La Doctrina del Despertar. Parte 2. Cap III La Rectitud
Biblioteca Julius Evola-. Si en el capítulo anterior quedaron definidas las aptitudes iniciales del asceta que sigue el camino del Despertar, en éste, Evola pormenoriza más en la necesaria actitud y cualidades morales del adepto. Éstas prescripciones quedan delimitadas por la sila, o “recta conducta”, en la que los conceptos de “bien” y de “mal” tienen sólo valor instrumental, como indicadores del grado de conciencia y soberanía adquiridas. Y sigue enfatizándose en el amor hacia la verdad, la soberanía respecto del sexo, el desprecio de las comodidades, los lujos, la molicie, la religión secularizada y el “cotilleo”. El riguroso cumplimiento de los sila genera luego una alegría y entusiasmo personal que crea una base invulnerable de importantísimo valor.
3. Rectitud
Como complemento de tales disciplinas, por cuanto miran a la consolidación del ánimo, debemos tratar del sila, o sea, de la "recta conducta". El término samma, usado como atributo general de las virtudes comprendidas en el llamado óctuplo sendero de los ariya (ariyo atthangiko maggo), ha sido traducido en este libro como "recto", entre otras razones por su poder evocador: recta o derecha es la posición de las cosas que están de pie, al contrario de las cosas derribadas o caídas. En el simbolismo, la posición recta -marcada con una barra vertical- es la correspondiente a la virilidad y el fuego, mientras que la posición horizontal -representada por la barra horizontal- corresponde al elemento femenino y a las "aguas". Así, por "rectitud" se puede entender algo más que una moralidad convencional; se trata más bien de un estilo interno, de la capacidad de mantenerse seguros, sin oscilar, eliminando toda tortuosidad y toda cesión. El único punto de referencia, al fin y al cabo, es uno mismo: las "virtudes" aquí corresponden en lo esencial a otros tantos esfuerzos respecto de sí mismo, vueltos evidentes por el reavivamiento de la sensibilidad interior. Por otro lado, una vez realizadas propician, refuerzan y estabilizan un estado de calma, de transparencia de la mente y del ánimo, de equilibrio y de "justicia" que facilitan cualquier otra disciplina o técnica que se siga en este camino.
Ya se ha dicho que al budismo le es extraña cualquier mitología moralista. La preocupación moralista o moralizante es otro de los signos del nivel en que se encuentra el mundo moderno. Se ha llegado incluso a pensar que las religiones no existen sino para dar fuerza a preceptos morales, los que servirían, a su vez, sólo para vincular socialmente al animal humano, idea que es una verdadera aberración.
Por otro lado, hay quien defiende la llamada "moral autónoma", definida por un "imperativo categórico" que se impondría directamente a la conciencia de cada uno. En contra de esto se afirma que no hay moral que pueda justificarse y valer por sí misma y que el plano de la moralidad es harto distinto del de la espiritualidad. En el mundo tradicional, por lo demás, no se ha conocido ni una moral del "imperativo categórico" ni una moral social, sino que siempre existió una cierta relación entre las normas de la conducta y un fin sobrenatural, relación que no se ha de concebir necesariamente en la forma burda de un do ut des, de sanciones que aguardarían al alma "buena" o "malvada" en el más allá. En los tiempos modernos, el campo de la moral, como cualquier otro, se ha secularizado y por lo mismo se ha vuelto relativo y contingente. Así, a la postre, para justificar la moral se ha recurrido a criterios más o menos utilitarios y conformistas, tomando en cuenta las condiciones de hecho que presenta determinada sociedad en dado periodo histórico. Si acabamos en semejante plano, cabe aplicar lo que se lee en un texto budista con referencia a la Orden de los bhikku, a saber, que cuanto más los seres empeoran y la auténtica doctrina decae, tantos más preceptos aparecen y tanto menor es el número de las personas que viven rectamente.
El budismo se ajusta a lo que podríamos llamar la línea esotérica, porque para él no existe una moral absoluta, sino que la moral tiene valor puramente instrumental, aunque condicionado: es un medio para un fin. No es algo que se imponga categóricamente en virtud de una autoridad propia indefectible. Y aunque se actúe de la manera que en el juicio del común parecería moral, la intención es otra. La base es únicamente el conocimiento, tomando en cuenta los efectos objetivos que en el ser humano se derivan de seguir o quebrantar determinadas normas, y de ese saber se extraen las debidas consecuencias.
