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Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) Introducción

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) Introducción

Biblioteca Julius Evola.- Iniciamos la publicación de la Primera Parte de la obra cumbre de Evola "Revuelta contra el Mundo Moderno". En esta introducción, Evola nos habla de sus intenciones al componer la obra. Se trata de un estudio sobre los valores de las civilizaciones tradicionales y, en segundo lugar, la descripcion de una morfología de las civilizaciones. Ambas partes componen lo esencial de una "metafísica de la historia". Evola define en esta introducción lo que son las civilizaciones tradicionales y la crisis de las civilizaciones modernas.

 

INTRODUCCION

Hablar de la "decadencia de Occidente", del "peligro del materialismo", de la "crisis de la civilización" se ha convertido, desde hace un tiempo, en algo frecuente. A la misma tendencia corresponden ciertas ideas que se formulan en vistas de tal o cual "defensa" y algunas profecías lanzadas respecto al porvenir de Europa y del mundo.

En general, no hay en todo esto, más que diletantismo de "intelectuales" o de periodistas políticos. Sería muy fácil mostrar como a menudo, en este terreno, todo empieza y termina con el mero verbalismo; mostrar la falta de principios que lo caracteriza y cuantas cosas que convendría negar se encuentran, de hecho, afirmados por la mayor parte de los que quisieran reaccionar; mostrar, en fin, hasta que punto se ignora lo que se desea verdaderamente, y en qué medida se obedece a factores irracionales y a sugestiones oscuramente acogidas.

Si razonablemente no se puede atribuir el menor contenido positivo a manifestaciones de este tipo, estas tienen al menos, el valor de un síntoma. Muestran como se remueven tierras que se creía sólidas y que ha pasado el tiempo de las perspectivas idílicas del "evolucionismo". Pero, al igual que la fuerza que impide a los sonámbulos ver el vacío a lo largo del cual caminan, un instinto de defensa inconsciente impide superar un punto determinado. Parece como si fuera posible "dudar" más allá de un cierto límite y las reacciones intelectualistas que acabamos de mencionar parecen haber sido, de alguna manera, concedidas al hombre moderno con el único fin de desviarlo del camino que conduce a esta total y terrible visión, donde el mundo actual no aparecería más que como un cuerpo privado de vida, rodando por una pendiente, donde pronto nada podrá detenerlo.

Existen enfermedades que se incuban durante mucho tiempo, pero de las que no se toma conciencia más que cuando su obra subterránea casi ha concluido. Otro tanto ocurre con la caída del hombre a lo largo de las vías de una civilización que glorificó como la civilización por excelencia. Es solamente hoy, cuando los modernos han llegado a experimentar el presentimiento de un destino sombrío que amenaza a Occidente([1]); desde hace siglos algunas causas han actuado provocando tal estado espiritual y material de degeneración que la mayor parte de los hombres se encuentran privados, no solo de toda posibilidad de revuelta y retorno a la "normalidad" y a la salud, sino igualmente, y sobre todo, de toda posibilidad de comprender lo que esta "normalidad" y salud significan.

También, por sinceros que puedan ser las intenciones de algunos ‑entre ellos los que, en nuestros días, dan la señal de alarma e intentan aquí y allí "reacciones"‑ estos intentos no puede ser tomados en serio y no hay que hacerse ilusiones en cuanto a los resultados. No es fácil darse cuenta a qué profundidad es preciso cavar antes de alcanzar la raíz primera y única, cuyas prolongaciones naturales y necesarias son, no solo aquellas cuyo aspecto negativo es ahora patente, sino otras que incluso los espíritus más audaces no cesan de presuponer y admitir en su propia forma de pensar, sentir y vivir. Se "reacciona", ¿cómo podría ser de otra manera ante algunos aspectos extremos de la sociedad, la moral, la política y la cultura contemporáneas? Pero, precisamente, su carencia estriva en que no se trata más que de "reacciones", no de acciones, esto es movimientos positivos parten del interior y atestiguan la posesión de una base, de un principio, de un centro. En Occidente, se ha jugado durante demasiado tiempo con los acomodamientos y las "reacciones". La experiencia ha mostrado que esta vía no conduce al único fin que interesa verdaderamente. No se trata, en efecto, de revolverse sobre un lecho de agonía, sino de despertar y ponerse en pié.

