Los ciclos heróicos: las doctrinas de las 4 edades y de la regresión de las castas en Evola
De entre los autores que pueden ser considerados sin reparos como Tradicionalistas pensamos que es Julius Evola quien mejor ha sabido captar la quintaesencia o el espíritu de muchas de las enseñanzas pilares de esta corriente existencial y de pensamiento. Lo decimos así pues somos del opinar de que muchos de entre los Tradicionalistas nos han legado determinadas doctrinas presentándonoslas de forma un tanto estática y rígida. Penetrar en el espíritu de la letra de la Tradición no lo consideramos como tarea sencilla. Sin duda se hace más asequible si se han llegado a experimentar y vivenciar algunas de las metas que a corto o a largo plazo expone la Tradición como posibles de conquistar para determinado Hombre con ciertas potencialidades descondicionadoras. Sin duda, también, determinadas cualidades de ciertas personas les facilitan la posibilidad de descubrir qué modos y actitudes son los más propicios para emprender determinadas vías de transformación interior.
Pensamos, continuando con estas percepciones nuestras, que la adhesión que Evola -por vocación consustancial a su misma naturaleza- demostró siempre hacia la vía de la acción le facilitó mucho el entender cuáles son los caminos y los métodos idóneos para emprender, con ciertas garantías de éxito, los recorridos que pasan por el descondicionamiento del hombre con respecto a todo aquello que lo mediatiza y por las etapas que pueden llevarlo hacia el Conocimiento de lo Trascendente incondicionado y hacia la identificación ontológica con dicha Trascendencia.
Es acción interior lo que se precisa a lo largo de todos estos procesos conocidos con el nombre de Iniciación. El ascesis no es otra cosa que ejercicio interno. La necesaria e imprescindible práctica interior es, en definitiva, acción. Y es por todo esto por lo que la vía más apropiada para completar el arduo y metódico proceso iniciático es aquella conocida como ´vía de la acción´ o vía del guerrero o ´shatriya´.
Evola tenía la certeza de que, a pesar de los tiempos por los que se transita, siempre es viable la total Restauración de la Unidad Primordial de la que gozó el Hombre en sus orígenes (durante la Edad de Oro o Satya o Krta-yuga) y de que igualmente es viable el retorno de las agrupaciones humanas e instituciones al orden Tradicional.
Resulta, pues, lógico, que nuestro autor defendiera la idea de que la casta guerrera es la más apta para aspirar a estos procesos restauradores.
El maestro italiano mostró esa especial y añadida dosis de ´sensibilidad´ y de poder de interpretación que le posibilitaron el no estancarse en una visión rígida de los diferentes textos Sapienciales y Sagrados del mundo de la Tradición cuando éstos nos hablan de la doctrina de Las Cuatro Edades, pues el proceso de decadencia que ésta nos expone no es irreversible ni –tal como diversos autores tradicionalistas han entendido- está impregnado de un fatalismo contra el que nada pueda oponer el Hombre.
Evola le dio una especial relevancia a la idea de que la involución –con respecto a lo espiritual e imperecedero- podía ser frenada e incluso eliminada antes del final de un ciclo cósmico, humanidad o manvantara; esto es, antes del ocaso del kali-yuga. Y sostuvo firme y ocurrentemente esta idea porque creía en la libertad absoluta del Hombre. Porque creía que el Hombre, así en mayúscula, aparte de tener la clara potestad necesaria para conseguir su total transustanciación o metanoia también tenía en sus manos la posibilidad de devolver a sus escindidas y desacralizadas comunidades los atributos y la esencia que siempre fueron propios del Mundo Tradicional. Porque Evola creía, en definitiva, en el Hombre Superior o Absoluto, Señor de sí mismo.
Quizás su adhesión e identificación con la vía de la acción se halla en el origen de esta su convicción en la posibilidad restauradora de la sacralidad perdida. La acción abre las puertas a esta posibilidad. O quizás debemos de plantear la direccionalidad de esta causa-efecto en sentido inverso y pensar, así, que pudiera ser que su convencimiento en la viabilidad de esta posibilidad reintegradora de la unidad perdida sea la razón por la que optó por la vía de la acción frente a la vía contemplativa y que dicha elección la ejerciera al convencerse de que ésta era la única vía posible para aspirar al retorno de la Tradición.
