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Espiritualismo contemporáneo

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VII. Paréntesis sobre el catolicismo esotérico y sobre el tradicionalismo integral

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VII. Paréntesis sobre el catolicismo esotérico y sobre el tradicionalismo integral

Ya hemos destacado que una de las causas que han propiciado la difusión del neoespiritualismo es el carácter mismo de la religión que ha predominado en Occidente: el cristianismo y, en particular, el catolicismo. Con su doble aspecto de sistema teológico-ritual y praxis devocional moralizante, el catolicismo parece ofrecer muy poco para satisfacer la necesidad de lo sobrenatural, experimentada por muchas personas en los últimos tiempos; estas personas han buscado fuera del cristianismo lo que no encontraban dentro, entre doctrinas que parecían prometer algo más.

El "espiritismo", que ofrecía dialogar con los "espíritus", contemplaba lo sobrenatural como experiencia, mientras que el catolicismo, caracterizado por la pretensión de poseer en exclusiva y sobre cualquier otra religión, una verdadera teología de lo sobrenatural, contempla a Dios como un ser personal separado y muy por encima del mundo natural. Esta teología difería de cualquier otra en que el Dios-persona parecía ser insuficiente para admitir una relación "dual" de "yo" a tú", entre la criatura y el creador. Ciertamente, junto a esto, existe una mística cristiana y, por lo demás, el catolicismo ha conocido órdenes monásticas que pretendían cultivar una vida de pura contemplación. Pero, dejando aparte el hecho de se trata de una vía apta solo para vocaciones muy específicas, la revisión del concepto de Dios personal que implicaba la vía mística, frecuentemente ha sido contemplada por la ortodoxia como una peligrosa herejía (limitando el concepto de la unio mystica o "vida unitiva"); el catolicismo más reciente incluso tiende a olvidar cualquier corriente mística en beneficio de la llamada "atención pastoral de las almas"; la causa de su principal preocupación ha consistido en callar ante los cambios postconciliares que sitúan en primer plano las meras instancias sociales y socializantes, acompañadas de escuálidos ingredientes humanitarios, pacifistas y democráticos; cualquier elemento que pudiera tener un carácter de verdadera trascendencia, ha sido relegado a un plano secundario o simplemente olvidado. De aquí el vacío que, junto con la crisis del mundo moderno, ha impulsado a muchos a buscar en otras corrientes, frecuentemente en la misma línea del neoespiritualismo contemporáneo, con el riesgo de que fuerzas sombrías perviertan las más altas aspiraciones.

Pero un análisis objetivo implica algunas precisiones.

El primer cristianismo se nos presenta como una típica religión del kali-yuga de la "edad oscura", época correspondiente a la enseñanza occidental de la "edad del Hierro", de la que Hesiodo dijo que el destino de la mayoría era "extinguirse sin gloria en el Hades". La predicación cristiana, dirigida originariamente, a los des­heredados y a los que carecían de tradición en el mundo romano, terminó generando un tipo humano muy distinto al que contemplaban tradiciones de nivel más elevado, un tipo cuya relación y acceso a lo divino se encontraba en una situación desesperada. De esta manera, la predicación tomó la forma de una doctrina trágica de salvación. Se afirmó el conocido mito del "pecado original" y, para remediarlo, se indicó una alternativa de salvación o perdición eterna, que debía dirimirse de una vez y para siempre sobre esta tierra; la alternativa quedaba, finalmente dramatizada con representaciones impresionantes del más allá y visiones apocalípticas. Era una manera de provocar en ciertas personas una tensión extrema, una ansiedad, que asociada especialmente al mito de Jesús, entendido como "Redentor", podía dar sus frutos: si no en esta vida, si, al menos, en el momento de la muerte o en el postmortem, en tanto que los medios indirectos que actúan sobre la emotividad humana llegaran a modificar en lo más profundo la fuerza fundamental del ser humano.

Al dirigirse a un mayor número de personas, el catolicismo ha atenuado en cierta medida la crudeza extremista de sus ideas originarias, preocupándose de suministrar apoyo a los hombres en favor de la personalidad humana -cuyo destino sobrenatural reconoce- y de ejercitar una acción sutil sobre su ser más profundo, mediante el rito y el Sacramento.

En este contexto pueden indicarse algunos aspectos pragmáticos del catolicismo. Ciertos principios de la moral católico-cristiana -los de humildad, caridad y renuncia al propio deseo- entendidos en forma y lugar justos, podrían haber sido formulados como un correctivo a la autoafirmación individualista muy acusada en el hombre occidental. La misma limitación sobre el plano intelectual y la correspondiente humanización de toda perspectiva, pudo haber aconsejado presentar tal doctrina bajo la forma de dogma, sometida a una autoridad situada más allá del intelecto común, pero que a un nivel más alto, pudo suponer en cambio, conocimiento, evidencia directa, gnosis. Es posible que por razones similares se haya considerado oportuno hablar de "revelación" y de "gracia", a fin de subrayar el carácter trascendente de lo verdaderamente sobrenatural respecto a la posibilidad de un tipo humano caduco, que debía manifestarse cada vez más inclinado a todo tipo de prevaricaciones racionalistas y humanistas. Finalmente, ya hemos mencionado que, en un marco teísta, las relaciones de la "fe" con la distancia que deja subsistir, aunque verdaderamente limitan (en tradiciones más estrictas tales relaciones han sido consideradas solamente para los estratos inferiores de una civilización) pueden garantizar la integridad de la persona, que, en comparación con místicas panteístas y con excesos sin límites en lo suprasensible, pueden no encontrar un terreno firme.

Las limitaciones de la doctrina católica con sus posibles valores positivos, son adecuados para la gran masa de la humanidad y para las condiciones negativas de la última época, la "edad oscura". Manteniéndonos en este nivel, las ideas de católicos como H. Massis y A. Cuttat, podrían ser también justas: el catolicismo es una defensa del hombre occidental, mientras que cualquier forma que no sea dualista y teísta de espiritualidad (frecuentemente se alude muchas veces a Oriente) puede representar para él un peligro. Pero, al margen de ese nivel, las cosas cambian mucho. Si se atiende en el cristianismo a aperturas positivas hacia lo sobrenatural y se contempla lo que podríamos llamar suprapersonalidad -o sea la personalidad in­tegrada por encima de las limitaciones humanas- lo que aparece no es más que una limitación y un factor de petrificación que se justifica por sí mismo. Sus reacciones de intolerancia y sedición pueden alejar a quien observa la realización de si mismo a partir de tradiciones o doctrinas ni occidentales ni cristianas, en las que es más notorio un contenido metafísico o iniciático, en lugar del reduccionismo religioso, dogmático o ritualista del catolicismo con una rígida mitología teísta.

Hoy, la potencialidad del cristianismo de los orígenes como "doctrina trágica de salvación", solo puede ser ritualizada, en casos excepcionales y próximos a crisis existenciales muy peligrosas. Para quien fuera capaz de hacerlo, el problema se plantea para personas que han conocido las vanas construcciones de la filosofía y de la cultura profana popular-universitaria de hoy o las contaminaciones de los variados individualismos, esteticismos o romanticismos contemporáneos, se "convirtieran" al catolicismo y solo estuvieran en condiciones de vivir, por lo menos, la fe, con una entrega total y posiblemente como un "sacrificio"; para ellos, la fe no significaría una abdicación, sino, a pesar de todo, un progreso.

Sin embargo, debemos centrarnos en la problemática ya indicada para un tipo humano diverso y con una vocación diferente. Entonces podríamos preguntar: ¿Es posible concebir y admitir un catolicismo que no obligue a buscar un camino en otra parte?

Existen ambientes espiritualistas que han considerado esta posibilidad dentro del campo que se ha llamado el esoterismo cristiano y el "tradicionalismo integral". Veamos cómo se presentan las cosas a este respecto.

Primeramente, es positivo distinguir el concepto de esoterismo cristiano del de una iniciación cristiana; el primero tiene un carácter doctrinal, mientras el segundo es operativo y experimental. La existencia o no de una iniciación cristiana es motivo de controversias que, incluso referidas a un tiempo antiguo, en nuestra opinión, admite una respuesta esencialmente negativa. Si se tiene claro el concepto de iniciación en el sentido integral y auténtico del término, hay que advertir una oposición entre el cristianismo, como doctrina centrada en la fe, y la vía iniciática. En los orígenes pudieron haber existido mezclas e interferencias con las antiguas tradiciones mistéricas por su proximidad con ellas; de ahí que se encuentren huellas, de estas últimas, en la patrística griega. En el capítulo sobre el Teosofismo señalamos, por ejemplo, la distinción hecha por Clemente de Alejandría entre los gnostikos (que aspiran al conocimiento natural) con algunos rasgos propios del iniciado, y el pistikos, que simplemente cree. La existencia de elementos que apoyen la existencia de una hipotética iniciación cristiana, se refiriere a la Iglesia de Oriente, no al catolicismo romano que evidencia un carácter menos iniciático. Los que no piensan así, sostienen que los ritos cristianos, originalmente dotados de un carácter iniciático, no han logrado sobrevivir y se han transmitido solo en parte o con transcripciones meramente religiosas y simbólicas, incluso a partir del Concilio de Nicea. Desde entonces solo queda más que el mundo de la mística. Dentro de la Iglesia no hay vestigios de ningún tipo de transmisión iniciática, que por su misma naturaleza debería estar rigurosamente subordinada a la de las jerarquías apostólicas existentes.

Por lo que respecta a las pretensiones de iniciaciones del cristianismo en ambientes exteriores a la Iglesia y en nuestros días, cuando no se trata de mistificaciones, apenas tiene como base combinaciones espurias en las cuales el cristianismo no es más que uno de los ingredientes sin ninguna raíz verdadera en transmisiones tradicionales. Otro tanto puede decirse para aquellos que se han autocalificado, todavía en nuestros días, como "rosacruces".

El problema sigue todavía en pie, no solo en lo que respecta a una iniciación cristiana comprobable, sino a un "esoterismo cristiano", o sea a la posibilidad de integrar lo que está presente en el catolicismo (y no en un vago cristianismo) dentro de un sistema más amplio en el cual pueden indicarse la dimensión y el significado más profundo de estructuras, símbolos y ritos. La integración, como se ha dicho, tiene un carácter sobre todo doctrinal. No es necesario decir que el plano al que se debe hacer referencia no es el "cristianismo esotérico" de Besant y Leadbeater, omitiendo la exégesis de los evangelios hecha por Steiner que contiene un cúmulo de errores. En cambio, puede cuestionarse aquí el "tradicionalismo integral", surgido esencialmente de la escuela de René Guénon. La idea de base es la noción de una tradición primordial, metafísica y unitaria, más allá de toda tradición o religión particular. El término "metafísico" debe entenderse, no en el sentido abstracto, propio de la filosofía, sino como conocimiento en torno a lo que no es "físico" en una acepción que trasciende el mundo humano con todas sus construcciones. En las diversas tradiciones históricas particulares, esta Tradición Primordial habría tenido manifestaciones más o menos completas, con adaptaciones a las diferentes condiciones ambientales, históricas y raciales, efectuadas por medios que escapan a la investigación profana. Así se tendría la posibilidad de volver a encontrar elementos constantes u homólogos en las enseñanzas, simbolos y dogmas de dichas tradiciones históricas particulares y empezar de nuevo en un plano superior de objetividad y universalidad. Ideas semejantes se habían manifestado en forma inadecuada en el teosofismo y en algunos ambientes de la masonería; es precisamente la escuela guenoniana la que ha sabido presentar y desarrollar estas ideas seria y rigurosamente, con la correspondiente tesis de la "unidad trascendente de las religiones" (la expresión pertenece a F. J. Schuon y es el título a un interesante libro suyo). Se debe subrayar que no se trata aquí de un "sincretismo" ni de nada parecido. Al igual que de la definición del triángulo, se pueden deducir teoremas valederos para cada caso particular, así también, el estudio de la Tradición Primordial se basa en un método deductivo y en conocimientos fundamentales. Estos principios permiten comprender cómo, bajo ciertas condiciones y en relación a una variedad de posibles formas expresivas, se manifiesta la adhesión al corpus de enseñanzas, creencias, dogmas, mitos y hasta de supersticiones, que tienen un carácter "invariable" al margen de cualquier conflicto y contraste aparente.

Pues bien, la primera integración "esotérica" del catolicismo consistiría precisamente en esto: partiendo de las doctrinas y de los símbolos de la Iglesia, habría que saber percibir lo que en ellas va más allá del catolicismo, para adquirir un rango verdaderamente "católico", es decir, universal (catholikos en griego quiere decir universal), recurriendo a relaciones esclarecedoras de carácter, que podríamos llamar, "inter-tradicional". Esto permitiría, no una alteración de las doctrinas católicas, sino la valorización de sus contenidos esenciales sobre un plano superior al de la simple religión, sobre un plano metafísico y con perspectivas realizables que puedan ayudar a quien aspire a lo trascendente[1]. Para ello se requiere no invertir el procedimiento, como desgraciadamente sucede cuando se asume como elemento primario las doctrinas católicas en sus limitaciones específicas y se yuxtapone a alguna relación "tradicional". Son, en cambio, estas relaciones las que deberán constituir el elemento primario y el punto de partida.

No es necesario decir que únicamente en esta perspectiva "tradicional" (o supratradicional) podría ser válido el axioma de la Iglesia: "Quod ubique, quod ab omnibus et quod semper"[2] y no en el nivel de cierta apologético católica que se podría muy bien llamar "modernista". Esta, desde sus principios ha insistido fanáticamente en el carácter de novedad y en la imposibilidad de repetición del cristianismo, aparte de las anticipaciones que se refieren al pueblo hebreo como "elegido por Dios". La novedad puede ser concebible solamente en lo que se refiere a la adaptación de una doctrina que es nueva solo en tanto que se adapta a las nuevas condiciones existenciales e históricas. Para poder afirmar con sensatez el axioma católico antes indicado, la actitud debería ser la opuesta: en lugar de insistir sobre la "novedad" de las doctrinas, como si se tratase de un honor, debería destacarse su antigüedad y peremnidad; sería necesario mostrar precisamente la medida en que pueden obtenerse, en su esencia, un conjunto ordenado de enseñanzas y de símbolos verdaderamente "católicos" (= universales) para no limitarse a ningún tiempo o fórmula particular, midiéndose con cada una de ellas, tanto en el mundo precristiano como en el no cristiano, occidental u oriental, ya sea en tradiciones ex­tinguidas o pasadas bajo formas complicadas y oscuras, como es el caso para creencias frecuentemente conservadas entre los mismos pueblos salvajes. El catolicismo admite la idea de una "revelación primitiva" o "patriarcal" hecha al género humano antes de que sobreviniera el diluvio y la dispersión de los pueblos[3]. Pero el catolicismo no ha hecho uso de ninguna de estas ideas que lo llevarían más allá de las limitaciones ya conocidas. La única excepción es quizá la del etnólogo católico, el padre W. Schmidt, quien en su valiosa obra titulada "La idea de Dios" aprovechó, precisamente, la etnología. El catolicismo corriente sigue teniendo, por lo tanto, los rasgos de un círculo cerrado unido a un exclusivismo sectario.