Así se dice con razón que "el fuego no ha pensado nunca: ’Ea, quiero destruir al tonto’, sino que el tonto, al tocar el fuego ardiente, se destruye por sí mismo". Se debería hablar, pues, de estulticia o de insensatez, no de "pecado"; de conocimiento o de ignorancia, no de "bien" y de "mal". Por lo demás, se ha citado ya el parangón budista de la almadía o balsa: una vez atravesado el río, se abandona la almadía construida para ese fin; así se han de dejar atrás las nociones de "bien" y "mal" (dharma y adharma), que han servido para determinar una justa conducta, una vez que el fin de esa conducta ha sido realizado. Que la esfera de la verdadera espiritualidad se encuentra más allá del "bien" y "mal" y se define esencialmente en términos de conocimiento, era por lo demás un concepto fundamental ya en la precedente tradición indoaria.
Dicho lo anterior, consideremos las distintas partes del sila, en el que se distinguen tres grados. El inferior (cula sila) comprende una conducta a la que le corresponde la siguiente fórmula canónica fija: 1) "[El asceta] ha dejado el matar; se mantiene alejado del matar. Sin maza, sin espada; sensible, lleno de simpatía, nutre para todos los seres vivos amor y compasión. 2) Ha dejado de tomar lo que no le dan. No toma si no le dan; espera lo que es dado, sin intención de robo, con un corazón vuelto puro. 3) Ha dejado la lujuria; vive casto, fiel a la renuncia, extraño a la vulgar ley del ayuntarse. 4) Ha dejado el mentir; se tiene alejado de la mentira. Dice la verdad, es devoto de la verdad, recto, digno de fe, no es un hipócrita ni un adulador del mundo. 5) Ha dejado la maledicencia; se mantiene lejos de la maledicencia. 6) Ha dejado las palabras ásperas; se mantiene alejado de las palabras ásperas. Palabras que no ofenden, cordiales, urbanas, que alegran a muchos, que levantan el ánimo a muchos, tales son las palabras que dice. 7) Ha dejado las habladurías. Habla a su debido tiempo, conforme a los hechos, atento a su sentido, con discurso rico de contenido y, si conviene, adornado con ejemplos, claro y determinado, adecuado a su objeto". Respecto del no tomar lo que no se da, en un texto se añade: "ni una brizna de hierba", y se da este símil: "Como una hoja separada del tronco no puede reverdecer de nuevo, así un discípulo que toma lo que no le dan no es un asceta y no es seguidor del hijo de los Shakya". En otro lugar se aduce un ejemplo característico: el de quien al ver en el suelo una moneda de oro no la recoge ni le presta atención. En punto a abstinencia sexual, se da este símil: "Como un hombre a quien le han cercenado la cabeza no puede continuar viviendo entre los demás con el solo tronco, así quien no practica la abstinencia sexual no es un asceta y no es un seguidor del hijo de los Shakya". Por fin, quien le quita intencionadamente la vida a otros es comparado a un bloque partido en dos, que no se puede volver a unir.
Todo esto constituye el "sila inferior". Los preceptos del "sila medio" se orientan a una especie de espartanización de la vida: reducción de las necesidades, ruptura del vínculo constituido por la vida cómoda en el comer, yacer y descansar. Se añaden prescripciones referidas a un "partir" o dejar el mundo entendido literal y físicamente; por lo tanto, se han de evitar negocios y encargos, no aceptar dones, abandonar los bienes, rechazar aceptarlos y así sucesivamente. Entra en esta parte de la "recta conducta" el abstenerse de las discusiones dialécticas y de las lucubraciones; es decir, se trata de la neutralización del demonio del intelectualismo (véase primera parte, cap. 4).