Parece que el primer planteamiento es el atinado, ya que en su autobibliografía (más que autobiografía) titulada “El camino del cinabrio” (1) el gran intérprete italiano de la Tradición afirmaba que desde temprana edad la identificación con la acción (junto a su vocación hacia lo Trascendente) constituyó parte de su “ecuación personal”.
Sin duda es esta tendencia casi, diríamos, innata hacia la vía del shatriya la que le otorga a Evola ese plus que le coloca por encima de la mayoría de autores Tradicionalistas a la hora de mostrar esa clarividencia hacia el convencimiento de que es posible, aun en períodos de máxima involución, recuperar la sacralidad perdida. Nadie como nuestro autor romano creyó en los Ciclos Heroicos.
Nadie como el gran Tradicionalista romano defendió el principio de la Libertad del Hombre. El Hombre Reintegrado no es esclavo ante nada. No es esclavo de sí mismo: no es un títere manejado a antojo por sus pasiones, pulsiones, bajos instintos o por sus sentimientos engordados. No está sujeto irremediablemente a sus circunstancias. No se halla determinado ni por presuntas dinámicas históricas (el determinismo característico del historicismo, basado en el materialismo dialéctico, que postula que la historia se hace a sí misma: tesis+antítesis=tesis; o, lo que es lo mismo, igual a cambios históricos) ni se encuentra mediatizado por condicionantes sociales ni por ningún tipo de dios omnipotente que haga y deshaga a antojo sin la posibilidad de que uno pueda trazar su propio rumbo y sin que el ser humano pueda llegar a ser tratado como algo más que una simple criaturilla que no pueda albergar en su seno la semilla de la eternidad sino que tenga que resignarse bovinamente a postrarse devocionalmente antes su “creador”. El Hombre Superior no se encuentra tampoco cercenado en sus potencialidades por ninguna especie de determinismo ambiental-educativo. Ni tampoco por otros de orden cósmico en la forma de un “Destino” cuya fatalidad lo tenga irremisiblemente programado de antemano.
A este Hombre al que el budismo denominaría El Despertado o El Iluminado se llega, en épocas deletéreas, a través de la ´vía heroica´ que tuvo sus más claras y arquetípicas plasmaciones en los conocidos como Ciclos Heroicos, concretados en algunas de las más conocidas sagas del mundo antiguo y del alto medievo.
Para dejar bien diáfana la idea de cuán adversas, desde el punto de vista existencial, eran las etapas del devenir histórico de la humanidad en las cuales irrumpieron algunos de los más ejemplares y patentes Ciclos Heroicos se nos hace más que recomendable recordar cuáles son la esencia y la dinámica de la doctrina Tradicional de las Cuatro Edades y qué estrecha relación guarda ésta con la también doctrina Tradicional de la Regresión de las Castas.
Y de esta guisa empezaríamos por recordar cómo en los orígenes de la actual humanidad, ciclo cósmico o manvantara los diferentes textos Tradicionales nos hablan de cómo el Hombre vivía en una Edad de Oro (Hesíodo), Satya-yuga o Krta-yuga (textos sapienciales del hinduismo), en la que la Realidad Trascendente –y por ende la Eternidad- le era consustancial. Estos textos nos hablan también de cómo se produjo una primera caída que se tradujo en la pérdida de esa inmortalidad y de cómo algunas personas poseedoras de una especial potencialidad interior y de una firme voluntad pudieron recobrar lo Inmortal e Imperecedero e identificarse ontológicamente con Ello gracias a que supieron despertar la semilla aletargada de lo Absoluto que anida en el interior del hombre. Estas personas –esta élite-, como Hombres Superiores que eran, se erigieron en guías y en Luz para los demás y acabaron no sólo por detentar la autoridad espiritual sino asimismo por ejercer la autoridad temporal. Ambos principios, pues, el espiritual y el temporal se hallaron unidos en los mismos representantes, por lo que las actividades humanas se encontraron en todo momento impregnadas por lo Sacro. Así hallamos, pues, a la realeza sacra y a la aristocracia sagrada en la cúspide de la pirámide social en esta segunda etapa –tras la primera caída señalada- de la Edad de Oro.
Pero, desgraciadamente, acaeció una segunda caída o involución y hubo –paralela y emblemáticamente- de abandonarse la morada geográfica de la Edad De Oro. Aquella morada que las diferentes Tradiciones sapienciales sitúan en las inmediaciones y más al norte del círculo polar ártico y a la que le asignan nombres como el de Thule, Hiperbórea, la Isla Blanca o el Monte Meru. Hay textos que nos dicen de que el traslado se hizo hacia una isla-continente situada en medio del océano (...Atlántico) que podría coincidir con la Atlántida de Platón.