En cuanto al origen de los contenidos que en el catolicismo se muestran susceptibles de una interpretación "tradicional" y a la singularidad de tantas equivalencias en mitos, nombres, símbolos, ritos, fiestas y así sucesivamente, con muchas otras tradiciones, hacen pensar en algo más de una simple casualidad. Pero, aquello a lo que pueden conducir las investigaciones empíricas e históricas o el concepto de los teosofistas, que suelen ver en todas partes la acción personal de "maestros" y de "grandes iniciados", es muy simplista. En cambio es útil tener en cuenta una acción no perceptible y no ligada necesariamente a personas, una influencia "subliminal" que pudo hacer actuado sobre los constructores de la tradición católica sin que estos lo sospecharan; éstos, inclinados muchas veces, a hacer todo lo contrario o dejarse impulsar por circunstancias exteriores, inconscientemente se transformaran en instrumentos de la conservación de la tradición, de la transmisión de algunos elementos de una sabiduría primordial y universal que, tal como dice Guénon, permanecen en "estado latente" dentro del catolicismo, ocultos bajo una forma religiosa, mística y teológicamente dogmática. Por lo demás, una idea semejante podría ser aceptada en parte por la ortodoxia católica, a condición de que comprendiera en término más concretos la acción del Espíritu Santo que, a lo largo de la historia de la Iglesia, habría desarrollado la "revelación" primitiva estando presente sin ser vista como inspiración en todos los concilios. En la formación de cada gran corriente de ideas se debe tener en cuenta lo que pueda ser atribuido a influencias del género mucho más de cuanto el hombre común puede imaginar.

Desde el punto de vista del catolicismo actual, aparece una seria dificultad para la integración tradicional de la que hemos hablado. Nos referimos a la personalidad del fundador de esta misma religión, Jesucristo y a la idea, ya mencionada, de que su persona, su misión y su mensaje de "salvación" presentan un carácter único y decisivo en la historia universal (aquí está, precisamente, la pretensión de exclusividad católica), idea que resulta inaceptable y que, mientras constituye el primer artículo de fe para el cristianismo en general.

La misma concepción de la función salvadora o redentora del Jesucristo histórico, en la medida en que es presentada en los términos de una "expiación vicaria", es decir, de expiación por parte de un inocente, de culpas cometidas por otros (en este caso del "pecado original" que recae sobre la raza de Adán), presenta un absurdo intrínseco. Lo supuesto aquí constituye, en el fondo, una concepción materialista y determinista de lo suprasensible. En efecto, la teoría de que una culpa no puede ser cancelada si alguno no la expía, implica por lo tanto el reconocimiento de una clase de determinismo o fatalismo, de una especie de karma: como si la culpa hubiera creado un género de carga de la que en cualquier caso hay que liberarse, si no sobre uno, al menos sobre otro, valiendo el sacrificio de un inocente o de un extraño que, objetivamente, expía la culpa del reo. Todo esto entra en un orden de ideas muy distante de aquella religión de la gracia y de la libertad sobrenatural que desearía ser el cristianismo en oposición a la antigua religión hebraica-farisea de la ley. Ya en los primeros siglos, los enemigos del cristianismo destacaron justamente que si Dios quería rescatar a los hombres habría podido hacerlo con un simple acto de gracia y de poder, sin verse obligado a sacrificar, por la vía de la expiación vicaria, a su hijo proporcionando de esa forma, con ello, a los hombres la ocasión de volver a cometer un nuevo horrendo delito y como si el perdón fuera una ley férrea, casi física, en contra de la cual el Dios no podía hacer nada[4]. Esto dice mucho sobre las dificultades que surgen para quien se mantiene en la línea exotérica-religiosa y no sabe separar el lado interior y esencial de la doctrina de los motivos que proceden de concepciones inferiores y que sólo sobre la base de exigencias sentimentales (sacrificio divino por la humanidad, amor, etcétera) han podido pasar a primer plano y constituir­se en "artículos de fe" dentro del catolicismo.

Con relación a las narraciones de los Evangelios, el problema de la realidad histórica es, en el fondo, poco relevante. Desde el punto de vista considerado aquí, sería también importante establecer la medida en que la vida de Jesús, de la misma manera que en los mitos relativos a semidioses o "héroes" del mundo pagano, puede ser interpretada también como una serie de símbolos que se refieren a fases, estados y actos del desarrollo del ser conforme a un camino previamente determinado. Hemos dicho "también" por qué determinados acontecimientos o figuras de la historia y ciertas convergencias ocultas pueden hacer que la realidad sea símbolo y que el símbolo realidad. De esta manera la vida de un ser real puede tener simultáneamente el valor de una dramatización o sensibilización de enseñanzas metafísicas, casi como en las representaciones dramáticas de los misterios clásicos, destinadas a despertar en los iniciados emociones profundas, aptas para encaminarlos a realizar ellos mismos determinadas transformaciones de su ser.

Solamente que desde el punto de vista esotérico lo que tiene más valor en las interferencias casuales entre símbolo y realidad, no es el aspecto realidad, el cual, en esta perspectiva, tiene un carácter instrumental y contingente, sino su aspecto simbólico, mediante el cual es posible alcanzar algo universal, suprahistórico e iluminador.

Ya desde los tiempos de los Padres de la Iglesia se había concebido una interpretación simbólica de los Evangelios y, en parte también, del Antiguo Testamento; pero la interpretación siempre se detuvo en un plano moral y como máximo místico-devocional, del que ha derivado la llamada "imitación de Jesús", en la que, junto a los hechos históricos, Jesús es representado exactamente como un modelo a reproducir y guía de un camino. Sin embargo, debe hacerse notar que atribuir a Jesús este significado, descuidando su realidad histórica y humana y la creencia en su acción mágica de redención de la humanidad, ha sido declarada una herejía. Por otra parte, también en los relatos de la "imitación de Cristo" y en el uso de esta figura sub specie interioritatis [bajo forma de interioridad] es necesario tener siempre presente la distinción entre el plano místico-devocional y el de una realización metafísica, al que se puede también ensalzar, según las perspectivas del "tradicionalismo integral". El hecho es que, en general, en el cristianismo el más alto ideal es siempre moral y no ontológico, correspondiente al santo y a la sanctificatio, y no en el de la divinificatio (divinización), a la cual alude la patrística griega: es el ideal de la "salvación" y no de la "gran liberación".

En cuanto a la interpretación esotérica, en términos de "ciencia espiritual", se puede decir que es inexistente en la ortodoxia, incluso desde los primeros tiempos; casi exclusivamente los significados morales y alegóricos han sido los únicos tomados en consideración. El sentido de la "Virgen", la llamada "inmaculada concepción"[5] y el nacimiento del niño divino[6], la espera de la venida del "Mesías", la curiosa relación por la que Belén, lugar del nacimiento de Cristo, se atribuye a Bethel, nombre dado por Jacob al lugar donde, durmiendo sobre una piedra, tuvo la visión y el conocimiento del "umbral de los cielos", "caminar sobre las aguas" (no exento de relación con San Cris­tóbal quien pasa por el "río" al Niño Jesús); la transformación del agua en vino; caminar por el "desierto"; subir al "monte" y hablar desde el "monte"; ser revestido con un manto regio y después desnudado; crucificado en medio de dos cruces; la lanzada en el corazón, el salir agua y sangre roja, el oscurecimiento del "cielo" y el abrirse la "tierra"; el "infierno" al que descendió Jesús para visitar, como Eneas, a los "muertos"; el hecho de que ningún cadáver fuera encontrado en el sepulcro y la resurrección y ascensión a los "cielos", a la que siguió la venida del Espíritu Santificador (Pentecostés) y el don de las lenguas; la alusión al cuerpo espiritual y a la "resurrección de la carne", el agua que quita para siempre la "sed", el bautismo, no según el agua sino el "fuego" y el "espíritu" y, en fin, el "no haberle roto los huesos" y el "juzgar a los vivos y a los muertos"; el por qué fueron doce los discípulos de Jesús y tres los Reyes Magos (y su verdadero significado); el hecho de que fueran cuarenta días con sus respectivas noches las que Jesús pasó retirado en el "desierto" y cuarenta, una vez más, las horas de permanencia en el sepulcro, y así sucesivamente: dar una explicación a todo ello sub specie interioritatis, uniéndolo sistemáticamente en un doctrina esotérica global, es una tarea que no puede resolverse mientras se ciña uno a las limitaciones de la fe, la devoción y cuanto es propio de la simple conciencia re­ligiosa.

Tal vez sea oportuno aludir brevemente a los "milagros" en tanto que, como ya se ha dicho, lo "milagroso" es para el espiritualismo moderno, sobre todo, lo que sorprende a los hombres. Admitir la realidad de los milagros, a partir de los realizados por Jesús, no significa ir muy lejos. Es conocido que los representantes de la antigua tradición ro­mana no se escandalizaban ni se admiraban por los milagros atribuidos a Cristo, ya que en las antiguas civilizaciones han sido admitidas siempre algunas posibilidades extranormales, susceptibles también de una ciencia sui géneris (magia en sen­tido estricto), para producir ciertos "fenómenos"; solamente los "librepensadores" de ayer han cuestionado cosas de este tipo. Las plebes de todos los tiempos, encuentran en el milagro un motivo para su fe. Pero el catolicismo, justamente, no se satisface con eso y distingue entre milagros y milagros; no tiene como criterio el "fenómeno", sino la causa que lo provoca; y ésta, aun tratándose de un mismo fenómeno, puede ser muy diversa. El criterio católico para la distinción es bastante endeble. Decir que los fenómenos "ocultos" se deben a fuerzas diabólicas o a fuerzas latentes, pero siempre "naturales", del hombre y de las cosas, mientras el verdadero milagro es debido a "Dios", no es algo que, en la práctica, nos pueda suministrar prácticamente un criterio se­guro; por otra parte, se necesitaría precisar ob­jetivamente, los límites de la "naturaleza" y olvidar lo que escrito en los Evangelios, a propósito la capacidad del Anticristo para producir "señales" de igual poder de aquellos que realizó el "Hijo del Hombre". Condicionar el fenómeno a fines éticos o de conversión significa situarse en un nivel bastante bajo. El único elemento de cierta consistencia es que serequiera un significado, una fuerza iluminadora, que actúa en el fenómeno de manera esencial y, además, la presencia de una personalidad verdaderamente superior.[7]

Esto nos encamina al punto de vista metafísico, según el cual, un fenómeno es verdaderamente "so­brenatural" cuando presenta simultáneamente, como partes inseparables de un todo, tres aspectos: mágico, simbólico y de transfiguración interna.  "Caminar sobre las aguas", por ejemplo, es un símbolo esotérico que no es exclusivo del cristianismo, y relaciona un significado determinado con una condición de existencia concreta. Sobre las "aguas" equivale a decir sobre "el desbordamiento de las formas", sobre el modo de ser de las naturalezas sujetas a transformación compuestas por un deseo que altera continuamente la vida y priva de cualquier estabilidad. Es posible pensar que, en determinadas circunstancias, la realización integral del significado de aquel símbolo en una personalidad concreta se acompañe de la realización de un poder mágico que confiera la posibilidad efectiva de caminar sobre el agua sin hundirse, de manera que el símbolo se transforma en realidad, que a su vez es símbolo, y se vuelve signo y testimonio, iluminando una realidad y una ley de orden superior. Se sabe que el ejemplo escogido corresponde a uno de los prodigios de los Evangelios. Otros del mismo tipo se podrían encontrar en ellos o en los textos de otras tradiciones[8]. Quien quisiera descubrir el con­tenido metafísico latente en la "historia sagrada" enseñada por el catolicismo y alcanzar el sentido de lo que en ella es verda­deramente "sobrenatural" y no fenoménico, debería disponer de capacidad para comprender las cosas desde este punto de vista. Aprendería a leer, más allá de los Evangelios y de la Biblia, incluso en muchos dogmas y doctrinas teológicas católicas; podría comprender, como Guénon lo ha hecho notar, mucho de lo que la teología ha dicho respecto a los ángeles y, metafísicamente, sobre los estados trascendentes de la conciencia a los cuales puede conducir la exaltación mística, la renovación o el renacimiento interior; los "demonios", por el contrario, simbolizan fuerzas y estados inferiores al nivel humano.

Sería preciso contemplar todo lo que en el catolicismo está situado más allá de su parte doctrinal, si de lo que se trata es de forjarnos un juicio sobre su realidad objetiva; así comprenderíamos lo que implica su rechazo a la magia en sentido estricto. La magia se basa en la existencia de fuerzas sutiles de carácter psíquico y vital, y contempla la utilización de técnicas para operar sobre ellas con un carácter impersona­l y con independencia de las dotes morales en el ob­jeto y en el sujeto de la operación. Tales caracteres son visibles en lo que la Iglesia Ortodoxa atribuye a los ritos y a los sacramentos del catolicismo, en los que ciertamente no hay nada de "arbitrario" y "formal".  Pensemos en el rito del bautismo, considerado como sacramento capaz de determinar un principio de vida sobrenatural en aquella persona que lo recibe, independientemente de cualquier intención o mérito propios; "otro ejemplo es la calidad establecida por la ordenación del sacerdote, la cual no se destruye ni cuando éste es culpable de indignidades morales; y también, por supuesto, en el poder de la absolución, ordinaria e in extremis que consiste, en el fondo, en dominar y suspender la ley denominada en la tradición hindú, del karma. Estos son solamente algunos casos en los cua­les el catolicismo se sitúa en un plano de objetividad espi­ritual, superior al irrealismo de la exagerada sensibilidad y de la moralidad humana, colocándose precisamente en el plano de la magia. Si prescindiéramos de una relación de este género, la defensa de la doctrina católica de los sacramentos contra la mentalidad profana y racionalista de los modernistas, que consideran todo esto como "supersticioso" e incluso "inmoral" sería extremadamente débil.

