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La doctrina del despertar

La Doctrina del Despertar. Parte 2ª, Capítulo IV. 4. La presencia sidérea. Las heridas se cierran

La Doctrina del Despertar. Parte 2ª, Capítulo IV. 4. La presencia sidérea. Las heridas se cierran

El término satipattana se compone del vocablo ya explicado sati (recuerdo como presencia de sí) y panhana, que quiere decir construir, esta­blecer, montar. En inglés ese término se suele traducir como setting‑up of mindfulness (Rhys Davids) y en alemán, como Pjéiler der Geistesklarheit, de donde deriva la expresión que usa De Lorenzo "pilastras del saber" (como saber de sí). La fórmula comprehensiva o global del texto es: rimukham satim upattapeti’[1] que se podría traducir: "colocar la memoria de sí delan­te de sí". La disciplina de que se trata tiene este sentido: comenzar a llevar a cabo el principio central del propio ser por medio de una consideración objetiva, desprendida, de lo que constituye la propia persona y el contenido de la propia experiencia en general. El hecho mismo de colocarse delante de todo esto como frente a algo externo, extraño, purifica y fortifica la conciencia, reconduce a sí mismo, desarrolla la calma­da impasividad. En tal sentido, los cuatro principales grupos de objetos considerados en tal disciplina tienen la función de otros tantos apoyos para el "saber” y representan algo consistente que por reacción permite desarrollarse, regresar a sí mismo. Los cuatro grupos del sattipatthana corresponden al cuerpo (kaya), luego a las emociones o sensaciones (vedana), en tercer lugar al ánimo (citta) y por último a los dhamma, término genérico que se refiere también a los fenómenos y estados pro­vocados por la misma disciplina ascética en sus fases superiores.

 

1. Contemplación del cuerpo. Según la fórmula del canon, el asceta una vez superados los cuidados y deseos del inundo, "con mente clara y perfecta conciencia" se entrega antes que nada a la contemplación del cuerpo, la cual se realiza de distintas formas.

a) En primer lugar, por medio de la realización de la respiración consciente o presencia de sí en la respiración (anapana‑sati), que sería uno de los medios más rápidos de conseguir la calma incólume.[2] El asceta ha de escoger un lugar silencioso y apartado y ejercitarse inspi­rando y espirando conscientemente. Inspira o inhala profundamente y sabe: "Inspiro profundamente"; espira o exhala profundamente y sabe: "Espiro profundamente", y lo mismo hace con inspiraciones y espiraciones breves. Además se ejercita así: "Quiero inspirar sintiendo todo el cuerpo", "Quiero espirar sintiendo todo el cuerpo", "Quiero inspirar calmando esta combinación corporal".Y así sucesivamente. Un símil indica con qué perfecta conciencia se debe ejercitar: como un hábil y atento tornero que, tirando fuertemente, sabe: "Yo tiro fuerte­mente" y tirando lentamente sabe: "Yo tiro lentamente".[3]

Ejercicios de este tipo tienen una particular importancia por el hecho de que, según la enseñanza hindú, la respiración se liga a la fuerza sutil de la vida (prana), que hace de sustrato de todas las funciones psicofísicas del hombre. Todo el organismo está animado y recorrido por corrientes de fuerza sutil o nadi (término que se suele traducir algo primitivamente como "vientos"), los cuales tienen su raíz en el prana y en el soplo. De ahí que en los Upanisad se diga: "Corno los rayos de una rueda se apoyan en el cubo, así todo en el organismo se apoya en el prana"[4]. Tales enseñanzas remiten a una experiencia de la respiración, de que el hombre moderno ya no dispone y que puede despertar sólo mediante un adiestramiento especial. Cuando el soplo o respiración se siente como prana puede ser un "camino": una vez vuelta consciente la respiración, o sea, hecha la clara conciencia a la respiración, se tiene modo de alcanzar la "vida de la propia vida" y de controlar organismo y mente en muchos aspectos que escapan a la conciencia común y al ordinario querer. Además es posible, tomando como vehículo el ritmo de la respiración, volver "corpóreos" y "orgánicos" ciertos estados de conciencia, compenetrando de esos las energías del ser samsárico, para de ese modo estabilizarlos y consolidarlos, por un lado, y producir las modificaciones correspondientes de la sustancia samsárica, por el otro. Es así que en el budismo se consideran ulteriores desarrollos de la disci­plina del soplo. Del campo puramente corpóreo se pasa al psíquico y se proponen fórmulas como ésta: "Quiero inspirar sintiendo placer; quiero espirar sintiendo placer”, "Quiero inspirar sintiendo la mente; quiero espirar sintiendo la ineiite", “Quiero inspirar levantando la mente; quie­ro espirar levantando la inente", "Quiero inspirar recogiendo la mente; quiero espirar recogiendo la mente", y lo mismo para relajarla. Por fin, la respiración se asocia a las demás contemplaciones o realizaciones, acompasándolas e infundiéndolas en la contrapartida sutil y subcons­ciente de la estructura humana. Se dice también que con una inspiración y espiración así practicada, así ejercitada, incluso los últimos respiros cesan de manera consciente y no inconsciente". En los Upanisad[5] se dice: "En verdad, estos seres llegan detrás del soplo, parten detrás del soplo"[6].

En este estadio, el fin de la práctica es sólo contemplativo. Se trata de desautomatizar, en determinados momentos, la respiración, volver­la consciente, colocarse delante del soplo y el soplo delante de sí, expe­rimentando el soplo esencialmente como prana, es decir, como la fuerza‑vida de la corporeidad.

b) En segundo lugar viene la contemplación del cuerpo en todas sus partes, con la imperturbabilidad y la exactitud propias de un cirujano en una autopsia. La fórmula canónica es: "He aquí, este cuerpo lleva un mechón de cabellos, tiene pelos, uñas, dientes, piel y carne, tendones, huesos y médula, riñones, corazón, hígado, intestinos, mucosas, heces, tiene bilis, secreciones, pus, sangre, sudor, linfa, lágrimas, suero, sali­va, moco, sinovia, orina". Y para orientar la operación se da el siguien­te símil: como si un hombre con buena vista tuviera un costal lleno de cereales mezclados, lo desatara y examinara atentamente su contenido: "Esto es arroz, esto son habas, esto es ajonjolí". Naturalmente, lo mejor que puede hacer quien desee seguir estas disciplinas sería precisamen­te dirigirse con el forense y presenciar alguna autopsia; tendría así como base para meditaciones de este género imágenes particularmente vivas y eficaces. La meta es siempre la misma: desidentificarse, crear distancia: "Éste soy yo, éste es mi cuerpo, hecho así y asá, compuesto de estas partes, de estos elementos"[7]. Hay textos en los que como potenciación se propone contemplar las distintas enfermedades a que está expuesto el cuerpo[8].

c) Tercer ejercicio. Ahora se considera el cuerpo en función de los cuatro "grandes elementos" que lo componen. Camine o esté quieto, el asceta ha de considerar el cuerpo que lleva como especificación de todos los elementos: "Este cuerpo tiene las especies de la tierra, las especies del agua, las especies del fuego, las especies del aire"[9]. Seme­jante meditación tenía para el oriental un significado distinto del que puede tener para el hombre moderno, por el hecho de que para aquél los "grandes elementos" (mahabhuta) no eran simples "estados deja materia", sino ‑a la par de los elementos de las enseñanzas tradicionales occidentales antiguas y medievales‑ sensibilizaciones de principios cósmicos. Como sea, el sentido de la meditación es concebir el cuerpo en función de las fuerzas impersonales del mundo, las cuales siguen sus propias leyes con indiferencia para nuestra persona. En se­gundo lugar, es necesario pensar que también estos "grandes elemen­tos" están sometidos a la ley del cambio y de la disolución. Así, en algunos textos se dice que se han de representar vivamente con la mente los periodos tanto de potencia como de decaimiento y disolución de las manifestaciones cósmicas de los cuatro elementos, para llegar a la evidencia: si también para estas potencial del mundo hay mutación y fin, ¿acaso no los va a haber para este cuerpo "de menos de ocho palmos de alto, producto de la sed de existencia?; ¿podría acaso valer para éste "yo", "mío" o "soy"? Lo que en realidad vale es: "nada es suyo”[10]. Tam­bién para esta tercera operación hay un símil: al reconocer en el cuerpo este o aquel elemento es preciso proceder de la misma manera de quien destaza una vaca, separa las partes y las lleva al mercado y luego se sienta; es decir, al final, regreso a sí mismo, calma, memoria de sí. Es preciso despertar el sentido de que, mientras aún está vivo y es "nuestro", el organismo sigue leyes objetivas y elementales, propias de las grandes fuerzas de las cosas e indiferentes respecto del mundo del "yo"; al des­pertar este sentido, el cuerpo ofrece de nuevo una base para una reacción y una desvinculación de lo que en el hombre es extrasamsárico.

d) Maranussati‑conteniplatio mortis. Se prescribe imaginar un ca­dáver en todas las fases de su descomposición: rígido, luego hinchado y pútrido, luego descarnado con los solos tendones, luego sin carne ni tendones, luego como huesos esparcidos, como huesos amontonados y mezclados con otros y por fin como huesos podridos y huesos hechos ya polvo. Junto con todo esto se ha de parar mientes en que "también mi cuerpo tiene tal naturaleza, así se volverá, no puede escapar a esto".[11]

Las imágenes han de despertar sentimientos particularmente vivos, aunque sin conducir a reflexiones como las de Hamlet ni de cantor semita de la vanitas vanitatum*. La visión neta, cruda y vívida de la caducidad del cuerpo se considera aquí como un apoyo porque no ha de conducir a deprimir el ánimo, sino que, por contraste, debe reavivar una conciencia desprendida, capaz de imaginarse el fin del propio cuerpo y la muerte en perfecta calma. Se trata, una vez más, de consolidar el elemento sidéreo, extrasmsárico. Si tales meditaciones tuvieran por efecto un sentido de abatimiento pesimista, de desolación, de naufra­gio leopardiano, estarían por completo equivocadas. Se llevan a cabo de la manera justa cuando de ahí resulta un estado que permite conside­rar cualquier acontecimiento que afecte el propio cuerpo y aun la mis­ma muerte física como si se tratara del cuerpo de otro. Y este estado se puede traducir también en una fuerza capaz de intervenir positivamen­te en el organismo en dadas circunstancias. Se habla así de un asceta que sufre y halla fuerzas para vencer el mal propio desde el momento en que entiende y realiza la enseñanza correspondiente a la perfecta meditación sobre el cuerpo[12]. Y se dice: "Si el cuerpo está enfermo, la mente no estará enferma; así os habéis de ejercitar. Los ariya no se someten a la idea: Yo soy el cuerpo, el cuerpo es mío, el cuerpo es yo mismo, por lo que no se alteran cuando el cuerpo se altera y envejece" o cuando análogas contingencias se verifican en los demás elementos constitutivos de la persona[13].

Ésta es la cuádruple forma de la contemplación budista de la corporalidad, que constituye el primer apoyo. El fin que repetidamente hemos aclarado se confirma con el dicho de que tal contemplación, bien practicada y ejercitada, hace presentir la amata (sánscrito amrta), o sea, la "sin‑muerte"[14].

2. Contemplación de las sensaciones. Después del cuerpo, las sensa­ciones (vedana) constituyen una base para la presencia sidérea en sí. La fórmula canónica es: "El asceta vigila la sensación externa sobre la sensación, vigila la sensación interna sobre la sensación, dentro y fuera vigila la sensación sobre la sensación. Observa cómo se forma la sen­sación, cómo la sensación pasa, cómo la sensación e forma y pasa. He aquí la sensación, saber esto se convierte en su apoyo, precisamente porque sirve para el conocimiento, para la reflexión"[15]. Ejerci­cios de este tipo se pueden asociar con el llamado control de los seis campos interno‑externos, aunque de ordinario se incluyan en la cuarta sección, en la sección de los dhamma. Se trata de los campos de los sentidos, entre los que se comprende el órgano mental. La fórmula es: "El asceta conoce el ojo, conoce las formas, y toda combinación resul­tante de ambos que vincule, conoce. Conoce cuándo tal combinación ocurre, conoce cuándo cesa la combinación acaecida y conoce cuándo la acaecida combinación no aparece ya en el futuro". La misma fórmula se repite para el oído y los sonidos, para el gusto y los sabores, para el tacto y los contactos, para el pensamiento y para los objetos mentales[16]. En primer lugar se puede no comprender la acción que se ha de desa­rrollar: ¿qué es ese conocer por separado las facultades sensibles y sus objetos, como podría hacerlo un extraño a unos y otros y seguir la com­binación en el mismo espíritu de un químico que sigue los efectos de la asociación de dos sustancias que tiene delante de sí? Es preciso enten­der el sentido de la disciplina dándose cuenta, antes que nada, del esta­do de la experiencia común, que se agota en el "flujo". Lo que se ha dicho a propósito de un pensamiento pasivo se repite más o menos para los diferentes sentidos. En realidad, decir "yo veo", "yo gusto", "yo oigo" es, en la existencia samsárica, casi un eufemismo. Aquí existe, en efecto, sólo el hecho visión, el hecho audición, sabor, etc., con una promiscuidad de objeto y de sujeto, con una absorción de la conciencia en su experiencia, propia de los procesos de "combustión". La discipli­na en cuestión apunta a disolver tal mezcla irracional hasta el grado de quien puede verdaderamente decir: "yo veo", "yo gusto", "yo oigo", "yo huelo", "yo pienso", con la misma claridad y presencia de sí de quien, al tomar con la mano o dejar caer un objeto, sabe: "tomo, dejo este objeto". Ha de surgir, pues, respecto de las potencias de los senti­dos y de la misma mente, el sentimiento real como si se tratara de los órganos verdaderos y propios que se usan conscientemente, con cierta distancia: yo, aquí, y allá la cosa vista o sentida o gustada. Y ésta es la experiencia, la "combinación" de ambos como un hecho o "vínculo" elemental, que he esclarecido delante de mí. He aquí un símil de los textos: "Así como del contacto de dos pedazos de madera que se frotan uno contra el otro nace el calor, surge el fuego, pero al separar esos dos pedazos de madera, una vez separados, el calor que habían producido cesa, se extingue", así debe establecerse bien claro el saber: "esta sen­sación ha surgido", "esta sensación se ha extinguido". Y se añade, con referencia precisa al propósito general de tales contemplaciones: "Queda aún la impasibilidad, pura, clara, dúctil, flexible, esplendente".(17) Ejem­plo de tal contemplación en un plano bien común, el de la comida: el bocado es engullido, conscientemente se hace que gire en la boca, para no dejar nada sin masticar y nada se quede en la boca, y luego se toma otro bocado: "el asceta siente el sabor al tomar el alimento, pero no lo goza" (18), o sea, gusta conscientemente, pero se mantiene distanciado. Para extender un control de este cariz más allá de determinados mo­mentos de ejercicio es preciso, naturalmente, una aplicación notable: se trata, en efecto, de sustituir un hábito por otro; más aún, se trata de dar cuenta de la fuerza de identificación sorda e instintiva que actúa y anida en la primera. El desarrollo natural de esta contemplación es la llamada "alerta frente a los sentidos" o "curación de las heridas", de que hablaremos más adelante (véase segunda parte, cap. 4).

3. Contemplación del ánimo. El término vedana, además de sensa­ción puede significar emoción o sentimiento, por lo que existe un paso natural desde el campo de la segunda a la tercera contemplación, que trata de despertar el "saber" frente a cualquier estado o mutación del propio ánimo. La fórmula canónica es: "Un asceta conoce el ánimo afanoso como afanoso, y el ánimo no afanoso como no afanoso; el ánimo rencoroso como rencoroso, y el ánimo no rencoroso como no rencoroso; el ánimo equivocado como equivocado, y el ánimo sin error como sin error; el ánimo recogido como recogido, y el ánimo distraí­do como distraído; el ánimo que tiende a lo alto como tendiente a lo alto, y el ánimo de bajo sentir como de bajo sentir, el ánimo noble como noble, y el ánimo vulgar como vulgar; el ánimo tranquilo como tranquilo, y el ánimo inquieto como inquieto; conoce el ánimo liberado como liberado, y el ánimo vinculado como vinculado".(19) Esto significa cultivar, en primer lugar, una actitud de sinceridad y objetividad res­pecto de la propia vida interior, psicológica y emotiva. En segundo lugar, se trata de nuevo de la fuerza que se despierta en la "visión" desidentificante. El signo del progreso conseguido por tal camino vie­ne dado por la capacidad de considerar las propias emociones, los pro­pios sentimientos, los propios estados de ánimo, las propias pasiones, como si fueran de otro; naturalmente, de otro que nos sea indiferente y nos sirva sólo de objeto de observación. Una vez más, se pretende una forma activa de despersonalización. En un texto se lee: "Como las nu­bes aparecen, van, se transforman y se disuelven en el libre cielo, tal ocurre también con las pasiones del ánimo del sabio". El ánimo del sabio es asimilado, pues, al cielo en su libertad e intangibilidad, en su claridad que no es tocada por el mudable paso de las nubes, de las pasiones y de las emociones que se forman en él, que se transforman y pasan siguiendo sus propias leyes. Si en el Bhagavad‑gita (20) se habla de quien "no desea el deseo, en quien todos los deseos fluyen, como las aguas fluyen hacia el océano que [rellenado continuamente] permane­ce [empero] inmutado", asimismo en el budismo se busca como ideal el estado evocado a la mente desde la "profundidad del océano, donde no surge ola alguna, sino que reina la calma." (21) A propósito de las "con­templaciones irradiantes" veremos que se presentan otras imágenes cósmico‑elementales de libertad y de intangibilidad. Provisionalmen­te, sirva aquí todo esto sólo como signo que señala la dirección y orien­tación de la contemplación.

4. Contemplación de los dhamma. Por la ya señalada indetermina­ción del término dhamma, esta sección comprende la contemplación de fenómenos y estados de conciencia de distinto género, así como de los mismos procesos ascéticos. Se habla, por ende, de una presencia que ejercitar respecto de los "cinco obstáculos" ‑afán, aversión, pere­za apática, soberbia y hastío, dudosa incertidumbre‑ y, alternativa­mente, constatar su ausencia, su desarrollo y su desaparición al intervenir la acción disolvente de que diremos.(22) La presencia se ejercita con refe­rencia al manifestarse y disolverse, caso por caso, del apego en los cinco troncos de la personalidad; se trata, en suma, de variantes de la contemplación de los estados de ánimo, mientras otras disciplinas to­man por objeto estados superiores de la conciencia ascética, como los correspondientes a la manifestación de los "siete despertares espiritua­les" (bojjhanga)(23) y la realización directa, sobrenatural, de las "cuatro verdades".(24) Una conciencia alta y desprendida se ha de mantener, pues, en el mismo desarrollo que la alta ascesis, y la identificación se ha de combatir en la misma experiencia suprasensible. Pero tienen que ocu­rrir pérdidas de control y "agitaciones", mas sobre toda experiencia y sobre toda acción debe difundirse una luz calma y firme. El puro y desprendido elemento conciencia (sati) debe constituir, por así decir, una dimensión ulterior respecto de cualquier contenido de la expe­riencia.

En cuánto se estima el estar consciente se advertirá por el valor que da el budismo a las acciones en general. Una acción "buena" pero in­consciente, según esta doctrina se juzga inferior a una acción "mala" pero consciente. Se admite que una culpa cometida sin querer es más grave que la cometida a sabiendas. Según esta manera de ver, que es contraria a la de la moral corriente, está claro que el mayor o menor grado de conciencia, de presencia de sí, es estimado como el valor fun­damental.

Tal es la cuádruple forma de satimpatthana. Como se ha señalado, las realizaciones conseguidas en particulares ejercicios deben desarro­llarse hasta la forma de un hábitus de clara conciencia que se ha de mantener en todo momento de la vida cotidiana. Lo cual en los textos se concibe como un desarrollo de la primera contemplación, a tenor de esta fórmula: "El asceta sabe, cuando camina, ’Yo camino’; cuando está quieto sabe, ’Yo estoy quieto’; sabe, cuando se encuentra en esta o aquella posición, que es esta o aquella posición". En una palabra, acaba por llevar, literalmente, su propio cuerpo. Es característico el comenta­rio a un texto: "¿Quién camina? La percatación es: ’No es el yo quien camina’. ¿De quién es el caminar?: ’No es de un yo’. ¿Quién determina el caminar? ’Un acto del espíritu, transmitido y asumido por el soplo (prana), que compenetra el cuerpo y lo mueve".(25) Los textos especifi­can más adelante: el asceta está del todo consciente del ir y andar, del mirar y quitar la mirada, de inclinarse y enderezarse, de que está vesti­do, de comer y beber, de masticar y gustar, de evacuar los excrementos y orinar, de caminar, estar de pie y sentarse, de dormirse y despertarse, de hablar y callar.(26) Como en un espejo, "se mira y remira antes de hacer una acción; se mira y remira antes de decir una palabra; se mira y remira antes de abrigar un pensamiento".(27) Se comprende fácilmente que siguiendo este camino un hombre acaba por transformarse en una especie de estatua viviente impregnada de conciencia, en una figura compenetrada de compostura, decoro y dignidad, la cual no puede me­nos de hacernos recordar no sólo el estilo genérico de la antigua aristo­cracia ariya, sino también el celebrado en la antigua tradición romana en el tipo originario del senator, del pater familias, de los majores nostri, del flamen dialis.* En realidad es posible establecer una relación natu­ral entre tales efectos de la disciplina de la clara conciencia y los rasgos de estilo que, junto con los "treinta y dos signos del hombre superior", la tradición ha compendiado en el tipo del Despertado arlya, según los siguientes términos: "Como habla el Completo, así actúa y como actúa así el habla";(28) no va ni demasiado de prisa ni demasiado despacio; la parte inferior del cuerpo, mientras camina, no oscila ni se mueve por la fuerza del cuerpo. Al mirar lo mira todo de una vez: derecho, no hacia arriba ni hacia abajo, ni camina lanzando la mirada aquí y allá. Se sien­ta siempre compuesto, sin abandonarse con el cuerpo, no haciendo movimientos inútiles con las manos, no cruzando las piernas, no apo­yando el mentón en la mano. Está calmado, "rodeado de aislamien­to".(29) En realidad, la calma, sidérea presencia de sí mismo, no puede no tener por consecuencia la estilización, que actúa sobre la parte irracio­nal oblicua y huidiza del ser humano, como la mirada calma y severa del maestro basta para poner en su sitio la turbulencia del escolar que se creía no observado. Se puede decir así que, incluso en el plano exte­rior, se inicia aquí aquella sustitución de fuerzas que constituye la meta esencial de toda la ascesis ariya: mientras primero el sustrato de todo movimiento y de toda acción del particular era un elemento irracionalmente vital, samsárico, ahora tal elemento es sustituido por la pura conciencia, la cual no puede dejar de reaccionar ‑como se ha dicho‑ en el sentido de una simplificación, rectificación y dignificación del continente, del aspecto exterior que presenta el hom­bre que sigue este camino. Por lo que sería posible considerar un signi­ficado de catarsis incluso racial mediante las disciplinas en cuestión, dado que, como se acaba de recordar, esos elementos de estilo los en­contramos como naturales en los orígenes en un tipo superior, que fac­tores varios, y en primer lugar los cruces, han ido alterando y degradando.(30)

Dejemos fijado el punto al que hemos llegado con nuestra exposi­ción. Tras habernos defendido de las formas más inmediatas de desor­den espiritual, el haber hecho propios los principios de la "recta conducta" permite que surja en el ánimo una "íntima e inalterada felici­dad", junto con la firmeza y seguridad de quien se siente en un estado de "justicia", de donde que se use la imagen de un rey que, legítima­mente coronado, sabe que sus enemigos han sido desbaratados y que no hay peligro alguno para su soberanía.(31) Más aún, está la potenciada "neutralidad" o "sideridad" propia de un espíritu que, gracias a la cuá­druple contemplación, se ha desvinculado ulteriormente y se ha colo­cado en el centro de toda su experiencia, no sólo interna sino también externa. En este punto entra la acción propiamente defensiva, dirigida a neutralizar gradualmente toda posibilidad de "combustión" y de aban­dono en la variedad de los "contactos". Los contactos hieren. Los con­tactos consumen, excitando el fuego que quema el cuerpo, que quema la mente, que alimenta el cuerpo sarrisárico, que postra el principio superior. Debe actuarse de modo que donde "el tonto, sacudido con fuerza, perece, el hombre sabio, tocado, no se estremezca", permanez­ca incólume, permanezca inasible.(32) Se trata pues de atacar aquel "de­seo" trascendental que acecha en el ojo, lo mismo que en los demás sentidos, en los kandha (o sea, en los troncos de la personalidad), en los elementos, y que representa una alteración, una enfermedad, una supu­ración.(33) Todo esto en un plano más profundo que el simplemente psi­cológico o moral. El punto de partida de los procesos que alteran está constituido por los sentidos, los cuales son parangonados a otras tantas "heridas".(34) De esos procesos alterantes se presentan formas, sonidos, sabores, olores, sensaciones táctiles, Ias deseadas, amadas, encanta­doras, gratas, correspondientes a los afanes, excitantes", para que "en las cinco cuerdas del deseo, en una u otra sede de los sentidos, surja la inclinación del ánirno", el asentimiento.(35) Traducimos con esta palabra el término anunayo, que Woodward interpreta como lurking tendency* y que, efectivamente, se puede referir a la actitud de quien espía, de quien está al acecho, pronto a identificarse ‑en este caso‑ con el placer, si se trata de una sensación agradable, y con el dolor, si la sensación es dolorosa o con una opaca indiferencia si la sensación no es ni placentera ni dolorosa[17]. Aquí cabe mencionar la angustia primordial de quien se encuentra en la base de la existencia samsárica y es lo que determina el apego. Por ese medio surgen formaciones o combinacio­nes que se disponen en uno u otro de los cinco troncos de la personalidad, o sea, en los de la forma, de los sentimientos, de las representaciones, de las tendencias y de la conciencia individualizada. Así las cosas, para "vendar las heridas" y para neutralizar la alteración provocada por los contactos es preciso que la "vista interna, el olfato interno, el oído in­terno, el gusto interno, el tacto interno, el pensamiento interno no sean distraídos", es decir, hay que estar presente en la séptuple sede de los sentidos, con el fin de impedir de inmediato todo relajamiento, apego, ebriedad, todo dejarse seducir por el goce. Entonces las combinaciones ya no se formarán en primer lugar en el tronco fundamental de la vo­luntad y luego en los cinco troncos de la personalidad[18]. Ésta es la esen­cia del nuevo trabajo.

Como base está, pues, la llamada "guardia de los sentidos", cuya fórmula canónica es: "Al percibir con la vista una forma, el asceta no concibe inclinación o interés algunos. Mientras afán y aversión, pensa­mientos dañinos y nocivos al instante se sobreponen a quien no perma­nece con la vista bien vigilada, el asceta está atento a esa vigilancia, cuida de la vista, vigila atentamente la vista. Al escuchar con los oídos un sonido, al oler con el olfato un perfume, al gustar con el gusto un sabor, al tocar con el tacto una cosa, al representarse con el pensamien­to una imagen, no concibe inclinación alguna, no concibe interés algu­no. Mientras afán y aversión, pensamientos dañinos y nocivos bien pronto se sobreponen a quien permanece con el pensamiento no vigila­do, el asceta está atento a esa vigilancia, cuida del pensamiento, vigila atentamente el pensamiento"[19]. Cejar un punto cualquiera en tal vigi­lancia significa sufrir el destino de una tortuga que, en el momento de sacar imprudentemente un miembro, por ese miembro es asida por el chacal y llevada a la ruina[20]. En esto se trata de acortar la brida del ente samsárico con el que se está asociado y que constituye el doble, hen­chido de sed, del ser vivo. Un círculo cada vez más estrecho se cierra en torno a éste, que es parangonado eficazmente con un enemigo que, sabiendo que no puede vencer a su adversario, hace que éste lo tome como siervo, se granjea su confianza para luego herirlo a traición: tal, se nos dice, es la parte que tiene en nosotros el yo ilusorio creado por la identificación, mientras no nos iniciemos en la doctrina de los ariya[21]. Que luego la disciplina de la vigilancia de los sentidos o de vendar las heridas tenga por culminación una superior libertad derivará de la aso­ciación de su propósito con la conocida imagen de quien, teniendo en la calle un tiro de purasangres, puede guiarlo a donde quiere[22]. Quien ignora esta práctica o la descuida queda dominado por las formas, por los sonidos, por los olores, por las impresiones gustativas, por los contactos, por los pensamientos, en vez de ser su dominador.

Por otro lado, tal disciplina puede ser marcada por la palabra silentium: "ceñirse de silencio", silencio en sentido iniciático, como la iniciación eleusina. Las impresiones son detenidas en la periferia, en las márge­nes de los sentidos. Entre ellas y el yo hay ahora una distancia, un espacio hecho de "silencio". Entiéndase un silencio que consiste en no pronunciar no ya la palabra exterior, sino ni siquiera la palabra interior, que implica asimismo no oír, no ver, no imaginar. Tal motivo se ha expresado incluso de manera popular. Corresponde, en efecto, al signi­ficado más profundo, oculto en la bien conocida estatuilla de los tres simios sagrados de Benarés [actual Varanasi], uno de ellos tapándose los oídos, el otro cubriéndose la boca y el tercero los ojos: no hablar, no oír, no ver. Y aquí se puede recordar también la curiosa fórmula hermé­tica. "Quien tenga oídos, ábralos (en el sentido de una atención vigilan­te ante cualquier impresión); quien tenga boca, manténgala cerrada (en el sentido del susodicho silencio, de la calmada, inalterable ’neutrali­dad’)". Es por este medio como se consolidan las condiciones para la ulterior liberación y luego para el desarrollo del principio extrasamsárico. Veremos que tal desarrollo se continúa directamente en los cuatro jhana.

Como contrapartida de la guardia a la puerta de los sentidos se tiene que efectuar una labor de desintoxicación de la zona aislada, para eli­minar o reducir los focos internos de agitación y de ensimismamiento que se reavivan con todo contacto externo. Esto corresponde a la lla­mada remoción de los cinco nirvarana, término que tiene el significa­do de escorias, obstáculos o impedimentos. Los cinco nirvarana son: deseo (kamcchanda); aversión o ira (vyapada); pereza apática (thina­m¡ddha); soberbia y hastío (udddacca kaccuka) y dudosa incertidum­bre (vicikicca). La acción de estos cinco obstáculos está indicada atinadamente en los siguientes símiles: como quien quisiera ver su pro­pia imagen en un agua donde se mezclan todo color (deseo) o en un agua hirviente (aversión o ira) o en un agua llena de fango y de algas (pereza apática) o en un agua agitada por el viento (soberbia, hastío) o, en fin, en un agua oscura y cenagosa (duda)[23]. La remoción ocurre a través de una acción directa del espíritu sobre el espíritu, junto con un calmado y atento escrutarse a sí mismo. La disciplina se explica así en los textos: El asceta busca un lugar solitario y se entrega a la medita­ción. Se aconseja también una conocida posición del yoga: sentarse con las piernas cruzadas y el cuerpo erguido. Esta postura tradicional hindú se adecua al propósito sólo si se está acostumbrado a ella, hasta el grado de que resulte natural y no requiera esfuerzos ni fatiga. En general, la postura que se recomienda para esta contemplación, lo mis­mo que para otras, tiene que ser tal que se logre un equilibrio, que no se decaiga, que tenga casi un valor simbólico de presencia de sí (de donde el término técnico de mudra, sello) y no requiera esfuerzos que distraigan el espíritu. He aquí cuál es la fórmula de la meditación: "El asceta ha dejado el afán mundano y está ahora con ánimo sin afán: purifica de afán su ánimo. Ha dejado la aversión y está ahora con ánimo sin aver­sión: purifica de aversión su ánimo. Ha dejado la inercia y la pereza; amante de la luz, claramente consciente: purifica su ánimo de soberbia y hastío. Ha dejado de titubear y se ha liberado de la dudosa incerti­dumbre; no duda de lo que es saludable: purifica su ánimo de titubeos"[24]. Se trata, en el fondo, de una quintaesencia de las disposiciones ya pro­piciadas por el sila, por la "recta conducta". Aquí se busca, evidente­mente, llegar a una forma más profunda por medio del reforzado poder de visión interior de quien está predispuesto por las anteriores discipli­nas. Se trata de incidir de cierto modo en los sankhara, o sea, en las tendencias innatas y congénitas, procedentes en parte del legado extraindividual que se ha recibido.

Por esto, aquí, lo que en primer lugar se realiza en determinados momentos se debería desarrollar hasta un estado casi permanente. En tal sentido se puede entender la llamada "triple vela o vigilia": "Duran­te el día, caminando sentado, apartar el ánimo de cosas perturbadoras; en las horas medias de la noche, acomodarse del lado derecho, como el león, un pie sobre el otro, pensando en la hora en que se quiere desper­tar; a últimas horas de la noche, álzate de nuevo, camina o siéntate y aparta el ánimo de cosas perturbadoras[25]. Se trata pues de una especie de continuo examen de conciencia. Los yama, o sea, los periodos de la noche contemplados en esta disciplina, en la tradición budista com­prenden cuatro horas cada uno: el primero, de las seis de la tarde a las diez; el segundo, de las diez a las dos de la madrugada; y el tercero de las dos a las seis de la mañana. Así, en realidad, el periodo de sueño verdadero o del lapso que en el hombre común correspondería al sueño (véase segunda parte, cap. 6) queda reducido a cuatro horas únicamen­te, de las diez de la noche a las dos de la madrugada. En esto no se ha de ver una disciplina "ascética" de mortificación. Es natural que, a medi­da que se adelanta en el camino de la Iluminación, la necesidad de dormir puede disminuir notablemente, sin que se sufra malestar. Tam­bién aquí, la intervención unilateralmente "autoritaria" sólo generaría estados de fatiga y de falta de atención que resultarían contrarios a la vida espiritual de vigilancia.

Con el cuidado atento de las heridas y con la acción en contra de las escorias se refuerza la zona del "silencio", en la que se pone por obra un gradual crecimiento interior extrasarrisárico, que debe ayudarse de un iluminado esfuerzo y que se puede poner en relación con los ya men­cionados "siete despertares" (bojihanga), concebidos como la contra­partida positiva de la acción catártica o profiláctica, o sea, como la "defensa de la intoxicación, realizada actuando". La fórmula canónica es: "A razón vista, [el asceta] opera el despertar de la claridad espiritual derivado del desprendimiento, derivado de la renuncia, derivado del detenimiento [del flujo] que pasa a la consumación; opera el des­pertar de la profundización, de la energía inflexible, del entusiasmo, de la calma, del recogimiento, de la ecuanimidad, de estos despertares derivados del desprendimiento, derivados de la renuncia, derivados de la detención, que pasan a la consumación[26]. Por lo que respecta al lugar de tales despertares en el complejo del desarrollo son posibles diversas interpretaciones. En efecto, su sentido global refleja el de los cuatro jhana, los cuales entran en un orden especial de contemplaciones que se han de realizar con un desprendimiento pleno de la experiencia ex­terna. Aquí los podemos entender en un plano más relativo, a manera de una cierta transfiguración y liberación de facultades que ya están compenetradas del elemento bodhi, (le ahí la expresión bojjhanga. En la fórmula citada no se trata de una enumeración esquemática, sino de una serie en la que la meditación realizadora debe captar la íntima con­catenación causal de cada término, hasta el grado de que pueden ser llevados con naturalidad a que pasen de Lino a otro y a ver en adelante la integración y resolución de lo precedente. Es así, más que nada, como se ha de efectuar la meditación no distraída. Se tiene entonces que des­pertar el estado de "claridad espiritual”, fijarlo en la mente, desarrollar­lo, desenvolverlo, dominarlo y ver por fin cómo tal estado conduce al segundo despertar, lo que conduce a una "profundización", a la que puede servir de sostén determinado elemento de la doctrina; tal profundización, desarrollada, fijada, desenvuelta y dominada debe en­cauzar hacia el despertar de la “Fuerza inflexible", la conquista perfecta de la que debe dar a conocer un estado de especial y purificado "entu­siasmo", de purificada alegría. Desarrollando ulteriormente la medita­ción es preciso intuir que este entusiasmo, esta alegría, despertada y perfectamente desarrollada, en un cuerpo que se calma, en un ánimo que se calma, se resuelve y libera en el siguiente despertar, es decir, en el de la "calma". Desenvuelta, profundizada, fijada y dominada la cal­ma, se despierta el "recogimiento", el cual, completamente desarrolla­do se fija y resplandece en la "ecuanimidad", que es el séptimo despertar[27]. Se trata pues de las correspondientes etapas de una medita­ción realizadora, ligadas por una íntima continuidad. A través de dichas etapas se llega a la confirmación de cuanto ya se había ido determinan­do en el satipanhana, en la cuadruple contemplación desprendida, o sea, en la impasibilidad calificada como "pura, clara, dúctil, flexible, esplendente", lo cual nada tiene que ver ‑se nos advierte‑ con la indiferencia del hombre obtuso, con la del "tonto, del ignorante, del inexperto hombre común, que no pasa el límite[28]. Quizá sea oportuno añadir que el estado del que tratamos no se debe en modo alguno con­fundir con una apatía y una atonía, sino que se desarrolla a la par que un sentimiento de felicidad purificada, intelectual izada y heroica, por cuanto que tal asociación de ideas, a primera vista, puede parecer difícil de comprender. En el Bhagavad‑gita se lee: "Cuando la mente, domeñada por la ascética se aquieta; cuando [el asceta], viendo el sí en sí, goza en sí mismo, conoce la infinita felicidad que, trascendiendo los sentidos, sólo puede ser captada por el intelecto y, fijado en ella, no se mueve de la realidad [...] Téngase por seguro que este desprendimiento de la unión con el dolor es llamado yoga"[29]. De igual manera, en el budismo se habla de una felicidad que se antoja “fangosa y putrefacta" frente a la ligada al desprendimiento, a la calma, a la iluminación[30]. Además se consideran secuencias como ésta: "En el asceta surge la alegría; esta alegría lo hace feliz; el cuerpo feliz se calma; calmado el cuerpo, surge la serenidad; en esta serenidad el ánimo se detiene, se recoge"; esto como camino hacia los cuatro jhana[31]. Otra secuencia presenta el as­pecto de una serie concatenada que se desarrolla en sentido ascendente, después de la descendente que, a través de los doce nidana, ha con­ducido hasta la existencia samsárica (véase primera parte, cap. 6). El punto de partida de esta nueva serie es, en efecto, el estado de sufri­miento, de agitación, de contingencia, que corresponde al último nidana del camino descendente. Más allá de éste surge el estado de la confian­za; éste conduce a la alegría purificada (pamujja); sigue la serenidad, que da lugar a la beatitud, que pasa a la ecuanimidad. El término usado aquí literalmente significa desvanecerse, cesar de estar en un lugar: se trata de un estado de equilibrio liberado, por lo que pamulja a veces figura como antecedente de la extinción[32]. En este texto, la realización suprema lleva tras sí una serie concatenada en la que tienen una parte precisa estados especiales de una felicidad liberada, análoga a la que Platón consideró oponiéndola a toda forma rnixta y condicionada de alegría o de placer. Citemos aún un texto que se refiere al estado en que, aproximativamente, nos encontramos en este punto de nuestra ex­posición: "Tal recogimiento, que no conoce ni aumento ni disminu­ción, que no se basa en una subyugación violenta, que por su carácter desprendido es constante, por su constancia está lleno de beatitud, por su beatitud no se puede eliminar. Tal recogimiento tiene por resultado el supremo saber"[33].

Valga esto para alejar la idea de que el camino del despertar es árido y desolado, que a lo largo del mismo fenece toda alegría y que en dicho camino se consideran únicamente renuncias y destrucciones. Que aque­llos para los que, como extrema instancia, vale el mundo afectivo samsáricamente, condicionado puedan suponer algo por este estilo es natural, pero dice bien poco. En un texto se lee: sólo un Despertado puede comprender al Despertado. Hay un símil bastante expresivo: dos compañeros salen juntos de una ciudad y llegan a una roca que uno escala y le dice al otro: "Desde aquí veo una maravilla de jardines, de selvas, de campos, de lagos", pero el otro le rebate: "Es imposible, es inadmisible, amigo, que tú desde ahí arriba puedas ver todo esto". En­tonces el compañero que ha subido a la roca, baja, toma del brazo a su compañero, lo hace subir con él y luego de hacer que repose un poco, le pregunta: "¿Qué ves tú, amigo, estando sobre la roca?”. El otro le res­ponde: "Yo veo una maravilla de jardines, de selvas, de campos, de lagos". "¿Y tu opinión anterior?”, "Mientras me lo impedía esta gran roca no podía discernir lo visible". Se concluye: lo que es cognoscible, discernible, asequible, realizable con desprendimiento no es posible que lo conozca o discierna o consiga o realice quien vive entre los de­seos y encendido por los deseos[34]. Aparte el principio "sidéreo", tam­bién el budismo conoce una felicidad que es contento, fiesta, júbilo, entusiasmo, exultación, transportación del ánimo; felicidad que, entre otras cosas, es considerada como "un factor del gran despertar" (pitisambojihango)[35].