Esta segunda caída o involución espiritual supuso un mayor alejamiento del hombre con respecto a lo Trascendente y vino aparejada con la separación entre los principios espiritual y temporal y, en consecuencia, entre la autoridad espiritual y la temporal o política. Desaparecieron, pues, la realeza y la aristocracia sacras y de la separación de los atributos espirituales y los temporales aparecieron dos castas autónomas: la sacerdotal (1ª casta) y la regio-aristocrático-guerrera (2ª casta). Ésta aristocrático-guerrera quedó desacralizada y la sacerdotal, a su vez, renunció a la vía activa propia del guerrero y perdió, de esta manera, no sólo la vocación hacia la acción exterior sino también la vocación hacia una acción interna que es la única capaz de hacer factible el acometer cualquier intento de transustanciación interior. Renunció, pues, la casta sacerdotal a la Iniciación y, consecuentemente, a la Visión y Conocimiento de lo Absoluto.
La casta sacerdotal o bramánica pasó a ocupar la cima de la pirámide social y el poder político quedó delegado en una casta aristocrático-guerrera desacralizada que quedó subordinada a aquélla. Estamos hablando ya de la Edad de Plata o treta-yuga; hablando, pues, de la 2ª Edad.
En la 1ª Edad –la de Oro- el metal que la representaba rememoraba al Sol como astro con luz propia, pues luz o espiritualidad propia es lo que había desarrollado en su interior el Hombre Reencontrado propio de aquellas élites o aristocracias sacras que se erigieron en rectoras con respecto al resto de hombres de las comunidades de las que formaban parte..
Por contra, ahora, la Edad de Plata reivindica a la plateada Luna que no posee luz propia y cuya luz –“espiritualidad”- tan sólo es un reflejo de la auténtica Luz que emana del Sol. Es por esto por lo que el hombre, al no poder poseer esa Luz en su interior, se tiene que conformar con creer en ella, con tener fe en ella, con erigirse en un mero y pío devoto de la misma. Esto es a lo máximo a lo que, en el terreno “espiritual”, puede aspirar el bramán o sacerdote y es, al mismo tiempo, a lo que condena al guerrero (o a la aristocracia-guerrera): a que ignore la posibilidad de emprender una acción transmutadora interior y a que, acto seguido, se pliegue a la visión devocional que el sacerdocio tiene de lo divino y le rinda pleitesía a dicho sacerdote, reconociéndole al mismo tiempo una superior autoridad “moral”.
En el seno de esta Edad de Plata se puede observar cómo con el tiempo se produce un gradual deslizamiento desde este tipo de cosmovisión lunar hacia otra de naturaleza bastante similar como lo es la demétrica o pelásgica –también de corte sacerdotal- en la que la Madre Tierra se convierte en el principal objeto de adoración. Se sacraliza, así, a lo que no contiene en su esencia divinidad. Se venera a la Tierra como a una diosa, cayéndose, por tanto, en el panteísmo. Las únicas fuerzas a las que los ritos religiosos intentan hacer operar son aquéllas que recorren las entrañas de la Tierra, son aquéllas de naturaleza ctonia o telúrica que en lugar de ayudar al proceso de descondicionamiento y liberación del hombre lo atan aún más a lo bajo: a lo instintivo, a lo impulsivo, a lo pulsional, a lo sensual, a lo concupiscente, a lo libidinoso,...
Y de lo libidinoso, el desenfreno, lo lujurioso y del enseñoramiento del erotismo emergen los llamados cultos afrodisíacos o dionisíacos (2) que suponen una vuelta más de tuerca en estos procesos involutivos propios de la Edad de Plata.
Si en la Edad de Oro la diferencia ontológica que existía entre la aristocracia Iniciada y el resto de los miembros de la comunidad obligaba a considerar la existencia de una verdadera jerarquía, ahora en la Edad de Plata la inexistencia, en el seno de ningún grupo social, de seres Superiores o Renacidos a la Esencia divina provoca una tal nivelación interior entre los individuos que se debe hablar de sociedades igualitaristas, y niveladas por lo bajo, en las que ya no impera una auténtica y legítima jerarquía. Ya ha desaparecido la diferencia esencial que existía, en la Edad de Oro, entre aquella minoría compuesta por los que eran capaces de gobernarse a sí mismos (de -utilizando una expresión taoísta- ser ´señores de sí mismos´) y la mayoría de los que eran incapaces de autogobernarse (incapaces de no ser marionetas de sus convulsiones emocionales y de no ser más que hombrecillos limitados por sus mediatizaciones).
