualidad y de su dignidad originarias.

La esfera política se define en medio de valores jerárquicos, heroicos e ideales, antihedonistas y, en cierta medida, antieudemonistas, que le sitúan fuera del plano de la existencia simplemente natural y vegetativa; los verdaderos fines políticos son, por una gran parte, fines autónomos (no derivados); se relacionan con los ideales e intereses diferentes de los de la existencia pacífica, de la pura economía, del bienestar material; corresponden a una dimensión superior de la vida, a un orden de dignidad distinto. Esta oposición entre la esfera política y la esfera social es fundamental. Tiene el valor de "categoría" y contra más marcada esté, más el Estado estará sostenido por una tensión metafísica, más sus estructuras serán sólidas, más será la imagen fiel de un organismo de tipo superior. En este último, en efecto, las funciones superiores no son expresiones de su vida biológica y vegetativa y, salvo en casos de degradación manifiesta, no están tampoco a su servicio. Su actividad, aunque descansando sobre le vida física, obedece a sus propias leyes y puede eventualmente imponerse a ellas, para adaptarlas a sus fines, acciones o disciplinas que no se manifiestan ni se justifican cuando le vida física está solo cuestionada. De la misma forma deben concebirse las relaciones que, en une situación normal, deben intervenir entre el orden político y la "sociedad".

La distinción entre la esfera política y la esfera "física" se encuentra muy claramente en les civilizaciones originales. Se reencuentra también en los vestigios que subsisten, en nuestros días, en diversas sociedades primitivas, vestigios donde en ocasiones ciertos significados fundamentales aparecen con una pureza que buscaríamos en vano en las sociologías vulgares de nuestra época. Un ejemplo permitirá aclarar este punto.

Se conoce la doctrina según la cual el Estado descendería de la familia: es el principio formador de la familia, de la Gens, extendido y completado, quien habría dado nacimiento al Estado. No puede pretenderse llevar así al Estado a un plano "naturalista" más que en virtud de un equívoco inicial consistente en suponer que en el marco de las civilizaciones antiguas y sobre todo de les civilizaciones indoeuropeas, la familia ha sido una unidad de tipo puramente físico y que lo sagrado, en el marco de una rígida articulación jerárquica, no ha jugado un papel decisivo. Aun cuando prosigan las investigaciones modernas, no debería subsistir, tras la lectura de Fustel de Coulanges ninguna duda al respecto. Pero si se comprende a la familia en el sentido "naturalista", que es más o menos el que conserva actualmente, el principio generador de la comunidad propiamente política debe ser buscado en un marco muy diferente del de la familia; debe ser buscado en el plano de lo que se llama Sociedades de Hombres, y es precisamente a este punto al que queríamos llegar.

En muchos pueblos primitivos el individuo, hasta cierta edad, era mantenido en el seno de le familia y especialmente al cuidado de su madre -en todo lo que se refiere al aspecto material, físico de le existencia que se encontraba bajo el signo femenino- porque no era considerado más que como un ser "natural". Pero en un momento dedo sobrevenía, o más exactamente, podía sobrevenir, un cambio de naturaleza y de status. Ritos especiales llamados precisamente "ritos de tránsito", a menudo precedidos de un período de separación y aislamiento y acompañados frecuentemente de duras pruebas, suscitaban según un esquema de "muerte y renacimiento", un ser nuevo que, sólo a partir de ese momento era considerado como un "hombre". Anteriormente, cualquier miembro del grupo de cualquier edad, era de hecho asimilado a las mujeres, a los niños e incluso a los animales. Tras haber sufrido esta transformación, el individuo se encontraba ligado a la "sociedad de hombres", donde el término hombre tenía pues un sentido iniciático (sagrado) y guerrero al mismo tiempo, en razón del poder del que disponía en el grupo o clan. Igualmente las tareas y la responsabilidad que le incumbían especialmente en el interior del grupo y sus derechos eran diferentes de los demás miembros (4).