[1] Pigha. ‑ X X 11, 2.

[2] 1, XI, 5.

[3] Aiigi,tttat‑~i.... V, 96.

[4] Digha.... XXII, 2

[5] Majjima.... LX 11 (11, 120‑12 l); CXVIII (111, 150 y ss.)~ Angunara.... X, 60.

[6] Chandogya, VII, V, 1

[7] Anguitara, IX, N)

[8] Dhiga,, XX 11, 5

[9] Digha..., XXIL 6.

[10] Véase Ma.Múnia.... XXVIII (1, 278)

[11] Digha.... XXII, 7‑10.

* Vanitas vanitarum, en latín "vanidad de vanidades". Así comienza el libro de Qohelet o Eclesiastés uno de los que componen la Biblia. (NdT.)

[12] Angutara, X, 60.

[13] Sanyutta, XXIL 1, 8.

[14] ’’Angutara, I, 32; Malapanhana XIX (111, 106 y ss.).

[15] Mahjimma. X (1, 86).

[16] Digha.... XXII, 15

[17] Majjhima .... XXVIII (11, 281‑83); CXLIX (111, 401‑03).

[18] Dhiga…, II, 75.

[19] Samyutta…, XXXV, 199~ véase XXXV, 202.

[20] Samyutta…, XXII, 85.

[21] Samyutta…, XXXV, 198.

[22] Samyutta…, XXVI 202.

[23] Anguhtara…, V, 193.

[24] Digha.... II, 68‑74~ Anguthara.... 1, 2.

[25] Majjhina…, LII (II, 23-24)

[26] Majjhina…, LXXVII (11, 270)

[27] Majjhima, CXVII (111, 153).

[28] Majhima .... CXXXVI (II, 318).

[29] Bhagavad‑gita, VI, 20‑23.

[30] Anguttara.... VIII, 86; véase 1, 5 1, donde se consideran y contraponen dos especies de felicidad, una ligada a la vida en el mundo, a la manía, al goce; la otra, ligada a la ascesis o a estados supramundanos de desprendimiento y de libertad de la manía; y se dice que la segunda es la felicidad más alta: "La extinción ‑se dice (Majjhima..., LXXV, 11, 323)‑ es la máxima alegría". Ya con referencia al estado del primer jhana (véase segunda parte, cap. 5) se dice que una sensación de voluptuosidad que surgiera en el asceta, la sentiría "como una herida (abadha), como un sufrimiento, como lo es el dolor que perturba al hombre sano" (Anguttara.... IV, 414). Es por poseer un goce superior que no se envidia a quienes gozan encendidos por el deseo Majjhima.... LXXV). Es por haber descubierto, allende este goce, otra felicidad ‑la "félicidad heroica"‑ como algo mejor, que se abandonan afán y aversión (Majjhima.... XIV, 1, 135). La felicidad, en muchas secuencias budistas, llega pre­cisamente después de la fuerza"

[31] Dhiga…, II, 75

[32] Samyutta…, XII, 23.

[33] Anguttara..., IX, 37.

[34] Majjhima.... CXXV (111, 212‑13).

[35] Dhamma‑sagani, 285. Muy oportunamente contra quienes creen que el camino bu­dista es desolación y aridez, L. de la Valléc‑Poussin (Nirvana, París, 1925, p. 62) escribe: “Reconozcamos más bien que la India es, difícil en cuanto a ser y a la felicidad, pues al colocar al ser más allá de la existencia, sitúa la felicidad más allá de la sensación”.

La Doctrina del Despertar. Parte 2. Cap III La Rectitud

La Doctrina del Despertar. Parte 2. Cap III La Rectitud

Biblioteca Julius Evola-. Si en el capítulo anterior quedaron definidas las aptitudes iniciales del asceta que sigue el camino del Despertar, en éste, Evola pormenoriza más en la necesaria actitud y cualidades morales del adepto. Éstas prescripciones quedan delimitadas por la sila, o “recta conducta”, en la que los conceptos de “bien” y de “mal” tienen sólo valor instrumental, como indicadores del grado de conciencia y soberanía adquiridas. Y sigue enfatizándose en el amor hacia la verdad, la soberanía respecto del sexo, el desprecio de las comodidades, los lujos, la molicie, la religión secularizada y el “cotilleo”. El riguroso cumplimiento de los sila genera luego una alegría y entusiasmo personal que crea una base invulnerable de importantísimo valor.

 

3. Rectitud

Como complemento de tales disciplinas, por cuanto miran a la consoli­dación del ánimo, debemos tratar del sila, o sea, de la "recta conducta". El término samma, usado como atributo general de las virtudes com­prendidas en el llamado óctuplo sendero de los ariya (ariyo atthangiko maggo), ha sido traducido en este libro como "recto", entre otras razo­nes por su poder evocador: recta o derecha es la posición de las cosas que están de pie, al contrario de las cosas derribadas o caídas. En el simbolismo, la posición recta -marcada con una barra vertical- es la correspondiente a la virilidad y el fuego, mientras que la posición horizontal -representada por la barra horizontal- corresponde al elemento femenino y a las "aguas". Así, por "rectitud" se puede enten­der algo más que una moralidad convencional; se trata más bien de un estilo interno, de la capacidad de mantenerse seguros, sin oscilar, eli­minando toda tortuosidad y toda cesión. El único punto de referencia, al fin y al cabo, es uno mismo: las "virtudes" aquí corresponden en lo esencial a otros tantos esfuerzos respecto de sí mismo, vueltos eviden­tes por el reavivamiento de la sensibilidad interior. Por otro lado, una vez realizadas propician, refuerzan y estabilizan un estado de calma, de transparencia de la mente y del ánimo, de equilibrio y de "justicia" que facilitan cualquier otra disciplina o técnica que se siga en este camino.

Ya se ha dicho que al budismo le es extraña cualquier mitología moralista. La preocupación moralista o moralizante es otro de los signos del nivel en que se encuentra el mundo moderno. Se ha llegado incluso a pensar que las religiones no existen sino para dar fuerza a preceptos morales, los que servirían, a su vez, sólo para vincular so­cialmente al animal humano, idea que es una verdadera aberración.

Por otro lado, hay quien defiende la llamada "moral autónoma", de­finida por un "imperativo categórico" que se impondría directamente a la conciencia de cada uno. En contra de esto se afirma que no hay mo­ral que pueda justificarse y valer por sí misma y que el plano de la moralidad es harto distinto del de la espiritualidad. En el mundo tradi­cional, por lo demás, no se ha conocido ni una moral del "imperativo categórico" ni una moral social, sino que siempre existió una cierta relación entre las normas de la conducta y un fin sobrenatural, relación que no se ha de concebir necesariamente en la forma burda de un do ut des, de sanciones que aguardarían al alma "buena" o "malvada" en el más allá. En los tiempos modernos, el campo de la moral, como cual­quier otro, se ha secularizado y por lo mismo se ha vuelto relativo y contingente. Así, a la postre, para justificar la moral se ha recurrido a criterios más o menos utilitarios y conformistas, tomando en cuenta las condiciones de hecho que presenta determinada sociedad en dado pe­riodo histórico. Si acabamos en semejante plano, cabe aplicar lo que se lee en un texto budista con referencia a la Orden de los bhikku, a saber, que cuanto más los seres empeoran y la auténtica doctrina decae, tantos más preceptos aparecen y tanto menor es el número de las personas que viven rectamente.

El budismo se ajusta a lo que podríamos llamar la línea esotérica, porque para él no existe una moral absoluta, sino que la moral tiene valor puramente instrumental, aunque condicionado: es un medio para un fin. No es algo que se imponga categóricamente en virtud de una autoridad propia indefectible. Y aunque se actúe de la manera que en el juicio del común parecería moral, la intención es otra. La base es úni­camente el conocimiento, tomando en cuenta los efectos objetivos que en el ser humano se derivan de seguir o quebrantar determinadas nor­mas, y de ese saber se extraen las debidas consecuencias.

Así se dice con razón que "el fuego no ha pensado nunca: ’Ea, quiero destruir al tonto’, sino que el tonto, al tocar el fuego ardiente, se destruye por sí mismo". Se debería hablar, pues, de estulticia o de insensatez, no de "pecado"; de conocimiento o de ignorancia, no de "bien" y de "mal". Por lo demás, se ha citado ya el parangón budista de la almadía o balsa: una vez atravesado el río, se abandona la almadía construida para ese fin; así se han de dejar atrás las nociones de "bien" y "mal" (dharma y adharma), que han servido para determinar una justa con­ducta, una vez que el fin de esa conducta ha sido realizado. Que la esfera de la verdadera espiritualidad se encuentra más allá del "bien" y "mal" y se define esencialmente en términos de conocimiento, era por lo demás un concepto fundamental ya en la precedente tradición indoaria.

Dicho lo anterior, consideremos las distintas partes del sila, en el que se distinguen tres grados. El inferior (cula sila) comprende una conducta a la que le corresponde la siguiente fórmula canónica fija: 1) "[El asceta] ha dejado el matar; se mantiene alejado del matar. Sin maza, sin espada; sensible, lleno de simpatía, nutre para todos los seres vivos amor y compasión. 2) Ha dejado de tomar lo que no le dan. No toma si no le dan; espera lo que es dado, sin intención de robo, con un corazón vuelto puro. 3) Ha dejado la lujuria; vive casto, fiel a la renuncia, extra­ño a la vulgar ley del ayuntarse. 4) Ha dejado el mentir; se tiene alejado de la mentira. Dice la verdad, es devoto de la verdad, recto, digno de fe, no es un hipócrita ni un adulador del mundo. 5) Ha dejado la maledi­cencia; se mantiene lejos de la maledicencia. 6) Ha dejado las palabras ásperas; se mantiene alejado de las palabras ásperas. Palabras que no ofenden, cordiales, urbanas, que alegran a muchos, que levantan el áni­mo a muchos, tales son las palabras que dice. 7) Ha dejado las habladu­rías. Habla a su debido tiempo, conforme a los hechos, atento a su sentido, con discurso rico de contenido y, si conviene, adornado con ejemplos, claro y determinado, adecuado a su objeto". Respecto del no tomar lo que no se da, en un texto se añade: "ni una brizna de hier­ba", y se da este símil: "Como una hoja separada del tronco no puede reverdecer de nuevo, así un discípulo que toma lo que no le dan no es un asceta y no es seguidor del hijo de los Shakya". En otro lugar se aduce un ejemplo característico: el de quien al ver en el suelo una mo­neda de oro no la recoge ni le presta atención. En punto a abstinencia sexual, se da este símil: "Como un hombre a quien le han cercenado la cabeza no puede continuar viviendo entre los demás con el solo tronco, así quien no practica la abstinencia sexual no es un asceta y no es un seguidor del hijo de los Shakya". Por fin, quien le quita intencionada­mente la vida a otros es comparado a un bloque partido en dos, que no se puede volver a unir.

Todo esto constituye el "sila inferior". Los preceptos del "sila medio" se orientan a una especie de espartanización de la vida: reducción de las necesidades, ruptura del vínculo constituido por la vida cómoda en el comer, yacer y descansar. Se añaden prescripciones referidas a un "partir" o dejar el mundo entendido literal y físicamente; por lo tanto, se han de evitar negocios y encargos, no aceptar dones, abandonar los bienes, rechazar aceptarlos y así sucesivamente. Entra en esta parte de la "recta conducta" el abstenerse de las discusiones dialécticas y de las lucubraciones; es decir, se trata de la neutralización del demonio del intelectualismo (véase primera parte, cap. 4).

La última parte de la recta disciplina (maha-sila) respecta a la abs­tención de las artes adivinatorias, astrológicas y de baja magia, y no sólo eso sino que se desconfía incluso de perderse en el culto de talo cual divinidad. En cierta medida se puede hablar de la superación del vínculo religioso, como aquel vínculo que lleva a una vida santa for­mulada así: "Con estas devociones, votos, mortificaciones o renuncias quiero convertirme en un dios o en un ser divino". Pero, evidentemen­te, entran en tela de juicio aquí elementos que, en principio, deberían haber sido superados ya con la determinación de las vocaciones.

Comoquiera, será bueno detenernos en algunas consideraciones, como orientación en el conjunto de estos elementos de la "recta conducta". Está claro que algunos de los mismos se refieren exclusivamente al caso de una forma absoluta de "partida", vale decir, a un desprendi­miento del mundo, no simplemente interior, espiritual, sino incluso material; por ende, se trata de una ascética casi monacal y de anacoreta. Su estricta observancia depende, pues, de la que se pueda o se quiera decidir. Buena parte de las normas del sila medio y superior se pueden aplicar, sin embargo, a una ascética practicada, en cierta medida, en el "mundo", con una simple adaptación o transposición de los preceptos (eso hasta la toma de posición contra la astrología, adivinación y cosas semejantes). Como equivalentes modernos, empeorados por desviacio­nes, se pueden considerar cierto "ocultismo", el teosofismo, el espiri­tismo y similares. Respecto del ideal budista del despertar, todo eso tiene, efectivamente, el carácter de desviación. De mayor momento son los preceptos de "recta conducta" correspondientes al "sila infe­rior", pues tienen amplio margen de aplicabilidad con plena independencia de los tiempos, y su correspondencia con los dictámenes de una moral ariya, de una moral de hombre bien nacido, es suficientemente visible, siendo una máxima general del sila la siguiente: "Aunque me precipite de cabeza en los infiernos, yo no haré nada que no sea noble". Tal es el caso, en primer lugar, del precepto de no tomar lo que no le dan a uno -"ni siquiera una brizna de hierba"-, eliminar sin resi­duo toda intención de hurto. Entre la antigua gente aria, el robo tenía carácter de bastante más gravedad que en nuestros días, porque se to­maba más en consideración el lado interno que el material y social del mismo. Así no se distinguían gradaciones: tomar lo no dado es igual de deshonroso trátese de quitarle a un compañero -para referirnos a la actualidad- un cigarro o el papel de la oficina que llevarse, con un robo verdadero y propio con violencia, una fuerte suma de un banco.

En segundo lugar, es específicamente aria la norma de la veracidad, la incapacidad absoluta de mentir. Nada, entre la gente aria, se conside­ró tan ignominioso y degradante como la mentira y, de nuevo, esencialmente desde el punto de vista de las relaciones consigo mismo, de los deberes que, antes que nada, se tienen con uno mismo para mantener la propia dignidad. "Para quien no tiene el pudor de la mentira a sabien­das, no hay cosa mala que le sea imposible", se dice en un texto; de donde la firme determinación del asceta: "Ni siquiera por broma voy a mentir", equivalente a un conocido rasgo atribuido, en la antigüedad occidental, a la figura de Epaminondas: ne joco quidem mentiebatur. En el texto en cuestión hay incluso un símil: sólo cuando alguien ha formulado tal determinación se puede pensar que se ha comprometido seriamente, de igual modo como cuando se ve que un elefante regio, educado para el combate, compromete incluso la trompa se sabe: "Este regio elefante ha renunciado a la vida: ahora nada será imposible para el regio elefante". Otro texto: "No diré mentira ni aunque los montes fueran movidos por la tempestad, la luna y el sol cayeran sobre la tierra y los ríos corrieran en sentido inverso". Éste es un punto esencial para todo lo que se refiere a la rectitud, para quien es recto e íntegro, no tortuoso, no oblicuo, no larvado. En un texto iranio se llega a afirmar que matar no es tan grave como mentir.

El precepto de evitar la maledicencia no requiere comentario parti­cular. En cuanto a las palabras ásperas, el dejar o no que se escapen depende de la medida en que se conceda a los demás el poder de hacernos montar en cólera, de que lleguen a nuestro ánimo y lo hieran; es como si uno mismo se quisiera herir. Se trata, por lo mismo, de un problema de actitud interior autoconsciente. Por lo demás, para poner en su lugar y golpear a quien de verdad lo merece, la condición es precisamente no dejarse llevar de la ira ni irritarse por una ofensa. El budismo hace suya la antigua máxima romana sobre que es mejor su­frir la injusticia que infligirla, sin devolver mal por mal. Estas máximas tienen la mira de superar el vínculo de la persona y sobre su sentido volveremos en breve al tratar del precepto de no matar. Valen, natural­mente, para quien se entrega al ascetismo, no para la vida en el mundo.

Debemos recalcar la disciplina de la palabra, la eliminación resuelta de toda hablilla inútil, desordenada, intempestiva, que no concluye nada, indeterminada, falta de lógica y de contenido. Hay una analogía de saber "clásico": palabra adecuada al objeto, sobria, clara y precisa, di­cha a tiempo, sin aspavientos ni descompuesta expresividad. Estilo tacitiano. Es con el silencio como a menudo responde el príncipe Siddhartha. Son los pequeños arroyos -se dice-los que rumorean entre sus estrechas y abruptas riberas; el vasto océano es, por el contra­rio, silencioso. "Quien es insuficiente, hace ruido; quien está completo en sí mismo, es calmado." Veremos que los ademanes y el porte de un Completo dan a entender un estilo semejante.

Uno de los fines del sila es crear un estado de armonía y de equili­brio tanto consigo mismo como con el mundo exterior. En tal sentido se ha de entender el precepto de la cordialidad, de la abstención de la maledicencia, del no contribuir a crear discordias y contribuir, en cam­bio, a unir a quienes están desunidos. Esto conduce gradualmente al precepto de no matar intencionalmente, el cual en las formas más tar­días y ya populares del budismo fue exagerado hasta el ridículo (el respeto a la vida se quiso extender hasta a un gusano o un insecto). Pero en su origen el precepto se refería a no matar a seres humanos. Aun con esta precisión, podríamos estar dando la impresión de que era una acti­tud que no se avenía con el espíritu de la tradición ksatriya, guerrera, a la que había pertenecido el príncipe Siddhartha y que el Bhagavad-gita haría propia al justificar metafísicamente el heroísmo que no toma en consideración ni la vida propia ni la ajena en una guerra justa. Pero no se ha de perder de vista que incluso el precepto de no matar lleva una particular finalidad interior y ascética, por lo que, al igual que los demás preceptos, posee valor condicionado. Ya en el plano del sila se trata de fomentar una cierta despersonalización y universalización del yo. Frente a los demás se debe avivar el estado de conciencia a tenor del cual el otro se percibe como uno mismo, mas no en el sentido cris­tiano y humanitario, sino con referencia a una conciencia ya supraindividual, a una trascendencia desde lo alto de la cual se hace evidente que "yo" soy una de las tantas formas que, en dadas condicio­nes, adopta el principio extrasamsárico, el cual puede aparecer en la persona de este o aquel ser diferente de mí y reconocerse en ella. Se trata pues de una cosa distinta del respeto de una "criatura" por otra "criatura". La otra "criatura" es considerada, en cambio, desde un pun­to de vista supracreatural, desde el punto de vista de un "todo": es evidente que, así las cosas, sería anatural actuar o reaccionar contra una parte, pues esto es sólo posible en quien se sienta él mismo parte. Por esto, el precepto de no matar y hacer que otro no mate se correlaciona, en un texto, con la fórmula de la identificación: "Como soy yo, así son éstos; como son éstos, así soy yo" (ya se dio la imagen del bloque partido en dos referida a quien mata; véase segunda parte, cap. 4). De nuevo se trata simplemente de una disciplina que determina una orien­tación virtual de la conciencia, que tiene valor pragmático subordinado a un fin superior. El sentido de esto se encontrará tanto en la "cuádruple meditación irradiante", que comprende también el amor, como al tratar de la pubbe-nivasa-nana, o sea, la mirada supraindividual que abarca múltiples existencias.

El último de los preceptos del cula-sila, referente a la castidad, nos lleva a tratar brevemente el problema sexual. Éste tiene diferentes solu­ciones según el grado de valor absoluto que se quiera dar a la aplicación ascética, más allá del tipo de ascetismo. En el budismo, a quien no es propiamente bikkhu, sino meramente "seguidor", en principio se le prohíbe sólo el adulterio. Respecto de éste es preciso no olvidar que en Oriente quien pertenecía a una casta superior tenía varias mujeres a su disposición, más como "propiedad" que como "esposas" en el sentido occidental o como las "señoras" o "compañeras de la vida" que hoy pueden permitirse la iniciativa de una emancipación o de divorcios en cadena. En aquella sazón, el adulterio entraba simplemente en la cate­goría de tomar lo no dado y como tal era deshonroso.

Por lo que respecta de modo más general a las relaciones entre am­bos sexos es evidente que quien desea realizar la condición-base para el despertar, o sea, el calmo desprendimiento y la suficiencia interior debe orientarse de guisa que cada vez sienta menos la necesidad de una mujer. La necesidad física puede, en cierto grado, ser aún perceptible, como la necesidad de comer o de otras funciones (animales). Es la ne­cesidad "espiritual" la que, ya en una fase elemental, es preciso elimi­nar, porque esa necesidad altera un elemento más profundo que no tiene nada que ver con el cuerpo y da muestras de una deficiencia y de una inconsistencia del ánimo. El peligro constituido por la mujer no se re­fiere tanto al aspecto "femenino" de ésta, cuanto al hecho de que ella alimenta la necesidad que tiene un alma débil de apoyarse, de referirse a otro, y por ese camino ésa se aleja cada vez más de sí misma y no encontrará ya en sí misma el sentido de la vida. Está la anécdota de unos hombres que iban en busca de una mujer huida, a los que Buda preguntó: "¿Qué pensáis ahora, jóvenes, qué puede ser mejor para vo­sotros, que andéis en busca de una mujer o de vosotros mismos?". La respuesta es: "Para nosotros, Señor, es mejor que vayamos en busca de nosotros mismos". Y Buda: "Si es así, jóvenes, sentaos y os expondré la doctrina". Y en la tradición hindú se conoce también el dicho referido al yogui, al asceta: "¿Qué necesidad tengo de una mujer externa? Tengo una mujer interna dentro de mí", con lo que se quiere significar que uno en sí tiene el elemento para completarse, para sentirse entero, elemento que, en cambio, el hombre vulgar busca confusamente en la mujer. También en este punto nos encontramos hoy en condiciones anormales. Los hombres no saben ya casi qué es la virilidad espiritual y la suficiencia interna: por los caminos del "alma" y del "sentimiento" descienden al mismo nivel de las mujeres que hoy, sin que lo parezca, son las que guían la vida masculina.

En un grado más alto de la disciplina se ha de considerar el precepto de la castidad. En el budismo, como en toda doctrina interna tradicio­nal, tiene una justificación técnica. Sólo a una religión influida por el espíritu semita le ha sido propio canalizar la ética hasta el punto de hacer de las cosas sexuales casi el criterio de pecado y virtud. Yen los textos budistas se hace mención oportunamente de formas incomple­tas, impuras o turbias de la práctica de la castidad, en las que se hace entrar la castidad que se practica teniendo en vista un mundo celeste. El precepto de la castidad, para aquellos que con todas sus fuerzas siguen el camino del despertar, no tiene nada que ver con ese orden de cosas, sino que tiene una justificación trascendente, la cual nos lleva ya allende el campo del sila, de la simple "recta conducta". Ocurre que en todo ser sujeto al "afán", la energía sexual es en cierto modo la radical. A través de ésta se entra en la vida samsárica y, a través de ella, de una vida se asciende a otra. Las enseñanzas esotéricas antiguas vieron, por lo mismo, en la suspensión y en el cambio de polaridad de esta fuerza la condición fundamental para poder "detener la corriente" y "ascenderla a la inversa". En algunos ambientes se llegó a conocer una técnica pre­cisa y directa de actuar sobre la fuerza que se manifiesta comúnmente como fuerza del sexo y del deseo sexual, para llevarla a otro estado en el cual pueda hacer de base para un nacimiento no en el tiempo, sino en lo que es superior al tiempo. De esos métodos directos, que tienen relación con el dionisismo y con la magia sexual, en el budismo -al menos en el budismo de los orígenes- no se habla. Una mirada ejerci­tada puede reconocer fácilmente que toda la ascesis budista se encami­na a determinar una cualidad que por sí misma está destinada a actuar sobre la energía sexual, ya no disipada gracias a la disciplina de la castidad, para producir susodicha transformación.

En materia de abstinencia sexual no hay que olvidar, empero, el pre­cepto budista de la gradualidad de toda disciplina y también la imagen de la serpiente, la cual reacciona y muerde si no es aferrada como se debe. Sobre todo el misticismo cristiano nos muestra los mortíferos efectos que, frente a una ascética purificada y consciente, derivan de una sofocación unilateral y no iluminada de todo impulso hacia el sexo. Nos encontramos aquí en el campo de las fuerzas que cuando son sin más reprimidas -verdrangt, para usar el término clásico del psicoaná­lisis- pasan reforzadas al subconsciente y producen toda suerte de estragos, neurosis y perturbaciones. En estas esferas no se debería ac­tuar nunca "dictatorialmente", sino por grados, de modo que toda reali­zación tenga carácter orgánico, carácter de crecimiento gradual. Parejamente, hay que guardarse de transposiciones inconscientes de los impulsos sexuales, o sea, del sistema de compensaciones y super­compensaciones, al que se puede dar lugar engañando a la conciencia, ilusionada de poder acallar dichos impulsos con un simple veto. Esta última observación vale también para poner en guardia frente a puntos de vista unilateralmente psicoanalíticos y freudianos, los cuales en re­ferencia a impulsos sexuales y, en general, a la libido no conocen otra alternativa salvo la "represión", la Verdrangung, generadora de histerismos y neurosis, y las "trasposiciones" o "sublimaciones". En una alta ascética no se trata ni de una ni de otra cosa y se ha de estar bien atento a que en el desarrollo se mantenga el justo equilibrio y que la fuerza central, espiritualmente viril, despertada y reforzada por las dis­tintas disciplinas, absorba gradualmente y sin dejar residuos las ener­gías que se exacerban cuando se les corta el camino hacia la mujer y la generación animal. Sólo quien sienta que el proceso interior se encami­na en tal sentido puede mantenerse firme sin peligro en el precepto de la completa abstinencia sexual. En cualquier otro caso, el esperar es mucho más saludable que el forzar las cosas, siempre que en esto no se trate de coartadas suministradas por el ente de afán a la personalidad consciente. La importancia de que la fuerza toral de la vida quede sus­traída a la ley samsárica del afán y de la sed, la cual precisamente en el campo del sexo tiene una principal manifestación, resulta por lo demás de la ya adoptada imagen budista, según la cual quien no se apropia este precepto del sila se parece a quien quiere continuar viviendo en medio de los demás con la cabeza cercenada.

Prescripción particular, que aún no hemos tocado y que se refiere al campo del sila, es abstenerse de sustancias intoxicantes o "fuertes", entendiendo por éstas esencialmente las bebidas alcohólicas. Incluso este precepto tiene una base técnica. Tales sustancias producen un esta­do de ebriedad, el cual en sí mismo, en especial como se podía mani­festar no en el hombre moderno sino en el antiguo, podría incluso representar una condición favorable, con tal que la "exaltación" (piti) condujera a actuar de la manera justa. Mas se trata de una exaltación "condicionada", que como tal casi siempre lesiona al yo: en el punto en que debería haber intervenido una fuerza propia, interviene una fuerza exterior, de modo que el correspondiente estado queda mancillado en lo profundo por una renuncia y pasividad desde el comienzo. De una u otra forma se ha creado una "deuda", se ha establecido un oscuro "pac­to", como en más alta medida ocurre en muchas formas de la llamada magia ceremonial. Tanto en la India (con el tantrismo) como en Occi­dente (con el dionisismo preórfico) se ha pensado en la posibilidad de mezclar actividad y pasividad en un estado de ebriedad -a su vez no falto de relación con las mismas fuerzas del sexo-, el cual conduce a un punto en el que, con el éxtasis, los antecedentes acaban por no con­tar. Tales métodos no son convenientes para una vida de ascesis des­prendida y diríamos "olímpica", como es la propia de la enseñanza budista primigenia. Se trata de otro camino, que se ajusta a otro tipo humano.

Para examinar los elementos cuyo poder el sila en su conjunto debe reducir haremos mención de la teoría de los cinco vínculos, que en la enseñanza budista tiene parte importante por lo que se refiere a los distintos grados de realización y sus consecuencias. Tales vínculos, a los que queda sometido quien "es un ignaro hombre común, insensible a lo que es ariya, a la doctrina de los ariya extraño, a la doctrina de los ariya inaccesible" son: 1) la manía del yo, o sea, la ilusión individualis­ta tattanditthi o sakkayaditthi 2) la duda (vicikicchav, duda de la doctrina o del Maestro, pero en general también del pasado o del futu­ro o bien, la duda de la vocación que uno advierte en sí mismo, duda del camino que se está siguiendo, y todo cuanto puede provenir de es­tados de aridez, depresión, nostalgia, inevitables en las primeras fases de una vida desprendida; 3) la creencia en la eficacia de un conformis­mo moralista, de los ritos y ceremonias (silabbata-paramasa); 4) el deseo sexual y todo cuanto es placer corporal y ganoso (kama o raga); y 5) la malevolencia, la aversión (patigha). Si estos vínculos no se neu­tralizan, antes bien se refuerzan con una conducta dominada por la "ignorancia", "conducen hacia abajo", hacia las formas más bajas y siniestras de existencia samsárica. Como se ha señalado, por ahora se trata de limitar el poder de tales inclinaciones negativas en sus formas más exteriores e inmediatas. Su completa superación remite a fases avanzadas de ascetismo en las que los "cinco vínculos" aparecen no exentos de relación con las llamadas "cinco escorias del ánimo" (véase segunda parte, cap. 4).

En cuanto al lado positivo de la obra general de consolidación y de sus desarrollos se puede recordar la conocida fórmula (aunque de ca­rácter estereotipado) del óctuplo sendero de los ariya (ariyo atthangiko maggo). Se trata de ocho virtudes, a cada una de las cuales se aplica el término samma ("recto"), vocablo que se ha de entender en el sentido ya indicado, es decir, como el atributo de quien "se mantiene de pie", de quien se mantiene derecho, en oposición a la oblicuidad y a la direc­ción horizontal de quienes "van". Primero: recta visión (es la visión conforme a las "cuatro verdades", con conciencia tanto de la contin­gencia de la existencia como del estado posible en el que ésta, siguien­do determinado método, es eliminada). Segundo: recta intención (el término pali sammasankappo quiere decir determinación, volición o deseo activo y se refiere a la determinación de oponerse al "flujo" y seguir la vía ascendente. Tercero: la recta palabra (inflexible sinceri­dad, hablar abierto, abstención de injurias y charlas, como ya se ha dicho). Cuarto: recta conducta (se entiende una conducta ajustada a los principios ya considerados de no tomar lo que no ha sido dado, no matar intencionalmente, abstenerse de la lujuria). Quinto: recta vida (una vida mantenida con medios no reprobables, sobria, que rehúye la molicie, los lujos y las comodidades). Sexto: recto esfuerzo (interpreta­do en lo esencial en función de las "cuatro justas batallas" (véase segun­da parte, cap. 2). Séptimo: recta meditación (acerca de lo cual se hablará a continuación: se trata de la llamada "perennidad de la clara conciencia" (véase segunda parte, cap. 4); el término aquí es sammasti, donde sati literalmente quiere decir memoria, o sea, perenne ejercicio de justa pre­sencia de sí, de tener memoria de uno mismo). Octavo: recta contempla­ción (conduce a la sección samadhi (de que hablaremos en segunda parte, cap. 4), la cual versa sobre los cuatro jhaña, por medio de los cuales la catarsis conduce hasta el límite de la conciencia condicionada).

Tal fórmula, como se ve, tiene esencialmente el valor de un esque­ma. En el plano del sila tiene que ver con una consolidación ulterior, tal que elimina ya buena parte del material capaz de reavivar y confirmar la llama samsárica. De las "virtudes" del sila se dice que han sido "en­comiadas por los ariya, inflexibles, íntegras, inmaculadas, no ofusca­das, dadoras de libertad, apreciadas por el inteligente, virtudes inaccesibles [para el afán y el engaño] y que conducen a la concentra­ción". La fórmula fija que en los testimonios canónicos acompaña la exposición del sila es: "Con el cumplimiento de estos preceptos de virtud, [el asceta] experimenta una alegría íntima e inmaculada". Ape­nas surja este sentimiento hay que apoderarse de él, fijarlo, estabilizarlo, por ser preciosa base para progresos ulteriores. Esto, naturalmente, no se puede realizar sin un esfuerzo preciso. Pero en este punto, el budismo conoce también instrumentos de una defensa llamémosla preventiva.

Se habla, por ejemplo, de la técnica para conseguir el poder sobre el cuerpo y sobre el ánimo. El principio es que la sensación placentera que surge en el cuerpo vincula el ánimo por la impotencia del cuerpo; la sensación dolorosa, en cambio, vincula el ánimo por la impotencia del ánimo mismo. Tocado por la sensación placentera, "el inexperto hombre común ansía el placer, cae presa del ansia de placer",’ y aquí es preciso intervenir y cerrar el camino que parte del cuerpo, no en el sentido de excluir la sensación agradable, sino para impedir que vincu­le y transporte. Es así como se cura la impotencia del cuerpo. Al surgir la sensación dolorosa, el mismo tipo de hombre "se vuelve triste, que­brantado, se lamenta, cae presa de la desesperación". En este caso hay que actuar directamente sobre el ánimo, que esta vez es el que se mues­tra impotente. Así llegamos a tener poder tanto sobre el cuerpo como sobre el ánimo, hasta el grado de consolidar el equilibrio interior.

El esfuerzo en tal sentido se hace más interior cuando se ha seguido esta disciplina preliminar. Determinada experiencia puede provocar una impresión agradable o desagradable o ni agradable ni desagradable. He aquí cómo debemos ejercitarnos entonces: "Que yo, en lo desagrada­ble, quede con una sensación agradable", o bien, "Que yo, en lo agra­dable, quede con una sensación desagradable", o bien, "Que ni en lo agradable ni en lo desagradable quede con una sensación agradable", o bien, "Que en lo ni agradable ni desagradable quede con una sensación desagradable", o en fin, "Agradable o desagradable, cosas ambas que se deben evitar, quede yo impasible, recogido, presente a mí mismo". Una variante de la misma disciplina se refiere a lo repugnante y lo atrayente. De vez en cuando se debe considerar lo atrayente como re­pugnante, con el fin de mitigar desearlo o la inclinación por ello (por lugares, alimentos, personas, etc.); lo repugnante, como atractivo (con el fin de calmar movimientos de repulsión, de irritación, de intolerancia); lo ni repugnante ni atractivo, como repugnante o atractivo; en quinto lugar, se debe poder conservar un ánimo equilibrado, despierto, que se acuerde de sí mismo, más allá de estados de uno u otro género. En tales disciplinas, el progreso real depende, naturalmente, del conjunto y, sobre todo, de las prácticas dirigidas por modo directo a la desidentificación, de las que pasaremos ahora a tratar.

En un comentario al Anguttara-nikayo se lee: "Cuando la confian­za se liga a la visión y la visión a la confianza; cuando la voluntad se une al recogimiento y el recogimiento a la voluntad, se puede conside­rar alcanzado el equilibrio de las fuerzas. La presencia de sí (sati) es esencial, por ende, en todo esto. Ésta debe ser cultivada siempre enér­gicamente". Tal es la meta de la disciplina llamada satipatthana.

 


 



Majjhinia LXV (11,147).

Majjhinia L (1, 490).

Digha ... , 1, 1, 8 y ss

Mahavagga, 1, LXXVIII, 3.

Maliavagga, 1, LXXVIII, 2.

Maliavagga, 1, LXXVIII, 4.

Dhiga ... , 1, 1, 8 y ss.

Véase Evola, J., Maschera e volto dello spiritualismo contemporaneo (1932), Edizioni

Mediterranee, Roma3, 1971.

Jataka, XL.

Majjhirna ... , LXI (11, 108).

Jataka, DXXXVII.

Mahavagga, 1,42-43

Mahavagga, XI, 27

Mahavagga (Vin.), XIV, 2-3

Véase nuestra obra Lo Yoga della potenza, op. cit

Anguttara ... , VII, 47.

17Tal es el sentido de las prácticas sexuales tántricas. cuyo principio de usar sexual mente a la mujer de manera apta para "transformar el veneno en medicina" ha sido adoptado también en formas posteriores del mismo budismo; véase Evola, J., Lo Yoga della potenza, op.cit.,y Metafisica del sesso (1958), Edizioni Mediterranee, Roma,3 1994

Véase. v. gr., Mahavagga, 1. LVI.

Ya hemos tratado de estos rituales en nuestro Metafísica del sesso, op. cit. Se han usado en una forma de budismo tántrico llamada vajra-yana, o "camino del diamante-rayo" (véase Lo Yoga della potenza, op. cit.).

El término sakkaya puede derivar de sat-kaya, y se trataría de la ilusión de quien cree que la persona definida por el cuerpo es una realidad (sat).

 

Dhanuna-sangani, 1004.

El Dhamma-sangani (1005) especifica así: "Es la teoría sostenida por ascetas y sacer­dotes extraños a nuestra doctrina, según la cual se alcanzaría la purificación por medio de preceptos de conducta moral o por medio de ritos, O bien por medio de preceptos de con­ducta moral y de ritos".

 

Majjliima ... , LXIV (11,133).

Véase, v. gr., Digha ... , XXII, 21.

Anguttara , 111,70; Saniyutta ... , XL, 10.

Majjhima , XXXVI (1,354); CLlI (111,425).

Anguttara, 111,144.

Anguttara VI, 55 (p. 86).

La Doctrina del Despertar. Parte II. Las cualidades del combatiente y la

La Doctrina del Despertar. Parte II. Las cualidades del combatiente y la

Biblioteca Julius Evola-. Luego del necesario encuadre histórico de la doctrina del despertar y habiendo desarrollado en anteriores capítulos sus conceptos más importantes desde el punto de vista de disciplina ascética, comenzamos ahora la segunda parte del libro con el capítulo Las cualidades del combatiente y la "partida". En este capítulo se explican las condiciones preliminares que debe cumplir el asceta para asimilar el contenido de los textos budistas y para, a través de la disciplina de concentración, despertar energías latentes, profundas y sutiles del organismo. El combatiente ha de poseer virtudes tanto internas como externas, de perseverancia, esfuerzo interior, de pensamiento objetivo, gusto por la soledad, salud, vigor, sentido de la lealtad, fuerza en el cuerpo y en la mente, desapego del conformismo y de los vínculos burgueses o sentimentalistas, y sobre todo, placer por la alegría heroica.

 

1. Las cualidades del combatiente y la "partida"

En la doctrina budista, el ejercicio o desarrollo (bhavana) presenta una articulación doble. En primer lugar, como ya se ha dicho, entre las dis­ciplinas que, sin más profundidad ulterior, tienen sólo valor para la vida se distinguen aquellas que tienen como trasfondo la "sabiduría" y que se refieren a una experiencia más que humana (uttari-manussa­dhamma). Más importante y general es, sin embargo, la división de toda la ascética en tres secciones: la sección preparatoria de la "recta conducta" (sila); la sección de la concentración espiritual o de la con­templación (samadhi); y la sección de la "sabiduría" o conocimiento trascendente y de la iluminación espiritual (pañña; en sánscrito pajña).

En lo que sigue expondremos las disciplinas adjudicadas en los tex­tos a alguna de las tres secciones. En cuanto a la interpretación, no pasaremos por alto aquello en lo que, mediante la comparación de dis­tintas tradiciones que se refieren a algún tema análogo, cabe reconocer carácter de "constantes".

El tratamiento de los instrumentos del ascetismo debe ir precedido de una mención sobre las condiciones preliminares que se requieren en el individuo, aparte la ya señalada determinación de las vocaciones.