La Tierra, con la consideración por la cual es investida como madre de sus criaturas los hombres, valorará a éstos como a iguales entre sí, tal como una madre hace con sus hijos. Todos han salido de su seno y todos volverán, tras la muerte, a sus entrañas (3) y por este motivo no existen para ella diferencias sustanciales entre sus vástagos. No hay rangos, categorías ni jerarquías. Se impone, por un motivo más, el carácter homogeneizador y antijerárquico de estos cultos lunares, demétricos y telúricos. La Edad de Plata aplasta las diferencias y convierte al hombre en individuo-átomo indiferenciado.
Inmerso en la vorágine de degradación el hombre acabará, incluso, dándole la espalda a todos estos cultos decadentes propios de la Edad de Plata. Cualquier tipo de forma religiosa (lunar, demétrica, telúrica, afrodisíaca,...), propia de dicha Edad, quedará relegada prácticamente al olvido. La casta sacerdotal perderá todo el peso social que ostentaba y, por esta razón, cualquier atisbo de hegemonía. Así verá cómo deberá postrarse ante una casta regio-guerrera que, tal como acontecía en la Edad de Plata, estaba desprovista de cualquier atributo y aspiración espirituales; se hallaba totalmente desacralizada. Sólo le interesaba el ejercicio del poder y lo ejecutaba por la aplicación de la fuerza y no por ningún tipo de Superioridad ontológica que le otorgara prestigio a los ojos del resto de castas.
El hombre avanzaba, así, en su proceso de materialización y embrutecimiento y entraba de pleno ya en la 3ª Edad: la de Bronce o Dwapara-yuga. La doctrina de la Regresión de las Castas nos recuerda cómo ahora es la casta guerrera (la 2ª) y no la sacerdotal (la 1ª) la que se ha encaramado a la cúspide de la pirámide social.
El fin de la Edad de Plata se asocia con la inundación y desaparición, bajos las aguas, de la quasi mítica Atlàntica y con la huida de sus supervivientes hacia occidente y hacia oriente. La mitología griega nos habla, de manera más o menos simbólica, de cómo los titanes (como símbolo de la casta guerrera) y otros seres monstruosos se enfrentan a los dioses con el afán de destronarlos. Lo hacen contra las divinidades preponderantes en la anterior Edad de Plata (de corte matriarcal) y también contra las que, relegadas a lo largo de la 2ª Edad, habían sido las hegemónicas en la Edad de Oro (de signo patriarcal y solar). La mitología nórdico-germánica nos explica cómo en esta lid acontece finalmente el Gottedamerung u ´ocaso de los dioses´, puesto que éstos son derrotados por los gigantes y por los monstruos y la fuerza bruta se hace hegemónica.
Parece que las dinámicas cósmicas marcan fatal e inexorablemente el destino de los hombres sin que éstos puedan hacer nada para frenar o invertir el proceso de decadencia que tan diáfanamente nos explica la doctrina de las Cuatro Edades y la de la Regresión de las Castas. Parece que el hombre no sea libre para decidir su destino. Parece que la vía iniciática que conduce a la Gran Liberación hubiese quedado hace mucho extinguida. Parece que ya resultase quimérico cualquier intento de restauración de la Tradición. Pere hete aquí que los diferentes mitos nos narran el cómo unos seres de naturaleza bastante similar a la de los titanes o gigantes (con un progenitor divino y el otro humano) se empeñan en superar su naturaleza perecedera (que tiene su origen en su parte de sangre humana) y en conquistar la inmortalidad. En ello se afanan, en el mito, por medio de todo tipo gestas y pruebas y finalmente conquistan la eternidad y acabarán siendo admitidos en las moradas divinas. Estamos hablando de los héroes de los Ciclos Heroicos de los que con tanta relevancia nos hablan mitologías como la griega (Heracles, Aquiles, Ulises, Perseo,...). Estamos, en definitiva, hablando de cómo miembros de la casta guerrera se enfrentan a su naturaleza materializada y escindida y en un acto prolongado de heroísmo se liberan de sus condicionamientos, cadenas y ataduras y acaban transmutándose en el Hombre Integral y Restaurado. Acaban demostrando cómo en última instancia el hombre puede llegar a erigirse en amo, dueño y señor de su destino. Acaban demostrando cómo el hombre puede llegar a ser un ser auténticamente Libre. Cómo la Libertad puede conquistarse tras una larga, ardua y metódica travesía que conocemos con el nombre de Iniciación. Acaban demostrando cómo el hombre puede superar –si en ello se empeña y si posee determinadas aptitudes innatas- cualquier condicionamiento, cualquier determinismo, cualquier fatalismo y cualquier corriente cósmica en contra.