Las cosas han llegado hasta tal punto que hay que preguntarse hoy quien sería capaz de asumir el mundo moderno, no en uno de sus aspectos particulares, sino en bloque, hasta percibir su sentido final. Este sería el único punto de partida.

Pero es preciso, para esto, salir del círculo fascinador. Es preciso saber concebir lo otro, crearse ojos y oídos nuevos para cosas convertidas, por su alejamiento, en invisibles y silenciosas. No es sino remontándonos a los significados y a las visiones anteriores a la aparición de las causas de las que deriva la civilización actual, como es posible disponer de una referencia absoluta, de una clave para la comprensión efectiva de todas las desviaciones modernas y preveer al mismo tiempo una defensa sólida, una línea de resistencia inquebrantable, para aquellos a los cuales, a pesar de todo, les será dado permanecer en pié. Y hoy, precisamente, solo cuenta el trabajo de aquel que sabe mantenerse firme en sus principios, inaccesible a toda concesión, indiferente a las fiebres, a las convulsiones, a las supersticiones y a las prostituciones, al ritmo de las cuales danzan las últimas generaciones. Solo cuenta la resistencia silenciosa de un pequeño número, cuya presencia impasible de "convidados de piedra" sirve para crear nuevas relaciones, nuevas distancias y valores y permite constituir un polo que, si no impide ciertamente a este mundo de extraviados ser lo que es, transmitirá sin embargo a algunos la sensación de la verdad, sensación que será quizás también el principio de alguna crisis liberadora.

En el límite de las posibilidades de su autor, este libro pretende contribuir a esta obra. Su tesis fundamental es la idea de la naturaleza decadente del mundo moderno. Su fin es demostrar esta idea, haciendo referencia al espíritu de la civilización universal, sobre las ruinas de la cual ha surgido todo lo que es moderno: esto como base de cualquier otra posibilidad y como legitimación categórica de una revuelta, porque solo entonces aparecerá claro no solo aquello contra lo que se reacciona, sino también, y ante todo, aquello en nombre de lo cual se reacciona.

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A título de introducción, diremos que nada parece más absurdo que esta idea de progreso que, con su corolario de la superioridad de la civilización moderna, se había creado coartadas "positivas" falsificando la historia, insinuando en los espíritus mitos deletéreos, proclamando su soberanía las encrucijadas de la ideología plebeya en donde, en última instancia, ha nacido. Es preciso haber descendido muy bajo para llegar a celebrar la apoteosis de la sabiduría cadavérica, único término aplicable a una sabiduría que no ve, en el hombre moderno, que es el último hombre, al viejo hombre, decrépito, vencido, al hombre crepuscular, sino que glorifica, por el contrario, en él al dominador, al justificador, el verdaderamente viviente. Es preciso, en todo caso, que los modernos hayan alcanzado un extraño estado de ceguera para haber pensado seriamente ser el patrón de toda medida y considerar su civilización como una civilización privilegiada, en función de la cual la historia del mundo era preordenada y fuera de la cual no se encontraría más que oscuridad, barbarie y superstición.

Es preciso reconocer que en presencia de las primeras sacudidas que han manifestado, incluso sobre el plano material, la destrucción interior de Occidente, la idea de la pluralidad de las civilizaciones, es decir, de la relatividad de la civilización moderna, no aparece, a los ojos de un cierto número de personas, más que como una extravagancia herética e impensable, contrariamente a lo que se consideraba no hace mucho. Pero esto no basta: es preciso saber reconocer, no solo que la civilización moderna podrá desaparecer, como tantas otras, sin dejar huellas, sino también que pertenece al tipo de aquellas cuya desaparición, al igual que su vida efímera en relación al orden de las "cosas‑que‑son", no tiene más que el valor de una mera contingencia. Más allá de un "relativismo de civilizaciones", se trata pues de reconocer un "dualismo de civilizaciones". Desarrollaremos las presentes consideraciones constantemente en torno a una oposición entre el mundo moderno y el mundo tradicional, entre el hombre moderno y el hombre tradicional, oposición que, aunque histórica, es ideal: a la vez morfológica y metafísica.

