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La Doctrina del Despertar. Capítulo V. La llama y la conciencia samsárica

La Doctrina del Despertar. Capítulo V. La llama y la conciencia samsárica

Biblioteca Julius Evola-. La conciencia ligada al samsara es un estado del espíritu que determina la existencia de la alegría, del dolor, de las sensaciones, los placeres y, en general, de la necesidad y el ansia de vida. La conversión de una conciencia ligada al “yo” o al "alma individual" hacia aquella vinculada a la experiencia directa y realista, la samsárica, se describe en este capítulo como uno de los principios básicos de la doctrina del despertar.

5. La llama y la conciencia samsárica

Para comprender adecuadamente la enseñanza budista es preciso, pues, partir de la idea de que tiene en vista la condición de un hombre para quien hablar del atma-brahman, de un Yo suyo inmortal inmutable, idéntico a la suprema esencia del universo, no sería un hablar "confor­me a la realidad" -yatha bhutam-, o sea, basado sobre un dato efec­tivo de la experiencia, sino un simple lucubrar, un hacer filosofía o teología. La doctrina del despertar quiere ser absolutamente realista y partir de punto de vista real, o sea, quiere ser ciencia samsárica. El budismo procede a un análisis de tal conciencia y a la determinación de la "verdad" que le corresponde y que se compendia en la teoría de la impermanencia y no sustancialidad universales (anatta).

Mientras que en la lucubración anterior al budismo, acerca del bino­mio atma-samsara -o sea, el Yo inmutable, sobrenatural, frente a la corriente del devenir- cobraba prestancia el primer término (el senti­do del atma), la enseñanza de donde parte la ascética budista resalta casi exclusivamente el otro término, el samsara y la conciencia con él ligada. Este segundo término es considerado en todos aquellos caracte­res de contingencia, relatividad e irracionalidad que sólo le pueden ve­nir de la confrontación con la realidad metafísica ya directamente contemplada; realidad que, por lo mismo, está tácitamente presupues­ta, por más que debido a razones prácticas no se hable de ella.

Como verdad de primer grado del budismo, por así decir, está pues el mundo del devenir. Este devenir no tiene como sustrato nada que sea idéntico, sustancial, permanente. Es el devenir de la misma experiencia el que se agota en cada uno de los contenidos y momentos de la misma. Carente de apoyo y de límite, este devenir acabará por ser concebido como pura sucesión de estados que se van generando unos a otros, según una ley impersonal, como en un círculo eterno, en el que podemos ver el equivalente del concepto helénico del "ciclo de la generación", κύκλος της γενέσεως; [kyklos tes genéseos] y de la "necesidad", είψαρψένης; [kyklos tes eimarménes].

El término budista para designar determinada realidad -una vida individual o un fenómeno- es khandha o santana. Khanda quiere de­cir literalmente "montón, cúmulo", en el sentido de un conjunto, una agregación; mientras que santana quiere decir "corriente". En el flujo del devenir se forman torbellinos o corrientes de elementos psicofísicos y de estados concatenados, llamados dhamma, los cuales tienen cierta persistencia mientras subsistan las condiciones que los han hecho convergir o agregarse; tras lo cual se disuelven y, en el devenir --en el samsara-, se formarán en otro punto análogos conglomerados, tan contingentes como los anteriores. En tal sentido se declara: "Todos los elementos de la existencia son transitorios". Todas las cosas carecen de una individualidad o sustancia (sabbe dhamma anatta ’ti).[1] La ley de la conciencia samsárica se expresa con esta fórmula: suññam idam attena va attaniyena vati (vacío de "yo" o de lo que tenga aspecto de "yo", de sustancia). Otra expresión: todo es "compuesto" (sankhata), donde "compuesto" equivale a "condicionado"[2] En el samsara sólo existen estados condicionados de existencia y de conciencia.

Este modo de ver las cosas vale tanto para la experiencia externa como para la interna. Hay que señalar que los dhamma, los elementos primarios de la existencia en el budismo (y cada vez más en las formas más tardías del mismo) equivalen a simples contenidos de la concien­cia, no como abstractos principios explicativos supuestos por el pensa­miento, como fueron por ejemplo los átomos de las antiguas escuelas físicas. Así, la doctrina del anatta, de la no sustancialidad, se volverá cada vez más empirista, más fenoménica en cuanto a conciencia exter­na: como aparece directamente el mundo externo, así es: No vale decir: "este objeto tiene esta forma, este color, este sabor, etc."; tras los datos sensibles no hay nada a los que se deban referir.[3] Como se diría en términos modernos: existe o es real sólo el continuum de la experiencia vivida.