Estamos hablando de cómo algunos de estos héroes (casta guerrera) restauran en sus respectivos dominios (Teseo como rey-sacro de Atenas, Ulises como rey-sacro de Ítaca,...) el Orden Tradicional perdido. Y lo consiguen en una época tan poco propicia como esta de la Edad de Bronce en estado ya muy avanzado. El guerrero se ha, pues, sacralizado y ha vuelto a unificar en su persona los principios sacro y político. La Autoridad espiritual y la temporal son ejercidas por la misma persona y por la misma élite, tal como sucedía en la Edad de Oro. Este guerrero se ha reconvertido en realeza sacra y en aristocracia sagrada y se ha, así, posicionado por encima y fuera del sistema de castas.
Sin duda estos Ciclos Heroicos que han hecho posible restaurar la Tradición han tenido como sus hacedores y triunfantes protagonistas a los guerreros porque éstos son los que llevan intrínsecamente asociada la ´vía de la acción´. Y ésta puede revestirse de una vertiente externa (combate material, lucha territorial o lid física) y/o también –si así algunos se lo proponen firmemente- de una vertiente interna que es la que les puede conducir a la Gnosis del Principio Supremo que se halla en el origen del mundo manifestado y es, asimismo, la que les puede, paralelamente, hacer viable su Identificación, en el plano del ser, con dicho Principio Eterno.
Sólo la casta guerrera podía protagonizar este logro y esta Restauración, pues la casta sacerdotal únicamente conoce de la pasiva ´vía de la contemplación´ y, obviamente, a través de ésta se hacen inviables los procesos internos palingenésicos o transustanciadores.
Desgraciadamente estos Ciclos Heroicos no pudieron prolongar ad aeternum el tipo de Espiritualidad Solar propio de la Tradición y, por ello, sistemas políticos como los que Platón denominó ´tiranías´ supusieron el retorno hegemónico de las castas guerreras desacralizadas.
La caída existencial no daba tregua, hasta el punto de darse por sellada la Edad de Bronce y por iniciada la 4ª Edad: La Edad de Hierro, Kali-yuga o –para la mitología nórdica- Edad del Lobo.
Aunque el sino de la Edad de Hierro fuera el de la hegemonía social y política de las castas 3ª (viaishas o comerciantes) y 4ª (sudras o “mano de obra”), antes de que esto aconteciera a raíz, básicamente, de los hechos subversivos propios de la Revolución Francesa, sucederá que el resto de Edades (de Oro, Plata y Bronce) ya finiquitadas se irán manifestando en forma de subedades como si de recreaciones de aquéllas se tratase. Esto siempre había acontecido de similar manera en el transcurso de cada Edad: la/s anterior/es periclitada/s reaparecía/n como reflujo de lo que fue y se perdió.
Es por ello por lo que antes de que la burguesía (3ª casta) y el proletariado (4ª casta) se encaramen al poder el kali-yuga verá cómo diversos Ciclos Heroicos reverberarán, o intentarán reverberar, las esencias de la Edad de Oro. Esto sucede en la Antigua Roma durante el período republicano, en el que la dirigencia senato-patricial es la que ostenta, en muchos de sus miembros, los cargos que los habilitan para oficiar los ritos operativos correspondientes a las principales deidades. Se trata, además, de gente que ha sido iniciada en los misterios de esas divinidades. Y de gente que había pasado anteriormente por la milicia. Por ello esta élite o aristocracia guerrera unifica las funciones y/o autoridades espiritual y político-temporal, tal como fue propio de la Edad de Oro.