La última parte de la recta disciplina (maha-sila) respecta a la abstención de las artes adivinatorias, astrológicas y de baja magia, y no sólo eso sino que se desconfía incluso de perderse en el culto de talo cual divinidad. En cierta medida se puede hablar de la superación del vínculo religioso, como aquel vínculo que lleva a una vida santa formulada así: "Con estas devociones, votos, mortificaciones o renuncias quiero convertirme en un dios o en un ser divino". Pero, evidentemente, entran en tela de juicio aquí elementos que, en principio, deberían haber sido superados ya con la determinación de las vocaciones.
Comoquiera, será bueno detenernos en algunas consideraciones, como orientación en el conjunto de estos elementos de la "recta conducta". Está claro que algunos de los mismos se refieren exclusivamente al caso de una forma absoluta de "partida", vale decir, a un desprendimiento del mundo, no simplemente interior, espiritual, sino incluso material; por ende, se trata de una ascética casi monacal y de anacoreta. Su estricta observancia depende, pues, de la que se pueda o se quiera decidir. Buena parte de las normas del sila medio y superior se pueden aplicar, sin embargo, a una ascética practicada, en cierta medida, en el "mundo", con una simple adaptación o transposición de los preceptos (eso hasta la toma de posición contra la astrología, adivinación y cosas semejantes). Como equivalentes modernos, empeorados por desviaciones, se pueden considerar cierto "ocultismo", el teosofismo, el espiritismo y similares. Respecto del ideal budista del despertar, todo eso tiene, efectivamente, el carácter de desviación. De mayor momento son los preceptos de "recta conducta" correspondientes al "sila inferior", pues tienen amplio margen de aplicabilidad con plena independencia de los tiempos, y su correspondencia con los dictámenes de una moral ariya, de una moral de hombre bien nacido, es suficientemente visible, siendo una máxima general del sila la siguiente: "Aunque me precipite de cabeza en los infiernos, yo no haré nada que no sea noble". Tal es el caso, en primer lugar, del precepto de no tomar lo que no le dan a uno -"ni siquiera una brizna de hierba"-, eliminar sin residuo toda intención de hurto. Entre la antigua gente aria, el robo tenía carácter de bastante más gravedad que en nuestros días, porque se tomaba más en consideración el lado interno que el material y social del mismo. Así no se distinguían gradaciones: tomar lo no dado es igual de deshonroso trátese de quitarle a un compañero -para referirnos a la actualidad- un cigarro o el papel de la oficina que llevarse, con un robo verdadero y propio con violencia, una fuerte suma de un banco.
En segundo lugar, es específicamente aria la norma de la veracidad, la incapacidad absoluta de mentir. Nada, entre la gente aria, se consideró tan ignominioso y degradante como la mentira y, de nuevo, esencialmente desde el punto de vista de las relaciones consigo mismo, de los deberes que, antes que nada, se tienen con uno mismo para mantener la propia dignidad. "Para quien no tiene el pudor de la mentira a sabiendas, no hay cosa mala que le sea imposible", se dice en un texto; de donde la firme determinación del asceta: "Ni siquiera por broma voy a mentir", equivalente a un conocido rasgo atribuido, en la antigüedad occidental, a la figura de Epaminondas: ne joco quidem mentiebatur. En el texto en cuestión hay incluso un símil: sólo cuando alguien ha formulado tal determinación se puede pensar que se ha comprometido seriamente, de igual modo como cuando se ve que un elefante regio, educado para el combate, compromete incluso la trompa se sabe: "Este regio elefante ha renunciado a la vida: ahora nada será imposible para el regio elefante". Otro texto: "No diré mentira ni aunque los montes fueran movidos por la tempestad, la luna y el sol cayeran sobre la tierra y los ríos corrieran en sentido inverso". Éste es un punto esencial para todo lo que se refiere a la rectitud, para quien es recto e íntegro, no tortuoso, no oblicuo, no larvado. En un texto iranio se llega a afirmar que matar no es tan grave como mentir.