Con coherencia, más aún, podríamos decir con crudeza quirúrgica, el mismo punto de vista se adopta en lo que hace a la experiencia interna y de la unidad de la persona. Como se pone en tela de juicio la legitimidad de hablar, "conforme a la realidad", de una sustancia per­manente detrás de cada uno de los fenómenos y aún más detrás de toda la naturaleza, cual quería la teoría brahmánica, también se im­pugna la posibilidad de hablar fundadamente de un principio sustan­cial, inmortal e inmutable de la persona, como el atma upanishádico. También la persona (sakkaya) es khandha y santana, un agregado y una corriente de elementos y de estados impermanentes, "compues­tos", condicionados. También ella es sankhata. Su unidad y realidad son puramente nominales; a lo más, "funcionales", lo que hace que se diga: así como cuando las varias partes de un carro se encuentran unidas se usa la palabra "carro", de igual manera cuando se encuen­tran presentes los distintos elementos que constituyen la individuali­dad humana se habla de "persona": "Como la conexión de las partes constituye el concepto de un carro, así la agregación o concatenación de estados da el nombre a un ser viviente".[4] El carro es una unidad funcional de elementos, no una sustancia; de igual manera, la persona y el "alma"; "del mismo modo, las palabras ’ser viviente’ y ’yo’ son sólo una designación para el quíntuple tronco del apego."[5] Cuando las condiciones que han determinado la combinación de los elemen­tos y de los estados cesan en ese tronco, la persona como tal -o sea, como esa determinada persona- se disuelve. Pero incluso en su duración no es un "ser", antes bien un fluir, una "corriente", porque el santana se concibe como algo que no se inicia con el nacimiento ni se interrumpe con la muerte.[6]

La base positiva de esta manera de ver, por cierto poco halagüeña para cualquier "espiritualista" divagante, es que la única conciencia de la que puede hablar positivamente la mayoría de los hombres que per­tenecen al actual ciclo, yatha-bhutam, es la "que ha llegado a ser" y "formada", o sea, determinada y condicionada por contenidos, que, empero, son impermanentes. Conciencia y conocimiento son interde­pendientes: "Estas dos cosas son conexas, no separadas, y es imposible distinguirlas e indicar su diferencia. En efecto, lo que uno conoce, de eso es consciente, y aquello de lo que es consciente, eso conoce".[7] Como no tiene sentido hablar de un fuego en general, pues existe sólo un fuego de troncos o de estiércol o de leña o de hierba, etc., de igual guisa no se debe hablar de conciencia en general, sino de una conciencia visual, o auditiva u olfativa o gustativa o mental, según los casos." "Mediante el ojo, el objeto y la conciencia visual, tiene origen lo visto; así para el oído, así para el olfato, el gusto y el tacto; lo mismo, median­te la mente y las cosas, tiene origen lo pensado. Estos estados sensoria­les tienen, pues, origen en causas que no implican un principio substancial”[8] "Es en correlación con el cuerpo que surge la idea ’yo soy’ y no de otra forma", causas que, sin embargo, son impermanen­tes.[9] Vistas así las cosas, es evidente que queda excluida la idea de un alma, de un yo sustancial incondicionado. Precisamente por esto, la conciencia está "vacía de yo", porque es conciencia que surge siempre por un dato contenido, sensorial, psíquico o mental.[10] Más en general, el yo real que cada uno experimenta, no el teorizado por los filósofos, está condicionado por "nombre-y-forma". Esta expresión, tomada por el bu­dismo de la tradición védica, designa al individuo psicofísico: de "lo que en este complejo es denso y material" se dice[11] que ’es forma’; de lo que es sutil y mental [se dice que] es nombre", existiendo entre una y otra cosa una relación de interdependencia. Ligada a "nombre-y-forma", el "alma" sigue los movimientos fatales [de nombre-y-forma] y por esto, como veremos, angustia y temor pertenecen, según el budismo, al sustrato más profundo de toda vida humana y, en general, samsárica.[12] En última instancia, conciencia (individuada) y "nombre-y-forma" se intercondi­cionan. Una cosa no es sin la otra, lo mismo que -según la imagen de un texto- dos mesas se mantienen en pie sólo apoyadas la una en la otra. Esto equivale a decir que la persona es considerada como un todo "funcional", que no tiene el devenir como un accidente, sino como su misma sustancia. "Un estado concluye y el otro comienza: y la sucesión es tal que se puede casi decir que nada precede y nada sigue".[13]

Todo esto vale como introducción general a la teoría de las "cuatro verdades ariya" (cattani ariyasaccanii y de la génesis condicionada tpaticca samuppada). La teoría de la no sustancialidad, cual ha sido resumida hasta aquí, consiste en una visión fenoménica del mundo in­terior y exterior. Desde aquí se puede asumir el punto de vista de las fuerzas agentes para descubrir cuál es -siempre en términos de expe­riencia vivida- el sentido profundo y la ley interna de este fluir, de este sucederse de estados. Se presentan entonces las dos primeras ver­dades ariya, que corresponden a los términos dukkha y tanha.