En los prolegómenos del período imperial romano hallamos a un Julio César que también responde a estos mismos patrones, pues no hay que olvidar sus funciones como flamen dialis u oficiante de Júpiter. Y ya durante la etapa del Imperio emperadores como Octavio Augusto, Tiberio, Marco Aurelio o Juliano han recibido la iniciación en ritos y misterios diversos: de Eleusis, de Mitra,...
Pero no sólo en la Antigua Roma sino que también posteriormente otros Ciclos Heroicos irrumpen a lo largo de esta deletérea Edad de Hierro con el firme propósito de revertir los procesos de involución. El Ciclo del Grial se erige en hilo conductor de varios de estos Ciclos Heroicos, como lo son el de la saga artúrica o, ya en pleno Medievo, el del Sacro Imperio Romano Germánico (4). Diversas órdenes aúnan lo guerrero y lo espiritual y muchos de sus miembros practican ritos iniciáticos que transmutan sus naturalezas internas. Como paradigma de estas órdenes se halla la del Temple. Igualmente algunas de estas órdenes acaban, significativamente, convirtiéndose en la médula vertebradora de un Sacro Imperio Romano Germánico en el que el Emperador también se reviste de la máxima autoridad espiritual en el seno de la Cristiandad y por encima de la misma Iglesia. (5).
Como señalamos párrafos más arriba éstos que unen en sus personas lo espiritual (de forma operativa y no devocional) y lo político-militar-temporal se hallan por encima, y afuera, del sistema de castas.
Nuevas demostraciones han sido éstas de que el hombre puede hacer valer su libertad ante cualquier contrariedad y determinismo siempre que sea capaz de superar su condición meramente humana para convertirse en un ´más que hombre´.
Pero como no había de ser de otra manera en un período tan descendente de la humanidad, el kali-yuga asiste a cómo tras estos períodos heroico-solares se suceden otros en los que la 1ª casta –sacerdotal- escala a la cúspide de la pirámide social.
En tal orden de cosas asistimos, durante la Roma Imperial, a la asunción del cristianismo como religión oficial del Estado. Ello sucede con Teodosio ´el Grande´. La figura del emperador ya no se reviste de dignidad divina; entre otros motivos porque ya no la encarnan Hombres Superiores y transfigurados a través de determinadas prácticas y ritos iniciáticos, sino que se trata tan sólo de simples humanos que reconocen en la Iglesia una superior autoridad moral. Así pues, la casta sacerdotal vuelve a hacerse hegemónica.
Y también volverá a hacerse hegemónica cuando bien avanzada la Edad Media el güelfismo que se organiza entorno a los Estados Pontificios derrote al gibelinismo que se articula alrededor del Sacro Imperio Romano Germánico. La victoria de los que propugnan la superior autoridad “espiritual” de la Iglesia sobre aquéllos que defienden la de la figura del Emperador significará la victoria de los bramanes sobre el principio regio-aristocrático-sacro.
La Edad de Hierro contempla asimismo cómo también la 2ª casta –la guerrera- se encarama, en determinados períodos, a lo más alto del entramado político-social. Ciertos emperadores romanos son buen ejemplo de ello, ya que provienen de las legiones e imponen su poder por la fuerza, además de carecer de dignidad sacral. Sus mandatos coinciden con períodos más o menos convulsos de la historia de Roma en los que los viejos ritos forman parte del recuerdo o, cuanto menos, se han vaciado de contenido y de operatividad.
Esta casta shatriya también es la que dirige sus respectivos Estados en el período en el que las llamadas ciencias históricas han definido como ´edad moderna´ y que se sitúa, cronológicamente, entre la ´edad media´ y la ´edad contemporánea´. Es la época de las monarquías autoritarias y de las absolutistas, en las que los reyes se suelen apoyar, las más de las veces, en una nobleza de origen guerrero que al igual que ellos no conoce de vías interiores que conduzcan al Despertar.
Napoleón Bonoparte podría, muy bien, ser considerado como un paradigma altamente significativo de la transición entre el dominio sociopolítico que hasta el final de la ´época moderna´ venía ejerciendo la 2ª casta (la guerrera) y el que desde el inicio de la ´época contemporánea´ empezará a monopolizar la 3ª casta: la de los mercaderes o viaishas. En Napoleón Bonaparte vemos al miembro de la casta guerrera (su padre pertenecía a la nobleza corsa) que actúa movido por la ideología del liberalismo triunfante gracias a la Revolución Francesa y que no es otra que la propia de la casta de los mercaderes; esto es, de la burguesía que ve en el liberalismo económico la posibilidad de dar rienda suelta a sus aspiraciones comerciales y/o económicas.