Antes que nada, para aspirar al despertar es preciso que se trate de un ser humano. Sólo a quien ha nacido persona se le brinda en principio, según el budismo, la posibilidad de conseguir la absoluta liberación. Tal posibilidad no la tienen quienes se encuentran en condiciones de existencia no ya inferiores sino incluso superiores a la humana, como los deva, o sea, las entidades celestes o "angélicas". Mientras, por un lado, la condición humana adolece de una fundamental contingencia y debilidad, por otro lado se la tiene por un estado privilegiado, bien difícil de obtener: "ardua cosa -se lee- es nacer hombres". Es sobre la tierra donde se decide el destino de los seres, con fines sobrenatura­les, hasta el grado de que en la teoría de los bodhisattva se considera incluso la posibilidad de "descensos" a la tierra de seres que ya habían alcanzado estados altísimos, "divinos" de conciencia, para llevar a cabo la obra. Como se verá, la liberación puede ocurrir incluso en estados póstumos, pero aun en esos casos se la concibe como la consecuencia o el desarrollo de una realización o de un "conocimiento" conseguidos en la tierra. El privilegio que también en el budismo se concibe para el hombre parecería estar vinculado con el hecho de disponer de una li­bertad fundamental. Según tal punto de vista, el hombre sería poten­cialmente un atidevo, o sea, una naturaleza superior a los "dioses", por la misma razón apuntada en la tradición hermética, a saber, por el he­cho de comprehender en sí mismo, además de la naturaleza divina, a la que están ligados ángeles y dioses, la mortal: además del ser, también el no ser; de donde la posibilidad de alcanzar aquel ápice superteístico de que se ha hecho mención y que corresponde a la "gran liberación".

A quien pretendía entrar en la Orden creada por el príncipe Siddhartha se le preguntaba: ¿Eres verdaderamente hombre? Hay que señalar aquí que no todos los que tienen semblante humano son verdaderamente "hombres". Las creencias difundidas por la antigua India y en otros pue­blos, según las cuales en algunos hombres encarnan entidades animales (o a la inversa, que algunos hombres "renacen" en alguna "matriz animal") se entienden aquí simbólicamente; es decir, se alude a existencias humanas cuyo elemento central, vía una regresión, está orientado hacia alguna de las fuerzas elementales, que en lo exterior se manifiestan en alguna espe­cie animal. Además, ya hemos hablado acerca de las condicionalidades procedentes de las distintas "razas del espíritu".

En un principio, una condición requerida para la admisión en la Or­den era también ser de sexo masculino. Ni eunucos, ni hermafroditas ni mujeres eran recibidos. El camino del despertar de los ariya fue concebido como esencial y congenialmente viril. "Es imposible, no puede ser -se lee en un texto canónico-" que una mujer ascienda al estado de Despertado santo y perfecto o de soberano universal (cakravartin); de la misma manera es imposible que ella "conquiste el cielo, la naturale­za, el universo", que pueda "dominar espíritus celestes". Buda pensa­ba que las mujeres eran insaciables en dos cosas y que morían sin haberse podido liberar de ellas: la sexualidad y la maternidad. Se opuso taxativamente a que las mujeres entraran en la Orden. Admitiéndolas, empero, al fin llegó a decir que, así como un florecido arrozal no prospe­ra cuando en él penetra y pulula una hierba parasitaria, tampoco pros­pera la vida santa en una Orden que permita que también las mujeres renuncien al mundo, y trató de limitar el mal promulgando reglas opor­tunas. Sin embargo, con el tiempo se impusieron maneras de pensar menos intransigentes. Ya en los textos del canon -en contradicción con las susodichas palabras de Buda- figuran mujeres que entraron en la corriente del despertar y que exponen la doctrina de los ariya, hasta el punto de que en los textos de la prajña-paramita, en vez de que sólo se mencione a los "nobles hijos", se habla a menudo de los "nobles hijos y nobles hijas", indicio éste, entre tantos, de la disminución de la tensión espiritual propia del budismo primigenio.

La consideración de las llamadas cinco cualidades del combatiente que se le exigen al discípulo nos lleva a condiciones tanto internas como externas. La primera es la fuerza propia de la confianza (saddha­bala): confianza (en el budismo histórico) en la calidad de perfecto Despertado de su fundador y en la verdad de su doctrina; o bien, gene­ralizando, confianza en que existen seres, los cuales "han alcanzado el ápice, la perfección, que ellos mismos, con su poder sobrenatural, han realizado en este y en el otro mundo y son capaces de anunciarlo". En la imagen de la "inexpugnable ciudadela de la frontera", esta confianza del noble hijo se equipara a la torre central, con sus sólidos y hondos cimientos, que protege de los enemigos y de los extraños.

Además de la confianza, el "combatiente" debe estar dotado de aquel "saber", de aquella sabiduría de los ariya que "advierte el amanecer y el ocaso". De esto ya hemos hablado extensamente. Recordaremos que, en sentido muy general, por bodhisattva se puede entender aquel que, merced a tal saber, en su intimidad ya está transformado, en su esencia ya está hecho de bodhi o pañña, en vez de estar constituido por fuerza samsárica.

Tercera cualidad: se requiere una persona leal, sincera, que se dé a conocer según verdad por lo que es, ante el Maestro o los condiscípulos inteligentes. Tener el corazón limpio, el alma libre y dúctil, según el símbolo de una tela perfectamente pura, apta para absorber sin man­chas ni imperfecciones el color querido.

En cuarto lugar viene viriya-bala, la energía propiamente viril (la raíz del término viriya es la misma que la del término latino vir, va­rón, en oposición al genérico homo, cualquier ser humano), la fuerza del querer que debe manifestarse aquí como capacidad de rechazar tendencias y estados no saludables y facilitar el surgimiento de los saludables. Se debe contar sobre todo con esta fuerza para remplazar la felicidad afanosa (kama-sukkham), por la felicidad heroica (vira­sukkham),lo que constituye el suelo firme de todo el desarrollo as­cético: para una nueva y fundamental orientación del ánimo es necesario que el placer heroico se sienta como el placer más excelso e intenso. El budismo enseña: "Cada uno es señor de sí mismo; no hay otro señor. Si te dominas, tendrás un señor que es difícil de en­centrar". Y también: "No es posible purificarse por otros". "Solos estamos en el mundo, sin ayuda". De nuevo, entra aquí en acción la viriya-bala, para resistir teniendo conciencia de todo esto. En el bu­dismo primigenio no hubo maestros en sentido propio, guru, sino sólo indicadores de un camino que recorrer esencialmente con las propias fuerzas: "Vosotros mismos habéis de llevar a cabo la obra: Buda sólo puede instruiros".

Quinta cualidad del combatiente ariya: "es seguro, vigoroso, bien plantado, ni deprimido ni exaltado, equilibrado, apto para vencer en la batalla". La presencia de ceguera, sordera y de algunas enfermedades incurables constituye, ya en el canon, motivo de no admisión en la Orden. Ser viejo, enfermo, indigente son algunas de las "condiciones desfavorables para el combate". Bajo el título de "manía que superar cuidándose" se consideran los estados desfavorables que le llegan a quien no cuida su salud y no toma las medidas necesarias para evitar afecciones y molestias físicas de su entorno. La pérdida de las fuerzas por la excesiva abstinencia se considera una de las causas posibles -que se han de evitar- de que se pierda incluso la tranquilidad de espíritu y de caer, a la postre, víctima de alguno de los pastos dispues­tos como cebo por la naturaleza maligna. Ya hemos hablado del re­chazo del budismo al camino de la "mortificación": arrostrar privaciones y sufrimientos es saludable, mas sólo hasta cierto punto; de igual ma­nera, el artesano calienta y pone al rojo vivo una flecha entre los dos fuegos, para volverla dúctil y derecha, y cesa cuando ha conseguido el propósito. Se debe evitar tanto la excesiva tensión como el relaja­miento: "las cuerdas no han de estar ni demasiado flojas ni demasiado tensadas". Las fuerzas se han de equilibrar, La tendencia a levantarse se ha de superar, lo mismo que la tendencia a rebajarse o a envile­cerse sin razón. Ecuánimes, conscientes, no debemos considerarnos ni iguales ni inferiores ni superiores a los demás; no nos han de recono­cer ni entre la gente común ni entre la baja ni entre la alta.

Se puede hablar, pues, de un punto de partida que sería el estado de "neutralidad interior": No dejar que el propio imperturbado ánimo se perturbe por algún dolor y no rechazar un justo placer, aunque aceptán­dolo sin apego"; "el afán hace mal y hace mal la aversión y hay un camino medio para rehuir el afán y para rehuir la aversión, un camino que hace videntes y sabios, que genera la calma, que conduce a la vi­sión clara.

Entre las disposiciones elementales se recomienda la destrucción de las imaginaciones vanas, y aquellas sobre el pasado o sobre el futuro. "Lo que tienes delante, hazlo a un lado. Detrás de ti no dejes nada. A lo que tienes en medio, no te apegues. Y en tal calma progresarás.’ Tal simplicidad es la que se debe presentar en el ánimo de quien desee hollar [pisar] el camino del despertar. Se pone fin a todo el mundo de las complicaciones psicológicas y existenciales, de la "subjetividad", de las esperanzas y de los arrepentimientos, en la misma medida en que se ha sido ya capaz de detener al daimon de la dialéctica. Habituarse a la concentración interior: "a la mirada que, variada, busca variedad, él reniega; la mirada que, unida, busca unidad, donde todo apego y pábu­lo [cebo] humano se desvanece por completo, esta mirada él realiza". He aquí algunas expresiones que recurren en los textos canónicos acer­ca de lo que el simbolismo alquímico llamaría el "régimen del fuego", es decir, el estilo o ritmo del esfuerzo interior: "perseverar constante, sin vacilar, con mente clara, sin confusión, con los sentidos tranqui­los, sin agitación, con ánimo recogido, unificado". "Aferrada la fuer­za, inflexible; presente el saber, irremovible; aplacado el cuerpo, impasible; recogido el ánimo, unificado". "Persistir solitario, despren­dido, incansable, constante, en ardiente e íntima seriedad", tal es la fórmula general que se usa en los textos al aludir a la disciplina de aquellos que, una vez entendida la doctrina, desean realizar el fin su­premo. En todo esto se trata de predisposiciones, dotes, a la par que de conquistas (se verá que entre estas dotes se encuentran algunas que, a su vez, constituyen el fin de precisas prácticas).

Señalada cuál es la dote de la visión objetiva será bueno decir de paso algo acerca del estilo en que están redactados muchos textos budistas antiguos, estilo que alguien ha estimado "el más insoportable" de cuantos existen, a causa de las continuas repeticiones. ¿Qué propó­sito tienen tales repeticiones? La acostumbrada interpretación de los orientalistas sobre que el propósito es mnemónico [de ayuda a la me­moria] es la más superficial. Se trata de otra cosa. En primer lugar, se han querido ligar algunas ideas a un particular ritmo, con el fin de que éstas no se detengan en el simple intelecto discursivo, sino que alcan­cen una zona más profunda y más sutil del ser humano, despertando en éste las correspondientes fuerzas. Esto tiene que ver con una intención más general explícitamente declarada en los textos, los cuales hablan a menudo de la tarea de compenetrar el cuerpo entero con ciertos estados de conciencia, hacer vivir "corporalmente" ciertos conocimientos o cier­tas visiones. El ritmo -mental y aún más el respiratorio- es uno de los medios más eficaces para llegar a esa compenetración. Al intelectual moderno, interesado sólo en captar lo más rápidamente posible, como concepto esquemático, una idea o una teoría, el fin de las repeticiones de los textos budistas escapará por completo, y es natural que entonces se juzgue el estilo budista como "el más insoportable de todos los estilos".

Pero las repeticiones -al menos cierta clase de ellas, que recurren especialmente en el Majjhima-nikayo- tienen también otra intención: permitir en cierta medida un estilo de pensamiento objetivo, impersonal, estrechamente apegado a la realidad. Es fácil, en efecto, constatar que las repeticiones constituyen series en las que la realidad o el hecho descrito, el pensamiento que se formula comprobándolo o el pensamiento oído, la expresión verbal de tal pensamiento o la exposición del hecho, se hallan en correspondencia absoluta y punto por punto. He aquí cómo se articula entonces la estructura de las repeticiones: en el texto se describe antes que nada el hecho (fase objetiva); en segundo lugar aparece aquel que toma conocimiento y se forma su propio pensamiento, que expresa para sí mismo con las mismas palabras con que la cosa se ha dicho ya en el texto (fase subjetiva). En un tercer tiempo, la persona puede referir el hecho a otros, y entonces, de nuevo, se vuelven a usar las mismas pala­bras, como puro reflejo de un pensamiento conforme a la realidad. Puede por fin ocurrir que una segunda persona -de ordinario el propio Buda ­pregunte si el hecho referido es verdadero, y entonces aparece una cuarta repetición de las mismas palabras. Como estilo, todo esto es pleonástico; espiritualmente, en cambio, conlleva un ritmo de Sachbezogenheit, como se diría en alemán. Es el paso puro y transparente del mismo elemento desde la realidad al pensamiento; de la objetividad a la subjetividad y de una subjetividad a otra, sin alteración alguna. Es preciso ver, pues, con qué actitud y en vista de qué se leen textos de este tipo. Su lectura cuida­dosa puede constituir de por sí una disciplina: se tiene un ejemplo de impersonalidad y de pensamiento cristalino, dispuesto ya a actuar formativamente sobre el ánimo del lector, dándole así mucho más que simples "conceptos" estenográficos.

La primera acción en grande sobre la vida ascética está marcada por el término pabbajja, que literalmente significa "partida". Según el es­quema de los textos, a quien (por haber oído la doctrina y haber descu­bierto su más profunda vocación) ha concebido "confianza", se le presenta la evidencia expresada con esta fórmula fija: "Una cárcel es la casa, un lugar impuro. Libre cielo es la vida eremítica. No se puede, quedándose en casa, llevar a cabo punto por punto el ascetismo del todo purificado, del todo iluminado". Si reconoce esto, tras un tiempo más o menos breve, el "noble hijo" se desvincula de las cosas y de las personas, deja la casa y se entrega a la vida de asceta vagante.

Hemos traducido como "asceta vagante" el término bikkhu, que de­signó a los seguidores de Buda y que al pie de la letra significa mendi­go, en el sentido de quien pide limosna. En su origen, los bikkhu eran como monjes vagantes que pedían limosna. Las organizaciones budistas de carácter semiconventual sólo aparecieron más tarde. El término que usamos es quizá el que menos se presta a equívocos. Por ejemplo, res­pecto del mendigar no se olvide que en aquella sazón la sociedad no consideraba una humillación, antes bien una gracia, que un asceta o un brahmán aceptara de un hombre de mundo lo que fuese. Se pensaba que un asceta, al mediar en los contactos entre lo visible y lo invisible, cumplía un cometido sumamente útil, por imponderable, incluso para quienes hacían vida común. El dar (dana) se consideró una acción ca­paz de rendir frutos, igual que la "conducta recta" y el progreso en la contemplación. Como desprecio o como castigo, en las reuniones budistas con decisión solemne se indicaban las familias o las personas de las que los bikkhu habían rehusado recibir cosa alguna volteando simbólicamente la escudilla que llevaban consigo.

Aparte estos detalles, en su origen los bikkhu se presentaban como una Orden libre, con un jefe, casi como un equivalente ascético de lo que en el Occidente medieval fueron las órdenes de los "caballeros errantes" y más tarde los rosacruces con su imperator. Al cabo, Buda recomendó que no fueran nunca dos discípulos por el mismo camino. Como fuese, el punto clave era la ausencia de vínculos, sentir que la compañía sobraba, tomar gusto por la soledad, tener una libertad (cuando fuese posible, también física) similar a la del aire y el libre cielo. "Rehuir la sociedad como grave peso, buscar sobre todo la soledad." El tener mucho que hacer, el ocuparse de muchas cosas, el rehuir la sole­dad, el convivir con la gente de casa y en un ambiente profano son otras tantas "condiciones desfavorables para el combate’. Quien no se ha desprendido del vínculo de la familia -se dice en particular- podrá desde luego ir al cielo, mas no conseguir el despertar, "El asceta esté solo: bastante es tener que combatir con uno mismo." "Únicamente de un asceta que permanezca solo, sin compañía, es de esperar que cuanto es placer de la renuncia, placer de la soledad, placer de la calma, placer del despertar, de tal placer se haga poseedor, con desenvoltura, sin dificultad, sin pena. Y también: "Quien se alegra con la sociedad no puede encontrar gozo en el distanciamiento de la soledad. Si no se encuentra gozo en el distanciamiento de la soledad, no es posible con­centrarse en los objetos del espíritu; si no se tiene este poder de concen­tración, no se puede conseguir perfectamente el justo conocimiento y cuanto de éste procede." El distanciamiento y la soledad implícitos en pabbajja, en el "partir", se han de entender, como es natural, tanto en el aspecto físico como en el espiritual: desprendimiento del mundo y des­prendimiento, sobre todo, de los pensamientos del mundo. De ahí que no se tenga que hacer el menor caso del qué dirán. No hay que compe­tir con el mundo, sino juzgarlo como es: inestable. Se habla de ser "uno mismo una isla", de no buscar refugio en sí mismo y en la Ley ni en ninguna otra cosa. Si no se encuentra un compañero discreto, rec­to, constante, con quien se pueda caminar al paso, "hay que ir solo, como alguien que renuncia a su propio reino, como una fiera del bos­que, calmado, sin hacer daño a nadie." Otras sugestivas expresiones:

"Firme en su voluntad de realizar el fin supremo, con la mente libre de apegos, rehuyendo la inercia, sólido, dotado de fuerza en el cuerpo y en la mente; que [el asceta] vaya solo como un rinoceronte. Semejante al león que no tiembla por cualquier ruido, semejante al viento al que no hay red que lo atrape, semejante a la hoja de loto de que no hace presa el agua, vaya solo como un rinoceronte". Y también: verdadero asceta es "aquel que procede solo, concentrado y en quien ni reproches ni encomios hacen presa, que como un león no se espanta de los ruidos [del mundo] y como hoja de loto no es tocada del agua, que guía a los demás, pero él no guía a nadie".

Quien se plantee el problema de la adaptabilidad de la ascética de los ariya a los tiempos modernos se preguntará hasta qué punto se ha de tomar al pie de la letra el precepto de la "partida" como real abandono de la casa y del mundo y como aislamiento eremítico. En los textos se habla a veces de un triple desprendimiento: uno, físico; otro, mental; y el tercero, físico y mental. Si el primero representa, como es natural, la forma más perfecta, al menos mientras dura el combate, es sobre todo el segundo el que hoy la mayoría pondrá en tela de juicio y, por lo demás, es al que han dado mayor peso los desarrollos mahayánicos del budismo, hasta el zen. Ya en los textos canónicos, por lo demás, se señala la posibilidad de una interpretación sobre todo simbólica del precepto de la "partida". Así, por "casa" se señalan los elementos cons­titutivos de la personalidad común, y también se dan interpretaciones análogas del peregrinar y del abandono de los bienes. Como variante de un texto que hemos citado, se dice que la "vida solitaria está bien realizada en todos sus aspectos cuando lo que ha pasado se hace a un lado, lo que es futuro se abandona y, por lo que se refiere al presente, han sido por completo dominadas la voluntad y las pasiones; se aña­de que vaga por el mundo en el justo modo como bikkhu aquel que ha domeñado el tiempo pasado y el tiempo futuro, teniendo el intelecto puro, así como quien "ha dejado tras sí tanto lo agradable como lo desagradable, quien no se aferra a cosa alguna, quien bajo cualquier aspecto es independiente y está libre de vínculos", y así sucesivamente, al tiempo que por doquier recurren expresiones de este cariz, las cuales en buena medida corresponden ya a las tareas principales de la prepara­ción y de la purificación ascética.

Una vez que el desprendimiento (viveka) se interpreta en este senti­do interno, se antoja quizá más fácil de realizar hoy que en una civiliza­ción más normal y tradicional. En una gran ciudad de Europa o América, entre rascacielos y el asfalto, entre masas políticas y deportivas, entre gente que baila y se explaya o entre exponentes de una cultura desacralizada y de una ciencia sin alma y semejantes, en todo esto se puede uno sentir más solo, desprendido y nómada que en tiempos del budismo sentirse en condiciones de aislamiento físico y de un auténti­co peregrinar. La mayor dificultad en esto consistiría en dar al sentido de aislamiento interno, que ya a muchos se les presenta casi espontá­neamente, carácter de algo positivo, evitando asimilarlo como aridez, angustia, atonía y malestar. La soledad no debería ser un peso, algo de lo que se sufre, que se soporta a disgusto y en donde uno se encuentra por causa de las circunstancias; antes bien, una disposición natural, simple, libre. En un texto se lee: "La soledad es sabiduría (ekattam monam akkhatam): quien está solo se encontrará feliz"; es el equiva­lente, reforzado, del beata solitudo, sola beatitudo.

Incluso desde el punto de vista social es sobre todo la libertad inte­rior la que cuenta; lo que en ningún caso nos ha de inducir a engañar­nos a nosotros mismos. Así, en cuanto a vínculos habría que estar más en guardia contra los vínculos pequeños que contra los grandes, sobre todo si se trata de los vínculos propios de una vida burguesa conformis­ta, como hábitos, inclinaciones y apoyos sentimentales que, creándose uno mismo una coartada a menudo inconsciente, se juzgan demasiado irrelevantes para adoptar alguna postura en contra de ellos. A este res­pecto, en los textos se encuentra un atinado parangón, el de la codorniz, dirigido contra quienes dicen: "¿Por qué tanto aspaviento por esta poca cosa?", Y no se percatan de que así afianzan "un fuerte vínculo, un sólido vínculo, un no podrido vínculo, unos pesados grillos". Una codorniz presa en un lazo, aunque sea de estopa podrida, por ese lazo irá a su perdición, a la jaula o a la muerte, y hablaría tonterías quien dijese:

"Ese lazo de estopa podrida, con que está presa la codorniz y que la llevará a la perdición, a la jaula o a la muerte no es para ella un vínculo fuerte, sino un débil vínculo, un vínculo podrido, un vínculo insignifi­cante". El caso opuesto es el del elefante real, de "grandes colmillos, adiestrado para el ataque, educado para el combate, atado con fuertes vínculos y sogas", el cual empero "con sólo sacudir un poco el cuerpo rompe y deshace sus ligámenes y va a donde quiere". Aquí, de nuevo, hablaría tonterías quien dijese: "Esas sogas y esos vínculos con que está ligado el elefante real de grandes colmillos, adiestrado para el ata­que, educado para el combate, esos vínculos que con sacudir un poco el cuerpo rompe y deshace y va a donde quiere, son para él un fuerte vínculo, un sólido vínculo, un tenaz vínculo, un no podrido vínculo, unos pesados grillos". Este símil señala bastante bien la peligrosidad y el carácter insidioso de muchos ligámenes pequeños, de carácter conformista-burgués y sentimental, cuya aparente insignificancia hace que uno se permita concesiones. Por el contrario, no se han de conside­rar como vínculos aquellos mucho más fuertes que una naturaleza superior con sólo querer puede deshacer.

El desprendimiento, la libertad interior, se ha de entender esencial­mente en el sentido de una ductilidad, y veremos que precisamente en tal sentido se irá desenvolviendo en la disciplina. Es la condición opuesta a la de quien se aferra con ambas manos y difícilmente se deja mover. La imagen, ya recordada, que siempre recurre, es la de un pura sangre perfectamente amaestrado que va en la dirección que se quiere, cual­quiera que ésta sea.

La vida desprendida, sentida como aire y libre cielo frente a la de la "casa" se correlaciona así con un estar "satisfecho con el conocimiento y la experiencia". Es el ánimo abierto a cualquier cosa, a cualquier impresión y por esto es inaprehensible. Esto puede ser el equivalente interior del estado de ánimo acerca del cual en los textos se da la ima­gen del pájaro que, "a donde vuele, vuela con el solo peso de sus plu­mas", y que se refiere al purificado contento del asceta satisfecho con la simplicidad de su vida y de sus necesidades. Aquí aparece de nuevo que ya en los comienzos debe haber algo que de forma eminente, abso­luta aparecerá en el estadio final: el sentido de suñña o suññata, el "vacío", que en la literatura mahayánica concluirá con ser sinónimo del mismo estado de nirvana, se puede presentir por analogía con una con­dición similar del ánimo.

Las disciplinas que en el camino del despertar se consideran prepa­ratorias y retoman las dos secciones de sila y de samadhi se pueden distinguir como sigue: por un lado tenemos orientaciones de carácter propiamente técnico que se refieren a acciones que el espíritu debe llevar a efecto sobre el espíritu en forma concentración o de medita­ción; por otro lado, poseemos normas de conducta que se podrían cali­ficar de "éticas", pero que en el budismo o lo son, sino sólo elementos propiciatorios o instrumentales para crear condiciones más favorables para quien sigue este camino. Una y otra cosa, en el camino del desper­tar, son vivificadas por el "saber" (vipassana) y se ordenan en vistas de la liberación, según el conocido dicho: "Como el océano está compenetrado de un solo sabor, el de la sal, así esta ley y esta doctrina están compenetradas por un solo sabor, el de la liberación’’.

Desde el punto de vista técnico, las tareas de la acción ascética se pueden señalar de la siguiente manera. Se ha dicho que el despertar y adecuada definición de la "vocación heroica" en el individuo testimo­nian ya, como principio, también el despertar de un elemento extrasamsárico, el elemento pañña o bodhi. Se impone antes que nada una acción de defensa inmediata: es preciso hacer frente a los procesos mentales más comunes para impedir que lo que empieza a brotar sea sofocado y trastornado. Luego hay que actuar para desprender el ele­mento central del propio ser de cualquier mezcla con los elementos de la experiencia tanto interna como externa, hasta el grado de suspender los distintos procesos de "combustión" por contacto, sed y apego, y fortificar el mencionado principio extrasamsárico hasta volverlo capaz de proceder libremente, si quiere, en la dirección "ascendente", hacia estados cada vez menos condicionados, en las zonas donde actuaron las nidana de la serie trascendental, anterior a la concepción y al nacimiento.

La fase inicial se podría poner en relación con lo que en el budismo alquímico se llama la obra de "disociación de los mixtos", del aisla­miento del "grano de azufre incombustible" y de la "extracción y fija­ción del mercurio’ (el "mercurio", esa sustancia brillante tan movediza y difícil de asir, es la mente; los "mixtos" son la experiencia con la que el "grano de azufre incombustible", el principio extrasamsárico, se en­cuentra mezclado). Esto implica obviamente una acción de gradual neutralización del poder de los "intoxicantes" y de la manía, los asava, y que se puede definir como sigue: no dejarse llevar, apegarse, embria­garse con el goce (en sentido general, y por lo tanto también en rela­ción con los estados neutros), de modo que en los "cinco troncos" la sed no se confirme y menos se exacerbe; desechar por entero, extin­guir lo que en los deseos es voluntad de deseo, pegamento de deseo, vértigo de deseo, sed de deseo, fiebre de deseo", y esto en relación tanto con lo que aflora directamente a la conciencia, como con las ten­dencias subconscientes, los upadhi y los samkhara. Las formas más externas de tal catarsis se vinculan con la "recta conducta (sila), mientras que las más internas, que recaen sobre las potencias, sobre las raí­ces; sobre los troncos profundos del ente samsárico, requieren especiales ejercicios ascéticos y de contemplación; los jhana. Esta acción llamémosla de "fertilización" de la propia fuerza, conduce hasta el límite de la conciencia individual, límite en el que se presenta la posibilidad virtual de identificarse con el ser, o sea, con la divinidad concebida teístamente. Si se rechaza tal identificación, se pasa al dominio de pañña(tercer grado), en el que la fuerza liberada y deshumanada va gradual­mente allende las "formas puras" (rupa-loka) hasta lo incondicionado, lo no incluido (apariyapannam), donde la manía se extingue y la “ig­norancia" queda removida no sólo por lo que respecta al ser que ya fue hombre, sino también de cualquier otra forma suya de manifestación.

 

 



Majjhima .... LII(II,26); Samyutta ... , XLI, 9

Véase Digha ... , X, passim

Dhammapada, 182

Véase Corpus hermeticum, IX. 4; X. 24-25

Mahavagga (Vinaya), 1, LXXVI, l.

Véase Bardo Thódol, p. 54.

Mahavagga, 1, LXXVI, 1; 11, XXlI. 4.

Majjhima , CXV (III, 132).

Majjhima , CXV (111,132).

Anguttara , 11,48.

Anguttara ...VIII, 51; Cullavagga, X, l. Otras expresiones budistas acerca de las mujeres: "seductoras y astutas, destruyen la vida noble" Uataka, CCLXIII). "Son sensua­les, malas, comunes, bajas ... Las mujeres son presa continuamente de los sentidos. Henchi­das de un ardor impuro e inexorable. se parecen al fuego que todo lo consume" (LXI). Y también: "Es digno de desprecio el país que está dominado por una mujer" (XIII). La doc­trina original de los ariya era por entero antiginecocrática.

Majjhima ... , XC (11,416).

Véase Samyutta ... , XLII, 13.

Anguttara , VII, 63.

Majjhima , VII (1,53-54); LVI (11,55), etc.

Véase Majjhima ... , eXXVII; exxxlx (111, 335).

Dhammapada, 160.

Dhammapada, 165.

Majjhima .. , LXXXII (11,334).

Dhammapada, 176.

Mahavagga, I, CXXVI, l

Anguttara ... , V, 54.

Majjhima. I (11, 17).

Majjhima , xxv, (1, 237).

Majjhima , Cl (111,15).

Anguttara VI, 55.

Anguttara , IV, 106.

Véase, por ejemplo, Anguttara ... , VI, 49; Atthakavagga, X, 8; XV, 20.

Majjhima , CI (III, 12-13).

Majjhima , III (1, 25); véase Dhammapada, 20.

Véase Majjhima ... , CVI (III, 53-54); Dhammapada, 385

Majjhima ... , LIV (11.36).

Por ejemplo, Majjhima ... , IV (1, 34).

Anguttara, 111,40; Majjhima .... XIX (1, 80).

Véase Anguttara ... , VIII, 30. Como punto de referencia véase Mahavagga, V, 15: "A quienes van por el mundo teniéndose a sí mismos por luz, sin que nada los ate. libres en todos los aspectos, a éstos la gente, a su debido tiempo, puede hacerles una ofrenda".

Anguttara ... , VII, 87.

Mahavagga (Vinaya), 1, XI, l.

Majjhima , 111 (1, 24).

Anguttara , V, 90.

Majjliima , LXXI (w. 11. 201-03).

Mahaparinirvana .... 6-8.

Majjhima , CXXII (w. 111, 186) .

Anguttara , VI, 68.

Anguttara , IV, 132.

Majjhima , CXXXIX, 337.

Mahaparinirvana .... 11, l.

Saniyutta ... , 11, 1,

Majjhimn .. , CXXVIII (111,239); Dhammapada, 328, 329.

Uragavagga, III, 34, 37.

Suttanipata, 1, XII, 7; Uragavagga, XXII, 7.

Anguttara ... , IV, 132.

Por ejemplo, Samyutta ... , XII, 3

Samyutta ... , XXI, 10.

Cullavagga, XIII. 15

Cullavagga. XIII, 5-6; véase Mahavagga, VI, 28.

Véase Evola. J., Cavalcare la tigre (1961), Scheiwillcr, Milán’, 1973

Mahavagga, XI, 41.

MajjhimCl .... LXVI (l l, 153-54).

Anguttara ... , VIII, 19.

Véase Evola, J., La tradizione ermetica (1931), Edizioni Meditcrranec, Roma , 1971.

Majjhima ...CXLlX (111.401 Y ss).

Majjhima ... , XXXVI (1,359).

La Doctrina del Despertar. Capítulo VII. Determinación de las vocaciones

La Doctrina del Despertar. Capítulo VII. Determinación de las vocaciones

Biblioteca Julius Evola-. La no-identificación del discípulo respecto de toda conciencia finita de deliberaciones, placeres, dolores, emociones, conceptos, formas, objetos, mortificaciones, sentimientos, figuraciones religiosas o misticismos, etc, pone de manifiesto su voluntad de incondicionado y recuerdo de los orígenes. Ésta cualidad de dignidad sobrenatural y de desdén hacia lo no-permanente es la que el budismo de los orígenes define como vocacional en la doctrina ariya del despertar.

 

7. Determinación de las vocaciones

Tomado en su conjunto, el camino budista tiene por fundamentos amatha y vipassana. Por samatha se entiende una calma imperturbab­le que se conquista con el auxilio de varias disciplinas, sobre todo con concentración espiritual y el control del pensamiento y de la conducta­. Gracias a ella también se puede permanecer en el campo de una ascética que, como se ha dicho al comienzo, en sí misma puede no aplicar ninguna realización de verdad trascendente y, por tanto, eventu­almente puede valer también como conquista de una fuerza para quien queda y actúa en el mundo. Vipassana indica, en cambio, el "saber", clara percepción, determinante del desapego, de la esencia de la vida samsárica, de su contingencia e irracionalidad: el noble y penetrante ser, "que capta el amanecer y el ocaso". Si a la calma y al dominio de sí, propios de samatha, se añade este "saber", se entra en la ascética e conduce al despertar. Ambos elementos son tales que se integran recíprocamente, pero para efectos de la liberación, vipassana constituy­e la condición imprescindible.

El punto de partida consiste, pues, en despertar en cierta medida este ’saber". A este respecto se puede hablar de una verdadera y propia determinación de las vocaciones. Está muy difundida la opinión de que la "predicación" budista tuvo carácter "universal". Esto es un error: dicho carácter universal puede referirse a lo exterior o a formas tardías o desfasadas de la doctrina. En esencia, el budismo fue eminentemente aristocrático. Esto se transparenta ya en la narración legendaria conte­nida en los textos canónicos, donde la divinidad Brahma Sahampati, para inducir al príncipe Siddhartha a no retener para sí el saber alcanzado, le recuerda la existencia de "seres de más noble especie", capaces de entenderlo. Buda acaba con reconocerlo, con estos términos: "Y vi, mirando con el despertado ojo en el mundo, a seres de especie noble y de especie vulgar, agudos de mente y obtusos de mente, bien dotados y mal dotados, rápidos en comprender y tardos en comprender, y muchos que estimaban mala la exaltación por otros mundos". Sigue un símil: así como algunas flores de loto crecen en los estratos más bajos y fan­gosos del agua, otras ascienden hacia la superficie del agua y otras "asoman por encima del agua, sin que las toque el agua", hay seres de una especie más noble, contraria a la masa de los demás. Se puede decir: son quienes resisten, aquellos a los que la "ignorancia" no ha podido ofuscar del todo, porque conservan un recuerdo de los orígenes. El agua, por lo demás, es un símbolo tradicional general de la naturale­za inferior, ligada a la pasión y al devenir (de donde, notemos de paso, el simbolismo usado en el budismo de quien va sobre las "aguas" sin hundirse o de quien atraviesa las aguas).

Fue a una élite a la que en un principio se dirigió el budismo con su doctrina del despertar, su verdadera piedra de toque. Sólo las "naturale­zas nobles", los "nobles hijos" reaccionan positivamente. Y aquí es oportuno tratar el problema de las "vocaciones".

Consideremos en primer lugar el concepto de "renuncia", que en cierto modo constituye la clave del arco de toda ascética. Según los distintos casos, la renuncia puede tener significados bastante distintos.

Hay una renuncia de carácter inferior, la que, como se dijo al princi­pio, ocurre en las formas ascéticas que se han desarrollado en Occiden­te a partir del ocaso del mundo clásico. Esta renuncia significa "mortificación", significa desprendimiento doloroso de cosas y place­res que de todos modos se aprecian y desean; es una especie de autosadismo, de gusto por el sufrimiento, no separado de un mal disi­mulado resentimiento contra todo lo que es salud, fuerza, sabiduría y virilidad. Tal renuncia en realidad ha sido a menudo la virtud, nacida de la necesidad, de los desheredados del mundo, de quienes no están a gusto ni con su ambiente, ni con su cuerpo, ni con su raza y que espe­ran, con la renuncia, asegurarse un mundo por venir, caracterizado -para usar la expresión nietzscheana- por la inversión de todos los valores. En otros casos, el impulso hacia la renuncia es de carácter religioso: el "amor de Dios" induce a la renuncia, al desprendimiento de los goces de este mundo, desprendimiento que incluso aquí mantie­ne en gran medida carácter doloroso y casi de violencia frente a todo lo que nos sentimos llevados a querer y desear. Que el ascetismo en Occi­dente comporte actitudes de este género es una de las consecuencias del rebajamiento del nivel espiritual propio de la última época.

La renuncia tipo "ariya", presupuesta por la doctrina budista del despertar, posee un carácter muy diferente. Incluso el término usado ipaviveka, viveka significa propiamente desapego, escisión, separa­ción, crear distancia, sin ningún tono emotivo particular. Aparte esto, el ejemplo dado por Buda es decisivo. Buda dejó el mundo y tomó el camino del ascetismo, no como un rechazo del mundo, no como alguien que se ve obligado a hacerlo por necesidad, indigencia o peligros, sino como hijo de rey o príncipe, "en la flor de la vida", sano, dotado de "feliz juventud", poseyendo todo lo que se puede desear en la tierra. Ni figuraciones religiosas del género que sean, ni esperanzas ni terrores por el más allá tuvieron que ver en su decisión, sino que ésta derivó de la reacción irresistible de un "ánimo noble" frente a la expe­riencia vivida de la existencia samsárica. Es aquí decisivo un texto en el que se dice que en el camino de los ariya no se renuncia a causa de las "cuatro desventuras" -enfermedades, pobreza, reveses, vejez y pérdida de seres queridos-, sino porque se ha advertido que el mundo contingente, que en él, comoquiera, estamos solos, sin auxilio, que mundo no nos pertenece; en fin, que el mundo es efecto de una eterna insuficiencia, está insaciado y la sed lo quema.

En tal situación es fácil reconocer el carácter exotérico y popular de ciertos aspectos de la doctrina, partiendo de los cuales muchos occi­dentales han creído que el budismo se redujo a mostrar que el "mundo dolor" y a apelar a la tendencia natural del hombre a huir del dolor hasta hacer que se prefiera la "nada"; por lo que se ha de tomar con mucha reserva incluso la leyenda de los cuatro encuentros, según la cual por haber visto a un recién nacido, a una enfermo, a un viejo y a un muerto, el príncipe Siddhartha se sintió inducido a la renuncia. Causas de este tipo pueden ser sólo ocasionales respecto de una reacción que, sin más, las superará. Y lo mismo se diga acerca del motivo más gene­ral de los "enviados divinos", constituidos de igual guisa por el neonato, la enfermedad, la vejez y la muerte, cuyo lenguaje se debe entender para no ser condenado a los "infiernos".

Todo esto no es más que una superestructura. Lo esencial, en cam­bio, es colocar al hombre frente a un conocimiento sin atenuantes de sí mismo y de todo lo que es condicionado, para preguntarle: "¿Puedes decir: esto soy yo?, ¿puedes de verdad identificarte con esto?, ¿es esto lo que tú quieres?". Tal es el quid de la decisión fundamental, tal es la piedra de toque de la distinción entre "seres nobles" y vulgares, es aquí donde se separan las esencias, es así que se definen las vocaciones. La prueba tiene grados en el budismo: de las formas más inmediatas de experiencia el discípulo es llevado a estados superiores, a horizontes suprasensibles, a todo, a mundo celestes, para renovar la pregunta: ¿esto eres tú?, ¿puedes identificarte con esto?, ¿puedes agotarte en esto?, ¿es esto todo lo que quieres? El ser noble acaba por responder siempre que no. Entonces se tiene el revolverse, el rechazo. Por esto deja la casa, renuncia al mundo y toma el camino de la ascesis.