Ya aquí es preciso separar el meollo de la enseñanza budista, de sus elementos accesorios y de sus formulaciones populares; no sólo eso, sino que hay que lidiar con una terminología cuyo equivalente preciso es difícil trasladar a las lenguas occidentales, además de que incluso en un mismo texto las expresiones a menudo cambian de significado. Si los términos de las lenguas occidentales modernas son rígidamente unívocos, por estar basados máximamente en abstracciones verbales y conceptuales, en igual medida los términos de las lenguas orientales son plásticos, porque se adecuan a la riqueza de un contenido vivido.

El término dukkha se suele traducir por "dolor", de donde el concep­to estereotipado de que la esencia de la enseñanza budista es, simple­mente, que el mundo es dolor. Mas éste es el aspecto más popular, exotérico, casi diría profano, de la doctrina budista. Cierto, no se pue­de objetar que dukkha en los textos se aplica a cosas que, como enve­jecer, enfermarse, morir, sufrir lo que no se desea y no tener lo que se desea, etc., pueden en general ser motivo de dolor, de sufrimiento. Pero, por ejemplo, ya la idea de que el nacimiento en sí sea dukkha debería dar que pensar, y aún más el que el mismo término sea aplica­do a estados de conciencia no humanos, "celestes" o "divinos", de los que no se puede decir que estén sujetos al "dolor" en el sentido común del término.

El significado más profundo, doctrinal y no popular del vocablo dukkha, más que "sufrimiento" es estado de agitación, de inquietud, de "conmoción" .[14] Vale pues decir que es la contrapartida vivida de lo que se expresa en la misma teoría de la universal impermanencia y no sustancialidad, del annicca y del anatta. Por esto, en los textos, dukkha, anicca y anatta si no aparecen de plano como sinónimos,[15] se encuen­tran unidos por una íntima relación. Esta interpretación se confirma si consideramos dukkha a la luz de su opuesto, vale decir, de los estados de "liberación": dukkha se nos aparece entonces como la antítesis de una calma impasibilidad, de una superioridad no sólo ante el dolor sino ante la alegría; como lo opuesto de la "incomparable seguridad" del estado en el que no hay ya "inquieto girar", no hay ya "ir y venir", y el miedo y la angustia han sido destruidos. Para entender de veras el con­tenido de la primera verdad de los ariya, dukkha, más aún, para apre­hender la sustancia más profunda de la existencia samsárica, hay que asociar a la noción de "conmoción" y de "agitación", la de "angustia". "Una raza que tiembla", vio Buda en el mundo: hombres que tembla­ban, apegados a su persona, "semejantes a peces de una corriente casi seca"[16] "Este mundo ha caído en la agitación": tal es el pensamiento que le vino cuando aún se esforzaba por conseguir la iluminación.[17]

"De verdad, este mundo ha sido vencido por la agitación. Se nace, se muere, se decae de un estado y se pasa a otro. Y de esta pena, de este decaer y morir, nadie conoce un respiro".[18] Se trata pues de algo bas­tante más vasto y profundo que cuanto se pueda expresar con un térmi­no como dolor.

Y ahora pasemos a la segunda verdad de los ariya, la cual se refiere a samuraya, es decir, el origen. ¿De dónde se origina, de dónde extrae nutrimento y se afianza una existencia que se presenta como dukkha, como agitación, como agustioso devenir? La respuesta es tanha, el an­sia, o trsna [trishna], la sed: "sed de vida, que siempre se reaviva, que unida al placer de la satisfacción y que no cesa de calmarse ni aquí ni allá: es sed de placer sensual, sed de existencia, sed de devenir". Ésta es la fuerza central de la existencia samsárica, éste es el principio que determina la anatta, o sea, la no aseidad de cualquier cosa y de cual­quier vida, y cualquier vida mezcla la alteración y la muerte. La sed, el ansia, el ardor, según la enseñanza budista se encuentran no sólo en la raíz de cualquier estado de ánimo, sino también de la experiencia en general, de las formas del sentir, percibir y del experimentar, que más parecerían "neutras" y mecánicas. Se da así el simbolismo sugestivo del "mundo que quema". "El mundo entero está en llamas, el mundo entero está consumido por el fuego, el mundo entero tiembla”.[19] ”Todo está en llamas. ¿ Y qué está en llamas? Arde el ojo, arde lo visible, arde el conocimiento de lo visible, arde el contacto del ojo con lo visible, arde la sensación que surge del contacto con lo visible, se trate de ale­gría.. dolor o ni alegría ni dolor. ¿Y de qué fuego arde? Del fuego del deseo, del fuego de la aversión, del fuego de la obcecación . Y el mismo motivo se repite para lo que se escucha, lo que es gustado, tocado, olido o pensado.[20] Lo mismo para el pañcakhandha, el quíntuple tron­co de la personalidad: forma corpórea, sentimiento, percepción, ten­dencias, conciencia.[21] Esta llama no sólo arde en placer, aversión y obcecación, sino también en nacimiento y muerte, en el decaer, en toda pena y sufrimiento.[22]

Tal es la segunda verdad de los ariya, la verdad acerca del "origen".