En este esquema de los orígenes están contenidas las "categorías" fundamentales que definen el orden político frente al orden "social". Le primera de ellas es una consagración especial, la del "hombre" en el sentido inmanente -el vir, dirían los Romanos y no simplemente el Homo- . Presupone una "ruptura de nivel", un distanciamiento en relación al plano naturalista y vegetativo. El poder era el principio del mando detentado por la "sociedad de hombres". Pueden verse justamente como "constantes" una de las idees-base que, a través de una gran variedad de aplicaciones, de formulaciones y derivaciones, se reencuentren invariablemente en la teoría o, mejor dicho, en la metapolítica del Estado construida por las mayores civilizaciones del pesado. Los procesos de secularización, racionalización y materialización que se han desarrollado de forma cada vez más neta en el curso de los tiempos modernos, acabaron velando y taponando estos significados originales. Pero cuando incluso bajo una forma errónea, incluso en ausencia de un fondo iniciático o sagrado se encuentran enteramente anulados, no existe más Estado ni clase política en el sentido propio, tradicional, del término.

Alguien ha podido decir e este respecto, incluso en nuestros días, que la "formación de una clase dirigente es un misterio divino". En ciertos casos puede tratarse de un misterio demoníaco (los tribunos de la plebe, la demagogia, el comunismo), pero nunca de algo que pueda definirse con ayuda de simples factores sociales y, menos aún, económicos.

El Estado se encuentra bajo el signo masculino, la "sociedad" y, por extensión, el pueblo, bajo el signo femenino. Se trata, aquí también, de une verdad de los orígenes. El dominio materno, del que se distingue el dominio político-viril, fue igualmente concebido como el dominio de la Tierra Madre y de las Madres de la Vida y de la fecundidad, bajo el poder y la protección de las cuales se desarrollaban los aspectos físicos, biológicos, colectivos y materiales de le existencia. El fondo mitológico que aparece siempre es el de la dualidad entre las divinidades luminosas y celestes del mundo propiamente político y heroico y las divinidades femeninas y maternas de le existencia "natural", próximas especialmente a las capas plebeyas. Es así como, en la Roma antigua, la noción de Estado y de Imperium -de potencia sagrada- se ligaba estrechamente el culto simbólico de divinidades viriles del cielo, de la luz y del mundo superior, opuesto a la región oscura de las Madres y de la serie de divinidades ctónicas. Una misma línea ideal liga los temas que hemos encontrado en las comunidades primitivas con sus "sociedades de hombres".

Más tarde, en la historia, este línea conduce a sociedades donde ya no se habla de Imperium, sino de "derecho divino", del rey, y donde no existen ya grupos creados por la potencia y el poder de un rito, sino Ordenes, y aristócratas, clases políticas definidas por disciplinas y dignidades irreductibes a valores sociales y a factores económicos. Luego la línea se rompe y la decadencia de la idea del Estado, paralela a la decadencia y al oscurecimiento del puro principio de la soberanía y de la autoridad, tiene como conclusión la inversión por la cual el mundo del demos, de la masa materializada, emerge para invadir le esfera política. Tal es el significado principal de toda democracia en le acepción original del término y, con ella, de todo "socialismo". Uno y otros son, en su esencia, anti-Estado, degradación y contaminación del principio político. Con ellos se realiza también la traslación de lo masculino a lo femenino, de lo espiritual a lo material y a lo promiscuo. Se trata de una involución cuya base, o contrapartida, es una regresión que se produce en el individuo mismo y se expresa a través del hecho de que facultades o intereses ligados a la parte "natural", obtusa y puramente vital del ser humano, son susceptibles de tomar en él la delantera. Según las correspondencias ya reconocidas por Platón y Aristóteles, la injusticia, es decir, la distorsión, la subversión externa y colectiva refleja siempre la injusticia interna propia de un cierto tipo humano que ha terminado siendo preponderante en una civilización dada.

Existen hoy formas políticas donde tal caída de nivel y tal inversión aparecen muy claramente y sin confusión posible. Se expresan, en términos no equívocos, en los programas y las ideologías de partido. En otros casos la cosa es menos visible y es entonces cuando es necesario tomar netamente posición.