De esto resulta claro el significado de la otra renuncia, de la renuncia ariya, que se basa en el "saber" y se pone por obra partiendo de un movimiento de desdén, hacia un sentimiento de dignidad interior, hasta la voluntad de incondicionado del hombre superior, del hombre de una raza del todo especial del espíritu. Este hombre, pues, no desprecia la vida -la vida que está impregnada de muerte- por "mortificación", haciendo violencia al propio ser, sino porque para él es demasiado poco, porque en el momento en que se recuerda a sí mismo siente que esa vida es inadecuada a su verdadera naturaleza. En tal punto, nada más natural que renuncie, que se separe, que no se preste más al juego. Como estado de ánimo sólo puede haber el desdén de quien se percata de que ha sido engañado y al fin descubre al autor del embuste: como quien habiendo deseado un vestido blanco y puro, y no viendo, lo reci­biera sucio e inmundo y, adquirida la vista, se horrorizara y se volviera contra quien, abusando de su ceguera, hizo que se lo pusiese. "Durante largo tiempo, en verdad, he sido engañado, burlado, timado por mi corazón". Así pues, en la senda del despertar, el punto de partida es posi­tivo: no es el esfuerzo de doblegar al ser humano, sin tener más conciencia que la de ser hombre, ayudándose de figuraciones religio­sas y visiones apocalíptico-mesiánicas o ultraterrenas; sino que es un movimiento basado en el sentido de la propia dignidad sobrenatural que, oscurecida en el curso de los tiempos, permanece aún viva en los "seres nobles". Y éstos son los seres que, según la imagen de un texto, comprenden gradualmente que el mundo que se les abre con el ascetis­mo es su lugar natural, "la tierra de sus padres" y que el otro mundo --este mundo- es para ellos, en cambio, tierra extranjera.

Hace un momento aludíamos a una especial raza del espíritu. Acla­remos este punto y con él el lugar específico de la vocación de los ariya. La piedra de toque está constituida, como se ha dicho, por la visión de la universal impermanencia, de dukka y anitta. Ahora bien, no hemos dicho que el simple constatar que algo es impermanente cons­tituya ea ipso un motivo para apartarse y renunciar. Esto depende, por el contrario, de lo que en otra ocasión hemos llamado la "raza del espí­ritu", más importante que la del cuerpo. Ejemplos: un espíritu "telúrico" puede considerar natural un obtuso ensimismamiento en el devenir y en las fuerzas elementales del mismo, hasta el grado de no advertir ni siquiera su carácter trágico, como a veces ocurre entre los negros, las poblaciones salvajes e incluso entre ciertos eslavos. Un espíritu "dionisíaco" puede quitar importancia a la impermanencia universal, contraponiendo a ésta el carpe diem, la alegría del momento, la ebrie­dad de un ser corruptible que goza del instante de las cosas corrupti­bles, goce tanto más agudo cuando que -como decía la conocida canción italiana de la época del Renacimiento- "di domani no v’e certezza" [de mañana no hay certeza]. Un espíritu "lunar" de orienta­ción religiosa puede ver en las contingencias de la vida una expiación o una prueba que se debe afrontar con humildad y resignación, teniendo confianza en la impenetrable voluntad divina y recordando que es una "criatura" creada de la nada. Otros pueden incluso considerar la muerte como un fenómeno del todo natural y definitivo, cuyo pensamiento no debe perturbar una vida entregada a realizaciones terrenales. Por fin, un espíritu "fáustico", "titánico" y nietzscheano puede profesar el lla­mado "heroísmo trágico", puede querer el devenir, puede incluso que­rer el "eterno retorno" y así sucesivamente. De estos ejemplos se infiere que el "conocimiento" lleva al "desprendimiento" en el sólo presupuesto de una determinada raza del espíritu, la que en un sentido especial ya mencionado hemos llamado "heroica", la cual no está exenta de rela­ción con la teoría de los bodhisattva. Sólo en aquellos en quienes sobrevive tal raza y la quieren, el espectáculo de la contingencia universal puede ser principio de despertar, puede determinar la elección de las vocaciones, puede suscitar la reacción propia a un "no, basta", al "esto no me pertenece, esto yo no soy, esto no soy yo mismo", extendido al estado que sea de la existencia samsárica. La obra entonces tiene una única justificación: debe ser hecha; para el ánimo noble, heroico, no hay otra alternativa. Katam karaniyam: "se ha hecho lo que debía ser hecho". Ésta es la fórmula fija y recurrente referida al ariya que ha destruido los asava y ha obtenido el despertar.

En este punto se presenta otro aspecto del anatta como doctrina que niega la realidad del "yo". El sentido de tal doctrina aquí es sencilla­mente que en esa "corriente" y en esa agregación contingente de esta­dos y de funciones que de ordinario se considera como "yo", no se puede reconocer el verdadero uno mismo, el atma suprasensible de la precedente lucubración upanishádica, atma que para el hombre común prácticamente no existe. El budismo no dice: el yo no existe; sino: una cosa sola es cierta, a saber, que todo cuanto pertenece a la existencia y a la personalidad samsáricas no tiene carácter de "yo". Esto es lo que aparece directamente de los textos.

El esquema es el siguiente: siempre de nuevo, Buda, con una técnica casi socrática, hace ver a su interlocutor que las bases de las personali­dades comunes -forma corpórea, sentimientos, representaciones, ten­dencias, conciencia- son mudables, impermanentes, no sustanciales. Tras lo cual, pregunta: Lo que es impermanente, mudable, no sustan­cial, ¿se puede considerar así: esto es mío, esto soy yo, esto soy yo mismo? La siempre igual respuesta -correspondiente a algo que en aquella época tenía que considerarse natural y evidente- es: Cierta­mente no, señor. La conclusión es entonces más o menos de este tenor: "Cualquier forma, cualquier sentimiento, cualquier concepto, cualquier tendencia, cualquier conciencia, pasada, presente o futura, propia o extraña, burda o fina, vulgar o noble, lejana o cercana, se tiene que considerar, según la realidad, con perfecta sabiduría, así: ’Esto no es mío, esto no soy yo, esto no soy yo mismo’ . Considerando así, el sabio y noble discípulo no se encuentra en la forma, no se encuentra en los sentimientos, no se encuentra en los conceptos, no se encuentra en las tendencias, no se encuentra en la conciencia. Al no encontrarse, se desapega. Desapegado, se redime". Este motivo tiene distintas va­riantes en el canon, pero el sentido y el esquema son siempre los mis­mos. La cosa está bien clara. Toda la fuerza probadora del razonamiento está en función de esta premisa implícita: que como "yo" se puede entender sólo lo incondicionado, algo que nada tiene que ver con la conciencia samsárica y con sus formaciones. Sólo entonces los textos se antojan lógicos y sensatos; sólo entonces se puede comprender, v. gr., cómo es que lo que es impermanente aparezca automáticamente también como doloroso y se establezca esta ulterior correlación: Lo que es doloroso está vacío de yo; lo que está vacío de yo no soy yo, no es mío, no soy yo mismo; así se reconoce, conforme a la realidad, con perfecta sabiduría". Sólo así se puede comprender, en fin, cómo de la constatación se pasa a una reacción y a un imperativo: constatada la impermanencia de los elementos, de los troncos de los sentidos, cons­tatado que no son "yo", constatado que "son un río", el "sabio discípu­lo ariya" siente disgusto, se desapega; desapegado, se vuelve libre: el está harto ya sea de la forma, o de la conciencia finita, o de los senti­mientos, o de los demás khandha, o de los objetos, o de los contactos, o de los estados emotivos que de éstos proceden, agradables, dolorosos o neutros; se vuelve indiferente frente a ellos y busca su fin. Se llega entonces a un precepto: lo que es impermanente, lo que es anatta, lo que es compuesto y condicionado, lo que no os pertenece, no debéis desearlo habéis de hacerlo a un lado; "al hacerlo a un lado, os será ampliamente para bien, para salud". Para eso no debe haber alegría, no puede haber deseo.

Todo esto, desde luego, no puede ser evidente para todo hombre. El presupuesto, tan tácito como inequívoco, es una conciencia superior. Con el amanecer de ésta, de un modo del todo natural (no como en una renuncia dolorosa o en una "mortificación", sino casi con una actitud olímpica) ocurre el viveka, el desprendimiento. Respecto de esta con­ciencia superior se dice que quien piensa encontrar un "yo" o cosa se­mejante a un yo -attena va attaniyena- en la esfera sensible se parece a aquel que, buscando una madera dura, se acercara a un poderoso ár­bol y lo abatiera, pero no se llevara ni el tronco, ni la madera nueva, ni las ramas, sino sólo la corteza, donde no hay meollo y menos aún la madera dura que buscaba. Como tal sustancia dura, primordial, esen­cial, es pues el yo, que para el budismo es el verdadero punto de refe­rencia,

Hay más. Al hablar de "actitud olímpica" y de desapego no se ha de pensar en algo así como la indiferencia de un estoicismo mal entendi­do. En el fondo, la "renuncia" ariya se basa en la voluntad de incondi­cionado y también como libertad y poder. Lo que asimismo aparece en los textos. Buda, para confutar la opinión de que los troncos de la per­sonalidad común es uno mismo, le pregunta a su interlocutor si, dado que un poderoso soberano quisiera ajusticiar o proscribir a alguien de su reino, lo podría hacer. La respuesta es afirmativa, naturalmente. En­tonces, Buda replica: "Qué piensas ahora tú que dices: ’el cuerpo soy yo mismo’, ¿se puede cumplir en tu cuerpo el deseo ’así debe ser mi cuerpo, así no debe ser mi cuerpo?" Y la pregunta se repite para los demás elementos de la personalidad. El interlocutor se ve obligado a responder que no, y es por este camino como la opinión de que yo soy el cuerpo, los sentimientos, las tendencias y así sucesivamente queda, sin más, refutada. También aquí, la idea básica no es dudosa: no es el simple hecho de que cuerpos, sentimientos, conciencia, etc. son mudables, sino el hecho de que su mutabilidad es independiente de mí y es tal que al respecto, en la existencia samsárica, bien poco es lo que puedo. Es este hecho lo que impone el "esto no soy yo, esto no es mío, esto no soy yo mismo". Partiendo de ahí, precisamente, se dice: "Re­nunciad a lo que no os pertenece". El argumento que acabamos de citar se presenta también en otros pasajes. Más aún, se lo tiene como primerísima exposición de la doctrina que hizo el príncipe Siddhartha en Benarés [actual Varanasi]: "Si el cuerpo fuese yo, este cuerpo podría no estar sujeto a la enfermedad y, tocándolo, se podría decir: ’así sea mi cuerpo, así no sea mi cuerpo’. Pero dado que el cuerpo está sujeto a enfermedad y no se puede decir, tocándolo: ’así sea mi cuerpo, así no sea mi cuerpo’, por esto el cuerpo no es yo’" y lo mismo se repite en los demás khandha. En otro lugar figuran los atributos "impotente", "deca­dente", "lábil", "enfermo", correlacionados con impermanente, anicca. Y, precisamente, al considerar tales caracteres, desaparece el apego y se interrumpe la identificación provocada por la manía. Está claro que si, en cambio, el cuerpo y cualquier otro elemento estuvieran, en mi poder, obedecieran mis órdenes y mi relación con ellos no fuera la de un condicionado, sino de quien condiciona, todo el razonamiento sería distinto. Véase aquí la correspondencia entre la postura budista y la de la más antigua Grecia. Es la eterna "privación" - οτέ ησις -, es la eterna im­potencia frente a las cosas que devienen, que "son y no son", lo que provoca la renuncia. "Reconociendo que la forma es impotente, insatis­fecha, desconsolada, y lo mismo los sentimientos, las representaciones, las tendencias, la conciencia; percatándome de cuanto en ellas hay de recio apego hacia la resolución, inclinación y adhesión del ánimo alejándolo, destruyéndolo, abandonándolo y desprendiéndome es como comprendo que mi corazón se ha liberado", así dice el asceta.Quien considera el cuerpo como sí, o el cuerpo como suyo, o a sí como el cuer­o -se añade-, se parece a quien, transportado por un impetuoso torr­ente montaña abajo, creyera que aferrándose a las hierbas o a los débiles juncos de las riberas estaría a salvo’ Será barrido.

Partiendo de tal base, se puede hablar en budismo de una voluntad o sólo de liberación, sino también de libertad, de incondicionalidad, e invulnerabilidad. De hecho, una de las imágenes recurrentes hablando el asceta es la de quien, rotas las ataduras, toda atadura, queda libre. aquel que, como fiera indómita, escapa del lazo y por tanto no cae presa del cazador, por lo que "puede ir a donde quiera"; mientras que para los demás, que se someten al afán, "vale la voz: perdidos, arruinados, caídos, presa del daño". Es aquel que ha encontrado al señor en sí mismo, que "tiene el corazón en su poder y no está él en poder del Corazón". Es el señor de las deliberaciones: "La deliberación que quie­te, ésa deliberará; la deliberación que no quiera, ésa no deliberará".Como un elefante perfectamente domado, conducido por el domador va hacia cualquier dirección; como un experto cochero, teniendo listo en buen terreno, en un cruce de caminos, un carro con un pura sangre, puede guiarlo a donde quiera; en fin, como un rey o un príncipe, quie­nes de un cofre lleno de atavíos pueden escoger a voluntad el que más le gusta para la mañana, el día o la noche -así el asceta puede dirigir su ánimo y su ser hacia un estado u otro, según su libertad. Otros símiles más: como quien, cargado de deudas, lograra no sólo cancelar­las sino incluso conseguir un peculio para crearse una vida propia; o como quien, abatido por la enfermedad, con el cuerpo languideciente, lograra sobreponerse a la enfermedad y se sintiera de nuevo fuerte; o como quien fuera siervo, dependiente de los demás y lograra liberarse de esa esclavitud, se sintiera dueño de sí, independiente de los demás, un hombre libre que puede ir a donde quiere; o, en fin, como quien pasara por lugares desiertos, llenos de asechanzas y peligros y, con todo, llegara a su destino sin haber perdido nada. Para completar el sentido de lo que a un alma noble se le presenta como valor recordemos estos atributos del Despertado: "aquel que ha dejado el peso", el "des­vinculado", el "desenganchado", el "bien librado" , el "desquiciador", "el arrancaflechas", "el colma-fosas", el "evita-torbellinos". Por torbe­llinos entiéndanse las facultades del ansiar; como flecha se entiende la pasión, la sed de vivir, que ha dado en lo más hondo y ha envenenado el principio superior; como fosa se ha de entender el samsara, que aquí aparece con el mismo significado que tuvieron en el antiguo pensa­miento helénico los términos de "devenir" y "materia", como Penía, la perenne insuficiencia y "privación", como impotencia de llevar a cabo, o como en el simbolismo de Oknos: una cuerda que se teje y que conti­nuamente es devorada.

Es sobre esta base que "los nobles hijos movidos por la confianza" reconocen su vocación y conciben el "santo fin": "He aquí, oh discípu­los, uno, sujeto él mismo al nacimiento, al observar la miseria de esta ley de naturaleza busca la innata y sin par seguridad, la extinción; suje­to él mismo a la decadencia, al observar la miseria de esta ley de natu­raleza busca la indeficiente, sin par seguridad, la extinción; sujeto él mismo a la muerte, al observar la miseria de esta ley natural, busca la indolora, tranquila y sin par seguridad, la extinción; sujeto él mismo a la sordidez, al observar la miseria de esta ley de naturaleza busca la inmarcesible, sin par seguridad, la extinción. Éste, oh discípulos, es el santo fin".

Primer punto. Retomando el problema de la determinación de las vocaciones se ha dicho que la piedra de toque está constituida por la identificación y no identificación con toda una jerarquía de modos de ser y ya se ha indicado implícitamente el punto de partida: anatta. El no identificarse no ya con la corporeidad, con los sentimientos, con las imágenes, con las tendencias innatas, sino con la misma conciencia como conciencia individuada -o sea, superar la creencia en la "perso­nalidad" (attanuditthi) y en su persistencia- es la primera prueba que se le plantea a la naturaleza noble. Permanecer en esta creencia signi­fica dar testimonio de una forma de "ignorancia" (aquella cuya base trascendental es la segunda nidana, viññana) y subyacer a uno de los "cinco vínculos que tiran hacia abajo". En lo más íntimo hay que poner distancia, hasta presentir que la propia persona es un instrumen­to de expresión, algo contingente que a su tiempo se disolverá y des­aparecerá en la corriente samsárica, sin que por tal vía el núcleo sobrenatural, olímpico, que hay en nosotros quede perjudicado en lo más mínimo. La doctrina de la inesencialidad de la persona, del yo psicológico y pasional debe tener por efecto, pues, una mente que se vuelve pacífica, serena, esclarecida. Esto no ha de ser motivo de con­goja, sino hontanar de una fuerza superior. Sólo quien ha vivido positi­vamente esta doctrina, se dice, posee la suficiente fuerza para atravesar la corriente vertiginosa y llegar salvo a la otra orilla; hombre débil, incapaz de tanto, es en cambio aquel cuya mente no se ha liberado por obra de esta doctrina. Por lo mismo, no se debe considerar la concien­cia individual como uno mismo, ni a sí mismo como semejante a ésta, ni uno mismo como semejante a la conciencia, ni a ésta en sí mismo; y lo anterior en tan mínimo grado como los demás khandha, sentimien­tos, imágenes y tendencias.

Segundo punto. Ha de quedar obstruido tajantemente el camino a toda promiscuidad panteísta, a todo misticismo naturalista, a cualquier confusión con el todo. El fin de esta prueba del alma noble es, pues, tomar una decidida distancia frente a ese confuso mundo espiritual que es tan característico de cierto tipo humano decaído de todo lo que es clásico, claro, dórico, viril. Hay que señalar, de modo particular, que esta desintegración panteísta, esta restitución del hombre al alma con­fusa de todo o a la "vida" se considera a menudo como característica de la mentalidad oriental y en especial hindú. Bastaría para rebatir esta opinión el hecho de la existencia y de la difusión por Oriente de la doctrina budista del despertar. Si en la India prebudista -sobre todo con la lucubración tardía acerca del Brahman- este falso giro había quedado anunciado en cierta medida (y aparecerá más tarde en ciertas formas populares del hinduismo), hay que considerar, con todo, que se trata de una anomalía, contra la cual el budismo (junto con la co­rriente del Samkhya) constituyó una saludable reacción. Fenómenos análogos nos los presenta también el antiguo mundo mediterráneo como asomos, al decaer las tradiciones olímpicas y heroicas. Se trata de un fenómeno aislado, al que sólo le pegará indiscriminadamente la etiqueta de "panteísmo oriental" quien esté mal informado o proceda de mala fe.

Por lo tanto, antipanteísmo. El "tomar la naturaleza como naturale­za, el pensar la naturaleza, el pensar sobre la naturaleza, el pensar ’mía es la naturaleza’ es gozarla; el tomar la unidad o la multiplicidad, esta o aquella fuerza cósmica o elemental, el tomar el todo como todo, el pensar el todo, el pensar al todo, el pensar ’mío es el todo’ es gozarlo. Esta identificación panteísta es para el budismo índice, una vez más, de "ignorancia", distinción de quien "nada ha conocido", de quien es "hom­bre común, sin entendimiento para la doctrina de los ariya y para quien la doctrina de los ariya es inaccesible".

Así las cosas, cabría decir en general que la doctrina budista del des­pertar requiere una vocación antimística. Es cierto que el término grie­go mystikós (de μυηιν, cerrar, en particular los labios) se aplicó en un principio a los Misterios, aludiendo a lo que es secreto, arcano, que no se debe pronunciar. Sin embargo, el sentido corriente del término es otro: hoy misticismo designa la tendencia a confusas identificaciones, con realce del momento emocional y reducción del elemento "conoci­miento" y "claridad". Conlleva el matiz de experiencia vivida (de ordi­nario frente a dogma y tradición), pero se trata más que nada de una experiencia en la que el núcleo central de nosotros mismos se disuelve, queda sumergido, es "transportado". De esta suerte, con demasiada fre­cuencia la inefabilidad mística, lejos de ser propia de un conocimiento de veras trascendente, va con aquellos que -para usar una atinada ex­presión de Schelling-, al identificarse confusamente con uno u otro estado, no sólo no explican la experiencia, sino que se convierten en sujetos que requieren ser explicados, y el mismo plano místico más que de superracional se ha de calificar sólo de subracional. Estamos en el campo de aventuras espirituales que se desenvuelven en las márgenes de las religiones devocionales o bajo el palio del panteísmo, estilo que se opone a la severa y alta ascesis y al camino ariya del despertar.

Tercer punto. En el mundo moderno, quienes combaten las doctrinas inmanentistas y que incluso son improvisados "defensores de Occiden­te" contra el "panteísmo oriental" (ejemplo típico: Henri Massis) sue­len emplear como punto de referencia y bandera la "trascendencia". Se trata, por tanto, de una trascendencia bastante relativa, es decir, la que procede del concepto teísta hebraicocristiano. Ahora bien, incluso en esto el budismo ve una piedra de toque de las vocaciones. Ya hemos dicho que el príncipe Siddhartha fue inducido a divulgar su saber al percatado de que, además de los seres humanos ordinarios, los hay más nobles y "muchos que estiman mala la exaltación por otro mundo". La doctrina del despertar se presenta como la que nos enseña a liberarnos no sólo del yo individual condicionado y terrestre, sino también del que se puede imaginar en un más allá. Como otro de los vehículos que arrastra hacia abajo se señala otra forma de conducta moral: toda práctica o rito cuyo resorte es la esperanza en una continuación póstuma de la personalidad.’ Así, amén de una caterva de pe­nitentes ineptos, intranquilos, obtusos, no viriles, se habla de ascetas y de sacerdotes que, "por temor a la existencia, por odio a la existencia, giran y regiran en torno a la existencia, como un perro que, amarrado por una cuerda a una columna o a un palo, gira y regira en torno a esa columna o palo. Las dosis se duplican cuando se habla de los ascetas o sacerdotes que "profesan apego al más allá" y piensan: "Así seremos tras la muerte, así no seremos tras la muerte", igual como un mercader que al ir al mercado piensa: "De esto sacaré tanto, de aquello ganaré tanto" . Si un Plotino pudo decir, en contra de los conceptos moralistas: "No, ser un hombre de bien, sino convertirse en dios, tal es la meta", la doctrina del despertar conduce aún más allá.

Allende el vínculo humano está el vínculo divino, el apego a este o aquel estado que si bien ya no humano, corpóreo o terrenal, de todos modos es un estado condicionado de existencia. Tales estados, en la tradición hindú, están personificados en varios deva y sus sedes, equi­valentes a las jerarquías angélicas y seráficas de la teología occidental y también a lo que, en un pensamiento más popular, se entiende por "paraíso". La doctrina del despertar pretende llevar más allá de estos estados: prueba las vocaciones en el sentido de preguntar hasta qué punto se puede presentir que esos mismos estados son inadecuados frente a una voluntad de lo incondicionado y hasta dónde tenerlas por punto extremo de referencia y por justificación suprema de una existencia es aún un vínculo, una insuficiencia, una sed y una manía. Es así como en el canon se leen textualmente estas palabras: "Habéis de sentir ver­güenza y desdén si ascetas de otras escuelas os preguntan si es para resurgir en un mundo divino que se practica la vida ascética con el asceta Gotamo". En un texto se llega a decir que los "dioses" no pue­den alcanzar la liberación porque están idiotizados por las bienaventuranzas celestes. Un dicho del sufismo es, análogamente: "El paraíso es una prisión para un iniciado".

No sólo eso. La misma noción de ser es atacada; es decir, el bastión de toda la teología teísta. Aquí, como ya se ha señalado, el budismo no hace sino mantenerse fiel al punto de vista metafísico y superreligioso de la anterior tradición hindú. Para ésta, el dios personal, como puro ser, pertenece a la manifestación, no es lo incondicionado. El ser tiene por correlativo el no ser. Por eso, como verdadero incondicionado se puede entender sólo lo que está más allá tanto del ser como del no ser y es superior y anterior a estas dos categorías trascendentales. También para el budismo éste es el punto último de referencia y no la esfera del ser ni la esfera del no ser. El apegarse a una u otra de éstas es vínculo y limitación. "Meditando según la verdad el principio y el fin" es preciso ser capaces de superarlos ambos. Incluso la "conciencia universal" pertenece, en la enseñanza budista, al mundo samsárico; es una varie­dad de la conciencia samsárica. Se puede decir que es su límite.

Esta manera de ver se expresa eficazmente en los textos mediante varias imágenes. Está, por ejemplo, el mito de aquel asceta que, de­seando saber dónde son completamente aniquilados los elementos, acude a los dioses y de una jerarquía pasa a la siguiente, hasta que por fin alcanza el mundo del gran Brahma, el supremo dios del ser. Pero Brahma no está en poder de responderle y envía al asceta a Buda, añadiendo que ha hecho mal en alejarse del Sublime y buscar en otra parte tal conocimiento. Es Buda y no Brahma quien le da respuesta, señalándole el estado espiritual de los arahant, invisible, sin fin, esplendente: aquí los elementos no tienen modo de echar raíz; aquí cesa, sin residuo, todo "nombre-y-forma".

Pero hay otro mito más eficaz aún y está plasmado con una potencia miguelangelesca. Se trata de la llamada "visita a Brahma". Buda llega reino de Brahma, el cual le dice:Aquí está lo eterno, aquí lo persistente, lo siempre duradero; aquí está la indisolubilidad y la inmutabilidad; aquí no reina el nacer y el envejecer, ni el morir ni el reaparecer, y no y otra libertad más alta que ésta". A Brahma, que dice lo anterior, da le replica que es víctima de la ilusión, de la obcecación. Pero aquí interviene Mara, el maligno, el dios del afán y de la muerte: entra en una de las entidades celestes después de Brahma y le habla así a Buda: Monjecillo, ¡guárdate de éste! Éste es bien Brahma, el omnipotente, insuperado, el omnividente, el soberano, el señor, el creador, el con­servador, el padre de todo cuanto fue y será. Ya antes de ti hubo en el mundo ascetas y sacerdotes que eran enemigos de los elementos y de la naturaleza, de los dioses, del señor de la generación, de Brahma; éstos, n la disolución del cuerpo, tras haber consumado la fuerza vital, lle­garon a abyectas formas de existencia. Y por esto te aconsejo, oh asceta: ¡presta atención, oh digno! Lo que Brahma te ha dicho, tenlo por dicho y no contradigas la palabra de Brahma. Si tú, asceta, quisieras contradecir la palabra de Brahma, sería como si un hombre se acercara una roca y la golpeara con un bastoncito, o como si, oh asceta, un hombre, cayendo en un abismo infernal, tratara de asirse con manos y pies: así ni más ni menos, oh monje, te sucedería aquí". Y a Mara el maligno se le junta Brahma repitiendo: "Yo, oh digno, tengo por eterno lo que es eterno, por persistente, por perenne, por indisoluble, por in­mutable lo que es tal. Y donde no hay nacer ni decaer, ni morir ni reapa­recer, de eso digo: aquí verdaderamente no reina nacer y decaer ni morir ni reaparecer. y porque no hay otra libertad más alta, por eso digo: no hay otra libertad más alta. Por esto, oh monje, deja que te diga: no descubri­rás una libertad más alta, por cuanta fatiga y penas quieras darte. Si tomas la tierra, si tomas los elementos como puntos de apoyo, entonces me has tomado a mí como punto de apoyo, a mí como base: debes obedecerme, debes ceder ante mí. Si tomas, oh monje, la naturaleza, a los dioses, al señor de la generación por punto de apoyo, entonces me has tomado a mí por punto de apoyo, a mí por base: debes obedecerme, debes ceder ante mí". Con esto, las antítesis se potencian hasta una grandeza cósmica y suponen un paradójico contraste con el punto de vista que predomina en las religiones occidentales. En efecto, mientras que para Occidente la voluntad de sobreponerse al mismo Señor de la creación parecería cosa diabólica, he aquí que Buda descubre una insi­dia diabólica precisamente en lo opuesto, o sea, en la intentona de que­rer fijarlo en la esfera terrestre, de presentar esta esfera como un límite insuperable, como algo más allá de lo cual es absurdo o demencial buscar una libertad más alta. Aquí es precisamente el Maligno el que trata de hacer creer que el Dios personal, el Dios del ser, es la suprema realidad y conminar a Buda con la condenación que ya habían sufrido otros ascetas. Y en otro texto su tentación consiste en inducir a Buda a restringirse a la vida de las buenas obras, de los ritos y de los sacrificios: a la vida, vale decir, religiosa en sentido estricto. Pero Buda descubre la insidia y le habla así a Mara: "Bien te conozco, Maligno. Deja la esperanza: ’él no me conoce’. Mara tú eres, el Maligno. Y este Brahma, oh Maligno, estos dioses de Brahma, estas huestes celestes de Brahma, todos están en tu mano, todos están en tu poder. Tú ciertamente, Malig­no, piensas: ’¡También él debe estar en mi mano, en mi poder!’ Yo, sin embargo, Maligno, no estoy en tu mano y no estoy en tu poder".

Sigue una prueba simbólica. El Dios personal, el del hebreo "Yo soy el que soy", el Dios del ser, aquel cuya esencia es su existencia, como tal no puede no ser; es decir, está ligado al ser; es pasivo respecto del ser. Él no tiene el poder de ir más allá del ser. Es aquí donde se pone la prueba. ¿Quién puede "desaparecer"? Es decir, ¿quién es señor tanto del ser como del no ser que no se apoye ni en uno ni en otro? Brahma no sabe desaparecer. Sin embargo, Buda desaparece! Todo el mundo de Brahma queda entonces estupefacto y reconoce "la alta potencia, el alto poderío del asceta Gotamo". El límite queda eliminado. La digni­dad del atidevo, de aquel que va más allá del mismo mundo del ser -y no digamos más allá de cualquier forma "celeste"- ha quedado de­mostrada. A Mara el maligno no le queda más que el vano intento de disuadir a Buda de difundir la doctrina.

He aquí pues a dónde conduce la prueba budista de las vocaciones: no ansiar "ni siquiera la más alta de todas las vidas"; no sólo pasar de esta orilla a la otra, sino presentir lo que está en una y otra. Las pala­bras del Despertado son: "La naturaleza de los dioses, el Señor de la generación, Brahma, los Esplendentes, los Radiantes, los Poderosos, los Ultrapoderosos, el todo que yo he conocido como todo como in­saciable, es el conjunto del todo: esto lo he reconocido y he renuncia­do al todo, abdicado al todo, me he desprendido del todo, he renegado el todo, desdeñado el todo. Y con esto, oh Brahma, no sólo te soy igual en conocimiento, para no hablar de que no estoy debajo de ti, sino que te soy, con mucho, superior". Incluso para todo ese mundo al "noble hijo" debe valerle el "Esto no soy yo, esto no es mío, esto no soy yo mismo.

¿Es concebible un límite más alto que éste? Para los ariya es conce­bible. Apego, dependencia, complacencia son erradicados incluso res­peto de lo que vale como fin supremo de la ascética budista o sea de la extinción. Se tiene aquí la extrema tentación y la extrema superación. Aquí la voluntad de incondicionalidad se lleva hasta lo paradójico. He aquí cuál es la verdad ultima de la serie: quien piensa la extinción, quien piensa en la extinción, quien piensa sobre la extinción, quien piensa "mía es la extinción" y se alegra de la extinción éste no conoce la extinción, no conoce el camino, no se puede contar entre los "nobles discípulos”. Si incluso respecto de esto se siente un deseo, aunque sea sublimado, no se ha conocido aún el lugar y el sentido de la gran libe­ración.

Es en el momento de entender todo esto cuando se presenta, cuando se vislumbra, la firmeza sobrenatural y el fin de la angustia. Quien no piensa ya ni en el ser ni en el no ser y tampoco se apega ni aferra a nada, éste no vuelve a temblar, consigue la suma y sobrenatural "firmeza de la calma". Al no temblar, no ansía: "al no temblar, ¿por qué habría de ansiar" Este ápice ha de presentir el "noble hijo": es el que le ha de valerle como meta. Y la estabilidad y la seguridad de quienes no co­nocen ya la angustia ni el miedo se da en el mito como algo que, a su vez, actúa de manera vertiginosa y temible sobre los demás, aunque sean seres no meramente humanos. Éstos, frente a aquéllos, advierten la propia contingencia, no antes conocida, y la angustia primordial aflora, sin paliativos. Sienten el abismo.

Cuando un hombre es capaz de vivir todos estos significados, enton­ces su vocación queda probada; está en el camino del revolvimiento y puede intentar seguir el camino encontrado por el príncipe Siddhartha. Pero para que esto ocurra no deben nacer ilusiones. Debe quedar bien firme este punto: que el desarrollo en el sentido de la doctrina del des­pertar implica algo similar a una fractura y a una detención. Recuérdense los símbolos ya señalados: mientras se "va" no es posible alcanzar el punto donde "el mundo acaba". Es preciso detenerse. Ha de intervenir, como sea, un elemento extrasamsárico, llamado en el budismo pañña (en sánscrito prajña), lo opuesto de avijja. Este elemento detiene con su presencia la "corriente", de la misma manera que el elemento avijja, el no saber, el estado de manía y de "intoxicación" la confirmaba. En este punto sobreviene una suspensión parcial o virtual de todos los ele­mentos influidos por avijja. Más aún, no se trata de simple suspensión, sino también de una inversión de la corriente: el flujo o torbellino que había generado el hombre común se muda en algo que genera un ser superior, uttamapurisho: pañña se convierte en el elemento central que transforma y purifica todas las fuerzas constitutivas de la personalidad, removiendo y destruyendo el elemento avijja y las influencias de los asava. Por lo que, además del conocimiento se habla también de una fuerza especial, de una "energía superior y poderosa" -virya- dife­rente de las comunes energías humanas, al grado de que por sí sola produce el milagro de "liberar de la voluntad por medio de la volun­tad" lo que permite resistir y hace avanzar hacia la gran liberación.

Uno de los aspectos por los que el budismo mahayánico representa una decadencia respecto del original consiste en el hecho de suponer en cada uno la presencia de este elemento pañña (prajña), o sea, concebir a todo el mundo como un bodisattva en potencia, a saber, como un ser susceptible de convertirse en un buda. Independientemente de como se plantee doctrinalmente la cuestión a tal propósito, esta manera de ver las cosas no se ha de considerar "conforme a la realidad": yatha bhutam. La manifestación del conocimiento y de la fuerza en el sentido que acaba­mos de mencionar, sobre todo para el hombre de los últimos tiempos, se puede muy bien llamar una especie de "gracia", siendo su discontinuidad tanto respecto de las facultades y de las formas de conciencia, no sólo de los seres humanos comunes, sino también de los más dotados. El mismo caso del príncipe Siddhartha, o sea, el hecho de que no haya tenido ne­cesidad de nadie para abrirse camino hasta la liberación -ni de maes­tros, ni de iniciaciones especiales- no debe inducir a remedar la aventura del barón de Münchhausen, quien trató de levantarse por los aires tirán­dose de sus propios cabellos. De una manera u otra, algo tiene que ocu­rrir: una especie de crisis profunda o de fractura o de "gracia", tal que . proporcione la base de una "vida nueva". Nunca se repetirá lo bastante que el hombre actual es constitutivamente distinto desde lo más hondo del hombre de las antiguas civilizaciones tradicionales. Creencias como la ya señalada del mahayana hay que hacerlas del todo a un lado, si no se quiere engañarse a sí mismo y a los demás.

En el budismo se subraya por todos los medios la importancia del momento. El "saber" se compara en un texto a un relámpago. Se exhor­ta a "levantarse, a despertar" para percatarse de la propia pasividad, la propia indolencia, "sin dejar pasar el momento". Transcurrido el justo momento que permitiría superar la fuerza a la que están sometidos tan­to hombres como dioses, el daimon de la muerte reafirmará su poder. "Hoy es cuando hay que dar la batalla ... quizá mañana no estaremos. Para nosotros no haya tregua con el gran ejército de la muerte. Sólo quien vive así, luchando sin desfallecer día y noche, consigue la bien­aventuranza y se le llama santo sabio." Para este estado de ánimo se da también la siguiente imagen: ¿qué haría un rey al que se le comuni­cara que las montañas se mueven, se derrumban y todo lo trastornan, al tiempo que se acercan a su reino por el norte, por el sur, por el oriente y el poniente y al cual le quedara bien claro cuán difícil es conseguir el estado humano de existencia?.

Como cierre de esta sección recalcaremos una vez más la actitud de la doctrina del despertar frente al ascetismo unilateralmente vinculada con prácticas de mortificación y penitencia.

El budismo toma una postura contraria a toda forma de ascética do­lorosa y autosádica. Considerados los "múltiples modos de ferviente y dolorosa ascesis del cuerpo", el budismo sostiene incluso que quien los sigue, "con la disolución del cuerpo tras la muerte desciende por malos senderos hacia la perdición y el daño", por lo que es "un modo de vivir que trae mal presente y mal futuro". Las formas de una "atormentada penitencia", según la doctrina de Buda, son inútiles no sólo para fines de la "extinción", sino también para quien aspira a conseguir cualquier forma de existencia "celeste". Con atinados trazos son descritos tipos de penitentes y de religiosos, que a menudo se encuentran en el ascetis­mo y monaquismo religioso: "extenuados, entecos, embrutecidos, páli­dos, emaciados, que no atraen la mirada, parece, de nadie que los vea". Son los que están afligidos por la "enfermedad de la represión", ya que la vida que llevan, la llevan en el fondo en contra de su voluntad, por una falsa vocación, sin la base de una conciencia superior. Ni ayunos, ni mortificaciones, ni sacrificios, ni preces u oblaciones purifican al mortal que no haya vencido la duda y no haya superado el deseo. Dos son los extremos que evitan quienes se desentienden del mundo: "el placer del deseo, bajo, vulgar, indigno de la naturaleza ariya, dañino; la mortificación de sí mismo, dolorosa, indigna de la naturaleza ariya, dañina. Evitando estos extremos fue como el Completo descubrió el camino del medio que hace videntes, que hace sabios, que conduce a la calma, al conocimiento sobrenatural, a la iluminación, a la extinción". Al distinguir entre los varios casos posibles lo que es laudable y lo que es reprobable, se declara reprobable el que se haya llegado al conoci­miento santo a través del tormento.

En los textos aparece a menudo la narración de la vida que llevó el príncipe Siddhartha antes del perfecto despertar. También a él, "antes del perfecto despertar, como imperfecto despertado, con despertar sólo anhelante" se le había ocurrido el pensamiento: "No se puede conquis­tar el placer con el placer; con el dolor se puede conquistar el placer". Fue así como, una vez abandonada la casa contra la voluntad de los suyos, todavía "resplandeciente de cabellos negros, en la belleza de una feliz juventud, en la flor de la virilidad", insatisfecho de las verda­des de los maestros del ascetismo a los que en un principio se acercó parece que se trataba de seguidores del Samkhya), se entrega a formas extremas de mortificación dolorosa. Doblada por todos los medios la voluntad, "como un hombre fuerte que aferrando por la cabeza y apretando por la espalda al más débil, lo comprime hasta abatirlo", él se desentiende del cuerpo, practica la suspensión de la respiración casi hasta la asfixia. Viendo que por aquel camino no llegaba a ninguna parte, practicaba el ayuno, hasta el punto de adelgazar tanto que brazos y piernas parecían canas secas; la espina dorsal, un rosario, con vértebras salidas y metidas; cabellos y vello caídos, pupilas hundidas, pequeñas hasta casi desaparecer, "como reverberos en un pozo profundo". Fue así que llegó a este pensamiento: "De cuanto los ascetas y sacerdotes en el pasado han sufrido de sensaciones dolorosas, ardientes, amargas que sufran en el presente o que podrán sufrir en el futuro, esto es lo máximo; más allá no se puede ir. Sin embargo, con esta amarga ascéti­ca de dolor, yo no alcanzo la supraterrena y santa riqueza del saber". surgió en él entonces la evidencia: debe haber otro camino para el despertar. Y un recuerdo le permitió encontrar ese camino: el recuerdo de día en que él, todavía en las tierras de su gente, sentado a la fresca sombra de un yambo o pomarrosa (Eugenia jambas), se sintió en un estado de calma, claridad, equilibrio, paz, ajeno a deseos, ajeno a cosas perturbadoras. Entonces surgió en él "la conciencia conforme a saber: este es el camino".

Lo anterior es característico del estilo de la ascética budista: afloran aquí los rasgos de una ascética clara, equilibrada, libre de complejos de pecado" y de "mala conciencia", exenta de autosadismos espiritualizados. Con referencia a esto último cabe señalar que una axioma del budismo es que quien estando sin culpa no reconoce conforme a verdad que "en mí no hay culpa", es peor que quien, en cam­bio, sabe: "en mí no hay culpa". Y se da un símil: un plato de bronce reluciente y terso que no se usara o limpiara, después de un tiempo parecería sucio y manchado; de igual manera, quien no es consciente de su propia rectitud está más expuesto que el otro a confusiones y desviaciones de toda laya. No se trata aquí, en modo alguno, de sober­bia o presunción: es la exigencia de una purificación hacia la que se debe tender mediante una conciencia exacta y objetiva. Partiendo de ésta son puestos en su lugar quienes, para sentirse ermitaños, peniten­tes, pobres, vestidos de harapos u observando las formas más exterio­res de la moralidad, se exaltan o creen poder despreciar a los demás. La ascética ariya está tan libre de vanidad y de tonto orgullo (el cual, como uddhacca, se considera un fuerte vínculo), cuanto compenetrada está de decoro y de calmado conocimiento.