Para entenderla es preciso ir más allá del plano de la conciencia ordina­ria. En efecto, todos concederán que el deseo es el resorte de gran parte de las acciones humanas, pero nunca jamás podrá captar intuitivamen­te que sea la sustancia de su misma forma corpórea, la raíz de su misma individualidad, la base de toda su experiencia, incluso de la que tiene un color y sonido indiferente. Y lo mismo vale decir, en cierta medida, respecto de la primera verdad, por que, ¿cómo podría alguien com­prender que el sustrato de su misma alegría es dukkha, esto es, agita­ción, sufrimiento, desvarío? Es el caso que estas dos verdades son ya, en cierta medida, de la "otra orilla", o sea, se hacen evidentes sólo a quienes, habiendo superado estado en que antes se encontraban, pueden aferrar objetivamente y en su integridad el sentido profundo del mismo.[23] Respecto a esto, los textos presentan un símil sugestivo, el del leproso. Quienes, "excitados por el deseo, consumidos por la sed del deseo, ardiendo en la fiebre del deseo, gozan del deseo" son como aquellos leprosos de cuerpos cubiertos de llagas, ulcerados, comidos por los gusa­nos que, despellejándose las llagas y haciéndose achicharrar los miem­bros, experimentan un goce enfermizo. Pero quien se librara de la lepra y se sintiera curado, sano, independiente, "dueño de andar a donde quie­ra", éste entendería conforme a la realidad el placer morboso del lepro­so y si alguien quisiera arrastrarlo a la fuerza a ese fuego de que goza el leproso, se debatiría con toda su alma por apartarse.[24]

Aparte esto, ya el simbolismo de la llama y del fuego nos da un modo de entender aproximativamente la ley de la existencia condicio­nada y del devenir como "ansia" o "sed". Por lo demás, trátese de la sed física o, en general, de la necesidad del alimento, el instinto empuja al organismo a saciarse asimilando y consumiendo lo que sea con tal de mantenerse. Mantenerse significa, empero, tener que sentir de nuevo, después, sed o hambre, por la ley misma del organismo, que se reafir­ma con cada satisfacción de la necesidad. Es así como en los Evange­lios se dice: "Quien bebe de esta agua, siempre tendrá sed, pero quien bebe del agua que yo le daré, no volverá a tener sed; más aún, esta agua se transformará en una fuente de agua que brota hasta la vida eterna".[25] Más adecuado aún es el simbolismo de la llama y de los procesos de combustión. Se debe a Dahlke una aclaración de este simbolismo al grado que nos hace entender el secreto de la vida samsárica. Al asimilar toda ansia a un fuego, el ser viviente se presenta no como un "yo", sino como un proceso de combustión, porque en el plano de que aquí se trata no se puede decir que tenga ansia, sino que él mismo es ansia. Hay pues, latente en cada uno, una voluntad de arder, de transformarse en llama, que consumirá la materia que sea. El combustible estimula esta voluntad, hace que el fuego intervenga en un proceso de combustión, de donde resulta un grado más alto de calor; vale decir, una nueva ener­gía con potencial de arder, de suscitar un nuevo incendio y así sucesi­vamente, una y otra vez. Se puede hablar, pues, de un proceso que se genera y que se da pábulo a sí mismo en la llama, de guisa que cada momento representa un dado grado calórico que, como tal, es la poten­cialidad de una nueva combustión apenas se produzca el contacto con una nueva materia capaz de arder.[26] Por eso, en el texto ya citado, todo contacto, toda percepción, visión o pensamiento se consideran en tér­minos de un "arder". El fuego es el ansia que la voluntad conduce hacia este o aquel contacto, en el que dicha ansia se prende y se afianza, cebándose, por así decir, de sí misma y exacerbándose en el acto mismo de apaciguarse y de consumir el combustible. El yo como santana, como "corriente", no es más que la continuidad de este fuego que se mantiene mortecino bajo las cenizas en cuanto le falta material, para reavivarse con cualquier nuevo contacto. El proceso de la vida samsárica, pues, es considerado como una llama vinculada a una materia ardiente o como llama que ella misma es materia. Los contactos se desarrollan a través del apego, upadana. Esto se refuerza en el ya mencionado quíntuple tronco que constituye la persona en general: organismo cor­póreo, sentimientos, percepciones, tendencias, conciencia individuada. Al arder potencialmente en estos troncos, la sed se desarrolla en cada uno de ellos a través de una serie de contactos con el mundo externo, el cual se presenta a la voluntad de arder y de existir ardiendo bajo la especie de un variado combustible, que sin embargo tanto más acre­cienta al ardor cuanto más parece aplacarla y satisfacerla. La teoría del anatta, del no-yo, en tal situación, tiene este sentido: el yo no existe fuera del proceso de arder; es este mismo proceso y en cuanto cesara, incluso el yo, la ilusión de ser yo, se derrumbaría. He aquí, por ende, la razón de la angustia y de la "agitación" primordial, de que ya se ha hablado; he aquí el profundo hontanar del "triple fuego de la sensuali­dad, del odio y de la obcecación" y de la misma voluntad que "hace buscar otros mundos". Es en el afán donde el yo samsárico halla el apoyo sin el cual se hundiría.[27] También en el sufrimiento y en la pena actúa una variante de este fuego escondido, de la voluntad de existen­cia y de confirmación de los seres condicionados que, sin embargo, conduce a una alteración cada vez más profunda.