El precepto de evitar la maledicencia no requiere comentario particular. En cuanto a las palabras ásperas, el dejar o no que se escapen depende de la medida en que se conceda a los demás el poder de hacernos montar en cólera, de que lleguen a nuestro ánimo y lo hieran; es como si uno mismo se quisiera herir. Se trata, por lo mismo, de un problema de actitud interior autoconsciente. Por lo demás, para poner en su lugar y golpear a quien de verdad lo merece, la condición es precisamente no dejarse llevar de la ira ni irritarse por una ofensa. El budismo hace suya la antigua máxima romana sobre que es mejor sufrir la injusticia que infligirla, sin devolver mal por mal. Estas máximas tienen la mira de superar el vínculo de la persona y sobre su sentido volveremos en breve al tratar del precepto de no matar. Valen, naturalmente, para quien se entrega al ascetismo, no para la vida en el mundo.
Debemos recalcar la disciplina de la palabra, la eliminación resuelta de toda hablilla inútil, desordenada, intempestiva, que no concluye nada, indeterminada, falta de lógica y de contenido. Hay una analogía de saber "clásico": palabra adecuada al objeto, sobria, clara y precisa, dicha a tiempo, sin aspavientos ni descompuesta expresividad. Estilo tacitiano. Es con el silencio como a menudo responde el príncipe Siddhartha. Son los pequeños arroyos -se dice-los que rumorean entre sus estrechas y abruptas riberas; el vasto océano es, por el contrario, silencioso. "Quien es insuficiente, hace ruido; quien está completo en sí mismo, es calmado." Veremos que los ademanes y el porte de un Completo dan a entender un estilo semejante.
Uno de los fines del sila es crear un estado de armonía y de equilibrio tanto consigo mismo como con el mundo exterior. En tal sentido se ha de entender el precepto de la cordialidad, de la abstención de la maledicencia, del no contribuir a crear discordias y contribuir, en cambio, a unir a quienes están desunidos. Esto conduce gradualmente al precepto de no matar intencionalmente, el cual en las formas más tardías y ya populares del budismo fue exagerado hasta el ridículo (el respeto a la vida se quiso extender hasta a un gusano o un insecto). Pero en su origen el precepto se refería a no matar a seres humanos. Aun con esta precisión, podríamos estar dando la impresión de que era una actitud que no se avenía con el espíritu de la tradición ksatriya, guerrera, a la que había pertenecido el príncipe Siddhartha y que el Bhagavad-gita haría propia al justificar metafísicamente el heroísmo que no toma en consideración ni la vida propia ni la ajena en una guerra justa. Pero no se ha de perder de vista que incluso el precepto de no matar lleva una particular finalidad interior y ascética, por lo que, al igual que los demás preceptos, posee valor condicionado. Ya en el plano del sila se trata de fomentar una cierta despersonalización y universalización del yo. Frente a los demás se debe avivar el estado de conciencia a tenor del cual el otro se percibe como uno mismo, mas no en el sentido cristiano y humanitario, sino con referencia a una conciencia ya supraindividual, a una trascendencia desde lo alto de la cual se hace evidente que "yo" soy una de las tantas formas que, en dadas condiciones, adopta el principio extrasamsárico, el cual puede aparecer en la persona de este o aquel ser diferente de mí y reconocerse en ella. Se trata pues de una cosa distinta del respeto de una "criatura" por otra "criatura". La otra "criatura" es considerada, en cambio, desde un punto de vista supracreatural, desde el punto de vista de un "todo": es evidente que, así las cosas, sería anatural actuar o reaccionar contra una parte, pues esto es sólo posible en quien se sienta él mismo parte. Por esto, el precepto de no matar y hacer que otro no mate se correlaciona, en un texto, con la fórmula de la identificación: "Como soy yo, así son éstos; como son éstos, así soy yo" (ya se dio la imagen del bloque partido en dos referida a quien mata; véase segunda parte, cap. 4). De nuevo se trata simplemente de una disciplina que determina una orientación virtual de la conciencia, que tiene valor pragmático subordinado a un fin superior. El sentido de esto se encontrará tanto en la "cuádruple meditación irradiante", que comprende también el amor, como al tratar de la pubbe-nivasa-nana, o sea, la mirada supraindividual que abarca múltiples existencias.