Pero, a decir verdad, es difícil que un católico pueda asumir un punto de vista semejante. Más bien tienden a pensar que se trata solo de ritos y sacramentos. Por nuestra parte pensamos que la doctrina católica de los sacramentos, aun cuando haya teni­do una verdadera potencialidad "mágica", terminó perdiéndola y quedó reducida al nivel de facsímil religioso que tan sólo repite formalmente la estructura de los ritos mágicos o iniciáticos.

Precisamente en este contexto es examinada la doctrina ca­tólica de los llamados efectos ex opere operato [independien­temente de la disposición del ministro]. En rigor, esta doctrina, si se entiende correctamente, establece el aludido carácter ob­jetivo de las fuerzas que operan en el rito, las cuales, una vez determinadas las condiciones requeridas, actúan por sí mismas, creando un efecto necesario, independiente del sujeto y no ex opere operantis [teniendo en cuenta la disposición del ministro] casi como si se tratara de un fenómeno natural. Sin embargo, de la misma forma que se necesita que concurran ciertas condiciones en la realización de los fenómenos naturales, ocurre otro tanto con los efectos ex opere operato. Las estructuras del rito, en sí mismas, son tan ineficaces como las articulaciones y los mecanismos de una dínamo, a los que no llegue la energía eléctrica. Para operar, es decir, para crear ciertos efectos siquicos conscientes o infraconscientes, el rito necesita ser vitalizado, o sea, precisa que exista una relación con el plano suprasensible, el cual suministra simultáneamente el conocimiento de los símbolos primordiales e inhumanos y la fuerza mágica que proporciona la eficacia a las operaciones rituales;  a este aspecto, precisamente, se refiere la noción de "Espíritu Santo", especialmente en los orígenes, cuando no había sido todavía objeto de la teología y podía tratarse de algo más. Sin esto, el corpus ritual y sacramental es una simple superestructura que coloca en primer plano todo aquello que es simple religión, "fe" y moralidad, tal como ha hecho coherentemente el protestantismo, desechando lo demás como algo superfluo.

Puede establecerse una relación, irregular y esporádica, con el plano metafísico mediante estados de exaltación y "entusiasmo sagrado" del alma, siempre que se sostenga una orientación adecuada capaz de preservarla de las evocaciones de fuerzas invisibles de carácter inferior. Cuando se trata de una tradición, se necesita alguien que haga de puente sólido y consciente entre lo visible y lo invisible, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el hombre y Dios. Según la etimología de la misma palabra, ese puente era el pontifex (literalmente, "hacedor de puentes"). El pontifex constituía precisamente el punto de contacto que hacía posible la manifestación en el mundo de los hombres de influencias eficaces y reales procedentes de lo alto. La cadena de pontífices -que en las formas superiores y más primarias de la civilización tradicional formaba una unidad con la cadena de los representantes de la "realeza divina"- garantizaba la continuidad y la perennidad de este contacto, constituía el eje de la tradición en sentido literal, es decir, de la transmisión de una "presencia" y de una fuerza sagrada vivificante e iluminadora[9], de la cual, por participación, podía beneficiarse un oficiante sagrado debidamente ordenado, fuerza sin la que, como ya se ha dicho, todo rito es inoperante y se convierte en mera ceremonia o símbolo.

Nominalmente, el pontificado ya existía como institución en la romanidad antigua, luego formó parte del catolicismo, situándose en el centro de la Iglesia y en el vértice de sus jerarquías. Pero es interesante preguntarse qué subsiste hoy de todo esto en su función primigenia y en su tradición. La esperanza profética de un Joaquín de Fiore reflejada en la venida del "papa angélico" con actitudes muy semejantes a las de un iniciado fundador de un nuevo "reino" -el del Espíritu Santo, viviente, operante y vivificante- quedó desgraciadamente en una utopía. Y si nos volvemos hacia las contingencias de tiem­pos más recientes, sobre todo a las figuras de los dos últimos pontífices, Juan XXIII y Paulo VI, en medio de un clima de renovación y modernización, con la creciente aversión hacia el "integrismo" católico y a los llamados "residuos medievales", parece inclinar la balanza hacia un caos desastroso.

En estas condiciones, dar una respuesta positiva a la cuestión que hemos formulado al principio, sobre las posibilidades de que el catolicismo pudiera proporcionar lo que muchos han buscado en otros lugares y que, a menudo, los ha empujado a confusiones y errores del neoespi­ritualismo, es prácticamente imposible, por lo menos si se consi­dera el problema desde un punto de vista más amplio. Después de todo lo que hemos dicho, resulta problemático considerar a la Iglesia, "Cuerpo Místico de Cristo", como portadora y administradora de una fuerza verdaderamente sobrenatural, representante objetiva de ritos y sacramentos, capaces de beneficiar a quienes aspiren a experiencias que superen los límites de cuanto es religión confesional y vean en la llamada "santidad" el fin supremo.

Sin embargo, reconocemos que el catolicismo contiene, a pesar de todo, vestigios de una sabiduría que puede servir de base para una exaltación "esotérica" de varios contenidos; reconocemos también la validez del criterio difundido por un exponente del "tradicionalismo integral": "El hecho de que los representantes de la Iglesia católica entiendan tan poco de sus mismas doctrinas (se refiere aquí a su dimensión interna) no debe ser causa de que nosotros mostremos la misma incomprensión." De otra manera se presentan todos los obstáculos y todas las limitaciones difícilmente removibles, considerados con anterioridad. Prescindiendo del catolicismo secular, podríamos aludir a la ascética católica y, sobre todo, a las antiguas tradiciones monásticas, que, aun cuando no se trata de una iniciación, sí por lo menos supone una disciplina interior que encamina a la trascendencia y a un acer­camiento hacia lo sobrenatural. Pero, incluso aquí, se impon­dría una labor fatigosa de purificación y "esencialización" dada la presencia de elementos devocionales y complejos es­pecíficamente cristianos, para la que tal vez sea difícil reunir instrumentos válidos para la acción interior sin el conocimiento, también, de lo que ofrecen otras tradiciones.

Un catolicismo que se eleve al nivel de una tradición ver­daderamente universal, unánime y peremne, en la que pueda integrarse en una realización metafísica en la vía del despertar, el símbolo, el rito y el sacramento en acción de poder, el dogma en expresión de un conocimiento absoluto e infalible, que no sea una expresión humana y como tal viviente en seres desligados del vínculo terrestre mediante una exaltación mística, donde el pontificado revista su función mediadora originaria, un catolicismo de tal índole podría suplantar a cualquier "espiritualismo" presente o futuro. 

Pero observando la realidad ¿no es quizá un sueño?

 



     [1]V. GIOBERTI en su obra Della Riforma Cattolica, 1856, pp. 317 y 318, ya habla hablado sobre un "catolicismo trascendente" en estos términos: "La verdadera universalidad no se encuentra más que en el catolicismo trascendente. El catolicismo vulgar, práctico, restringido a un lugar, tiempo y a un número determinado de hombres, tiene siempre más o menos el semblante y las características de una secta. El catolicismo, por lo tanto, no es verdaderamente católico, sino en la medida en que sea trascen­dente. Y el catolicismo vulgar no puede llamarse católico sino en cuanto se adhiere a lo trascendente." Con excepción de Gioberti, situado en una ideo­logia del tipo hegeliano, saturado de política, era seguramente el último que podía tener una idea adecuada acerca de la esencia del "catolicismo trascendente".

     [2]Lo que en todas partes, lo que por todos y lo que siempre

     [3]Estos acontecimientos no son "místicos" a no ser en la forma en la que han sido presentados en el Antiguo Testamento y se refieren sola­mente a un determinado ciclo histórico. La narración del "diluvio" viene considerada como el eco del recuerdo de las catástrofes, que destruyeron las residencias originarias, árticas y atlánticas septentrionales, de la raza prehistórica, que tuvo como herencia la tradición primordial única, ocasionando una escisión y una dispersión. Sobre esto cfr.  EVOLA, "Rivolta contra il mondo moderno" (cit.) y tainhién Sintesi di Dottrina della Razza, Milán 1941.

     [4]La ley de las expiaciones, que es un caso particular de la de cau­salidad, es válida solamente sobre un cierto plano de la realidad, en el que justifica varios ritos de pueblos antiguos, que no eran supersticiosos; pero no puede valer tal ley con carácter de invencible para el orden di­vino, si en él se entiende lo que se verdaderamente sobrenatural.

     [5]También la fecha del Nacimiento puede ser integrada en un con­junto más vasto con una perspectiva cósmica, ya que ella corresponde apro­ximadamente a la del solsticio del invierno, punto de la subida de la luz otra vez en el orden del año, el cual sirvió también de base para un simbolismo primordial sacro ya en la prehistoria atlántica septentrional.  Con excepción del cristianismo se sabe que la romanidad "pagana", en una cierta relación con el mitracismo, conoció igualmente aquella fecha como la del Natalis Domini = Natalis Solis Invicti. (Nacimiento del Seiíor Nacimiento del Sol invicto).

     [6]Su interpretación literal, que es artículo de fe en el cristianismo común y que constituye la base de la mariolatría o "culto mariano" tolera lo absurdo del esoterismo más oscuro.  Aparte de seiíalar el tema sexual en relación con la exaltación de la virginidad física, no se ve por qué se debiera recurrir a una familia anormal en la que una mujer casada per­manece virgen, ni está indicado en los Evangelios algún título excepcional de mérito o de excelencia por el que esta "Virgen", María, debiera ser pregcogida y después servir como instrumento para la encarnación, fue­m exaltada como imagen divina y "Reina de los Cielos", con todos los atributos que se hallan en la liturgia católica. El hecho es que en Malía ha resurgido un mito ya existente en la prehistoria mediterránea (corres­pondencias de la Madre con el Divino Niño existen también en la antigua iconografía egipcia) en un cuadro de "ginecocracia" preponderante.

     [7]Sobre la distinción entre fenómenos síquicos y milagros desde un punto de vista católico se puede consultar el libro del jesuita G. BILCH­MAIR, Okkultismus und Seelsorge, Innsbruck, 1926,

donde se encuentran también algunas críticas atinadas sobre las variadas formas del espiritua­lismo moderno.

     [8]Sobre esto, véase el libro de EVOLA, La Dottrina del Risveglio, cit., donde se mencionan otros ejemplos, con la distinción, hecha a propósito, por el budismo entre milagros "arios" y nobles santos "no arios".

     [9]Lo que se entiende en el cristianismo por "Espíritu Santo" que habita en la Igiesia, es la shekinah de la kábbala (kábbala, entre otras cosas, literalmente quiere decir "transmisión"), el pr¿na o brahmán traído de la casta brahmánica, la "gloria", hvarenb, revestida como un "fuego celeste" de "victoria", de los reyes del Irán, y así sucesivamente.  Dada la naturaleza de la presente obra se debe pasar por alto la consideración de las relacio­nes de la espiritualidad y tradición real con la espiritualidad y tradición sacerdotal.  Sobre esto consúltese a EVOLA, Rivolta contro il mondo mo­derno, cit.  Tales consideraciones no pueden menos que traer a la luz la función también negativa que el cristianismo y catolicismo tuvieron en el mundo occidental, como fuerzas históricas.

 

 

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VIII. El primitivismo, los obsesos del superhombre

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VIII. El primitivismo, los obsesos del superhombre

El argumento de este capítulo parecerá no tener una rela­ción directa con el "espiritualismo". Como punto de partida consideraremos, en efecto, una actitud que en apariencia cons­tituye el lado opuesto de él, es decir, la revolución naturalista de una gran parte de la humanidad occidental, para luego tendremos que discutir algunas ideas que parecen pertenecer más bien al campo filosófico. Sin embargo, aquí se trata de experiencias cuyas consecuencias extremas, tal como se vera, nos llevan a un ámbito en el que se presentan peligros análogos a los que aludíamos en relación a­ las evocaciones espiritistas. Además algunas de las consideraciones que desarrollaremos aquí esclarecerán posteriormente diversos puntos ya aludidos, al mismo tiempo que constituirán un paso natural al tema que trataremos en el pró­ximo capítulo.

Ante todo se debe destacar la singular facilidad con la cual el hombre occidental se ha acostumbrado a tener un concepto inferior de sí mismo. En primer lugar, ha aceptado de buen grado la idea de ser una simple "criatura" y como tal separada por una distancia insuperable de su crea­dor y del principio de toda realidad. En segundo lugar, con el Renacimiento y el Humanismo se acostumbró cada vez más a la idea de pertenecer únicamente a esta tierra, a pesar de estar constituido por una conciencia superior y por una especie de facultad creativa en el campo del pensamiento y de las artes. En fin, han bastado pocos decenios de ciencia, darwinismo y evolucionismo para que el hombre occidental, en su gran mayoría, haya creído seriamente no ser más que un ejemplar de una cierta especie biológica, si se quiere, colocado a la cabeza de la selección natural, pero sin una diferencia sus­tancial respecto al resto de especies de animales.

Este sometimiento no es, sin embargo, algo que pudiera se­guir adelante por si mismo, ni suceder sin producir crisis y des­conciertos internos más o menos graves. En varios casos ha sido claro que se había caminado por una vía cerrada y que tal obstrucción era más bien de aquellas que producen los cortocircuitos.

Tal es la premisa general. Ahora, como pri­mer fenómeno, consideraremos el retorno a la naturaleza. Esta, tal y como se ha verificado en los tiempos más recientes, repre­senta en su esencia una forma de evasión y rechaza, asimismo, sugestiones establecidas e influencias sombrías. El fenómeno se inició ­en la vigilia de la Revolución Francesa con el iluminismo y el enciclopedismo, cuando se difundió el mito de una naturaleza concebida como el orden normal, sano y prudente, que es propio del hombre de hecho y de derecho; orden frente al cual la civilización con todas sus leyes y formas po­sitivas de organización política representaría algo superficial y destructor. Precisamente aquí es donde ha venido a colación por primera vez el concepto del "buen salvaje", con la relativa exaltación de los pueblos que aún viven en contacto directo con la "naturaleza".