La diferencia indicada anteriormente entre le concepción política del Estado y la concepción física de la "sociedad" se vuelve a encontrar en la oposición que existe entre Estado y Nación. Los conceptos de nación, de patria, de pueblo, a pesar del halo romántico e idealista que les rodea habitualmente, pertenecen esencialmente al plano "naturalista" y biológico, no al plano político, y corresponden a la dimensión "materna" y física de una colectividad dada. Cuando se han puesto estas nociones de relieve, cuando se les confiere le dignidad de un elemento primario, es casi siempre cuando se produce una forma revolucionaria o al menos polémica en relación al concepto de Estado y al puro principio de soberanía. Cuando se pasa de la fórmula "por la gracia de Dios" (aproximativa y estereotipada, pero que designaba a un verdadero principio de lo alto) a la fórmula "por la voluntad de la nación" se realiza, en efecto, bajo una forma típica, la inversión ya señalada: pero que no supone el paso de una simple estructura institucional a otra, sino de un mundo a otro, separado del primero por un hiato imposible de soldar.

Una rápida ojeada al horizonte histórico permitirá arrojar alguna luz sobre el significado regresivo del mito de la nación. El punto de partida corresponde a la desviación propia a estos Estados europeos que, aunque reconocen el principio político de la pura soberanía "de lo alto", tomarán la fórmula de Estados nacionales. Esta transformación se inspira en un espíritu esencialmente antiaristocrático (antifeudal), y así mismo cismático y antijerárquico en relación al ecumene europeo al desconocer la autoridad superior del Sacro Imperio Romano y a través de la "absolutización" anárquica de las unidades políticas particulares de las que cada uno de los príncipes era el jefe. Cesando -de recibir un soporte de lo alto, los soberanos lo buscaron en lo bajo y se entregaron a un trabajo de centralización que debía cavar su tumba, precisamente porque un conglomerado humano más o menos informe y desarticulado debía adquirir una importancia cada vez mayor. Así se prepararon las estructuras que debían pasar entre las manos de la "nación" en tanto que Tercer Es -todo, luego en tanto que "pueblo" y masa. Este paso tuvo lugar, como se sabe, con la Revolución Francesa; la "nación" se presentó bajo una forma exclusivamente demagógica y desde entonces el nacionalismo debía relacionarse con la revolución, el constitucionalismo, el liberalismo y la democracia, siendo la bandera de los movimientos que, de 1789 a 1848 y hasta 1918, derribaron lo que subsistía de orden, el de la Europa tradicional.

De otra parte, esta ideología "patriótica" implica un trastorno que entraña le transformación de un don "natural", tal como la pertenencia a una capa determinada y a una cierta sociedad histórica, en algo místico elevado al rango de valor supremo. El individuo no vale más que en tanto que "ciudadano" y "enfant de la patrie" y su unidad acumulativa socava la autoridad y subordina a la "voluntad de la nación" a todos los principios más elevados, empezando por el de la soberanía.

Se conoce el papel que ha jugado en la primera historiografía comunista, la valorización del matriarcado social, concebido como la constitución de los orígenes y el estado de justicia, a los cuales habría puesto fin el régimen de la propiedad individual y las formas políticas que se encuentren asociadas a él. Pero le regresión de lo masculino en lo femenino es igualmente visible en las ideologías revolucionarias mencionadas anteriormente. La imagen de la Patria en tanto que Madre, en tanto que Tierra de la que todos somos hijos y en relación a la cual somos todos hermanos e iguales, corresponde claramente a este orden físico, femenino y materno, del que, como hemos dicho, se separan los "hombres para crear el orden viril y luminoso del Estado”, mientras que el otro orden, en sí, tiene un carácter pre-político. Es por lo que es igualmente significativo que la patria y la nación hayan sido casi siempre alegóricamente representadas por figuras femeninas, incluso en pueblos cuyo país lleva un nombre del género neutro o masculino y no femenino (5). El carácter sagrado y la intangibilidad de la "nación" y del "pueblo" no son más que la transposición de los que eran atribuidos a la Gran Madre en las antiguas ginecocracias plebeyas, en las sociedades que ignoraban el principio viril y político del Imperium. Inversamente, es significativo que se haya aplicado frecuentemente a los soberanos y a los jefes de Estado el símbolo, no materno, sino paterno.