Sobre el plano histórico, es necesario advertir desde ahora al lector que nosotros emplearemos casi siempre las expresiones "mundo moderno" y "civilización moderna" en un sentido mucho más amplio y general que su sentido habitual. Las primeras formas de la decadencia, bajo su aspecto moderno, es decir antitradicional, empiezan, en efecto, a manifestarse de una forma tangible entre el siglo VIII y el VI antes de JC, tal como lo atestiguan de una forma esporádica, las primeras alteraciones características acaecidas en el curso de este período en las formas de vida social y espiritual de numerosos pueblos. Conviene pues, en muchos casos, hacer coincidir el principio de los tiempos modernos con lo que se llama tiempos históricos. Se estima generalmente, en efecto, que lo que se sitúa antes de la época mencionada cesa de constituir materia de la "historia", la leyenda y el mito se superponen y las investigaciones "positivas" se vuelven inciertas. Esto no impide que, según las enseñanzas tradicionales, esta época no haya acogido a su vez efectos de causas mucho más lejanas: no ha hecho más que preludiar la fase crítica de un ciclo aun más amplio, llamado en Oriente la Edad sombría; en el mundo clásico, "la edad de hierro" y en el mundo nórdico "la edad del lobo"([2]). De todas formas, en el interior de los tiempos históricos y en el area occidental, la caida del Imperio Romano y el advenimiento del cristianismo marcan una segunda etapa, más aparente, de la transformación del mundo moderno. Una tercera fase, en fin, comienza con la decadencia del mundo feudo‑imperial de la Edad Media europea, y alcanza su momento decisivo con el humanismo y la reforma. De este período hasta nuestros días, fuerzas que actuaban aun de una forma aislada y subterránea han aparecido a plena luz, han tomado la dirección de todas las corrientes europeas en los dominios de la vida material y espiritual, individual y colectiva, y han determinado, fase por fase, lo que, en un sentido restringido, se tiene la costumbre de llamar "el mundo moderno". Desde entonces, el proceso se ha convertido en cada vez más rápido, decisivo, universal, tal como una temible marea mediante la cual toda huella de civilización diferente está manifiestamente destinada a ser arrastrada de forma que cierre un ciclo, complete una máscara y selle un destino.

Esto en lo que respecta al aspecto histórico. Pero este aspecto es completamente relativo. Si, como ya hemos indicado, todo lo que es "histórico" entra ya en lo "moderno", esta ascensión integral más allá del mundo moderno, que solo puede revelar su sentido, es esencialmente un ascenso más allá de los límites fijados en su mayor parte a la "historia". Es importante comprender que siguiendo tal dirección, no se encuentra nada susceptible de convertirse de nuevo en "historia". El hecho de que más allá de un cierto período la investigación positiva no haya podido reconstruir la historia, está lejos de ser accidental, es decir imputable solo a la incertidumbre de las fuentes y de los datos y a la falta de vestigios. Para comprender el ambiente espiritual propio a toda civilización no moderna, es preciso penetrarse de esta idea, a saber que la oposición entre los tiempos históricos y los tiempos llamados "prehistóricos" o "mitológicos", no es la oposición relativa propia a dos partes homogéneas de un mismo tiempo, sino que es cualitativa, y sustancial; es la oposición entre tiempos (experiencias del tiempo), que no son efectivamente de la misma naturaleza([3]). El hombre tradicional tenía una experiencia del tiempo diferente de la del hombre moderno: tenía una sensación supratemporal de la temporalidad y es en esta sensación que vivía cada forma de su mundo. También es fatal que las investigaciones modernas, en el sentido "histórico" del término, se encuentren, en un momento dado, en presencia de una serie interrumpida, reencuentren un hiato incomprensible más allá del cual no se puede construir nada históricamente "cierto" y significativo, más allá del cual no se puede contar más que sobre elementos exteriores fragmentarios y a menudo contradictorios‑ a menos que el método y la mentalidad no sufran una transformación fundamental.