Como todos los mitos del iluminismo, también éste se debió a una sugestión difundida para alcanzar metas prácticas y precisas. Esta teoría "naturalista", fue la continuación de la teoría del llamado "derecho natural" y, en realidad, se desenmascaró casi inmediatamente reve­lándose como un instrumento de la subversión, destinado a minar y socavar todas aquellas formas residuales de autoridad y organización tradicional, que todavía sostenían al hombre occidental en su personalidad. Se trata, por lo tanto, de una influencia disgregadora, solidaria con otras de las que ya tuvimos ocasión de hablar. La cosa puede esclarecerse mediante una breve indi­cación sobre el derecho natural, que forma, más o menos, el fundamento de la célebre proclama jacobina de los "dere­chos del hombre y del ciudadano".


La continuación y afirmación de tal derecho constituye un fenómeno de regresión y primitivismo. La fórmula clásica atribuida al derecho natural por Ulpiano y el mismo uso que algunas veces ha hecho de ella la Iglesia católica no impiden de ninguna manera, que el ojo experto reconozca su ori­gen espurio. Corresponde a J.J.Bachofen, genial estudioso del mundo de los orígenes, el mérito de haber puesto de relieve que la concepción de la igualdad naturalista de todos los seres humanos, con sus respectivos, corolarios jurídicos y so­ciológicos, en realidad sólo tiene que ver con la "verdad" propia a las civilizaciones matriarcales, que desconocían la idea de lo ver­daderamente sobrenatural y, además constituyeron una especie de sustrato, al que se opusieron otras razas que generaron civilizaciones de tipo uránico y viril. Estas civilizaciones conocieron y afirmaron unas ideas muy diversas del derecho, anunciando al mismo tiempo el verdadero ideal, heroico y antinaturalista de la personalidad[1]. En todo esto puede entreverse a lo que conduce la continuación ocultamente suge­rida del "derecho natural", supuesto como universal y origina­rio, propio a "todo ser que tenga semblante humano", mientras parece evidente solo en el interior de una cierta humanidad inferior.

Esto alude a un aspecto de la revolución naturalista. Por otro lado, además, se debe destacar que las cosas están exactam­ente al contrario de como las quiere ver esta mitología iluminista; en otras palabras, la "naturaleza", que fue exaltada y a la cual se quiso que el hombre volviera para convertirse en sano y normal, es algo artificial y abstracto. En efecto, no se alude ni a la naturaleza como cosmos (mundo, univer­so) o como ente vivo repleto de significados y energías suprasensibles, tal y como el hombre tradicional antiguo la percibía y concebía, ni a aquella otra dimensión particular del todo, de la que ya hablamos en el primer capítulo. Se trata esen­cialmente de una elaboración racionalista. Para el hombre moder­no normal esta naturaleza es un conjunto de formas inanimadas y fuerzas físicas, algo exte­rior y separado del todo, algo por lo tanto, que permite que se pueda sentirse como en casa, a condición de efectuar en uno mismo una separación análoga y una desintegración de la unidad es­piritual de la personalidad y concentrándose el sentido de si mismo, pre­cisamente sobre la parte física del propio ser.


Sucede pues, que, cuando el mito racionalista de la "naturaleza" agotó su ­carga subversiva originaria, las formas modernas que le siguieron en sentido atávico, de salud y hasta deportivo, acusan igualmente un proceso de regresión; tienen como supuesto fundamental la necesidad de descargarse del peso de tensiones espirituales insostenibles o, al menos, inquietantes. El retorno del hombre mo­derno hacia la naturaleza, conduce en ciertos casos a una especie de atracción que puede acoplarse con distensión, fortalecimiento y casi con una excitación biológica; por lo tanto, esta alteración puede aparecer como positiva y favo­recer a quienes una especie de zootecnia agota la esencia del desarrollo humano. Todo esto es comprensible, pero no llega a tocar el núcleo del asunto. Pueden surgir ilusiones solamente si no se considera al hombre sobre la base de los valores de la personalidad sino del estado de sus "nervios" y de su organismo físico, ambos quebrantados por el estilo de vida de las ciudades modernas, necesitando de reintegración y com­pemsaciones biológicas. Esto, en muchos casos es solamente el lado externo de un proceso que contiene también una parte interna, sutil, que no modifica en nada lo ya dicho. Y esto se hace muy visible cuando se considera el tipo humano que genera el estilo de vida naturalista y deportivo moderno: un tipo indiscutible primitivista y re­gresivo, tan viril y atlético en su cuerpo como eunuco y vacío en su espíritu[2].

Si la continuación iluminista del "derecho natural", según lo que ya se ha dicho, representa un primitivismo, el mito en­ciclopedista del "buen salvaje" precedió a otra especie de primitivismo en el momento en que los pueblos primitivos empezaron a ser examinados de cerca. De tales estudios nació el nuevo mito de los pueblos salvajes actuales que serían vestigios subsistentes de la humanidad tal y como era original­mente. Ellos serían antepasados nuestros que aún permanecían en un estado casi puro gracias a circunstancias es­peciales.

A decir verdad, muchas veces, en este terreno, ha intervenido el mito progresista: la humanidad civilizada de hoy habría "evolucio­nado" a partir de aquel estado primitivo. Pero no siempre se piensa así, especialmente desde que, gracias a las obras magistrales de Durkheim y de Lévi-Bruhl, se ha constatado que mentalidad "primitiva" y mentalidad moderna o "civilizada", no repre­sentan dos "grados evolutivos", sino dos mentalidades esencialmente heterogéneas, irreductibles una a la otra.

La auténtica verdad no corresponde, sin embargo, ni a uno ni a otro punto de vista y de nuevo, tras De Maistre, es Guénon quien ha contribuido a poner las cosas en su lugar. Los salvajes, ya sea como raza biológica, ya como civilización, en la mayoría de los casos son residuos crepusculares de ciclos de una humanidad tan antigua que a menudo han perdido hasta el nombre y el recuerdo. No representan el principio, sino el término de un ciclo, no la juventud, sino la extrema senectud. Son últimos linajes degenerados y el extremo­ opuesto de "primitivos" en el sentido de pueblos originarios.

En cuanto a las relaciones entre la verdadera humanidad de los orígenes y la humanidad no "evolucionada" sino normal, presentan un grado muy elevado de continuidad, más de lo que pudiera creerse. Entendemos por "humanidad normal" la que corresponde a las grandes civilizaciones tradicionales, las cuales desde los tiempos históricos, ya sea en su­ sensibilidad o en la concepción del mundo y de instituciones, conser­varon la desaparecida herencia de los orígenes del mundo.


Así las cosas, cada uno puede ver las consecuencias que se derivan de aceptar a los presuntos primitivos como ante­pasados de una humanidad no digamos superior, sino sim­plemente normal. Dejaremos a un lado cuanto se deriva del primitivismo en el ámbito de ciertas artes modernas, la cuales, en algunos casos -como música y danza- no han dejado de tener grandes repercusiones colectivas; pasamos tam­bién por alto algunas consecuencias de orden político-social (en los Estados Unidos hay quien ha pensado seriamente que la influencia negra tiene una acción de revivificación sobre la raza y la civilización de aquel continente como para dominar por la llamada "integración", contra el "racismo" de los blancos)[3]. Centraremos nuestra atención sobre ciertas corrien­tes y escuelas contemporáneas, poniendo por ejemplo, de relieve, que sin estas supersticiones primitivas habría faltado el mismo fundamento para interpretaciones erróneas, como las que expuso Freud en su libro "Tótem y Tabú" o también en Psicología colec­tiva y análisis del yo. Se sabe, en efecto, cuál es el sentido de tales interpretaciones: está en primer lugar la idea de Darwin que la llamada "horda primordial" representa la forma origi­naria de asociación humana después está la convicción de que algunas formas de la vida salvaje, ellas mismas, deformadas por una juventud, sino más bien un infantilismo, en el sentido de las regresiones propias de la senilidad, en muchos aspectos del alma americana. De ahí que no cause maravilla que por medio de la interpretación sexual psicoanalítica, representan herencia primaria que toda persona está obligada a llevar con­sigo y que aportaría el principio explicativo para las agru­paciones colectivas[4].

Sobre una línea análoga, si bien no tan pobre, se mue­ven las llamadas interpretaciones "sociológicas" y "etnológicas" de las religiones, que igualmente se resuelven en una miope re­ducción de lo superior a lo inferior y hacen gran uso de un ma­terial espurio y degradado. El tema se ha extendido al campo de la mitología y de lo simbólico. Causa pena ver que investigadores contemporáneos de estas especialidades, los cuales quieren alejarse de las precedentes interpretaciones triviales y na­turalistas (mitos y símbolos concebidos como meras alegorías de fenómenos naturales), no saben recurrir, precisamente, más que al llamado material etnológico, compuesto en su mayor parte por residuos representados por las tradiciones de los salvajes y por el folklore, asociándose casualmente con la teoría del "in­consciente colectivo" (como sucede en la teoría que expusiera Jung), que rechaza los estratos primitivos y "vitales" del ser humano.


Un ejemplo podrá aclarar a dónde pueden conducir tales errores. En una de sus polémicas, el neopaganismo alemán acusó a la Iglesia católica de reducirse, en su esencia, a una comunidad centrada supersticiosamente en la figura de un medicine-man omnipotente, lo cual equivale a decir en un brujo de los salvajes. Con todo esto se ha querido significar que la idea pontifical y la doctrina del rito en el catolicismo vienen expli­cadas precisamente como supervivencias o trasposiciones de su­persticiones mágicas de los salvajes, cuando lo que ocurre es exactamente lo opuesto. La interpretación justa estaría, en efecto, constituida por el conjunto de significados tomados de tales ideas y conservadas en algunas tradiciones superiores, al considerar que este significado es como elemento primario; partiendo de él, por la explicación a través de ciertos procesos evolutivos se llega a las supersticiones propias del siquismo tenebroso de los salvajes y de su medicine-man.

Ya que se ha señalado al neopaganismo alemán del pasado puede servirnos para agregar un segundo caso de desviación primitivista, cuya importancia no ha quedado encerrada en el campo de la teoría. Una cierta corriente alemana ha sido inducida a considerar como tradición germana original un conjunto de ideas y un clima que, además de las añadiduras gratuitas fueron características solamente para una fase de decadencia de la tradición nórdica primordial y, respecto a ésta, tuvieron igual mente el sentido de residuos. Se trata esencialmente del pathos (enfermedad) del "crepúsculo de los dioses" y del llamado "heroísmo trágico", digno de relieve sobre todo en la época de los Nibelungos y en algunos fragmentos de los Eddas, si se les considera aisladamente. Es casi como una voluntad heróica que co­noce la propia derrota, pero a pesar de todo sigue adelante, abrazándola como un destino que se debe asumir y realizar. Ahora bien, sería interesante ver a través de qué vías estas ideas ca­rentes de luz, después de una fase de la difusión a través del wag­nerismo, saliendo del ámbito de las prácticas germanas, hayan pasado a la subconciencia colectiva de la Alemania de ayer y no hayan sido privadas de relación con su catástrofe. No hay persona con sensibilidad refinada que no haya advertido, efec­tivamente, esta atmósfera de "crepúsculo de los héroes" y de un "heroísmo trágico" sin vías de salida en muchas manifestaciones de masas del nacionalsocialismo como oscuro presagio de una dirección fatal, en manifestaciones realizadas en el signo de una supuesta continuación de la idea nórdico-alemana y en las cuales, por otra parte, los procesos "extáticos" tuvieron una parte primordial. Asimismo, se dice que en sus esbozos de doctrina, aquella corriente del "paganismo" supo también volver a tomar y afirmar sólo elementos espúreos y de­gradados, los cuales fueron ya incentivo de mucho valor para la polémica sectaria de la apologética cristiana contra el mundo tradicional antiguo, tema al que ya hemos aludido en alguna obra[5]. En esta mostrarnos también que el resultado fue una mezcla de naturalismo y de racionalismo que recuerda al mito iluminista de la "Naturaleza". Estos mismos caracteres híbridos, por lo demás, los ha presentado un cierto racismo asociado al neopaganismo, en el cual el concepto cualitativo y aristocrático de raza ha sido degradado en algo oscilante entre el biologismo científico moderno y un mito na­cionalista y colectivista. Pero no es éste el lugar para detenernos en este argumento, ya tratado por nosotros en otras ocasiones.

* * *

Hasta aquí hemos considerado algunos desarrollos del mito naturalista que se han resuelto, desde el punto de vista de los valores de la personalidad, en una ruptura regresiva. Ahora debemos considerar y seguir otra posibilidad, la de aquellos que, una vez realizado el mito naturalista, se mantienen firmes, afirman la personalidad y conducen esta afirmación a consecuencias extremas.


Merejkowskij ha destacado que las afirmaciones del cristia­nismo, en sus aspectos de renuncia monástica y enemiga de la vida, han propiciado, como reacción, el desa­rrollo de una tendencia inmanentista, humanista y naturalista igualmente unilateral: en Occidente se considera y se exalta siem­pre más al hombre y se separa de él el centro y el criterio de todo valor, a "glorificar" la vida y todo lo de este mundo. De esta manera ha surgido el Anticristo frente al Cristo, mientras que, a la época del Dios-Hombre se superpone la del Hombre-Dios que culmina con la doctrina del superhombre. Acerca de esta última­, Merejkowskij se refiere sobre todo a Federico Nietzsche y a Fedor Dostoievski[6].

Este planteamiento es exacto y también es oportuna la re­ferencia a estos dos autores. Especialmente Nietzsche no es con­siderado como un pensador aislado, sino como una figura sim­bólica; en las varias etapas de su pensamiento o, para decirlo mejor, de su experiencia pueden reconocerse las mismas etapas de esta via copiada por el hombre occidental moderno, así como también el último sentido de tal experiencia, no concebido dis­tintamente por la mayoría[7]. En cuanto a las ideas de Dostoievski la misma imagen trágica y desgarradora proyectada en los más significativos personajes de sus novelas, tiene relación sobre todo con el último sentido y con aquel punto límite de la vía de la inmanencia.

Entre las diversas doctrinas de Nietzsche pondremos de re­lieve aquí, solamente, algunos puntos que tienen relación directa con los argumentos que estamos desarrollando. Para comentarios más amplios remitimos a otra de nuestras obras[8].