No quiere esto decir que alguien pueda hacerse ilusiones creyendo que en dicha ascética no se requieren energías interiores excepcionales y que no sea preciso imponerse una severa disciplina frente a uno mis­mo. Quien reconoció que el camino del ascetismo doloroso no es el atinado, no dejó de ser quien supo demostrarse a sí mismo la capacidad de seguir dicho camino hasta en las normas más extremas. Así, en el punto en que quede definida la vocación y se tenga la sensación de la presencia en uno mismo del elemento pañña, es preciso tener el poder de una resolución absoluta, inflexible. Cuando en la selva Gosingam, en una clara noche lunar, los árboles en flor y un perfume todo en de­rredor que parecía celestial, varios discípulos de Buda se preguntaban qué clase de asceta podría conferir esplendor a aquella selva, sugirie­ron esta o aquella disciplina, este o aquel poder alcanzado. Al pregun­tarle a Buda, repuso: "He aquí que un asceta, luego de haber comido, se sienta con las piernas cruzadas, el cuerpo tieso levantado y se cuida del saber: ’No voy a levantarme de aquí hasta que mi alma quede sin apego a ninguna manía’. Éste es el monje que puede conferir esplendor a la selva de Gosingam". En los textos canónicos se menciona a menudo algo que se parece a un "voto", en estos términos: "En el discípulo fiel que se ejercita con celo en la Orden del maestro surge este conocimien­to: ’Quédese mi cuerpo en la sola piel, tendones y huesos y séquese mi carne y sangre, pero mientras no obtenga lo que con vigor humano, fuerza humana, valor humano se puede obtener, persistirá mi esfuer­zo’ En otro texto se habla asimismo del empeño desesperado con que un hombre lucharía contra una corriente, convencido de que, si no, ésta lo arrastrará a aguas llenas de remolinos y de animales devoradores. Lucha, esfuerzo, acción absoluta, férrea determinación son, pues, indispensables, mas en un especial "estilo". Es -repitamos aún una vez- el estilo de quien se mantiene consciente, de quien apli­ca las fuerzas donde se han de aplicar, con claro conocimiento de causa y efecto, paralizando los movimientos irracionales del alma, los temo­res y las esperanzas, sin perder nunca el sentido calmado y compuesto de su nobleza y de su superioridad.

 



Véase Anguttara ...V,92-94

Majjhima ... , XXVI (250-51); Mahavagga, 1, v, 2-10; Anguttara ... , IV, 36, donde se aplica el símil al propio Despertado: "Así pues yo, nacido en el mundo, crecido en el mun­do, he superado el mundo y me mantengo sin tocar el mundo".

Véase Anguttara ... , III, 92. Nótese en este pasaje cómo el desapego ocurre a partir de la presencia de un elemento positivo; se dice: dado que la propia conducta es recta, se renuncia a la falsa conducta; dado que se posee el verdadero conocimiento, se renuncia al falso conocimiento; dado que se está cerrado a la manía, se renuncia a la manía.

 

Majjhima , LXVIII (11, 172)

Majjhima ..... , LXVlII (11, 172). Con referencia a todo lo que el príncipe Siddhartha habría gozado, incluso con fabulosa exageración intencional, véase Anguttara ... , 111, 38.

Majjhima ... , LXXV (11, 230-233), LXXXII (11, 332 Y ss.).

Majjhima .... CXXX; Anguttara .... III, 35. Fácilmente se ve que las referencias a los infiernos que figuran en estos textos están destinadas al pueblo y carecen de nexo lógico con la idea central que en ellos sc expone. Los "mensajeros celestes" pueden, en realidad. hacer recordar sólo que la vida terrestre es finita y contingente. No se ve por qué razón tenga que ser castigado con una caterva de fantasiosos suplicios en el más allá quien o no ve los nexos o se limita a tomar nota de la verdad sin extraer ninguna consecuencia práctica. o sea, acepta la vida contingente como es

Para la serie de los objetos de las posibles identificaciones, véase Majjhima ... , 1(1.2 Y ss.).

Majjhima ... , LXXV (11, 235-36); Dhammapada, 153-54

Jataka, 168

Acerca de la teoría de las "razas del espíritu". a que se refiere la terminología de los pasajes que siguen, véase Evola, J., Sintesi di dottrina della razza, ofl. cit., pp. 113-170.

** (latín) "Atrapa el día" (aprovecha el momento presente). (T.)

 

Majjhima , XXII (1, 214-16); CIX (111, 80-81).

Samyutta XXII, 15; véase 17; XXII, 49, 59, 76; XXXV, 2, 3.

Samvutta XXII, 61,9,11; XXXV, 3,12,32; Mahavagga, 1, XXI, 4.

Samyutta XXII, 66-69, 33, 90; XXIIl, 245-33; XXXV, 167, 169-171.

Véase Majjhima ... , CVI.

Samyutta .... XXV, 193.

Majjhima ... XXXV (l. 343-45).

Majjhima ... , XXII (1,218).

Mahavagga, 1, VI. 38. 39-41; Samyutta ... , XXII, 59.

Majjhima ...LXXV (11, 234); LXXIV (11. 222).

Majjhima ...CXII (111,98).

Samyutta .... XXII. 93.

Majjhima ...XXVI (1,257).

Majjhima ...XXXII (1, 322).

Anguttara ... , IV, 35; Majjhima .... XX (1.189).

Majjhima , CXIX (Il l, 166); XXXII (1, 323).

Majjhima , XXXIX (1,403-04).

Samyutta, .. , xxv, 200.

Majjhima ... , XXII (1,216).

Majjhima , XLVI (1, 243-44).

Majjhima , XLIV (1-44); XLIV (I1, 133).

Majjhima , LXIV (1,44); LXIV (11, 133)

Samyutta , XXII, 45.

Majjhima , LXIV 0,44)).

Majjhima , I (1. 4-7).

Majjhima ... , I(1. 4-7).

Véase Massis, H .. Defense de l’Occident; Plan. París. (N. de G. d. T.)

Digha .... IX. 41-43.

Majjhima ... LXIV (11.191).

Majjhima CVII (111.64).

Majjhima CII (III. 21-22).

Majjhima .... CII(111,21-22).

Plotino. Enneadi. 1, 11, 4; 11, 7

Anguttara, 111, 18.

Majjhima , XI (1, 97).

Digha ...XI, 67-85.

Majjhima .. XLIX; véase también Samyuua ... , 1, 4.

Mahavagga (Suttanip.). 11, 3-4

Majjhima .. XLIX

Dhammapada, 383-385

Majjhima .. ,. XLIX.

Majjhima .. I ( I, 5),

Majjhima .. , , I(1,10); Cll (III. 25),

Majjhima .... CXL (111. 348-49).

Majjhima ...CXL (111. 350).

Véase Stcherbatsky, T.. The Central Conccption, op, cit .. pp. 50. 73-74

Majjhima ... , LXVIII (11.173); Samyutta ...V. 272.

Mahaparinirvana ...16

Cullavagga, X. 1-3.

Majjhima .. CXXXI (111.281,284).

Samyutta .. 111, 3.

Majjhima ... , XLV (I,451).

Majjhima ...LXXI (11.202).

Majjhima .. LXXXIX 8II. 408).

Cullavaga, 11. 11; Dhammapada, 41.

Mahavagga, l. VI, 17; Samyutta .... XLII. 12; Majjhima ... , CXXXIX (111. 331).

Samvutta ... LlI, 12

Majjhima ...LXXXV (11. 359).

Hay que señalar que aquí se trata a todas vistas de formas de retención de la respiración usadas como pruebas ascéticas, no de las especiales prácticas del hatha-yoga con fines iniciáticos, de que se habla en nuestra obra Lo Yoga della Potenza

Véase. por ejemplo. Majjhima ... , XII. XXXVI.

Majjhima, V (1, 37-39).

Majjhima , CXIII (III, 10-10). Se podría citar al emperador romano Marco Aurelio (Mem., XII): "El orgullo de los humildes es, entre todos, el más detestable".

Majjhima, XXXII (1, 320-28).

Samyutta ... , XII, 22; Anguttara ... , VIII, 13; Majjhima ... , LXX (11,195).

Itivuttaka, 106.

La Doctrina del Despertar. Capítulo VI. La génesis condicionada

La Doctrina del Despertar. Capítulo VI. La génesis condicionada

Biblioteca Julius Evola-. Mientras que en los anteriores capítulos se posiciona el budismo de los orígenes y su especificidad respecto del conjunto de otras corrientes habidas en la historia, en este capítulo se explican los grados de experiencia en el interior de la práctica budista que son específicos de cada estado condicionado, y se definen además los diferentes niveles o nidana, que sirven para orientarse dentro del camino destinado a alcanzar dentro de la existencia samsárica grados cada vez menos condicionados.

6. La génesis condicionada

El problema del "origen", la segunda verdad de los ariya, se profundi­zó posteriormente con la llamada doctrina de la génesis condicionada -paticca samuppada- que va considerando por partes los grados y estadios por los que se llega a una existencia condicionada. "Profunda, difícil de percibir, difícil de entender, generadora de calma, elevada, irreductible al pensamiento discursivo, sutil, accesible sólo a los sa­bios" se considera esta doctrina.[1] Precisamente en vista de la dificultad que el hombre común tiene para entenderla, parece que el príncipe Siddhartha en un principio abrigó el propósito de no divulgarla: "Doctrina que va en contra de la corriente, que es interna y profunda, se oculta a aquellos que están sometidos al afán, envueltos en espesas tinieblas".[2] Esto es algo que deberían tener presente quienes quisieran lanzar un "caveat contra toda interpretación profunda y metafísica"[3] En realidad se trata de los resultados de una investigación trascenden­tal, a los que se ha llegado -según la tradición- en estados especiales de conciencia correspondientes a las tras vigilias nocturnas, durante la misma acción espiritual que llevó al príncipe Siddhartha a la ilumina­ción, al bodhi.[4] Por lo mismo hay que prevenir la objeción de que este discurso sobre los estados trascendentales, a pesar del ostracismo de­clarado a toda lucubración, se basa en simples hipótesis filosóficas. El budismo entraba en una civilización en la que, en principio, se recono­cía la posibilidad de una mirada "con la que se ve no sólo este mundo, sino también el mundo de allá’[5] y que, por tanto, puede captar en determinadas condiciones tanto los estados que preceden la aparición del hombre en una existencia corpórea, como los que se insinúan cuan­do esta forma de manifestación se agota.[6] Los horizontes de nuestros contemporáneos son naturalmente distintos, por lo que la impresión de que aquí sólo se hacen teorías, especulaciones, no se puede elimi­nar del todo.

Sin embargo, de una forma u otra, es preciso penetrar en este conoci­miento, por tratarse de un elemento toral, tanto de la parte doctrinal como de la práctica de la enseñanza budista. "Quien ve el origen por causas -se nos dice-[7] ve la verdad, y quien ve la verdad ve el origen por causas". Y también: "De todas las cosas que proceden de causas, el Completo ha explicado las causas y también la destrucción. Ésta es la doctrina del gran asceta".[8] Ésta sirve después de base inmediata a la acción práctica y es "generadora de calma" (el estado opuesto al dukkha), porque tal es su sentido: "Si aquello es, esto se sigue; con el origen de aquello tiene origen esto; si aquello no es, no se sigue esto; con el fin de aquello concluye esto".[9] Conociendo esto, por cuya vía se ha llegado al estado de la existencia samsárica, se conoce también esto, con cuya remoción se suprime también el estado de la existencia samsárica. De suerte que la doctrina del paticca samupadda constituye la premisa de las otras dos verdades de los ariya: de la tercera, referen­te a la nirodha, es decir, la posibilidad de destrucción del estado deriva­do de la dukkha, y de la cuarta, referente a la magga, o sea, a los métodos que se han de seguir para llevar a cabo esa destrucción.

La paticca samupadda, que literalmente significa génesis o forma­ción condicionada, abarca una serie de doce estados o elementos con­dicionados. El término que se usa es el de nidana, condición, y no hetu, causa; se trata, en efecto, de una condicionalidad, no de una causalidad verdadera y propia, por lo que cabría retomar el símil de una sustancia que pasa por distintos estados en su transformación, en cada uno de los cuales se contiene la potencialidad de dar lugar, en circunstancias apro­piadas, a otra sustancia; la cual, si es neutralizada, impide el desarrollo de otra sustancia. ¿En qué plano se desarrolla esta serie?

Las opiniones de los comentaristas orientales y, naturalmente, aún más las de los orientalistas europeos han sido a menudo discordes. Pero esto se debe a la falta de percatación de que la serie es susceptible de dos interpretaciones, que no se excluyen ni se contradicen, pues se re­fieren a dos planos diferentes. Según la primera interpretación (seguida unilateralmente por quienes se ponen en guardia contra la "metafísi­ca"), toda la serie se desarrollaría en el plano de la existencia samsárica y se circunscribiría al proceso que se desenvuelve en el tiempo -por así decir, ocurriría horizontalmente- y según el cual una existencia finita es determinada por otras precedentes y, a su vez, determina la siguiente, hasta el grado de ser a la par efecto, desde un punto de vista, y causa, desde otro punto de vista. De todos modos es posible una in­terpretación más profunda. Toda la serie se puede concebir en términos trascendentales y no sólo temporales, según un desenvolvimiento no en sentido horizontal sino vertical, partiendo de estados preindividuales o prenatales, hasta llegar al plano de la existencia samsárica en el que se desarrolla, a su vez, la serie "horizontal" considerada por la primera interpretación. Dado que las mismas nidana en los textos se considera­ban ora según un punto de vista ora según el otro, ha habido confusio­nes e interpretaciones divergentes, salvo en los principios generales de orden doctrinal.

Aquí nosotros tomaremos el paticca samuppada en el sentido de una serie trascendental vertical y descendente, la cual no es en sí temporal por más que acabe injertándose en el tiempo.

1. Como elemento base de toda la serie se señala la avijja, la igno­rancia, el no saber. Ya antes hemos hecho alusión a esto. El significado de este término en el budismo no se ha de considerar diferente, esen­cialmente, del que es propio de otras corrientes de la tradición hindú, como la samkhya o la misma ved anta, doctrinas en las que el término de ignorancia se podría aclarar figurativamente diciendo: el hombre es un dios que no sabe que lo es y únicamente este no saber tavijja¡ lo hace hombre. Se trata de un estado de "olvido", de delicuescencia [ha­cerse líquido], por el que se determina la potencialidad absolutamente primaria de la identificación del ser con una u otra forma de una exis­tencia finita y condicionada y, por ende, de un estado que comporta también una disposición, una tendencia, un movimiento virtual. Por lo que se pueden introducir también los conceptos de "obcecación", "in­toxicación", "manía", pero vemos en realidad que en algunos textos "ignorancia" y "manía" se intercondicionan; se dice, v. gr.: "el origen de la ignorancia determina el origen de la manía" y, al mismo tiempo, "el origen de la manía determina el origen de la ignorancia", pero la manía se considera tripartita, o sea, como "manía de deseo, manía de existencia, manía de ignorancia" (kamasava, bhavasava y avijjasavai)[10]. Siguiendo a Neumann ya De Lorenzo hemos traducido como "manía" el término asava, que los orientalistas traducen de diferentes maneras: como "pasiones" (Nyanatiloka), "tóxicos" -deadly foods, intoxicants­(Rhys Davids) o depravities (Warren) o como drogas, fermentos o es­tupefacientes, drugs (Woodward) o incluso como efluvios, emanacio­nes impuras, supuraciones, unreine Aus.flüsse (Walleser), etc. El sentido literal es de droga intoxicante que inunda y altera con una turbación o una "manía" todo el ser. Hay que pensar, pues, en un estado semejante al de la ebriedad que hace que uno se olvide de sí y al mismo tiempo hace posible una acción irracional. La estrecha relación de avijja, igno­rancia, con asava, la manía, se confirma no sólo por el hecho de que, cual se ha visto, la ignorancia se califica de asava -s-avijjasava-c-, sino aún más porque el estado de despertar o de iluminación, pañña, consti­tuye lo opuesto de la ignorancia y muy a menudo se supone que sobre­viene cuando los asa va han sido neutralizados o destruidos.

Aquí es preciso tocar el problema de la medida en que la "ignoran­cia" se puede considerar como algo absolutamente primigenio. Según el punto de vista, la perspectiva cambia. En sí, la enseñanza budista no va más allá de la avijja. Y para efectos prácticos, ascéticos, no es ne­cesario ir más allá de este hecho trascendente, la misteriosa crisis sugerida en tantas tradiciones como "caída", "descenso", "culpa" o "alteración" originaria. Doctrinalmente, en cambio, las cosas son algo distintas. Se afirma que "un límite anterior, en el que la ignorancia en cierto modo no haya existido, sino a partir del cual ésta existió, no es posible descu­brirlo".[11] Esta idea se refiere no a la serie trascendental, sino a la hori­zontal y temporal de la existencia samsárica, respecto de la cual se dice en el mismo texto: "El samsara no conduce hacia el elemento libre de muerte. Y no se puede establecer el punto en que se inició el andar de los seres paralizados por la ignorancia y atados por el afán".[12] Que­rer hacer del afán, como algunos, un prius absoluto en el orden de la génesis condicionada interpretada "verticalmente" sería un contrasen­tido. Significaría atribuirle al budismo una "originalidad" para conde­narlo a toda especie de contradicciones e incoherencias. Quizá, el afán se podría concebir como algo primigenio, mas no la ignorancia, la cual, como tal, presupone un conocimiento. Ni tendría sentido hablar de un despertar, porque evidentemente no es posible despertarse si antes no se está dormido o si no hay algo que relumbre más allá de la sombra del olvido. Por fin, la sustancia misma de la doctrina budista, o sea, la ascesis, quedaría fundamentalmente perjudicada, dado que no se lograría com­prender de dónde puede llegarle al hombre la fuerza para resistir, para despegarse del samsara, destruyendo con un recorrido a la inversa la concatenación entera de las nidana y desbaratando sin dejar restos la manía, si la ignorancia no fuera algo sobreañadido, una intoxicación, una obnubilación, una ebriedad, situación que por profunda que sea presupone un estado antecedente, ni es tal esa situación que paralice irrevocablemente toda fuerza vinculada a ese estado. Y con este punto de vista concuerda la enseñanza budista, a tenor del siguiente texto: "Hay, oh discípulos, algo no nacido, no devenido, no compuesto, no crea­do. Si no hubiera algo no nacido, no devenido, no compuesto, no creado, no habría siquiera un camino para ir más allá de lo nacido, de lo devenido, de lo compuesto, de lo creado. Pero porque hay algo no naci­do, no devenido, no compuesto, no creado, es posible una liberación de lo nacido, de lo devenido, de lo compuesto, de lo creado"[13]

El comentario más célebre de los textos[14] es que la ignorancia es-y al mismo tiempo no es- causa primera: "es el elemento principal, mas no el principio". No es el principio desde el punto de vista de la exis­tencia samsárica, respecto de la cual se dice que no existe un tiempo en el que no existiera la ignorancia, existencia que tendría la ignorancia y el afán como raíz doble y substrato coesencial. Lo es desde el punto de vista superior, trascendental o vertical, desde el cual aparece que los mismos asava están condicionados por la ignorancia y que es por ese camino por el que conducen a una determinada forma de existencia en el plano subhumano, humano o "divino".[15] En el plano samsárico y, por tanto, según la interpretación temporal, la ignorancia se explica como lo que posee quien, una vez descendido en el nacimiento, no recono­ce que la ley del mundo es dukkha ni ve el origen de su estado, la salida del mismo y la vía de la liberación: es, en resumen, la ignoran­cia de las cuatro verdades de los ariya. Determinada por los asava, por la intoxicación, por la manía, esta especie de ignorancia confirma el estado samsárico de la existencia y constituye la base (upadhi) para su prolongación.

2.En la serie condicionada, a avijja le siguen los sankhara. También este término se ha interpretado de distintas maneras. Literalmente, sankhara significa formar o preparar en vistas de una meta determina­da. Se trata del estado en que el movimiento potencial propio de la primera nidana asume cierta dirección, escoge el camino que seguirá en su desarrollo ulterior. Traducir sankhara como "distinciones" (Neumann) es exacto en cierto sentido, dado que no se puede escoger una dirección sin antes delimitarla y, por ende, distinguirla de otras posibles. Es necesario, empero, tener presente el factor volitivo y acti­vo (sankhara como kamma cetana) y también el factor "conceptual ". Ya Burnouf recordaba la exégesis según la cual sankhara es "pasión que comprende el deseo, la aversión, el miedo, la alegría", señalando a la vez que deseo y pasión son aquí conceptos demasiado restringidos. En un comentario citado por Hodgson se lee: "La creencia del princi­pio sensible, incorpóreo, en la realidad de lo que es sólo un espejismo va acompañada de un deseo de este espejismo y del convencimiento de su valor y de su realidad. A este deseo se le llama sankhara":[16], A lo que Burnouf añadía: "Los sankhara son las cosas quae fingit animus, o sea, que el espíritu crea, hace, imagina (sañkaroti). Son, en una pala­bra, los productos de la facultad que posee de concebir, de imaginar.[17] Es en tales términos como comienza a concretarse el objeto de la "ma­nía" y a definirse una determinada corriente, santana, en el descenso hacia la existencia samsárica. Y los samkhara se pueden referir al kamma (sánscrito: karma) en un doble sentido: a) en la concatenación vertical, tomando kamma en el significado general de acción y de principio de la diferencia de los seres[18] y b) en la concatenación samsárica, tempo­ral, horizontal, tomando en cuenta las raíces del carácter, las predispo­siciones, las tendencias innatas, así como las nuevas que se desarrollan y que, estabilizadas e incorporadas al tronco del afán, pasan de ser a ser, de estado de existencia a estado de existencia. En este segundo sentido veremos que los sankhara se consideran como uno de los cinco troncos constitutivos de la personalidad. Pero, a la postre, la raíz última de estos particulares sankhara, en el plano condicionado, samsárico, conduce en todos los casos a los sankhara que constituyen la segunda nidana de la serie vertical.

3. Los sankhara, por la vía de la distinción y de la individuación que implican, dan lugar a la tercera nidana, a viññana, o sea, a la conciencia, entendida como conciencia distintiva. Tenemos, pues, la potencialidad de todo lo que aparecerá como individuación, como conciencia individuada y finita o conciencia del "yo", en el sentido general com­prendido en la palabra sánscrita de ahamkara, aplicada también a for­mas de individualidad distintas de la humana comúnmente conocida.

4. La cuarta nidana es nama-rupa, o sea, "nombre-y-forma". Ya he­mos tenido ocasión de hablar de esto. Aquí sólo hemos de extender el concepto pensando en el conjunto de los elementos tanto materiales ("forma") como sutiles y mentales ("nombre") de que tiene necesidad como base una conciencia individual en general (viññana). En el plano de la cuarta nidana ha lugar aquel encuentro de la dirección vertical con la dirección horizontal que conducirá a la concepción y a la gene­ración de un ser: en éste, las disposiciones trascendentales se incorpo­ran a los elementos de una herencia samsárica, elementos que cuando la serie se dirija hacia un nacimiento humano, usarán a su vez en buena medida la materia de la herencia biológica de los padres.

Para orientarnos en este punto se debe considerar el budismo a la luz de una enseñanza más general. Tres elementos concurren al nacimiento del ser humano. El primero es de carácter trascendental y se vincula con las tres primeras nidana: se precisa que "ignorancia", manía y sankhara hayan determinado un oscurecimiento y una corriente des­cendente, la cual por vía de la segunda nidana tiene ya su dirección propia y por vía de la tercera se dirige hacia una forma de conciencia individualizada, finita, egoísta. El segundo elemento se refiere, en cambio, a fuerzas e influencias ya organizadas, a una vitalidad ya determinada, correspondientes a uno de estos procesos de "combustión" que consti­tuyen el samsara, de que hablamos a su debido tiempo. Tales influen­cias y tales vitalidades se pueden comprender bajo las especies de un ente sui géneris al que podremos llamar "ente samsárico" o "ente de afán". Es una "vida" que no se agota en la terrenal de cada uno, sino que se ha de concebir más bien como la "vida" de esta vida y tiene que ver con las nociones de "daimon", de "doble", "de genio", de fulgya, etc., que se encuentran en otras tradiciones y que en la hindú preexistía, por ejemplo, como elliñga-sarira o "cuerpo sutil" del Samkhya o como aquel ente, el gandharva, que incluso un texto del más antiguo canon budista recuerda como necesario, lo mismo que los padres, para que ocurra un nacimiento.[19] En el Abhidarmakosa, o sea, en la sistematiza­ción teórica del budismo, este ente recibe el nombre de antarabhava y se piensa que tiene una existencia pre e internatal. Una vez que se sus­tancia el "deseo" y es transportado por impulsos alimentados por otras vidas, trata de manifestarse en una nueva existencia.[20] Éste es pues el segundo elemento, el cual potencialmente corresponde ya a un "nom­bre-y-forma" en buena medida predeterminado. En el plano de esta nidana -la nama-rupa- se produce la conjunción del principio oscu­recido por la ignorancia con el antarabhava o daimon [genio] samsárico o ente afanoso: el primero, por así decir, se aviene con el segundo, injertándose en un determinado tronco de herencia samsárica.

Tras lo anterior hay que considerar el tercer elemento. En el texto señalado se dice que el ojo suprasensible ve que el daimon vaga de un lado para otro hasta que se le presenta la ocasión de una nueva "com­bustión" al percatarse de la unión sexual de un hombre con una mujer, los cuales al presentar una herencia correspondiente a lo ansiado pue­den ser su padre y su madre. Hay aquí un hecho, según el cual la doctri­na en cuestión presenta una singular concordancia de ideas con lo que el psicoanálisis, ya sea por deformaciones y exageraciones de todo tipo ha presentido en nuestros días con la teoría de la libido y del complejo de Edipo o del complejo de Electra. Se habla, en efecto, de un deseo que ese ente abrigaría hacia la futura madre o hacia el futuro padre, según el sexo que tuvo en la vida precedente, ya agotada; con la correspondiente aversión, en contrapartida, para con el otro progenitor.[21] Síguese una identificación con la ebriedad y el goce de ambos, a través del cual el ente entra en la matriz y ocurre la concepción. Inmediata­mente se condensan en torno a él los distintos khandha, o sea, los ele­mentos germinales concatenados que constituirán el nuevo ser, iniciándose el proceso fisiológico del desarrollo embrionario tal como, en sus aspectos exteriores, lo conoce la genética contemporánea y que la teoría de los demás nidana considera en sus condiciones internas, de lo que aún tenemos que hablar.[22]

Así, en último análisis, en el ser humano se encuentran presentes tres principios o entes; los mismos que en el Samkhya llevan los nombres de karana, liñga-sarira y sthula-sarira y que las antiguas tradiciones occidentales conocen en griego como nous, psyché y soma y en latín como mens, anima y corpus. A propósito de estas últimas hay que re­cordar la estrecha relación que se pensó entre el alma como daimon o doble y el "genio" como vida y memoria de determinada sangre y estir­pe, lo que a su vez remite al ya citado "camino de los padres" (pitr­yana) upanishádico, el sendero que siempre reconduce al nacimiento según la ley del afán y el destino de la existencia samsárica. El "alma", como principio distinto del propiamente espiritual; según el concepto original pertenece a este segundo plano y se funde más o menos con el ente irracional que es el "daimon". En los textos budistas de la prajñaparamita, la persona o "alma" -pudgala- a menudo se con­funde con este principio preformado que asume la existencia como vida de una determinada vida y cuyos elementos mantiene unidos, aun per­maneciendo como una fuerza no ligada a éstos y que no acaba su exis­tencia con la muerte del individuo.

En los textos del canon budista más antiguo (pali), las cosas a menu­do se presentan de suerte que el daimon o ente samsárico parecería equivaler a viññana, es decir, a la "conciencia", la tercera nidana. En realidad se trata de dos elementos que, como ya se ha dicho, son harto diferentes: la asimilación se explica con el hecho de que, a través de una afinidad electiva o de una convergencia, entre la fuerza de lo alto transportada por la ignorancia y este ente hecho de deseo se produce una identificación del todo análoga a la de dicho ente, más cuanto los padres aportarán como materia para la nueva presentación afanosa del ente. La "conciencia" (viññana) no es el "daimon"; sin embargo, ésta lo encuentra, se ensimisma y aviene con él hasta el grado de concretar una individuación y encarnación, para lo que se requiere una fuerza ya especificada de vida, de afán, de apego y de goce. Por lo cual, en el compuesto humano existe, desde luego, un "daimon" que es sede de una conciencia samsárica más que individual y al cual se pueden ligar también recuerdos, instintos y causas de remoto origen y que, a la pos­tre, puede ser que corresponda a la llamada alaya-viññana, "concien­cia-alhajero", donde se conservan todas las impresiones, tanto conscientes como inconscientes, de determinado tronco o corriente. Pero existe también un principio superior, el principio que la ignorancia y los asa va han intoxicado y entenebrecido. Éste es un elemento toral que si se pasa por alto resultan ininteligibles partes notables de la ascé­tica budista.

Se ha dicho que en cuanto el antarabhava, el daimon, entra en la matriz y se inicia el reagrupamiento y coagulación en torno a él de los elementos materiales, "muere".[23] Así se ha de entender aquella ruptura o solución de continuidad de la conciencia que es causa de que no nos acordemos ya de los estados prenatales o anteriores a la concepción, tanto samsáricos como trascendentales. Es una especie de fractura por­que, a partir de este punto -o sea, de la cuarta nidana- se afianza la inseparable correlación entre la conciencia y la unidad psicofísica tnama­rupa) que la individua. Por lo que, si es necesario que la conciencia (viññana) descienda al seno materno para que pueda organizarse "nom­bre-y-forma", asimismo es preciso que exista "nombre-y-forma" para que exista la conciencia.[24]

Por lo que hace a la relación existente entre los tres principios, en los textos se encuentra este símil: la conciencia (viññana) es la semilla; la tierra es el kamma (en sánscrito, karmay: el agua que hace que la semi­lla se transforme en planta es la sed. El kamma corresponde a la fuerza, preformada por determinados sankhara, propia del "ente samsárico" en el cual se sumerge el principio que desciende (semilla) y que el afán desarrolla en una nueva existencia. Sólo en caso de "descendimientos" excepcionales, "fatídicos", de seres que habiendo eliminado la igno­rancia en cierta medida están hechos de una sustancia prevalentemente de "iluminación" (bodhi -tal es el sentido literal del término bodhisa­Uva), el vehículo que se asume en vez del antarabhava como ente de afán es un "cuerpo celeste" o "cuerpo de esplendor" (tusito-kayo). En tales casos, el nacimiento ocurriría sin una verdadera ruptura o solu­ción de continuidad de la conciencia, con un "recuerdo" más o menos preciso, en perfecta posesión de sí, con imperturbabilidad y visión, con una auténtica elección de lugar, tiempo y de la madre en la que acaece­rá la encarnación.[25]

Esta manera de ver las cosas relativiza el alcance de la herencia bio­lógica terrena. Como herencia aquí se considera algo bastante más vas­to: no sólo lo que se hereda de los antepasados, sino lo que proviene de uno mismo, de actos y de identificaciones prenatales. Más aún, en la herencia global esto constituye la parte más esencial. Desde un punto de vista superior, prescindir de esta herencia no biológica sería tan ab­surdo como pensar que los pollitos nacen sin más del huevo, sin una correspondiente herencia animal.[26] Retomando el simbolismo del fue­go, para encontrar el origen del fuego que ha quemado una rama, sería (absurdo remontarse al origen de la rama, al árbol de donde se tomó dicha rama, al bosque al que pertenece el árbol, y así sucesivamente, todo esto explicando al máximo la calidad de esa materia como com­bustible. El origen del fuego se ha de buscar en el fuego mismo, no en el leño, y nos habremos de remontar a la chispa que encendió la llama, luego a la llama a la que perteneció la chispa y así sucesivamente. De igual manera, la herencia más esencial y verdaderamente "directa" de un ser no se encuentra en la genealogía de los padres terrenos, sino que hay que decir que los seres son herederos e hijos de su acción y no de padre y madre.[27] Más allá de la propia herencia como cuerpo y soma está la samsárica y, a la postre, la de sí como principio "de lo alto" -envuelto en la "ignorancia" ("la componente vertical").

5. Regresando a la cadena de la génesis condicionada, los estados o nidana que siguen a "nombre-y-forma" tienen que ver con el lado in­terno del desarrollo embrionario. Como quinto anillo de la serie tene­mos en primer lugar la sal-ayatana, es decir, la asunción de la séxtupla sede (en el sentido de los campos o troncos en los que, por contacto, se encenderán las distintas impresiones de los sentidos y las diferentes imágenes de la mente). En la tradición hindú se habla siempre de seis sentidos: a los cinco conocidos se añade mano (en sánscrito, manas), es decir, la mente, el pensamiento. Lejos de ser sinónimo de "espíritu’, como muchos hombres modernos creen, el pensamiento, en cuanto pensamiento subjetivo ligado al cerebro, aquí vale corno un sentido sui géneris, con más o menos el mismo carácter de instrumento que los demás sentidos. Cuando no se limita a coordinar y organizar los datos sensibles, se considera que el pensamiento está determinado por for­mas especiales, sutiles, de "contacto".

6-7. Pasando de la potencialidad a la actualidad se tiene la sexta nidana, la phassa, que literalmente quiere decir "contacto", "tocar" y se refiere a la experiencia que, a seguidas de determinados estímulos, comienza a arder o a relampaguear en cada uno de los seis troncos susodichos. De modo que la nidana siguiente es vedanta, el sentir, el colorido emocional de las percepciones, el sentimiento en general. Aquí comienza un nuevo desarrollo que se ha de considerar como el mani­festarse o encenderse de la manía, llamémosla trascendental, bajo la especie de los particulares deseo y apego que hacen de sustrato de la experiencia de un ser particular en un ambiente dado.

8. La nidana que inmediatamente sigue a la sensación es, por ende, la sed (tanha), que se despierta en los distintos troncos alimentada por los contactos, como aquella llama que -según un texto ya citado­arde en todo sentido y retoma el objeto, la facultad de los sentidos, el contacto y la impresión que se sigue, incluso cuando parece neutra, ni de placer ni de dolor.

9. Y así como "arder", en este nivel, equivale a "ser", mas para arder la llama requiere del material, depende del material, quiere el material, síguese la novena nidana, la upadana. Este término quiere decir literal­mente "abrazar": es un hacer propio mediante el apego, mediante la dependencia. Por eso hay quien traduce esta palabra por "voluntad" o por "afirmación" (anunayo), en oposición a desapego o rechazo (vinayo). Precisamente en este punto se actualiza y concreta la ahamkara, la ca­tegoría general de la "apropiación" (adyatmika): nace el sentido del yo o de la "persona" (sakkaya), que se define por la fórmula: "esto es mío, yo soy esto, esto es mí". Se tiene aquí pues el lugar propio de las agregaciones, de la formación de la personalidad según los cinco tron­cos ya recordados, que son: el tronco de las formas (rupa), que com­prende todo cuanto entra en el dominio corpóreo; el de la afectividad (vedana); el de las concepciones o representaciones o ideas (sañña); el de las predisposiciones, de las tendencias y, en general, de las volicio­nes (sankhara); y el de la misma conciencia en cuanto determinada, condicionada e individuada (viññana). Se dice: "No es la misma cosa el apego (upadana) y los cinco troncos del apego, y ni siquiera el apego está fuera de los cinco troncos del apego. Lo que en los cinco troncos es motivo de voluntad es afirmación, yeso es apego"[28] Así, la personali­dad samsárica no está constituida por esos cinco troncos, sino por lo que en ellos es "afán de voluntad",[29] por aquello que procede por efecto del elemento-base de todo el proceso, de la sed, que ahora se confunde con la misma del "daimon" y, en el punto de apagarse a través de los contactos, determina el depender, mientras que del depender a su vo­luntad procederá la angustia, la inquietud y el miedo elemental de quie­nes no tienen en sí mismos el propio principio y se mantienen desesperadamente aferrados a sakkaya, a la persona, al yo. En lo que se refiere al "apego" se habla en general de cobijar y cuidar las sensacio­nes experimentadas, tanto tristes como alegres, tanto no tristes como no alegres, y aferrarse a ellas. Con el cobijar y cuidar las sensaciones y aferrarse a ellas surge la satisfacción (en un sentido especial, trascen­dental, porque, como se ha visto, puede tratarse también de sensacio­nes del todo "neutras"). Este satisfacerse con la sensación es apego. En este apego tiene origen el "devenir".[30]

10. En efecto, como ahora están presentes todas las condiciones ne­cesarias para que se afirme la voluntad, se tiene el efectivo devenir de la misma, el acto-síntesis de su desenvolvimiento definitivo como ser individual y de su "existir" en el sentido literal: ex-sistere, estar fuera, existencia exteriorizada. Esto constituye bhava, la décima nidana, que literalmente quiere decir "devenir" y que tiene como contraparte:

11. El nacimiento jati, es concebido a menudo también como un des­censo.[31] De la quinta a la décima nidana se trata, pues, de estados que se desarrollan como contraparte de la vida embrionaria, a partir de la concepción, cuando se determinaría lo que en la filosofía moderna se llaman las categorías apriorísticas de la experiencia, o sea, modos en los que ésta se desarrollará en el espacio y en el tiempo o en otras condiciones de existencia. En efecto, hay que señalar que la doctrina en cuestión no tiene sólo en vista el caso de un nacimiento humano y te­rrestre. Por cuanto está claro que, sobre todo en vista de tal caso, el budismo ha formulado la teoría de la génesis condicionada, hay que considerar en general la posibilidad de un nacimiento -jati, décima nidana- no sólo en el plano de la generación animal, sino también en el de las "formas puras" -rupa- o en el libre de forma -arupa-[32]. Sólo que al tratar de estos casos sería preciso modificar aquí y allá la exposición precedente, adaptándola.

Adviértase, comoquiera, que la doctrina budista, al igual que toda enseñanza de veras metafísica, supera la singular estrechez de horizon­tes que predomina en Occidente y afirma que el estado humano no es más que de tantos estados posibles de existencia condicionada, así como la existencia humana individual no es más que una de tantas formas posibles de existencia individual y, en sí misma, una simple sección de una corriente, de un santana, que se extiende por delante o por detrás de dicha corriente.

12. La última nidana es jaramarana, esto es, declinación (jara, ve­jez) y muerte (marana). El nacimiento (jati) tiene por correlativo in­separable la decadencia y la muerte. Omnia orta oeeidunt et aueta seneseunt. "El devenir genera y lo devenido envejece y muere"[33] Se­gún los textos, no como una teoría, sino como una experiencia directa, como una visión absoluta, se presenta en dado momento al "claro e inmaculado ojo de la verdad" el conocimiento encerrado en estas pala­bras: "Todo lo que tiene un origen tiene un fin".[34]

La cadena de la génesis condicionada nos ha llevado, pues, por gra­dos hasta el modo de contingencia, de la eterna impermanencia, de la agitación, de aquella individualidad que es una ilusión y un puro nom­bre, aquella vida que está mezclada con la muerte y está alterada por la angustia y por una radical privación o insuficiencia; aquel modo en el que no hay libertad, en el que los seres, sujetados por el afán "saltan aquí y allá como liebres atrapadas por el lazo",[35] en parte se pierden como "saetas disparadas en la noche". En estos términos, aquel que se ha declarado capaz de "explicar toda la vida desde los fundamentos’[36] es como ha articulado la enseñanza compendiada de las dos primeras verdades de los ariya, a saber, dukkha, la agitación raíz de todo sufri­miento, y su sustrato, tanha, el afán, el deseo.