Sobre este cimiento, la teoría budista del samsaria ha podido poten­ciarse hasta la teoría de la "instantaneidad" o "existencia instantánea", ksana. Si la existencia y el sentido del yo están condicionados por los contactos, esta existencia debe resolverse en la serie de los mismos con­tactos. En tal sentido, hablando estrictamente la vida es instantánea, se­gún la imagen budista de la rueda del carro, cuyo movimiento es desde luego continuo, se muevo o no el carro, con tal que toque siempre el suelo en un solo punto. "De igual manera, la vida de los seres tiene sólo la duración de un pensamiento: el ser del momento pasado ha vivido, pero no vive ni vivirá; el ser del momento futuro vivirá, pero no vive y no ha vivido; el ser del momento presente vive, pero no vivió ni vivirá".[28]

Éste es el tiro de gracia asestado contra la teología brahmánica del atma. Pero aun prescindiendo de tales formulaciones extremistas, que pertenecen a un periodo posterior (por coherentes que sean), este orden de ideas es tal que da al traste con la teoría de la reencarnación que nosotros hemos considerado, en el hinduismo, que son en buena parte efecto de influencias exógenas. Ya se ha visto, en el ínterin, que la preo­cupación por saber qué fue o qué será después de la vida, para Buda pertenece a la opinión o a la divagación; es enfermedad, espina, llaga, zarza, tumor, laberinto, de modo que a priori todo interés por lo que respecta la hipótesis de la reencarnación debe quedar excluido. Comoquiera, la idea de que "esta conciencia persiste inmutable en el girar de las existencias mudables" se tacha expresamente de "falsa opi­nión, no anunciada por Buda", propia de un "espíritu vano",[29] cosa en que está de acuerdo todo el conjunto de los discípulos, tras pregunta hecha por el príncipe Siddhartha.[30] El argumento fundamental aquí es que no se encuentra en concreto ningún dato inmediato de la concien­cia de que hayamos existido en el pasado;[31] en segundo lugar, la "natu­raleza de la conciencia es condicionada’[32] y, al ser condicionada sobre todo por "nombre-y-forma", es inconcebible una continuidad real de conciencia, dado que "nombre-y-forma" mudan y dado que en la co­rriente se producen khandha, o sea, agregados psicofísicos nuevos y diferentes. En realidad, no es el mismo "nombre-y-forma el que rena­ce".[33] Cuando al apagarse una vida, nombre-y-forma -o sea, la indivi­dualidad- cesa, no ocurre que pasa a existir en otro lado como el mismo agregado; se ha de pensar más bien que es como un son de laúd que viene a la existencia sin que antes haya existido en otro lado, ni pasa a ningún otro lugar en cuando deja de sonar.[34] Existe ciertamente una continuidad, pero es impersonal; es la continuidad del afán, de la "co­rriente", de la voluntad de arder por ser, la cual tras haber agotado, casi como un combustible, una vida, salta a aferrarse de otro tronco y a extenderse en éste, mientras en los estadios intermedios permanece, como dice un texto,[35] como llama que tiene que se tiene a sí misma por combustible, esto es, como puro potencial calórico. En rigor habría que referirse a un continuum en el que tanto la absoluta diversidad como la absoluta identidad quedan excluidas. Un símil empleado es el de las llamas de las tres vigilias de la noche: el hachón de la primera vigilia que, al estar por extinguirse, da fuego a otro hachón y éste, luego, a un tercero. Las tres llamas no puede decirse que sean iguales ni distintas. Una ha encendido la otra, una tiene el fuego de la otra, pero cada una es distinta de las demás: es llama (vida, conciencia) de un hachón diferen­te. Otro símil: la leche que se convierte en leche cuajada, luego mante­quilla y luego queso. Se trata, sí, de la misma sustancia, pero el cambio de estado impide que se emplee el mismo nombre, o sea, decir que el cuajo es leche y que la mantequilla es cuajo.[36] Si se cambia el estado --con referencia a un "nombre-y-forma" diferente- (filosóficamente se di­ría: con referencia a un distinto principium individuationis), se ha de , cambiar la denominación y no se ha de hablar de un mismo yo, de una misma conciencia.