El último de los preceptos del cula-sila, referente a la castidad, nos lleva a tratar brevemente el problema sexual. Éste tiene diferentes soluciones según el grado de valor absoluto que se quiera dar a la aplicación ascética, más allá del tipo de ascetismo. En el budismo, a quien no es propiamente bikkhu, sino meramente "seguidor", en principio se le prohíbe sólo el adulterio. Respecto de éste es preciso no olvidar que en Oriente quien pertenecía a una casta superior tenía varias mujeres a su disposición, más como "propiedad" que como "esposas" en el sentido occidental o como las "señoras" o "compañeras de la vida" que hoy pueden permitirse la iniciativa de una emancipación o de divorcios en cadena. En aquella sazón, el adulterio entraba simplemente en la categoría de tomar lo no dado y como tal era deshonroso.
Por lo que respecta de modo más general a las relaciones entre ambos sexos es evidente que quien desea realizar la condición-base para el despertar, o sea, el calmo desprendimiento y la suficiencia interior debe orientarse de guisa que cada vez sienta menos la necesidad de una mujer. La necesidad física puede, en cierto grado, ser aún perceptible, como la necesidad de comer o de otras funciones (animales). Es la necesidad "espiritual" la que, ya en una fase elemental, es preciso eliminar, porque esa necesidad altera un elemento más profundo que no tiene nada que ver con el cuerpo y da muestras de una deficiencia y de una inconsistencia del ánimo. El peligro constituido por la mujer no se refiere tanto al aspecto "femenino" de ésta, cuanto al hecho de que ella alimenta la necesidad que tiene un alma débil de apoyarse, de referirse a otro, y por ese camino ésa se aleja cada vez más de sí misma y no encontrará ya en sí misma el sentido de la vida. Está la anécdota de unos hombres que iban en busca de una mujer huida, a los que Buda preguntó: "¿Qué pensáis ahora, jóvenes, qué puede ser mejor para vosotros, que andéis en busca de una mujer o de vosotros mismos?". La respuesta es: "Para nosotros, Señor, es mejor que vayamos en busca de nosotros mismos". Y Buda: "Si es así, jóvenes, sentaos y os expondré la doctrina". Y en la tradición hindú se conoce también el dicho referido al yogui, al asceta: "¿Qué necesidad tengo de una mujer externa? Tengo una mujer interna dentro de mí", con lo que se quiere significar que uno en sí tiene el elemento para completarse, para sentirse entero, elemento que, en cambio, el hombre vulgar busca confusamente en la mujer. También en este punto nos encontramos hoy en condiciones anormales. Los hombres no saben ya casi qué es la virilidad espiritual y la suficiencia interna: por los caminos del "alma" y del "sentimiento" descienden al mismo nivel de las mujeres que hoy, sin que lo parezca, son las que guían la vida masculina.
En un grado más alto de la disciplina se ha de considerar el precepto de la castidad. En el budismo, como en toda doctrina interna tradicional, tiene una justificación técnica. Sólo a una religión influida por el espíritu semita le ha sido propio canalizar la ética hasta el punto de hacer de las cosas sexuales casi el criterio de pecado y virtud. Yen los textos budistas se hace mención oportunamente de formas incompletas, impuras o turbias de la práctica de la castidad, en las que se hace entrar la castidad que se practica teniendo en vista un mundo celeste. El precepto de la castidad, para aquellos que con todas sus fuerzas siguen el camino del despertar, no tiene nada que ver con ese orden de cosas, sino que tiene una justificación trascendente, la cual nos lleva ya allende el campo del sila, de la simple "recta conducta". Ocurre que en todo ser sujeto al "afán", la energía sexual es en cierto modo la radical. A través de ésta se entra en la vida samsárica y, a través de ella, de una vida se asciende a otra. Las enseñanzas esotéricas antiguas vieron, por lo mismo, en la suspensión y en el cambio de polaridad de esta fuerza la condición fundamental para poder "detener la corriente" y "ascenderla a la inversa". En algunos ambientes se llegó a conocer una técnica precisa y directa de actuar sobre la fuerza que se manifiesta comúnmente como fuerza del sexo y del deseo sexual, para llevarla a otro estado en el cual pueda hacer de base para un nacimiento no en el tiempo, sino en lo que es superior al tiempo. De esos métodos directos, que tienen relación con el dionisismo y con la magia sexual, en el budismo -al menos en el budismo de los orígenes- no se habla. Una mirada ejercitada puede reconocer fácilmente que toda la ascesis budista se encamina a determinar una cualidad que por sí misma está destinada a actuar sobre la energía sexual, ya no disipada gracias a la disciplina de la castidad, para producir susodicha transformación.