Tras haber hecho referencia a las distintas posibilidades del "nacer" hay que señalar que si el budismo reconoce la existencia de otro mun­do, más aún, de otros mundos, de otras condiciones de existencia más allá de la terrestre, "celestes", también esos mundos celestes se consi­deran sujetos a la ley del dukkha. Las entidades divinas (deva) existen en sus jerarquías, que son análogas a las angélicas de la teología occi­dental, mas no como seres eternos. Si bien su duración es indefinida­mente larga respecto del tiempo de los hombres -deva dighayuka-, también para ellos habrá la jaramarana, decadencia y fin. En el caso extremo, esto se ha de entender con referencia a la enseñanza general sobre las leyes cíclicas, que actúan en la reabsorción de todas las for­mas manifestadas, incluidas las supremas, según el principio superior y anterior, inmanifestado a todas ellas. Se sabe que también las anti­guas tradiciones occidentales, con la doctrina de los eones, de los saeeula [siglos] y de los años cósmicos conocieron nociones análogas.

Mencionemos de paso que el budismo conoce una personificación del prineeps huius mundi en Mara. Si etimológicamente, Mara con­duce a Mrtyu, el anterior dios hindú de la muerte, aquí se presenta como el poder que está a la raíz de toda existencia samsárica y que se reafir­ma dondequiera que hay identificación pasiva, apego, vínculo de de­seo, satisfacción, cualquiera que sea el plano de existencia o el "mundo"; luego incluso el espiritual.[37] Mara, que tiene por hijas Tanha, Rati y Arati, o sea, afán, amor y odio, es quien dispone los pastos y que, atraí­dos, al momento de satisfacerse los seres humanos caen en su poder[38] y, paralizados por la manía, entran sin descanso en la corriente de la exis­tencia efímera.[39] Es también quien, encarnando el carácter efímero de la existencia samsárica y apareciendo, pues, como el dios de la muerte, sorprende y se lleva en determinado momento al hombre ocupado en este o aquel bien, "como la inundación [se lleva] un pueblo dormido".[40] Mara está en estrecha relación con la "ignorancia". Puede actuar mientras no sea conocido. "Él no me conoce", ésta es la condición de su pro­ceder. En el momento en que el ojo sereno se le queda mirando, su poder se paraliza.[41]

El gran significado práctico de la doctrina del paticca samupada está en que con ella se afirma que el mundo condicionado y contingente no existe como algo absoluto, sino que él mismo es a su vez condicionado, contin­gente, por lo que en principio siempre es posible una remoción, una extrac­ción, una destrucción.[42] Creadas por la acción, las formas condicionadas de existencia se pueden disolver por la acción. La enseñanza budista, más allá de la serie descendiente de las formaciones -llamada el "camino malo"- considera, pues, la serie a contracorriente de las disoluciones, llamada "camino recto"[43].Si en la primera serie de dependencia de la igno­rancia se forman los sankhara y de éstos se forma la "conciencia", y de la conciencia se forma "nombre-y-forma" y así sucesivamente hasta llegar al nacimiento, decadencia y muerte, -en la segunda serie, una vez destruida la "ignorancia", son destruidos también los sankhara. Una vez destruidos los sankhara, se destruye la "conciencia", y así sucesivamente hasta la eliminación condicionada de los últimos efectos, o sea, del nacimiento, sufrimiento y muerte, es decir, de la ley de la existencia samsárica.[44]

Se puede comprender así que el momento en que se le reveló al príncipe Siddhartha la verdad de la génesis condicionada -o sea, la verdad de que el samsara no "es", sino que "es devenido"-, lo tuvo por una iluminación liberadora: se le había revelado la posibilidad de dar fin a todo un mundo: "¡Es devenido, es devenido!; surgió en mí este conocimiento como cosa nunca antes oída; surgió en mí la vi­sión, surgió en mí la intuición, surgió en mí la sabiduría, surgió en mí la luz". Y precisamente en esta ocasión se dijo: "Cuando la naturaleza real de las cosas se le hace clara al ardiente y meditante asceta, enton­ces rueda por el suelo toda duda, tras haberse percatado de cuál es esta naturaleza y cuál es su causa"[45].Y también: "Cuando la naturale­za real de las cosas se le vuelve clara al ardiente y meditante asceta, se levanta, desbarata las huestes de Mara, semejante al sol que ilumi­na el cielo".[46] En tal punto alcanza su fin la daimonía samsárica.

Una vez que la cadena descendente de las doce nidana nos ha lleva­do hasta el plano de la existencia samsárica vivida por un ser finito, se presenta la posibilidad de considerar la otra interpretación, ya mencio­nada, de las mismas nidana, que nosotros hemos llamado "horizontal". Entonces es preciso subdividir las doce nidana en cuatro grupos y refe­rirlos a múltiples existencias individuales en serie. El primer grupo, en tal perspectiva, comprende las dos primeras nidanas (avijja y sankhara), correspondientes a una herencia samsárica que le llega a un dado ser desde otra vida. La avijja, el no saber, se referiría entonces a las "cuatro verdades"; se referiría a no haber sabido ni de la contingencia del mun­do ni de la suerte del mismo, y los sankhara serían las predisposiciones creadas en aquella vida anterior, vivida en esa ignorancia. El segundo grupo se referiría, en cambio, a la existencia presente y comprendería las tres nidana -"conciencia", "nombre-y-forma" y "sede de los seis sentidos"- refiriéndolas a la formación y desarrollo de la nueva vida que retoma la susodicha herencia. El tercer grupo se relacionaría con las nidana "contacto", "sensaciones", "sed", "apego", referidas a esta misma vida del hombre común, en cuanto confirma el estado samsárico de existencia, alimentando con otro afán el preexistente y generando con los pensamientos y las acciones energías que se manifestarán en una vida posterior. A esta vida se referirían, por fin, las tres últimas nidana "(nuevo) devenir", "nacimiento" y, por fin, "decadencia y muer­te", casi como efectos.[47] En el marco de una explicación así, he aquí cómo se explican algunas de las nidana: la ignorancia se refiere a las cuatro verdades; los sankhara son las predisposiciones en los tres cam­pos del pensar, hablar y actuar; la conciencia (viññana) se refiere a la séxtupla sede (los seis sentidos); "nombre-y-forma" es el complejo psicofísico del hombre vivo; contactos y afectividad se refieren, de nuevo, a la experiencia sensible; por fin, apadana sería el apego al deseo, a las opiniones, a la creencia en el yo y a la creencia en la efica­cia milagrera de las normas morales y de los ritos.[48]

Si esta interpretación "horizontal" pudiera tomarse en cuenta para enmarcar algunas referencias especiales de los textos, poseería empero carácter exterior, exotérico, si se comparara con la otra, la llamada ver­tical y trascendental, y aquélla sólo se refiriera al plano samsárico, ni podría reivindicar un carácter de perfecta coherencia. Por ejemplo, no se ve por qué "devenir", "nacimiento", "decadencia y muerte" no se incluyen en el grupo medio, que concierne a la existencia presente, sino que se correlacionan con una existencia posterior, como si esto no valiera ya para la vida presente o para una anterior, en la que se locali­zan los sankhara y la ignorancia, y casi como si en la existencia poste­rior no aparecieran de nuevo tanto la ignorancia y los sankhara, como la conciencia, la séxtupla sede, etc., es decir, las nidana consideradas sólo para una existencia anterior o para la actual, cuya herencia retomaría. Que la gran parte de los orientalistas, a pesar de esto, se haya apegado a esta segunda interpretación sin percatarse de tales in­coherencias prueba su superficialidad e impreparación en metafísica. Y aunque en esto se apoyen en las opiniones de algún que otro oriental, la cosa no cambia.

Entendida la doctrina del paticca samuppada como la que señala el carácter condicionado de la existencia samsárica, se vinculan directa­mente con ella, como se ha dicho, la tercera y cuarta verdad de los ariya: la tercera, que postula la posibilidad de destruir el estado genera­do a través de las doce nidana: y la cuarta, que se refiere al método con que tal posibilidad se puede realizar de hecho, hasta la consecución del despertar y de la iluminación.

Como presupuesto práctico, ascético, vale aquí el principio de la in­manencia. Éste se expresa sugestivamente en una alegoría sobre el "ex­tremo del mundo". Un interlocutor de Buda dice que siempre había buscado ir más allá, incluso con rapidez mágica, hasta el extremo del mundo, sin poderlo nunca alcanzar. Buda replica: "No se puede llegar andando hasta el extremo del mundo -y pasa de inmediato al signifi­cado simbólico, añadiendo-: donde no hay ni nacimiento ni decaden­cia ni muerte, ni surgir ni perecer". Andando, o sea, a lo largo del samsara, no se encuentra el extremo del mundo. El extremo del mundo hay que hallarlo en sí mismo. El mundo acaba donde las intoxicaciones o manías, los asava, quedan destruidos. Y entonces se afirma el principio:

"En este cuerpo de sólo ocho palmos de alto, provisto de percepción y conciencia, en tal cuerpo está comprendido el mundo, el surgir del mun­do, el extremo del mundo y el camino que conduce al extremo del mundo"[49]. Base de la experiencia samsárica del mundo, en el cuerpo --entendido en su integridad, o sea, tanto del lado físico que del invisible, secreta­se cobijan todos los nidana, se encuentran las raíces de la experiencia; no sólo eso, sino también las potencias que en dado caso pueden cortar tales raíces y producir la transformación de un modo de ser a otro modo de ser.

En este punto a menudo se insiste en el poder de la "mente"; la men­te entendida en sentido vasto, no con referencia a las facultades simple­mente psicológicas. "Nuestro estado es el resultado de nuestros pensamientos, cuyo fundamento y materia son.[50] "El mundo está guiado por la conciencia, está ligado por la conciencia y está sometido al poder de la conciencia."[51] Es la mente la que "engaña al hombre y mata su cuerpo". Por su efecto "existe todo lo que tiene forma". La mente, nuestra suerte y nuestra vida, estas tres cosas, están estrechamente correlacio­nadas. La mente orienta y dirige, determina nuestra suerte aquí, de la cual depende nuestra vida, así, en una mutua y perenne concatenación”[52] Pero la mente depende del hombre: si ésta lo conduce hasta el mundo de la agitación y de la impermanencia, a ella también -se nos dice­ el príncipe Siddhartha debió su despertar, el ser transformado en buda.[53]

Con esto han quedado definidos todos los presupuestos de la ascética budista, como ascética en general y como doctrina ariya del despertar.



[1] Samyutta , VI, l.

[2] Majjhima XXVI (1,249).

[3] Como dice c.A.F. Rhys Davids en la introducción al Samyutta ... , Londres, 1922, vol. 11, p. VI.

[4] Mahavagga, 1, 1, 2.

 

[5] Digha ... , XIX, 13 Majjhitna ... , XXIXV (1,337).

[6] Para este segundo género de conocimientos, véase Bardo Thódol (The Tibetan Book of the Dead), traducción de W.Y. Evans Wentz, Londres, 1927). Véase también Majjhima ... , CXXXVI (111,308), donde se dice que mediante el centosamadhi, el asceta sigue el destino póstumo de los seres.

[7] Majjhima .... XXVIII (1,282).

[8] Mahavagga (Vin.), 1, XXIII, 10

[9] Samyutta ... , XII, 2 l , 22,41

[10] Majjhima , IX (1, 79.-80).

[11] Samyutta , XV, l.

[12] Samyutta ... , II, 179.

[13] Udana, VIII, 1-3.

[14] Visuddi ... , XVII (W. 171-175).

[15] Anguuara ... , VI, 63.

 

[16] Véase Corpus hermeticum 1, 1: "Al percibir en el agua mi forma, concebí deseo de ella y quise poseerla. El acto acompañó al deseo y la forma irracional fue concebida. La natura­leza se enseñoreó de su amante, lo circundó y ambos se unieron en mutuo amor. He aquí cómo es que, entre todos los seres que viven sobre la tierra, sólo el hombre es doble: mortal en el cuerpo, inmortal en la esencia ... Superior al sueño (= avijjas, está dominado por el sueño".

[17] Burnouf. E., Introduction a l’histoire du bouddhisme indien, París? ] 876, pp. 448-49.

[18] Visuddi ... , XVII.

[19] Majjhima ... , XXXVIII (1, 390); Jataka, 330; Milindapañha, 123.

[20] Abhidannakosa; 111, 12; véase Vallée-Poussin, L. de la, Nirvana, París 1925, p. 28.

[21] Ya era idea védica, por lo demás (Rg- Veda, X, Ixxxv, 40), que el gandharva, el genio o doble, posee a la esposa antes que lo haga el marido.

[22] Vallée-Poussin, L. de la, Bouddhisme, études et matériaux, París, 1909, p. 25 Y ss.

[23] Véase Tucci, G., Il buddhismo, Campitelli, Foligno, 1926, p. 75

[24] Digha ... , XV, 21-22.

[25] Véase, por ejemplo, Majjhima ... , CXXIII (l1J, 196-197); Digha ... , XIV, 17; Bardo Thódol, p. 191; Anguttara ... , VIII, 212

[26] Warren, H. c., Buddhism in Translations, Cambridge, 1909, p. 212

[27] Dahlke, P, Buddhismus als Weltanschauung, op. cit., p. 61

[28] Majjhima , CIX (111,76).

[29] Majjhima , XLIV (1,429-40).

[30] En relación con esto se pueden explicar aquí dos importantes nociones budistas: la del sasava y la del prapti. Sasava, de asava, quiere decir el cointoxicante, o sea, todo lo que favorece una explicación de la "manía" o "intoxicación" originaria: se extiende a estados tanto "buenos" como "malos", pues no es cointoxicante sólo "aquello que no está incluido", lo que se refiere a la pura trascendencia (véase Dhamma­ sangani, 11.03, 1104). En cuanto a prapti, significa asunción o incorporación: es la adhe­sion primaria, por la cual una tendencia hecha propia subsiste potencialmente y sólo aguarda la ocasion de manifestarse incluso cuando, por haberse satisfecho, parece que ha desapare­cido. Véase más adelante.

[31] Samyutta .... XII. 2.

[32]Véase, por ejemplo, Majjhima ... , IX (1, 72).

[33] Majjhima , I (1, l O).

[34] Majjhima , LVI (11,55); LXXIV (11, 334); Digha ... , XXI, 10.

[35] Dhammapada, 342.

[36] Majjhima ... , XI (1,98).

[37] Samyutta ... , XXII, 63; XXXV, 114; Mahavagga, 1, 11

[38] Itivuttaka. 14.

[39] Majjhima ... , XXV

[40] Dhammapada. 287

[41] Mahavagga ... , 1, XI, 2; 1, XIII, 2; Majjhima ... , XLIX (1, 481), etcétera

[42] Samyutta , XII, 1 Y SS., 20.

[43] Samyutta , XII, 3.

[44] Mahavagga , 1,1,2.

[45] Mahavagga, 1, 1, 3.

[46] Mahavagga , 1,1,7.

[47] Ésta es la interpretación que sigue Nyanatiloka, encargado de edición del Anguttara ... , vol. 1, p. 291.

[48] Samyuua ... , XII, 2.

[49] Samyutta ... , 1,62; Anguttara ... , IV, 46; IX, 38.

[50] Dhammapada, I.

[51] Anguttara ... , IV, 186; Samyutta ... , 1, 7.

[52] Mahaparinirvana , 64.

[53] Mahaparinirvana , 64.

La Doctrina del Despertar. Capítulo V. La llama y la conciencia samsárica

La Doctrina del Despertar. Capítulo V. La llama y la conciencia samsárica

Biblioteca Julius Evola-. La conciencia ligada al samsara es un estado del espíritu que determina la existencia de la alegría, del dolor, de las sensaciones, los placeres y, en general, de la necesidad y el ansia de vida. La conversión de una conciencia ligada al “yo” o al "alma individual" hacia aquella vinculada a la experiencia directa y realista, la samsárica, se describe en este capítulo como uno de los principios básicos de la doctrina del despertar.

5. La llama y la conciencia samsárica

Para comprender adecuadamente la enseñanza budista es preciso, pues, partir de la idea de que tiene en vista la condición de un hombre para quien hablar del atma-brahman, de un Yo suyo inmortal inmutable, idéntico a la suprema esencia del universo, no sería un hablar "confor­me a la realidad" -yatha bhutam-, o sea, basado sobre un dato efec­tivo de la experiencia, sino un simple lucubrar, un hacer filosofía o teología. La doctrina del despertar quiere ser absolutamente realista y partir de punto de vista real, o sea, quiere ser ciencia samsárica. El budismo procede a un análisis de tal conciencia y a la determinación de la "verdad" que le corresponde y que se compendia en la teoría de la impermanencia y no sustancialidad universales (anatta).

Mientras que en la lucubración anterior al budismo, acerca del bino­mio atma-samsara -o sea, el Yo inmutable, sobrenatural, frente a la corriente del devenir- cobraba prestancia el primer término (el senti­do del atma), la enseñanza de donde parte la ascética budista resalta casi exclusivamente el otro término, el samsara y la conciencia con él ligada. Este segundo término es considerado en todos aquellos caracte­res de contingencia, relatividad e irracionalidad que sólo le pueden ve­nir de la confrontación con la realidad metafísica ya directamente contemplada; realidad que, por lo mismo, está tácitamente presupues­ta, por más que debido a razones prácticas no se hable de ella.

Como verdad de primer grado del budismo, por así decir, está pues el mundo del devenir. Este devenir no tiene como sustrato nada que sea idéntico, sustancial, permanente. Es el devenir de la misma experiencia el que se agota en cada uno de los contenidos y momentos de la misma. Carente de apoyo y de límite, este devenir acabará por ser concebido como pura sucesión de estados que se van generando unos a otros, según una ley impersonal, como en un círculo eterno, en el que podemos ver el equivalente del concepto helénico del "ciclo de la generación", κύκλος της γενέσεως; [kyklos tes genéseos] y de la "necesidad", είψαρψένης; [kyklos tes eimarménes].

El término budista para designar determinada realidad -una vida individual o un fenómeno- es khandha o santana. Khanda quiere de­cir literalmente "montón, cúmulo", en el sentido de un conjunto, una agregación; mientras que santana quiere decir "corriente". En el flujo del devenir se forman torbellinos o corrientes de elementos psicofísicos y de estados concatenados, llamados dhamma, los cuales tienen cierta persistencia mientras subsistan las condiciones que los han hecho convergir o agregarse; tras lo cual se disuelven y, en el devenir --en el samsara-, se formarán en otro punto análogos conglomerados, tan contingentes como los anteriores. En tal sentido se declara: "Todos los elementos de la existencia son transitorios". Todas las cosas carecen de una individualidad o sustancia (sabbe dhamma anatta ’ti).[1] La ley de la conciencia samsárica se expresa con esta fórmula: suññam idam attena va attaniyena vati (vacío de "yo" o de lo que tenga aspecto de "yo", de sustancia). Otra expresión: todo es "compuesto" (sankhata), donde "compuesto" equivale a "condicionado"[2] En el samsara sólo existen estados condicionados de existencia y de conciencia.

Este modo de ver las cosas vale tanto para la experiencia externa como para la interna. Hay que señalar que los dhamma, los elementos primarios de la existencia en el budismo (y cada vez más en las formas más tardías del mismo) equivalen a simples contenidos de la concien­cia, no como abstractos principios explicativos supuestos por el pensa­miento, como fueron por ejemplo los átomos de las antiguas escuelas físicas. Así, la doctrina del anatta, de la no sustancialidad, se volverá cada vez más empirista, más fenoménica en cuanto a conciencia exter­na: como aparece directamente el mundo externo, así es: No vale decir: "este objeto tiene esta forma, este color, este sabor, etc."; tras los datos sensibles no hay nada a los que se deban referir.[3] Como se diría en términos modernos: existe o es real sólo el continuum de la experiencia vivida.

Con coherencia, más aún, podríamos decir con crudeza quirúrgica, el mismo punto de vista se adopta en lo que hace a la experiencia interna y de la unidad de la persona. Como se pone en tela de juicio la legitimidad de hablar, "conforme a la realidad", de una sustancia per­manente detrás de cada uno de los fenómenos y aún más detrás de toda la naturaleza, cual quería la teoría brahmánica, también se im­pugna la posibilidad de hablar fundadamente de un principio sustan­cial, inmortal e inmutable de la persona, como el atma upanishádico. También la persona (sakkaya) es khandha y santana, un agregado y una corriente de elementos y de estados impermanentes, "compues­tos", condicionados. También ella es sankhata. Su unidad y realidad son puramente nominales; a lo más, "funcionales", lo que hace que se diga: así como cuando las varias partes de un carro se encuentran unidas se usa la palabra "carro", de igual manera cuando se encuen­tran presentes los distintos elementos que constituyen la individuali­dad humana se habla de "persona": "Como la conexión de las partes constituye el concepto de un carro, así la agregación o concatenación de estados da el nombre a un ser viviente".[4] El carro es una unidad funcional de elementos, no una sustancia; de igual manera, la persona y el "alma"; "del mismo modo, las palabras ’ser viviente’ y ’yo’ son sólo una designación para el quíntuple tronco del apego."[5] Cuando las condiciones que han determinado la combinación de los elemen­tos y de los estados cesan en ese tronco, la persona como tal -o sea, como esa determinada persona- se disuelve. Pero incluso en su duración no es un "ser", antes bien un fluir, una "corriente", porque el santana se concibe como algo que no se inicia con el nacimiento ni se interrumpe con la muerte.[6]

La base positiva de esta manera de ver, por cierto poco halagüeña para cualquier "espiritualista" divagante, es que la única conciencia de la que puede hablar positivamente la mayoría de los hombres que per­tenecen al actual ciclo, yatha-bhutam, es la "que ha llegado a ser" y "formada", o sea, determinada y condicionada por contenidos, que, empero, son impermanentes. Conciencia y conocimiento son interde­pendientes: "Estas dos cosas son conexas, no separadas, y es imposible distinguirlas e indicar su diferencia. En efecto, lo que uno conoce, de eso es consciente, y aquello de lo que es consciente, eso conoce".[7] Como no tiene sentido hablar de un fuego en general, pues existe sólo un fuego de troncos o de estiércol o de leña o de hierba, etc., de igual guisa no se debe hablar de conciencia en general, sino de una conciencia visual, o auditiva u olfativa o gustativa o mental, según los casos." "Mediante el ojo, el objeto y la conciencia visual, tiene origen lo visto; así para el oído, así para el olfato, el gusto y el tacto; lo mismo, median­te la mente y las cosas, tiene origen lo pensado. Estos estados sensoria­les tienen, pues, origen en causas que no implican un principio substancial”[8] "Es en correlación con el cuerpo que surge la idea ’yo soy’ y no de otra forma", causas que, sin embargo, son impermanen­tes.[9] Vistas así las cosas, es evidente que queda excluida la idea de un alma, de un yo sustancial incondicionado. Precisamente por esto, la conciencia está "vacía de yo", porque es conciencia que surge siempre por un dato contenido, sensorial, psíquico o mental.[10] Más en general, el yo real que cada uno experimenta, no el teorizado por los filósofos, está condicionado por "nombre-y-forma". Esta expresión, tomada por el bu­dismo de la tradición védica, designa al individuo psicofísico: de "lo que en este complejo es denso y material" se dice[11] que ’es forma’; de lo que es sutil y mental [se dice que] es nombre", existiendo entre una y otra cosa una relación de interdependencia. Ligada a "nombre-y-forma", el "alma" sigue los movimientos fatales [de nombre-y-forma] y por esto, como veremos, angustia y temor pertenecen, según el budismo, al sustrato más profundo de toda vida humana y, en general, samsárica.[12] En última instancia, conciencia (individuada) y "nombre-y-forma" se intercondi­cionan. Una cosa no es sin la otra, lo mismo que -según la imagen de un texto- dos mesas se mantienen en pie sólo apoyadas la una en la otra. Esto equivale a decir que la persona es considerada como un todo "funcional", que no tiene el devenir como un accidente, sino como su misma sustancia. "Un estado concluye y el otro comienza: y la sucesión es tal que se puede casi decir que nada precede y nada sigue".[13]

Todo esto vale como introducción general a la teoría de las "cuatro verdades ariya" (cattani ariyasaccanii y de la génesis condicionada tpaticca samuppada). La teoría de la no sustancialidad, cual ha sido resumida hasta aquí, consiste en una visión fenoménica del mundo in­terior y exterior. Desde aquí se puede asumir el punto de vista de las fuerzas agentes para descubrir cuál es -siempre en términos de expe­riencia vivida- el sentido profundo y la ley interna de este fluir, de este sucederse de estados. Se presentan entonces las dos primeras ver­dades ariya, que corresponden a los términos dukkha y tanha.

Ya aquí es preciso separar el meollo de la enseñanza budista, de sus elementos accesorios y de sus formulaciones populares; no sólo eso, sino que hay que lidiar con una terminología cuyo equivalente preciso es difícil trasladar a las lenguas occidentales, además de que incluso en un mismo texto las expresiones a menudo cambian de significado. Si los términos de las lenguas occidentales modernas son rígidamente unívocos, por estar basados máximamente en abstracciones verbales y conceptuales, en igual medida los términos de las lenguas orientales son plásticos, porque se adecuan a la riqueza de un contenido vivido.

El término dukkha se suele traducir por "dolor", de donde el concep­to estereotipado de que la esencia de la enseñanza budista es, simple­mente, que el mundo es dolor. Mas éste es el aspecto más popular, exotérico, casi diría profano, de la doctrina budista. Cierto, no se pue­de objetar que dukkha en los textos se aplica a cosas que, como enve­jecer, enfermarse, morir, sufrir lo que no se desea y no tener lo que se desea, etc., pueden en general ser motivo de dolor, de sufrimiento. Pero, por ejemplo, ya la idea de que el nacimiento en sí sea dukkha debería dar que pensar, y aún más el que el mismo término sea aplica­do a estados de conciencia no humanos, "celestes" o "divinos", de los que no se puede decir que estén sujetos al "dolor" en el sentido común del término.

El significado más profundo, doctrinal y no popular del vocablo dukkha, más que "sufrimiento" es estado de agitación, de inquietud, de "conmoción" .[14] Vale pues decir que es la contrapartida vivida de lo que se expresa en la misma teoría de la universal impermanencia y no sustancialidad, del annicca y del anatta. Por esto, en los textos, dukkha, anicca y anatta si no aparecen de plano como sinónimos,[15] se encuen­tran unidos por una íntima relación. Esta interpretación se confirma si consideramos dukkha a la luz de su opuesto, vale decir, de los estados de "liberación": dukkha se nos aparece entonces como la antítesis de una calma impasibilidad, de una superioridad no sólo ante el dolor sino ante la alegría; como lo opuesto de la "incomparable seguridad" del estado en el que no hay ya "inquieto girar", no hay ya "ir y venir", y el miedo y la angustia han sido destruidos. Para entender de veras el con­tenido de la primera verdad de los ariya, dukkha, más aún, para apre­hender la sustancia más profunda de la existencia samsárica, hay que asociar a la noción de "conmoción" y de "agitación", la de "angustia". "Una raza que tiembla", vio Buda en el mundo: hombres que tembla­ban, apegados a su persona, "semejantes a peces de una corriente casi seca"[16] "Este mundo ha caído en la agitación": tal es el pensamiento que le vino cuando aún se esforzaba por conseguir la iluminación.[17]

"De verdad, este mundo ha sido vencido por la agitación. Se nace, se muere, se decae de un estado y se pasa a otro. Y de esta pena, de este decaer y morir, nadie conoce un respiro".[18] Se trata pues de algo bas­tante más vasto y profundo que cuanto se pueda expresar con un térmi­no como dolor.

Y ahora pasemos a la segunda verdad de los ariya, la cual se refiere a samuraya, es decir, el origen. ¿De dónde se origina, de dónde extrae nutrimento y se afianza una existencia que se presenta como dukkha, como agitación, como agustioso devenir? La respuesta es tanha, el an­sia, o trsna [trishna], la sed: "sed de vida, que siempre se reaviva, que unida al placer de la satisfacción y que no cesa de calmarse ni aquí ni allá: es sed de placer sensual, sed de existencia, sed de devenir". Ésta es la fuerza central de la existencia samsárica, éste es el principio que determina la anatta, o sea, la no aseidad de cualquier cosa y de cual­quier vida, y cualquier vida mezcla la alteración y la muerte. La sed, el ansia, el ardor, según la enseñanza budista se encuentran no sólo en la raíz de cualquier estado de ánimo, sino también de la experiencia en general, de las formas del sentir, percibir y del experimentar, que más parecerían "neutras" y mecánicas. Se da así el simbolismo sugestivo del "mundo que quema". "El mundo entero está en llamas, el mundo entero está consumido por el fuego, el mundo entero tiembla”.[19] ”Todo está en llamas. ¿ Y qué está en llamas? Arde el ojo, arde lo visible, arde el conocimiento de lo visible, arde el contacto del ojo con lo visible, arde la sensación que surge del contacto con lo visible, se trate de ale­gría.. dolor o ni alegría ni dolor. ¿Y de qué fuego arde? Del fuego del deseo, del fuego de la aversión, del fuego de la obcecación . Y el mismo motivo se repite para lo que se escucha, lo que es gustado, tocado, olido o pensado.[20] Lo mismo para el pañcakhandha, el quíntuple tron­co de la personalidad: forma corpórea, sentimiento, percepción, ten­dencias, conciencia.[21] Esta llama no sólo arde en placer, aversión y obcecación, sino también en nacimiento y muerte, en el decaer, en toda pena y sufrimiento.[22]

Tal es la segunda verdad de los ariya, la verdad acerca del "origen".

Para entenderla es preciso ir más allá del plano de la conciencia ordina­ria. En efecto, todos concederán que el deseo es el resorte de gran parte de las acciones humanas, pero nunca jamás podrá captar intuitivamen­te que sea la sustancia de su misma forma corpórea, la raíz de su misma individualidad, la base de toda su experiencia, incluso de la que tiene un color y sonido indiferente. Y lo mismo vale decir, en cierta medida, respecto de la primera verdad, por que, ¿cómo podría alguien com­prender que el sustrato de su misma alegría es dukkha, esto es, agita­ción, sufrimiento, desvarío? Es el caso que estas dos verdades son ya, en cierta medida, de la "otra orilla", o sea, se hacen evidentes sólo a quienes, habiendo superado estado en que antes se encontraban, pueden aferrar objetivamente y en su integridad el sentido profundo del mismo.[23] Respecto a esto, los textos presentan un símil sugestivo, el del leproso. Quienes, "excitados por el deseo, consumidos por la sed del deseo, ardiendo en la fiebre del deseo, gozan del deseo" son como aquellos leprosos de cuerpos cubiertos de llagas, ulcerados, comidos por los gusa­nos que, despellejándose las llagas y haciéndose achicharrar los miem­bros, experimentan un goce enfermizo. Pero quien se librara de la lepra y se sintiera curado, sano, independiente, "dueño de andar a donde quie­ra", éste entendería conforme a la realidad el placer morboso del lepro­so y si alguien quisiera arrastrarlo a la fuerza a ese fuego de que goza el leproso, se debatiría con toda su alma por apartarse.[24]

Aparte esto, ya el simbolismo de la llama y del fuego nos da un modo de entender aproximativamente la ley de la existencia condicio­nada y del devenir como "ansia" o "sed". Por lo demás, trátese de la sed física o, en general, de la necesidad del alimento, el instinto empuja al organismo a saciarse asimilando y consumiendo lo que sea con tal de mantenerse. Mantenerse significa, empero, tener que sentir de nuevo, después, sed o hambre, por la ley misma del organismo, que se reafir­ma con cada satisfacción de la necesidad. Es así como en los Evange­lios se dice: "Quien bebe de esta agua, siempre tendrá sed, pero quien bebe del agua que yo le daré, no volverá a tener sed; más aún, esta agua se transformará en una fuente de agua que brota hasta la vida eterna".[25] Más adecuado aún es el simbolismo de la llama y de los procesos de combustión. Se debe a Dahlke una aclaración de este simbolismo al grado que nos hace entender el secreto de la vida samsárica. Al asimilar toda ansia a un fuego, el ser viviente se presenta no como un "yo", sino como un proceso de combustión, porque en el plano de que aquí se trata no se puede decir que tenga ansia, sino que él mismo es ansia. Hay pues, latente en cada uno, una voluntad de arder, de transformarse en llama, que consumirá la materia que sea. El combustible estimula esta voluntad, hace que el fuego intervenga en un proceso de combustión, de donde resulta un grado más alto de calor; vale decir, una nueva ener­gía con potencial de arder, de suscitar un nuevo incendio y así sucesi­vamente, una y otra vez. Se puede hablar, pues, de un proceso que se genera y que se da pábulo a sí mismo en la llama, de guisa que cada momento representa un dado grado calórico que, como tal, es la poten­cialidad de una nueva combustión apenas se produzca el contacto con una nueva materia capaz de arder.[26] Por eso, en el texto ya citado, todo contacto, toda percepción, visión o pensamiento se consideran en tér­minos de un "arder". El fuego es el ansia que la voluntad conduce hacia este o aquel contacto, en el que dicha ansia se prende y se afianza, cebándose, por así decir, de sí misma y exacerbándose en el acto mismo de apaciguarse y de consumir el combustible. El yo como santana, como "corriente", no es más que la continuidad de este fuego que se mantiene mortecino bajo las cenizas en cuanto le falta material, para reavivarse con cualquier nuevo contacto. El proceso de la vida samsárica, pues, es considerado como una llama vinculada a una materia ardiente o como llama que ella misma es materia. Los contactos se desarrollan a través del apego, upadana. Esto se refuerza en el ya mencionado quíntuple tronco que constituye la persona en general: organismo cor­póreo, sentimientos, percepciones, tendencias, conciencia individuada. Al arder potencialmente en estos troncos, la sed se desarrolla en cada uno de ellos a través de una serie de contactos con el mundo externo, el cual se presenta a la voluntad de arder y de existir ardiendo bajo la especie de un variado combustible, que sin embargo tanto más acre­cienta al ardor cuanto más parece aplacarla y satisfacerla. La teoría del anatta, del no-yo, en tal situación, tiene este sentido: el yo no existe fuera del proceso de arder; es este mismo proceso y en cuanto cesara, incluso el yo, la ilusión de ser yo, se derrumbaría. He aquí, por ende, la razón de la angustia y de la "agitación" primordial, de que ya se ha hablado; he aquí el profundo hontanar del "triple fuego de la sensuali­dad, del odio y de la obcecación" y de la misma voluntad que "hace buscar otros mundos". Es en el afán donde el yo samsárico halla el apoyo sin el cual se hundiría.[27] También en el sufrimiento y en la pena actúa una variante de este fuego escondido, de la voluntad de existen­cia y de confirmación de los seres condicionados que, sin embargo, conduce a una alteración cada vez más profunda.

Sobre este cimiento, la teoría budista del samsaria ha podido poten­ciarse hasta la teoría de la "instantaneidad" o "existencia instantánea", ksana. Si la existencia y el sentido del yo están condicionados por los contactos, esta existencia debe resolverse en la serie de los mismos con­tactos. En tal sentido, hablando estrictamente la vida es instantánea, se­gún la imagen budista de la rueda del carro, cuyo movimiento es desde luego continuo, se muevo o no el carro, con tal que toque siempre el suelo en un solo punto. "De igual manera, la vida de los seres tiene sólo la duración de un pensamiento: el ser del momento pasado ha vivido, pero no vive ni vivirá; el ser del momento futuro vivirá, pero no vive y no ha vivido; el ser del momento presente vive, pero no vivió ni vivirá".[28]

Éste es el tiro de gracia asestado contra la teología brahmánica del atma. Pero aun prescindiendo de tales formulaciones extremistas, que pertenecen a un periodo posterior (por coherentes que sean), este orden de ideas es tal que da al traste con la teoría de la reencarnación que nosotros hemos considerado, en el hinduismo, que son en buena parte efecto de influencias exógenas. Ya se ha visto, en el ínterin, que la preo­cupación por saber qué fue o qué será después de la vida, para Buda pertenece a la opinión o a la divagación; es enfermedad, espina, llaga, zarza, tumor, laberinto, de modo que a priori todo interés por lo que respecta la hipótesis de la reencarnación debe quedar excluido. Comoquiera, la idea de que "esta conciencia persiste inmutable en el girar de las existencias mudables" se tacha expresamente de "falsa opi­nión, no anunciada por Buda", propia de un "espíritu vano",[29] cosa en que está de acuerdo todo el conjunto de los discípulos, tras pregunta hecha por el príncipe Siddhartha.[30] El argumento fundamental aquí es que no se encuentra en concreto ningún dato inmediato de la concien­cia de que hayamos existido en el pasado;[31] en segundo lugar, la "natu­raleza de la conciencia es condicionada’[32] y, al ser condicionada sobre todo por "nombre-y-forma", es inconcebible una continuidad real de conciencia, dado que "nombre-y-forma" mudan y dado que en la co­rriente se producen khandha, o sea, agregados psicofísicos nuevos y diferentes. En realidad, no es el mismo "nombre-y-forma el que rena­ce".[33] Cuando al apagarse una vida, nombre-y-forma -o sea, la indivi­dualidad- cesa, no ocurre que pasa a existir en otro lado como el mismo agregado; se ha de pensar más bien que es como un son de laúd que viene a la existencia sin que antes haya existido en otro lado, ni pasa a ningún otro lugar en cuando deja de sonar.[34] Existe ciertamente una continuidad, pero es impersonal; es la continuidad del afán, de la "co­rriente", de la voluntad de arder por ser, la cual tras haber agotado, casi como un combustible, una vida, salta a aferrarse de otro tronco y a extenderse en éste, mientras en los estadios intermedios permanece, como dice un texto,[35] como llama que tiene que se tiene a sí misma por combustible, esto es, como puro potencial calórico. En rigor habría que referirse a un continuum en el que tanto la absoluta diversidad como la absoluta identidad quedan excluidas. Un símil empleado es el de las llamas de las tres vigilias de la noche: el hachón de la primera vigilia que, al estar por extinguirse, da fuego a otro hachón y éste, luego, a un tercero. Las tres llamas no puede decirse que sean iguales ni distintas. Una ha encendido la otra, una tiene el fuego de la otra, pero cada una es distinta de las demás: es llama (vida, conciencia) de un hachón diferen­te. Otro símil: la leche que se convierte en leche cuajada, luego mante­quilla y luego queso. Se trata, sí, de la misma sustancia, pero el cambio de estado impide que se emplee el mismo nombre, o sea, decir que el cuajo es leche y que la mantequilla es cuajo.[36] Si se cambia el estado --con referencia a un "nombre-y-forma" diferente- (filosóficamente se di­ría: con referencia a un distinto principium individuationis), se ha de , cambiar la denominación y no se ha de hablar de un mismo yo, de una misma conciencia.

La única realidad real es la que se refiere a un nexo causal y a una herencia personal. La gama que en un dado ser es la vida del mismo, en el curso de la vida ha asumido cierta calidad, cierto habitus, que se conservará y se remanifestará en la combustión siguiente. De aquí la noción de los llamados sankhara, que corresponden a las direcciones que se han estabilizado en el deseo y que constituyen uno de los cinco troncos de la personalidad; mientras que para referirse al determinismo general (a través del cual la fuerza fundamental agrega precisamente ese dado grupo de dhamma, de elementos, en su manifestarse), se usa -en especial en textos budistas posteriores- el término upanishádico de karma (en pali: kamma), de modo que se habla del kamma como "matriz de los seres (kammayoni)" y se formula el principio: "Según el operar del ser surge un nuevo ser: lo que uno hace, lo hace re-ser.

Llegado a ser, lo tocan los contactos [o sea, se inicia el nuevo proceso de combustión]. Herederos de las acciones son, pues, los seres".[37] Sólo que por vía de una formulación de este género no se puede suponer, sin más, la continuidad de un sustrato individual, de un "yo", sino que hemos de remitirnos una vez más a la imagen de una llama que pasa de una rama a la otra, de suerte que sólo hay que añadir a lo anterior la particular calidad que asume el fuego que de una combustión se trasmi­te a otra. He aquí por qué en los textos no se da respuesta a la pregunta de si el propio individuo resiente los efectos de una existencia prece­dente, o si los resiente otro individuo. Como única respuesta se nos remite a la "génesis condicionada", es decir, al proceso que, en general, conduce hasta la conciencia samsárica.[38] A la pregunta: ¿es el mismo nombre-y-forma el que resurge en una nueva existencia? La respuesta es: "No es el mismo nombre-y-forma el que renace en la existencia siguiente; pero con este nombre-y-forma se realizan acciones, buenas o malas, a través de las cuales surge otro nombre-y-forma en una exis­tencia siguiente".[39] Y se concluye: "Los efectos surgen en una serie en la que tanto la identidad absoluta como la diferencia absoluta quedan excluidas, por lo que no se puede decir que estén creados por el mismo ser ni por algo que sea diferente".[40] Valdría hacer la comparación con la imagen de una canica que recibe la fuerza y la dirección de otra canica a la que golpea y que, naturalmente, es diferente de ésta, si el mundo orgánico no nos presentara una analogía a través del fenómeno de la generación y de la herencia biológica: en el nuevo animal, que es dis­tinto de su padre, tienen continuidad la vida de éste y a menudo hasta sus tendencias, instintos y aun taras.