En virtud de esta premisa, cuando oponemos al mundo moderno el mundo antiguo, o tradicional, esta oposición es al mismo tiempo ideal. El carácter de temporalidad y de "historicidad" no corresponde en efecto, esencialmente, más que a un solo de estos dos términos, mientras que el otro, aquel que alude al conjunto de las civilizaciones de tipo tradicional, se caracteriza por la sensación de lo que está más allá del tiempo, es decir por un contacto con la realidad metafísica que confiere a la experiencia del tiempo una forma muy diferente "mitológica", hecha de ritmo y de espacio, más que de tiempo cronológico. A título de residuos degenerados, huellas de esta forma cualitativamente diversa de la experiencia del tiempo subsisten aún en algunas poblaciones llamadas "primitivas"([4]). Haber perdido este contacto, haberse disuelto en el espejismo de un puro y simple flujo, de una pura y simple "fuga adelante", de una tendencia que lleva cada vez más lejos su fin, de un proceso que no puede apaciguarse en ninguna posesión y que se consume en todo y por todo, en términos de "historia" y de "devenir", es una de las características fundamentales del mundo moderno, el límite que separa dos épocas, no solo desde el punto de vista histórico, sino también y sobre todo, en un sentido ideal, morfológico y metafísico.

Entonces, el hecho que las civilizaciones de tipo tradicional se sitúen en el pasado, en relación a la época actual, se vuelve accidental: el mundo moderno y el mundo tradicional pueden ser considerados como dos tipos universales, como dos categorías a priori de la civilización. Esta circunstancia accidental permite sim embargo afirmar con justicia que en todas partes donde se ha manifestado o se manifieste una civilización cuyo centro y sustancia sean el elemento temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de las mismas aptitudes, valores y fuerzas que determinan la época moderna, en la acepción histórica del término; y por todas partes donde se haya manifestado y se manifieste, por el contrario, una civilización cuyo centro y sustancia sea el elemento supra‑ temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de los mismos significados, valores y fuerzas que determinaron los tipos preantiguos de civilización. Así se encuentra aclarado el sentido de lo que llamaríamos "dualismo de civilización" en relación con los términos empleados (moderno y tradicional) y esto debería bastar para prevenir todo equívoco respecto a nuestro "tradicionalismo". No "fue" una vez, sino "es" siempre([5]).    

Nuestra referencia a formas, instituciones y conocimientos no modernos se justifican por el hecho que estas formas, instituciones y conocimientos son, por su naturaleza misma, símbolos más transparentes, aproximaciones más afinadas de las desembocaduras más felices de lo que es anterior al tiempo y a la historia, de lo que pertenece a ayer tanto como a mañana, y solo puede producir una renovación real, una "vida nueva" e inagotable en aquel que aun es capaz de recibirla. Solo quien ha llegado a elimitar todo temor y reconocer que el destino del mundo moderno no es en absoluto diferente ni más trágico que el acontecimiento sin importancia de una nube que se alza, toma forma y desaparece sin que el cielo libre pueda encontrarse alterado.

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Tras haber indicado el objeto fundamental de esta obra, nos queda hablar brevemente del "método" que vamos a seguir en estas páginas.

Las notas que preceden bastan, ‑sin que sea necesario referirse a lo que expondremos llegado el momento, a propósito del origen, del alcance y el sentido del "saber" moderno‑ para comprender la mezquina estima que concedemos a todo lo que ha recibido en estos últimos tiempos, el certificado oficial de "ciencia histórica" en materia de religiones, instituciones y tradiciones antiguas. Declaramos que intentaremos permanecer al margen de este orden de cosas, como de todo lo que tiene su fuente en la mentalidad moderna y que el punto de vista llamado "científico" o "positivo", con sus diversas y vanas pretensiones de competencia y monopolio, lo consideramos, en el mejor de los casos, como el de la ignorancia. Decimos "en el mejor de los casos": no negaremos ciertamente que gracias a los trabajos eruditos y laboriosos de los "especialistas" pueda llegar a la luz una materia bruta útil, a menudo necesaria para aquel que no posee otras fuentes de informacion o no tiene ni el tiempo ni el deseo de reunir y controlar él mismo los datos que le son necesarios en algunos dominios secundarios. Para nosotros permanece siempre claro que allí donde los métodos "históricos" y "cienfícos" de los modernos se aplican a las civilizaciones tradicionales bajo su aspecto más rudimentario de investigación de huellas y testimonios, todo se reduce en la mayor parte de los casos, a actos de violencia que destruyen el espíritu, limitan y deforman, colocan en vías sin salida de coartas creadas por los prejuicios de la mentalidad moderna, preocupada por defenderse y reafirmarse a sí misma por todas partes. Y esta obra de destrucción y alteración es raramente fortuita; procede, casi siempre, ‑aunque no sea más que indirectamente‑ de influencias oscuras y de sugestiones que los espíritus "cientificos" dada su mentalidad, son precisamente los primeros en no percibir.

