Cosmovisiones cíclicas y cosmovisiones lineales (por Eduard Alcántara)
Vamos a confrontar las insalvables diferencias existentes entre el Mundo Tradicional y el mundo moderno por medio del contraste entre la manera de entender y vivir la existencia del hombre a lo largo del parámetro tiempo en uno y otro mundos.
Primeramente deberíamos señalar que, aunque nos hallemos en plena vigencia de la disoluta modernidad, la bandera de la restauración de los valores de la Tradición debería ser nuestro referente y no tendría, en consecuencia, que hacernos considerarla como a una realidad periclitada.
También conviene aclarar que no es éste un espacio dedicado a fijar qué se entiende, o qué entendemos, por Tradición, por cuanto el tema central a tratar es el que viene definido por el título. De todos modos ciertos rasgos definitorios suyos aparecerán en algunos de los párrafos que irán sucediéndose.
Apuntado lo cual pasaremos a constatar que el Hombre Tradicional siempre concibió el transcurrir del tiempo bajo un prisma cíclico. Así pues, a lo largo del año conmemoraba y revivía mitos de contenido Trascendente a través de la ejecución en fechas determinadas de ritos y ceremonias de carácter mágicooperativos que propiciaban su transformación interior y su identificación sustancial con la Esencia Metafísica que se hallaba en la base y en el origen de dichos mitos rememorados. Lo importante era, pues, propiciar esta identificación con el Ser o Principio Supremo de manera cíclica a través de la realización de estos ritos sagrados que se iban, pues, repitiendo periódicamente; por esta razón se ha hablado del ´mito del eterno retorno´. Primaba, pues, el Ser a diferencia del devenir que prevalece omnímodamente en nuestro deletéreo mundo moderno; devenir que arrastra a nuestro contemporáneo y desarraigado hombrecillo-espantajo en medio de una vorágine sin rumbo y sin sentido.
En el mismo orden de cosas la Tradición entendió que la humanidad siempre pasaba, a lo largo de sus sucesivas generaciones, por una serie de edades o etapas diferentes que, una vez completado el ciclo, volvían a repetirse bajo el signo de unas premisas concretas aunque adaptadas a las nuevas situaciones espaciotemporales. En el mundo indoeuropeo siempre se habló en sus textos sagrados de las cuatro consabidas edades: las de oro, plata, cobre y hierro de la tradición grecorromana o las de los cuatro yugas de la indoaria. Cada una de estas etapas suponía una regresión del hombre en cuanto se alejaba paulatinamente de su origen divino para ir, poco a poco, materializando su manera de entender y de vivir la existencia; regresión opuesta a la idea de progreso continuo de que se vanagloria el mundo moderno y que en realidad no se trata más que de un proceso progresivo y acelerado de desespiritualización y de bestialización, esto es, de una fuga del hombre hacia adelante en su enfermiza obsesión de alimentar, alentar y sobresaturar sus apetencias fisiológicas y de dar rienda suelta y desenfrenada a sus apetitos, instintos y pasiones más bajos y animalescos. Estamos, por ende, hablando, por un lado, del Hombre-Dios que, según el pensamiento Tradicional, se va bestializando paulatinamente y, por otro lado, del animal simiesco que, según uno de los subproductos de la modernidad –el evolucionismo-, progresa hasta convertirse en humano; y es que esta idea de ´progreso´ continuo emana de la concepción lineal que de la historia de la humanidad hace gala el mundo moderno.(1)
Dentro de esta concepción marcada por la fuga hacia adelante debemos comprender la pretensión del historicismo, que considera al hombre como sujeto pasivo sin posibilidad de convertirse en creador de su propia historia -la de la humanidad-: sin posibilidad de ´hacer´ la historia. Esta última sería algo así como una entidad con ´vida´ autónoma cuyas nuevas manifestaciones no serían más que la consecuencia de su misma dinámica interna y en las cuales el ser humano no tendría ningún papel activo. La dinámica económica, social, cultural y política de un período histórico dado serían la lógica, e inevitable, consecuencia de la que aconteció en la etapa anterior .