Con todo, en este caso no hay que pensar tanto en una continuidad lineal de existencias individuales, cuanto en numerosas apariciones de un único tronco de afán, que en el proceso de combustión es cada vida particular, cada individuo: el deseo que sustancia esa vida, ese indivi­duo, a la par que lo trasciende para luego regresar al estado de latencia, pasando a encenderse en otra parte, donde se afianzará según la direc­ción que en aquella vida se había dado a sí misma.

Con tal doctrina, la indefinición propia del concepto upanishádico -que oscila entre la verdad relativa a una conciencia átmica y la rela­tiva a una conciencia samsárica- queda superada y en tal sentido se confirma un punto de vista rigurosamente realista, exento de "idealismos" y de atenuaciones. El resultado no es, desde luego, una perspectiva "consoladora". Buda, por así decir, ha acelerado los ritmos y ha expuesto lo que corresponde a la forma límite de una caída o de una involución, precisamente porque sólo así se puede provocar una reacción total y se puede entender la necesidad de la ascesis postulada por la vida del despertar.

No estará de más añadir esta consideración: ya se ha señalado que las dos primeras verdades de los ariya, en especial con referencia a la doctrina de la sed del fuego, pueden no resultar directamente evidentes al hombre moderno. Éste puede comprenderlas plenamente sólo en momentos críticos especiales, porque la vida que de ordinario lleva es como exterior a sí misma, semi sonámbula, movida entre reflejos psi­cológicos e imágenes que le ocultan la sustancia más profunda y más temible de la existencia. Sólo en dadas circunstancias se rasga el velo de una ilusión, en el fondo algo providencial. Por ejemplo, en todos los momentos de un peligro súbito, cuando se nos ataca o cuando se hunde el suelo porque se abre una brecha en el hielo o al tocar por descuido un tizón o un objeto electrizado, se manifiesta una reacción instantánea, la cual no procede ni de la "voluntad" ni de la conciencia, ni del yo, pues éste llega sólo después, una vez realizado el ademán, puesto que en ese momento fue descabalgado por algo más profundo, más rápido y más absoluto. En el hambre, en el pánico, en el deseo sensual, en el espas­mo, en el terror, se manifiesta de nuevo la misma fuerza, y quien sabe captarla directamente en esos momentos se crea la facultad de percibir­la gradualmente incluso como el sustrato invisible de toda la vida de vigilia. Las raíces subterráneas de las inclinaciones, de la fe, de los atavismos, de las convicciones invencibles e irracionales, de los ins­tintos, los hábitos, el carácter, de todo lo que llega como animalidad, como raza biológica, toda la voluntad del cuerpo, todo esto se reduce al mismo principio. Frente a éste, la "voluntad del yo" tiene a menu­do una libertad semejante a la de un perro amarrado con una cadena bastante larga, de la que no se percata sino hasta que llega a un cierto límite. Si se pasa ese límite, la fuerza profunda no tarda en despertar para descabalgar al "yo" o para embromarlo, haciéndole creer que es él quien quiere, cuando en realidad es ella la que quiere. La fuerza salvaje de la imagen y de la sugestión lleva al mismo punto: según la misma ley del "esfuerzo convertido", se vuelve tanto más fuerte cuanto más se "quiere" en su contra, como en el sueño, que huye cuanto más se "quiere" dormir, o como en la sugestión de caer al caminar junto a un abismo, que lleva de fijo a que la mayoría caiga si se "quiere" en su contra.

Tal fuerza, que se confunde pues con la de las potencias emotivas e irracionales, se identifica por grados con la fuerza misma que gobierna las funciones profundas de la vida física, sobre las que poco puede la "voluntad", el "pensamiento", el "yo", que le son externos y semejan­tes a parásitos que viven de ella, extrayendo las linfas esenciales inclu­so sin poder descender dentro, hasta el tronco profundo. Es preciso pues llegar a preguntarse qué cosa de este "mi" cuerpo puedo justificar con "mi" voluntad: si "yo" quiero "mi" respiración o el fuego de las mezclas en que arde el alimento o mi forma, mi carne, el que yo sea este hombre determinado así y no de otra manera. Y quien esto se inte­rrogue, ¿no podría quizá ir más allá y preguntarse si esta misma volun­tad "mía", esta conciencia mía, este mi mismo "yo" los quiero o, simplemente, están ahí?

Veremos que la doctrina del despertar acaba planteando problemas de este cariz. Y quien es lo bastante fuerte para ir más allá de la ilusión no puede sino llegar a esta desconcertante constatación: "tú no eres vida en ti. Tú no existes. ’Mío’ no puedes decirlo en modo alguno. La vida, no la posees; es ella la que te posee. Tú la sufres. Y es una quimera que este fantasma de ’yo’ pueda subsistir inmortal al deshacerse del cuerpo, cuando todo te dice que le es -la correlación con este cuerpo- esen­cial y tiene -un malestar, un trauma, un accidente cualquiera- una influencia precisa sobre todas sus facultades por ’espirituales’ y ’supe­riores’ que sean".

Hay quien, en momentos determinados, tiene la posibilidad de des­prenderse de sí, de descender más allá del umbral, siempre más abajo hacia las oscuras profundidades de la fuerza que gobierna su cuerpo y donde esta fuerza pierde nombre e individuación. Y entonces se tiene la sensación de esa fuerza que se extiende a retomar el "yo" y el "no yo", extendiéndose a toda la naturaleza, posesionándose del tiempo, transportando miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, reafirmándose en miles de formas, irresistible, salvaje, inexhausta, ca­rente de apoyo, de límite, encendida por una eterna insuficiencia y pri­vación. Quien llegue a esta percepción temible, semejante a una vorágine que se formara de repente, capta el misterio del samsara, comprende y vive a plenitud el sentido de la doctrina budista del anatta referida al hombre (o sea, la doctrina que niega la existencia del yo). El paso de la conciencia puramente individual a la samsárica, que retoma indefini­das posibilidades de existencia (desde el inframundo a las celestiales), tal es el punto de apoyo, al fin y al cabo, de toda la doctrina del desper­tar. No se trata aquí de una "filosofía", antes bien de una experiencia que, por cuanto corresponde a la realidad, no es patrimonio sólo del budismo. Rastros yecos de la misma se hallan incluso en otras tradi­ciones, en Oriente y en Occidente (aquí, sobre todo, como saber secre­to y experiencia iniciática). La teoría del dolor universal, de la vida como sufrimiento no es más que algo del todo exterior, algo profano y exotérico, como ya se ha dicho; que sólo adoptan formas de manifesta­ciones populares.

Desde el punto de vista de la mentalidad occidental se aceptan dos formas o grados de existencia y de conciencia samsárica: una que es de verdad samsárica y la otra que se limita al espacio y tiempo de una única existencia individual. La conciencia que priva en el Occidente moderno es esta segunda, pero no deja de constituir sólo una parte, la sección de una conciencia o de una existencia samsárica que atraviesa los tiempos; no sólo eso, sino que, como ya se ha señalado, puede com­prender estados libres de la misma ley temporal que conocemos. En el antiguo mundo oriental subsistía aún, en buena medida, esta más vasta conciencia samsárica.[41] Y la vía ascético-iniciática como primera fase o premisa consistía en el paso de la conciencia común, ligada a una única vida y definida por la ilusión del yo individual, a la conciencia verdaderamente samsárica, a la que le corresponde también la noción de santana, del yo como flujo, corriente o serie indefinida de estados no sustanciales determinados por la dukkha. Sólo después de esto se ofrece la posibilidad del paso a lo verdaderamente incondicionado y extrasamsárico. Pero, como en seguida veremos al hablar de las voca­ciones, en Occidente es rarísimo que no se tome por celeste y divino lo que corresponde únicamente a estados superiores de una existencia que nunca deja de ser samsárica.



[1] Dhammapada, 277, 279

[2] Dhamma-sangani, 185.

[3] Véase Stcherbatsky, T., The Central Conception 01 Buddhism, Londres, 1923, pp. 26-27.

[4] Milindapañha, 58.

[5] Sisuddi-magga, VIII.

[6] La noción de yo-corriente aparece ya en el Digha-nikayo, III, 105, y en el Samyutta­nikayo, III, 143: "Tal es esta corriente, como una fantasmagoría carente de sustancia: más allá de ella, el asceta, andando como "alguien cuya cabeza estuviera en llamas", busca "la morada indesplomable".

[7] Majjhima , XVLlII (1,430).

[8] Milindapañha, 54-57.

[9] Samyutta , XII, 83.

[10] Samyutta , XXXV, 193.

[11] Milindapañha, 49.

[12] Milindapañha; véase Visuddi-magga, XVII (W., 184). La misma idea se expresa con la siguiente imagen: si, en un candil, aceite y pabilo son impermanentes, no se puede pensar que la llama sea, en cambio, permanente, eterna (Majjhima ... , CXLVI, 11,384).

[13] Milindapañha, 40-41.

[14] Véase Stcherbatsky, T., The Central conception ... , op. cit., p. 48.

[15] Jansink, B .. Mvstik des Buddhismus, op. cit., p. 95.

[16] Atthakavagga, 11,5-6.

[17] Samyutta ... XII, 10.

[18] Digha ... , XIV, 11, 18.

[19] Samyutta ... , 1, 133.

[20] Mahavagga (Vinaya), 1, XXI, 2-3.

[21] Samyutta , XXII, 61.

[22] Samvutta , XXXV, 28.

[23] En Majjhima ... , LXXX (11, 306), se dice por lo mismo explícitamente que sólo quie­nes han llegado hasta el fin, que han dejado el peso, actuado la obra y se han deshecho de los vínculos de la existencia pueden comprender qué es el afán y el placer del afán.

[24] Majjhima ... , LXXV (11,230-32).

[25] Juan, IV, 13-14.

[26] Dahlke, P., Buddhismus als Weltanschauung, op. cit., pp. 50-57; Buddhismus als Religion und Moral, op. cit., pp. 102 Y ss

[27] Por esto, en Anguttara ... (V, 69), que destruye tanha, el afán, se dice "el que destruye el apoyo".

[28] visuddi-magga. VIII (W. 150).

[29] Majjhima , XXXVIII (1, 377, 380).

[30] Majjhima , XXXVIII (1, 377, 380).

[31] Majjhima , el (Ill, 4).

[32] Majjhima , XXXVIII (1,378).

[33] Milindapañha, 46.

[34] Yisuddi ... , XX (W. 186). En el budismo tántrico (Vairayana), una campanilla o un cetro especial son los dos objetos simbólicos que se emplean en los ritos mágicos. La cam­panilla (ghánta) es el símbolo del conocimiento de la naturaleza del mundo fenoménico, cada realidad del cual, como son de campana, es sí perceptible pero efímera; el cetro, en cambio, simboliza el principio masculino del vajra, el diamante-rayo, de que se compone el espíritu de todo "despertado". (Véase Evola, J., Lo Yoga della Potenza, Edizioni Mediterranee, Roma", 1994, cap. 12. N. de G. d. T.)

[35] Samyutta ... , XLIV, 9. El texto dice propiamente: como para la llama es necesario un combustible, así para una nueva existencia se requiere un sustrato. Vale preguntarse, sin embargo, cuál es el sustrato cuando la llama es transportada por el viento y, partiendo de un fuego, va a encender otro fuego. La respuesta de Buda es: el viento mismo. Se pregunta una vez más: cuando un ser deja un cuerpo y resurge en otro, ¿cuál es el combustible que el señor Gotamo señala? La respuesta es: "En este caso, en verdad, el combustible es el afán mismo".

[36] Milindapañha, 40-41.

[37] Majjhima , LVII (11,68).

[38] Samyutta , XII, 17,24.

[39] Milindapañha, 46, 6-9. Véase también Samyutta ... (XII, 37), donde se dice que este cuerpo no se ha de considerar ni como propio ni como de otros, sino como determinado por una acción precedente, o sea, por la energía producida por actos precedentes tanto espiri­tuales como físicos.

[40] Milindapañha, 46-49; Visuddi-magga. XVII (W. 238-240).

[41] Está atestiguada, v. gr., en el Extremo Oriente, en el concepto de la "corriente de las formas" o de las "transformaciones".

La Doctrina del Despertar. Capítulo IV. Destrucción del demonio de la dialéctica

La Doctrina del Despertar. Capítulo IV. Destrucción del demonio de la dialéctica

Biblioteca Julius Evola-. En este capítulo se cuestiona desde el punto de vista ascético budista toda verdad basada exclusivamente en el intelecto discursivo y no en la experiencia directa, considerando que toda elucubración u opinión no tiene valor como conocimiento efectivo con miras a alcanzar el conocimiento trascendente y la condición de Despertado.

4. Destrucción del demonio de la dialéctica

El presupuesto de la doctrina budista del despertar es la destrucción del demonio de la dialéctica: la renuncia a las distintas construcciones del pensamiento, a ese lucubrar que es un simple opinar y a las múltiples variedades de las teorías, en las que se proyecta una inquietud funda­mental y en las que busca apoyo un espíritu que no ha encontrado aún en sí mismo su propio principio.

Esto vale no sólo para la lucubración cosmológica, sino también para los problemas referentes al hombre, a su naturaleza ya su desti­no, y por fin para toda determinación conceptual del fin último de la ascética. "¿He existido alguna vez en épocas pasadas o no he existido? ¿ Qué habré podido ser yo en épocas pasadas y cómo he llegado a ser lo que ahora soy? ¿Existiré en épocas futuras y cómo seré lo que seré? También el presente llena [al hombre común] de dudas: ¿existo, pues, o no existo? ¿Qué cosa soy y cómo lo soy? Este ser presente aquí y aho­ra, ¿de dónde ha venido y a dónde irá?" Todo esto, para el budismo, no son más que "pensamientos ligeros"; "a esto se lo llama callejón de las opiniones, garganta de las opiniones, espina de las opiniones, zarzal de las opiniones, red de las opiniones", que al enredarse en ella "el inex­perto hijo de la tierra no se libra de nacer, de degenerar y de morir". [1] Y también: ’’’yo soy’ es una opinión; ’yo soy esto’ es una opinión; ’no seré’ es una opinión; ’continuaré existiendo en los mundos de la [pura] forma’ es una opinión; ’continuaré existiendo en los mundos libres de forma’ es una opinión; ’sobreviviré consciente’ es una opinión; ’so­breviviré inconsciente’ es una opinión; ’sobreviviré ni consciente ni inconsciente’ es una opinión. La opinión, oh discípulos, es una enfermedad; la opinión es un tumor; la opinión es una llaga. Quien ha supe­rado toda opinión, oh discípulos, es llamado santo sabio".[2]

Lo mismo vale del orden cosmológico: "’eterno es el mundo’, ’no eterno es el mundo’, ’finito es el mundo’, ’infinito es el mundo’, ’el ser viviente y el cuerpo son lo mismo’, ’una cosa es el ser viviente y otra el cuerpo’, ’lo Completo existe después de la muerte’, ’lo Completo no existe después de la muerte’, ’ni existe ni no existe lo Completo des­pués de la muerte’: éste es un callejón sin salida de las opiniones, un zarzal de las opiniones, un bosque de las opiniones, un enredijo de las opiniones, un laberinto de las opiniones, penoso, desesperado, tormento­so que no lleva al desprendimiento, ni al revolverse, ni a la visión, ni al despertar, ni a la extinción".[3] La doctrina de los Completos se señala como la que "destruye desde los fundamentos todo apego y satisfacción en falsas teorías, en dogmas y sistemas" y por esto rompe ya en sus raíces tanto el temor como la esperanza.[4] La respuesta a la pregunta que se le hizo a Buda: "¿Tiene a caso el señor Gautama [es el nombre del linaje del príncipe Siddhartha] alguna opinión?" es, pues, categórica: "Opinión: es algo lejano de lo Completo. Visión es ésta en lo Completo".[5]

Una respuesta así indica el punto fundamental. No es que el budismo haya intentado excluir la posibilidad de un conocimiento de los proble­mas, como los que acabamos de señalar aquí; entonces, entre otras co­sas, caería en contradicción, dado que los textos ofrecen, dondequiera que sea necesario, enseñanzas suficientemente precisas respecto a di­ferentes problemas. Lo que pasa es que ha querido oponerse al demo­nio de la dialéctica y rechaza toda verdad que, teniendo como base el solo intelecto discursivo -vitakka-, no puede tener más que valor de "opinión", de δόςα. Es de "razonadores y discutidores" de quienes se aleja, porque éstos "pueden razonar bien o razonar mal, pueden decir así y pueden decir lo contrario"[6], tratándose de teorías que son simple­mente excogitaciones suyas. Y el αφηλε πάντα, el "quita todo" del ascetismo budista no tiene ni siquiera el sentido de un sacrificium intellectus [sacrificio del intelecto] a favor de la fe, como en cierta mís­tica cristiana. Es más bien una catarsis preliminar, un opus purgationis [trabajo de purga] que se justifica en vistas a un tipo o criterio superior de certeza, de raíces en un conocimiento efectivo, asimilado analógicamente a un ver, como en la prístina tradición védica. Es pues un criterio de experiencia directa. Una vez "desprendidos de la fe, de las inclinaciones, del oído decir, de los argumentos escolásticos, de las reflexiones y de las razones, del placer de la lucubración" acerca del ser o no ser de las cosas, para Buda es decisivo el mismo criterio de quien constata la existencia del placer, del dolor o de la desilusión por haber experimentado directamente estos estados.[7] Por otro lado, inclu­so un gran saber (cual el saber discursivo) deja al individuo como era: no contribuye en nada a la remoción del "triple vínculo" que se requie­re para lanzarse al conocimiento trascendente, a la iluminacíón.[8] Ya maestro en "psicología profunda", Buda recalcaba que el vano lucubrar y el plantearse todo tipo de problemas refleja un estado de inquietud y de angustia, o sea, el estado que en primer lugar se debe dejar atrás en el "sendero de los ariya". Por esto, en la parábola del pastor,[9] la inclina­ción que siente el discípulo, en determinado punto de su desarrollo, a plantearse de nuevo los acostumbrados problemas acerca del alma y del mundo se considera como una recaída: es uno de los pastos dis­puestos por el Enemigo para que, satisfaciéndose en ellos, el hombre regrese a su poder.

"Conocer viendo, convertirse en conocimiento, convertirse en ver­dad, convertirse en ojo" es, en cambio, lo ideal: el conocer-ver confor­me a la verdad: yatha bhuta - ñana dassana (una intuición intelectual directa, más allá de toda problemática, estrechamente vinculada a la realización ascética: "Reconociendo la miseria de las opiniones filosó­ficas, no adhiriéndome a ninguna de ellas, buscando la verdad, yo vi"[10] La fórmula recurrente en el canon pali es: "Él [el Completo] muestra este mundo con sus ángeles, con sus malos y buenos espíritus, sus huestes de ascetas y brahmanes, de dioses y hombres, después de que él mismo conoció y comprendió ... " Ni faltan expresiones aún más radicales: "Afir­mo -dice el príncipe Siddhartha-[11] que puedo exponer la ley referen­te a esta o a aquella disciplina, de modo tal que quien actúe conforme a ella reconocerá lo existente como existente y lo no existente como no existente, lo vulgar como vulgar y lo noble como noble, lo superable como superable y lo no superable como no superable, lo posible como posible y lo imposible como imposible: él lo conocerá, entenderá y realizará esto precisamente como es conocido, entendido y realizado. La suprema forma de conocimiento es el conocimiento conforme a la realidad. Un conocimiento más alto y elevado que éste no existe: yo lo digo". Y también: ’’’Te llamas perfecto despertado, es cierto; pero estas cosas tú no las has conocido’: que un asceta o brahmán, un dios o un demonio, un Brahma o cualquier otro del universo pueda así objetarme con derecho tal posibilidad -dice el príncipe Siddhartha- yo no veo"[12]. El sabio, el ariya, no es pues un seguidor de sistemas, no conoce dog­mas; habiendo penetrado las opiniones difundidas entre la gente, es indiferente a las lucubraciones, deja a otros las especulaciones, perma­nece calmado entre los agitados, no participa en las batallas de quienes sostienen: "sólo ésta es la verdad"; no se considera ni igual a los de­más, ni superior, ni inferior.[13] En los textos canónicos, ya después de la exposición del torbellino de las opiniones filosóficas del tiempo, se encuentra la fórmula: "El Completo conoce otras cosas más allá [de estas especulaciones] y teniendo tal conocimiento no se ensoberbece, sino que permanece impasible y realiza en su ánimo el camino que conduce más allá de esto ... Hay, oh discípulos, otras cosas, profundas, difíciles de realizar, difíciles de entender, generadoras de calma, ale­gres, que no se pueden aferrar con el simple pensamiento discursivo, que sólo el sabio puede captar. Estas cosas son las que el Completo expone después de haberlas realizado él mismo, después de haberlas visto él mismo".[14]

Sabemos ya que el atributo de Buddho dado al príncipe Siddhartha y extendido después a todos aquellos que siguieron su camino significa el "despertado"; lo cual conduce al mismo punto, o sea, al mismo crite­rio de la certeza. La doctrina de los ariya es declarada "inexcogitable",[15] o sea, in susceptible de ser asimilada a ninguna otra creación del racio­cinio. A menudo recurre el término atakkavacaro, que se refiere preci­samente a lo que no se puede aferrar con la mera lógica. La doctrina, en cambio, se presenta en un "despertar" y como un "despertar". Se ve, pues, de inmediato la correspondencia de tal manera de ver con la platónica acerca de la anamnesis, la "reminiscencia", el "recordar" su­perando el estado de olvido, exactamente como el budismo pretende superar el estado determinado por la acción de los asava, de los "intoxicantes" de los desvaríos, de la fiebre. Pero teniendo presente que esos términos -recordar, despertar- deben indicar sólo por ana­logía el modo de aparecer del conocimiento: un reconocer y un consta­tar algo como directamente evidente, como quien recuerda o despierta y ve las cosas. Por esto, en la literatura budista más tardía aparecerá el término sphota, que incorpora un significado análogo: el conocimiento realizado como un abrirse, casi como si el ojo ciego, tras sufrir una operación, se reabriese y viera. Dhammacakkhu, el "ojo de la verdad" o de la "realidad", cakkhumant, "estar dotado del ojo", son términos tópicos budistas, lo mismo que el término técnico para la "conversión", -la metanoia de los ariya- es: "se le abrió el ojo de la realidad". Cuando Buda habla de sus propias experiencias se hallan a menudo referencias al puro presentarse de la evidencia, directamente o en pa­rangones nunca oídos ni pensados.[16] He aquí otro leit-motiv de los tex­tos: "Como cosa nunca antes oída surgió en mí la visión, surgió en mí el conocimiento, surgió en mí la intuición: surgió sabiduría, surgió luz",[17] y a ésta se la llama "la excelencia verdadera, conforme a la calidad ariya, del conocimiento". Uno es llevado a pensar en este momento en la calidad del νονς; [nus] , de la mente olímpica, según la más antigua tradición helénica, mente que tiene como correlativo el "ser" y se ma­nifiesta en un "conocer mirando": el νονς; [nus] que, insusceptible de ser engañado, "quieto y tranquilo como un espejo, descubre todo sin buscar; más aún, todo lo descubre en él"; en oposición al espíritu prometeico: "inquieto, inventivo y siempre en busca de algo, con astu­cia, con olfato."[18] La visión como "transparencia" es el ideal budista: "como allí abajo en el agua límpida se ven la arena, los guijarros y el color de las piedrecitas, sólo por razón de la transparencia del agua, así quien busca el camino de la liberación es preciso que tenga la mente igualmente límpida.”[19] La imagen usada para el modo como el asceta realiza las cuatro verdades de los ariya es: "Así casi como si en la orilla de un lago de alta montaña, de agua clara, transparente, pura, estuviera un hombre de buena vista y mirara las conchas y caracoles que hay sobre los guijarros y la arena, y los peces que se deslizan y ahí están; entonces le vendría el pensamiento: ’Este lago de alta montaña es cla­ro, transparente, puro; veo las conchas y los caracoles, los guijarros, la arena y los peces que nada y ahí están’". De esta misma manera, el asceta conoce "conforme a la verdad" el objeto supremo de la doctrina.[20] La fórmula "conforme a la verdad" o a la "realidad" -yatha bhutam- recurre muchísimo en los "textos, así como el atributo de "ojo del mundo" o "convertido en ojo", "convertido en conocimiento", re­ferido a los Despertados.

Esto es naturalmente un límite, sólo alcanzable a través de un proce­so gradual. "Como un océano se vuelve hondo sólo poco a poco y el fondo desciende gradualmente, declina gradualmente, sin formar re­molinos, así en esta ley y en esta disciplina hay un ejercicio gradual, una acción gradual, un desenvolvimiento gradual y no una obtención súbita de la conciencia suprema".[21] y también: "No se puede, digo yo, obtener desde el principio el conocimiento supremo, sino sólo ejerci­tándose sucesivamente, operando sucesivamente, procediendo paso a paso se consigue el perfecto conocimiento. ¿De qué manera? He aquí que llega uno, movido por la confianza; una vez llegado, se asocia [a la Orden de los ariya]; una vez asociado, escucha; escuchando, recibe la doctrina; recibida la doctrina, la recuerda; de la doctrina retenida, es­cruta su sentido; al escrutar el sentido, la doctrina le da el saber; conse­guido el saber, él la aprueba; aprobándola, la pondera; ponderándola, se ejercita diligentemente; y ejercitándose diligentemente realiza, en efecto, en sustancia la mas excelsa verdad y, penetrando, la ve[22]. Éstas son las etapas. Y aquí conviene siquiera señalar que la "confianza" puesta al inicio de la serie es cosa distinta del simple "creer": antes que nada, en los textos se trata siempre de una confianza propiciada por la eleva­da estatura del maestro y su ejemplo;[23] en segundo lugar, como se ve bien claro por el desenvolvimiento de la serie recién citada, se trata de una admisión provisional, pues la verdadera adhesión ocurre en el pun­to en que, mediante el examen y el ejercicio, se determina la facultad de una visión directa, de una intuición intelectual, por completo inde­pendiente de sus antecedentes. No se deja, empero, de subrayar: "Quien no sabe ejercitarse esforzadamente, no podrá conseguir la verdad; por que se ejercita denodadamente, por eso [el asceta] alcanza la verdad: por eso el ejercicio esforzado es la cosa más importante para la conse­cución de la verdad".[24]

Desde luego hay aquí un presupuesto implícito, que dentro de poco esclareceremos; vale a decir que los hombres a los que nos dirigimos no estén por completo embrutecidos; que no como opinión intelectual, sino por un sentido íntimo y natural admitan la existencia de una reali­dad superior a la de los sentidos. Para el "hombre vulgar" que piensa en su corazón: "No hay don, no hay regalo, no hay sacrificio, no hay otro mundo, no hay nacimiento espiritual, no hay en el mundo ascetas y brahmanes que sean perfectos y realizados, los cuales, habiendo com­prendido, representado visiblemente y explicado la esencia de este o de aquel mundo, la participen"; para éste, la doctrina vale como no ex­puesta y le falta el presupuesto elemental para esa "confianza" que de­fine al "noble hijo" y que constituye el primer término de la serie ya indicada. Éstos, según la imagen sugestiva de un texto,[25] son como "dar­dos arrojados de noche".

Queremos traer a colación todavía un eficaz parangón acerca del primado que pragmática y antiintelectualmente tiene la acción en la doctrina del despertar: el de la flecha. Se trata del hombre al que le han asestado una flecha envenenada y al que amigos y camaradas le pro­curan un médico cirujano, pero él rehúsa que se la extraigan antes de saber quién se la arrojó, cuál es su nombre, a qué familia pertenece, cuál es su aspecto, si su arco es grande o pequeño, si está hecho de esta o aquella madera, con esta o aquella cuerda, y así sucesivamente. Éste no acabaría de enterarse antes de morir. Pues así ni más ni me­nos, dice el texto,[26] se comportaría quien estuviera dispuesto a seguir al Sublime sólo si éste le diera respuesta a los varios problemas espe­culativos y le dijera si el mundo es eterno o no, si cuerpo y alma son o no distintos, cuál es para el Completo la ultratumba, etc. Todo esto, dice Buda, no lo he comunicado yo. "¿Y por qué no lo he comunica­do? Porque esto no es saludable, no es verdaderamente ascético, no lleva al disgusto, al desprendimiento, al aniquilamiento, al aquieta­miento, a la contemplación, al despertar, a la extinción: por esto no lo he comunicado".[27]

De las contrapuestas teorías referentes al mundo y al hombre, las cuales característicamente recuerdan las antinomias kantianas, puede ser verdadera una o puede serlo la otra. Pero una cosa es cierta: el esta­do en que el hombre se encuentra de hecho aquí y cuya destrucción se enseña a conocer ya en vida.[28]



[1] Majjhima .... 11 (1,14-15), XXXVIII (1, 350).

[2] Majjhima . , CXL (1Il, 350).

[3] Majjhima . , LXXVII (11, 205).

[4] Majjhima . , XXII (1,212).

[5] Majjhima . , LXXVII (11,205).

[6] Majjhima . , LXXVI (11,248).

[7] Samyutta, XXXV, 152.

[8] Majjhima . , CXIII (111, 107); véase Parayanavagga, VIII, 2.

[9] Majjhima . , XXVrw, 238); véase Samyutta ... , XXXV, 207.

[10] Atthakavagga, IX, 3.

[11] Anguttara ... , IX, 22.

[12] Anguttara ... , IV, 8; Majjihma ... , XII (1, 107)

[13] Atthakavagga, V, 4; XIII, 10-19.

[14] Digha ... , 1, i, 29-37.

[15] Majjhima ... , XXVI (1, 249).

[16] Por ejemplo, Majjhima ... , LXXXV (11, 364).

[17] Samyutta ... , XXXVI, 24; XII, 10; Digha, XIV, 19.

[18] Véase Kerényi, K., La religione antica, op. cit., pp. 167, 104.

[19] Anguttara ... , 1, 7; Mahaparinirvana ... , 64.

[20] Majjhima . , XXXIX (1, 409).

[21] Anguttara . , VIII, 9.

[22] Majjhima . , LXX (11,194-195).

[23] Majjhima . , xcv (11,480).

[24] Majjhima ... , xcv (11,481).

[25] Dhammapada, 304.

[26] Majjhima ... , LXIII (11,126-129).

[27] Digha ... , IX, 29, 30; Majjhima ... , LXIII (1, 129).

[28] Majjhima ... , LXIII (11, 127).

La Doctrina del Despertar. Capítulo III. Lugar histórico de la doctrina del despertar

La Doctrina del Despertar. Capítulo III. Lugar histórico de la doctrina del despertar

Biblioteca Julius Evola.- En este tercer capítulo, Evola aborda desde un punto de vista suprahistórico los significados que se pueden extraer de los textos Védicos y Upanishad, e incide sobre todo en su relación con los desarrollos del budismo originario, dando una visión completa de las diferentes corrientes según el clima histórico que condicionaron su aparición.

3. Lugar histórico de la doctrina del despertar

Según el punto de vista tradicional., que es el que seguimos, conviene no considerar las grandes tradiciones históricas ni como algo "origi­nal" ni como algo arbitrario. En toda tradición digna de este nombre se encuentran presentes, de una u otra forma. elementos de un saber que, no obstante estar enraizado en una realidad supraindividual, es objeti­va y esencialmente idéntico. Más aún, toda tradición contiene una for­mulación particular y específica, la que tampoco se ha de tomar por arbitraria, sino que corresponde más bien a las condiciones de determi­nado clima histórico y espiritual. En esas condiciones reside la razón de determinada formulación, adaptación o limitación del único saber, y en ninguna otra razón. No es, pues, como si a una determinada perso­nalidad se le hubiera ocurrido en dado momento enunciar, por ejemplo, las teorías del alma o del nirvana o las islámicas, etc., así, arbitraria­mente o por circunstancias extrínsecas, como si fueran puntos de vista aislados. Por el contrario, toda gran tradición y toda gran doctrina obe­decen, aunque no lo parezcan, a una lógica profunda, la cual se ha de descubrir partiendo de una adecuada metafísica de la historia. Tal es, por ende, el criterio que seguiremos en lo que se refiere al budismo: por lo que consideramos un error garrafal aquella crítica que a toda costa quiera reivindicar para el budismo (o para cualquier otra gran tradi­ción) una "originalidad", o bien alegue que de otra forma no habría distinción alguna. La distinción existe, como hay concordancia, pero una y otra determinadas -repitámoslo- por factores objetivos. aun­que no se adviertan siempre con toda claridad en cada uno de los expo­nentes de determinada corriente histórica.

Dicho lo anterior, para desentrañar el sentido específico de la doctri­na budista es preciso examinar el conjunto de las tradiciones hindúes prebudistas y distinguir en ellas dos fases fundamentales: la védica y la brahmana-upanishádica.

Por lo que hace a los Vedas, que constituyen la base de toda la tradi­ción de que tratamos, no se puede hablar propiamente ni de "religión" ni de "filosofía" El nombre Veda -de la raíz vi, significa "veo", "he visto"- alude a una doctrina cimentada en la fe o en la "revelación", pero entendiendo por ello un conocimiento en sentido eminente, asimi­lado ni más ni menos a un ver. Los Vedas fueron "vistos": fueron vistos por los rishi (rsi), los "videntes" de los tiempos primitivos. En toda la tradición, el contenido de los Vedas no ha valido nunca como una "fe", antes bien como una "ciencia sagrada".

Es de verdad una broma ver en los Vedas la expresión de una "reli­gión estrictamente naturalista", como han hecho no pocos orientalistas. Puede tratarse de escorias, por infiltraciones exógenas, que se advier­ten particularmente, por ejemplo, en el Atharva-Veda. Pero lo que la parte esencial y más antigua de los Vedas refleja es el estadio cósmico del espíritu indoario. No se trata de teorías o teologías, sino de himnos, en los que se refleja y engrandece una conciencia aún ligada al mundo y a la realidad metafísica, de guisa que los distintos "dioses" de los Vedas, más que imágenes religiosas son proyecciones de la experiencia de significados y de fuerzas percibidas directamente tanto en el hom­bre. como en la naturaleza, o allende la naturaleza, en un impulso cós­mico, heroico y "sacrificial", en un estado de cosas liberado y, por así decir, "triunfal".[1] Y aunque las epopeyas, como el Mahabharata (Mahabharata), tengan una redacción bastante más tardía, los motivos fundamentales ahí contenidos se remontan al mismo prístino estadio. Hombres, héroes y figuras divinas se encuentran aquí codo con codo, de manera que, como señala Kerényi refiriéndose a la fase olímpico­-homérica de la tradición ariohelénica, se podría hablar de sobras de un "ver a los dioses y ser vistos por ellos", de un "estar junto a ellos en el estadio original de la existencia".[2] El elemento olímpico se refleja, por lo demás, en un grupo típico de divinidades védicas. En Dyaus (de div, "resplandecer", raíz que se encuentra tanto en Zeus como en Deus), señor de la luz uránica, principio del esplendor, de la fuerza, de la sabiduría: en Varuna, también él símbolo de una fuerza celeste y regia, vinculada a la idea de rita (rta). O sea, del cosmos, de un orden cósmi­co, de una ley natural y sobrenatural: mientras en Mitra se añade la idea de un dios de virtudes específicamente arias. de la verdad y de la fide­lidad. Tenemos también a Surya, el sol flamígero, al que –como al νονς olímpico- nada se le esconde, que destruye toda debilidad y, en cuanto a Savitar, es la fuerza de luz, exaltada en el primer rito matinal de todas las castas arias, como principio de despertar y de animación intelectual: o está Ushas (Usas), la aurora, la que eternamente joven abre los caminos al sol, trae la vida y es "señal de inmortalidad". En Indra se encarna, por fin, el mismo ímpetu heroico y metafísico de los primeros conquistadores hiperbóreos: Indra es aquel "sin el cual no vencen las gentes", es el "hijo de la fuerza", el dios-rayo de la guerra, del valor, de la victoria, el exterminador de los enemigos de los arios, de los negros Dasyu y, en ellos, también de toda fuerza tortuosa y ti­tánica que "quiera escalar el ciclo", mientras que aparece al propio tiempo como el consolidador, como "aquel que ha hecho salvo al mundo". Y el mismo espíritu se refleja, por grados, en divinidades védicas menores, hasta en aquellas ligadas a formas de existencia más contingentes.

En los Vedas, esta experiencia cósmica se reaviva esencialmente mediante la acción sacrificial. El sacrificio prolonga lo humano en lo no humano, galvaniza y confirma los encuentros entre dos mundos, de modo que el sacrificador, figura austera y majestuosa (como el flamen dialis romano), asume los rasgos de un dios en la tierra (bhu-deva, bhu­sura). Respecto de la doctrina postmortem, en los Vedas se da en lo esencial la misma solución que fue propia del más antiguo espíritu ariohelénico: en las partes más antiguas de los Vedas están ausentes las imágenes de tinieblas o de infiernos y apenas si se advierte como tal la crisis de la muerte. En el Atharva-Veda se le concibe incluso como efecto de una fuerza enemiga y demónica, combatible con ritos idó­neos. Los muertos pasan a una existencia de esplendor, que es un "re­torno", donde se vuelven a unir a su forma primordial: "Habiendo depuesto todo defecto. regresa a casa: únete, pleno de esplendor, con [tu] forma";[3] y también: "Bebimos el soma [símbolo de un sacro entu­siasmo], nos volvimos inmortales, alcanzamos la luz".[4] El rito védico de "cancelar las huellas". para que el muerto no regrese con los vivos, muestra bien cuán ausente estaba en este periodo la idea de la reencar­nación, pues tal posibilidad no es concebible en la alta tensión heroica, sacrificial y metafísica, propia de tal estadio. El rey de los difuntos, Yama, rey solar, no tiene en absoluto en los Vedas el significado poste­rior de dios de la muerte y de los infiernos, antes bien conserva los rasgos de su equivalente irano-ario, Yima, rey solar de la edad primor­dial. Hijo del "Sol", Yama es el primero de los mortales y "el primero en encontrar el camino [hacia el más allá]".[5] Así pues, el más allá védico está asociado en buena medida a la idea de una especie de reintegra­ción del estado primordial.

Hacia el siglo X a. C. tuvieron lugar nuevos desarrollos que han deja­do constancia en otros textos, por un lado en los Brahmana y, por el otro, en los Upanishad (Upanisad). Unos y otros textos se remontan a la tradición de los Vedas, aunque se advierte ya un notable desplaza­miento de las perspectivas. Se nos encauza poco a poco hacia la "filo­sofía" o hacia la "teología".

La lucubración en torno a los textos brahmana se apoyó sobre todo en aquella parte de los Vedas que se refiere al rito y a la acción sacrificiales. El rito, en todas las civilizaciones tradicionales, se conci­bió no como una ceremonia vacua, sentimental y formalista a la par, para alabar y mantener propicio a un dios, sino como una operación que producía efectos reales, o sea, como un acto de potencia que podía ora reavivar los contactos con el mundo trascendente ora imponerse a las fuerzas suprasensibles y, con la mediación de éstas, ejercer efectos eventualmente sobre las fuerzas naturales. Como tal, el rito presupone tanto el conocimiento de ciertas leyes secretas, como esencialmente la posesión de una fuerza no humana. El término brahman (en neutro, sin confundirlo con el masculino Brahma, que es la divinidad concebida teístamente) en su origen designaba precisamente esta energía, fuerza mágica, fluido y fuerza de vida, en que se cifra el rito y lo activa.