La única realidad real es la que se refiere a un nexo causal y a una herencia personal. La gama que en un dado ser es la vida del mismo, en el curso de la vida ha asumido cierta calidad, cierto habitus, que se conservará y se remanifestará en la combustión siguiente. De aquí la noción de los llamados sankhara, que corresponden a las direcciones que se han estabilizado en el deseo y que constituyen uno de los cinco troncos de la personalidad; mientras que para referirse al determinismo general (a través del cual la fuerza fundamental agrega precisamente ese dado grupo de dhamma, de elementos, en su manifestarse), se usa -en especial en textos budistas posteriores- el término upanishádico de karma (en pali: kamma), de modo que se habla del kamma como "matriz de los seres (kammayoni)" y se formula el principio: "Según el operar del ser surge un nuevo ser: lo que uno hace, lo hace re-ser.

Llegado a ser, lo tocan los contactos [o sea, se inicia el nuevo proceso de combustión]. Herederos de las acciones son, pues, los seres".[37] Sólo que por vía de una formulación de este género no se puede suponer, sin más, la continuidad de un sustrato individual, de un "yo", sino que hemos de remitirnos una vez más a la imagen de una llama que pasa de una rama a la otra, de suerte que sólo hay que añadir a lo anterior la particular calidad que asume el fuego que de una combustión se trasmi­te a otra. He aquí por qué en los textos no se da respuesta a la pregunta de si el propio individuo resiente los efectos de una existencia prece­dente, o si los resiente otro individuo. Como única respuesta se nos remite a la "génesis condicionada", es decir, al proceso que, en general, conduce hasta la conciencia samsárica.[38] A la pregunta: ¿es el mismo nombre-y-forma el que resurge en una nueva existencia? La respuesta es: "No es el mismo nombre-y-forma el que renace en la existencia siguiente; pero con este nombre-y-forma se realizan acciones, buenas o malas, a través de las cuales surge otro nombre-y-forma en una exis­tencia siguiente".[39] Y se concluye: "Los efectos surgen en una serie en la que tanto la identidad absoluta como la diferencia absoluta quedan excluidas, por lo que no se puede decir que estén creados por el mismo ser ni por algo que sea diferente".[40] Valdría hacer la comparación con la imagen de una canica que recibe la fuerza y la dirección de otra canica a la que golpea y que, naturalmente, es diferente de ésta, si el mundo orgánico no nos presentara una analogía a través del fenómeno de la generación y de la herencia biológica: en el nuevo animal, que es dis­tinto de su padre, tienen continuidad la vida de éste y a menudo hasta sus tendencias, instintos y aun taras.

Con todo, en este caso no hay que pensar tanto en una continuidad lineal de existencias individuales, cuanto en numerosas apariciones de un único tronco de afán, que en el proceso de combustión es cada vida particular, cada individuo: el deseo que sustancia esa vida, ese indivi­duo, a la par que lo trasciende para luego regresar al estado de latencia, pasando a encenderse en otra parte, donde se afianzará según la direc­ción que en aquella vida se había dado a sí misma.

Con tal doctrina, la indefinición propia del concepto upanishádico -que oscila entre la verdad relativa a una conciencia átmica y la rela­tiva a una conciencia samsárica- queda superada y en tal sentido se confirma un punto de vista rigurosamente realista, exento de "idealismos" y de atenuaciones. El resultado no es, desde luego, una perspectiva "consoladora". Buda, por así decir, ha acelerado los ritmos y ha expuesto lo que corresponde a la forma límite de una caída o de una involución, precisamente porque sólo así se puede provocar una reacción total y se puede entender la necesidad de la ascesis postulada por la vida del despertar.

No estará de más añadir esta consideración: ya se ha señalado que las dos primeras verdades de los ariya, en especial con referencia a la doctrina de la sed del fuego, pueden no resultar directamente evidentes al hombre moderno. Éste puede comprenderlas plenamente sólo en momentos críticos especiales, porque la vida que de ordinario lleva es como exterior a sí misma, semi sonámbula, movida entre reflejos psi­cológicos e imágenes que le ocultan la sustancia más profunda y más temible de la existencia. Sólo en dadas circunstancias se rasga el velo de una ilusión, en el fondo algo providencial. Por ejemplo, en todos los momentos de un peligro súbito, cuando se nos ataca o cuando se hunde el suelo porque se abre una brecha en el hielo o al tocar por descuido un tizón o un objeto electrizado, se manifiesta una reacción instantánea, la cual no procede ni de la "voluntad" ni de la conciencia, ni del yo, pues éste llega sólo después, una vez realizado el ademán, puesto que en ese momento fue descabalgado por algo más profundo, más rápido y más absoluto. En el hambre, en el pánico, en el deseo sensual, en el espas­mo, en el terror, se manifiesta de nuevo la misma fuerza, y quien sabe captarla directamente en esos momentos se crea la facultad de percibir­la gradualmente incluso como el sustrato invisible de toda la vida de vigilia. Las raíces subterráneas de las inclinaciones, de la fe, de los atavismos, de las convicciones invencibles e irracionales, de los ins­tintos, los hábitos, el carácter, de todo lo que llega como animalidad, como raza biológica, toda la voluntad del cuerpo, todo esto se reduce al mismo principio. Frente a éste, la "voluntad del yo" tiene a menu­do una libertad semejante a la de un perro amarrado con una cadena bastante larga, de la que no se percata sino hasta que llega a un cierto límite. Si se pasa ese límite, la fuerza profunda no tarda en despertar para descabalgar al "yo" o para embromarlo, haciéndole creer que es él quien quiere, cuando en realidad es ella la que quiere. La fuerza salvaje de la imagen y de la sugestión lleva al mismo punto: según la misma ley del "esfuerzo convertido", se vuelve tanto más fuerte cuanto más se "quiere" en su contra, como en el sueño, que huye cuanto más se "quiere" dormir, o como en la sugestión de caer al caminar junto a un abismo, que lleva de fijo a que la mayoría caiga si se "quiere" en su contra.