Nietzsche se nos presenta como una figura típicamente mo­derna, esto es, como una personalidad fuerte­mente delineada, pero, sin embargo, privada por completo de sen­tido ya que una fortísima personalidad es solamente la expresión contingente de un principio superior. Es así como se ha realizado en él una especie de círculo cerrado en el que la fuerza se acumula, se diferencia, se exaspera y busca desesperadamente una liberación. Nietzsche no tuvo casi ninguna comprensión para las grandes tradiciones espirituales del pasado. No nos referimos, aquí a su violenta polémica anticristiana, en parte justificada y explicable en los términos de reacción a la que ya hemos aludido antes. Sin embargo se le escapó el lado más profundo, metafísico, de las tradiciones clásicas por las que mostró siempre mucho interés, callando luego sobre ciertas apreciaciones acerca del budismo. Así pues, Nietzsche encarna el tipo de quienes han querido ser "libres" como individuos humanos y a quienes se les ha dejado ir hasta el fondo en su vocación. Des­pués de que el santo ermitaño ha hablado, el Zaratustra nietzscheano, dice, alejándose: "¿Es en verdad posible que este hombre no sepa todavía que Dios ha muerto?" No se podría indicar de una manera más sugestiva el punto de partida.

El nacimiento de la tragedia es una de las primeras obras de Nietzsche que, no obstante contiene la esencia de todos los desarrollos sucesivos de su experiencia. Nietzsche había tomado como base la concepción de Schopenhauer sobre el mun­do. Schopenhauer había afirmado que la sustancia más pro­funda del mundo es la "voluntad", der wille. A decir verdad, él habría debido hablar de "deseo", porque se trata de una vo­luntad ciega, ansiosa, insaciable, que tiene por ley la necesidad. Esta ansia no tiene nada fuera de sí, se tiene, entonces, sólo a si misma por propio objeto, se alimenta de ella misma y de esta manera se ve afectada por un fundamental desgarramiento y contradicción. Es posible reconocer en estos temas, muy clara­mente, una trascripción filosófica de nociones tradicionales que ya hemos recordado especialmente las de samsára y al appetitus primigenius. Solo que éstas no son concebidas como una ley válida únicamente para un modo de ser, para un estado, para una "región" del mundo, sino más bien como un principio universal. Sin embargo, como es obvio, Schopenhauer cae en contradicción en el punto de concebir la posibili­dad de negar y de superarse a sí mismo. Por otra parte, sólo­ con referencia a esta posibilidad, se puede hablar de "voluntad" en sentido propio, como facultad de la personalidad humana. Pero entonces, para ser coherentes, no se debería considerar wille de Schopenhauer, sino un prin­cipio que fuera uno y doble a la vez, como "naturaleza que goza de sí misma y como naturaleza que domina a si misma", para usar la fórmula de un antiguo papiro hermético.

En Nietsche el problema se plantea así: de un lado está la clara, sin atenuación la visión del mundo como "voluntad" con el sentido de Schopenhauer, y por lo mismo como algo fundamen­talmente irracional, trágico y contradictorio. Por otro lado, se considera al hombre como "voluntad", en sentido propio, es decir como una fuerza que puede poner valores y escoger un camino. ¿Pero cuáles han de ser los caminos que debe escoger? No hay más que dos: amar y desear a pesar de todo el mundo, o bien, evadirse, descargarse de las tensiones insostenibles llegando a ser "pura mirada", encerrándose en un mundo de formas y de contem­plación estética casi como en un espejismo y en una hipnosis que lo desvía de si mismo y lo hace olvidar el mundo trágico e irra­cional en que vive.


De El nacimiento de la tragedia surge ya la designación de las dos vías, tomada del antiguo mundo helénico; evidencia un mal­entendido y señala el límite de toda la concepción nietzscheana. La primera vía, la de identificarse con lo irracional y desearlo hasta en sus formas extremas, "trágicamente", es lla­mada la vía de Dionisio. Esencialmente es lo que Nietzsche llamará "fidelidad a la tierra". La segunda vía, la de la evasión contemplativa en el mundo de las formas puras, es llamada la vía de Apolo[9].

Esto significa desconocer completamente la esencia del an­tiguo apolinismo y, en parte, también la del antiguo dionisismo. En efecto, el dionisismo, conoció también algo más que la identificación ebria y paroxística con las fuerzas­ de la vida, conoció asimismo soluciones de liberación, y puntos críticos en los cuales, para usar la terminología de Simmel, vivir "dionisiacamente", el Mehr Leben, cambia de polaridad y conduce a algo más de la vida simple, a un Mer-als-­Leben y, por lo tanto, a algo sobrenatural e incorruptible. Por lo que respecta a Apolo, aparte las admisiones estéticas, propias de las artes figurativas, su culto originario nos lleva precisamente a lo opuesto de todo lo que es evasión: Apolo es el dios hiperbóreo de la luz inmutable, de la virilidad espiritual, de una fuerza "solar" central y sin ocaso. Y si Nietzsche hubiera tenido alguna noción de lo que podía ser la tradición hiperbórea, el velo habría caido de sus ojos y habría visto también lo que verdaderamente se entiende por "superhombre".

Volviendo a las ideas de Nietzsche, el hombre dionisiaco no se pierde, sin embargo, en la identificación. En obras su­cesivas se ve claramente que el centro se aleja cada vez más de la "voluntad" en sentido de los enunciado por Schopenhauer de la voluntad como poder autónomo que se manifiesta como pura determinación, como "voluntad de valor" y, finalmente, de "poder".

En este punto la red, poco a poco, se aprieta en torno a Nietzsche. Tenemos un desarrollo doble. Por una parte está la destrucción sistemática del mundo de la evasión, entendido ahora no sólo como del apolinismo", sino, en general, como el de todo "ídolo", sobre todo de los ídolos moralistas del "bien" y del "mal", de los mitos racionalistas y espiritualistas, hasta compren­der el mismo mundo de la fe y de la religión. En pocas palabras, es un abatir todo aquello que puede o podía servir de apoyo exterior a la voluntad y a la personalidad, que podía mantenerla en pie mediante la relación con otros valores o leyes consideradas como­ absolutas. Aquí en Nietzsche, casi como en un compendio ontogenético de la filogénesis, encontramos de nuevo las etapas esenciales del "pensamiento crítico" occidental, hasta su extrema conclusión, el nihilismo completo. Y vuelve a confirmarse la originaria concepción trágica, en el sentido de que el último resultado es la visión del mundo como un conjunto de fuerzas que, en el fondo, no tienen objetivo alguno, que circulan, por así decirlo, sobre si mismas sin una meta definida y sin un sen­tido propio.


La otra parte del desarrollo es el motivo ya señalado de una ascética sui géneris de la voluntad, la cual es siempre entendida por Nietzsche como una fuerza que puede o que más bien debe resistirse a sí misma, decir "no" a si misma y precisamente en eso experimentar su más alto poder. Pronto ambos puntos, en cierta forma, se encuentran, porque la capacidad de asumir sin pestañear siquiera la mencionada verdad nihilista, de resistir y mantenerse en pie en un mundo vacío de significado, no velado por el irrealismo de fines y de valores, junto a la capacidad de decir "si" a este mundo y de afir­mar: "es esto precisamente lo que quiero", constituye la prueba extrema de la voluntad pura.

Pero también hay un punto sobre el que debemos volver. El concepto de "valor" como significado, sabor de la vida, per­manece a pesar todo en el centro de la experiencia de Nietzsche. Y si todos los valores objetivos desaparecen y se muestran engañosos, existe una sola solución: concebir la propia voluntad pura como legisladora, como creadora de valores dando un sentido a la vida. Con toda razón se ha hecho notar que, pesar de cualquier apariencia, el "inmoralismo" de Nietzsche no hace más que llevar hata el límite la llamada moral absoluta, formal o autónoma. El único punto firme que queda es el principio mismo, separado de todo elemento afectivo y sensible, de todo motivo "heterónomo" y "eudomonista", del "im­perativo categórico" de Kant; sólo que en Nietzsche este principio es verdaderamente "puro", se evita el enredo por el que según Kant, al formular una norma concreta entran de nuevo ocultándose, ideas humanitarias de la corriente de la moralidad[10]. Nietzsche, en realidad, creó toda una serie de teorías y puntos de vista para superarlos uno tras otro y así con firmar la soberanía y el incondicionalismo del deseo.

Pero este caminar siempre adelante quemando tras de sí, uno por uno, puentes y mares, encuentra su límite en el siguiente problema: ¿Cómo podrá definirse en la práctica una nueva escala de valores? ¿Qué objeto tomará la voluntad pura legisladora para formar, de un caos, un cosmos? Es aquí donde, al último, Nietzsche se vuelve falsamente hacia la biología. Al buscar un punto firme está sometido al mito de la "naturaleza" y de acuerdo exactamente con las degradaciones biológico-evolucio­nistas del mismo, propias de la época. La "fidelidad a la tierra" y el "no evadirse" han propiciado esta desvia­ción. Nietzsche ha creído que en el mundo desierto de valores y de dioses la única cosa real y que no miente es la vida con­cebida como biología. De ahí la nueva valoración: todo lo que afirma, confirma y exalta la vida es un bien, es bello, es justo; todo aquello que la humilla y la niega es un mal, es decadencia. La suprema manifestación de la vida es la voluntad de po­der. La incorporación de la más alta voluntad de poder es el super­hombre. El superhombre, según Zaratustra, ya se habla presen­tado como una meta final, como el término de una evolución, término que justificará a la humanidad y le dará un sentido tanto a ella como al mundo. Después de conocer que "Dios ha muerto" principia la época de la afirmación del mundo y de la vida, que gravita sobre la venida del superhombre. Y la huma­nidad actual no se justifica más que en lo que afirma el Evan­gelio: "El hombre es algo que debe ser superado" y prepara los caminos para la venida del superhombre.

Y aquí el círculo se cierra. Lo que sea, positivamente, el superhombre, queda muy confuso en Nietzsche. En un período intermedio había tomado como paradigma esta o aquella fi­gura despótico y dominante del pasado, especialmente de los tiempos del Renacimiento. Pero éstas son referencias secundarias y contingentes. El mismo mito "biológico" no es tomado muy en serio, es una superestructura y nada puede conducir mejor al engaño que la infeliz alusión a las "magníficas bestias de presa". La vía del superhombre es, en el fondo, según Nietzsche, la parte opuesta de cualquier medio naturalista inmediato. Y lo repetimos, es la vía de una continua e inexorable superación de sí mismo, de una dirección propia; de un desprecio no sólo al placer, sino a la misma felicidad; saber decir no, cuando una enorme fuerza en nosotros nos impulsa a decir sí. El superhom­bre puede ciertamente hacer todo, abrirse a cualquier clase de pasión, pero las pasiones en él no son ya "pasiones", son como poderosas fieras reducidas a cadena, que se precipitan y toman vigor sólo cuando él lo desea. La esencia íntima del superhombre puede más bien definirse como una ascética por la ascética mis­ma, como una extrema quintaesenciado acumulación de la vo­luntad de poder entendida como valor y fin para sí misma. Pero en tanto se mantenga inflexiblemente esta dirección y, por otra parte, se "permanezca fiel a la tierra", es decir, quede firme condicional propio a la persona humana, la saturación puede tener por efecto un corto circuito, porque el potencial que "hijos de la tierra" pueden soportar es limitado. Merejkowskij, a tal respecto, tiene una imagen feliz: si los seres que, de salto en salto, han alcanzado una cima, sin saber volar, quieren ir mucho más allá, y de esta manera se precipitan al abismo que se abre en la sima.


Sobre la enfermedad y el fin de Nietzsche se han dicho gran cantidad de tonterías. Hasta se ha pensado que el hecho pa­tológico esté en la base de sus experiencias y de sus concepciones, mientras que, si acaso, precisamente lo contrario sea lo verda­dero." No se necesita olvidar que, de acuerdo con Nietzsche, la doctrina fue vida y que si su existencia externa no nos muestra manifestaciones de superhombre teatral, sin embargo su vida in­terior se compuso toda ella de superaciones, de continua, quin­taesenciada afirmación de voluntad pura. En realidad, el fin de Nietzsche está en relación con el fin o la tragedia de otros auto­res, algunos de ellos conocidos por el público, tales como Wein­inger, Michelstäedler y tal vez también Hölderlin, y otros más o menos ignorados que han seguido un pensamiento análogo. A todos ellos se les podría aplicar la expresión de santos malditos. Son precisamente los exponentes occidentales de la ascética por la ascética", que la enseñanza tradicional consideró como un grave peligro espiritual, como una vía que no produce ni libres ni liberados, pero muchas veces sí titanes encadenados y "obsesos”.

Los obsesos es en realidad el título de la novela de Dos­toievski donde se encuentran ideas contrarias a lo expresado por Nietzsche; en Dostoievski, sin embargo, es más visible un elemento que en Nietzsche se traiciona casi solamente en sus efectos; es decir, se ve más claro que la voluntad de absorber en el hombre algo sobrenatural es aquello que produce la criál: Pero en Nietsche y en menor medida viene concebida la íntima fuerza que hace posible el "nihilismo integrar’ y la "ascética por la ascética[11] de Nietzsche: se trata del esfuerzo por incluir algo que, en el fondo, "no es de esta tierra".

Las ideas de Dostoievski que nos interesan por ahora están contenidas en el credo de Kirillov, uno de los principales personajes de Los obsesos. El punto de partida, que confirma lo que hemos dicho hasta ahora, es la afirmación de Kirillov que "el hombre no puede existir sin Dios", nosotros más bien diría­mos que un "Dios" debe existir. Pero Kirillov llena a conven­cerse de que Dios no existe y no puede existir. Entonces, para poder seguir sosteniendo esto queda un único camino: que el hombre descubra que él mismo es Dios. Así la historia de la humanidad se divide en dos épocas. La primera de ellas com­prende una humanidad que, como diría Nietzsche, no sabe to­davía que "Dios ha muerto" y que obra, piensa, crea, combate solamente para aturdirse y sofocar el presentimiento de este conocimiento y continuar viviendo. En términos de Nietzsche, esto equivaldría al mundo prenihilista, donde viven los "ídolo", el "bien" y el "mal" y los diversos espejismos del apolinismo. La se­gunda época se inicia con el conocimiento de la inexistencia de Dios y con la admisión de la divinidad por parte del hombre en un desarrollo en el cual él deberá convertirse en otro ser, espiritual y físicamente. Son los mismos horizontes del "super­hombre".