En los textos brahmana, este aspecto ritual de la tradición védica se hipertrofia y se formaliza. El rito se transforma en el centro de todo y es objeto de una ciencia minuciosa, que poco a poco resultaría exenta de todo contenido vivo. Oldenberg, refiriéndose a la época en que vivió el príncipe Siddhartha, habla de "una sabiduría tonta que todo sabe, todo explica y todo pontifica, satisfecha, en medio de sus extravagante creaciones".[6] El juicio es excesivo, pero tiene su parte de verdad. En tiempos de Buda se puede hablar de sobras de una casta de theologiphiloso­phantes, dedicados a administrar los vestigios de la antigua tradición, buscando todo medio de consolidar un prestigio, al que no siempre correspondía su calidad humana ni su raza (si no la raza física, que el sistema de castas bien protegía, al menos la espiritual). Y si he dicho "teólogos", ya que en aquellos ambientes el concepto de brahmán se fue generalizando y, por así decir, se sustancializó, hasta el punto de que brahman ya no significó aquella fuerza misteriosa que en el fondo sólo tenía sentido como experiencia mágica y ritual, sino el alma del mundo, la fuerza-sustancia suprema del universo, el sustrato, en sí in­determinado, de todo ser y de todo fenómeno. Pasó a ser, pues, un con­cepto casi teológico.

En cuanto a los Upanisad, en ellos toma forma sobre todo la doctrina del atma, la cual refleja aún en buena medida el prístino sentimiento cósmico y solar de la primera conciencia aria, que contrapone la reali­dad del Yo como principio supraindividual, inmutable e inmortal de la personalidad frente a la múltiple variedad de los fenómenos y de las fuerzas de la naturaleza. El atma se define con el neti neti ("no es esto, no es esto"), o sea, con la idea de que no es nada de lo que pertenece a la naturaleza y, en general, al mundo condicionado.

Poco a poco se fue produciendo en la India una convergencia de la corriente especulativa de los Brahmana y la de los Upanisad, conver­gencia que se concluyó con la identificación del brahman con el atma: el Yo, en su aspecto supraindividual y la fuerza-sustancia del cosmos se convierten en una sola y misma cosa. Tenemos aquí un giro de gran momento para la historia espiritual de la civilización indoaria. La doc­trina de la identidad del atma y del brahman constituye un ápice meta­físico, pero simultáneamente es un punto que ofrecía la posibilidad de Un proceso de fragmentación y de descentración espiritual. Es lo que tenía que suceder a medida que las sombras descendían sobre la lumi­nosidad de la experiencia originaria heroica y cósmica del hombre védico e iban ganando terreno influencias exógenas.

En un principio, la doctrina de los Upanisad era secreta, un saber que se transmitía sólo a pocos (esa idea es la que comporta el término Upanisad). Pero en realidad, el momento filosófico y especulativo tam­bién se impondría aquí, de donde las continuas oscilaciones, en los más antiguos Upanisad (ya en el Candogya y en el Brhadaranyaka­upanisads, acerca del plano de conciencia que ha de servir como punto de referencia de la doctrina. El atma ¿es objeto de experiencia inmediata o no lo es? Es una y otra cosa a la vez. Se afirma su identidad sustancial con el Yo singular, pero al mismo tiempo vemos que a menu­do la unidad del particular con el atma-brahman es pospuesta hasta después de la muerte, y no sólo eso sino que se ponen condiciones para que esto ocurra y se contempla el caso en el que el Yo o, por mejor decir, los elementos de la persona no salgan del ciclo de existencias finitas y mortales. En los antiguos Upanisad, en el fondo, no se llega nunca a una solución precisa del problema de las relaciones efectivas existentes entre el Yo, acerca del cual todos pueden hablar con certeza, y el atma-brahman, lo cual no es una casualidad, sino una circunstan­cia debida a un estado ya incierto de conciencia, por el hecho de que mientras para los adeptos de la "doctrina secreta" el Yo podía ser efec­tivamente el atma, para la conciencia general el atma se estaba convir­tiendo en un simple concepto especulativo, un supuesto casi teológico, porque el nivel espiritual original estaba a punto de perderse.

Además, se vino a anunciar el peligro de confusiones panteístas. Este peligro no existía en teoría, porque en los Upanisad, siguiendo el concepto védico, el principio supremo se concebía como la sustancia del mundo y de todos los seres, pero también como aquello que los trasciende "en tres cuartos" y subsiste como "lo inmortal en el cielo".[7] Sin embargo, en los mismos Upanisad se recalca la identidad del atma-brahman con elemen­tos de todo género del mundo natural, de guisa que fue real la posibilidad práctica de una desviación panteísta favorecida por la asimilación de atma y brahman. Aquí se ha de tomar en cuenta también el proceso de gradual involución del hombre, de que se encuentran indicaciones en las enseñan­zas de todas las tradiciones, comprendida la indoaria, donde la teoría de los cuatro yuga corresponde exactamente a la clásica de las cuatro edades y del descenso de la humanidad hasta la última de éstas, la edad del hierro, equivalente a la "edad oscura" (kali-yuga) de los indoarios.[8] Si en este proceso general, durante el periodo de dichas lucubraciones, la prístina conciencia cósmica y uránica de los orígenes védicos había sufrido ya cier­to oscurecimiento, formular la teoría de la identidad de atma y brahman debía significar para muchos un peligroso incentivo a la evasión, al confu­so ensimismamiento del Yo en la espiritualidad del todo, por lo que habría sido necesaria una reacción particularmente enérgica, en el sentido de una concentración, de un desprendimiento, de un despertar.

En su conjunto, los gérmenes de una decadencia que ya se eviden­ciaba en el periodo posvédico y que se acentuó en el época de Buda (siglo VI a. C.) son los siguientes: En primer lugar, un ritualismo este­reotipado. Luego el daimon de la lucubración, el cual hizo que cuanto debía ser "doctrina secreta" -upanisad, rahasya- en parte se hiciera filosofía, hasta el grado de que se llegó a una multiplicidad tumultuosa de teorías y escuelas divergentes, acerca de lo cual en los textos se hace un cuadro sugestivo.[9] En tercer lugar, la transformación "religiosa" de muchas divinidades que, como se ha dicho, en el periodo védico co­rrespondían a estados de una conciencia cósmicamente transfigurada, mientras que ahora se convierten en objeto de cultos populares.[10] Ya hemos hablado del peligro panteísta, pero además hay que considerar el efecto de las influencias externas, no arias, a las que creemos poder atribuir una parte no indiferente en la formación y difusión de la teoría de la reencarnación.

De esta teoría, como ya se ha señalado, no hay rastro en el periodo védico, lo que se debe a que es incompatible con la visión olímpica y heroica del mundo, visión que es la "verdad" propia de un tipo de civi­lización distinto, telúrica y matriarcal mente entonado. La reencarna­ción, por el contrario, es concebible sólo en quien se siente "hijo de la tierra" y no conoce una realidad que trascienda el orden natural ligado a las divinidades femíneo-maternas que, como en el mundo paleomediterráneo, encontramos también en los vestigios de la civilización hin­dú prearia, dravídica y kosoliana. Lo individual al morir se volverá a disolver en el tronco del que ha nacido como entidad efímera, para reaparecer en nuevos nacimientos terrenos, en un devenir fatal e inde­terminado. Éste es el sentido último de la teoría de la reencarnación, teoría que comienza a infiltrarse en el periodo de la lucubración upanishádica, dando lugar -en un primer tiempo- a formas mixtas que nos pueden servir como indicios barométricos de la ya citada mu­tación de la prístina conciencia aria. Mientras en los Vedas se concibe para el más allá una única solución, afín como se ha dicho a la de más antigua Hélade, en los textos brahmana se apunta ya a la teoría de la doble vía: "[Sólo] quien conoce y practica la acción ritual resurge en vida y obtiene vida inmortal; los demás que no conocen ni practican la acción ritual renacerán siempre de nuevo, como alimento de la muer­te".[11] En los Upanisad, sin embargo, al igual como es oscilante la rela­ción entre Yo real y atma, de igual modo lo es la doctrina del más allá. Se habla del "dique allende el cual incluso la noche se convierte en día, porque este mundo del brahman es luz inmutable", dique constituido por el atma, contra el cual nada puede ni la decadencia ni la muerte ni el dolor ni la obra buena ni la obra mala.[12] Se habla de la "vía de los dioses" -deva-yana-, la cual, si se sigue, tras la muerte se alcanza lo incondicionado y "no se vuelve a regresar". Pero a la par se considera otra vía, la pitr-yana, a lo largo de la cual "regresa" el ser individual tras la muerte y va siendo "sacrificado" a distintas divinidades, en cuyo "alimento" se convierte, hasta por fin reaparecer en la tierra.[13] En los textos más antiguos no se concibe una posibilidad de liberación para quien pisa esta segunda vía; en cambio se habla ya de la "ley causal", del karma, el cual determinaría la siguiente existencia según lo que se haya hecho en la existencia precedente. Se anuncia así lo que llamare­mos la conciencia samsárica, la cual constituirá la clave de arco de la visión budista de la vida: el saber secreto -confiado aparte por el sa­bio Yajñayalkya al rey Arthavaga- es que, al morir, cada elemento del hombre se disuelven en los correspondientes elementos cósmicos, com­prendido el atma, que vuelve a entrar en el "éter", y lo que queda es sólo el karma, o sea, la acción, la fuerza ya ligada a la vida de determi­nado ser y que acabará determinando un nuevo ser.[14]

En todo esto se advierte, pues, mucho más que la excogitación o ideación de una nueva lucubración metafísica: es el signo de una con­ciencia, la cual se habitúa ya a considerarse terrestre y, en última ins­tancia, panteístamente cósmica y se va desplazando al nivel de aquella parte del ser humano que se planteaba a fondo la cuestión de morir, renacer y vagar sin fin por varias formas de existencia condicionada; decimos "varias", ya que poco a poco los horizontes se ampliaron y se concibió el resurgimiento de dioses, en este u otro mundo, según las acciones. En todo caso, en la época en que aparece el budismo la teoría de la reencarnación y la de la transmigración eran ya parte integrante de las ideas adquiridas por la mentalidad predominante. A veces, incluso ya en el Upanisad, se unieron promiscuamente perspectivas distin­tas, de modo que se concibe, por un lado, un atma, que por más que no sea un dato inmediato de la conciencia se supone siempre e intangiblemente presente en cada uno y, por el otro, un indeterminado vagar del hombre por varias vidas.

Fue éste el camino por el que, en contra de las corrientes especulati­vas, se fueron afirmando gradualmente corrientes prácticas y realistas. En ellas se puede el samkhya, corriente que al peligro panteísta plantea un rígido dualismo, merced al cual la realidad del Yo o atma -aquí llamado purusa- se opone, como principio sobrenaturalmente intan­gible e impasible, a todas las formas, fuerzas y fenómenos de orden natural, psíquico y material. Pero son más importantes, a este respecto, las corrientes del yoga, que remontándose al propio samkhya o a ten­dencias ascéticas ya formadas en contra del brahmanismo ritualista y especulativo, reconocieron más o menos explícitamente el nuevo estado de hecho; a saber, que por el "Yo" no se podía ya entender concreta­mente el atma, el principio incondicionado; que éste no se presentaba ya como experiencia directa, por lo que, aparte las lucubraciones, po­día valer no sólo como un fin, como el límite de un proceso de reinte­gración basado en la acción. En cambio, como dato real se advierten la conciencia y la existencia "samsárica", la conciencia ligada a la "co­rriente" del devenir (el término samsara, que aparece en época relati­vamente tardía, significa precisamente "corriente").

No está de más hacer otra consideración. De ordinario, en Occidente la casta brahmánica se entiende como casta "sacerdotal". Esto es exac­to sólo hasta cierto punto. En los orígenes védicos, el tipo del brahmán o del "sacrificador" difería del de "sacerdote" en el sentido ordinario: figura a la par viril y sacra, en él se vio una especie de encarnación del mundo suprahumano en el humano: un bhudeva. Además, en los oríge­nes era inexistente la distinción entre el brahmán (la casta sacerdotal) y el ksatriam o rajam (la casta guerrera o real), en correspondencia con lo que se ha comprobado para el estadio más antiguo de casi todas las civilizaciones tradicionales. Los dos tipos sólo se diferenciaron en épo­ca posterior, lo que constituyó otro aspecto del ya señalado proceso involutivo. Muchos, por otra parte, sostienen que en la India la doctrina del atma en su origen fue propia sobre todo de la casta guerrera, mien­tras que la doctrina del brahman convertido en fuerza cósmica indiferenciada habría sido formulada por la casta sacerdotal. Creemos que hay verdad en esta opinión. De todas formas, en numerosos textos vemos que rey o ksatriyas (miembros de la nobleza guerrera) compiten en sabiduría y a veces llegan a instruir a miembros de la casta brahmánica y que, según la tradición, la sabiduría primordial se habría transmitido, a partir de Ikshvaku, precisamente por vía regia,[15] figurando aquí aque­lla "dinastía solar" (surya-vamsa), a la que se ha hecho referencia a propósito de la progenie de Buda. La situación fue ésta: en el mundo posvédico, mientras la casta guerrera se apegó a una actitud más realis­ta y viril y dio prestancia a la doctrina del atma, considerado como el principio impasible e inmortal de la personalidad humana, la casta brahmánica poco a poco se fue haciendo "sacerdotal" en el sentido peyorativo y acabó por dedicarse a los ritos, a exégesis estereotipadas y las lucubraciones. Al propio tiempo, por otro camino, el estilo del pri­mer periodo védico quedó sofocado en un pulular tropical y caótico de mitos, de imágenes religiosas populares, de formas semidevocionales que se preocupaban de la consecución de tal o cual "renacimiento" divino fundándose en la idea de la reencarnación y la transmigración que, como se ha señalado, ya se habían infiltrado en la mentalidad hin­dú menos iluminada. Hay que recalcar que, aparte el yoga, tanto el sistema samkhya, que ya se ha dicho representó una reacción realista indudable contra el idealismo especulativo, como aún más la "doctrina de los vencedores", el jainismo (dejina, "vencedor"), que no sin extre­mismos puso de relieve enérgicamente la necesidad de la acción ascé­tica, fueron apoyados sobre todo por elementos de la nobleza guerrera, los ksátriyas.

Es preciso tener presente todo esto para entender el lugar histórico del budismo y la razón de ser de sus más características ideas.

Desde el punto de vista de la historia universal, el budismo surge en un periodo en que en toda una serie de civilizaciones tradicionales ocu­rrió una crisis, que unas veces se solucionó positivamente gracias a reformas o renovaciones oportunas y otras tuvo final negativo que dio lugar a ulteriores fases involutivas o de desintegración espiritual. Este periodo, por algunos calificado de "climaterio" de las civilizaciones, ocurrió hacia los siglos VIII Y Va. C. Fue en un periodo así que en China se afianzaron las doctrinas de Lao-tzu* y de K’ung-fu-tzu (Confucio), quienes representan una renovación de elementos de una tradición más antigua, en el plano metafísico en el primero de los dos y en el eticosocial en el segundo. Por la misma época se supone que apareció Zaratustra, con quien en la tradición irania se operó una transformación similar. Y en la India tuvo una función análoga el budismo, el cual significó una reacción y al mismo tiempo un enaltecimiento; por el contrario, como hemos tenido ocasión de subrayar en otras obras, parece que en Occi­dente, en general, prevalecieron los procesos decadentes.[16] El periodo que estamos señalando es precisamente aquel en el que decae la anti­gua Hélade, aristocrática y sacra; es aquel en que sobre la civilización solar y regia de Egipto se sobrepone la religión de Isis, junto con cier­tas formas místicas populares y espurias; es aquel en que, con el profetismo, en Israel se preparan los más peligrosos fermentos de co­rrosión y de subversión espiritual para el mundo mediterráneo. La úni­ca contracorriente positiva en Occidente parece haber sido Roma, que nació en este mismo periodo y en determinado momento fue una crea­ción de alcance universal, en gran medida dominada por su espíritu original.[17]

Regresando al budismo, no hay que concebirlo, como quieren al­gunos que hacen suyo indiscriminadamente el punto de vista brah­mán, como una rebelión antitradicional, similar a su modo a la que representaría el protestantismo frente al catolicismo;[18] y menos toda­vía como una doctrina "nueva", producto de una lucubración aislada que hubiera logrado imponerse. Fue, por el contrario, una adaptación de la tradición prístina; adaptación que tuvo bien presentes las condi­ciones del tiempo en que se hizo necesaria, con lo que limitó y dio una formulación distinta a enseñanzas preexistentes: en resumen, ad­hesión en particular al espíritu ksátriya, el de la casta guerrera. Ya hemos visto que Buda nació de la más antigua nobleza aria, y no sólo eso sino que un texto nos informa de la particular aversión contra la casta brahmana que abrigaban los de su estirpe: "Los Shakya -se lee-[19] no tienen en buena estima a los sacerdotes, no respetan a los sacerdotes, no honran a los sacerdotes, no veneran a los sacerdotes, no toman en cuenta a los sacerdotes". En el príncipe Siddhartha se mantiene la misma actitud, pero con el fin de una restauración, de una reafirmación de la pura voluntad de lo incondicionado, a lo que en tiempos más recientes la línea "regia" había sido más fiel que la casta sacerdotal ya degenerada.

Pueden aducirse no pocos indicios del hecho de que la doctrina bu­dista no buscó la originalidad, sino que reivindicó un carácter univer­sal, un tradicionalismo en sentido superior. El propio Buda dice, por ejemplo: "Es así: aquellos que en tiempos pasados fueron santos, per­fectos despertados, incluso estos sublimes encaminaron así tan justa­mente a los discípulos a tal fin, como aquí ahora son encaminados así tan justamente por mí los discípulos; y aquellos que en tiempos futuros serán santos, despertados perfectos, también estos sublimes encamina­rán así tan justamente a los discípulos, como aquí ahora son encamina­dos así tan justamente por mí los discípulos".[20] Lo mismo se repite en lo referente a la purificación del pensamiento, la palabra y la acción;[21] lo mismo, acerca del justo conocimiento de lo que es decadencia y muer­te, de su origen, de su fin y del camino que conduce a su fin; lo mismo, acerca de la doctrina del "vacío" o "vacancia", sunnata,[22] La doctrina y la vita divina anunciadas por el príncipe Siddhartha son llamadas reite­radamente "no ligadas al tiempo", akaliko.[23] Se habla también de "an­tiguos santos, despertados perfectos"[24] y se retoma el motivo tradicional que se refiere a un lugar (aquí llamado "la Garganta del Vate"), donde ya antes habría desaparecido toda una serie de pacceka-buddha, o sea, seres que por sí mismos, aisladamente, alcanzaron la suprahumanidad y el mismo despertar perfecto que el príncipe Siddhartha.[25] Son recri­minados quienes están "sin fe, sin devoción, sin tradición".[26] Se repite: "De lo que para el mundo de los sabios no existe, yo digo ’no existe’, y de lo que para el mundo de los sabios existe, yo digo ’existe [27] Indica­ción interesante: de la "extinción", fin de la ascesis budista, en un texto se habla como de algo que "conduce a los orígenes"[28] A esto añádase el simbolismo de un gran bosque, donde se descubre "un antiguo sendero, un sendero de hombres de otros tiempos". Siguiéndolo, Buda encuentra una ciudad regia y pide que sea restaurada.[29] En otro lugar, Buda declara el sentido de lo anterior de manera más explícita: "He visto el camino antiguo, el viejo camino hollado por todos los Perfectos de un tiempo; éste es el sendero que yo sigo".[30]

Está pues claro que en el budismo no se trató en modo alguno de la negación del principio de la autoridad espiritual, antes bien de la re­vuelta legítima contra una casta que pretendía monopolizarla, sin que sus representantes conservaran dignidad y competencia. Los brahmanes, contra los que se levanta el príncipe Siddhartha, son quienes dicen sa­ber, pero no saben nada,[31] que desde hace generaciones han perdido la facultad de la visión necesaria para poder decir: "Sólo esto es verdad; lo demás es estulticia",[32] de guisa que se asemejan a "una fila de cie­gos, de los cuales el primero no ve, el del medio no ve y el último tampoco ve".[33] A los hombres de los orígenes, a los brahmana que re­cordaban las normas antiguas, que custodiaban las puertas de los senti­dos y habían dominado enteramente su fuerza, que eran ascetas, ricos sólo de sabiduría, invulnerables e invencibles, fuertes por la verdad (dhamma), son contrapuestos sus epígonos modernos, presas del ritualismo o dedicados a una vana penitencia, que han abandonado las leyes antiguas.[34] De éstos, "no hay uno que haya visto a Brahma cara a cara", por lo que "estos brahmanes, versados en la ciencia del triple Veda son capaces de indicar el camino a un estado de unión con lo que ellos ni conocen ni han visto --esto no se da".[35] Buda está en contra de quien sabe "sólo porque ha oído decir"; está contra quien conoce "sólo la verdad que ha oído decir y lo que tradicionalmente ha oído decir, como un cofre pasado de mano en mano transmite la doctrina", pero cuya integridad, en tales condiciones, es imposible garantizar.[36] Por eso se hace la distinción entre ascetas y brahmanes que "sólo por propio creer profesan haber alcanzado la suma perfección del conocimiento del mundo: tales, los razonadores y discutidores" y otros ascetas y brahmanes que, "en cosas nunca antes oídas, reconociendo en sí mis­mos la verdad, profesan haber alcanzado la suma perfección del cono­cimiento del mundo". A estos últimos, el príncipe Siddhartha dice pertenecer, y éste es el tipo que él indica como ejemplo a sus discípu­los.[37] "sólo sabiendo él dice que sabe; sólo viendo, él dice que ve".[38] El budismo no niega el concepto de brahmán, sino que a menudo incorpo­ra tal denominación y llama brahmacarya a la vida ascética, preten­diendo indicar sólo las cualidades reales sobre las que se puede confirmar la dignidad del verdadero brahmán.[39]

Aquí, con fines de reintegración se identifica en esencia al verdadero brahmán con el asceta, tipos que anteriormente eran distintos, en espe­cial desde que había desaparecido, salvo raras excepciones, el precepto del Ashrama (Asrama), según el cual el hombre de casta brahmánica debía pasar el último periodo de su existencia viviendo la vida ascética, apartado del vanaprastha y del yati. Una vez entendido este punto, se capta asimismo la verdadera actitud de Buda respecto del problema de las castas. También en la tradición precedente, la realización ascética era concebida como superior a toda casta, amén de libre del vínculo con ellas. Éste es el punto de vista de Buda, expresado con el parangón del fuego: como quien desea fuego no pregunta de qué especie es el leño que lo produce, así de cualquier casta puede salir el asceta y el Yo "despertado" ,[40] Al igual que a cualquier espíritu tradicional, también al príncipe Siddhartha las castas le parecieron algo natural; más aún, algo justificado trascendentalmente, porque él, siguiendo los Upanisad, en­tendió que nacer en una casta o en otra y, en general, ser desiguales, no es una casualidad, sino efecto de una actividad ocurrida anteriormente. Por ende, él en ningún momento pensó en subvertir el sistema de las castas en el plano ético y politicosocial; por el contrario, se prescribe no omitir ninguna de las obligaciones inherentes al propio estado,[41] ni nunca se dice que, v. gr., un siervo (sudra) o un vaisya [gente del co­mún] no tenga que obedecer o estar sometido a las castas más altas. El problema se circunscribe a la cima espiritual de la jerarquía aria, frente a la cual, las mismas condiciones históricas imponían una discrimina­ción, una reforma y una renovación. Era preciso que la "dirigencia" fuera revisada, de manera que las dignidades tradicionales fueran rea­les sólo "según los casos".[42] En esta renovación, como se ha dicho, el punto decisivo fue la identificación del tipo del verdadero brahmán en el del asceta, de donde la relevancia que se da a lo que se testimonia con la acción individual. Es así como se proclama el principio: "No por la casta se es paria, no por la casta se es brahmán, sino que por las acciones se es paria y por las acciones se es brahmán".[43] Frente a la "llama suscitada por la virtud, encendida por el ejercicio", lo mismo que frente a la liberación, las cuatro castas son iguales.[44] Y también: como no cabe esperar que la orilla de más allá de un río venga para acá por más que alguien invoque, rece o cante himnos, lo mismo hay que pensar de los brahmanes instruidos en el triple Veda, pero que "omiten la práctica de aquellas cualidades que hacen en verdad de un hombre un brahmán y, en cambio, asumen las cualidades que hacen de un hom­bre un no-brahmán cuando invocan a Indra, Soma, Varuna y demás dioses."[45] Éstos, si no han destruido el deseo en los cinco troncos de la personalidad, pueden esperar tan poco de unirse tras la muerte con Brahma como un hombre puede esperar alcanzar a nado la otra ribera con los brazos amarrados a la espalda.[46] Para unirse con Brahma hay que desarrollar en uno mismo cualidades parecidas a las de Brahma.[47] Esto no obsta para que en los textos se tome en consideración también el ideal del brahmán en quien la pureza del lenguaje se une a cualidades que lo hacen semejante a un dios o a un ser divino,[48] y se llega incluso a reprochar a los brahmanes de la época no sólo el que hayan abandonado las costumbres antiguas y hayan puesto su interés en el oro y las riquezas, sino que traicionen las leyes de la endogamia de las castas, dado que se les acusa de unirse a mujeres no brahmanas, en cualquier tiempo, por mero deseo, "como los perros".[49] El principio general de toda jerarquía justa queda confirmado con estas palabras: "Si por servir a alguien se convierte uno, por el servicio, peor y no mejor, a ese –digo-­ no se le debe servir. A quien, en cambio, sirviéndole se convierte uno, por el servicio, mejor y no peor, a ese -digo- se le debe servir".[50]

Esto demuestra, pues, que no se trató en modo alguno de una subver­sión democrática so pretextos espirituales, sino de condiciones que se imponían para conseguir la rectificación y la depuración de la jerarquía existente. El príncipe Siddhartha tuvo tan poca simpatía por las masas, que en un texto de los más antiguos se habla del "vil vulgo" como de un montón de basura, en contraposición al cual se produce el milagroso florecimiento del Despertado.[51] Más allá de la antigua distribución de las castas, el budismo afirma otra más neta y esencial, al cual retoma en el fondo, mutatis mutandis, retoma la que existía en los orígenes entre los arios, los "nacidos dos veces" (dvija) en su conjunto y los demás seres: por un lado están los ariya y los "nobles hijos impulsados por la confianza", abiertos a la doctrina del despertar; por el otro, "los hom­bres comunes, sin entendimiento para lo que es santo, extraños a la santa doctrina, sin acceso a la santa doctrina; sin entendimiento para lo que es noble, extraños a la doctrina de los nobles, sin acceso a la doctri­na de los nobles".[52] Si, por un lado, al igual que los ríos que "apenas llegan al océano pierden sus castas, cuando asumen las leyes de Buda pierden sus características", por otro lado constituyen una falange bien precisa, la de "los hijos del hijo de los Shakya"[53] y Se puede afirmar, pues, por todo lo anterior que el propósito efectivo del budismo fue la separación de las esencias, cuya piedra de toque era la doctrina del despertar; separación que no podía sino afianzar las bases espirituales que en los orígenes habían justificado, ellas solas, la jerarquía aria. Y como contraprueba de esto se encuentra el hecho de que el afirmarse y el difundirse del budismo en manera alguna tuvo por consecuencia a lo largo de los siglos la disolución del régimen de castas (hasta ayer, en Ceilán, este régimen subsistió inalterado junto al budismo y en Japón éste se avino con un concepto jerárquico, tradicional, aristocrático y guerrero. Sólo en ciertas divagaciones "espiritualistas" occidentales, el budismo --considerado en sus formas tardías, populares y ya altera­das- es presentado como una doctrina de la compasión universal, que fomenta el humanismo y el igualitarismo democrático.

El único punto de los textos que debe tomarse cum grano salis es la afirmación de que en los individuos de todas las castas existe, en igual modo, todas las posibilidades, tanto positivas como negativas.[54] Pero ya la teoría budista del samkhara, es decir, de las predisposiciones prenatales, basta para rectificar este punto. Los límites de casta, raza y tradición en un sistema jerárquico tienen por efecto que en el individuo existan predisposiciones hereditarias para su desenvolvimiento en un sentido dado, lo que por lo demás confiere a este desenvolvimiento un carácter orgánico y armonioso, a diferencia de los casos en que se in­tenta llegar al mismo punto con una especie de violencia, partiendo de una base natural no favorable. De las cuatro vías consideradas en algu­nos textos budistas[55] (en tres de las cuales o el camino es difícil o es difícil la realización del conocimiento o lo son ambas cosas juntas), sólo la cuarta es fácil y en ella es también fácil el conocimiento, de modo que se le llama "vía selecta"; ésta es la vía que correspondería a las ventajas que suponen un buen nacimiento. Esto como norma. Pero, repitámoslo, el budismo nació en condiciones ya no normales de una civilización tradicional; por esto se dio importancia a las obras, a la realización personal y por esto también se quitó importancia al apoyo ofrecido por la tradición en el sentido más restringido y formalista del término. Como el mismo príncipe Siddhartha declaró haber conquista­do la sabiduría con las propias fuerzas, sin maestro que lo iluminara, así en la doctrina original del despertar cada uno es confiado en lo esen­cial a las propias posibilidades, al propio esfuerzo. Como quien, ha­biéndose rezagado, tuviera que contar con él mismo para alcanzar el grueso del ejército en marcha.[56]

Así, el budismo, en una morfología de las tradiciones, se podría correlacionar legítimamente con aquella raza que en otra parte (no refi­riéndonos a la acepción corriente del término sino a la doctrina de Hesíodo sobre las "cuatro edades") hemos llamado "heroica".[57] Se tra­ta de un linaje en el que la espiritualidad propia del estado primordial no es algo dado y natural, sino que se convierte en un cometido, el objeto de una conquista, el límite de una reintegración operada por las propias fuerzas según un estilo de virilidad, puesto que la tradición por sí misma no brinda base suficiente.

Con esto se completa la individualización del lugar histórico del bu­dismo, condición indispensable para entender el sentido y la razón de ser de sus dos principales enseñanzas.

Antes de pasar al arte doctrinal y ascético debemos regresar al punto ya mencionado al inicio, diciendo que el budismo pertenece al ciclo en el que entra también el hombre moderno.

Si ya la época en que vivió el príncipe Siddhartha acusaba cierto oscurecimiento de la conciencia espiritual y de la visión del mundo del antiguo hombre indoario, el ulterior curso de la historia -y propia­mente el curso de la historia occidental- ha adoptado formas cada vez más graves de involución, de fisicalización del yo, de pérdida de toda relación directa con la realidad metafísica y, en general, suprasensible. Con el mundo "moderno" hemos llegado a un punto, más allá del cual difícilmente se puede caminar más en sentido descendente. El objeto del conocimiento directo del hombre moderno es sólo el mundo mate­rial, con el contrapunto de la esfera puramente psicológica de su subje­tividad. Aparte están sus lucubraciones filosóficas y su religión: las primeras, creaciones puramente cerebrales; la segunda, basada esen­cialmente en la fe, el moralismo y el sentimentalismo.

No es por casualidad que la religión occidental, a diferencia de las grandes tradiciones de los tiempos más antiguos, se ha centrado en la fe, tratando de salvar con base en ésta lo que aún se podía salvar. Es una especie de solución desesperada.[58] al hombre que haya perdido todo contacto directo con el mundo metafísico, la única forma posible de religio, o sea, de reconexión, se la da el creer, la fe. Se comprende así también otro punto, a saber, el significado íntimo del protestantismo frente al catolicismo. El protestantismo se afirmó en una época en que el humanismo y el naturalismo anunciaban una fase de involución del hombre europeo más acelerada que la existente cuando surgió el pro­pio cristianismo, a saber, mientras era evidente la decadencia y la co­rrupción de los representantes de la tradición católica, a quienes se les había asignado una función de sostén y de mediación. En vista de esta fractura más profunda se tuvo aquella exasperación del principio de la pura fe contra todo dato dogmático, contra toda organización jerárqui­ca y aquella desconfianza de las obras (comprendiendo en éstas el mis­mo ascetismo del monacato católico), que constituyen, en efecto, la característica del protestantismo.

Cuál es la crisis por la que atraviesan ahora en Occidente las mismas religiones basadas en el "creer", lo advierte cualquiera; como tampoco hay que subrayar el carácter del todo laico, materialista y samsárico de la mentalidad predominante de nuestros contemporáneos. Cabe plan­tearse el problema de la medida en que, en semejante estado de cosas, puede aún brindar posibilidades un sistema basado rigurosamente en el conocimiento, libre tanto de elementos fideístas como de elementos intelectualistas y de veras dirigido hacia lo incondicionado. Es eviden­te que esta vía es apropiada sólo para una reducida minoría dotada de una fuerza interior nada común. A este respecto, el budismo de los co­mienzos se recomienda como pocas otras doctrinas, por el hecho de que ha sido formulado en vistas de una condición del hombre, la cual, lejana aún del materialismo occidental y del correlativo eclipse de todo saber tradicional vivo, contenía en cierto modo, sin embargo, los pródromos y las potencialidades [de ese materialismo]. Tampoco se puede pasar por alto el hecho antes señalado de que el budismo corres­ponde a una adaptación práctica y realista de motivos tradicionales, propia sobre todo del espíritu de los ksátriyas, la casta guerrera, y pre­cisamente la línea de desenvolvimiento del hombre occidental, a pesar de todo, ha tenido un carácter guerrero más que sacerdotal, a la par que la inclinación por la claridad, el realismo, el conocimiento exacto, la acción aplicada al plano material, ha propiciado realizaciones más típi­cas para su civilización.

Otros sistemas de metafísica y de ascesis pueden resultar más atrac­tivos que el budismo, pero también dejan un mayor margen al ansia de todo espíritu que intente penetrar los misterios del mundo y del ser, además de presentar el peligro de que el hombre de hoy sea llevado a divagar y engañarse, precisamente porque se trata de sistemas que, por más que sean verdaderamente tradicionales, como el vedanta, para ser entendidos y realizados presuponen un grado de espiritualidad que en la grandísima mayoría de los hombres se puede considerar ausente des­de hace tiempo. El budismo, en cambio, plantea un problema total, sin dejar caminos de salida. Como dijo alguien con justeza, no tiene leche para bebés -no milk for babies-, ni chucherías metafísicas para los aficionados a las lucubraciones intelectuales.[59] El budismo dice: "Hom­bre, mira en qué te has convertido y mira en qué se ha convertido tu experiencia. Conócela. Un camino que conduce más allá, lo hay. Ésta es la ruta, éstas son sus etapas, éstos son los medios para recorrerla. Te queda por descubrir tu verdadera vocación y medir tus fuerzas". "No persuadas, no disuadas; conociendo la persuasión, conociendo la disuasión, ni persuadas ni disuadas, expón sólo la realidad." Ya hemos visto que éste es el precepto fundamental de los Despertados.

Así, mientras hemos explicado claramente el lugar histórico del bu­dismo, se ha explicado hasta la última de las razones de que hayamos escogido el budismo como base para la exposición de un sistema com­pleto y viril de ascética, formulado en vistas del ciclo al que pertenece también el hombre contemporáneo. Para mayor abundamiento sobre esto, remitimos al lector a lo que se dice en el último capítulo de este ensayo.



[1] En cierta medida nos podríamos referir a lo que ha escrito K. Kerényi (La religione antica nell sue linee fondamentali, Zanichelli, Bolonia, 1940, cap II) acerca del “sentido de la festividad” y del rito

[2] Kerényi, K., La religione antica..., op. cit., caps IV y V.

[3] Rgveda, X, xiv, 2.

[4] Rgveda, VIII, xlviii, 3

[5] Rgveda, X, xiv, 2.

[6] Oldenberg, H .. Buddha. op. cit .. p. 21.

[7] Rgveda. X. xc; Candogva-upanisad, I1I, xii, 6.

[8] Véase Evola, J., Rivolta contro il mondo moderno (1934), Edizioni Mediterranee, Roma ’. 1969. (N. de G. d. T.)

[9] Digha-nikayo, 1, 1,29 Y SS.; Auhakavagga, XII, XIII.

[10] Es esencialmente a estos dioses a los que hay que referirse cuando los vemos asumir en los textos budistas partes del todo modestas y subordinadas hasta transformarse a veces casi en discípulos que reciben de Buda la revelación de la doctrina. Se trata, en efecto, de la degradación de los antiguos dioses.

[11] Cathaptuha-brahmana, X, IV, 3.10

[12] Candogya-upanisad, VIII, iv, 1-2.

[13] Ibid., iii -x; Brhadaranvaka-upanisad, VI, ii, 9-16

[14] Brhadaranyaka-upanisad, 111, ii, 13.

[15] Bhagavad-gita, IV, 1-2.

[16] Evola, J., Rivolta contra ... , op. cit.; Careo ... , op. cit.; Gli uomini e le rovine (1953), Ed. Settimo Sigillo, Roma’, 1990. (N de G. d. T.)

[17] Sobre este significado de Roma como "renacimiento" de un legado primordial, véase nuestro Rivolta contra ... , op. cit.

[18] Éste es el punto de vista que sostuvo en un principio R. Guénon, L’homme et son devenir selon le Vedanta, París 1925, pp. 111 Y ss., al que nos resulta imposible adherirnos. Más correctas son las ideas de Coomaraswamy, A. c., Hinduism and Buddhism, Nueva York, 1941, aunque en su libro es visible la unilateralidad al resaltar todo cuanto en el budismo es valorable desde el punto de vista brahrnánico, descuidado el específico signifi­cado funcional que tuvo frente a la precedente tradición hindú.

[19] Digha-nikayo, 111, 12.

[20] Majjhima , LI (11, 3-4).

[21] Majjhima , LXI (11, 3-4).

[22] Samyutta , XII, 33; Majjhima ... , CXX (iii, 184).

[23] Majjhima , XCII (11,443).

[24] Majjhima , LXXV (11,234); LXXXI (11, 3 12).

[25] Majjhima , CXVI (111, 136-7); CXXIII (I1I, 195).

[26] Majjhima , CII (I1I, 23).

[27] Samvutta .. ., XXII, 94.

[28] Mahaparinirvana-sutra, 52-53 (se trata, sin embargo. de la tradición china del texto).

[29] Samyutta.,., XXII, 94.

[30] Samyutta.,., III, 196. Es interesante que en el mito, Buda consiguió el despertar bajo el Árbol de la Vida, situado en el "ombligo" de la Tierra, donde también todos los budas precedentes consiguieron el conocimiento trascendente. Esto remite a la teoría del "Centro del Mundo", que se representa como una especie de crismón [letras iniciales del nombre de Cristo en griego] de tradicionalismo y de ortodoxia iniciática dondequiera que se restablece el contacto con los orígenes.

 

[31] Majjhima .. , XCIII (11,454).

[32] Majjhima ... , XCV (11,477).

[33] Digha.,., XII, i, 15; Majjhima ... , XCV (11, 478-79); XCIX (11, 514-15).

[34] Samyutta ... , XXV, 132; Cullavagga, VII, 1-16.

[35] Digha ... , XII, i, 12,15.

[36] Majjhima ... , LXXVI (11. 247-48). En tal sentido se afirma (el, 111, 8) que la tradición

es una de las cosas que pueden surtir resultados opuestos, bueno y malos

[37] Majjhima ...• 11, 527.

[38] Majjhima LXXVlI (11.267).

[39] Majjhima , XLVIII (11. 50S-lO); Dhammapada, 383 y ss.; Mahavagga, IV, passim;

IX. 27, passim; Uragavagga, VIII. l.

[40] Majjhima ... , XCIII (11,450); XC (11.417).

[41] Mahaparinirvana-sutra, 6-11.

[42] Majjhima ...• LXXXIV (11. 351).

[43] Suttanipata, 1, vii, 21 (Uragavagga)

[44] Majjhima ...• XC (II. 417).

[45] Digha XlI. i, 24-25.

[46] Digha , XII. i, 26, 28; Cullavagga, 11.11. Dhammapada, 141.

[47] Dhiga , 33-38. Hay una correspondencia con el principio antiguo, en especial

pitagórico. según el cual el verdadero culto es que uno se haga semejante a los dioses (en oposición a la distancia entre la "criatura" y el dios teísta).

[48] Anguttara ... , V. 192.

[49] Anguttara , V, 191.

[50] Majjhima , XCVI (11,486).

[51] Majjhima , XCVI (IJ, 486).

[52] Majjhima , 1, (1, 3 y ss.).

[53] Anguttara , VIII, 19; X, 96.

[54] Majjhima , XCVI (11,486-87).

[55] Anguttara , IV, 166.

[56] Véase Evola, J., II cammino del cinabro (1961), Scheiwiller, Milán", 1972, cap. 1, donde el autor da como suyas estas mismas palahras. (N. de G. de T.)

[57] Véase Evola, J., Rivolta contro il mondo moderno. 017. cit., parte II, cap. 7.

[58] Ibid., cap. JO. (N. de G. de T.)

 

[59] Rhys Davids, T. W., Early Buddhlsm, Londres, 1908, p. 7.