El ´mito del eterno retorno´ al que aludíamos anteriormente o la doctrina Tradicional de las cuatro edades que una vez finiquitadas vuelven a repetirse podrían hacer pensar que el hombre transita por una especie de circunferencia cuyo camino siempre sería, lógicamente, el mismo, sin posibilidad de modificación; si esto aconteciera así nos hallaríamos ante un cierto fatalismo. Por este motivo, hay quien ha utilizado como soporte gráfico para mejor explicar esta manera de concebir la existencia el de la esfera en lugar del de la circunferencia, puesto que en la esfera se pueden trazar infinitud de circunferencias que corresponderían a las múltiples y diferentes concretizaciones espacio-temporales en que estas doctrinas y concepciones Tradicionales verían su plasmación en el terreno de la inmanencia. Así pues cualquier visión fatalista de la realidad queda descartada puesto que el transitar del hombre y de la humanidad no acontecen por un único camino prefijado con anterioridad e imposible de soslayar, sino que es el hombre quien le da forma a las etapas, a las edades, a los ciclos y a los contenidos cósmicos por los que debe atravesar. Y no únicamente por esto es por lo que se demuestra que, según los parámetros de la Tradición, es un ser activo sino que también deja bien patente dicha cualidad cuando desvaloriza el interés por su devenir histórico y convierte en puntal de su existencia su aspiración a desarrollar su Ser, su esencia metafísica, apoyándose, a menudo, en los rituales sacros que anual y cíclicamente se iban repitiendo en fechas determinadas y a los que hemos aludido en alguno de los anteriores párrafos del presente escrito.
Podemos también hacer recordar, como muestra y signo del ´sentir´ antifatalista del Mundo Tradicional, cómo el proceso de caída por el que va atravesando el hombre desde la Edad de Oro o Satya-yuga hasta la de Hierro, del Lobo, Oscura o Kali-yuga puede ser, aunque sea temporalmente, truncado por él, tal como se puede constatar con los llamados Ciclos Heroicos, en los cuales la casta de los guerreros supera su simple condición de poseedora de fuerza física, es decir, su sola condición humana para impregnarse de sacralidad y aspirar a la misma inmortalidad de los dioses y a la restauración del Orden de la Edad Primordial ante las fuerzas amenazantes del caos: así nos lo narran las sagas aqueas con los Hércules, Aquiles, Teseo,…y así nos lo cuentan los ciclos artúricos con el mismo Arturo y con sus Caballeros de la Tabla Redonda. Se trata de un intento contracorriente de restaurar la unidad del Hombre Primordial, del Hombre de los Orígenes cuyo cuerpo y cuya alma formaban un todo armónico con su espíritu; cuya llama divina e inmortal se hallaba todavía lejos de extinguirse.
Llegados a este punto nos imponemos la siguiente pregunta: ¿dónde deberíamos remontarnos para encontrar los orígenes de la moderna concepción lineal del existir? Y para facilitar una respuesta medianamente diáfana bien nos vendrá el recurso de la comparación. Así pues, como hemos hecho constar párrafos más arriba, mientras la Tradición de los pueblos indoeuropeos hacía frente común con aquella percepción cíclica o esférica de la existencia que queda bien definida en la doctrina de las cuatro edades, hubo –y sigue habiendo- pueblos como el hebreo que ya desde tiempos muy remotos concibió linealmente su transcurrir en el tiempo. Y este pasivo dejarse llevar por un movimiento de inercia hacia adelante, esta ausencia de posibilidad de modificar este rumbo que no suponía, ni supone, más que una especie de caída ´libre´ en el vacío no podía ser cortocircuitado –permítasenos el vocablo- más que con el advenimiento del mesías, del salvador. Esta posibilidad de modificación no surgió, en el seno de las creencias de dicho pueblo, sino en un momento bastante tardío de su discurrir en el tiempo: concretamente en la época de sus profetas y por boca de ellos.
Del judaísmo, y con algunas lógicas variantes, esta cosmovisión lineal pasó a un cristianismo que fue desplazando, allá donde fue consolidándose, a la visión cíclica Tradicional del existir. El cristianismo, el judaísmo, el islamismo, al igual que otras religiones, ya periclitadas, del mundo antiguo y de naturaleza pelásgica, ctonia, telúrica,… crearon un hiato ontológico insalvable entre lo Trascendente y el hombre, puesto que le desposeyeron a éste de su espíritu, de su nous, de la naturaleza divina que, para la Tradición, anida en él y no le dejaron más vía de relación con lo divino que la que ofrece toda religión que rechaza cualquier tipo de esoterismo: la vía pasiva de la devoción, de la fe, del creer y de la sumisión a un dios o a unos dioses cuya esencia suprasensible él no posee y no puede, por tanto, compartir. El hombre no se encontrará, pues, más en una posición de tú a tú con la divinidad sino que se deberá de humillar ante ella, puesto que es un ser inferior que ya no comparte su misma esencia metafísica y que ha perdido la posibilidad de, a través de la iniciación, despertar la semilla divina que anida en su interior para transformarse y poder tener acceso a la Gnosis o Conocimiento de la Trascendencia y al Despertar o Iluminación espiritual.