En general, las cuestiones de las que nos ocuparemos son aquellas para las que los materiales que valen "histórica" y "científicamente" apenas cuentan; donde todo lo que, en tanto que mito, leyenda, saga, está desprovisto de verdad histórica y de fuerza demostrativa, adquiere por el contrario, por esta misma razón, una validez superior y se convierte en la fuente de un conocimiento más real y cierto. Allí se encuentra precisamente la  frontera que separa la doctrina tradicional de la cultura profana. Esto no se aplica solamente a los tiempos antiguos, a las formas de una vida "mitológica", es decir supra‑histórica, como fue siempre en el fondo, la vida tradicional: mientras que desde el punto de vista de la "Ciencia" se concede valor al mito por lo que pudo ofrecer de historia, según nuestro punto de vista, al contrario, es preciso conceder valor a la historia en función de su contenido mítico, ya se trate de mitos propiamente dichos o de mitos que se insinúan en su trama, en tanto que reintegraciones de un "sentido" de la historia misma. Es así que la Roma de la leyenda nos hablará un lenguaje mucho más claro que la Roma temporal y las leyendas de Carlomagno nos harán comprender, mejor que las crónicas y los documentos positivos de la época, lo que significaba el rey de los francos.

Se conoce a este respecto, las anatemas "científicas": ¡arbitrario! ¡subjetivo! ¡fantasioso! Desde nuestro punto de vista, no hay nada más "arbitrario", "subjetivo" y "fantasioso" que lo que los modernos entienden por "objetivo" y "científico". Todo esto no existe. Todo esto se encuentra fuera de la Tradición. La Tradición empieza allí donde, habiendo sido alcanzado un punto de vista supra‑individual y no‑humano, todo esto puede ser superado. En particular, de hecho, no existe mito, más que el que los modernos han construido en relación al mito, concibiéndolo como una creación de la naturaleza primitiva del hombre, y no como la forma propia de un contenido supra‑racional y supra‑histórico. Nos preocuparemos poco de discutir y "demostrar".  Las verdades que pueden hacer comprender el mundo tradicional no son las que se "aprenden" y "discuten". Son o no son([6]). Se las puede solo recordar y esto se produce cuando uno se ha liberado de los obstáculos que representan las diversas construcciones humanas, en primer lugar, los resultados y los métodos de los "investigadores" autorizados; cuando pues se ha suscitado la capacidad de ver desde este punto de vista no‑ humano, que es el mismo punto de vista tradicional.

Incluso si no se considera más que la materia bruta de los testimonios tradicionales, todos los métodos laboriosos, utilizados para la verificación de las fuentes, la cronología, la  autenticidad, las superposiciones y las interpolaciones de los  textos, para determinar la génesis "efectiva" de instituciones,  creencias, acontecimientos, etc..., no son, en nuestro sentido,  más adecuados que los criterios utilizados para el estudio del  mundo mineral, cuando se les aplica al conocimento de un  organismo viviente. Cada uno es ciertamente libre de considerar  el aspecto mineral que existe también en un organismo superior.  Paralelamente, se es libre de aplicar a la materia tradicional  llegada hasta nosotros, la mentalidad profana moderna a la cual  le ha sido dada no ver más que lo que es condicionado por el  tiempo, la historia y el hombre. Pero, al igual que el elemento  mineral en un organismo, este elemento empírico, en el conjunto  de las realidades tradicionales, está subordinado a una ley  superior. Todo lo que, en general, vale como "resultado  científico", no vale aquí más que como indicación incierta y  oscura de las vías ‑prácticamente de las causas ocasionales‑ a  través de las cuales, en condiciones determinadas, pueden  manifestarse y afirmarse, a pesar de todo, las verdades  tradicionales.