En materia de abstinencia sexual no hay que olvidar, empero, el precepto budista de la gradualidad de toda disciplina y también la imagen de la serpiente, la cual reacciona y muerde si no es aferrada como se debe. Sobre todo el misticismo cristiano nos muestra los mortíferos efectos que, frente a una ascética purificada y consciente, derivan de una sofocación unilateral y no iluminada de todo impulso hacia el sexo. Nos encontramos aquí en el campo de las fuerzas que cuando son sin más reprimidas -verdrangt, para usar el término clásico del psicoanálisis- pasan reforzadas al subconsciente y producen toda suerte de estragos, neurosis y perturbaciones. En estas esferas no se debería actuar nunca "dictatorialmente", sino por grados, de modo que toda realización tenga carácter orgánico, carácter de crecimiento gradual. Parejamente, hay que guardarse de transposiciones inconscientes de los impulsos sexuales, o sea, del sistema de compensaciones y supercompensaciones, al que se puede dar lugar engañando a la conciencia, ilusionada de poder acallar dichos impulsos con un simple veto. Esta última observación vale también para poner en guardia frente a puntos de vista unilateralmente psicoanalíticos y freudianos, los cuales en referencia a impulsos sexuales y, en general, a la libido no conocen otra alternativa salvo la "represión", la Verdrangung, generadora de histerismos y neurosis, y las "trasposiciones" o "sublimaciones". En una alta ascética no se trata ni de una ni de otra cosa y se ha de estar bien atento a que en el desarrollo se mantenga el justo equilibrio y que la fuerza central, espiritualmente viril, despertada y reforzada por las distintas disciplinas, absorba gradualmente y sin dejar residuos las energías que se exacerban cuando se les corta el camino hacia la mujer y la generación animal. Sólo quien sienta que el proceso interior se encamina en tal sentido puede mantenerse firme sin peligro en el precepto de la completa abstinencia sexual. En cualquier otro caso, el esperar es mucho más saludable que el forzar las cosas, siempre que en esto no se trate de coartadas suministradas por el ente de afán a la personalidad consciente. La importancia de que la fuerza toral de la vida quede sustraída a la ley samsárica del afán y de la sed, la cual precisamente en el campo del sexo tiene una principal manifestación, resulta por lo demás de la ya adoptada imagen budista, según la cual quien no se apropia este precepto del sila se parece a quien quiere continuar viviendo en medio de los demás con la cabeza cercenada.
Prescripción particular, que aún no hemos tocado y que se refiere al campo del sila, es abstenerse de sustancias intoxicantes o "fuertes", entendiendo por éstas esencialmente las bebidas alcohólicas. Incluso este precepto tiene una base técnica. Tales sustancias producen un estado de ebriedad, el cual en sí mismo, en especial como se podía manifestar no en el hombre moderno sino en el antiguo, podría incluso representar una condición favorable, con tal que la "exaltación" (piti) condujera a actuar de la manera justa. Mas se trata de una exaltación "condicionada", que como tal casi siempre lesiona al yo: en el punto en que debería haber intervenido una fuerza propia, interviene una fuerza exterior, de modo que el correspondiente estado queda mancillado en lo profundo por una renuncia y pasividad desde el comienzo. De una u otra forma se ha creado una "deuda", se ha establecido un oscuro "pacto", como en más alta medida ocurre en muchas formas de la llamada magia ceremonial. Tanto en la India (con el tantrismo) como en Occidente (con el dionisismo preórfico) se ha pensado en la posibilidad de mezclar actividad y pasividad en un estado de ebriedad -a su vez no falto de relación con las mismas fuerzas del sexo-, el cual conduce a un punto en el que, con el éxtasis, los antecedentes acaban por no contar. Tales métodos no son convenientes para una vida de ascesis desprendida y diríamos "olímpica", como es la propia de la enseñanza budista primigenia. Se trata de otro camino, que se ajusta a otro tipo humano.