Tal fuerza, que se confunde pues con la de las potencias emotivas e irracionales, se identifica por grados con la fuerza misma que gobierna las funciones profundas de la vida física, sobre las que poco puede la "voluntad", el "pensamiento", el "yo", que le son externos y semejan­tes a parásitos que viven de ella, extrayendo las linfas esenciales inclu­so sin poder descender dentro, hasta el tronco profundo. Es preciso pues llegar a preguntarse qué cosa de este "mi" cuerpo puedo justificar con "mi" voluntad: si "yo" quiero "mi" respiración o el fuego de las mezclas en que arde el alimento o mi forma, mi carne, el que yo sea este hombre determinado así y no de otra manera. Y quien esto se inte­rrogue, ¿no podría quizá ir más allá y preguntarse si esta misma volun­tad "mía", esta conciencia mía, este mi mismo "yo" los quiero o, simplemente, están ahí?

Veremos que la doctrina del despertar acaba planteando problemas de este cariz. Y quien es lo bastante fuerte para ir más allá de la ilusión no puede sino llegar a esta desconcertante constatación: "tú no eres vida en ti. Tú no existes. ’Mío’ no puedes decirlo en modo alguno. La vida, no la posees; es ella la que te posee. Tú la sufres. Y es una quimera que este fantasma de ’yo’ pueda subsistir inmortal al deshacerse del cuerpo, cuando todo te dice que le es -la correlación con este cuerpo- esen­cial y tiene -un malestar, un trauma, un accidente cualquiera- una influencia precisa sobre todas sus facultades por ’espirituales’ y ’supe­riores’ que sean".

Hay quien, en momentos determinados, tiene la posibilidad de des­prenderse de sí, de descender más allá del umbral, siempre más abajo hacia las oscuras profundidades de la fuerza que gobierna su cuerpo y donde esta fuerza pierde nombre e individuación. Y entonces se tiene la sensación de esa fuerza que se extiende a retomar el "yo" y el "no yo", extendiéndose a toda la naturaleza, posesionándose del tiempo, transportando miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, reafirmándose en miles de formas, irresistible, salvaje, inexhausta, ca­rente de apoyo, de límite, encendida por una eterna insuficiencia y pri­vación. Quien llegue a esta percepción temible, semejante a una vorágine que se formara de repente, capta el misterio del samsara, comprende y vive a plenitud el sentido de la doctrina budista del anatta referida al hombre (o sea, la doctrina que niega la existencia del yo). El paso de la conciencia puramente individual a la samsárica, que retoma indefini­das posibilidades de existencia (desde el inframundo a las celestiales), tal es el punto de apoyo, al fin y al cabo, de toda la doctrina del desper­tar. No se trata aquí de una "filosofía", antes bien de una experiencia que, por cuanto corresponde a la realidad, no es patrimonio sólo del budismo. Rastros yecos de la misma se hallan incluso en otras tradi­ciones, en Oriente y en Occidente (aquí, sobre todo, como saber secre­to y experiencia iniciática). La teoría del dolor universal, de la vida como sufrimiento no es más que algo del todo exterior, algo profano y exotérico, como ya se ha dicho; que sólo adoptan formas de manifesta­ciones populares.

Desde el punto de vista de la mentalidad occidental se aceptan dos formas o grados de existencia y de conciencia samsárica: una que es de verdad samsárica y la otra que se limita al espacio y tiempo de una única existencia individual. La conciencia que priva en el Occidente moderno es esta segunda, pero no deja de constituir sólo una parte, la sección de una conciencia o de una existencia samsárica que atraviesa los tiempos; no sólo eso, sino que, como ya se ha señalado, puede com­prender estados libres de la misma ley temporal que conocemos. En el antiguo mundo oriental subsistía aún, en buena medida, esta más vasta conciencia samsárica.[41] Y la vía ascético-iniciática como primera fase o premisa consistía en el paso de la conciencia común, ligada a una única vida y definida por la ilusión del yo individual, a la conciencia verdaderamente samsárica, a la que le corresponde también la noción de santana, del yo como flujo, corriente o serie indefinida de estados no sustanciales determinados por la dukkha. Sólo después de esto se ofrece la posibilidad del paso a lo verdaderamente incondicionado y extrasamsárico. Pero, como en seguida veremos al hablar de las voca­ciones, en Occidente es rarísimo que no se tome por celeste y divino lo que corresponde únicamente a estados superiores de una existencia que nunca deja de ser samsárica.