Repitámoslo: en los tiempos antiguos, estas verdades han sido siempre comprendidas como siendo esencialmente verdades no humanas. Es la consideración de un punto de vista no humano, objetivo en el sentido trascendental, que es tradicional, y que se debe hacer corresponder con el mundo de la Tradición. Lo que es propio de este mundo, es la universalidad, y lo que le caracteriza, es el axioma quod ubique, quod ab omnibus et quod semper. En la noción misma de civilización tradicional está implícita una equivalencia ‑o homología‑ de sus diversas formas realizadas en el espacio y en el tiempo. Las correspondencías podrían no ser exteriormente visibes; podrá sorprender la diversidad de las numerosas expresiones posibles, pero sin embargo equivalentes: en algunos casos, las correspondencias serán respetadas en el espíritu, en otros, solo en la forma y en el nombre; en algunos casos, se encontrarán encarnaciones más completas, en otras, más fragmentarias; en ocasiones expresiones legendarias, en otras expresiones históricas, pero existe siempre algo constante y central para caracterizar un mundo único y un hombre único y para determinar una oposición idéntica respecto a  todo lo que es moderno.

Quien, partiendo de una civilización tradicional particular, sabe integrarla liberándola del aspecto humano e histórico, de forma que refiera sus principios generadores al plano metafísico donde se encuentran, por así decirlo, en estado puro, puede reconocer estos mismos principios tras las expresiones diversas de otras civilizaciones igualmente tradicionales. Es así como nace un sentimiento de certidumbre y objetividad trascendente y universal, que nada podría destruir, y que no podría alcanzarse por ninguna otra vía.

En los desarrollos que seguirán, se hará referencia tanto a algunas tradiciones, como a otras, de Oriente y Occidente, eligiendo, en cada ocasión, las que ofrezcan la expresión más neta y completa de un mismo principio o fenómeno espiritual. Este método tiene tan poca relación con el eclecticismo del método comparativo de algunos "investigadores" modernos, como el método de paralage utilizado para determinar la posición exacta de un astro en medio de puntos señalizadores de estaciones diversamente distribuidas; o bien ‑para emplear la imagen de René Guenon ([7])‑ la elección, entre las diferentes lenguas que se conoce, la que expresa mejor un pensamiento determinado. Así, lo que llamamos "método tradicional" se caracteriza, en general,  por un doble principio: ontológica y objetivamente, por el principio de la correspondencia que asegura una correlación funcional esencial entre elementos análogos, presentándolos como simples formas homólogas de un sentido central unitario; epistemológica y subjetivamente, por el empleo generalizado del Principio de inducción, que debe  ser comprendido aquí como la aproximación discursiva de una intuición espiritual, en la cual se realiza la integración y  unificación, en un sentido único y en un principio único, de los diversos elementos confrontados.

De esta forma buscaremos percibir el mundo de la Tradición como una unidad, es decir como un tipo universal, capaz de crear puntos de referencia y criterios de valor, diferentes de los que la mayor parte de los occidentales se han habituado pasiva y semi‑inconscientemente desde hace mucho tiempo; capaz también, por esto mismo, de colocar las bases de una revuelta eventual del espíritu ‑no polémica, sino real, positiva‑ contra el mundo moderno.

A este respecto, no nos dirigimos más que a los que, ante la acusación previsible de ser utopistas anacrónicos, ignoran la "realidad de la historia", saben permanecer impasibles comprendiendo que, a partir de ahora, no hay nada que decir a los apologistas de lo "concreto": "deteneros" o "volver" o "alzada  la cabeza", sino más bien: "avanzad cada vez más rápidos sobre la pendiente siempre más inclinada, quemad  etapas, romped todos los diques. Ninguna cadena os ciñe. Coged los laureles de todas vuestras conquistas. Corred con las alas cada vez más rápidas, con un orgullo cada vez más hinchado por vuestras victorias, por vuestras "superaciones", por vuestros imperios y democracias. La fosa debe ser colmada y se tiene necesidad de estiercol para el nuevo árbol que, de forma fulminante, surgirá de vuestro fin" ([8]).

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En esta obra, deberemos limitarnos a dar, sobre todo, principios directores, cuyas aplicaciones y desarrollo adecuado exigirían quizás otros tantos volúmenes como capítulos tiene esta obra: no indicaremos pues más que los elementos esenciales. Aquel que desee puede adoptarlos como base para ordenar y profundizar  ulteriormente, desde el punto de vista tradicional, la materia de  cada terreno estudiado, dándole una extensión y un desarrollo  incompatibles con la economía de esta obra.