Para examinar los elementos cuyo poder el sila en su conjunto debe reducir haremos mención de la teoría de los cinco vínculos, que en la enseñanza budista tiene parte importante por lo que se refiere a los distintos grados de realización y sus consecuencias. Tales vínculos, a los que queda sometido quien "es un ignaro hombre común, insensible a lo que es ariya, a la doctrina de los ariya extraño, a la doctrina de los ariya inaccesible" son: 1) la manía del yo, o sea, la ilusión individualista tattanditthi o sakkayaditthi 2) la duda (vicikicchav, duda de la doctrina o del Maestro, pero en general también del pasado o del futuro o bien, la duda de la vocación que uno advierte en sí mismo, duda del camino que se está siguiendo, y todo cuanto puede provenir de estados de aridez, depresión, nostalgia, inevitables en las primeras fases de una vida desprendida; 3) la creencia en la eficacia de un conformismo moralista, de los ritos y ceremonias (silabbata-paramasa); 4) el deseo sexual y todo cuanto es placer corporal y ganoso (kama o raga); y 5) la malevolencia, la aversión (patigha). Si estos vínculos no se neutralizan, antes bien se refuerzan con una conducta dominada por la "ignorancia", "conducen hacia abajo", hacia las formas más bajas y siniestras de existencia samsárica. Como se ha señalado, por ahora se trata de limitar el poder de tales inclinaciones negativas en sus formas más exteriores e inmediatas. Su completa superación remite a fases avanzadas de ascetismo en las que los "cinco vínculos" aparecen no exentos de relación con las llamadas "cinco escorias del ánimo" (véase segunda parte, cap. 4).
En cuanto al lado positivo de la obra general de consolidación y de sus desarrollos se puede recordar la conocida fórmula (aunque de carácter estereotipado) del óctuplo sendero de los ariya (ariyo atthangiko maggo). Se trata de ocho virtudes, a cada una de las cuales se aplica el término samma ("recto"), vocablo que se ha de entender en el sentido ya indicado, es decir, como el atributo de quien "se mantiene de pie", de quien se mantiene derecho, en oposición a la oblicuidad y a la dirección horizontal de quienes "van". Primero: recta visión (es la visión conforme a las "cuatro verdades", con conciencia tanto de la contingencia de la existencia como del estado posible en el que ésta, siguiendo determinado método, es eliminada). Segundo: recta intención (el término pali sammasankappo quiere decir determinación, volición o deseo activo y se refiere a la determinación de oponerse al "flujo" y seguir la vía ascendente. Tercero: la recta palabra (inflexible sinceridad, hablar abierto, abstención de injurias y charlas, como ya se ha dicho). Cuarto: recta conducta (se entiende una conducta ajustada a los principios ya considerados de no tomar lo que no ha sido dado, no matar intencionalmente, abstenerse de la lujuria). Quinto: recta vida (una vida mantenida con medios no reprobables, sobria, que rehúye la molicie, los lujos y las comodidades). Sexto: recto esfuerzo (interpretado en lo esencial en función de las "cuatro justas batallas" (véase segunda parte, cap. 2). Séptimo: recta meditación (acerca de lo cual se hablará a continuación: se trata de la llamada "perennidad de la clara conciencia" (véase segunda parte, cap. 4); el término aquí es sammasti, donde sati literalmente quiere decir memoria, o sea, perenne ejercicio de justa presencia de sí, de tener memoria de uno mismo). Octavo: recta contemplación (conduce a la sección samadhi (de que hablaremos en segunda parte, cap. 4), la cual versa sobre los cuatro jhaña, por medio de los cuales la catarsis conduce hasta el límite de la conciencia condicionada).
Tal fórmula, como se ve, tiene esencialmente el valor de un esquema. En el plano del sila tiene que ver con una consolidación ulterior, tal que elimina ya buena parte del material capaz de reavivar y confirmar la llama samsárica. De las "virtudes" del sila se dice que han sido "encomiadas por los ariya, inflexibles, íntegras, inmaculadas, no ofuscadas, dadoras de libertad, apreciadas por el inteligente, virtudes inaccesibles [para el afán y el engaño] y que conducen a la concentración". La fórmula fija que en los testimonios canónicos acompaña la exposición del sila es: "Con el cumplimiento de estos preceptos de virtud, [el asceta] experimenta una alegría íntima e inmaculada". Apenas surja este sentimiento hay que apoderarse de él, fijarlo, estabilizarlo, por ser preciosa base para progresos ulteriores. Esto, naturalmente, no se puede realizar sin un esfuerzo preciso. Pero en este punto, el budismo conoce también instrumentos de una defensa llamémosla preventiva.