No será inútil examinar igualmente este problema bajo un ángulo algo diferente. La idea según la cual la Nación no existe, no tiene una conciencia, una voluntad, una realidad superior, más que en función del Estado, fue propia del fascismo italiano. Esta idea encuentra su confirmación en la historia, sobre todo si se refiere a lo que podría llamarse con Vico. "el derecho de los pueblos heroicos" y en el origen de las principales naciones europeas. Si "patria” quiere decir ciertamente "tierra de los padres", la palabra no puede haber tenido tal sentido más que en una época bastante lejana, pues las patrias y las naciones históricas se han constituido casi siempre en tierras que no son las tierras originales y, en todo caso, en zonas más amplias que las de los orígenes, a través de las conquistas y de los procesos agregativos y formativos, implicando la continuidad de un poder, de un principio de soberanía y de autoridad, como también la unidad de un grupo de hombres unidos por una misma idea y una misma fidelidad, persiguiendo un mismo fin, obedeciendo a una misma ley interna, ley que se reflejaba en un ideal político y social preciso. Así, el núcleo político es a la nación -contemplada como un don naturalista- lo que el alma, en tanto que "entelequia", es al cuerpo: le da forma, lo unifica, lo hace participar en una vida superior. A este respecto, se puede, igualmente, decir que la nación no existe y se extiende por todas partes donde se reproduce la misma "forma interna", es decir, lo sacro, el sello dado por la fuerza política superior y por los que son sus portadores: sin límites geográficos ni siquiera éticos en el sentido estrecho del término. Sería pues absurdo hablar, a propósito de Roma antigua, de una “nación" en sentido moderno; puede hablarse de una "nación espiritual", como de una unidad definida por el "hombre romano". La misma circunstancia puede aplicarse a las creaciones de los francos, los germanos, por no citar unos ejemplos entre otros muchos. El caso más significativo sigue siendo el del Estado prusiano que nace de una Orden (expresión típica de une "sociedad de hombres"), la Orden de los Caballeros Teutónicos y sirve luego de osamenta y forma al Reich alemán.

Cuando la tensión disminuye, las diferencias se atenúan y el grupo de hombres reunidos en torno al símbolo superior de la soberanía y de la autoridad se debilita y se desintegra, entonces, y solamente entonces, lo que no era más que  resultado y cosa formada -la "nación"- puede volverse autónoma y separarse precisamente hasta adquirir una depenencia propia. Así viene en primer plano la nación en tanto que pueblo, colectividad y masa, es decir, lo que la nación ha tendido a significar cada vez más a partir de la Revolución Francesa. Es casi la criatura que supera a su creador cuando, progresando en esta dirección, ninguna soberanía es admitida como no sea la expresión y el reflejo de le "voluntad de la nación". De la clase política entendida como Orden y sociedad de hombres se pasa a los demagogos y a los "servidores de la nación", a los dirigentes democráticos que pretenden "representar" al pueblo y que, adulándolo y maniobrándolo para asegurarse posiciones de poder. La consecuencia natural, fatal de esta regresión es le inconstancia y sobre todo la bajeza de los que, en nuestros días, constituyen la autotitulada "clase política". Se ha dicho con razón (6) que no había soberano tan absoluto contra quien no pudiera organizarse la oposición de la nobleza o del clero, mientras que hoy nadie del "pueblo" osa no creer en la "nación" y, menos aún, oponerle una resistencia abierta. Esto no impide a nuestros políticos engañar al "pueblo", explotarlo como lo habían hecho los demagogos atenienses y como en un tiempo no menos lejano, tenían costumbre de hacerlo los cortesanos con soberanos degenerados y vanidosos. Nunca el demos, femenino por naturaleza, tendrá voluntad propia, y clara. La diferencia se encuentra precisamente en la dejadez y el servilismo de los que hoy no tienen ya una estatura propia de Hombres, de representantes de una legitimidad superior y de una autoridad de lo alto. Se desemboca a lo mejor, en este tipo de hombres en los que pensaba Carlyle hablando del "mundo de los domésticos que quiere ser gobernado por un seudo-héroe", no por un Señor; volveremos sobre este tema tratando el fenómeno del bonapartismo. La acción que se apoya sobre "mitos", es decir, sobre fórmulas desprovistas de verdad objetiva y que hacen referencia a la parte subintelectual y pasional de los individuos y de las masas, representa la inseparable contrapartida del clima político en cuestión. En las corrientes modernas más características, las nociones de "patria" y de "nación" presentan además, en alto grado , este carácter "mítico" y son susceptibles de recibir los más diversos contenidos según el viento que sople y mientras que en los partidos, el único denominador común sigue siendo la negación del principio político de la pura soberanía.