El hombre no osa todavía reconocer que él es Dios. Y por ello es infeliz. Tiene miedo de asumir la herencia- del "Dios muerto". Y no es Dios solo porque tiene miedo. El miedo, y con él el dolor. es lo que lo condena a la miseria y a la infelici­dad. Cuando supere el miedo y el dolor todos los caminos abiertos para él. El punto de partida consiste en demostrarse a sí mismo el supremo atributo de la divinidad, el libre albedrío. El hombre puede hacer eso cuando su "sí" o su "no" pueda no sólo verse sobre un sector de la vida, sino sobre la vida tomada en su totalidad. Diciendo "no" a toda la vida, suicidándose, él puede demostrarse a sí mismo "su nueva terrible libertad", puede demostrar que Dios no existe y que él mismo es Dios. Kirilov completa esta especie de suicidio metafísico para sellar su doc­trina y así abrir el camino al hombre nuevo, al Hombre-Dios.


Este acto de un personaje de novela no tiene, naturalmente, más que una importancia simbólica. Sin embargo, no es posible dejar de ver en ella la extrema, lógica consecuencia de la vía de la "ascética por la ascética", la última de las autosuperacio­nes del hombre como quintaesenciado voluntad de poder, y se puede establecer una íntima relación entre este símbolo y la tra­gedia, o la ruina, la caída de todos aquellos a quienes nosotros hemos llamado los "santos malditos".

Se puede decir que la puerta ya está entrecerrada según Dostoievski, pero nada más entrecerrada. El ha recogido sola­mente el relampaguee de una verdad superior, la cual se ofusca de inmediato por una concepción "humanista". Este es el punto en el cual podemos volver a nuestro argumento principal.

La doctrina del superhombre, formulada esencialmente sobre un plano cerebral, no se ha traducido en una práctica "espi­ritualista". A pesar de todo, es necesario tener presente que ella indica, como ya se ha dicho, una fatal dirección de desarrollo para el hombre occidental que "no evade" ni sugiere la vía de las regresiones. Así debemos tenerla presente en todos sus peli­gros. El "superhombre" constituye un punto límite, algo seme­jante al caminar sobre el filo de la navaja. En los extremos superiores de la "ascética por la ascética" basta una nada para que el "superhombre" se transforme en un obseso, para que un tipo superior humano llegue a ser un peligroso instrumento de fuerzas oscuras. Este peligro es máximo cuando el hombre hecho de una voluntad pura, pero no transfigurada, sale de una especie de parálisis y actúa; y ésta, práctica y técnicamente es para él una especie de necesidad; en el mundo del "super­hombre" de las descargas se imponen bajo la forma de acciones más allá del bien y del mal" y de experiencias de una extrema intensidad que pueden comportar, las unas y las otras, igual can­tidad de evocaciones. Profundizar este orden de cosas nos condu­ciría más bien lejos; en parte tocaremos este punto de nueva en el próximo capítulo, al hablar de los peligros de ciertas formas de magia. Sobre la vía del "superhombre", aun sin quererlo y sin darse cuenta se pueden establecer contactos con lo suprasen­sible y con lo "espiritual" porque se camina por el límite que separa aquello que es individual y humano de lo que no lo es ya. A diferencia de los casos a que aludiremos y también de cuanto sucede en algunos métodos especiales de desarrollo[12] aquí hay, sin embargo, la circunstancia todavía peor de que el "superhombre" ignora por hipótesis lo suprasensible, y por lo tanto carece de una verdadera defensa de frente a él, se halla abandonado a sí mismo, "sin excusa", como diría Sartre, para quien el suyo es en verdad un "vivir peligrosamente".

Merejkowskij, desarrollando el esquema va indicado, en sen­tido casi hegeliano, ve la solución del problema en la gintesis e integración recíproca de los símbolos de las dos épocas, es decir en un encuentro del Hombre-Dios con el Dios-Hombre. Lo cierto es que solamente hay una salida: abrirse un camino hasta la trascendencia, reconocer que el orden sobrenatural es aquel en el que sólo puede realizase el verdadero ideal del super-hombre. Éste es el único modo para avanzar continuando la ascética en lugar de caer al precipicio, de despedazarse y de hun­dirse después de haber alcanzado la última cumbre nada más con las fuerzas de la personalidad humana. Entonces el "super­hombre" no será ya el límite extremo y la extrema potencia de la especie "hombre", sino que será otra naturaleza, una especie diversa, el "ya no hombre". El punto de separación no es el suicidio de Kirillov, sino lo que la enseñanza tradicional ha con­cebido como "muerte iniciativa". Hay una única solución para la tragedia del titán, para la superación del obseso, para el verdadero cumplimiento del precepto: "El hombre es algo que debe ser superado"; y ésta es la vía de las iniciaciones tradicionales. Entonces también varias situaciones propias del superhombre perderán su tinte blasfemo, serán rectificadas y las enseñanzas universales alcanzarán una sabiduría superior[13].

Además, haremos alguna consideración de orden práctico. Se puede decir que la corriente del "superhombre", en su doc­trina de la voluntad y de la ascética es una rémora y hace con­trapeso a la dirección evasionista, mediumnica y mística de gran parte del espiritualismo contemporáneo. Aun aquellos que, ha­biendo seguido vías análogas a la del "superhombre" aspiran a un puesto superior más allá del orden profano, deben darse cuenta que, como predisposición, se encuentran casi siempre en una situación de desventaja respecto de cualquier realización efectiva de lo sobrenatural. Han cultivado una exasperante, ocul­ta sensación de su personalidad. Además, quien ha producido la catarsis propia de la crítica destructora de todo "ídolo", llevada hasta el nihilismo integral es, por lo general, un intelectual cuyo centro de sí mismo reside en el pensamiento abstracto; lo que tiene casi siempre como consecuencia una atrofia o neutraliza­ción de facultades más sutiles, exigidas por la preparación a lo suprasensible. En particular se ve afectada la facultad de pensar no en conceptos y palabras, sino formando y animando imágenes plásticas. Y también todo esto constituye una seria desventaja.

Con ocasión de la crítica de la antroposofía dijimos que no es necesario hacerse ilusiones sobre la "iniciación individual". A menos de que no se presente una especial y privilegiada dispo­sición interior debida por la supervivencia de una sensibilidad y de un recuerdo no obstruidos completamente por la limitación humana, el in­dividuo únicamente con sus fuerzas no puede ir por el camino iniciático más allá de un cierto punto. De esta manera si algunas disciplinas indicadas por la antroposofía por grupos semejantes pueden tener un lado postivo ahí donde se vuelven para reforzar la personalidad y la autoconciencia y para limitar toda determinación por parte del mundo externo y de lo instintivo, sin embargo pueden presentar los peligros de "la ascética por la ascética" cuando son exasperadas y no se logra "ahondar". Es decir, se muestran otra vez los peligros relativos a los circuitos carentes de modificación en los que se acumula un potencial demasiado elevado. La facilidad contradictoria con la que, des­pués de las disciplinas ya señaladas, muchos "discípulos secretos" se convierten en víctimas de alucinaciones y de sugestiones y se transforman en fanáticos del uno o del otro "espiritualismo" privados de todo discernimiento crítico, se explica sobre tal base v remite a la misma situación por la cual, sobre un plano diverso, el superhombre puede dar lugar al obseso.

En un determinado punto de las disciplinas y del desarrollo dirigido sólo por las fuerzas individuales deben insertarse influen­cias de orden diverso. Es entonces cuando se da una solución a las tensiones y la corriente procederá en dirección verdaderamen­te ascendente. Son muy diferentes las circunstancias en las que puede verificarse un injerto vivificante, integrativo y "anagógi­co". El caso más común sería entrar en contacto con represen­tantes cualificados de una auténtica tradición iniciática. Pero hoy en día la cosa no es fácil, en vista de que la mayor parte de los centros espirituales se "han retirado" para dejar que el hom­bre occidental vaya donde quiera, sin medirle la libertad. A este respecto, como dirían los teosofistas, el hombre actual tiene algo que ver con una especie de karma colectivo.

Para finalizar habiendo hablado de "ascetas del mal" quien conozca íntimamente los debates en familia entre las varias lo­gias y sectas espiritualistas y sepa con cuanta frecuencia se acusan recíprocamente de "magia negra" puede preguntar: ¿Es tal vez ésta una posible prolongación de la doctrina del "superhombre"? ¿Algo que se prolonga en lo suprasensible?

No es necesario aquí incurrir en equivocas. En cuanto al "espiritualismo" específicamente teosofista, aparece bien clara la tendencia a estigmatizar como "magia negra" cualquier actitud divergente del petimetre altruista y humanitario, y ya hemos visto que Steiner llega hasta el punto de llamar "senda negra"

al del iniciado que no renuncia al nirvana para ponerse al ser­vicio de la "evolución del mundo y de la humanidad". Éstas naturalmente, no son más que fantasías y, en general, es nece­sario decir bien claro que todo lo que pertenece al orden iniciá­tico, por definición, es decir, por qué este orden se define con lo que está más allá del individuo y de lo humano, no conoce ni el "egoísmo" ni el "altruismo" ni el "bien" ni el "mal" en términos comunes.

¿Se puede por lo tanto hablar de "ascetas del mal"? Cierta­mente se puede, pero no con sentido moralista. El reino del "mal" corresponde, metafísicamente, a lo que Guénon ha dado en llamar contrainiciación. En el plano más bajo se trata de las influencias que llamamos antes "inferiores", influencias que, por vía de su misma naturaleza, actúan destructivamente sobre todo lo que es forma y personalidad. Pero, más en alto se trata de fuerzas inteligentes, el objeto de las cuales es el de desviar, pervertir o invertir toda tendencia del hombre a volver a conec­tarse con lo verdaderamente sobrenatural. Esto es un orden al que se puede llamar "diabólico" y, en caso extremo, satánico. No es concebido en forma abstracta, sino más bien en relación con seres reales, algunas veces también con determinados centros y con especie de frente oculto. Esto no es un plano simplemente humano, y precisamente en función de él se define, en deter­minados casos, el concepto de "ascetas del mal". Sin embargo, se trata de un orden de cosas demasiado "especial" para que aquí se pueda hablar más sobre esto.



[1]Cfr. J. J. BACHOFEN, Das Mutterecht, Basel, 1870, y también nues­tro ensayo, Ist das "rimische Recht" römisch?, en Europaische, n. 3, 1942.

[2]Es interesante la comparación entre el concepto moderno de deporte y lo que fue al respecto su correspondencia en la antigüedad, los "juegos" y la variedad de acción en los certámenes, en los espectáculos sagrados. So­bre esto, cfr. EVOLA, Rivolta contro il mondo moderno, Primera Parte, capítulo 10.

[3]En este caso específico se puede, no obstante, hablar de afinidades electivas. Otro de los errores de nuestros días es el de considerar a los nor­teamericanos como un "pueblo joven" mientras que ellos se someten a la última descendencia y casi a la abundancia de las antiguas razas europeas. De esta manera quien examine bien las cosas no ve una juventud, sino más bien un infantilismo, en el sentido de las regresiones propias de la senilidad, en muchos aspectos del alma americana. De ahí que no cause maravilla que los dos extremos de un ciclo se encuentren.

[4]Una "obra maestra" en esta dirección es el libro de VERGIN, in­titulado Das unbewusste Europa (Wien, 1926), donde las diferentes ideas políticas europeas vienen interpretadas como efecto de resurgimiento de los "complejos" de la sigue infantil y de la sigue de los salvajes.

[5]Sintesi di doctrina della Razza, Milán, 1943.

[6]D. MEREJKOWSKIJ, Tolstoi y Dostoievski, trad. it. 2a. ed., Laterza, Bari, 1947.

[7]Cfr. R. REININGER, F. Nietzsches Kampf um den Sinn des Lebens, (Wien-Leipzig, 1925), p. 37. "La persona (de Nietzsche) es al mismo tiempo una causa. Es la causa del hombre moderno, por la cual aquí se combate, de este hombre que, desarraigado de la tierra sagrada de la tra­dición... se busca a sí mismo, es decir, quiere reconquistar un sentido que satisfaga su existencia ya perdida enteramente a sí misma". La obra de Reininger se publicó también en italiano con una introducción nuestra, con el título siguiente: Nietzsche e ii senso della vita. (ed. Volpe, Roma, 1971).

[8]Cavalcare la Tigre 2a. ed. Milán 1971.

[9]En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche, buscó una so­lución intermedia y creyó encontrarla en el tipo del artista dionisiaco quien, como creador, queda ligado al fondo irracional de la realidad pero, como artista, se libera igualmente y participa de la catarsis contemplativo. Pero esta concepción equívoca fue muy pronto superada por el propio Nietzsche quien, de distintas maneras, afirmó cada vez más resueltamente la oposición entre las dos direcciones.

[10]Aparte de Nietzsche, en Occidente, solo Max Stirner llegó más lejos con su teoría del "único", si bien aplicada casi exclusivamente al terreno social. Más lejos ni siquiera llegaron los exponentes de una corriente, en la postguerra causo mucho alboroto, el "existencialismo". En él se parte igualmente de la idea de la irracionalidad del mundo, ésta, sin embargo, a parte subjecti es decir, por la incapacidad de las fuerzas de la razón humana de otro (Kierkegaard). Semejante irracionalidad viene concebida como hecho escueto, como una "realidad existencias". El hombre, frente a ella, confía solamente eb sí mismo y en su pura "responsabilidad" (Jaspers). Pero encuentra manera de descargarse mediante una referencia, igualmente irracional, en el Dios desconocido e inalcanzable. También Sartre, quien a diferencia de los demás existencialistas es ateo y, se refiere, más que a la responsabilidad, a un concepto suyo, el "no tener excusa" que permanece en un nivel muy alejado de lo expuesto por Nietzsche. Sobre el existencialismo cfr. nuestro libro ya citado, Cavalgar el Tigre.