Se habla, por ejemplo, de la técnica para conseguir el poder sobre el cuerpo y sobre el ánimo. El principio es que la sensación placentera que surge en el cuerpo vincula el ánimo por la impotencia del cuerpo; la sensación dolorosa, en cambio, vincula el ánimo por la impotencia del ánimo mismo. Tocado por la sensación placentera, "el inexperto hombre común ansía el placer, cae presa del ansia de placer",’ y aquí es preciso intervenir y cerrar el camino que parte del cuerpo, no en el sentido de excluir la sensación agradable, sino para impedir que vincule y transporte. Es así como se cura la impotencia del cuerpo. Al surgir la sensación dolorosa, el mismo tipo de hombre "se vuelve triste, quebrantado, se lamenta, cae presa de la desesperación". En este caso hay que actuar directamente sobre el ánimo, que esta vez es el que se muestra impotente. Así llegamos a tener poder tanto sobre el cuerpo como sobre el ánimo, hasta el grado de consolidar el equilibrio interior.
El esfuerzo en tal sentido se hace más interior cuando se ha seguido esta disciplina preliminar. Determinada experiencia puede provocar una impresión agradable o desagradable o ni agradable ni desagradable. He aquí cómo debemos ejercitarnos entonces: "Que yo, en lo desagradable, quede con una sensación agradable", o bien, "Que yo, en lo agradable, quede con una sensación desagradable", o bien, "Que ni en lo agradable ni en lo desagradable quede con una sensación agradable", o bien, "Que en lo ni agradable ni desagradable quede con una sensación desagradable", o en fin, "Agradable o desagradable, cosas ambas que se deben evitar, quede yo impasible, recogido, presente a mí mismo". Una variante de la misma disciplina se refiere a lo repugnante y lo atrayente. De vez en cuando se debe considerar lo atrayente como repugnante, con el fin de mitigar desearlo o la inclinación por ello (por lugares, alimentos, personas, etc.); lo repugnante, como atractivo (con el fin de calmar movimientos de repulsión, de irritación, de intolerancia); lo ni repugnante ni atractivo, como repugnante o atractivo; en quinto lugar, se debe poder conservar un ánimo equilibrado, despierto, que se acuerde de sí mismo, más allá de estados de uno u otro género. En tales disciplinas, el progreso real depende, naturalmente, del conjunto y, sobre todo, de las prácticas dirigidas por modo directo a la desidentificación, de las que pasaremos ahora a tratar.
En un comentario al Anguttara-nikayo se lee: "Cuando la confianza se liga a la visión y la visión a la confianza; cuando la voluntad se une al recogimiento y el recogimiento a la voluntad, se puede considerar alcanzado el equilibrio de las fuerzas. La presencia de sí (sati) es esencial, por ende, en todo esto. Ésta debe ser cultivada siempre enérgicamente". Tal es la meta de la disciplina llamada satipatthana.
Véase Evola, J., Maschera e volto dello spiritualismo contemporaneo (1932), Edizioni
Mediterranee, Roma3, 1971.
17Tal es el sentido de las prácticas sexuales tántricas. cuyo principio de usar sexual mente a la mujer de manera apta para "transformar el veneno en medicina" ha sido adoptado también en formas posteriores del mismo budismo; véase Evola, J., Lo Yoga della potenza, op.cit.,y Metafisica del sesso (1958), Edizioni Mediterranee, Roma,3 1994
Ya hemos tratado de estos rituales en nuestro Metafísica del sesso, op. cit. Se han usado en una forma de budismo tántrico llamada vajra-yana, o "camino del diamante-rayo" (véase Lo Yoga della potenza, op. cit.).
El término sakkaya puede derivar de sat-kaya, y se trataría de la ilusión de quien cree que la persona definida por el cuerpo es una realidad (sat).
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