Puede añadirse que el sistema que se ha instaurado en Occidente con el advenimiento de las democracias -sistema mayoritario con sufragio universal- impone, de partida, la degradación de la clase política dirigente. De hecho, el mayor número, libre de toda restricción y de toda sanción cualitativa, no puede componerse más que de capas sociales más bajas. Para seducir a estas capas, para ser llevado al poder por sus sufragios, será preciso hablar siempre la única lengua que comprenden, es decir, el colocar en primer plano sus intereses preponderantes, que son, naturalmente, los más groseros, los más materialistas, y los más ilusorios y prometer siempre sin exigir nunca (7). Así toda democracia es, en su principio mismo, una escuela de inmoralidad, una ofensa a la dignidad y a la actitud interior que debería caracterizar une verdadera clase política.

Nos es preciso ahora volver sobre lo que hemos dicho anteriormente a propósito de la génesis de las grandes naciones europeas en función del principio político, para extraer aplicaciones. La sustancia de todo organismo político auténtico y sólido es, pues, algo que se parece a un Orden, a una "sociedad de hombres" detentando el principio del Imperium y considerando —según la fórmula del Códex Saxon— que su honor se funda sobre la fidelidad (8). Cuando se encuentra, como actualmente, un clima de crisis y desintegración general sobre el plano moral, político y social, una referencia a la "nación" no puede bastar para una tarea de reconstrucción incluso en el caso en que este concepto no tenga una coloración revolucionaria, o que se encuentren mezclados elementos más o menos debilitados de orden propiamente político. La "nación" tendrá siempre un carácter de promiscuidad mientras que, en la situación que nos ocupa, se trata por el contrario de reconocer la dualidad fundamental de los orígenes: de una parte, una masa donde, fuera de sentimientos cambiantes, actuarán siempre, más o menos, los mismos instintos elementales y los mismos intereses ligados el plano físico y hedonista y de otra parte, hombres que se diferencian en tanto que testigos de una legitimidad y de una autoridad diferentes, conferida por la idea y por su rigurosa e impersonal adhesión a ella. Pare estos hombres, la idea y sólo la idea, debe representar su patria. Para ellos, no es sólo el hecho de pertenecer a una misma tierra, de hablar un mismo lenguaje o de ser de la misma sangre lo que debe unirlos o dividirlos, sino el hecho de ser o no ser partidario de una misma idea. Escindir y separar lo que no es más que apariencia en la promiscuidad de lo colectivo, desprender de nuevo el núcleo de una sustancia viril, bajo la forma de una élite política a fin de que se produzca en torno a ella una nueva cristalización, tal es la verdadera tarea y es también la condición para que la "nación" renazca, recupere forma, y conciencia.

Llamamos a esto realismo de la idea: realismo porque es la fuerza y la claridad, no el "idealismo" y el sentimentalismo, que cuentan para este tipo de trabajo. Pero este realismo se opone también el pequeño realismo, cínico y degradado de los políticos, y el estilo de los que aborrecen los "prejuicios ideológicos" y no conciben más que el despertar de un vago sentimiento de "solidaridad nacional", como la solidaridad del rebaño.