[11]En realidad, de los siquiatras ya referidos, que hemos traído a co­lación, resulta que el caso de Nietzsche tuvo rasgos "atípicos" verosimil­mente "psicógenos". La epilepsia de Dostoievski: queda fuera de discusión; sin embargo, está por verse hasta qué punto ella haya condicionado y hasta qué punto haya determinado ciertas experiencias espirituales suyas. Algunas enfermedades tienen alguna vez la función de producir grietas en una pared que separa, sin las cuales para las personas de que se trata, la visión de aquello que se encuentra de la otra parte de ella tal vez no habría sido posible.

[12]Hacemos alusión a aquellos métodos que tienen su expresión más típica en la llamada "vía de la mano izquierda tántrica" (doctrina mez­clada de paganismo y budismo) "Cfr. EVOLA, Lo Yoga della Potenza, ensayo sobre los tantra, 3a. ed., Roma, 1968.

[13]Por ejemplo, cuando Kirillov dice que el hombre debe darse cuenta de que él mismo es Dios y cuando el Zaratustra nietzscheano se maravilla frente a quienes todavía no saben que "Dios ha muerto", no hace otra cosa que representar en forma retorcida la enseñanza upanishadica de la "des­trucción de la ignorancia" y la verdad anunciada en el mismo texto evangélico: "Acordaos de que fue dicho: vosotros sois dioses".

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VI. El neomisticismo: Khrisnamurti

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VI. El neomisticismo: Khrisnamurti

En relación a las diferenciaciones de las que nos ocupamos, es oportuno considerar brevemente el fenómeno "mís­tico" en una acepción más amplia.

El término "místico" procede del mundo de los misterios antiguos, pero ha sido usado sucesivamente para designar una orientación del hombre religioso cuando busca tener alguna ex­periencia interior sobre el objeto de su fe, constituyendo el éxtasis su límite. Por último, se ha procedido a una generalización en base a la cual la "mística" se convierte en sinónimo de ensi­mismamiento fervoroso sin reducirlo al campo religioso en sentido propio y positivo.

No se trata aquí de profundizar en el misti­cismo religioso, que por lo demás presenta muchas variantes[1]. Para nuestros fines bastará recordar la distinción sumaria entre dos actitudes diferentes ante lo "espiritual" y dos modalidades de la misma experiencia.  Puede decirse que el "misticismo" está caracterizado por un acentuado elemento subjetivo, irracional y "estático". La experiencia vale esencialmente por su con­tenido de sensación y por embeleso que se le añade. En general, toda exigencia de control lúcido y claridad, está ausente y queda excluido. El principio agente es el "alma" más que el "espíritu" y por ello puede considerarse como lo opuesto al estado mís­tico, el de la "intuición intelectual"; éste es como un fuego que consume la forma "mística" de una experiencia, recogiendo ob­jetivamente su contenido, según la claridad, y no como inmersión en una "revela­ción" de trascendencia inefable. Además, es activa, mientras que la experiencia mística es pasiva y "estática".

En general, un principio de la sabiduría tradicional sostiene que para conocer la esencia de una cosa es necesario que se llegue a ser era misma cosa.  "Sólo se conoce aquello con lo cual es posible identificarse", superando la ley de la dualidad que gobierna la experiencia común. A propósito de esto mismo debe tenerse pre­sente la acentuada distinción entre un dominio lúcido de la ex­periencia y su clara percepción suprarracional y el per­derse en ella. Por consiguiente a la experiencia mística, como tal, no se le puede reconocer un verdadero carácter "noético". Para ella puede aplicarse lo que dijo Schelling al valorizar actitudes semejantes: al místico le sucede lo que lo sucede; no sabe fijar su objeto delante de él, no sabe el modo como conseguir que se refleje en sí mismo, como si fuera en un límpido espejo. Muy cerca de lo "inefable", en lugar de adueñarse del objeto, se vuelve, él mismo, un "fe­nómeno", es decir, algo que tiene necesidad de ser explicado[2]. A nuestros efectos al hablar de éxtasis tratamos de indicar fenómenos que, a pesar de no tener relación con ho­rizontes religiosos y trascendentes, afectan a un plano diferente al material. En esta misma dirección podemos continuar exponiendo las ideas desarrolladas por P. Tillich[3].

Tillich se ha percatado de que en el mundo físico toda rea­lidad existe con su forma y con su unidad, unidad y forma que están impresas visiblemente en el ser y como ser, como realidad de las cosas. No ocurre así en el mundo interior. Lo que en este mundo corresponde a la forma y a la unidad presentada por las cosas materiales -la personalidad, el yo- es un principio invisible que tiende a completarse y mientras se completa y se contrapone al ser, tiende a la independencia del ser y a la libertad.

Pero puede suceder que, de la misma forma que una corriente más fuerte y veloz, cuando irrumpe en otra más débil, puede absor­berla y arrastrarla consigo, asi también, en ciertas condiciones especiales, un determinado objeto o ideal puede provocar en el hombre una especie de ruptura en la tendencia principal, concentrándose sobre sí mismo. El objeto suministra un centro y el pro­ceso de la formación interna se interrumpe. Tal es la identifica­ción "mística" con un objeto: proporciona a la personalidad el modo de liberarse y de salir efectivamente de sí. Es, pues, como una liberación y una destrucción al mismo tiempo. Aquello que transporta da también un sentido de liberación, despierta una más elevada y seductora sensación de la fuerza vital, desligada de la forma.

Se comprende, entonces, cómo puede surgir el misticismo aun de cosas profanas.  Cualquier objeto, en el fondo, puede producir una identificación mística y un correlativo grado de arrobamien­to "estático", un entusiasmo que, por otra parte, puede también ser creativo. La estructura del fenómeno queda al margen. El he­cho de que el objeto místico no sea una divinidad sino una ideología, un partido político, una cierta personalidad y hasta un deporte o una de las "religiones profanas" de nuestros días, no es indiferente desde el punto de vista de la naturaleza de las in­fluencias a las cuales el estado "místico" abre los caminos, pero desde el punto de vista objetivo, no constituye una diferencia. Se da siempre una destrucción espiritual, la sustitución de una forma y de una unidad que no es la del sujeto, con el sentido de separación, de detenerse y de animación estática.

La consideración del fenómeno místico considerado desde este punto de vista nos conduciría muy lejos: desde el psicoanálisis a la psicología de masas, pasando por las variedades del nuevo colecti­vismo y las técnicas de subversión y demagogia. Nos limitaremos, en este campo, a algunas indicaciones.

Un fenómeno reconocido oficialmente y necesario en la prác­tica psicoanalítica es el llamado transfert. En él, el psicoanalista, como se dijo, va en cierto modo a sustituir al sujeto, proporcionándole un punto de referencia para liberar­se de las tensiones que desgarran su personalidad, para "vomitar fuera" todo lo que se ha acumulado y reprimido en su subconsciente. Aparte de los resultados terapéuticos, desde el punto de vista espiritual, la contraposición de todo esto puede ser precisamente el abandono y la interrupción de la tensión ha­cia un verdadero complemento de la personalidad y es intere­sante que semejantes "identificaciones" pueden acompañarse del fenómeno de la ambivalencia: amor que se mezcla con odio o que desemboca en odio. El fenómeno es significativo porque en pequeñas dimensiones toma el sentido de lo que muchas veces sucede en los fenómenos colectivos de transfert y de "éxtasis". También ellos pueden permitir cierta "ambivalencia", porque el sentimiento subconsciente de la violación íntima puede afirmarse como odio después del arrobamiento y el embeleso que despierta la identificación liberadora. La historia reciente nos mues­tra también ejemplos característicos.

La técnica de la demagogia se apoya generalmente en un transfert sobre la liberación "estática". Las hipótesis explicativas de los psicoanalistas que recurren a la la interpretación sexual de las experiencias de los salvajes, tenidas como supuestos antepasados de toda la humanidad, no son más que tonterías.  Sin embargo, queda el esquema del transfert y de la proyección fuera de sí del propio centro con el concomitante y muy visible fenómeno de pasar al estado libre de un enorme potencial psíquico-vital. Ahí donde los principios demagógicos revistiendo el carácter llamado "carismá­tico" logran producir la identificación mística, nacen movimien­tos arrolladores de multitudes, que no se detienen ante nada y en los cuales cada uno cree vivir una vida más elevada. Libre de1 propio yo, gozoso de transferir a otros hasta la capacidad de pensar, de juzgar y de mandar, puede manifestar efectivamen­te dotes de valor, de sacrificio v de heroísmo que van más allá de cuanto es posible a toda persona normal y a él mismo como parte desprendida del todo. En los tiempos modernos, tal vez de la Revolución Francesa en adelante, fenómenos semejantes han presentado un carácter siniestro porque los que determinan y guían por un cierto tiempo estas corrientes colectivas, son ellos mismos, más o menos, instrumentos de fuerzas ocultas.

Un caso particular de "misticismo" está constituido por el fenómeno mesiánico. El Mesías, como salvador, no es en el fon­do más que un ideal inconsciente que se presenta a cada uno como realizado en otro ser. También en este caso se produce el fenómeno del transfert, con síncope del proceso de formación y de integración del yo y con el consiguien­te ya indicado sentido de descarga y de liberación (es la atmósfera de liberación que se forma en torno al Mesías).

Naturalnte, no está excluido el caso de personalidades su­periores cuyas fuerzas pueden unirse a aquellas que se mantie­nen a la expectativa "mesiánica", en forma tal de no alterar ,;¡no de completar el proceso de formación interna, guiando pues a los individuos hacia sí mismos, hacia la conquista de su forma.  Este caso es así real como el de una efectiva elevación de cada uno "por participación", cuando conscientemente toma parte de una jerarquía tradicional centrada en representaciones efectivas de la autoridad espiritual.

En pocas palabras, el fenómeno mesiánico es muy poco fre­cuente en nuestros días, cuando por todas partes se va en busca de gurus y similares. En la mayoría de las corrientes espiritualistas, cuanao no es la rareza Y el atractivo de doctrinas "ocultas" para atraer a las almas, se trata precisamente de un vago deseo mesiánico, que se concentra en principios de sectas y escuelas a las que circunda la aureola milagrosa de "maestro" y de "adepto". En el teosofismo la cosa había tomado un carácter consciente y sistemático. Convencidos de la necesidad de un nuevo "Instructor del Mundo", se dieron a preparar el ad­venimiento, estableciendo para ese objeto una asociación mun­dial, la Orden de la Estrella de Oriente, la cual, según el oráculo de Besant, terminó con designar apto a un joven hindú para encarnar a la esperada entidad.

Se trata de Jiddu Krishnamurti, quien, por otra parte, llegado a la mayor edad y al conocimiento de sí mismo, con una innegable fuerza de carácter dió un inesperado golpe de escena adoptando resueltamente una nueva dirección. En esta etapa mantuvo la misma ambigüedad en su doctrina llamada "espiritualismo", por lo cual vale la pena examinarla desde su principio, aunque solo sea en forma sucinta.

*     *     *

En el campamento veraniego de Ommen, Holanda, en el año de 1929, Krishnamurti disolvió la Orden de la Estrella declarando al mismo tiempo su credo, sin atenuantes.  He aquí al­gunas de sus palabras: "Yo no tengo más que una meta: liberar al hombre, ayudarlo a romper las barreras que lo limitan, por­que solamente esto le dará la felicidad eterna, el conocimiento incondicionado y la expresión de su yo. Desde el momento en que seguís a alguien, dejáis de seguir a la verdad, estáis habitua­dos a la autoridad o a una atmósfera de la autoridad. Creéis, es­peráis que otros, por medio de poderes extraordinarios y milagros, os transporten a la región de la libertad eterna.  Deseáis nuevos dioses en el lugar de los antiguos, nuevas religiones en el lugar de las antiguas, nue­vas formas en lugar de las anteriores, todas igualmente sin valor, todas ellas barreras, limitaciones, muletas. Desde hace die­ciocho años habéis preparado mi venida al mundo. Y cuando yo vengo a deciros que es necesario arrojar todo eso y buscar por vosotros mismos la iluminación, la gloria, la pureza y la incorruptibilidad del yo, ni uno solo de vosotros acepta hacerlo. ¿Para qué pues, tener una organización? Yo sostengo que la ver­dad es un páramo salvaje y que no es posible llegar ahí por alguna vía trazada, ya sea una religión o una secta. Pera aquellos que verdaderamente desean comprender, que se esfuerzan por en­contrar lo que es eterno, sin principio ni fin, marcharán juntos con más fervor y serán un peligro para todo aquello que no es esencial, para la irrealidad, para los espectros"[4].

En sí misma, ésta hubiera sido una saludable reacción, no sólo contra el mesianismo teosófico, sino también, y de forma más ge­neral, contra la actitud extravagante de la que ya hemos hablado.  A pesar de todo es necesario hacer notar dos puntos.

El primero es que, a pesar de todo, después de las declara­ciones de Krishnamurti las cosas han cambiado poco; al igual que antes se han celebrado reuniones y asambleas con gran entusias­mo, teniéndolo como centro; ha sido creada una "Fundación Krishnamurti" que se propone adquirir un fondo en Inglaterra para establecer allí, según el deseo del mismo Krishna­murti, un centro para la difusión de sus ideas; se han editado libros con títulos como Krishnamurti, el instructor del mundo (de L. Renault), Krishnamurti, el espejo de los hombres (de Y. Achard), Krishnamurti, psicólogo de la nueva era (de R. Linswn) y otros por el estilo. Así el mito ha ido reconstruyéndose con singular rapidez y Krishnamurti sigue ejerciendo de maestro y predicador de una nueva visión de la vida. Se ha pretendido que esto no es exacto, porque el nuevo Krishnamurti no quiere sustituir a cada uno, sino que desea estimularlos a tomar de forma autónoma, una conciencia más profunda de sí mismos, presentándose sólo como un ejemplo y actuando únicamen­te como "catálisis espiritual" sobre los que acuden a escu­charlo.

Algo por el estilo puede concebirse en el caso de centros reducidos y pequeñas reuniones en algunos asram hindúes y grupos iniciáticos en los que una personalidad superior puede efectivamente crear una atmósfera casi magnética, sin predicar. En cambio, es muy dificil concebirlo cuando se pone a impartir conferencias en todos los rincones del mundo profano y para un pú­blico muy numeroso, incluso en teatros y universidades, habien­do llegado, finalmente, a interesar a un público tanto intelectual como mundano. Lo menos que puede decirse es que Krishnamurti se ha prestado a todo eso, utilizando el acostumbrado título de "maestro" y proclamando, paralelamente,  que no es necesario buscar un maestro.