[1] Dhammapada, 277, 279

[2] Dhamma-sangani, 185.

[3] Véase Stcherbatsky, T., The Central Conception 01 Buddhism, Londres, 1923, pp. 26-27.

[4] Milindapañha, 58.

[5] Sisuddi-magga, VIII.

[6] La noción de yo-corriente aparece ya en el Digha-nikayo, III, 105, y en el Samyutta­nikayo, III, 143: "Tal es esta corriente, como una fantasmagoría carente de sustancia: más allá de ella, el asceta, andando como "alguien cuya cabeza estuviera en llamas", busca "la morada indesplomable".

[7] Majjhima , XVLlII (1,430).

[8] Milindapañha, 54-57.

[9] Samyutta , XII, 83.

[10] Samyutta , XXXV, 193.

[11] Milindapañha, 49.

[12] Milindapañha; véase Visuddi-magga, XVII (W., 184). La misma idea se expresa con la siguiente imagen: si, en un candil, aceite y pabilo son impermanentes, no se puede pensar que la llama sea, en cambio, permanente, eterna (Majjhima ... , CXLVI, 11,384).

[13] Milindapañha, 40-41.

[14] Véase Stcherbatsky, T., The Central conception ... , op. cit., p. 48.

[15] Jansink, B .. Mvstik des Buddhismus, op. cit., p. 95.

[16] Atthakavagga, 11,5-6.

[17] Samyutta ... XII, 10.

[18] Digha ... , XIV, 11, 18.

[19] Samyutta ... , 1, 133.

[20] Mahavagga (Vinaya), 1, XXI, 2-3.

[21] Samyutta , XXII, 61.

[22] Samvutta , XXXV, 28.

[23] En Majjhima ... , LXXX (11, 306), se dice por lo mismo explícitamente que sólo quie­nes han llegado hasta el fin, que han dejado el peso, actuado la obra y se han deshecho de los vínculos de la existencia pueden comprender qué es el afán y el placer del afán.

[24] Majjhima ... , LXXV (11,230-32).

[25] Juan, IV, 13-14.

[26] Dahlke, P., Buddhismus als Weltanschauung, op. cit., pp. 50-57; Buddhismus als Religion und Moral, op. cit., pp. 102 Y ss

[27] Por esto, en Anguttara ... (V, 69), que destruye tanha, el afán, se dice "el que destruye el apoyo".

[28] visuddi-magga. VIII (W. 150).

[29] Majjhima , XXXVIII (1, 377, 380).

[30] Majjhima , XXXVIII (1, 377, 380).

[31] Majjhima , el (Ill, 4).

[32] Majjhima , XXXVIII (1,378).

[33] Milindapañha, 46.

[34] Yisuddi ... , XX (W. 186). En el budismo tántrico (Vairayana), una campanilla o un cetro especial son los dos objetos simbólicos que se emplean en los ritos mágicos. La cam­panilla (ghánta) es el símbolo del conocimiento de la naturaleza del mundo fenoménico, cada realidad del cual, como son de campana, es sí perceptible pero efímera; el cetro, en cambio, simboliza el principio masculino del vajra, el diamante-rayo, de que se compone el espíritu de todo "despertado". (Véase Evola, J., Lo Yoga della Potenza, Edizioni Mediterranee, Roma", 1994, cap. 12. N. de G. d. T.)

[35] Samyutta ... , XLIV, 9. El texto dice propiamente: como para la llama es necesario un combustible, así para una nueva existencia se requiere un sustrato. Vale preguntarse, sin embargo, cuál es el sustrato cuando la llama es transportada por el viento y, partiendo de un fuego, va a encender otro fuego. La respuesta de Buda es: el viento mismo. Se pregunta una vez más: cuando un ser deja un cuerpo y resurge en otro, ¿cuál es el combustible que el señor Gotamo señala? La respuesta es: "En este caso, en verdad, el combustible es el afán mismo".

[36] Milindapañha, 40-41.

[37] Majjhima , LVII (11,68).

[38] Samyutta , XII, 17,24.

[39] Milindapañha, 46, 6-9. Véase también Samyutta ... (XII, 37), donde se dice que este cuerpo no se ha de considerar ni como propio ni como de otros, sino como determinado por una acción precedente, o sea, por la energía producida por actos precedentes tanto espiri­tuales como físicos.

[40] Milindapañha, 46-49; Visuddi-magga. XVII (W. 238-240).

[41] Está atestiguada, v. gr., en el Extremo Oriente, en el concepto de la "corriente de las formas" o de las "transformaciones".

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