Todo esto se sitúa por encima del nivel de lo que es político en el sentido primigenio, viril y tradicional del término y, en el fondo, no es tampoco algo que esté adaptado e los tiempos, pues un realismo de le idea existe ya en el terreno opuesto. De hecho, asistimos hoy a la constitución gradual de formaciones de carácter supranacional, propio e unidades fundadas esencialmente sobre ideas políticas, tan bárbaras como sean. Tal es, en particular, el caso del comunismo, pues según su ideología original, la cualidad del proletariado comunista de la Tercera Internacional es el lazo que agrupa y une más allá de la "nación" y de la "patria". A continuación viene la democracia, en la medida en que se quita la máscara y se hace "cruzada". Lo que se llama le "ideología de Nuremberg ¿no se limita a establecer ciertos principios, que no son en absoluto creíbles sino cuyo valor debe, sin embargo, ser considerado como absoluto sin relación a la patria o a la nación, e incluso según la fórmula oficial como "teniendo la primacía sobre el deber de obediencia de los individuos hacia el Estado al cual pertenecen"?.

Así aparecen desde este punto de vista igualmente, la insuficiencia del simple concepto de "nación" en tanto que principio y le necesidad de completarlo políticamente, es decir, en función de una idea superior que debe ser la verdadera piedra angular que una o divida. Formular una doctrina adecuada, mantenerse firmemente en principios rigurosamente pensados y, hablando con propiedad, dar forma a algo parecido a una Orden, es hoy la tarea principal. Esta élite, diferenciándose sobre un plano que se define en términos de virilidad espiritual, de decisión e impersonalidad, sobre un plano donde los lazos "naturales" pierden su fuerza y su valor, representará un nuevo principio de autoridad y soberanía imprescindibles, sabrá denunciar la subversión y la demagogia bajo cualquier forma que se presenten, parará el movimiento descendente de la cumbre y ascendente de la base y podrá, igual que una simiente, dar nacimiento a un organismo político, a una nación integrada, en una dignidad parecida a la que fue ye creada por la gran tradición política europea.

Todo lo demás no es más que diletantismo, irrealismo y obtusidad.

 

(1) Si hacemos abstracción del punto de vista propio a una cierta sociología y a una cierta historia de las religiones, puede consultarse sobre este tema, H. Wagenvoort, Plomen Dynamism, Oxford, 1947

(2) C. Schmitt, Politische Theologie, München-Leipzig, 1934

(3) Un ejemplo característico de semejante intervención del puro principio-de la soberanía es el que se da en situaciones donde, para asegurar la continuidad tradicional, se impone el tránsito a formas nuevas que pueden comportar incluso un nuevo derecho.

(4) El autor que ha llamado por primera vez la atención sobre el político de las "sociedades de hombres" es H. Schutz, Altersklasen &  Mannertunde, Berlín, 1902. Y también, con reservas, A. Van Genet, en Les rites du passage, París, 1909.

(5) Inversamente, es significativo que se haya a menudo aplicado a los soberanos y a los jefes de Estado el símbolo, no materno, sino paterno.

(6) V. Pareto, Tratado de Sociología General, Barcelona, 1933.

(7) Cf. G. Mosca, Elementi di scienza politice, Beri, 1947, v. II, c. IV, pág 21: "Sucede e menudo que los partidos contra los cuales se desarrolla la propaganda demagógica utilizan, pera combatirla, medios absolutamente parecidos, a los de sus adversarios. Ellos también hacen promesas imposibles de cumplir, adulan a las masas, cultivan sus instintos más groseros exploten y animan sus prejuicios y su codicia cuando estimen poder extraer ventaja de ellas. Innoble competición, donde los que engañan voluntariamente rebajan su nivel intelectual hasta volverlo igual al de los engañados y, moralmente, descienden aún más bajo".

(8) Puede igualmente recordarse la divisa de Louis d'Estouteville (en la  época de le Guerra de los Cien Años): "Allí donde está el honor, allí donde está la fidelidad, allí solamente está mi patria".

 

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