El segundo punto consiste en que Krishnamurti, a pesar de todo, expone una enseñanza y una doctrina, que desde su prin­cipio hasta hoy ha permanecido prácticamente invariable, carac­terizada por acusadas ambigüedades, muy peligrosas por lo demás, debido a que nunca aclara la verdad de su ideología.

Liberar a la vida del yo, es, en el fondo, lo que Krish­narnurti anuncia. Verdad, para él, significa vida; y vida significa felicidad, pureza, eternidad y otras cosas más, sinónimos de éstas. Además, liberar la vida y liberar el yo son casi sinónimos, porque Krishnamurti insiste en la dis­tinción entre un falso yo personal y un yo eterno, el cual,  es uno con la vida y con el principio de todas las cosas. El hombre ha impuesto toda clase de limitaciones a este yo, es decir, a la vida: creencias, preferencias, hábitos atávicos del corazón y de la mente, aficiones, escrúpulos religio­sos, temores, prejuicios, teorías, vínculos y exclusivismos de todo género. Todas las barreras que se deben superar para volver a encontrarse a sí mismas, para realizar lo que Krishnamurti, llama la "unicidad individual" (the individual uniqueness). ¿Pero este "a sí mismo" -dado que después equivale al "yo de todo, a la unidad absoluta con todas las cosas, al fin del sentido de sepa­ración"[5]- se distingue mucho de cualquier cosa semejante al élan vital de Bergson y al objeto de las novísimas religiones del irracionalismo y del idealismo más o menos panteistas y naturalistas? ¿Con qué derecho llamarlo "yo"? ¿Y aquello que precisamente se puede llamar "yo" según Krishnamurti, en el fondo ¿acaso no es sólo un principio negativo, una superestructura que, crea­da por agregación de prejuicios, temores y pactos, sofoca lo que sería solamente real, la vida, exactamente como en el psicoanálisis y en el irracionalismo?

Krishnamurti no dice nada para hacernos entender qué sen­tido tienen algunas expresiones utilizadas por él -"a sí mismo" o "unicidad indivi­dual"- en donde la perfección y la meta son concebidas sim­plemente sin diferencias de muchas y variadas formas, semejantes -según sus mismas palabras[6]- al agua corriente que avanza siem­pre y nunca está quieta, a la llama que no tiene forma definida, débil, inconstante de momento a momento, y por lo mismo indescriptible, en ningún modo posible de limitar, indomable. Dar a la vida, sobre esta base, la cualidad de felicidad, de alegría libre y estática cuando toda oposición es superada, cuan­do ningún límite, ningún dique la contiene, ciertamente es posible que puede manifestase y extenderse sin esfuerzo con legítima espontaneidad. Pero no lo es hablar al mismo tiempo de incorruptibilidad, de eternidad, de verdadera liberación de la ley, del tiempo. No se puede querer simultáneamente aquello que está por venir y aquello que ya existe, aquello que continuamen­te cambia y aquello que es eterno e invariable. Siempre, las enseñanzas sapienciales han señalado dos regiones, dos estados: mun­do y sobremundo, vida y supervisa, fluidez y fuga de las formas (samsára) y permanencia del centro.  Krishnamurti mezcla las dos cosas en una extraña amalgama, en una especie de traducción de la enseñanza hindú de la identidad entre atma y brahmán en términos de irracio­nalismo idealista occidental. Y decir que si ésta era su más pro­funda exigencia, en una de las tradiciones de su país, en el maháyána habría podido encontrar todo lo necesario para pre­sentir en qué sentido podría efectivamente existir algo superior a aquella oposición.

Krishnamurti tiene razón al decir que el hombre debe su­primir la distancia entre sí mismo y la meta, convirtiéndose él mismo en meta[7], no dejando escapar como una sombra situada entre el pasado y el futuro, aquello que sólo es real y en lo cual únicamente puede poseerse y despertarse: el momento presente, el mo­mento del cual nunca se sale. Esta podría ser también una sa­ludable reacción contra la ya denunciada ilusión evolucionista, que rechaza llegar al final de la meta, que en realidad, sólo puede alcanzarse más allá del tiempo y de la historia.

Pero, ¿acaso no podría reducirse también lo estático a lo meramente instantáneo, a la embriaguez de una identificación que destruye toda distinción y toda sustancialidad espiritual?

Indicar el principio de no depender de nada, fuera de sí mismo, no es suficiente. Es necesario explicar qué relación se mantiene con este "sí mismo"; es necesario establecer si se es capaz, respecto a sí mismo, de dominio, de conocimiento y libre direc­ción, o bien si se es incapaz de ser diferente de aquel que mo­mento a momento, conforme a la espontaneidad pura, la "vida liberada" desea, actúa y crea en nosotros una disposición para elegir tal estado incluso como ideal[8]. Y si esto se refiere a la tarea de dar una forma y una ley a un ser personal puede también suceder que constituya también, en cierto plano, el límite para declarar la libertad.

Krishnamurti habla, ciertamente, de aquella rebelión que es ilusoria, porque expresa una velada autoindulgencia e intoleran­cia[9]. Dice que para comprender lo que entiende por libertad de la vida, es preciso prefijarse aquella nota, que es liberación hasta de la vida[10]. Acentúa que si la verdadera perfección no tiene leyes, eso no debe ser interpretado como un estado de caos, sino con superioridad de la ley y del caos, como convergencia el origen de todo, de donde surge toda transformación y depen­den todas las cosas[11]. En fin, afirma que debemos crear un milagro de orden en este siglo de desorden y de superstición, pero sobre la base de un orden interior nuestro y no sobre el de una autoridad, de un temor o de una tradición." Pero estas alusiones que en general podrían indicamos una justa dirección espiritual son poco convincentes, dado el espíritu del conjunto sin ser corroboradas por ninguna indicación concreta de método y de disciplina porque, como se ha visto ya, Krishnamurti es opuesto a cualquier vía prefijada: piensa que no existen senderos para la realización de la verdad, es decir de la vida; que un deseo y una aspiración de felicidad tan intensos como para eliminar uno o todo objeto particular, un amor sin límites, no individual, no para una vida, sino para la vida, no para un determinado ser, sino para cualquier ser, bastan para conducir a la meta.

Más allá de todo esto, como único camino está indicada la suspensión de los automatismos del yo y de sus represiones, el cesar del flujo mental en una especie de "solución de continui­dad" espiritual.  Cuando caen por tierra todas las barreras, cuan­do no hay nada en nosotros que sea determinado por el pasado o por lo ya conocido, nada que tienda hacia algo, en ese momen­to podría tenerse conocimiento del verdadero sí, la aparición de lo que Krishnamurti alguna vez llama n-ásticamente "lo desconocido", como un hecho espontáneo y con carácter de imprevisto, y no como el "resultado" de una disciplina, de un método y de una iniciativa del yo, porque sería absurdo que el mismo yo pu­diera "suspenderse" y "matarse" a sí mismo; cada esfuerzo vol­vería a encerrarlo en sí mismo. Después de este despertar hipo­tético el yo desaparece, no es ya el yo, "se convierte en la vida".

Tales ideas parecerían presentar analogías, no sólo con la doctrina mística cristiana que lleva resignación al espíritu (don­de, sin embargo, el concepto de gracia tiene una parte esencial), sino con las del taoísmo y con una de las dos escuelas principales del zen, las cuales parece ser que Krishnamurti conoce muy poco, ya que en una declaración reciente incluyó al mismo zen (junto con el hinduismo, con el método cristiano y con "todos los sistemas") entre las "patrañas", diciendo que una mente que se ejercita en base a cualquier sistema o método "es incapaz de comprender lo que es verdadero".  De hecho, las citadas analo­gías son relativas, el taoísmo y zen tienen un cimiento e impli­caciones histórico-existenciales muy diversos. Tal vez sea nece­sario tener en cuenta el exceso, en parte explicable, de una reacción contra el confuso engranaje del teosofismo y el relativo bagaje de creencias, de "iniciaciones", de "ejercicios", de tratos", de "cuerpos" y así sucesivamente.

En cuanto a las confusiones indicadas anteriormente, tam­bién es posible que las palabras traicionen el pensamiento de Krishnamurti y que el mismo carácter de su experiencia per­sonal unido a la falta de una sólida preparación doctrinal ha­yan impedido fórmulas más adecuadas.  Sin embargo, las con­fusiones expresivas podrían también reflejar la ambigüedad de su misma experiencia, con el resultado de que no da ninguna verdadera orientación.

En general, quedan como características en Krishnamurti el rechazo absoluto e indiscriminado de toda autoridad (hecho que hasta podría ser explicado sicoanalíticamente en el sentido de que Krishnamurti tuvo que soportar en su familia un torpe des­potismo paterno); la negación de toda tradición, por consiguien­te, un individualismo y un anarquismo en el campo espiritual, pero también, al mismo tiempo, una especie de encarnizamiento contra todo aquello e es " o". él coloca la construcción del yo, de "aquella ilusión que es el yo", en el mismo plano del "pecado original" del cual hablan los cristianos.  Es necesario entenderse sobre este punto.  La referencia justa podría ser pro­porcionada por la máxima iniciática: "Pregúntate si eres tú quien tiene al yo, o si el yo es quien te tiene a ti".  No hay duda de que es necesario liberarse de un cierto yo; la vía remotionis (el camino de remoción), la destrucción del "hombre antiguo" (el cual luego, desde otro punto de vista, no es más que el "hombre nuevo", el más reciente) es una condición que ha sido siempre reconocida para la reintegración espiritual.  Pero al mis­mo tiempo es preciso subrayar una continuidad fundamental y no insistir sobre rígidas antítesis.  Sería oportuno volver al sim­bolismo del hermetismo alquimista el cual considera más bien un baño en un "agua de vida" que destruye y disuelve advirtiendo sin embargo que las sustancias a las cuales se somete a tal baño deben contener un grano de oro indestructible (el símbolo del oro se refiere al principio yo) destinado a reafirmarse en aque­llo que lo ha disuelto, y a volver a surgir su potencia en forma superior; sin que por esto deje de conseguirse la perfección de la "grande obra", que se detiene en la llamada fase de la blan­cura que se halla bajo el signo de la mujer, más bien del dominio femenino sobre el hombre[12]. Este esquema orienta mejor y pone en su lugar lo que está entremezclado con las ambigüas ideas de Krishnamurti, en el orden de las cuales la negación del yo de­rivaría del hecho de que ello sería un factor estático, "un paquete inerte" que se opone a aquel cambio y a aquella continua trans­formación que constituirían la esencia siempre nueva e incoercible de lo real.

En un plano más contingente, Krishnamurti no habiía de­bido olvidar una máxima (e la tradición de su misma tierra que, juntamente con otras, quiere arrojar al mar: "Que el sa­bio no turbe con su sabiduría la mente de los ignorantes".  Venir a proponer ideas, que son verdaderas, si acaso, al nivel de un verdadero "liberado", a aquellos desorienta­dos que, como los hombres modernos, tienen demasiados incentivos que los lanzan al caos y a la anarquía, no es ciertamente una cosa sabia. El hecho de que frecuentemente tradiciones espiri­tuales y sabias, símbolos estructuras rituales y ascéticas no sean otra cosa que formas vacías que aún sobreviven, no debería im­pedir el reconocimiento de la función positiva que pueden haber tenido y que siempre pueden tener en el marco de una civilización más normal, y en relación con los pocos que todavía saben entender, vale la pena hablar para ellos, para que puedan también concebir una autoridad, la cual no sea nunca un prin­cipio de represión o de enajenación. Puede pasar por alto las sobrestructuras, los apoyos y los vínculos (muchas veces desti­nados solamente a sostener) quien ya se siente con fuerzas su­ficientes para ponerse de pie. Parece que Krishnamurti no se preocupa de esto: incita democráticamente a todos a la gran rebelión y no a aquellos pocos para quienes solamente ella puede ser saludable y verdaderamente liberadora.

Es muy significativo el hecho de que después del año de 1968 se haya podido advertir una particular receptívidad de las ideas de Krishnamurti en ambientes estudiantiles de muchas grandes universidades cuyos estudiantes integraron la "contestación", rechazando todos los sistemas y valores tradicionales en nombre de una "li­bre explicación del propio ser"[13]. Por otra parte, antes había aparecido el fenómeno que se conoció como mystic beat (golpe mís­tico) y el movimiento de la beat generation que se vió seducido por los aspectos irra­cionales del zen y su negación casi nihilista e iconoclasta de esta doctrina iniciática. Ello confirma el sentido inquietante y distorsionado en el cual pueden funcionar hoy algunas ideas, cuando no se entiende el plano que condiciona cada una de sus legítimas fórmulas.

Esta alusión a ciertos ambientes de jóvenes occidentales que recientemente han sido atraídos por las ideas de Krishnamurti surdas realizadas al margen de aquel mundo deberían expli­carse refiriéndose a ella, si en lugar de ser atribuidas al individuo y a las influencias de una ideología que niega todo concepto de culpa, conduciendo hacia el plano de una vida verdaderamente "liberada".

 



     [1]Sobre este asunto cfr. nuestro libro L’Arco e la clava, Milán, y el ensayo contenido en Introduzione alla Magia, cit., vol.  III, pp. 274 os.

 

     [2]W. J. SCHELLING, Zur Geschichte der neuren Philosophie, S.  W. (I), Y. X, pp. 187-189.

 

     [3]P. TILLICH Das Dimonische, Tübingen, 1926.

     [4]La Dissolution de l’Ordre de I’Etoile.  Una declaración de J. Krirh­namurti, Ommen, 1929.

 

     [5]      J. KRISHNAMURTI, La Vita Liberata, Trieste, 1931, p. 28.

     [6]Ibid, pp. 113, 122.

     [7]Ibid., p. 17.

     [8]Ibid., p. 69.

     [9]Revista Ananda, 1, p. 5.

     [10]La Vita Liberata, cit., p. 49.

     [11]En el apéndice de L. de MANZIARLY y C. SUARES, Saggio su Krishnamurti, Génova, 1929, p. 83.

     [12]Sobre esta enseñanza del hermetismo, cfr. nuestra obra La tradición Hermética. Martínez Roca, Barcelona 1976.

     [13]R. LINSSEN, Krishnamurti, psychologue de l’Ere nouvelle, París, 1971, p. 41. A. NIEL ha escrito también un libro intitulado Krishnamurti et la revolte.