A partir de entonces y a lo largo de esta ´edad contemporánea´ la 3ª casta se adueñará del poder, salvo en los períodos en los que la 4ª casta (sudras) –la de la ´mano de obra´- dirija (por lo menos aparentemente) los regímenes políticos comunistas e imponga el llamado Cuarto Estado. Bien es cierto que, tras la caída del comunismo en la Europa Oriental a fines de la década de los ´80 del siglo pasado, hay quien ha considerado, acertadamente, que el clásico mundo del liberal-capitalismo burgués (Tercer Estado impuesto por la 3ª casta) ha sido sustituido por un tipo de vida aún más colectivista, gregaria, amorfa, uniformizada y desarraigada que la impuesta por el marxismo y en la que ya cualquier referente ideológico ha sido enterrado. El único impulso, y referente, que actúa es el económico y las actividades que, avasalladoramente, se imponen son la producción y el consumo desaforados. Mundo sin referentes al igual que sucedía, en la India Tradicional, con aquellos individuos que se hallaban fuera y por debajo del sistema de castas (los ´sin casta´ o parias) y que le habían dado la espalda a cualquier norma formadora y a cualquier tipo de raigambre: los ´sin tradición´ y ´sin linaje´. Individuos que por sus disolventes o deshonrosas conductas habían sido expulsados de sus respectivas castas: ´los desterrados´. Evola predijo de manera magistral este devenir y al tipo de sociedad que del mismo se derivara la definió como la de la hegemonía del Quinto Estado; y que, sin duda, corresponde al actual modelo planetario de globalización y de homogeneización alienante y desenraizadora.
Pero en medio de tantos procesos disolventes y de tanta corriente en contra ¡¿quién nos dice que no sea todavía posible que algunos hombres consigan mantenerse en pie entre las ruinas, alcancen una Superior dignidad interior e inauguren un nuevo Ciclo Heroico?!
........................................................
(1) De esta obra existe publicación en castellano a cargo de “Ediciones Heracles” y que data de 1.998.
(2) Para este tipo de etapas en las que lo afrodítico o dionisíaco irrumpe con especial ímpetu (tal como sucede en la actual era crepuscular de la Edad de Hierro) Evola planteó la posibilidad de que aquellos hombres diferenciados que quisiesen alcanzar elevadas cotas de perfección interna pudiesen servirse de variados tipos de sustancias (alcohol, drogas,...) o de la fuerza del eros -que resultarían corrosivos para el hombre común- para superar el estado de conciencia ordinario y adentrarse en otros estados de conciencia superiores. (Estas ideas las desarrollamos en su día en un escrito que llevaba por título “Cabalgar el tigre” y que pretendía resumir los puntos esenciales desarrollados en el magnífico libro de idéntico título escrito por Evola y del que hay diversas ediciones en lengua castellana: la una de Nuevo Arte Thor y la otra de Ediciones Heracles.)
(3) De ahí que en la Edad de Plata se inhumen o entierren los cadáveres como signo del retorno a la Madre Tierra de sus hijos, mientras que, por contra, en la Edad de Oro los cadáveres eran incinerados para –al desintegrarse el cuerpo entre las llamas- facilitar el ascenso hacia el Sol (como símbolo de lo Alto) del alma Superior o alma Espiritualizada.
(4) Se puede consultar nuestro trabajo “El Imperium a la luz de la Tradición” para completar lo que se ha venido explicando en torno a ciertos períodos e instituciones de la Antigua Roma y del Medievo.
(5) Es de destacar cómo en los períodos del Medioevo en los que la autoridad espiritual del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico fue reconocida por encima de la del Papa, el Emperador incluso designaba a obispos y abades y los investía con los signos de sus respectivas dignidades: cruz, báculo y anillo. Tampoco está de más recordar que todo Papa que acababa de ser elegido como tal debía, antes de ser consagrado, jurar fidelidad al Emperador. Además, en el hecho de que el Papa ungiese y coronase al Emperador se hallaba un reconocimiento implícito de la superior autoridad no sólo política sino también Espiritual de éste. Hubo emperadores que retrasaron en años su unción y coronación por parte del Papa por no considerar relevante la intervención papal en el reconocimiento de sus dignidades imperiales.
© EDUARD ALCÁNTARA - SEPTENTRIONIS LUX
0 comentarios