A este hombre al que se le ha amputado su estrato sacro-espiritual se le ha rebajado de nivel. Ya no podrá entender más sobre lo Trascendente, tal como anteriormente sí le era posible gracias a lo que él poseía de más que humano; de sobrehumano, diríamos. Sin espíritu únicamente le queda el alma, la psyqué, la mens para vivir ´en orden´ con su/s dios/es. Es decir, que ya sólo cuenta con medios meramente humanos que su mente pone a su disposición, a través de la fe y la creencia, para ser ahora no más que un fiel devoto de su/s divinidad/es. Y cuando el hombre ha sido obligado a descender a este plano humano, cuando la mente ocupa la cúpula en su jerarquía constitutiva a nadie le puede extrañar que la facultad racional que en ella está inmersa pueda interrogarse, poner en tela de juicio y dudar de cualquier realidad: incluida la Realidad Trascendente. Estamos, pues, en los albores del racionalismo y en la antesala del agnosticismo y del materialismo. Estamos, en definitiva, en un punto en el cual el ser humano ha perdido referentes espirituales que le proporcionaban solidez y se aturde y sufre si se pone a meditar y a tomar conciencia sobre su vacío interno. La angustia existencial puede llegarle a tal nivel que opta por enterrar cualquier viso de lucidez mental -que le podría llevar a reflexionar sobre el páramo interno que alberga- por un lado inflamando hasta la turbación sus sentimientos y sus pasiones y/o, por otro lado, dándole rienda suelta a sus pasiones e instintos más bajos e intentando alimentar en la medida de sus posibilidades sus necesidades más primarias y materiales, como consecuencia de todo lo cual ya tenemos a nuestro hombre de este disoluto y disolvente mundo moderno abocándose a esta fuga frenética hacia adelante sin rumbo fijo, sin valores y sin referentes Superiores que puedan sustraerlo de la vorágine en que de una manera pasiva es arrastrado dentro de esta lógica lineal que caracteriza a nuestra deletérea época actual.
Para que veamos aún con más claridad las relaciones existentes entre estas religiones devocionales y la nefasta modernidad podemos resaltar la naturaleza materialista que las mismas revisten. Podemos, por este camino, poner en evidencia cómo la religión mosaica no fue sino hasta épocas no muy alejadas de las del nacimiento de Jesús cuando, de manera ni mucho menos generalizada, empezó a admitir una especie de mundo celestial tal como, más o menos, lo concibe el cristianismo. A pesar de lo cual, su tema central es el de un ´paraíso terrenal´ al que se accederá ´al final de los tiempos´ una vez acontecida la resurrección de la carne. El hombre carece, según el hebraísmo, de espíritu, por lo que tras la muerte física nada le sobrevive al cuerpo y no queda más que esperar a los citados y lejanos tiempos en los que la carne resucite. Hemos de señalar que la consideración de la existencia de una sola componente en el ser humano corresponde a una concepción monista de la vida que como mucho permite la licencia de poder hablar de ´cuerpos espiritualizados´. Se nos permitirá que cambiemos, por un momento, de plano para ilustrar con un ejemplo muy esclarecedor lo que estamos señalando: véase con qué celo los judíos más ortodoxos recogen y reúnen en bolsas los restos separados y/o esparcidos de algún cadáver de un correligionario suyo muerto de manera violenta; pues no olvidemos que, para el hebraísmo, es la carne la que resucitará en un futuro.
Estas creencias mosaicas impregnaron en un muy considerable grado a un cristianismo que también habla de la ´resurrección de la carne´ y de la ´resurrección de los muertos´ y que utiliza fórmulas como aquella empleada en la ceremonia matrimonial de ´hasta que la muerte os separe´, pareciendo, así, vetar la posibilidad de la continuación, más allá de la muerte física, del vínculo sacramental creado entre los dos cónyuges; y es que, una vez más, la vida de la materia -del cuerpo- parecería la única existente.
Esta concepción materialista se repite también en el islamismo. ¿O no es chocante que una religión ofrezca a quien es capaz de inmolarse por ella, de morir combatiendo por Allah, un paraíso en el que poseerá y disfrutará de lujosos palacios de jade, repletos de numerosísimos harenes y en el que gozará de un estado de erección permanente, eterna…? ¿Hablamos de espiritualidad o hablamos de líbido y de instintos primarios? ¿Hablamos de un estado del Ser que debería de haber superado el mundo de los sentidos –es decir, de un estado Suprasensible del Ser- o hablamos de materialismo en sentido estricto?
Podríamos concluir estas líneas con un poco de terminología e indicar cómo después de haber expuesto muchas de las reflexiones de este escrito se verá lo acertado de algunos autores al emplear la expresión ´Civilizaciones del Ser´ -las cíclicas de la Tradición- y su opuesta ´Civilizaciones del devenir´ –las lineales del mundo moderno-.
(1) En otro artículo al que titulamos ´Contra el darwinismo´ se podrá encontrar una extensión de nuestro alegato antievolucionista.
(c) Eduard Alcántara - Septentrionis Lux
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