En una primera parte, expondremos una especie de doctrina de las  categorías del espíritu tradicional: indicaremos los principos  fundamentales según los cuales se manifestaba la vida del hombre  tradicional. El término "categoría" es empleado aquí en el  sentido de principio normativo a priori. Las formas y los  significados de que se trata no deben ser considerados como  siendo, o habiendo sido, efectivamente una "realidad", sino como  ideas que deben determinar y dar forma a la realidad, a la vida,  y cuyo valor es independiente de su grado de "realización", el  cual, por otra parte, jamás sería perfecto. Esto elimina el  malentendido y la objeción consistente en pretender que la  realidad histórica no justifica en absoluto las formas y los  significados de los que tendremos que hablar. Puede eventualmente  admitirse esto, sin concluir, por tanto, que, a este respecto,  todo se reduce a ficciones,  utopías,  "idealizaciones" o  ilusiones. Las formas principales de la vida tradicional, en  tanto que "categorías", tienen la misma dignidad  que los  principios éticos: válidos en sí mismos, exigen solo ser  reconocidos y queridos; exigen que el hombre les sea  interiormente fiel y se sirva de ellos como medida, para él mismo  y para la vida, tal como hizo siempre el hombre tradicional. Por  lo que, el aspecto "historia" y "realidad" tiene aquí un simple  alcance ilustrativo y evocador fundado sobre ejemplos y evocador  de valores que, desde este punto de vista, igualmente, pueden  ser, hoy, o mañana, tan actuales, como lo pudieron ser ayer.

El elemento histórico no entrará en consideración más que en la  segunda parte de esta obra donde serán examinados la génesis del  mundo moderno y los procesos que, durante los tiempos históricos,  han conducido hasta él. Pero el hecho de que el punto de  referencia sea siempre el mundo tradicional en su cualidad de  realidad simbólica, supra‑histórica y normativa y que el método  consista, igualmente, en investigar lo que tuvo y tiene una  acción más allá de las dos dimensiones de superficie de los  fenómenos históricos, hará que nos encontremos, hablando con  propiedad, en presencia de una metafísica de la hitoria.

Con estos dos planos de investigación, pensamos poner suficientes  elementos a disposición de aquel que, hoy o mañana, es o sea aun  capaz de despertar.

 



([1])Decimos: "Entre los modernos", pues, como se verá, la idea  de un declive, de un alejamiento progresivo de una vida más alta  y la sensación de la venida de tiempos aun más duros para las  futuras razas humanas, eran temas bien conocidos en la Antigüedad  tradicional.

([2])R. GUENON, La crise du monde moderne, París, 1927, pag. 21 y  sigs.

 

([3])Cf. F. W. SCHELLING, Einleitung in die Philos der Mythologie,  S. W., ed. 1846, sec. II, vol. I, pag. 233‑235.

 

([4])Cf. HUBERT‑MAUSS, Mélanges d'Histoire des Religions, París,  1929, pag. 189 y sig. Para el sentido sagrado y cualitativo del  tiempo, cf. esta obra, I, par. 19.

 

([5])SALUSTIO,. De Diis et mundo, IV.

 

 

([6])Más adelante, se verá quizàs más claramente la verdad de  estas palabras de LAO‑TSE (Tao‑te‑king, LXXXI): "El hombre que  tiene la Virtud no discute; el hombre que discute no tiene la  Virtud", y así mismo, las expresiones tradicionales arias a  propósito de los textos que "no puede haber sido hechos por los  mortales y que no son susceptibles de ser medidos por la razón  humana" (Manavadharmashastra, XII, 94). En la misma obra (XII,  96) se añade: "Todos los libros que no tienen la Tradición como  base han salido de la mano del hombre y perecerán: este origen  demuestra que son inútiles y mentirosos".

 

([7])R. GUENON, Le symbolisme de la Croix, París, 1931, pag. 10.

 

([8])G. DI GIORGIO ("Zero"), en Crollano le torri "La Torre", nº  1, 1930.

 

 

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